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La grande impresión que hizo en el ánimo de Eusebio la muerte de su amado y respetable Hardy, hubiera sido mucho mayor, por las circunstancias que concurrieron en ella, si la memoria de sus ejemplos y virtud singular no hubiese contribuido para fortalecer su ánimo en las máximas en que desde niño lo había adoctrinado. Parecía haber quedado su alma embebida en los sublimes sentimientos de aquel venerable difunto.

Aunque nos afligimos en la pérdida de un hombre de conocida virtud, que respetábamos en vida, parece, sin embargo, que nuestra tristeza participa de la veneración que nos infundió el concepto que teníamos de sus virtudes, antes que del sentimiento que nos causa el perderlo para siempre de vista. Tal vez, a pesar de nuestras lágrimas, nos consuela la memoria de su inculpable vida, envidiándole aquella misma que en cierta manera sentimos. Deseáramos que fuese semejante a la nuestra.

Todos los esmeros de don Juan Sauz, que hospedó a Eusebio en su casa mientras se acababa de alhajar la que había tomado en alquiler, de nada aprovechaban para agotar sus lágrimas. Ellas eran día y noche el alimento de la tierna sensibilidad que las producía, fomentada de la memoria de su estrecho parentesco, que sólo le había descubierto en su dichoso trance. Sirvió de alguna compensación a su pérdida el retrato del mismo Hardy que mandó hacer a un excelente pintor antes que enterrasen el cadáver, a quien la muerte violenta en nada había desfigurado. Pudo así el pintor animar sus enteras facciones y fisonomía, representándolo de cuerpo entero en la casilla del labrador, sentado sobre la paja en que murió, conversando con el mismo Eusebio.

Esta viva imagen le renovaba de continuo la memoria de sus singulares virtudes, de los últimos consejos que le dio sobre la religión santa en que lo había educado. Fomentábale al mismo tiempo los deseos de imitar su virtuosa conducta y el tierno agradecimiento que le debía por tantos esmeros y cuidados, y por el singular cariño con que atendió siempre a su educación desde sus más tiernos años. Servíale a más de esto de norma el recuerdo de su conducta para todo lo que hacía o había de emprender, obrando a tenor de los ejemplos de Hardy, o de lo que hubiera hecho él mismo en los lances que se le presentaban, teniendo siempre delante su admirable moderación y prudencia.

Su entierro fue solemne y concurrido de toda la ciudad habiéndose esparcido en ella el descubrimiento del difunto por tío de Eusebio y por hermano de su madre, apellido que era muy conocido en S... y que entonces se hacía famoso por el peso que daba a las justas pretensiones de Eusebio sobre la herencia de sus naufragados padres, que su tío paterno le contrastaba con pleito. Éste se había ya hecho célebre por su entidad, restando nueva materia a los discursos de los ciudadanos la llegada del mismo Eusebio, a quien llamaban el Americano, y sobre todo las circunstancias del descubrimiento, muerte y entierro de su difunto tío que con él venía.

Por lo mismo, cuanto mayores eran las demostraciones de interés y de afecto que manifestaban todos por la verdad de la causa del joven Eusebio, otro tanto mayor era el resentimiento de su tío don Gerónimo y el empeño que tomaba para desmentir el descubrimiento del difunto; pues no había motivo en lo humano para que se encubriese por tanto tiempo un tío a su sobrino, si de hecho lo hubiera sido. Crecieron las quejas de don Gerónimo luego que Eusebio comunicó a sus abogados el testamento de Hardy que mandó no lo abriese hasta después de su muerte como lo hizo algunos días después que depositaron el cadáver en una arca de plomo, mientras se acababa de construir el lucilo de mármol con que quiso Eusebio conservar la memoria de las singulares virtudes de tan respetable difunto.

Se abrió el testamento con todas las formalidades. En él se declaraba Hardy por tío materno de Eusebio con evidentes razones. Prevenía que hacía el testamento en París, y no antes ni después, porque allí tuvo la primera noticia del injusto pleito que don Gerónimo había puesto a su sobrino Eusebio sobre su paterna herencia. Haber sido testigo el mismo Hardy de la llegada de Eusebio a Filadelfia después del naufragio y de la adopción que hicieron del niño naufrago Henrique y Susana Myden. Que por lo mismo como tío materno que le era, lo declaraba heredero de la casa y huerto que Hardy poseía en Filadelfia.

A éstas añadía Hardy en el testamento otras razones y particularidades que ponían en claro la verdad de la causa de Eusebio; pero que sin embargo dejaban presa a las razones de los abogados contrarios para llevar el pleito adelante, y a don Gerónimo daban motivo para desmentirlas. Ni quería reconocer a Eusebio por su sobrino, por ninguna vía, negándole la entrada en su casa la vez que fue Eusebio a visitarlo para proponerle que deseara tratar el pleito amigablemente. Hízole saber esto mismo por tercera persona, no pudiendo hacerlo por sí, hasta ofrecérsele a partir las diferencias con un ajuste desinteresado. Sordo don Gerónimo a toda proposición, codicioso de la entera herencia, creía hacer más justas sus pretensiones con el declarado rencor con que procedía con su sobrino y con los denuestos con que lo cubría.

Eusebio, ajeno de toda sombra de interés y de codicia, lejos de resentirse por todas las demostraciones y pasos de su tío, miraba al contrario con suma moderación todas sus oposiciones, remitiendo su defensa a los abogados sin disimularles que, por lo que a él tocaba, cedería en su derecho si éste no hubiese de pasar a sus hijos, en caso que los tuviese, a quienes la herencia pertenecía. Con estas mismas expresiones de la moderación de Eusebio parecían ser señal de flaqueza y de falta de derecho, antes que de desinterés para con los contrarios, se cerraron éstos a todo ajuste, y el pleito se llevó adelante sin que alterase la tranquilidad del ánimo de Eusebio; pues ni su pérdida le había de acarrear pesadumbre, ni gran gozo su adquisición, preparándose con la reflexión de las máximas de la sabiduría para el éxito, cualquiera que fuese.

Bien sí, como lo lisonjearon sus abogados que podía quedar decidido el pleito dentro de aquel año, determinó pasarlo en S... hasta su liquidación. Pasó a habitar la casa que tomó en alquiler luego que estuvo decentemente alhajada, suministrándole don Juan Sauz todo el dinero que necesitaba, según el orden que había recibido para ello del padre de Leonada, como se lo previno Henrique Myden a Eusebio en la carta que recibió en París.

Su casa era cómoda y aseada, y deliciosa la vista que le presentaba el río Guadalquivir, lo largo de su ribera, frecuentada de barcos de contratación, y la hermosa vega que fertilizaba. Aunque esto contribuía en parte para divagar los pensamientos de Eusebio en las circunstancias de un estado que, en cierto modo, era nuevo para él, echaba menos, sin embargo, en todos los objetos la presencia y compañía de su adorable Hardy. Parecíale hallarse como un niño expuesto en un mundo nuevo. Arrancábale frecuentemente su memoria tiernas lágrimas, especialmente su retrato, todas las veces que fijaba en él sus ojos, llamándolo su buen padre, su consolador, su consejero, su amigo, que todo esto había perdido con él, sin poder encontrar compensación a aquella afectuosa y suave confianza que le hacía hasta de sus más íntimos sentimientos.

Con él había vivido siempre, en él descansaba, él mismo regulaba por lo común todas sus operaciones. Ahora debía vivir solo, pasar todo por sus manos, sin gana, sin voluntad de atender a cosa alguna, remitiéndolo todo a la lealtad de Gil Altano y de Taydor, para entregarse todo entero a su inconsolable tristeza hasta que la imagen del mismo Hardy en sueños, revestida de celestial esplendor, acordándole las máximas y consejos de la virtud, confortó su ánimo, consoló su corazón y avivó los sentimientos de su virtud abatida, para que a tenor de ella prosiguiese la carrera de su vida mortal, formándose un plan y arreglo en su nuevo estado.

Formóselo desde entonces Eusebio en su trato, en sus estudios y familia. Ésta se reducía a Gil Altano, a Taydor y a los dos cocheros, que quiso retener consigo el tiempo que quedase en S... por la fidelidad con que lo habían servido, aunque no necesitaba sino uno de los dos, no queriendo mantener más caballos que los tres que le quedaban, después que murió el otro de la fatal cornada, causa de la funesta muerte de Hardy. Todos sus criados tenían su particular inspección para que no estuviesen ociosos, antes que para hacer servir su número de fomento de vanidad y ostentación a Eusebio, que los amaba y que ejercitaba en ellos su compasión. En todo lo que podía servirse por sí mismo, lo hacía, especialmente en su persona, que en su traje sencillo no necesitaba de ajenas manos para vestirse ni para ataviarse, no llevando más que un vestido en invierno y otro en verano, y el cabello natural sin rizos y sin peinado.

Continuó en guardar la máxima de Hardy en no poner librea a sus criados, compadeciendo sobrado la humilde y penosa condición a que los sujetaba la suerte, para que los quisiera envilecer con un distintivo, inventado de la refinada vanidad de los hombres que pretenden honrarse con la ajena humillación. Por el contrario, ningunos criados había más bien tratados, ningunos iban más bien vestidos ni más generosamente pagados, ni había por consiguiente amo más amado ni más fielmente servido que Eusebio, ni a quien menos a cargo estuviese su servicio. Sin desplegar sus labios, su misma modesta compostura, la tranquilidad suave de su conducta, la afable moderación que animaba a su porte y a todas sus acciones, servían de norma a sus criados para regular las suyas y para respetar, como a cosa sagrada, la dulce quietud y paz de su amo incomparable.

Desde que Eusebio llegó a S... su mayor deseo era el salir de la incertidumbre en que lo había dejado el descubrimiento de Hardy sobre los motivos que pudo tener para dejar su patria y para ir a establecerse a la América, a más del que le había insinuado él mismo antes de morir; y sobre las noticias de su estado y familia antes de dejar a España. Luego, pues, que tuvo arregladas sus cosas y que dio sistema a su nuevo estado de vida, Procuraba informarse de unos y de otros, sin perdonar a pasos ni a diligencias para conseguirlo. Hacíasele sumamente extraño no sólo que hubiese dejado el nombre y apellido de su familia por el de Jorge Hardy, sino también el haberse encubierto con tanta reserva para tantos años y en tantas ocasiones en que parecía imposible que hubiese podido resistir el entrañable y tierno cariño que le profesaba.

A pesar de todas sus diligencias, no pudiendo tener las noticias que deseaba y que lo dejasen enteramente satisfecho, se vio precisado a ir en persona a la villa de donde era natural Hardy, que no distaba mucho de S... y donde esperaba encontrar algún hombre o mujer que hubiese conocido a Hardy en su infancia y juventud. Engañóse también en esto; pues sólo allí tuvo noticias vagas que no lo satisfacían. La familia de Hardy se había extinguido con él; ni quedaba ninguno de sus parientes, ni había extraños que lo conociesen y que pudiesen darle las noticias individuales que deseaba.

Tanto hizo, tanto preguntó, que finalmente dio con una vieja que lo remitió a un cura de una vecina aldea, a donde se encaminó inmediatamente Eusebio. Tampoco el cura supo darle cabales noticias, pero lo aseguró que se las podría dar un viejo pastor que tenía en su parroquia, aunque en lugar algo distante, pues se acordaba que él mismo había sido dependiente de la familia que Eusebio le nombraba, habiéndole oído contar algunas cosas de ella. Le añadió que el pastor se llamaba Eumeno y que pasaba ya de los ochenta.

Abriósele a Eusebio el cielo con esta noticia; y aunque era ya algo tarde, no quiso diferir su partida para el día siguiente, sino que tomando por guía a un labradorcillo que le dio el mismo cura, partió aquella misma tarde en busca del viejo Eumeno, en compañía de Taydor que era el solo de sus criados que llevaba consigo. Deliciosísimo fue aquel camino para Eusebio, así por el motivo porque lo emprendía, como por su frondosa amenidad. Recreaban a su vista y alma los amenos campos que privilegió naturaleza sobre todos los de la tierra, dotando su terreno de inagotable fertilidad, cuyo vigor perpetúa los frutos y verdores en todas las sazones, sin que los alteren los rigores del invierno a quien no conocen. Las flores, apenas despuntadas, admiran junto a sí a los frutos ya sazonados, pendientes de los mismos ramos de quienes se desprenden, para dar lugar a la nueva generación con que enriquecen la descansada industria de sus felices cultivadores.

Crecía la complacencia de Eusebio, al paso que su guía lo iba internando en una deliciosa quebrada formada de humildes montecillos cubiertos de espeso bosque, cuyo suelo, sin maleza, ofrecía abundante pasto para el ganado, y las copas de los árboles asilo seguro y fresco a las aves que las poblaban, y que ya recobradas entonces en sus nidos, daban con sus últimos cantos la despedida al día que apartaba de la tierra sus resplandores. La noche que lo seguía, cubriendo al suelo de sus primeras tinieblas, convidábalas al descanso, al ruido de un manso arroyo que iba despeñándose lo largo de la quebrada entre espesas matas de juncia y de mastranzo que se recreaban en sus cristalinas aguas. Resonaba de su dulce murmullo toda aquella deliciosa soledad que tenía encantados los sentidos de Eusebio y enajenada su alma de suave complacencia y admiración.

