Libro primero
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La grande
impresión que hizo en el ánimo de Eusebio la muerte
de su amado y respetable Hardy, hubiera sido mucho mayor, por las
circunstancias que concurrieron en ella, si la memoria de sus
ejemplos y virtud singular no hubiese contribuido para fortalecer
su ánimo en las máximas en que desde niño lo
había adoctrinado. Parecía haber quedado su alma
embebida en los sublimes sentimientos de aquel venerable
difunto.
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Aunque nos
afligimos en la pérdida de un hombre de conocida virtud, que
respetábamos en vida, parece, sin embargo, que nuestra
tristeza participa de la veneración que nos infundió
el concepto que teníamos de sus virtudes, antes que del
sentimiento que nos causa el perderlo para siempre de vista. Tal
vez, a pesar de nuestras lágrimas, nos consuela la memoria
de su inculpable vida, envidiándole aquella misma que en
cierta manera sentimos. Deseáramos que fuese semejante a la
nuestra.
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Todos los esmeros
de don Juan Sauz, que hospedó a Eusebio en su casa mientras
se acababa de alhajar la que había tomado en alquiler, de
nada aprovechaban para agotar sus lágrimas. Ellas eran
día y noche el alimento de la tierna sensibilidad que las
producía, fomentada de la memoria de su estrecho parentesco,
que sólo le había descubierto en su dichoso trance.
Sirvió de alguna compensación a su pérdida el
retrato del mismo Hardy que mandó hacer a un excelente
pintor antes que enterrasen el cadáver, a quien la muerte
violenta en nada había desfigurado. Pudo así el
pintor animar sus enteras facciones y fisonomía,
representándolo de cuerpo entero en la casilla del labrador,
sentado sobre la paja en que murió, conversando con el mismo
Eusebio.
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Esta viva imagen
le renovaba de continuo la memoria de sus singulares virtudes, de
los últimos consejos que le dio sobre la religión
santa en que lo había educado. Fomentábale al mismo
tiempo los deseos de imitar su virtuosa conducta y el tierno
agradecimiento que le debía por tantos esmeros y cuidados, y
por el singular cariño con que atendió siempre a su
educación desde sus más tiernos años.
Servíale a más de esto de norma el recuerdo de su
conducta para todo lo que hacía o había de emprender,
obrando a tenor de los ejemplos de Hardy, o de lo que hubiera hecho
él mismo en los lances que se le presentaban, teniendo
siempre delante su admirable moderación y prudencia.
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Su entierro fue
solemne y concurrido de toda la ciudad habiéndose esparcido
en ella el descubrimiento del difunto por tío de Eusebio y
por hermano de su madre, apellido que era muy conocido en S... y
que entonces se hacía famoso por el peso que daba a las
justas pretensiones de Eusebio sobre la herencia de sus naufragados
padres, que su tío paterno le contrastaba con pleito.
Éste se había ya hecho célebre por su entidad,
restando nueva materia a los discursos de los ciudadanos la llegada
del mismo Eusebio, a quien llamaban el Americano, y sobre todo las
circunstancias del descubrimiento, muerte y entierro de su difunto
tío que con él venía.
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Por lo mismo,
cuanto mayores eran las demostraciones de interés y de
afecto que manifestaban todos por la verdad de la causa del joven
Eusebio, otro tanto mayor era el resentimiento de su tío don
Gerónimo y el empeño que tomaba para desmentir el
descubrimiento del difunto; pues no había motivo en lo
humano para que se encubriese por tanto tiempo un tío a su
sobrino, si de hecho lo hubiera sido. Crecieron las quejas de don
Gerónimo luego que Eusebio comunicó a sus abogados el
testamento de Hardy que mandó no lo abriese hasta
después de su muerte como lo hizo algunos días
después que depositaron el cadáver en una arca de
plomo, mientras se acababa de construir el lucilo de mármol
con que quiso Eusebio conservar la memoria de las singulares
virtudes de tan respetable difunto.
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Se abrió el
testamento con todas las formalidades. En él se declaraba
Hardy por tío materno de Eusebio con evidentes razones.
Prevenía que hacía el testamento en París, y
no antes ni después, porque allí tuvo la primera
noticia del injusto pleito que don Gerónimo había
puesto a su sobrino Eusebio sobre su paterna herencia. Haber sido
testigo el mismo Hardy de la llegada de Eusebio a Filadelfia
después del naufragio y de la adopción que hicieron
del niño naufrago Henrique y Susana Myden. Que por lo mismo
como tío materno que le era, lo declaraba heredero de la
casa y huerto que Hardy poseía en Filadelfia.
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A éstas
añadía Hardy en el testamento otras razones y
particularidades que ponían en claro la verdad de la causa
de Eusebio; pero que sin embargo dejaban presa a las razones de los
abogados contrarios para llevar el pleito adelante, y a don
Gerónimo daban motivo para desmentirlas. Ni quería
reconocer a Eusebio por su sobrino, por ninguna vía,
negándole la entrada en su casa la vez que fue Eusebio a
visitarlo para proponerle que deseara tratar el pleito
amigablemente. Hízole saber esto mismo por tercera persona,
no pudiendo hacerlo por sí, hasta ofrecérsele a
partir las diferencias con un ajuste desinteresado. Sordo don
Gerónimo a toda proposición, codicioso de la entera
herencia, creía hacer más justas sus pretensiones con
el declarado rencor con que procedía con su sobrino y con
los denuestos con que lo cubría.
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Eusebio, ajeno de
toda sombra de interés y de codicia, lejos de resentirse por
todas las demostraciones y pasos de su tío, miraba al
contrario con suma moderación todas sus oposiciones,
remitiendo su defensa a los abogados sin disimularles que, por lo
que a él tocaba, cedería en su derecho si éste
no hubiese de pasar a sus hijos, en caso que los tuviese, a quienes
la herencia pertenecía. Con estas mismas expresiones de la
moderación de Eusebio parecían ser señal de
flaqueza y de falta de derecho, antes que de desinterés para
con los contrarios, se cerraron éstos a todo ajuste, y el
pleito se llevó adelante sin que alterase la tranquilidad
del ánimo de Eusebio; pues ni su pérdida le
había de acarrear pesadumbre, ni gran gozo su
adquisición, preparándose con la reflexión de
las máximas de la sabiduría para el éxito,
cualquiera que fuese.
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Bien sí,
como lo lisonjearon sus abogados que podía quedar decidido
el pleito dentro de aquel año, determinó pasarlo en
S... hasta su liquidación. Pasó a habitar la casa que
tomó en alquiler luego que estuvo decentemente alhajada,
suministrándole don Juan Sauz todo el dinero que necesitaba,
según el orden que había recibido para ello del padre
de Leonada, como se lo previno Henrique Myden a Eusebio en la carta
que recibió en París.
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Su casa era
cómoda y aseada, y deliciosa la vista que le presentaba el
río Guadalquivir, lo largo de su ribera, frecuentada de
barcos de contratación, y la hermosa vega que fertilizaba.
Aunque esto contribuía en parte para divagar los
pensamientos de Eusebio en las circunstancias de un estado que, en
cierto modo, era nuevo para él, echaba menos, sin embargo,
en todos los objetos la presencia y compañía de su
adorable Hardy. Parecíale hallarse como un niño
expuesto en un mundo nuevo. Arrancábale frecuentemente su
memoria tiernas lágrimas, especialmente su retrato, todas
las veces que fijaba en él sus ojos, llamándolo su
buen padre, su consolador, su consejero, su amigo, que todo esto
había perdido con él, sin poder encontrar
compensación a aquella afectuosa y suave confianza que le
hacía hasta de sus más íntimos
sentimientos.
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Con él
había vivido siempre, en él descansaba, él
mismo regulaba por lo común todas sus operaciones. Ahora
debía vivir solo, pasar todo por sus manos, sin gana, sin
voluntad de atender a cosa alguna, remitiéndolo todo a la
lealtad de Gil Altano y de Taydor, para entregarse todo entero a su
inconsolable tristeza hasta que la imagen del mismo Hardy en
sueños, revestida de celestial esplendor, acordándole
las máximas y consejos de la virtud, confortó su
ánimo, consoló su corazón y avivó los
sentimientos de su virtud abatida, para que a tenor de ella
prosiguiese la carrera de su vida mortal, formándose un plan
y arreglo en su nuevo estado.
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Formóselo
desde entonces Eusebio en su trato, en sus estudios y familia.
Ésta se reducía a Gil Altano, a Taydor y a los dos
cocheros, que quiso retener consigo el tiempo que quedase en S...
por la fidelidad con que lo habían servido, aunque no
necesitaba sino uno de los dos, no queriendo mantener más
caballos que los tres que le quedaban, después que
murió el otro de la fatal cornada, causa de la funesta
muerte de Hardy. Todos sus criados tenían su particular
inspección para que no estuviesen ociosos, antes que para
hacer servir su número de fomento de vanidad y
ostentación a Eusebio, que los amaba y que ejercitaba en
ellos su compasión. En todo lo que podía servirse por
sí mismo, lo hacía, especialmente en su persona, que
en su traje sencillo no necesitaba de ajenas manos para vestirse ni
para ataviarse, no llevando más que un vestido en invierno y
otro en verano, y el cabello natural sin rizos y sin peinado.
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Continuó en
guardar la máxima de Hardy en no poner librea a sus criados,
compadeciendo sobrado la humilde y penosa condición a que
los sujetaba la suerte, para que los quisiera envilecer con un
distintivo, inventado de la refinada vanidad de los hombres que
pretenden honrarse con la ajena humillación. Por el
contrario, ningunos criados había más bien tratados,
ningunos iban más bien vestidos ni más generosamente
pagados, ni había por consiguiente amo más amado ni
más fielmente servido que Eusebio, ni a quien menos a cargo
estuviese su servicio. Sin desplegar sus labios, su misma modesta
compostura, la tranquilidad suave de su conducta, la afable
moderación que animaba a su porte y a todas sus acciones,
servían de norma a sus criados para regular las suyas y para
respetar, como a cosa sagrada, la dulce quietud y paz de su amo
incomparable.
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Desde que Eusebio
llegó a S... su mayor deseo era el salir de la incertidumbre
en que lo había dejado el descubrimiento de Hardy sobre los
motivos que pudo tener para dejar su patria y para ir a
establecerse a la América, a más del que le
había insinuado él mismo antes de morir; y sobre las
noticias de su estado y familia antes de dejar a España.
Luego, pues, que tuvo arregladas sus cosas y que dio sistema a su
nuevo estado de vida, Procuraba informarse de unos y de otros, sin
perdonar a pasos ni a diligencias para conseguirlo.
Hacíasele sumamente extraño no sólo que
hubiese dejado el nombre y apellido de su familia por el de Jorge
Hardy, sino también el haberse encubierto con tanta reserva
para tantos años y en tantas ocasiones en que parecía
imposible que hubiese podido resistir el entrañable y tierno
cariño que le profesaba.
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A pesar de todas
sus diligencias, no pudiendo tener las noticias que deseaba y que
lo dejasen enteramente satisfecho, se vio precisado a ir en persona
a la villa de donde era natural Hardy, que no distaba mucho de S...
y donde esperaba encontrar algún hombre o mujer que hubiese
conocido a Hardy en su infancia y juventud. Engañóse
también en esto; pues sólo allí tuvo noticias
vagas que no lo satisfacían. La familia de Hardy se
había extinguido con él; ni quedaba ninguno de sus
parientes, ni había extraños que lo conociesen y que
pudiesen darle las noticias individuales que deseaba.
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Tanto hizo, tanto
preguntó, que finalmente dio con una vieja que lo
remitió a un cura de una vecina aldea, a donde se
encaminó inmediatamente Eusebio. Tampoco el cura supo darle
cabales noticias, pero lo aseguró que se las podría
dar un viejo pastor que tenía en su parroquia, aunque en
lugar algo distante, pues se acordaba que él mismo
había sido dependiente de la familia que Eusebio le
nombraba, habiéndole oído contar algunas cosas de
ella. Le añadió que el pastor se llamaba Eumeno y que
pasaba ya de los ochenta.
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Abriósele a
Eusebio el cielo con esta noticia; y aunque era ya algo tarde, no
quiso diferir su partida para el día siguiente, sino que
tomando por guía a un labradorcillo que le dio el mismo
cura, partió aquella misma tarde en busca del viejo Eumeno,
en compañía de Taydor que era el solo de sus criados
que llevaba consigo. Deliciosísimo fue aquel camino para
Eusebio, así por el motivo porque lo emprendía, como
por su frondosa amenidad. Recreaban a su vista y alma los amenos
campos que privilegió naturaleza sobre todos los de la
tierra, dotando su terreno de inagotable fertilidad, cuyo vigor
perpetúa los frutos y verdores en todas las sazones, sin que
los alteren los rigores del invierno a quien no conocen. Las
flores, apenas despuntadas, admiran junto a sí a los frutos
ya sazonados, pendientes de los mismos ramos de quienes se
desprenden, para dar lugar a la nueva generación con que
enriquecen la descansada industria de sus felices cultivadores.
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Crecía la
complacencia de Eusebio, al paso que su guía lo iba
internando en una deliciosa quebrada formada de humildes
montecillos cubiertos de espeso bosque, cuyo suelo, sin maleza,
ofrecía abundante pasto para el ganado, y las copas de los
árboles asilo seguro y fresco a las aves que las poblaban, y
que ya recobradas entonces en sus nidos, daban con sus
últimos cantos la despedida al día que apartaba de la
tierra sus resplandores. La noche que lo seguía, cubriendo
al suelo de sus primeras tinieblas, convidábalas al
descanso, al ruido de un manso arroyo que iba
despeñándose lo largo de la quebrada entre espesas
matas de juncia y de mastranzo que se recreaban en sus cristalinas
aguas. Resonaba de su dulce murmullo toda aquella deliciosa soledad
que tenía encantados los sentidos de Eusebio y enajenada su
alma de suave complacencia y admiración.
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¡Qué
envidiable sitio para el tierno y recogido corazón de
Eusebio! ¡Cuántas veces llamaba dichoso al viejo
Eumeno, representándoselo en aquel tranquilo y frondoso
desierto, lejos de los engaños y fraudes de la
ambición y codicia de los hombres! Lo distrajo de esta suave
contemplación el labradorcillo que lo acompañaba,
diciéndole: ¿Veis ese ganado que baja por aquella
cuesta? Es del viejo Eumeno y se encamina a su manada. ¿De
Eumeno es ese ganado?, pregunta Eusebio alborozado,
¿según eso, poco distante debe de estar su
habitación? Vais a descubrirla, le responde el muchacho,
desde la cima de esa loma que nos falta por trasponer. Eusebio, al
oír esto, aviva el paso, vence la cuesta y descubre
inmediatamente la casa de Eumeno en medio de un prado bastante
espacioso, poblado de árboles que se extendían en
ordenadas hileras hacia los oteros que a la redonda lo
coronaban.
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Acrecentó
las delicias y hermosura de aquel frondoso sitio la enajenada
opinión de Eusebio, mucho más que su vista,
admirándolo al resplandor de la luna que argentaba al
ofuscado suelo, haciendo resaltar sus sombras, aunque alumbradas
escasamente de los últimos crepúsculos del escondido
día.
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Azorado Eusebio de
sus impacientes deseos, toma el camino de la casa entre dos hileras
de árboles y llega a ella finalmente. La puerta estaba
abierta y entra. No respondiendo ninguno a su llamamiento, no se
atreve a internarse respetando aquella envidiable seguridad.
Preguntó, sí, al muchacho, si conocía a alguno
de la casa. El muchacho le dice que sí, que había
estado dos veces con el señor cura en ella y que iría
a avisar de su llegada. Eusebio lo deja hacer y, entretanto, se
sienta con Taydor sobre un banquillo que allí había
entre algunos aperos de labranza.
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Compareció
luego el muchacho con una labradora anciana, seguida de una
agraciada doncella, para ver lo que quería aquel caballero
que les encomendaba el cura por medio del labradorcillo, y viendo a
Eusebio que se le presentaba con modesta afabilidad, le dice con
reportado despejo: ¿Qué se le ofrece a vmd.?
¿En qué podemos servirle? Bienvenido sea; la casa
cual es, la tiene vmd. a su disposición. Deseamos servir a
vmd. y al señor cura que nos da ocasión para ello; la
voluntad quisiera igualar al mérito de vmd. Eusebio hubo de
interrumpir al oficioso cumplimiento que iba largo,
diciéndole que sólo lo habían traído
allí los deseos de hablar con el viejo Eumeno sobre cosa que
le interesaba mucho.
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Venga pues vmd. si
tales son sus deseos, le dice la labradora; y lo lleva a una
estancia donde dos pastores trasquilaban ovejas. Cerca de ellos
estaba el viejo Eumeno sentado, escogiendo la lana que le iba dando
un niño, repartiéndola él entre dos canastos
que tenía al lado de su asiento. La sorpresa de ver a aquel
huésped y en aquella hora, no alteró la afabilidad
del rostro venerable del viejo, a quien condecoraban espesas canas,
blancas cuanto la nieve, y que todavía conservaba en edad
tan avanzada, sin necesitar de apoyo para caminar y sin padecer
notable menoscabo en sus sentidos. La labradora, que era su nuera
más anciana, le presentó a Eusebio, diciéndole
que allí tenía a un caballero que le encomendaba el
señor cura y que deseaba hablarle sobre un negocio de mucha
importancia.