¡Qué envidiable sitio para el tierno y recogido corazón de Eusebio! ¡Cuántas veces llamaba dichoso al viejo Eumeno, representándoselo en aquel tranquilo y frondoso desierto, lejos de los engaños y fraudes de la ambición y codicia de los hombres! Lo distrajo de esta suave contemplación el labradorcillo que lo acompañaba, diciéndole: ¿Veis ese ganado que baja por aquella cuesta? Es del viejo Eumeno y se encamina a su manada. ¿De Eumeno es ese ganado?, pregunta Eusebio alborozado, ¿según eso, poco distante debe de estar su habitación? Vais a descubrirla, le responde el muchacho, desde la cima de esa loma que nos falta por trasponer. Eusebio, al oír esto, aviva el paso, vence la cuesta y descubre inmediatamente la casa de Eumeno en medio de un prado bastante espacioso, poblado de árboles que se extendían en ordenadas hileras hacia los oteros que a la redonda lo coronaban.

Acrecentó las delicias y hermosura de aquel frondoso sitio la enajenada opinión de Eusebio, mucho más que su vista, admirándolo al resplandor de la luna que argentaba al ofuscado suelo, haciendo resaltar sus sombras, aunque alumbradas escasamente de los últimos crepúsculos del escondido día.

Azorado Eusebio de sus impacientes deseos, toma el camino de la casa entre dos hileras de árboles y llega a ella finalmente. La puerta estaba abierta y entra. No respondiendo ninguno a su llamamiento, no se atreve a internarse respetando aquella envidiable seguridad. Preguntó, sí, al muchacho, si conocía a alguno de la casa. El muchacho le dice que sí, que había estado dos veces con el señor cura en ella y que iría a avisar de su llegada. Eusebio lo deja hacer y, entretanto, se sienta con Taydor sobre un banquillo que allí había entre algunos aperos de labranza.

Compareció luego el muchacho con una labradora anciana, seguida de una agraciada doncella, para ver lo que quería aquel caballero que les encomendaba el cura por medio del labradorcillo, y viendo a Eusebio que se le presentaba con modesta afabilidad, le dice con reportado despejo: ¿Qué se le ofrece a vmd.? ¿En qué podemos servirle? Bienvenido sea; la casa cual es, la tiene vmd. a su disposición. Deseamos servir a vmd. y al señor cura que nos da ocasión para ello; la voluntad quisiera igualar al mérito de vmd. Eusebio hubo de interrumpir al oficioso cumplimiento que iba largo, diciéndole que sólo lo habían traído allí los deseos de hablar con el viejo Eumeno sobre cosa que le interesaba mucho.

Venga pues vmd. si tales son sus deseos, le dice la labradora; y lo lleva a una estancia donde dos pastores trasquilaban ovejas. Cerca de ellos estaba el viejo Eumeno sentado, escogiendo la lana que le iba dando un niño, repartiéndola él entre dos canastos que tenía al lado de su asiento. La sorpresa de ver a aquel huésped y en aquella hora, no alteró la afabilidad del rostro venerable del viejo, a quien condecoraban espesas canas, blancas cuanto la nieve, y que todavía conservaba en edad tan avanzada, sin necesitar de apoyo para caminar y sin padecer notable menoscabo en sus sentidos. La labradora, que era su nuera más anciana, le presentó a Eusebio, diciéndole que allí tenía a un caballero que le encomendaba el señor cura y que deseaba hablarle sobre un negocio de mucha importancia.

Eumeno, oído esto, sin moverse de su asiento, se vuelve a Eusebio y dice a su nuera que le trajese asiento. Eusebio le responde que sentía acarrearle aquella molestia en hora tan importuna, pero que las ansias que tenía de informarse de un tío suyo, de quien le había dicho el cura que él le daría cabal razón, lo habían traído impaciente a su casa. ¿De un tío vuestro?, pregunta Eumeno, ¿cómo se llamaba ese vuestro tío? Eugenio Vall... responde Eusebio. El viejo Eumeno, al oír aquel nombre, se para un poco como suspenso y conmovido; luego exclama: ¡Oh hijo mío! ¡Qué conmoción de afectos y de ideas causas en mi pecho! El cielo te ha traído; ¡ojalá sea para mi consuelo! Mas dime primero:

EUMENO.-  ¿Cómo te llamas?

EUSEBIO.-  Eusebio M...

EUMENO.-  ¿Eusebio M... hijo de don Leandro M... y de doña Clara de Vall... de quienes se dijo que habían naufragado?

EUSEBIO.-  De esos mismos.

EUMENO.-  ¡Oh cielo!, ¿conservasteis acaso mis días para darme a probar tan grande gozo? Eusebio, hijo mío, ven acá, deja que te abrace, que te bese y que desahogue con estas tiernas lágrimas en tu seno el gran consuelo que me acarreas; deja que te dé una prueba del grande amor y afecto que debí a tus padres.

Eusebio, conmovido del llanto y de las exclamaciones del buen viejo que le tendía los brazos, se levantó de su asiento para irlo a abrazar, mezclando sus lágrimas con las de Eumeno que, estrechándolo a su seno, le decía: ¡Oh mi amado Eusebio, cuán gran gozo es el mío!, ¡cuán gran gozo es el mío! No puedo explicártelo sino con llanto. Pero ven acá; trae aquí tu silla, siéntate junto a mí; mis ansias no son menores que las tuyas. Dime ahora, pues yo hace años que no puse los pies en S...

EUMENO.-  ¿Fue falsa según eso la voz, aunque se dio por cierta, que tú y tus buenos padres habíais naufragado? ¡Oh cuánto me alegro de este hallazgo y encuentro para mí tan precioso!, ¿no naufragasteis, pues, como se decía?

EUSEBIO.-  La voz fue cierta; y naufragó de hecho el navío en que íbamos a la Florida. Pero la providencia quiso salvarme a mí solo de las olas por medio de un marinero que me sacó a la playa de la América, quedando sin duda anegados mis buenos padres de la borrasca, pues se rompió el navío y nada más pude saber de ellos desde entonces.

EUMENO.-  ¡Me consolaba pues demasiado presto por ellos! ¡Se desvaneció mi temprano gozo, después que lloré tanto su desgracia que tú ahora, hijo mío, con nuevo dolor me confirmas! Tengo a lo menos el consuelo de certificarme que saliste salvo de las olas. Pero dime, ¿has estado todos estos años en aquellos países? ¿Ahora solo llegas de aquellas partes? Pues el traje en que te veo me parece forastero.

EUSEBIO.-  Hace pocos días que llegué y mi primer cuidado, apenas llegué, fue de informarme de ese mi amado tío por quien os pregunté. Mas no habiendo encontrado ninguno en S... que me supiese dar razón de él, hice tanto que di finalmente con el cura que me encaminó a vuestra casa, donde tengo al cabo el indecible contento que me da, no solamente vuestra tierna acogida, sino también la esperanza que dejaréis satisfechos mis deseos.

EUMENO.-  ¡Ah! hijo mío, ojalá yo pudiese satisfacértelos. ¿Pero quién sabe lo que se hizo ese vuestro buen tío, para mí siempre respetable? Yo también deseara, cuanto tú, saber el país en donde mora. Aunque ¡quién podrá saber si vive todavía o si murió!, ¡ah si yo pudiera reverlo y abrazarlo!

Eusebio, al oír esto, no se pudo contener, prorrumpiendo en más tierno llanto y sollozos. Eumeno, extrañando aquella novedad, le dijo:

EUMENO.-  ¿Qué es, hijo mío?, ¿por qué lloras? ¿Es acaso porque no puedes conocerlo como deseabas?, ¿tanto te interesa saber de él?

EUSEBIO.-  ¡Oh Eumeno, sé muy bien que ya no existe en la tierra, pues lo acabo de perder para siempre!...

EUMENO.-  ¡Oh cielos!, ¿qué dices?... ¿Lo acabas de perder?, ¿mas cómo lo has conocido?, ¿en dónde?, ¿cuándo? Cuéntamelo, hijo mío, pues estas lágrimas que me saca esa tu infausta noticia, son efecto del amor y del eterno reconocimiento que debo a su dulce memoria; ni extraño ya que tú lo llores tanto, si lo llegaste a conocer en vida, como tuve yo la dicha de conocerlo.

EUSEBIO.-  ¡Oh sí conocí a mi adorable Hardy! ¡Ah! No sé darle otro nombre que ése, bajo el cual se me encubrió toda mi vida, habiéndome sólo descubierto en la hora de la muerte su verdadero nombre de Eugenio, y el ser mi tío.

EUMENO.-  ¡Cómo, cómo hijo mío, cuántas cosas me haces saber a un mismo tiempo! ¡Oh día para mí muy dichoso y juntamente funesto! Pues en el momento en que vas a satisfacer los deseos que por tantos años alimenté de saber nuevas de mi venerado don Eugenio, en ese mismo me participas la de su muerte; no te pese, hijo mío, de explicarme las muchas cosas que me insinúas. ¿Cómo es que dijiste que lo has conocido toda tu vida? Antes que tú nacieras ya él se había ausentado de su patria poco después que murió su mujer, sin saber ninguno a dónde se hubiese ido.

EUSEBIO.-  ¿Casado fue Hardy?

EUMENO.-  Sí, hijo, lo estuvo seis años. Pero dime primero dónde y cómo lo conociste, pues deseo con ansia el saberlo; yo te contaré después todo lo que deseares.

EUSEBIO.-  Poco después que el cielo me sacó de las olas, sirviéndose para ello de marinero que os dije, me llevaron a Filadelfia dos cuáqueros que nos recobraron en su granja.

EUMENO.-  Perdona, Eusebio, si te interrumpo; ¿qué vienen a ser esos cuáqueros que dices? No oí tal nombre en mi vida.

EUSEBIO.-  Llaman así los ingleses a una secta de hombres que se formó en Inglaterra, de los cuales se fue gran parte a establecer en la Pensilvania, provincia de la América, así llamada de Guillermo Penn que la compró de los indios para que se estableciesen los cuáqueros de quienes era cabeza. Dos de éstos son los que os dije que nos dieron asilo en su granja y nos llevaron a la ciudad de Filadelfia, capital de aquella provincia. Allí, habiéndome ellos informado de la condición de mis padres y de su naufragio, quisieron tenerme por hijo, y de hecho me prohijaron; llamábanse Henrique y Susana Myden. Estos mis nuevos padres, para mí siempre adorables, queriendo darme educación, buscaban para ello maestro. Otro cuáquero amigo suyo, sabiendo sus deseos, les dijo que si querían un maestro cabal y cual no pudieran encontrar en toda la tierra, que tomasen a un hombre que ejercía el oficio de cestero en aquella ciudad, cuya virtud y luces él conocía muy bien, aunque no sabía de dónde fuese.

Mis padres, fiados en el dicho de su amigo, lo enviaron a llamar y le propusieron mi educación; él, oído mi nombre, hizo un vivo ademán de enternecida sorpresa, que yo entonces no conocí y que sólo ahora echo de ver lo que significaba; en fuerza de haber sabido mi nombre y apellido, condescendió a darme educación con el pacto que había yo de estar en su casa y de aprender su oficio. Mis padres desecharon al principio estas condiciones, pero vencidos finalmente de la fuerza de la virtud que reconocieron en él y del desinterés de no querer nada por mi educación y mantenimiento, condescendieron en que me criase como mejor le pareciese. Siete años estuve con él en su casa, donde me enseñó el oficio de cestero, la virtud y las ciencias, hasta que, proporcionándose la ocasión y el tiempo de venir a España para ver las haciendas que heredé de mis padres naufragados, quisieron los que me prohijaron que mi maestro Hardy me acompañase en el viaje.

Largo fuera deciros el amor, la ternura, los esmeros y cuidados con que me educó y con que me trató, antes como tierno padre que como maestro, no solamente todo aquel tiempo que me tuvo en su casa, sino también el que duró el viaje que hicimos; primero a Inglaterra, luego a Francia y finalmente a España, hasta que, estando para llegar a nuestra patria S... y casi descubriéndola con los ojos, dimos con una torada que venía de ella. Desgraciadamente uno de aquellos toros hirió a un caballo de los cuatro que llevábamos en el coche, el cual, enfurecido con la herida y asombrando a los demás, fue causa de que arrebatasen el coche y lo hiciesen volcar, y de que mi tío Hardy recibiese una fuerte contusión en el pecho con la caída, de que murió de allí poco... ¡Ah cómo puedo renovar tal memoria sin lágrimas!... Antes de expirar en mi seno me declaró lo que hasta entonces tuvo fortaleza de ocultarme; que su verdadero nombre no era el de Jorge Hardy, sino de Eugenio Vall... tío mío y hermano de mi madre...