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Eumeno,
oído esto, sin moverse de su asiento, se vuelve a Eusebio y
dice a su nuera que le trajese asiento. Eusebio le responde que
sentía acarrearle aquella molestia en hora tan importuna,
pero que las ansias que tenía de informarse de un tío
suyo, de quien le había dicho el cura que él le
daría cabal razón, lo habían traído
impaciente a su casa. ¿De un tío vuestro?, pregunta
Eumeno, ¿cómo se llamaba ese vuestro tío?
Eugenio Vall... responde Eusebio. El viejo Eumeno, al oír
aquel nombre, se para un poco como suspenso y conmovido; luego
exclama: ¡Oh hijo mío! ¡Qué
conmoción de afectos y de ideas causas en mi pecho! El cielo
te ha traído; ¡ojalá sea para mi consuelo! Mas
dime primero:
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EUMENO.- ¿Cómo te llamas?
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EUSEBIO.- Eusebio M...
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EUMENO.- ¿Eusebio M... hijo de don
Leandro M... y de doña Clara de Vall... de quienes se dijo
que habían naufragado?
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EUSEBIO.- De esos mismos.
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EUMENO.- ¡Oh cielo!, ¿conservasteis
acaso mis días para darme a probar tan grande gozo? Eusebio,
hijo mío, ven acá, deja que te abrace, que te bese y
que desahogue con estas tiernas lágrimas en tu seno el gran
consuelo que me acarreas; deja que te dé una prueba del
grande amor y afecto que debí a tus padres.
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Eusebio, conmovido
del llanto y de las exclamaciones del buen viejo que le
tendía los brazos, se levantó de su asiento para irlo
a abrazar, mezclando sus lágrimas con las de Eumeno que,
estrechándolo a su seno, le decía: ¡Oh mi amado
Eusebio, cuán gran gozo es el mío!,
¡cuán gran gozo es el mío! No puedo
explicártelo sino con llanto. Pero ven acá; trae
aquí tu silla, siéntate junto a mí; mis ansias
no son menores que las tuyas. Dime ahora, pues yo hace años
que no puse los pies en S...
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EUMENO.- ¿Fue falsa según eso la
voz, aunque se dio por cierta, que tú y tus buenos padres
habíais naufragado? ¡Oh cuánto me alegro de
este hallazgo y encuentro para mí tan precioso!, ¿no
naufragasteis, pues, como se decía?
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EUSEBIO.- La voz fue cierta; y naufragó
de hecho el navío en que íbamos a la Florida. Pero la
providencia quiso salvarme a mí solo de las olas por medio
de un marinero que me sacó a la playa de la América,
quedando sin duda anegados mis buenos padres de la borrasca, pues
se rompió el navío y nada más pude saber de
ellos desde entonces.
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EUMENO.- ¡Me consolaba pues demasiado
presto por ellos! ¡Se desvaneció mi temprano gozo,
después que lloré tanto su desgracia que tú
ahora, hijo mío, con nuevo dolor me confirmas! Tengo a lo
menos el consuelo de certificarme que saliste salvo de las olas.
Pero dime, ¿has estado todos estos años en aquellos
países? ¿Ahora solo llegas de aquellas partes? Pues
el traje en que te veo me parece forastero.
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EUSEBIO.- Hace pocos días que
llegué y mi primer cuidado, apenas llegué, fue de
informarme de ese mi amado tío por quien os pregunté.
Mas no habiendo encontrado ninguno en S... que me supiese dar
razón de él, hice tanto que di finalmente con el cura
que me encaminó a vuestra casa, donde tengo al cabo el
indecible contento que me da, no solamente vuestra tierna acogida,
sino también la esperanza que dejaréis satisfechos
mis deseos.
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EUMENO.- ¡Ah! hijo mío,
ojalá yo pudiese satisfacértelos. ¿Pero
quién sabe lo que se hizo ese vuestro buen tío, para
mí siempre respetable? Yo también deseara, cuanto
tú, saber el país en donde mora. Aunque
¡quién podrá saber si vive todavía o si
murió!, ¡ah si yo pudiera reverlo y abrazarlo!
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Eusebio, al
oír esto, no se pudo contener, prorrumpiendo en más
tierno llanto y sollozos. Eumeno, extrañando aquella
novedad, le dijo:
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EUMENO.- ¿Qué es, hijo
mío?, ¿por qué lloras? ¿Es acaso porque
no puedes conocerlo como deseabas?, ¿tanto te interesa saber
de él?
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EUSEBIO.- ¡Oh Eumeno, sé muy bien
que ya no existe en la tierra, pues lo acabo de perder para
siempre!...
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EUMENO.- ¡Oh cielos!, ¿qué
dices?... ¿Lo acabas de perder?, ¿mas cómo lo
has conocido?, ¿en dónde?, ¿cuándo?
Cuéntamelo, hijo mío, pues estas lágrimas que
me saca esa tu infausta noticia, son efecto del amor y del eterno
reconocimiento que debo a su dulce memoria; ni extraño ya
que tú lo llores tanto, si lo llegaste a conocer en vida,
como tuve yo la dicha de conocerlo.
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EUSEBIO.- ¡Oh sí conocí a mi
adorable Hardy! ¡Ah! No sé darle otro nombre que
ése, bajo el cual se me encubrió toda mi vida,
habiéndome sólo descubierto en la hora de la muerte
su verdadero nombre de Eugenio, y el ser mi tío.
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EUMENO.- ¡Cómo, cómo hijo
mío, cuántas cosas me haces saber a un mismo tiempo!
¡Oh día para mí muy dichoso y juntamente
funesto! Pues en el momento en que vas a satisfacer los deseos que
por tantos años alimenté de saber nuevas de mi
venerado don Eugenio, en ese mismo me participas la de su muerte;
no te pese, hijo mío, de explicarme las muchas cosas que me
insinúas. ¿Cómo es que dijiste que lo has
conocido toda tu vida? Antes que tú nacieras ya él se
había ausentado de su patria poco después que
murió su mujer, sin saber ninguno a dónde se hubiese
ido.
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EUSEBIO.- ¿Casado fue Hardy?
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EUMENO.- Sí, hijo, lo estuvo seis
años. Pero dime primero dónde y cómo lo
conociste, pues deseo con ansia el saberlo; yo te contaré
después todo lo que deseares.
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EUSEBIO.- Poco después que el cielo me
sacó de las olas, sirviéndose para ello de marinero
que os dije, me llevaron a Filadelfia dos cuáqueros que nos
recobraron en su granja.
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EUMENO.- Perdona, Eusebio, si te interrumpo;
¿qué vienen a ser esos cuáqueros que dices? No
oí tal nombre en mi vida.
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EUSEBIO.- Llaman así los ingleses a una
secta de hombres que se formó en Inglaterra, de los cuales
se fue gran parte a establecer en la Pensilvania, provincia de la
América, así llamada de Guillermo Penn que la
compró de los indios para que se estableciesen los
cuáqueros de quienes era cabeza. Dos de éstos son los
que os dije que nos dieron asilo en su granja y nos llevaron a la
ciudad de Filadelfia, capital de aquella provincia. Allí,
habiéndome ellos informado de la condición de mis
padres y de su naufragio, quisieron tenerme por hijo, y de hecho me
prohijaron; llamábanse Henrique y Susana Myden. Estos mis
nuevos padres, para mí siempre adorables, queriendo darme
educación, buscaban para ello maestro. Otro cuáquero
amigo suyo, sabiendo sus deseos, les dijo que si querían un
maestro cabal y cual no pudieran encontrar en toda la tierra, que
tomasen a un hombre que ejercía el oficio de cestero en
aquella ciudad, cuya virtud y luces él conocía muy
bien, aunque no sabía de dónde fuese.
Mis padres, fiados
en el dicho de su amigo, lo enviaron a llamar y le propusieron mi
educación; él, oído mi nombre, hizo un vivo
ademán de enternecida sorpresa, que yo entonces no
conocí y que sólo ahora echo de ver lo que
significaba; en fuerza de haber sabido mi nombre y apellido,
condescendió a darme educación con el pacto que
había yo de estar en su casa y de aprender su oficio. Mis
padres desecharon al principio estas condiciones, pero vencidos
finalmente de la fuerza de la virtud que reconocieron en él
y del desinterés de no querer nada por mi educación y
mantenimiento, condescendieron en que me criase como mejor le
pareciese. Siete años estuve con él en su casa, donde
me enseñó el oficio de cestero, la virtud y las
ciencias, hasta que, proporcionándose la ocasión y el
tiempo de venir a España para ver las haciendas que
heredé de mis padres naufragados, quisieron los que me
prohijaron que mi maestro Hardy me acompañase en el
viaje.
Largo fuera
deciros el amor, la ternura, los esmeros y cuidados con que me
educó y con que me trató, antes como tierno padre que
como maestro, no solamente todo aquel tiempo que me tuvo en su
casa, sino también el que duró el viaje que hicimos;
primero a Inglaterra, luego a Francia y finalmente a España,
hasta que, estando para llegar a nuestra patria S... y casi
descubriéndola con los ojos, dimos con una torada que
venía de ella. Desgraciadamente uno de aquellos toros
hirió a un caballo de los cuatro que llevábamos en el
coche, el cual, enfurecido con la herida y asombrando a los
demás, fue causa de que arrebatasen el coche y lo hiciesen
volcar, y de que mi tío Hardy recibiese una fuerte
contusión en el pecho con la caída, de que
murió de allí poco... ¡Ah cómo puedo
renovar tal memoria sin lágrimas!... Antes de expirar en mi
seno me declaró lo que hasta entonces tuvo fortaleza de
ocultarme; que su verdadero nombre no era el de Jorge Hardy, sino
de Eugenio Vall... tío mío y hermano de mi
madre...
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EUMENO.- ¡Oh cielo!, ¡quién
puede oír esto sin lágrimas! ¿Este Jorge Hardy
era don Eugenio y hacía el oficio de cestero en esta ciudad
de la América? ¿No pudiste saber jamás por
qué quiso ocultarse bajo ese nombre?
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EUSEBIO.- No, Eumeno; no lo pude saber, como
tampoco el motivo que tuvo para ausentarse de su patria, ni de las
circunstancias de su vida anterior, si vos no me lo
decís.
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EUMENO.- ¡Hombre verdaderamente admirable!
No extraño, Eusebio, que lo llores tanto, pues yo lo
lloré desde que lo perdí y lo lloraré lo que
me queda de vida, sabiendo de ti que murió. El cielo me ha
privado del indecible gozo que hubiera tenido de volver a verlo,
como lo hubiera visto si hubiese llegado salvo a su patria, pues me
amé siempre mucho. Yo le hice oficio de padre desde que
perdió al suyo en la edad de trece años. Su padre me
lo dejó encargado en el testamento, pues aunque dejó
por albacea a su yerno, don Leandro, tu padre, con quien
había casado poco antes su hija doña Clara Vall... tu
madre, declaró en manda que su hijo don Eugenio quedase
encargado a mi fidelidad, señalándome para esto un
crecido salario.
Acepté de
buena gana este empleo, no tanto por la crecida utilidad, cuanto
por el grande amor que me había siempre merecido don
Eugenio, por sus amables calidades y por el excelente
corazón que prometía la singular virtud en que
creció después, unida a un grande talento, aunque
éste no se manifestase a su exterior afable y algo encogido.
Dio bien sí pruebas de él en los estudios que hizo en
Alcalá, a donde vuestro padre don Leandro lo envió,
dejando atrás a todos sus condiscípulos, así
en las artes liberales, como en las lenguas latina y griega que
aprendió, empleando en sus estudios todos los nueve
años que permaneció en Alcalá. Yo le
cuidé y serví en aquella ciudad todo este tiempo, y
fui testigo de su incansable aplicación y de la vida
ejemplar que llevaba.
Restituyóse
después de acabados sus estudios a S... donde
continué a servirlo, antes como ayo que como criado.
Allí quiso tomar a su cuidado las haciendas, luego que se
acabó el término del arrendamiento a que las dio tu
padre. Era muy aficionado a la labranza e hizo particular estudio
de ella; de modo que a pocos años que las llevaba a su
cuenta, le rituaban otro tanto de lo que le pagaban los
arrendadores. Tu padre le instaba para que se casase y le propuso
de hecho dos partidos; mientras lo deliberaba quiso hacer un viaje
a Cádiz. Allí, habiendo tenido proporción de
conocer a una señora inglesa, que era un ángel en
costumbres y hermosura, se casó con ella y la trajo a S...
donde quiso establecerse.
Tuvo de la misma
dos hijos, que poco después se le murieron; y aunque
sintió sumamente sus muertes, tenía harto motivo de
consuelo en las excelentes prendas de su mujer y en su
cariño pues se amaban tiernísimamente. Sin duda, el
grande amor que la tenía don Eugenio fue la causa principal
de su ruina y de la pobreza a que se vieron expuestos de la noche a
la mañana, a pesar de sus ricas haciendas y motivo tal vez
de que muriese su amada mujer y de que don Eugenio, después
de su muerte, se ausentase para siempre de su patria y de que yo lo
perdiese.
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EUSEBIO.- ¡Mísera condición
de los mortales! ¿Tan desgraciado fue Hardy? Nada me dijo
jamás de tales desgracias. No te pese, Eumeno, de
contármelas por entero; ellas pueden instruirme mucho y
servirán también para admirar más la fortaleza
y virtud de aquella alma adorable.
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EUMENO.-
Vas a oírlas, hijo mío; mas no puedo
renovar sin llanto tales memorias. Cuántas veces le
oí decir que el cielo le había dado la mujer
más amable y cumplida, que su vida era la más
envidiable y que se reputaba muy dichoso. Éralo a la verdad
por el sistema de vida que se había formado: era enemigo del
mundo y de su trato; decía que lo poco que había
estado en él, le bastó para conocer que eran mayores
los disgustos y pesares que se sacaban de conversar con los
hombres, que la pasajera complacencia que se tenía en su
solapada compañía. La que él se había
formado era de pocos amigos y conocidos, los demás
sólo lo eran de sombrero. Con aquéllos empleaba las
tardes que tenía dedicadas al paseo, ahora con uno, ahora
con otro; ya a pie, ya en coche. Las mañanas y noches las
empleaba en el estudio, que decía ser su mayor
pasión.
Los veranos los
pasaba en la villa de C... de donde era, donde daba relaja a sus
estudios con el cuidado del campo y de sus cosechas;
restituyéndose a S... entrado ya el invierno. Pero cuando
menos lo pensaba don Eugenio, echó a tierra la inconstante
fortuna toda su felicidad, haciéndolo de caballero y rico
que antes era, pobre artesano y cestero, como dices que lo
hacía en esa ciudad de la América,
Filadelfia o como se llame, privándolo casi al
mismo tiempo de su amable mujer, que no resistió a la mortal
pesadumbre y tristeza que le dio la desgracia de su buen marido, no
tanto por el estado pobre a que se veía reducida, cuanto
porque de ella fue causa su mismo padre.
Era éste
inglés y se había establecido en Cádiz; y
aunque decían que era de linaje noble, era mercader en
aquella ciudad. No contento de la ganancia que le daba el comercio,
quiso tomar un asiento real, mas como para ello necesitase de
fianza, acudió a su yerno don Eugenio. Éste
hízosela de contado por el buen concepto que tenía de
su suegro, mereciéndolo su notoria honradez, como
también su nombrada dita; ¿mas qué cosa puede
haber segura en la tierra? El naufragio de un navío que iba
ricamente fletado al Perú a cuenta de su suegro, hizo
naufragar también la dicha de don Eugenio, porque en fuerza
de la quiebra que hizo su suegro, no pudiendo satisfacer la deuda
contraída por el rey, los ministros de justicia se echaron
sobre las haciendas del fiador, y sin atención ni
compasión por la antigua nobleza de aquella familia, las
haciendas fueron confiscadas, y luego vendidas.
Don Eugenio se vio
entonces pobre de repente y necesitado a que tu buen padre lo
recogiese en su casa. Si mal no me acuerdo, tú, hijo
mío, naciste en aquel año; te conocí entonces
en la casa de tus padres, a donde pasé con tu tío don
Eugenio y con su mujer, mientras se liquidaban las cuentas del
producto de la venta de las haciendas. Resultando de ellas quedar
don Eugenio acreedor al rey de cuatro mil pesos, se le entregaron
cuando ya su afligidísima mujer, angustiada de la desgracia
y oprimida de la misma, murió, dejando a don Eugenio cual te
puedes figurar con su pérdida; pues casi me atrevo a decir
que le fue más sensible que la de sus haciendas.
Desde entonces ya
no amaneció día sereno para él, evitando hasta
la vista y trato de sus amigos, viviendo siempre en su retiro, las
más veces sobre los libros; los cuales decía que
sólo podían aliviar de algún modo su acerbo
dolor y desconsuelo. Teníame a mí solo por confidente
de sus penas y de las lágrimas que frecuentemente derramaba.