EUMENO.-  ¡Oh cielo!, ¡quién puede oír esto sin lágrimas! ¿Este Jorge Hardy era don Eugenio y hacía el oficio de cestero en esta ciudad de la América? ¿No pudiste saber jamás por qué quiso ocultarse bajo ese nombre?

EUSEBIO.-  No, Eumeno; no lo pude saber, como tampoco el motivo que tuvo para ausentarse de su patria, ni de las circunstancias de su vida anterior, si vos no me lo decís.

EUMENO.-  ¡Hombre verdaderamente admirable! No extraño, Eusebio, que lo llores tanto, pues yo lo lloré desde que lo perdí y lo lloraré lo que me queda de vida, sabiendo de ti que murió. El cielo me ha privado del indecible gozo que hubiera tenido de volver a verlo, como lo hubiera visto si hubiese llegado salvo a su patria, pues me amé siempre mucho. Yo le hice oficio de padre desde que perdió al suyo en la edad de trece años. Su padre me lo dejó encargado en el testamento, pues aunque dejó por albacea a su yerno, don Leandro, tu padre, con quien había casado poco antes su hija doña Clara Vall... tu madre, declaró en manda que su hijo don Eugenio quedase encargado a mi fidelidad, señalándome para esto un crecido salario.

Acepté de buena gana este empleo, no tanto por la crecida utilidad, cuanto por el grande amor que me había siempre merecido don Eugenio, por sus amables calidades y por el excelente corazón que prometía la singular virtud en que creció después, unida a un grande talento, aunque éste no se manifestase a su exterior afable y algo encogido. Dio bien sí pruebas de él en los estudios que hizo en Alcalá, a donde vuestro padre don Leandro lo envió, dejando atrás a todos sus condiscípulos, así en las artes liberales, como en las lenguas latina y griega que aprendió, empleando en sus estudios todos los nueve años que permaneció en Alcalá. Yo le cuidé y serví en aquella ciudad todo este tiempo, y fui testigo de su incansable aplicación y de la vida ejemplar que llevaba.

Restituyóse después de acabados sus estudios a S... donde continué a servirlo, antes como ayo que como criado. Allí quiso tomar a su cuidado las haciendas, luego que se acabó el término del arrendamiento a que las dio tu padre. Era muy aficionado a la labranza e hizo particular estudio de ella; de modo que a pocos años que las llevaba a su cuenta, le rituaban otro tanto de lo que le pagaban los arrendadores. Tu padre le instaba para que se casase y le propuso de hecho dos partidos; mientras lo deliberaba quiso hacer un viaje a Cádiz. Allí, habiendo tenido proporción de conocer a una señora inglesa, que era un ángel en costumbres y hermosura, se casó con ella y la trajo a S... donde quiso establecerse.

Tuvo de la misma dos hijos, que poco después se le murieron; y aunque sintió sumamente sus muertes, tenía harto motivo de consuelo en las excelentes prendas de su mujer y en su cariño pues se amaban tiernísimamente. Sin duda, el grande amor que la tenía don Eugenio fue la causa principal de su ruina y de la pobreza a que se vieron expuestos de la noche a la mañana, a pesar de sus ricas haciendas y motivo tal vez de que muriese su amada mujer y de que don Eugenio, después de su muerte, se ausentase para siempre de su patria y de que yo lo perdiese.

EUSEBIO.-  ¡Mísera condición de los mortales! ¿Tan desgraciado fue Hardy? Nada me dijo jamás de tales desgracias. No te pese, Eumeno, de contármelas por entero; ellas pueden instruirme mucho y servirán también para admirar más la fortaleza y virtud de aquella alma adorable.

EUMENO.-   Vas a oírlas, hijo mío; mas no puedo renovar sin llanto tales memorias. Cuántas veces le oí decir que el cielo le había dado la mujer más amable y cumplida, que su vida era la más envidiable y que se reputaba muy dichoso. Éralo a la verdad por el sistema de vida que se había formado: era enemigo del mundo y de su trato; decía que lo poco que había estado en él, le bastó para conocer que eran mayores los disgustos y pesares que se sacaban de conversar con los hombres, que la pasajera complacencia que se tenía en su solapada compañía. La que él se había formado era de pocos amigos y conocidos, los demás sólo lo eran de sombrero. Con aquéllos empleaba las tardes que tenía dedicadas al paseo, ahora con uno, ahora con otro; ya a pie, ya en coche. Las mañanas y noches las empleaba en el estudio, que decía ser su mayor pasión.

Los veranos los pasaba en la villa de C... de donde era, donde daba relaja a sus estudios con el cuidado del campo y de sus cosechas; restituyéndose a S... entrado ya el invierno. Pero cuando menos lo pensaba don Eugenio, echó a tierra la inconstante fortuna toda su felicidad, haciéndolo de caballero y rico que antes era, pobre artesano y cestero, como dices que lo hacía en esa ciudad de la América, Filadelfia o como se llame, privándolo casi al mismo tiempo de su amable mujer, que no resistió a la mortal pesadumbre y tristeza que le dio la desgracia de su buen marido, no tanto por el estado pobre a que se veía reducida, cuanto porque de ella fue causa su mismo padre.

Era éste inglés y se había establecido en Cádiz; y aunque decían que era de linaje noble, era mercader en aquella ciudad. No contento de la ganancia que le daba el comercio, quiso tomar un asiento real, mas como para ello necesitase de fianza, acudió a su yerno don Eugenio. Éste hízosela de contado por el buen concepto que tenía de su suegro, mereciéndolo su notoria honradez, como también su nombrada dita; ¿mas qué cosa puede haber segura en la tierra? El naufragio de un navío que iba ricamente fletado al Perú a cuenta de su suegro, hizo naufragar también la dicha de don Eugenio, porque en fuerza de la quiebra que hizo su suegro, no pudiendo satisfacer la deuda contraída por el rey, los ministros de justicia se echaron sobre las haciendas del fiador, y sin atención ni compasión por la antigua nobleza de aquella familia, las haciendas fueron confiscadas, y luego vendidas.

Don Eugenio se vio entonces pobre de repente y necesitado a que tu buen padre lo recogiese en su casa. Si mal no me acuerdo, tú, hijo mío, naciste en aquel año; te conocí entonces en la casa de tus padres, a donde pasé con tu tío don Eugenio y con su mujer, mientras se liquidaban las cuentas del producto de la venta de las haciendas. Resultando de ellas quedar don Eugenio acreedor al rey de cuatro mil pesos, se le entregaron cuando ya su afligidísima mujer, angustiada de la desgracia y oprimida de la misma, murió, dejando a don Eugenio cual te puedes figurar con su pérdida; pues casi me atrevo a decir que le fue más sensible que la de sus haciendas.

Desde entonces ya no amaneció día sereno para él, evitando hasta la vista y trato de sus amigos, viviendo siempre en su retiro, las más veces sobre los libros; los cuales decía que sólo podían aliviar de algún modo su acerbo dolor y desconsuelo. Teníame a mí solo por confidente de sus penas y de las lágrimas que frecuentemente derramaba. Un día, llamándome en secreto, me dijo: (¡Ah! pudiese yo acordarme de sus mismas palabras), en fin, me dijo en substancia que quería aprovecharse de aquella desgracia, que le había hecho abrir los ojos para conocer al mundo y a sus vanidades; que para ello había determinado ausentarse para siempre de su patria e irse a otras tierras donde pudiese llevar sin testigos de su condición y estado la vida feliz que se proponía.

Me dijo que me hacía a mí solo esta confianza, porque con ella quería darme prueba no sólo del amor que me tenía, sino también del agradecimiento que debía a mi amorosa fidelidad en tantos años de servicio; que para esto me entregaba en sus escasas circunstancias quinientos pesos, con los cuales y con mis ahorros podía yo hacerme un honrado establecimiento en el campo, y acrecentarlo con mi industria. Que a él le quedaba sobrado para poner en ejecución sus designios y el sistema de vida que se había propuesto llevar en el estado en que lo había colocado su desgracia.

Puedes figurarte, hijo mío, cuál fue mi sentimiento cuando oí ésta su resolución. No pude contener el llanto en que prorrumpí, uniendo a él mis ruegos para disuadirle. Rehusé los quinientos pesos que me ofrecía y que te aseguro, Eusebio, que hubiera perdido de buena gana, a trueque de hacerlo mudar de determinación; el mismo sentimiento que sentía de perderlo para siempre, me incitaba a que hiciese traición a la confianza que me hizo, comunicando a tu padre los intentos que llevaba de irse a vivir a otras tierras para que se lo impidiese. Pero considerando sus fatales circunstancias, que tu padre no podía aliviar enteramente, atendida su familia, le guardé el secreto, lo callé con dolor. Él, firme en su resolución, la puso por obra, con el pretexto de ir a servir en Francia.

Sin duda fue allá a aprender el oficio de cestero, pues antes no lo sabía, y pasó después a ejercitarlo a la América, donde la providencia te llevó a su casa por tan extraños caminos. Nada más supimos de él desde que partió; la primera noticia que recibo es la que tú me has dado, hijo mío, aunque junta con la funesta de su muerte, que es para mí muy sensible. A él y a tu padre debo estos bienes que todavía gozo, y que me hacen muy llevadera mi vejez en el seno de mi familia. ¡Oh, si lo hubiese podido ver aquí, como te veo a ti hijo mío! Temo que hubiera muerto de gozo. Yo no cesaría de hablar de él, pero su muerte desgraciada me trae a la memoria lo que me insinuaste sobre el pleito que te puso tu tío don Gerónimo. ¿Pues qué, se halla éste en S...?

EUSEBIO.-  Vino del Perú para ponerme pleito.

EUMENO.-  Sabía que estaba allá en las Indias; partió un año antes que tus buenos padres fuesen a la Florida para perecer tan desgraciadamente como perecieron. ¿Pero qué pretende tu tío don Gerónimo si es el último de los hermanos? ¿Murió por ventura don Isidoro? ¿De los siete hermanos que fueron quedaban esos dos solos?

EUSEBIO.-  Estas son las primeras noticias que tengo de mi familia; ni sabía que tuviese otro tío fuera de don Gerónimo por lo mismo no sé deciros si vive o murió don Isidoro. ¿Vivía por ventura en S...?

EUMENO.-  Hace muchos años que se ausentó de esa ciudad por casarse con una labradora de quien se había enamorado. Lo que habiendo penetrado su padre y hermanos, trataban de hacerlo poner en un castillo para que no pudiese efectuar el casamiento Sabido esto por Isidoro, mostró deseos de ir a servir a Nápoles. Todos creyeron que lo dijese de veras y lo proveyeron con gran contento para el viaje. Púsose de hecho en camino, pero se supo después que en vez de seguirlo torció para la villa de C... donde vivía la labradora, y se casó con ella. No se pudo saber después a donde fuese a vivir con la misma; pero tampoco se tuvo noticia de su muerte.

EUSEBIO.-  ¡Qué ideas me renováis, Eumeno, con ese casamiento! ¿Tío mío era ese don Isidoro?

EUMENO.-  ¿Pues qué, lo has conocido también en la América, como conociste a tu buen tío don Eugenio?

EUSEBIO.-  No es eso lo que me causa tan tierna sorpresa, sino el reconocer ahora a ese mi tío don Isidoro en otro Isidoro de quien me hizo Hardy, siendo yo muchacho, la mismísima relación que vos acabáis de hacerme y que no pude olvidar jamás. No me queda la menor duda que es él mismo, pues con los mismos pelos y señales me contó Hardy su casamiento, los estorbos de sus parientes y la traza que le dio él mismo de fingir querer ir a Nápoles para que pudiese efectuarlo mejor. Aún me acuerdo de la ciudad a donde me dijo que se fue a vivir con su mujer y la dichosa vida que llevaba con ella. Él es, él es, no hay duda; aunque el buen Hardy me ocultó que fuese ese Isidoro tío mío, llamándolo su amigo. Me bastan las luces que me habéis dado para certificarme sobre ello, pues se me acuerda muy bien que fue M... la ciudad a donde me dijo que se fue a vivir con su mujer, y que allí cerca compró algunos campos, donde pasaba sus días en envidiable tranquilidad. ¡Oh Eumeno, cuán preciosas noticias me habéis dado! Mi alma rebosa de gratitud y de consuelo.

EUMENO.-  No te lo debo menos, hijo mío, por las que tú me acabas de dar también. Pero es ya hora que vayamos a cenar, y aunque todos los objetos respiren pobreza, créeme, Eusebio, que es muy rica la voluntad de hacerte dueño de estos mis cortos bienes.