Un día, llamándome en secreto, me dijo: (¡Ah!
pudiese yo acordarme de sus mismas palabras), en fin, me dijo en
substancia que quería aprovecharse de aquella desgracia, que
le había hecho abrir los ojos para conocer al mundo y a sus
vanidades; que para ello había determinado ausentarse para
siempre de su patria e irse a otras tierras donde pudiese llevar
sin testigos de su condición y estado la vida feliz que se
proponía.
Me dijo que me
hacía a mí solo esta confianza, porque con ella
quería darme prueba no sólo del amor que me
tenía, sino también del agradecimiento que
debía a mi amorosa fidelidad en tantos años de
servicio; que para esto me entregaba en sus escasas circunstancias
quinientos pesos, con los cuales y con mis ahorros podía yo
hacerme un honrado establecimiento en el campo, y acrecentarlo con
mi industria. Que a él le quedaba sobrado para poner en
ejecución sus designios y el sistema de vida que se
había propuesto llevar en el estado en que lo había
colocado su desgracia.
Puedes figurarte,
hijo mío, cuál fue mi sentimiento cuando oí
ésta su resolución. No pude contener el llanto en que
prorrumpí, uniendo a él mis ruegos para disuadirle.
Rehusé los quinientos pesos que me ofrecía y que te
aseguro, Eusebio, que hubiera perdido de buena gana, a trueque de
hacerlo mudar de determinación; el mismo sentimiento que
sentía de perderlo para siempre, me incitaba a que hiciese
traición a la confianza que me hizo, comunicando a tu padre
los intentos que llevaba de irse a vivir a otras tierras para que
se lo impidiese. Pero considerando sus fatales circunstancias, que
tu padre no podía aliviar enteramente, atendida su familia,
le guardé el secreto, lo callé con dolor. Él,
firme en su resolución, la puso por obra, con el pretexto de
ir a servir en Francia.
Sin duda fue
allá a aprender el oficio de cestero, pues antes no lo
sabía, y pasó después a ejercitarlo a la
América, donde la providencia te llevó a su casa por
tan extraños caminos. Nada más supimos de él
desde que partió; la primera noticia que recibo es la que
tú me has dado, hijo mío, aunque junta con la funesta
de su muerte, que es para mí muy sensible. A él y a
tu padre debo estos bienes que todavía gozo, y que me hacen
muy llevadera mi vejez en el seno de mi familia. ¡Oh, si lo
hubiese podido ver aquí, como te veo a ti hijo mío!
Temo que hubiera muerto de gozo. Yo no cesaría de hablar de
él, pero su muerte desgraciada me trae a la memoria lo que
me insinuaste sobre el pleito que te puso tu tío don
Gerónimo. ¿Pues qué, se halla éste en
S...?
|
EUSEBIO.- Vino del Perú para ponerme
pleito.
|
EUMENO.- Sabía que estaba allá en
las Indias; partió un año antes que tus buenos padres
fuesen a la Florida para perecer tan desgraciadamente como
perecieron. ¿Pero qué pretende tu tío don
Gerónimo si es el último de los hermanos?
¿Murió por ventura don Isidoro? ¿De los siete
hermanos que fueron quedaban esos dos solos?
|
EUSEBIO.- Estas son las primeras noticias que
tengo de mi familia; ni sabía que tuviese otro tío
fuera de don Gerónimo por lo mismo no sé deciros si
vive o murió don Isidoro. ¿Vivía por ventura
en S...?
|
EUMENO.- Hace muchos años que se
ausentó de esa ciudad por casarse con una labradora de quien
se había enamorado. Lo que habiendo penetrado su padre y
hermanos, trataban de hacerlo poner en un castillo para que no
pudiese efectuar el casamiento Sabido esto por Isidoro,
mostró deseos de ir a servir a Nápoles. Todos
creyeron que lo dijese de veras y lo proveyeron con gran contento
para el viaje. Púsose de hecho en camino, pero se supo
después que en vez de seguirlo torció para la villa
de C... donde vivía la labradora, y se casó con ella.
No se pudo saber después a donde fuese a vivir con la misma;
pero tampoco se tuvo noticia de su muerte.
|
EUSEBIO.- ¡Qué ideas me
renováis, Eumeno, con ese casamiento! ¿Tío
mío era ese don Isidoro?
|
EUMENO.- ¿Pues qué, lo has
conocido también en la América, como conociste a tu
buen tío don Eugenio?
|
EUSEBIO.- No es eso lo que me causa tan tierna
sorpresa, sino el reconocer ahora a ese mi tío don Isidoro
en otro Isidoro de quien me hizo Hardy, siendo yo muchacho, la
mismísima relación que vos acabáis de hacerme
y que no pude olvidar jamás. No me queda la menor duda que
es él mismo, pues con los mismos pelos y señales me
contó Hardy su casamiento, los estorbos de sus parientes y
la traza que le dio él mismo de fingir querer ir a
Nápoles para que pudiese efectuarlo mejor. Aún me
acuerdo de la ciudad a donde me dijo que se fue a vivir con su
mujer y la dichosa vida que llevaba con ella. Él es,
él es, no hay duda; aunque el buen Hardy me ocultó
que fuese ese Isidoro tío mío, llamándolo su
amigo. Me bastan las luces que me habéis dado para
certificarme sobre ello, pues se me acuerda muy bien que fue M...
la ciudad a donde me dijo que se fue a vivir con su mujer, y que
allí cerca compró algunos campos, donde pasaba sus
días en envidiable tranquilidad. ¡Oh Eumeno,
cuán preciosas noticias me habéis dado! Mi alma
rebosa de gratitud y de consuelo.
|
EUMENO.- No te lo debo menos, hijo mío,
por las que tú me acabas de dar también. Pero es ya
hora que vayamos a cenar, y aunque todos los objetos respiren
pobreza, créeme, Eusebio, que es muy rica la voluntad de
hacerte dueño de estos mis cortos bienes.
|
Esto decía
el viejo Eumeno, levantado ya de su asiento, teniendo asido de la
mano a Eusebio. Así se encaminó con él hacia
otro cuarto, donde había una larga mesa aparejada para doce
personas, que poco a poco fueron llegando; eran todos hijos y
nietos del viejo Eumeno, el cual iba dando razón de todos
ellos a Eusebio de su edad, de sus casamientos, del modo como se
había establecido en aquel sitio y cómo Dios
había bendecido su industria y su familia, por haber seguido
el consejo de don Eugenio, en quien recayó otra vez la
conversación, deseando informarse el viejo de la casa que
tenía en Filadelfia y del oficio de cestero que allí
hacía, y con otras particularidades que se llevaron todo el
tiempo de la cena hasta que, avisados del movimiento de los que se
levantaban de la mesa que era tiempo de irse a descansar de sus
fatigas, desistieron en sus discursos y dieron las buenas noches
para ir a dormir.
|
Informado Eusebio
de lo que tanto deseaba saber y cansado del largo viaje que
había hecho aquella tarde, durmió descansadamente en
la cama mejor que le pudo dar el viejo Eumeno. Al día
siguiente, como lo despertasen el canto de las aves y los balidos
de los corderos y ovejas que parecían salir de la majada
para ir al pasto, se levanta inmediatamente impelido del deseo de
disfrutar la deliciosa vista que se prometía, según
la ventajosa idea que se había formado la tarde antes de
aquel ameno valle y sitio cuando entraba en él al anochecer.
Abierta apenas la ventana, su alma y sentidos quedan enajenados de
la deliciosa vista de todos aquellos objetos que componían
tan venturoso Elíseo.
|
El sol, que
entonces despuntaba entre dos lejanos oteros, doraba con sus
oblicuos resplandores toda aquella verdura. El blando
céfiro, cargado de los perfumes de las flores y yerbas
olorosas de aquellos pastos, embalsamaba el ambiente, dando suave
movimiento a los árboles que poblaban aquel ancho prado y
que se levantaban sobre los oteros, con quienes hacían una
frondosa corona en torno de la habitación de Eumeno. Entre
todos aquellos verdes montecillos era el privilegiado de los
caprichosos esmeros de la naturaleza el que daba en la frente de la
ventana a que se había asomado Eusebio, y que estaba
más vecino a la casa. En su repecho tomaba origen el
bullicioso arroyo que la tarde antes había enamorado los
sentidos de Eusebio, mientras huían sus cristalinas aguas a
saltos por lo largo de la quebrada entre las viciosas yerbas que
fertilizaba.
|
Veía ahora
allí en su origen la fuente, apenas salida de las
entrañas del otero, precipitarse sobre las peñas para
llegar al herboso prado, donde a corto trecho se dividían
sus aguas en dos ramos en torno de la casa, a la sombra de los
árboles del prado, entre los cuales corrían con manso
murmullo. Salía también entonces el ganado de la
majada, haciendo resonar aquel frondoso valle con sus balidos, que
unidos al susurro de la fuente y al vario canto de las aves que
anidaban en las vecinas arboledas, formaban una hechicera
armonía y vista a los ojos y oídos del encantado
Eusebio. Acabólo de enajenar enteramente el eco suave del
caramillo, que a pocos pasos comenzó a sonar un joven
pastor, nieto de Eumeno, que en compañía de una
hermosa zagala, hermana suya, llevaba al pasto las ovejas.
|
A vista de todos
aquellos deliciosos objetos, que conmovieron sumamente la tierna
sensibilidad de su corazón, no pudo contenerse Eusebio sin
proferir en voz alta desde la misma ventana:
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O bona pastorum, si quis non pauperis
usum |
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Mente prius docta fastidiat, et probet
illis, |
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Omnia luxurioe pretiis incognitia curis, |
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Quoe lacerant avidas inimico pectore
mentes! |
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Dicho esto, se
sale del cuarto para ir a gozar más abiertamente aquella
hermosura. Estando ya abajo, se encuentra con una de las nietas de
Eumeno, a la cual preguntó por el viejo. Ella lo
acompañó a la estancia donde trasquilaban la noche
antes y donde lo halló empleado en el mismo oficio.
Hiciéronse mutuamente sus cariñosos cumplidos.
Satisfechos éstos, díjole Eusebio que deseaba ir a
gozar la vista del valle que lo había enamorado, lo que
haría con su beneplácito antes de partir.
¿Antes de partir?, dijo Eumeno; de aquí no se parte
tan presto. Iremos a ver lo que deseas; pero antes vamos a tomar
nuestro desayuno, que nos espera.
|
Condescendió Eusebio con la oficiosa voluntad del viejo, que
se levantó inmediatamente para ir con Eusebio a desayunarse,
despertándolo el robusto Eumeno las ganas de probar aquellos
groseros manjares, a los cuales Eusebio no estaba acostumbrado,
especialmente tan de mañana. Acabado el desayuno,
hízole ver el viejo toda su casa; acompañábalo
él mismo, permitiéndoselo la robustez que conservaba
en tan avanzada edad. Al paso que fue creciendo su familia, fue
añadiendo habitación a la primera que hizo edificar
él mismo cuando se estableció en aquel sitio.
Dilató al mismo tiempo las majadas al paso que iban
acrecentándose sus ganados, compuestos entonces de
quinientas cabezas.
|
Contábale
el viejo haberse establecido allí por sugerimiento de don
Eugenio, antes que se ausentase de España, cuando lo
obligó a tomar los quinientos pesos que le ofrecía,
diciéndole que con aquéllos y con lo que había
ganado en el servicio de su casa podría formarse un dichoso
establecimiento si limitaba sus pensamientos a los bienes del
campo, donde sería rey de su familia, lejos de la vista de
objetos que pudiesen deslumbrar a sus deseos. Esto iba contando el
viejo a Eusebio, mientras se encaminaba con él hacia la
fuente, junto a la cual se sentaron a la sombra de la mucha y
espesa verdura que la cubría. Manaba ella de la hendidura de
una peña viva, de cuya fértil cima caían
pendientes las dilatadas ramas de los diversos arbustos y floridas
yerbas que la humedad fecundaba, y que parecían servir a la
peña de brutesca guirnalda. Precipitábanse las
cristalinas aguas sobre el pardo repecho, a cuyo pie las
recibía un remanso bastante espacioso formado también
en la roca. Contábanse en su somero y claro fondo las chinas
que se desprendían con las aguas. Salían éstas
inmediatamente del lleno remanso para ir a dar en el valle el
tributo de su saludable fertilidad al rey Eumeno que las
poseía.
|
El corazón
de Eusebio rebosaba, a su vista y sombra, de delicioso consuelo,
experimentando en todos aquellos amenos objetos los efectos
venturosos de los sabios consejos de Hardy, como Eumeno le
decía. Infería al mismo tiempo que ya entonces estaba
formada su alma a los preceptos de la sabiduría, en que lo
procuró educar después, y, que la desgracia de la
pérdida de sus haciendas fue para él la rotura de las
cadenas que tenían sujeta su alma grande y sublime a la
opinión y vanidades del mundo; que, exenta entonces de los
estorbos y respetos de la conveniencia y de sus inevitables
sujeciones a la sociedad, voló en pos de su suspirada,
despojándose hasta de su mismo nombre y apellido para poder
entregarse todo entero a las máximas y consejos de la
filosofía, y gozar en su ejercicio la dicha desconocida, que
sólo deja probar la virtud a los que la profesan en el
sagrario de la tranquilidad y paz del alma.
|
Sobre esto hablaba
Eusebio con Eumeno, en fuerza de los afectos e ideas que le
excitó él mismo cuando le dijo haberse establecido en
aquel sitio por sugerimiento de Hardy. No entendía Eumeno la
sublimidad del discurso de Eusebio. Tranquilidad, virtud, libertad,
sabiduría, eran nombres que para él poco o nada
significaban. Gustaba materialmente los efectos de su dichoso
estado sin conocerlos ni saborearlos. Era, sin embargo, venturoso
porque no era desdichado, porque no experimentaba en aquellos puros
bienes que poseía los disgustos, las desazones, las
molestias y el descontento que huyen de las frondosas y amenas
soledades para meterse en los poblados, donde agitan con sus
estímulos a la vanidad, a la ambición y codicia de
los pechos humanos entre el bullicio y tumulto de la gente y de sus
engaños.
|
Creció la
complacencia de Eusebio después que, habiendo descansado a
la sombra y murmullo de la fuente, lo llevó Eumeno a la cima
de uno de aquellos oteros que señoreaba a todo aquel valle
circular. Ni se saciaba de contemplar aquel gracioso teatro de la
naturaleza, pareciéndole que aquellos humildes collados que
lo cerraban por todas partes formasen las gradas, que los
árboles que los cubrían con su sombra fuesen los
mirones, y la casa de Eumeno el objeto de la animada
representación que les daba aquella venturosa familia de
pastores. Avivó más esta idea la vista de los tiernos
corderos que habían quedado en la majada y que salían
entonces a pacer las yerbas y flores de aquel prado, capitaneados
de un zagalillo, biznieto del viejo Eumeno, que lo llamó
para hacérselo conocer a Eusebio.
|
Mas no
respondiendo el avergonzado niño a las preguntas que Eusebio
le hacía, para sacarlos de aquel embarazo, le entregó
algunas monedas de plata que llevaba, y que apretándolas el
muchachuelo en la mano, se fue corriendo a contarlas entre sus
corderillos. No sabiendo desprenderse Eusebio de la vista de aquel
variado y frondoso anfiteatro, ni del otero en que se hallaba,
donde la espesura de las copas de los árboles
impedían la entrada a los rayos del sol avanzando en su
carrera, rogó a Eumeno que se sentase allí sobre la
olorosa yerba, para poder disfrutar a su satisfacción de
aquella vista encantadora. Convidábalo a más de esto
el fresco aliento del céfiro, que lo regalaba y que excitaba
una suave conmoción en sus sentidos.
|
Gustaba el buen
viejo de la complacencia que manifestaba tener Eusebio en aquel
sitio, y volvió a darle materia para extenderse en las
alabanzas de Hardy. Ensalzaba Eusebio sus heroicos sentimientos y
el sublime señorío que había llegado a
conseguir de sus pasiones; encarecía la excelsa serenidad de
su grande alma en todos los siniestros accidentes de la tierra, en
la cual vivía como una divinidad escondida bajo el exterior
y común velo a los ojos de los hombres; que miraba la
fortuna, las grandezas y honores con la misma indiferencia con que
miraba no sólo a todas las otras cosas, sino también
a la misma muerte, que ni ansiaba ni temía.
|
Contábale
la magnanimidad de su corazón en los diversos lances y
desgracias que les acontecieron en el viaje, así de su
prisión en Londres como del arresto de los vivareses.
Pintábale la serenidad que conservaba siempre su alma en los
peligros mismos. Las vistas de su singular prudencia y
discreción, unidas a una bondad adorable que alimentaba en
su corazón los más tiernos sentimientos de humanidad,
de compasión y de beneficencia. Que no había visto
jamás en él, en tantos años que lo
traté, ningún transporte, ningún
ademán, ni aun repentino, de cólera,
habiéndole dado el mismo Eusebio tantas ocasiones para ello.
Que se mostró siempre el mismo a los ojos de los hombres
como a las paredes de su casa, siempre igual, siempre sereno en
cualesquiera accidentes que le aconteciesen, pareciendo que su alma
fuese en todos ellos insensible.
|
Que en todas las
ocasiones lo había visto dueño de sí mismo y
de todas sus acciones, sin que jamás reputase extraña
ninguna cosa que le sucediese, como si previese que le había
de suceder. Que no manifestaba tampoco a los que no lo
conocían la sublimidad de sus sentimientos y de su virtud,
hecho superior a la opinión y concepto que pudiesen formar
de él los otros, mirando con los mismos ojos sus alabanzas
que sus vituperios. Que jamás dejaba asomar a su rostro
señal alguna de dolor, de tristeza o de abatimiento.