Esto decía el viejo Eumeno, levantado ya de su asiento, teniendo asido de la mano a Eusebio. Así se encaminó con él hacia otro cuarto, donde había una larga mesa aparejada para doce personas, que poco a poco fueron llegando; eran todos hijos y nietos del viejo Eumeno, el cual iba dando razón de todos ellos a Eusebio de su edad, de sus casamientos, del modo como se había establecido en aquel sitio y cómo Dios había bendecido su industria y su familia, por haber seguido el consejo de don Eugenio, en quien recayó otra vez la conversación, deseando informarse el viejo de la casa que tenía en Filadelfia y del oficio de cestero que allí hacía, y con otras particularidades que se llevaron todo el tiempo de la cena hasta que, avisados del movimiento de los que se levantaban de la mesa que era tiempo de irse a descansar de sus fatigas, desistieron en sus discursos y dieron las buenas noches para ir a dormir.

Informado Eusebio de lo que tanto deseaba saber y cansado del largo viaje que había hecho aquella tarde, durmió descansadamente en la cama mejor que le pudo dar el viejo Eumeno. Al día siguiente, como lo despertasen el canto de las aves y los balidos de los corderos y ovejas que parecían salir de la majada para ir al pasto, se levanta inmediatamente impelido del deseo de disfrutar la deliciosa vista que se prometía, según la ventajosa idea que se había formado la tarde antes de aquel ameno valle y sitio cuando entraba en él al anochecer. Abierta apenas la ventana, su alma y sentidos quedan enajenados de la deliciosa vista de todos aquellos objetos que componían tan venturoso Elíseo.

El sol, que entonces despuntaba entre dos lejanos oteros, doraba con sus oblicuos resplandores toda aquella verdura. El blando céfiro, cargado de los perfumes de las flores y yerbas olorosas de aquellos pastos, embalsamaba el ambiente, dando suave movimiento a los árboles que poblaban aquel ancho prado y que se levantaban sobre los oteros, con quienes hacían una frondosa corona en torno de la habitación de Eumeno. Entre todos aquellos verdes montecillos era el privilegiado de los caprichosos esmeros de la naturaleza el que daba en la frente de la ventana a que se había asomado Eusebio, y que estaba más vecino a la casa. En su repecho tomaba origen el bullicioso arroyo que la tarde antes había enamorado los sentidos de Eusebio, mientras huían sus cristalinas aguas a saltos por lo largo de la quebrada entre las viciosas yerbas que fertilizaba.

Veía ahora allí en su origen la fuente, apenas salida de las entrañas del otero, precipitarse sobre las peñas para llegar al herboso prado, donde a corto trecho se dividían sus aguas en dos ramos en torno de la casa, a la sombra de los árboles del prado, entre los cuales corrían con manso murmullo. Salía también entonces el ganado de la majada, haciendo resonar aquel frondoso valle con sus balidos, que unidos al susurro de la fuente y al vario canto de las aves que anidaban en las vecinas arboledas, formaban una hechicera armonía y vista a los ojos y oídos del encantado Eusebio. Acabólo de enajenar enteramente el eco suave del caramillo, que a pocos pasos comenzó a sonar un joven pastor, nieto de Eumeno, que en compañía de una hermosa zagala, hermana suya, llevaba al pasto las ovejas.

A vista de todos aquellos deliciosos objetos, que conmovieron sumamente la tierna sensibilidad de su corazón, no pudo contenerse Eusebio sin proferir en voz alta desde la misma ventana:


O bona pastorum, si quis non pauperis usum
Mente prius docta fastidiat, et probet illis,
Omnia luxurioe pretiis incognitia curis,
Quoe lacerant avidas inimico pectore mentes!

Dicho esto, se sale del cuarto para ir a gozar más abiertamente aquella hermosura. Estando ya abajo, se encuentra con una de las nietas de Eumeno, a la cual preguntó por el viejo. Ella lo acompañó a la estancia donde trasquilaban la noche antes y donde lo halló empleado en el mismo oficio. Hiciéronse mutuamente sus cariñosos cumplidos. Satisfechos éstos, díjole Eusebio que deseaba ir a gozar la vista del valle que lo había enamorado, lo que haría con su beneplácito antes de partir. ¿Antes de partir?, dijo Eumeno; de aquí no se parte tan presto. Iremos a ver lo que deseas; pero antes vamos a tomar nuestro desayuno, que nos espera.

Condescendió Eusebio con la oficiosa voluntad del viejo, que se levantó inmediatamente para ir con Eusebio a desayunarse, despertándolo el robusto Eumeno las ganas de probar aquellos groseros manjares, a los cuales Eusebio no estaba acostumbrado, especialmente tan de mañana. Acabado el desayuno, hízole ver el viejo toda su casa; acompañábalo él mismo, permitiéndoselo la robustez que conservaba en tan avanzada edad. Al paso que fue creciendo su familia, fue añadiendo habitación a la primera que hizo edificar él mismo cuando se estableció en aquel sitio. Dilató al mismo tiempo las majadas al paso que iban acrecentándose sus ganados, compuestos entonces de quinientas cabezas.

Contábale el viejo haberse establecido allí por sugerimiento de don Eugenio, antes que se ausentase de España, cuando lo obligó a tomar los quinientos pesos que le ofrecía, diciéndole que con aquéllos y con lo que había ganado en el servicio de su casa podría formarse un dichoso establecimiento si limitaba sus pensamientos a los bienes del campo, donde sería rey de su familia, lejos de la vista de objetos que pudiesen deslumbrar a sus deseos. Esto iba contando el viejo a Eusebio, mientras se encaminaba con él hacia la fuente, junto a la cual se sentaron a la sombra de la mucha y espesa verdura que la cubría. Manaba ella de la hendidura de una peña viva, de cuya fértil cima caían pendientes las dilatadas ramas de los diversos arbustos y floridas yerbas que la humedad fecundaba, y que parecían servir a la peña de brutesca guirnalda. Precipitábanse las cristalinas aguas sobre el pardo repecho, a cuyo pie las recibía un remanso bastante espacioso formado también en la roca. Contábanse en su somero y claro fondo las chinas que se desprendían con las aguas. Salían éstas inmediatamente del lleno remanso para ir a dar en el valle el tributo de su saludable fertilidad al rey Eumeno que las poseía.

El corazón de Eusebio rebosaba, a su vista y sombra, de delicioso consuelo, experimentando en todos aquellos amenos objetos los efectos venturosos de los sabios consejos de Hardy, como Eumeno le decía. Infería al mismo tiempo que ya entonces estaba formada su alma a los preceptos de la sabiduría, en que lo procuró educar después, y, que la desgracia de la pérdida de sus haciendas fue para él la rotura de las cadenas que tenían sujeta su alma grande y sublime a la opinión y vanidades del mundo; que, exenta entonces de los estorbos y respetos de la conveniencia y de sus inevitables sujeciones a la sociedad, voló en pos de su suspirada, despojándose hasta de su mismo nombre y apellido para poder entregarse todo entero a las máximas y consejos de la filosofía, y gozar en su ejercicio la dicha desconocida, que sólo deja probar la virtud a los que la profesan en el sagrario de la tranquilidad y paz del alma.

Sobre esto hablaba Eusebio con Eumeno, en fuerza de los afectos e ideas que le excitó él mismo cuando le dijo haberse establecido en aquel sitio por sugerimiento de Hardy. No entendía Eumeno la sublimidad del discurso de Eusebio. Tranquilidad, virtud, libertad, sabiduría, eran nombres que para él poco o nada significaban. Gustaba materialmente los efectos de su dichoso estado sin conocerlos ni saborearlos. Era, sin embargo, venturoso porque no era desdichado, porque no experimentaba en aquellos puros bienes que poseía los disgustos, las desazones, las molestias y el descontento que huyen de las frondosas y amenas soledades para meterse en los poblados, donde agitan con sus estímulos a la vanidad, a la ambición y codicia de los pechos humanos entre el bullicio y tumulto de la gente y de sus engaños.

Creció la complacencia de Eusebio después que, habiendo descansado a la sombra y murmullo de la fuente, lo llevó Eumeno a la cima de uno de aquellos oteros que señoreaba a todo aquel valle circular. Ni se saciaba de contemplar aquel gracioso teatro de la naturaleza, pareciéndole que aquellos humildes collados que lo cerraban por todas partes formasen las gradas, que los árboles que los cubrían con su sombra fuesen los mirones, y la casa de Eumeno el objeto de la animada representación que les daba aquella venturosa familia de pastores. Avivó más esta idea la vista de los tiernos corderos que habían quedado en la majada y que salían entonces a pacer las yerbas y flores de aquel prado, capitaneados de un zagalillo, biznieto del viejo Eumeno, que lo llamó para hacérselo conocer a Eusebio.

Mas no respondiendo el avergonzado niño a las preguntas que Eusebio le hacía, para sacarlos de aquel embarazo, le entregó algunas monedas de plata que llevaba, y que apretándolas el muchachuelo en la mano, se fue corriendo a contarlas entre sus corderillos. No sabiendo desprenderse Eusebio de la vista de aquel variado y frondoso anfiteatro, ni del otero en que se hallaba, donde la espesura de las copas de los árboles impedían la entrada a los rayos del sol avanzando en su carrera, rogó a Eumeno que se sentase allí sobre la olorosa yerba, para poder disfrutar a su satisfacción de aquella vista encantadora. Convidábalo a más de esto el fresco aliento del céfiro, que lo regalaba y que excitaba una suave conmoción en sus sentidos.

Gustaba el buen viejo de la complacencia que manifestaba tener Eusebio en aquel sitio, y volvió a darle materia para extenderse en las alabanzas de Hardy. Ensalzaba Eusebio sus heroicos sentimientos y el sublime señorío que había llegado a conseguir de sus pasiones; encarecía la excelsa serenidad de su grande alma en todos los siniestros accidentes de la tierra, en la cual vivía como una divinidad escondida bajo el exterior y común velo a los ojos de los hombres; que miraba la fortuna, las grandezas y honores con la misma indiferencia con que miraba no sólo a todas las otras cosas, sino también a la misma muerte, que ni ansiaba ni temía.

Contábale la magnanimidad de su corazón en los diversos lances y desgracias que les acontecieron en el viaje, así de su prisión en Londres como del arresto de los vivareses. Pintábale la serenidad que conservaba siempre su alma en los peligros mismos. Las vistas de su singular prudencia y discreción, unidas a una bondad adorable que alimentaba en su corazón los más tiernos sentimientos de humanidad, de compasión y de beneficencia. Que no había visto jamás en él, en tantos años que lo traté, ningún transporte, ningún ademán, ni aun repentino, de cólera, habiéndole dado el mismo Eusebio tantas ocasiones para ello. Que se mostró siempre el mismo a los ojos de los hombres como a las paredes de su casa, siempre igual, siempre sereno en cualesquiera accidentes que le aconteciesen, pareciendo que su alma fuese en todos ellos insensible.

Que en todas las ocasiones lo había visto dueño de sí mismo y de todas sus acciones, sin que jamás reputase extraña ninguna cosa que le sucediese, como si previese que le había de suceder. Que no manifestaba tampoco a los que no lo conocían la sublimidad de sus sentimientos y de su virtud, hecho superior a la opinión y concepto que pudiesen formar de él los otros, mirando con los mismos ojos sus alabanzas que sus vituperios. Que jamás dejaba asomar a su rostro señal alguna de dolor, de tristeza o de abatimiento. Echábase de ver en todo lo que hacía o decía la suma moderación que lo regulaba. Que usaba con la misma facilidad y sencillez de las comodidades que se le presentaban, como de las cosas desabridas y desagradables, pudiéndose decir de él lo que antiguamente se decía de Sócrates, que con el mismo ánimo gozaba y dejaba de gozar las cosas, que la mayor parte de los hombres echaban menos con tristeza si no las tenían, o que no sabían disfrutarlas sin vanidad y sin exceso de pasión si llegaban a poseerlas.

No hubiera desistido Eusebio de decir, ni Eumeno de oír con admiración, los elogios de Hardy a la sombra amena de aquel otero, si no los hubiese interrumpido el mismo niño a quien Eusebio había regalado, diciéndoles que lo enviaba su abuela para avisarles que los esperaba la comida. Encamináronse entonces a la casa y a la estancia en que estaba preparada la mesa, donde se hallaba ya unida la numerosa familia de Eumeno. La comida fue abundante y propia de un pastor rico que trataba a un distinguido huésped. Pero Eusebio alimentaba más su alma con la complacencia de ver la dichosa unión y paz que reinaba en el seno de aquella familia, que de los sazonados manjares que le servían. Hardy continuaba a ser el objeto de sus discursos, y su prisión en Londres y en el Vivarais, que había insinuado Eusebio mientras hacía en el otero el elogio de las virtudes de Hardy.

Satisfizo Eusebio a los deseos que había manifestado el viejo Eumeno de oírlas, durando su relación, con enternecimiento de todas aquellas buenas mujeres que la oían, hasta mucho después de acabada la comida, sin saber desprenderse de sus labios. Mas Eusebio, haciéndose ya tarde para volver a la villa de donde había salido, comenzó a despedirse con sentimiento de Eumeno, que hubiera querido tener más tiempo a Eusebio en su casa, haciéndole enternecidas instancias para que se quedase a lo menos aquella noche. Pero excusándose Eusebio con los quehaceres que tenía en S... hubo de ceder el buen viejo, que renovó sus lágrimas en los abrazos de Eusebio, y éste con las suyas el agradecimiento que conservaría toda su vida a las preciosas noticias que le había dado y a la oficiosa voluntad con que lo había recibido.

Rebosaba de complacencia y de consuelo el corazón de Eusebio, satisfecho de las luces que le acababa de dar el viejo, así sobre Hardy como sobre su familia, encaminándose con Taydor y con el labradorcillo que le había servido de guía, a quien remuneró generosamente su servido. Igual agradecimiento manifestó al cura por el feliz indicio que le había dado de Eumeno, y sin detenerse volvió a S... donde lo esperaba Altano impaciente por su tardanza y no menos solícito por ella, por cuanto Eusebio le previno que llegaría el día antes, ajeno al hallazgo del viejo que fue causa de su detención. Luego que Altano lo vio comparecer le dijo muy afanado:

ALTANO.-  A la verdad, mi señor don Eusebio, que iba pensando ya en hacer decir una misa a las almas por el feliz retorno de vmd. Jamás he tenido tantos temores por su vida cuanto después que llegamos a S...

EUSEBIO.-  Bueno está eso; ¡temores!, ¿y de qué?

ALTANO.-  Qué sé yo, señor. Ese pleito, ese tío de vmd. que si no le fuese tío ya le hubiera calzado un epíteto como para él; todo, en fin, me hacía temer de algún desastre.

EUSEBIO.-  Muy bendito eres, Altano. ¿Que desastre había de suceder?

ALTANO.-  Pues qué, ¿fuera el primero que sucediera en pleitos semejantes? Quién tal mal quiere a vmd. ¿no pudiera servirse de un carabinazo de tras mata, o cosa tal? A buena cuenta, yo voy siempre alerta y prevenido, y la barba cabellera del hombro desde que oí decir que va mi nombre en letras mayúsculas en boca de los abogados.

EUSEBIO.-  Si esas letras mayúsculas fueran del tamaño de guindas, harto que hacer les darían el llevarlas en la boca.

ALTANO.-  Sean del tamaño que quieran, las habrán de engullir los abogados adversarios. ¡Hay maldad como ella, mi señor don Eusebio, tachar de impostura el naufragio, y a nosotros de impostores como si fuéramos unos arbolarios o trueca borricas!

EUSEBIO.-  Van consiguientes en ello, porque si es impostura el naufragio, somos impostores los que lo fingimos.

ALTANO.-  ¿Y con esa buena flema toma vmd. el pleito? ¡Adiós pleito mío! Hágase de miel y verá como lo paran las avispas. ¿Mas no le parece a vmd. que el desmentirnos tan descaradamente es una maldad propia de gitanos?

EUSEBIO.-  No por cierto, esas son tretas que les sugiere su ingenio; toca a los nuestros rebatirlas.

ALTANO.-  Por vida mía que quisiera ser abogado de vmd. en ese pleito, ya que se usan tretas tales; a buen seguro que acabara presto con él.

EUSEBIO.-  Veamos lo que te sugiriera el ingenio.

ALTANO.-  ¡Qué ingenio, señor! Con los bellacos que así nos mienten en las barbas, la más acertada razón es el porrazo, dé donde diere.

EUSEBIO.-  Ya me temía que salieses con una de las tuyas.

ALTANO.-

No es una de las mías, sino ingeniosa treta de Nuño de Argena, que dice:

A quien te miente en bigotes,
Santígualo con un palo;
A razón de galeotes...

¡Pesia tal! que a lo mejor se me voló de la memoria lo demás de este lindo soneto.


EUSEBIO.-  ¡Lindo soneto es ése por cierto!

ALTANO.-  Si se me acordase todo, viera vmd. si es lindo o no, y cuán pintado venía para el caso.

EUSEBIO.-  Acabemos, Altano, pues si no tienes más gracias que esas, vale más que calles.

ALTANO.-  ¿Pues qué, consiste sólo el chiste en hacer reír ensartando refranes de villanos? Si por mi dicha no hubiera estado ausente de Triana por tantos años, viera vmd. que no anduvieron escasos en la sal en mi bautismo.

EUSEBIO.-  Vamos a lo que importa. ¿Estuvo don Eugenio de Arq...?

ALTANO.-  Poco antes que vmd. llegase estuvo por la segunda vez, y creo que llevase entre cejas la misma devoción que yo, o cosa semejante a la de la misa de las almas.

EUSEBIO.-  Ve pues a darle aviso de mi llegada.

Era este don Eugenio de, Arq... un caballero joven de S... casi de la misma edad de Eusebio, de amables prendas y costumbres, y de ingenio aventajado, a quien don Fernando el de Trujillo, marido de Gabriela, había encomendado a Eusebio; poco después de su arribo a S... Eusebio, reconociendo en él semejanza de genio y de bondad igual a la suya, trabó con él estrecha amistad, que suplió en parte a la pérdida de Hardy y contribuyó para aliviarle el dolor y desconsuelo que por ella fomentaba. Un verdadero amigo es un tesoro. Eusebio lo encontró en el ánimo de don Eugenio. Concurrían dichosamente en entrambos todas las calidades de igualdad de estado, de edad, de inclinación y genio, sin las cuales rara vez se forma una amistad firme y sincera. El uno no podía estar sin el otro, sin que desahogasen la ternura y confianza de sus sentidos y afectos, comunicándose especialmente las producciones de su estudio, el cual era la mayor pasión de entrambos.

Había ya formado Eusebio el sistema de vida que había de llevar en S... el tiempo que en ella se detuviese. Como no podía dedicarse al cuidado de sus haciendas, embargadas por el pleito, y amaba más la tranquilidad del retiro que la disipación del trato, a fin de evitar el ocio, insensible carcoma de los ánimos deshacendados, se entregó enteramente al estudio de las bellas letras. A ellas se inclinaba su genio más que a ninguna otra ciencia, no habiéndolo aficionado Hardy a ninguna en particular. Ellas de hecho son el estudio más fácil, más agradable y ameno para el ingenio, y de más universal extensión. Ellas pulen y cultivan el entendimiento y son las que más lo recrean y amenizan. Sin ellas todas las demás ciencias parecen estériles, duras y desapacibles. Ellas forman el criterio, afinan el juicio y apuran el buen gusto de un escritor, y son las que dan primor y armonía a su estilo. Sin ellas no hay saber, ni se puede escribir una llana que agrade, un período que llene enteramente o que apague la satisfacción de un lector delicado. Sin ellas muchos grandes ingenios dejan perecer en la estrechez de sus retretes sus vastas ideas y erudición, por no saber producirlas, o si las producen, hácenlo sin elegancia o con estilo ingrato. Ellas son el preludio de todas las demás ciencias, que reciben de ellas alma, vigor y decoro.

Como Eusebio había dejado en París los cajones de libros que compró en Inglaterra y en Francia, de las mejores ediciones griegas y latinas, en que empleó bastante suma, se valió de la tardanza de su llegada para dedicarse al estudio de la lengua española y purificarla de los resabios que hubiese podido contraer de las otras lenguas extranjeras que hablaba y que sabía. Estaba a más de esto persuadido que la lengua familiar y de trato, no bastaba para formar el estilo de un escritor, pues por humilde que sea el estilo, necesita de cierta intrínseca sublimidad que no se adquiere con la sola habla.

Muchos hay que hablan excelentemente su lengua y que, sin embargo, no saben escribirla. Parece que la pluma zabulle en el tintero todas las gracias y pureza de su elocución.

Para esto, y para satisfacer también los deseos que tenía de leer los poetas españoles que hasta entonces no había leído, resolvió comenzar por ellos su estudio. Hizo en poco tiempo una numerosa colección de ellos, de que tuvo motivo de arrepentirse luego que comenzó a leerlos, sin poder pasar adelante en la lectura por estar llenos de pensamientos bajos, insulsos y triviales, vaciados en estilo semejante, y que fuera del número de las sílabas, nada tenía de poético, a pesar de la versificación. Otros de estilo hinchado y extravagante, que se levantaban en vuelo de abutarda hasta los nublados, con que hacían los autores alarde de ingenio antes que de poesía. Romances, letrillas, silvas, jácaras, sonetos: todo hojarasca que destinó para el fuego.

Sin embargo, escogió lo que le pareció lo más selecto. En él dio el primer lugar en poesía a los dos Argensolas, así por su cultura y sublimidad de estilo como por la viveza y gracia de sus imágenes y pinturas poéticas. El segundo lugar lo mereció Garcilaso; el tercero Fray Luis de León, a quien hubiera antepuesto Herrera si hubiese acabado de limar él mismo sus poesías; luego a Villegas en el estilo ameno; y así de los demás poetas que merecían este nombre en su concepto. Hizo también lo mismo en las comedias, sirviéndose para ello del parecer de su amigo don Eugenio, de cuyo criterio y gusto se fiaba. No podía comprender Eusebio cómo, siendo la lengua española tan grave y majestuosa, y por consiguiente tan propia de la tragedia, de la epopeya y de la oratoria, no tuviesen los españoles ni un solo modelo de ellas.

Don Eugenio, que estaba muy mal avenido con la filosofía aristotélica, decía haber sido ella la causa; porque habiendo corrompido el gusto y el criterio de los ingenios españoles, los había hecho sofísticos, disputadores y agudos, pero en agudezas insulsas y bajas, apartándolos insensiblemente de la noble y sublime majestad que desdeña abatirse a formar los hicocervos y sutiles blictirés de que se alimenta aquella bárbara filosofía. Igual separación hicieron después entre los dos de los escritores en prosa. Dieron el primer lugar en la elegancia y cultura de estilo a la primera parte del Lazarillo de Tormes, la segunda quedaba a su gusto muy ofuscada con las ovaciones de los atunes. Las novelas de Cervantes merecieron en su concepto ser preferidas al Don Quijote, y La República Literaria de Saavedra a todas sus demás obras. A éstas anteponían las jocosas de Quevedo, y a todas las serias de Quevedo, el Guzmán de Alfarache, de quien decía don Eugenio que ninguno había escrito en su lengua con mayor ingeniosidad, prescindiendo de la invención y tejido de su romance. También tuvieron su lugar los escritores ascéticos, entre los cuales sobresalían Fray Luis de León, Granada, Ribadeneira, Santa Teresa y algunos otros entre los infinitos que no cesaban de cansar las prensas españolas con estilos indignos de la sublime materia de que trataban. Unos y otros, pues, de los escogidos servían de modelos a la aplicación de Eusebio, y lo incitaban a ejercitar el estilo para interpolar con mayor provecho su lectura. Hacía algunas composiciones, ya en prosa, ya en verso, para que pudiesen empeñarlo con gusto en su retiro; pues sin este vivo empeño, no es posible que persevere el ánimo, mucho menos de un joven caballero sin ocupación, apartado del trato y del bullicio del mundo.

Las tardes las empleaba para alivio de su aplicación en el paseo, que unas veces lo hacía en coche, otras a pie, casi siempre en compañía de don Eugenio de Arq... y con alguno de sus más estimados conocidos, por serlo ellos de don Eugenio. Éstos se reducían a cinco: uno de ellos era otro joven caballero pobre, a quien Eusebio socorría por su grande ingenio y aplicación. Era el otro rico hidalgo amigo de letras, y tres eclesiásticos, hombres muy eruditos y de gusto. A todos ellos les tenía Eusebio cubierto dispuesto en su mesa, dejándoles la libertad de venir a ella todos los días que gustasen. Con ellos tenía también sus juntas amigables y sus honestos divertimientos, con que fomentaban a un mismo tiempo su aplicación al estudio, ejercitaban su gusto y criterio en el estilo.

Uno de sus entretenimientos amigables era el sacrificio que hacían a las Musas un día cada mes. Fue especie y sugerimiento de don Eugenio de Arq... que todos aprobaron. Solemnizábanlo con banquete en casa de Eusebio. Tenían antes su junta general en el jardín de la misma casa a la sombra de dos altos cerezos. Leíanse allí las composiciones poéticas, que cada cual traía trabajadas al asunto que cada uno elegía. Después del banquete celebraban el sacrificio a las Musas de esta manera. Cada uno tomaba un hacecillo de sarmientos, que estaban ya prevenidos a este fin, y con paso mesurado y procesional, lo iban a poner debajo de unas parrillas de hierro que había hecho poner don Eugenio en un rincón del jardín. El que hacía de cabeza de la junta en aquel día, a quien llamaban el Corifeo, llevaba en vez del hacecillo un tomo aristotélico que iba a colocar sobre las parrillas. Él mismo era a quien tocaba sacar fuego puro del pedernal y con él encendía los hacecillos, entonando todos al son de dos vihuelas, punteadas de dos ciegos, las siguientes estrofas:




CORO



Estrofa I

Halle a Febo propicio,
Y a vosotras, oh diosas
Del Helicano asiento,
Aqueste sacrificio,
Otros colmen de rosas,
De mirto y de azahares
Vuestros sacros altares,
Y sahumen al viento
De estoraque sabeo:
Mas digna ofrenda os da nuestro deseo.