Echábase de ver en todo lo que hacía o decía
la suma moderación que lo regulaba. Que usaba con la misma
facilidad y sencillez de las comodidades que se le presentaban,
como de las cosas desabridas y desagradables, pudiéndose
decir de él lo que antiguamente se decía de
Sócrates, que con el mismo ánimo gozaba y dejaba de
gozar las cosas, que la mayor parte de los hombres echaban menos
con tristeza si no las tenían, o que no sabían
disfrutarlas sin vanidad y sin exceso de pasión si llegaban
a poseerlas.
|
No hubiera
desistido Eusebio de decir, ni Eumeno de oír con
admiración, los elogios de Hardy a la sombra amena de aquel
otero, si no los hubiese interrumpido el mismo niño a quien
Eusebio había regalado, diciéndoles que lo enviaba su
abuela para avisarles que los esperaba la comida.
Encamináronse entonces a la casa y a la estancia en que
estaba preparada la mesa, donde se hallaba ya unida la numerosa
familia de Eumeno. La comida fue abundante y propia de un pastor
rico que trataba a un distinguido huésped. Pero Eusebio
alimentaba más su alma con la complacencia de ver la dichosa
unión y paz que reinaba en el seno de aquella familia, que
de los sazonados manjares que le servían. Hardy continuaba a
ser el objeto de sus discursos, y su prisión en Londres y en
el Vivarais, que había insinuado Eusebio mientras
hacía en el otero el elogio de las virtudes de Hardy.
|
Satisfizo Eusebio
a los deseos que había manifestado el viejo Eumeno de
oírlas, durando su relación, con enternecimiento de
todas aquellas buenas mujeres que la oían, hasta mucho
después de acabada la comida, sin saber desprenderse de sus
labios. Mas Eusebio, haciéndose ya tarde para volver a la
villa de donde había salido, comenzó a despedirse con
sentimiento de Eumeno, que hubiera querido tener más tiempo
a Eusebio en su casa, haciéndole enternecidas instancias
para que se quedase a lo menos aquella noche. Pero
excusándose Eusebio con los quehaceres que tenía en
S... hubo de ceder el buen viejo, que renovó sus
lágrimas en los abrazos de Eusebio, y éste con las
suyas el agradecimiento que conservaría toda su vida a las
preciosas noticias que le había dado y a la oficiosa
voluntad con que lo había recibido.
|
Rebosaba de
complacencia y de consuelo el corazón de Eusebio, satisfecho
de las luces que le acababa de dar el viejo, así sobre Hardy
como sobre su familia, encaminándose con Taydor y con el
labradorcillo que le había servido de guía, a quien
remuneró generosamente su servido. Igual agradecimiento
manifestó al cura por el feliz indicio que le había
dado de Eumeno, y sin detenerse volvió a S... donde lo
esperaba Altano impaciente por su tardanza y no menos
solícito por ella, por cuanto Eusebio le previno que
llegaría el día antes, ajeno al hallazgo del viejo
que fue causa de su detención. Luego que Altano lo vio
comparecer le dijo muy afanado:
|
ALTANO.- A la verdad, mi señor don
Eusebio, que iba pensando ya en hacer decir una misa a las almas
por el feliz retorno de vmd. Jamás he tenido tantos temores
por su vida cuanto después que llegamos a S...
|
EUSEBIO.- Bueno está eso;
¡temores!, ¿y de qué?
|
ALTANO.- Qué sé yo, señor.
Ese pleito, ese tío de vmd. que si no le fuese tío ya
le hubiera calzado un epíteto como para él; todo, en
fin, me hacía temer de algún desastre.
|
EUSEBIO.- Muy bendito eres, Altano. ¿Que
desastre había de suceder?
|
ALTANO.- Pues qué, ¿fuera el
primero que sucediera en pleitos semejantes? Quién tal mal
quiere a vmd. ¿no pudiera servirse de un carabinazo de tras
mata, o cosa tal? A buena cuenta, yo voy siempre alerta y
prevenido, y la barba cabellera del hombro desde que oí
decir que va mi nombre en letras mayúsculas en boca de los
abogados.
|
EUSEBIO.- Si esas letras mayúsculas
fueran del tamaño de guindas, harto que hacer les
darían el llevarlas en la boca.
|
ALTANO.- Sean del tamaño que quieran, las
habrán de engullir los abogados adversarios. ¡Hay
maldad como ella, mi señor don Eusebio, tachar de impostura
el naufragio, y a nosotros de impostores como si fuéramos
unos arbolarios o trueca borricas!
|
EUSEBIO.- Van consiguientes en ello, porque si
es impostura el naufragio, somos impostores los que lo
fingimos.
|
ALTANO.- ¿Y con esa buena flema toma vmd.
el pleito? ¡Adiós pleito mío! Hágase de
miel y verá como lo paran las avispas. ¿Mas no le
parece a vmd. que el desmentirnos tan descaradamente es una maldad
propia de gitanos?
|
EUSEBIO.- No por cierto, esas son tretas que les
sugiere su ingenio; toca a los nuestros rebatirlas.
|
ALTANO.- Por vida mía que quisiera ser
abogado de vmd. en ese pleito, ya que se usan tretas tales; a buen
seguro que acabara presto con él.
|
EUSEBIO.- Veamos lo que te sugiriera el
ingenio.
|
ALTANO.- ¡Qué ingenio,
señor! Con los bellacos que así nos mienten en las
barbas, la más acertada razón es el porrazo,
dé donde diere.
|
EUSEBIO.- Ya me temía que salieses con
una de las tuyas.
|
ALTANO.- |
|
No es una de las mías, sino
ingeniosa treta de Nuño de Argena, que dice:
|
|
A quien te miente en bigotes, |
|
|
|
Santígualo con un palo; |
|
|
|
A razón de galeotes... |
|
|
¡Pesia tal! que a lo mejor se
me voló de la memoria lo demás de este lindo
soneto.
|
|
|
EUSEBIO.- ¡Lindo soneto es ése por
cierto!
|
ALTANO.- Si se me acordase todo, viera vmd. si
es lindo o no, y cuán pintado venía para el caso.
|
EUSEBIO.- Acabemos, Altano, pues si no tienes
más gracias que esas, vale más que calles.
|
ALTANO.- ¿Pues qué, consiste
sólo el chiste en hacer reír ensartando refranes de
villanos? Si por mi dicha no hubiera estado ausente de Triana por
tantos años, viera vmd. que no anduvieron escasos en la sal
en mi bautismo.
|
EUSEBIO.- Vamos a lo que importa. ¿Estuvo
don Eugenio de Arq...?
|
ALTANO.- Poco antes que vmd. llegase estuvo por
la segunda vez, y creo que llevase entre cejas la misma
devoción que yo, o cosa semejante a la de la misa de las
almas.
|
EUSEBIO.- Ve pues a darle aviso de mi
llegada.
|
Era este don
Eugenio de, Arq... un caballero joven de S... casi de la misma edad
de Eusebio, de amables prendas y costumbres, y de ingenio
aventajado, a quien don Fernando el de Trujillo, marido de
Gabriela, había encomendado a Eusebio; poco después
de su arribo a S... Eusebio, reconociendo en él semejanza de
genio y de bondad igual a la suya, trabó con él
estrecha amistad, que suplió en parte a la pérdida de
Hardy y contribuyó para aliviarle el dolor y desconsuelo que
por ella fomentaba. Un verdadero amigo es un tesoro. Eusebio lo
encontró en el ánimo de don Eugenio.