Antistrofa I

En vuestro honor purgamos,
De su estéril maleza,
El campo del Liceo.
De sus torcidos ramos
Cederá la esperanza
A la apolínea planta,
Que en Cirra se levanta:
Purgará nuestro aseo
Al establo de Augía:
Vana, oh Diosas, no hagáis nuestra porfía.


Estrofa II

Devore el fuego sacro,
Que enciende nuestro culto,
Y cebe sus vellones
En ese simulacro,
Tronco deforme e inculto,
Que asombró al Peripato.
¿Qué res del mejor hato,
Ni qué más gratos dones
Pueden con mano pura,
Presentaros el gusto y la cultura?


Antistrofa II

La enturbiada pureza
De la Parnasia fuente,
Que antes clara corría,
Recobre su limpieza,
Y vaya en su corriente
A regar nuevas flores,
Dignas de los honores
De febea armonía.
El desmontado suelo
Aire puro respire a mejor cielo.

Acabado el sacrificio, volvían a sentarse todos a la sombra de los cerezos, donde cada uno entregaba al Corifeo la composición que había leído por la mañana. Era incumbencia suya examinar, notar y corregir los defectos que encontraba en las composiciones, dándosele para ello todo el tiempo que quedaba hasta la otra junta mensual, en la cual se mudaba por turno el Corifeo. Esto contribuía, así para que todos se mirasen más en lo que trabajaban, como también para que ejercitasen su criterio y juicio. Ponía fin un decente refresco a esta útil y gustosa academia.

Estos honestos solaces no disipaban los sentimientos de la virtud y de la religión de Eusebio. Hicieron una impresión indeleble en su ánimo la enseñanza de Hardy, sus ejemplos y consejos; especialmente los que le dio en su muerte sobre la religión en que lo había instruido y que le dejó tan encomendada. Ésta ocupó desde entonces el primer lugar en el sistema de vida que se había formado. Tenía dedicados sus días para el cumplimiento de sus sagradas obligaciones. A la lectura de los filósofos sustituyó la del Evangelio, como se lo había insinuado Hardy. Cada día leía indefectiblemente un pedazo y los consejos que encontraba eran el ejercicio en aquel día de su virtud y de sus sentimientos, que con ella se fortalecían.

El cura de la parroquia en que vivía era su limosnero; rehusaba hacer limosna por sí a los pordioseros que se la pedían. Temía fomentar su ociosidad y holgazanería. Algunas veces no podían resistir sus ojos y oídos a la lacería y lamentos de los miserables que lo importunaban; y aunque entonces los socorría, las más veces los remitía al cura, a quien tenía dado encargo para que le trajese la nota de los artesanos pobres que caían enfermos y de los que se hallaban sin trabajo. El caso de Pablo Robert en Filadelfia y de la tierna conmoción que causó en su alma el reconocimiento de su mujer Mally, hizo sobrada impresión en su memoria para que la olvidase, aunque después de tantos años.

Los casamientos eran otro objeto de su piadosa y cristiana beneficencia. Complacíase de hacer algunas veces de padrino a quien se lo pedía. Llevaba anejo este caritativo favor el otro del dote que hacía a la doncella pobre que se casaba. Por dos veces le aconteció poner tienda de planta a los desposados, abasteciéndolos de todo el ajuar y menage; mas esto lo hacía a título de generoso préstamo y con la condición que debían restituirle un tanto al mes de la ganancia que sacaban, hasta extinguir la deuda. Así podía proporcionar los medios a la industria y trabajo de los pobres para que se ganasen honradamente su sustento, y recobrar sin apremio de los mismos lo que les prestaba, para ayudar con aquel caudal a otros menesterosos, sin exceder los límites de su posibilidad y de una juiciosa y humana beneficencia.

Muy ajeno estaba el noble y superior corazón de Eusebio de hacer vano alarde y ostentación de estas cosas; no podían sin embargo quedar ocultos los efectos de su piedad y humanidad generosa. Toda la ciudad hablaba de ellos. Sus prendas, su cultura, su moderación, su afabilidad, eran con este motivo la materia de los discursos de la gente, así pobre como rica. Cuanto menos lo veían comparecer en las visitas y públicos divertimientos, tanto más se hacía de desear y se complacían con su amable trato y presencia los pocos que lo disfrutaban.

Acrecentaba mucho más a su concepto la fama que cundía de la cultura de su ingenio, de sus letras, de su erudición, del conocimiento de las lenguas sabias y de las europeas que poseía; sus muchas luces adquiridas en los viajes y que daban tan grande realce a su virtud y piedad, que le granjeaban la universal estimación. Mas como estas mismas prendas y sus alabanzas no podían ir exentas al mismo tiempo de envidia, procuraba ésta denigrarlas y apagar por todas vías la luz que resplandecía, para no sentir ella tanto menoscabo en su oscuridad y malicia. Ni paró la misma hasta que no encontró medio para encarnizar sus dientes en el humano Eusebio, y para despedazarlo si pudiese.

¿Cómo podía ver con sosiego su tío don Gecónido este general aplauso y estimación que se granjeaba su sobrino, a quien llamaba impostor y embustero; y mucho menos, que la inclinación del afecto y voz del pueblo le destinase, a pesar de sus dicterios, la herencia que él mismo le contrastaba? Lamentabas de esto un día con dos sujetos condecorados que frecuentaban su casa, ni perdonó a vituperio alguno contra Eusebio. Ellos, después de haber fomentado su maledicencia, se ofrecen a librarlo de todas aquellas inquietudes y desazones y a darle el pleito ganado a pesar de toda la justicia que pudiese tener el Americano en la causa. Don Gecónido acepta a dos manos sus ofertas y desea saber el medio de que se valdrían para agradecérselo mucho más.

Los dichos, queriendo encarecer su servicio, manifiestan no atreverse a comunicarlo por su entidad y por el gran secreto que requería. Atizadas las curiosas ansias de don Gecónido con esta reserva taimada, obligando a instar, a suplicar con solemnes protestas, jurando guardar el secreto inviolablemente. Usando ellos entonces de la confianza que se merecía el afecto apasionado que les tenía, se lo descubren diciéndole que así ellos como algunos otros, estaban escandalizados del Americano, por el impío sacrificio que hacía en su casa a las Musas; pues a más de llevar resabios de idolatría, cometía con él el desacato de quemar los más respetables autores aristotélicos.

Que ya llevaba quemados a Palanca, a Hurtado, a Galdón y a otros; lo que sólo bastaba para perderlo y para hacerle perder el pleito sin apelación si lo delataban. Don Gecónido, apenas oído esto, se levanta para abrazar a los que le daban tan oportuno sugerimiento, les agradece sus piadosas intenciones e insta para que cuanto antes lo pusiesen en ejecución. Pero pareció que el cielo, previniendo esta funesta tempestad que amenazaba al honor y vida de Eusebio, quiso desviarla para premiar la fidelidad que su virtud y religión había conservado a su amada Leonada todo aquel tiempo. Para conseguirlo infundió en el corazón de ésta vivas ansias de rever a su Eusebio.

No contento con esto, da a Henríquez Meden un pesado sueño en que le parecía ver a Eusebio devorado de un lobo que lo asaltó en una cueva. El buen viejo Henríquez despierta azorado de la pesadilla, y no pudiendo sosegar ya despierto, ni sacudir los temores que infundió en su ánimo la visión, escribe inmediatamente a Eusebio para que sin falta ni detención se ponga en camino para la América. Envía la carta a Sales a Leonada, instándola que escribiese también a Eusebio y le mandase que volviese. La carta y orden de Henríquez Meden no podían llegar en mejores circunstancias, pues Leonada, azorada también del amor, ardía en ansia de rever cuanto antes al mismo Eusebio. Sin detenerse, pues, escribe la carta, en que incluye la de Myden, y la envía a España.

Llegó ésta oportunamente, cuando ya la ruda y bárbara malicia soplaba con ahínco en tinieblas el fuego en que pensaba ablandar el hierro, y forjar con él las cadenas al honor y libertad del piadoso Eusebio. Presentóle Altano la carta, pidiéndole albricias por ella, sabiendo de dónde venía. Enviábala don Juan Sauz, que acababa de recibirla del Puerto de Santa María. Eusebio, al verla, no pudo disimular su alborozo: ¡Ella vive, cielo! ¡Ella vive! ¿Qué dirá? ¿Cuáles serán sus sentimientos? Veamos.

«Leocadia V... a don Eusebio M...

»La mano omnipotente acaba de sacarme de los brazos de la muerte, y me devolvió a la vida que estuvo desahuciada. ¿Será por ventura porque quiere el cielo darme a probar el mayor, el más sublime gozo, después de las mayores angustias y amarguras? Así será si vuestra Leocadia llega a tocar al término de sus anhelos en la suspirada posesión de quien se la tiene prometida. Sombra alguna de duda no deja apoderarse de mi ánimo desasosegado el concepto que vuestra virtud y entereza me tienen merecido. Mas el continuo sobresalto que enardece a mis temores en vuestra larga ausencia, ¿de dónde puede proceder? Sólo sé que en nada os ofende ni mi constante amor, ni mi crecido afecto. ¡Ah! don Eusebio; ¿la caída en la mar, el lance de Dartford, la prisión en el Vivarais, no me están suscitando a cada paso otras funestas especies semejantes en el progreso de vuestro viaje? Porque, ¿cómo dejar de temer, quien ama, lo que puede suceder, habiendo otras veces sucedido?

»Vuestro padre Henrique me asegura que pondréis fin a mis zozobras y a las suyas en fuerza de la carta que os envía. Quiera el cielo que así sea; pues así tendré menos temores que alimentar y más seguras esperanzas que concebir. ¿Mas por qué, pues, queda tanto mar que pasar para llegar a Filadelfia? Temo a ese mar, temo a todas las circunstancias que os pueden ser funestas. ¡Qué desvelos, qué desazones me tocan día y noche que padecer! Sola vuestra vuelta, sola vuestra presencia podrá asegurar a un corazón ansioso que, por lo mismo que padece, se promete de vuestro amor que lo colmaréis de consuelo. Lo espera también vuestro buen padre Henrique, que me encarga que a los ruegos que os hace para ello, una los míos y use de la autoridad que me concede vuestro virtuoso amor, para que os mande volver en el mismo bastimento que lleva las cartas, y que tiene asegurado el flete para Filadelfia.

»Si os rendís a las ansias y ruegos de vuestro padre antes que a los míos, le envidiaré esta gloria sin el más mínimo resentimiento. Sé lo que le debéis y cuál sea vuestro reconocimiento. Antes bien le daré las más ardientes gracias, si recaba antes su amor lo que no merece el mío. Mis padres os saludan. Es superfluo deciros lo mucho que anhelan el momento de veros y de abrazaros. ¡Cielo santo! ¿Esto será posible? ¡Ah!, se halla sobrado inquieto mi afecto para que pueda prometérselo con seguridad en su amor ardiente.

Vuestra Leocadia».

La grande complacencia y alborozo que iba sintiendo Eusebio con la lectura de la carta, parecía que le dilatase el corazón a cada periodo, extrañando el amor encendido que Leocadia le manifestaba. Llegó a sospechar que la carta no fuese suya sino dictada, o de su padre don Alonso, o de Henrique Myden, pues no sabía componer los sentimientos de un amor tan declarado como la severa y recatada reserva con que lo trató siempre la misma. Mas a pesar de sus sospechas, gustaba de creer, de persuadirse que fuese suya la carta y que tales sentimientos no podían nacer de otro corazón que del suyo. Lisonjeado de esto el amor de Eusebio, no resiste a la impresión que hizo en su amante pecho la declarada voluntad de su Leocadia y resuelve partir de S... para embarcarse en el bastimento, que así ella como Henrique Myden le insinuaban en su carta.

Ni necesitaba de las vivas instancias que le hacía su padre Henrique para que lo desamparase todo, aunque con riesgo de perder el pleito, si no quería abreviar su vida o dejarla presa de las continuas zozobras que padecía; pues eran sobrados funestos los presentimientos de su ánimo, engendrados del sueño que había tenido, en que se le representó devorado por unos lobos hambrientos en una cueva de España, donde entró a descansar de la fatiga del largo camino que acababa de hacer. Rióse no poco Eusebio de tales presentimientos. Pero como le volviesen frecuentemente a la memoria, llegando casi a importunarlo, comenzó a filosofar sobre ello, no porque se inclinase a dar crédito a tales ocurrencias de la imaginación, sino porque la especie de Henrique Myden le renovaba la memoria de los otros sueños que había leído en las historias de la madre de los Gracos, de Spurina, de Calpurnia, de Artorio, de Astiages y de otros, dándole motivo para sondar la materia.

Porque, aun prescindiendo de la verdad de tales sueños contados por los historiadores, muy pocos hay que no hayan probado en sí mismos, o a quienes no haya parecido haber probado los efectos de los accidentes prósperos o adversos que presintieron de antemano sus ánimos; o bien que no hayan presentido alguno, aunque sin haberlo visto verificado. ¿El alma es acaso adivina del mal o de la prosperidad? ¿Quién es el que imprime en ella de antemano tales especies? ¿Qué correlación física puede tener el ánimo con accidentes que no existen todavía y que tardarán a existir? ¿Son por ventura semejantes estos pensamientos a los de las aves, que con su importuno canto predicen la lluvia que ha de venir o la amagada tempestad?

Mas para explicar esto, hay razones sobrado palpables en los principios físicos y en las materiales impresiones que reciben los animales de objetos que, aunque no obran en nuestros sentidos, se dejan sentir de los brutos, o porque los tienen menos embotados que nosotros, o porque su posición local están más inmediatos a sentir sus efectos. ¿Pero cómo puede hacer impresión física en la fantasía desencadenada del sueño un objeto que no existe todavía, cual es el mal o el bien por venir?, ¿cómo pueden obrar tampoco estos mismos en la imaginación, aunque desvelada y despierta, ahora sea con presentimiento que le suceda a ella misma, ahora a otros? No hay duda que muchos lo experimentan, viendo en la idea, y muy desvelados, aquellas cosas que les suceden, y tal vez del modo cómo les suceden. Otros las ven en especies metafóricas, muy aplicables a la desgracia o fortuna que les toca y que presintieron mucho antes. Tal fue el sueño de Astiages sobre Mandane, tal el de Clitemnestra sobre Orestes.

Generalmente están más expuestas a concebir tales presentimientos las pasiones alteradas, puestas en agitación de los deseos, de las esperanzas y temores que las incitan. El amor, el odio, la vanidad, la ambición, el miedo, llevando siempre ocupada y llena de los objetos que anhela la imaginación de día, no la dejan tal vez sosegar de noche; y como casi todos los hombres aman, odian, temen y anhelan, casi todos tienen sueños relativos a lo que hizo impresión en sus ánimos desvelados. Por extravagantes y ridículas que sean las especies y fantasmas que formamos en sueños, casi todas tienen correlación con las sensaciones que hicieron en la fantasía los objetos por medio de los sentidos. Jamás se sueña lo que jamás entró por ellos.

La mente formará soñando el más espantoso hicocervo que no habrá visto jamás; pero lo compondrá de objetos que vio o que oyó nombrar. Edificará castillos y vergeles de felicidades más deliciosos que los de Armida y de Alcinoo, se forjará toros de desgracias más terribles que los de Fálaris y Busiris, mas estos mismos servirán de modelos al delirio de la imaginación en sueños. Si la felicidad, pues, o la desgracia soñada se llega a verificar, damos entonces a tal sueño el nombre de presentimiento del alma, porque ésta acertó prever en él lo que estaba por suceder, sin que todavía existiese. Las desgracias y felicidades existen siempre; de ellas se sirve, pues, la mente para apropiárselas, o con el temor o con el deseo. De aquí es que el tal sueño toma origen de objetos existentes, que engendran en nosotros las especies de que se sirven las pasiones para anunciarlas a la desarreglada fantasía.

No de otro modo presiente el alma, casi con sensible certidumbre, que la bola con que apuntamos a la otra, la tocará de lleno luego que escapa de la mano, pareciéndonos que la postura, la medida, el ademán, el tino que tomamos y el asegurado impulso con que el brazo la dispara, nos aciertan de ello, antes que la bola arrojada llegue a tocar a la otra, o la flecha al blanco, previendo el alma que dará en él antes que llegue a tocarlo. Muchas veces nos engañamos en este presentimiento, como se engaña también la fantasía en muchos de los sueños que forma. Esto no quita que forme presentimiento cuando acierta, como cuando el sueño o la especie que tuvimos desvelados se verifica.

Muchos dan sumo crédito a estas especies de adivinación y generalmente es grande la fe que les dan casi todas las mujeres; las cuales por la mayor elasticidad de sus fibras son más susceptibles de estas impresiones, y están por lo mismo más sujetas a padecerlas. Esto les acarrea no pocas solicitudes y desazones, anticipándose muchos males que tal vez jamás les han de suceder. Apenas hay madre que tenga un hijo ausente a quien ame mucho, que no lo vea en sueños asaltado de ladrones, o anegado en la mar o caído en un derrumbadero. Esto basta para que el sobresalto que la despierta conmueva su corazón sin dejarla ver día de consuelo, hasta que la noticia o la llegada del hijo desmiente o verifica a su presentimiento y sosiega su fantasía.

Ninguno sacará de la cabeza a muchas mujeres que ven verificarse los sueños que padecieron. ¿Cómo dejará de compadecerlas el que ve en la Ilíada, que Aquiles dice en sonoro verso al gran Agamenón y a Menelao:


El gran Jove es autor de todo sueño?



Las amenazas del difunto marido, o el ceño taciturno con que se les presenta a la fantasía, lo creen ver cumplido en el mal genio y disgustos que les da el segundo. El cadáver amortajado, los espectros que aparecen a su imaginación, mil otras especies semejantes, todas hallan interpretación en su concepto para comprobar que se verifican. No fue sólo Parménides a quien se pudiera aplicar el dicho de Aristóteles que adivinaba interpretando los sucesos después de sucedidos.

Casi todos los hombres morirían desgraciados si se hubiesen de verificar sus sueños. Entre tantos, ¿cómo es posible que deje de verificarse alguno? No es pues cierta la adivinación del presentimiento, aunque alguna vez se cumpla, saliendo las más veces falso; sino que es sólo un sentimiento del ánimo, suscitado del miedo, o del deseo, o del amor, o de la esperanza, o de los otros afectos, como se lo hizo decir Accio a un adivino en la tragedia de Bruto, hablando con Tarquinio:


Rex, quae in vita usurpant homines, cogitant curant, vident,
Quoeque agunt vigilantes, agitantque, ea si cui in somno accidunt,
Minus mirum est.



¿Cuántos habría también más ricos que Creso si se cumpliesen los delirios de sus deseos en sueños? Pero alguna vez los ven algunos verificados, entonces pueden decir con razón que los presintieron. Mas no les sucede porque los presintieron, sino porque entre los infinitos accidentes que pone en movimiento la mano de la fortuna, alguno debe tocar a alguno de los muchos que los anhelan. Uno, dos, tres, son los que deben ganar en la lotería entre los millares que sueñan que ganan.

De este jaez son muchas de las profecías y adivinaciones que vemos cumplidas, pues no todas proceden de divina revelación o inspiración. Todas las naciones antiguas tenían sus adivinos, sus agoreros, sus intérpretes de sueños, sus profetas. Esto era profesión entre ellos y ciencia que aprendían desde niños en las escuelas, en las cuales ejercitaban sus talentos, afinaban su astucia, sus vistas, su elocuencia, su entusiasmo; muchos de ellos daban en verso las respuestas de los oráculos. ¿Qué mucho que acertasen en algunas o en las más, atendida la preocupación de la ignorancia o del respeto religioso de los que las recibían? No en balde eran tenidos en tan grande veneración y acudían a ellos los grandes y los reyes que, aquejados de sus sueños o de sus presentimientos temorosos, deseaban saber lo que les anunciaban. ¿Mas era por ventura cierta aquella ciencia porque acertaban en algunas interpretaciones o profecías?

A fuerza de ejercitarse los adivinos en combinar circunstancias, en tomar tino a los sucesos, en estudiar el interés, el gusto, la flaqueza de los suplicantes; en afinar los términos de las respuestas que les daban, en sutilizar expresiones oscuras, ambiguas e ininteligibles; en estudiar los tiempos, las fuerzas de los estados, las situaciones y climas de los países, pues todo entraba en los conocimientos de la ciencia adivinativa, no podían dejar de acertar, aun cuando muchas veces errasen. Porque el concepto que tenían del oráculo los que lo consultaban, y la veneración y el sagrado terror, les sugerían hartas interpretaciones en la rudeza e ilusión de sus ánimos, para hacerles ver cumplido, aun en cosas extravagantes, lo que no soñaron jamás predecirles los adivinos.

¿A cuántos no hacen enarcar las cejas y encorvar los hombros las respuestas de los oráculos, dadas por los adivinos y referidas de los historiadores? El decir que éstos mienten, o que se dejaron engañar porque los oráculos y sus profecías eran de deidades embusteras, es razón pueril; pues muchos de aquellos adivinos podían acertar, o por acaso o por ciencia natural. Como tampoco se infiere que algunas de las profecías de nuestros tiempos sean de divina inspiración porque las vemos cumplidas, pues muchas de ellas pueden ser efecto de entusiasmo, conmovido accidentalmente de noticias y conocimientos previos en aquellos mismos que parece imposible que la puedan tener. Pero el día, la hora, las circunstancias pronosticadas de antemano de la muerte de éste, de aquel príncipe, que no caben en humano entendimiento y que con todo se verificaron al pie de la letra, ¿cómo es posible que procedan de ciencia y de noticia natural? Muy bien.

O cuando no, fuera prueba o pudiera serlo, de que hay también verdaderas profecías nacidas de divina inspiración; mas tampoco se deben reputar tales porque se ven cumplidas, pudiendo haber infinitos resortes y manos invisibles que hagan juguete de su secreto nuestra asombrada credulidad, que se pasma de ver cumplido lo que mucho antes oyó pronosticado. Mucho más ciertos y más fáciles de cumplirse son los presentimientos interiores del alma, especialmente en las desgracias, siendo más obvio que acierte en ellas el que las teme, que en las felicidades que desea. Éstas son raras, aquéllas comunes y pan de cada día; y por lo mismo que aquestas hacen mas viva y profunda impresión en los ánimos desvelados que las recelan, deben por consiguiente agitar más en sueños sus fantasías.

Filosofando Eusebio sobre esto, creyó ver ya cumplido el presentimiento del sueño de Henrique Myden, de la cueva y de los lobos, en su prisión en el Vivarais. ¿Qué hombres más parecidos a lobos que aquellos feroces montañeses? ¿La cueva del profeta Turieu no venía también pintada para el caso? Con el tiempo vio Eusebio que aquel presentimiento podía aplicarse a la terrible desgracia que le sucedió. Entretanto, sin hacer más hincapié sobre ello, como no debe hacerlo ningún hombre de luces que ofrece con fortaleza su pecho a los accidentes inevitables de la tierra, se disponía para la partida. No teniendo otros negocios ni intereses que el pleito, lo encomendó con su acostumbrada moderación a los abogados. La casa quedó por suya habiendo pagado el alquiler para tres años.

¿Cómo podía partir Eusebio sin decir adiós a las cenizas de su venerado Hardyl? La pérdida de su dulce compañía, de su amor, de sus cuidados, renovándosele con el motivo de su viaje, le renovó también el dolor y la ternura, que le sacaron ardientes lágrimas con las cuales hubiera deseado animar sus cenizas y esculpir el amor y concepto que le merecieron sus heroicos sentimientos y virtudes. Su amigo don Eugenio quiso acompañarlo hasta cerca del Puerto de Santa María, a donde iba Eusebio a embarcarse, supliendo con su amistad y compañía a la de Hardyl en aquel viaje. Don Eugenio tuvo que quedarse en B... donde se hallaba su padre enfermo. Diéronse allí en la despedida las tiernas y sinceras pruebas del indeleble afecto y confianza que sus corazones fomentaban.

Prosiguió Eusebio solo su viaje, cuyo corto término tocó felizmente. Altano no cabía en la piel de contento y júbilo a vista de su amada patria, donde esperaba llegar a ver vivos sus padres, aunque viejos y pobres, como lo había sabido en S... por un marinero natural de aquel mismo puerto. Rebosaba su alma de gozo al paso que iba reconociendo aquellos antiguos lugares que le renovaban la memoria de su infancia, sin dejar cosa ni nombre que no dijese a Eusebio, si se le acordaba. Y sin esperar a llegar al mesón, habiéndole pedido su beneplácito para ir a ver a sus padres, salta del coche y echa a correr a su casa, dejando a Taydor la incumbencia de servir a Eusebio en su llegada al mesón. Después de haber descansado en él, mientras se disponía la comida, quiso ir Eusebio al puerto para informarse del capitán del día que podría partir.

Antes de llegar, viendo atropada mucha gente en una callejuela, como si la hubiera allí juntado una gran novedad, sintió Eusebio vivos impulsos de informarse de lo que era. Prosiguió sin embargo su camino, llegó a bordo, habló con el capitán. De vuelta a la ciudad, como viese crecida la gente en aquel mismo callejón, preguntó qué venía ser aquello. Dícenle que acababa de llegar uno de la América después de muchos años que estaba ausente, y a quien creían anegado el cual, al descubrirse a su viejo padre, lo vio caer muerto de repente en sus brazos.

Conmovido Eusebio al oír esto, no dudó que fuese a quien le sucedía, conviniéndole las circunstancias. Informado que era el mismo, trepa entre las mujeres apiñadas a la puerta de la casa y entra. Estaba Altano en pie dando las espaldas a la puerta y llorando sobre su padre tendido en la cama. Había allí también otros conocidos y vecinos atraídos de aquella novedad, que lloraban con él.

Eusebio se paró luego que había entrado, contemplando aquel triste espectáculo y oyendo a Altano que se lamentaba a su modo, diciendo: ¡Quién había de pensar que a los ochenta y seis años hubiese de morir de gozo! ¡Si no me hubiera descubierto tan tontamente, tal vez hubiera llegado a los ciento! ¡Morir de gozo no le hubiera ocurrido a Pero Grullo; no lo oí decir jamás de ningún otro! ¡Ahora lo creeré a costa de mi sentimiento! ¡A lo menos he tenido el consuelo de llegar a verlo vivo y de verlo caminar de por sí; y él tendrá la satisfacción de verse enterrado con alguna decencia!

Echando de ver Eusebio por las palabras de Altano que estaba persuadido de la muerte de su padre por verlo yerto y privado de sentidos, se acerca a la cama sin que Altano lo hubiese visto entrar, y le dice: ¿Qué extraña novedad es ésta, Altano?, ¿qué viene a ser esto? Altano, sorprendido de ver allí a su señor don Eusebio, prorrumpe en mayor llanto, diciendo: Qué ha de ser, mi señor, nada menos que la muerte de mi padre ochentón que acaba de fenecer de gozo, si acaso no fue de susto, creyendo que fuese el fantasma o el alma de su Gil que le aparecía, pues me creían todos naufragado. ¿Mas quién os asegura que vuestro padre feneció enteramente? Tóquelo vmd. y lo verá. Se le aplicó a la boca una cerilla sin que bambolease la llama. Todo eso va bien; puede sin embargo no estar muerto. ¿Habéis llamado al médico? Vino el médico; pulsó el cadáver, aplicóle la cerilla a la boca, y se despidió diciendo que lo podían enterrar.

Eusebio dijo entonces a Altano: Sígueme, pues tal vez habrá remedio para vuestro padre. ¿Qué dice vmd. mi señor?, ¿qué remedio?, ¿lo puede haber para los muertos? A lo menos probaré a resucitar un muerto.

¡Ah señor!, dijo entonces Rita la hermana de Altano, ¿si el glorioso San Vicente no hace un milagro, en qué remedio podemos confiar? En el mío, dijo Eusebio encaminándose con Altano hacia la puerta. Luego que estuvieron en la calle, preguntóle el impaciente Altano qué remedio era el que le quería dar. Eusebio le dice que era un licor que compró en París de un célebre alquimista, que se lo dio por muy eficaz para los parasismos, y que el concepto que tenía de su ciencia y honradez, no reparó en darle el precio que le pedía por seis botellas que le tomó.

Entró Altano entonces en esperanzas, y ansiaba el momento de hacer la experiencia en su padre de aquel milagroso licor. Llegados al mesón, le entrega Eusebio una redomita, encargándole que frotase repetidas veces con aquel licor las sienes, las narices y el pecho de su padre, y que destilando algunas gotas en una cucharada de agua se la hiciese pasar por la boca; que repitiese a intervalos esta operación, con la cual, antes de media hora, vería tal vez resucitar a su padre.

Altano, manifestando su gozo, vase a saltos apretando en las manos aquella preciosa botellita. Eusebio quedó en el mesón, confiado en el buen efecto del licor, por otros casos semejantes que había oído de otros que, caídos en deliquio y reputados muertos, fueron enterrados por tales, volviendo después a la vida para acabarla de rabia y desesperación en las horribles tinieblas de la sepultura, a que los condenó la ignorancia o el descuido de los que antes de tiempo los enterraron. Tenía también algunos ejemplos de otros que, tenidos por muertos o por creerlos anegados, o por hallarse en entera privación de sentidos, renacieron a la vida, vueltos a ella por la benéfica mano de la experiencia instruida que los salvó.

Confirmólo el caso del padre de Altano. Apenas había acabado de comer Eusebio, oyó las voces que éste daba entrando en el mesón, diciendo que su padre había resucitado; y sin detenerse fue a dar las gracias con inexplicable alborozo a Eusebio, a quien contó menudamente las circunstancias de la resurrección; las friegas que le habían hecho con el licor, a cuántas de ellas comenzó a dar señales de vida el muerto, la sorpresa y admiración de todos los presentes y la benditez de su hermana Rita en querer defender que no era milagro del licor, sino de su glorioso San Vicente; finalmente, le rogó le permitiese ir a estar con sus padres el tiempo que se detendría en el puerto. Eusebio se lo concedió, no menos alborozado por la eficaz prueba de su licor.

Al día siguiente, como había de ir a comer a bordo convidado del capitán del paquebot, y tenía al paso la casa de los padres de Altano, quiso ir a ver al muerto resucitado. Llegó a la puerta al tiempo que sacaban el ataúd que habían mandado hacer para el viejo. Altano, al ver a su señor don Eusebio, hízoselo conocer a su padre, diciéndole que aquél era su amo a quien debía la vida. Respondió por el viejo Rita, que se hallaba presente, diciendo a Eusebio con lágrimas de gozo: ¿Cómo podremos manifestar a vmd. el sumo agradecimiento en que le estamos por el singular favor que debemos primero a la intercesión de San Vicente, y luego al licor de vmd.? Mucho debemos también al amor y bondad con que se digna vmd. tratar a mi hermano Gil; él se hace lenguas de vmd.; Dios nuestro señor dé a vmd. el gozo de bienes que le deseo; no pasará ningún día sin que lo encomiende muy de veras al glorioso San Vicente.

Me complazco, dijo Eusebio, de tener tan buena intercesora, y os agradezco vuestra piadosa voluntad. Sabed que yo también debo la vida a vuestro hermano Gil por haberme sacado en sus brazos de las olas; y así, nada hago con él que no se lo tenga merecido. A más de esto, es hombre de bien y muy honrado, y acreedor por lo mismo a todo mi cariño. Altano, al oír esto, púsose a llorar, diciendo: Todo es sobra de bondad en vmd. mi señor don Eusebio, que quiere acordarse de una acción natural a todo hombre que hubiera hecho lo mismo, no digo con un niño, sino con una cabra si se le hubieran puesto las olas en los brazos como me pusieron a vmd. A buen seguro que fueran pocos los que se acordasen de ello, y me lo agradeciesen como vmd. me lo agradece. No te manifesté todavía mi entero reconocimiento, le dijo Eusebio, pero voy pensando en ello. Quedaos con Dios, y recibid mis parabienes por la recobrada salud de vuestro padre.

Altano y Rita lo acompañaron hasta la calle, renovándole las afectuosas expresiones de su alborozado reconocimiento, y Eusebio se encaminó a bordo. Solemnizó Altano aquel día a su costa con abundante comida, a que convidó sus más cercanos parientes con que quiso celebrar su llegada y la resurrección de su padre. Llevó en la mesa la taravilla, teniendo hartas cosas que contar en los lances que le habían pasado en tantos años de ausencia, comenzando por su naufragio y dejando harta materia para muchos días a la curiosidad de los que lo oían.

Pero al siguiente, informado Eusebio del capitán que anticiparía la partida, envió a llamar a Altano para poderle declarar con tiempo su voluntad y las intenciones que tenía de premiar su fidelidad y servicios especialmente el singular beneficio de haberlo salvado del naufragio. Llegado Altano a la presencia de Eusebio, le dijo éste:

EUSEBIO.-  La combinación de venir a embarcaros a este puerto y de ver vuestros padres vivos, no sé si os habrá infundido deseos de quedaros aquí para asistir a quienes debéis el ser.

ALTANO.-  ¿Qué me quiere decir vmd. mi señor don Eusebio?

EUSEBIO.-  No sé, digo si os querréis quedar aquí con vuestros padres para descansar de tantos años de servicio y acabar en holgada vejez los días que os quedasen de vida.

ALTANO.-  Breve, mi señor, mis deseos son sólo de estar con vmd. todos los días de mi vida; de servido y de morir en sus brazos, y no hablemos más de esto.

EUSEBIO.-  Mas, ¿os sufrirá el corazón desamparar a vuestros padres ya viejos que necesitan de vuestra asistencia? ¿Querréis exponeros de nuevo a los trabajos y peligros del viaje, y a las molestias del servicio, antes que quedar en vuestra casa y gozar en ella el sosiego y libertad con lo que habéis ganado con vuestros sudores, y con lo que tengo determinado daros para satisfacer a la deuda en que os estoy de la vida?

ALTANO.-  ¿Cómo, me quiere despedir vmd.? ¡Oh pecador de mí!, ¿en qué lo tengo merecido?

EUSEBIO.-  No, Altano, lejos estoy de llevar tales intenciones. Antes bien mis mayores deseos son el teneros conmigo; pero debiendo atender a vuestra edad avanzada, y a vuestro descanso, os hago con sentimiento la proposición que dista de ser despedimiento; pues es sacrificio de la complacencia que tuviera, no de veros morir en mis brazos, sino de teneros siempre en mi casa.

ALTANO.-  Por Dios, mi señor don Eusebio, no quiera vmd. hacer enternecer mi corazón. Mi voluntad es de seguir a vmd. al cabo del mundo, si allá fuere; y le ruego no toque ese punto, si no quiere verme prorrumpir en amargo llanto.

EUSEBIO.-  Pero, ¿y vuestros padres?

ALTANO.-  Mis padres vivieron hasta hoy día sin mí, creyéndome de asiento en la otra vida, y no necesitan de mis brazos. Rita y mi hermano Domingo, que es pescador, y su mujer Cecilia con sus hijos, quedan aquí para asistirlos. Lo que a mí me toca, como a buen hijo que les soy, es partir con ellos de lo que tengo ganado en todo el tiempo que tengo la fortuna de servir a vmd.; que siendo algo más de quinientos pesos, hago cuenta de dejarles la mitad para sus asistencias.

EUSEBIO.-  Mucho más es lo que tenéis ganado.

ALTANO.-  No, mi señor don Eusebio, créame vmd. que esto es, poco más o menos, lo que tengo ahorrado.

EUSEBIO.-  Con todo eso, yo sé que es mucho más.

ALTANO.-  No es más, mi señor, pudiera jurarlo por las lágrimas de San Pedro.

EUSEBIO.-  ¿Y no contáis lo que os tengo prometido?

ALTANO.-  No quiera el cielo que me ocurra tal pretensión. Quedo sobradamente recompensado con el favor que vmd. me hace de tenerme consigo, y de sufrirme con tanta bondad.

EUSEBIO.-  Eso no es recompensa, Altano; la fidelidad es acreedora a eso y a mucho más; y así, contad con mil pesos que os daré si determináis a quedar con vuestros padres.

ALTANO.-  ¡Santos del paraíso!, ¿mil pesos?, ¿esto cabe en humano pensamiento? Si no conociera a vmd. lo tuviera por burla.

EUSEBIO.-   ¿Qué halláis que extrañar en ello? Cualquiera creo que diera de buena gana algo más de mil pesos por no morir anegado. Contad pues con ellos desde ahora.

ALTANO.-  ¡Oh mi adorable señor don Eusebio! ¡Qué beneficencia igualará a la de su generoso corazón! ¿Cómo es posible que yo lo desampare; yo que lo saqué de las olas en estos brazos, que lo miré siempre con ojos de padre tierno, aunque indigno y humilde, que lo he servido por tantos años, que experimenté su bondad? Con vmd. quiero estar, vivir y morir. Quiero ver su casamiento con mi señora doña Leocadia y llorar de contento en su celebración.

Eusebio, enternecido de las expresiones de Altano, no quiso insistir más sobre su quedada. Igualmente generoso se mostró con los cocheros, dándoles los tres caballos y veinte pesos a cada uno para que pudiesen ganarse con ellos la vida si querían quedar en aquella ciudad, o embarcarse para Inglaterra; el coche lo llevó consigo. Estando ya todo dispuesto para el embarco, poco antes de efectuarlo, pareciéndole haber quedado corto con los cocheros que se mostraban muy afligidos por perder tan buen amo, les entregó otros cincuenta pesos que pudiesen servirles de algún consuelo. Satisfecha así de algún modo su bondad y beneficencia, se embarcó acompañado del dolor y lágrimas de los mismos hasta el puerto, envidiando ellos la suerte del gozoso Altano y de Taydor que seguían a su amo.


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