Concurrían dichosamente en entrambos todas las calidades de
igualdad de estado, de edad, de inclinación y genio, sin las
cuales rara vez se forma una amistad firme y sincera. El uno no
podía estar sin el otro, sin que desahogasen la ternura y
confianza de sus sentidos y afectos, comunicándose
especialmente las producciones de su estudio, el cual era la mayor
pasión de entrambos.
|
Había ya
formado Eusebio el sistema de vida que había de llevar en
S... el tiempo que en ella se detuviese. Como no podía
dedicarse al cuidado de sus haciendas, embargadas por el pleito, y
amaba más la tranquilidad del retiro que la
disipación del trato, a fin de evitar el ocio, insensible
carcoma de los ánimos deshacendados, se entregó
enteramente al estudio de las bellas letras. A ellas se inclinaba
su genio más que a ninguna otra ciencia, no
habiéndolo aficionado Hardy a ninguna en particular. Ellas
de hecho son el estudio más fácil, más
agradable y ameno para el ingenio, y de más universal
extensión. Ellas pulen y cultivan el entendimiento y son las
que más lo recrean y amenizan. Sin ellas todas las
demás ciencias parecen estériles, duras y
desapacibles. Ellas forman el criterio, afinan el juicio y apuran
el buen gusto de un escritor, y son las que dan primor y
armonía a su estilo. Sin ellas no hay saber, ni se puede
escribir una llana que agrade, un período que llene
enteramente o que apague la satisfacción de un lector
delicado. Sin ellas muchos grandes ingenios dejan perecer en la
estrechez de sus retretes sus vastas ideas y erudición, por
no saber producirlas, o si las producen, hácenlo sin
elegancia o con estilo ingrato. Ellas son el preludio de todas las
demás ciencias, que reciben de ellas alma, vigor y
decoro.
|
Como Eusebio
había dejado en París los cajones de libros que
compró en Inglaterra y en Francia, de las mejores ediciones
griegas y latinas, en que empleó bastante suma, se
valió de la tardanza de su llegada para dedicarse al estudio
de la lengua española y purificarla de los resabios que
hubiese podido contraer de las otras lenguas extranjeras que
hablaba y que sabía. Estaba a más de esto persuadido
que la lengua familiar y de trato, no bastaba para formar el estilo
de un escritor, pues por humilde que sea el estilo, necesita de
cierta intrínseca sublimidad que no se adquiere con la sola
habla.
|
Muchos hay que
hablan excelentemente su lengua y que, sin embargo, no saben
escribirla. Parece que la pluma zabulle en el tintero todas las
gracias y pureza de su elocución.
|
Para esto, y para
satisfacer también los deseos que tenía de leer los
poetas españoles que hasta entonces no había
leído, resolvió comenzar por ellos su estudio. Hizo
en poco tiempo una numerosa colección de ellos, de que tuvo
motivo de arrepentirse luego que comenzó a leerlos, sin
poder pasar adelante en la lectura por estar llenos de pensamientos
bajos, insulsos y triviales, vaciados en estilo semejante, y que
fuera del número de las sílabas, nada tenía de
poético, a pesar de la versificación. Otros de estilo
hinchado y extravagante, que se levantaban en vuelo de abutarda
hasta los nublados, con que hacían los autores alarde de
ingenio antes que de poesía. Romances, letrillas, silvas,
jácaras, sonetos: todo hojarasca que destinó para el
fuego.
|
Sin embargo,
escogió lo que le pareció lo más selecto. En
él dio el primer lugar en poesía a los dos
Argensolas, así por su cultura y sublimidad de estilo como
por la viveza y gracia de sus imágenes y pinturas
poéticas. El segundo lugar lo mereció Garcilaso; el
tercero Fray Luis de León, a quien hubiera antepuesto
Herrera si hubiese acabado de limar él mismo sus
poesías; luego a Villegas en el estilo ameno; y así
de los demás poetas que merecían este nombre en su
concepto. Hizo también lo mismo en las comedias,
sirviéndose para ello del parecer de su amigo don Eugenio,
de cuyo criterio y gusto se fiaba. No podía comprender
Eusebio cómo, siendo la lengua española tan grave y
majestuosa, y por consiguiente tan propia de la tragedia, de la
epopeya y de la oratoria, no tuviesen los españoles ni un
solo modelo de ellas.
|
Don Eugenio, que
estaba muy mal avenido con la filosofía aristotélica,
decía haber sido ella la causa; porque habiendo corrompido
el gusto y el criterio de los ingenios españoles, los
había hecho sofísticos, disputadores y agudos, pero
en agudezas insulsas y bajas, apartándolos insensiblemente
de la noble y sublime majestad que desdeña abatirse a formar
los hicocervos y sutiles blictirés de que se alimenta
aquella bárbara filosofía. Igual separación
hicieron después entre los dos de los escritores en prosa.
Dieron el primer lugar en la elegancia y cultura de estilo a la
primera parte del Lazarillo de Tormes, la segunda quedaba
a su gusto muy ofuscada con las ovaciones de los atunes. Las
novelas de Cervantes merecieron en su concepto ser preferidas al
Don Quijote, y La República Literaria de Saavedra a
todas sus demás obras. A éstas anteponían las
jocosas de Quevedo, y a todas las serias de Quevedo, el
Guzmán de Alfarache, de quien decía don
Eugenio que ninguno había escrito en su lengua con mayor
ingeniosidad, prescindiendo de la invención y tejido de su
romance. También tuvieron su lugar los escritores
ascéticos, entre los cuales sobresalían Fray Luis de
León, Granada, Ribadeneira, Santa Teresa y algunos otros
entre los infinitos que no cesaban de cansar las prensas
españolas con estilos indignos de la sublime materia de que
trataban. Unos y otros, pues, de los escogidos servían de
modelos a la aplicación de Eusebio, y lo incitaban a
ejercitar el estilo para interpolar con mayor provecho su lectura.
Hacía algunas composiciones, ya en prosa, ya en verso, para
que pudiesen empeñarlo con gusto en su retiro; pues sin este
vivo empeño, no es posible que persevere el ánimo,
mucho menos de un joven caballero sin ocupación, apartado
del trato y del bullicio del mundo.
|
Las tardes las
empleaba para alivio de su aplicación en el paseo, que unas
veces lo hacía en coche, otras a pie, casi siempre en
compañía de don Eugenio de Arq... y con alguno de sus
más estimados conocidos, por serlo ellos de don Eugenio.
Éstos se reducían a cinco: uno de ellos era otro
joven caballero pobre, a quien Eusebio socorría por su
grande ingenio y aplicación. Era el otro rico hidalgo amigo
de letras, y tres eclesiásticos, hombres muy eruditos y de
gusto. A todos ellos les tenía Eusebio cubierto dispuesto en
su mesa, dejándoles la libertad de venir a ella todos los
días que gustasen. Con ellos tenía también sus
juntas amigables y sus honestos divertimientos, con que fomentaban
a un mismo tiempo su aplicación al estudio, ejercitaban su
gusto y criterio en el estilo.
|
Uno de sus
entretenimientos amigables era el sacrificio que hacían a
las Musas un día cada mes. Fue especie y sugerimiento de don
Eugenio de Arq... que todos aprobaron. Solemnizábanlo con
banquete en casa de Eusebio. Tenían antes su junta general
en el jardín de la misma casa a la sombra de dos altos
cerezos. Leíanse allí las composiciones
poéticas, que cada cual traía trabajadas al asunto
que cada uno elegía. Después del banquete celebraban
el sacrificio a las Musas de esta manera. Cada uno tomaba un
hacecillo de sarmientos, que estaban ya prevenidos a este fin, y
con paso mesurado y procesional, lo iban a poner debajo de unas
parrillas de hierro que había hecho poner don Eugenio en un
rincón del jardín. El que hacía de cabeza de
la junta en aquel día, a quien llamaban el Corifeo, llevaba
en vez del hacecillo un tomo aristotélico que iba a colocar
sobre las parrillas. Él mismo era a quien tocaba sacar fuego
puro del pedernal y con él encendía los hacecillos,
entonando todos al son de dos vihuelas, punteadas de dos ciegos,
las siguientes estrofas:
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CORO
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Estrofa I
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Halle a Febo propicio, |
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Y a vosotras, oh diosas |
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Del Helicano asiento, |
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Aqueste sacrificio, |
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Otros colmen de rosas, |
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De mirto y de azahares |
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Vuestros sacros altares, |
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Y sahumen al viento |
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De estoraque sabeo: |
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Mas digna ofrenda os da nuestro
deseo. |
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Antistrofa I
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En vuestro honor purgamos, |
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De su estéril maleza, |
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El campo del Liceo. |
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De sus torcidos ramos |
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Cederá la esperanza |
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A la apolínea planta, |
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Que en Cirra se levanta: |
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Purgará nuestro aseo |
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Al establo de Augía: |
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Vana, oh Diosas, no hagáis
nuestra porfía. |
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Estrofa II
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Devore el fuego sacro, |
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Que enciende nuestro culto, |
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Y cebe sus vellones |
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En ese simulacro, |
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Tronco deforme e inculto, |
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Que asombró al
Peripato. |
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¿Qué res del mejor
hato, |
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Ni qué más gratos
dones |
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Pueden con mano pura, |
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Presentaros el gusto y la
cultura? |
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Antistrofa II
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La enturbiada pureza |
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De la Parnasia fuente, |
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Que antes clara corría, |
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Recobre su limpieza, |
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Y vaya en su corriente |
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A regar nuevas flores, |
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Dignas de los honores |
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De febea armonía. |
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El desmontado suelo |
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Aire puro respire a mejor
cielo. |
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Acabado el
sacrificio, volvían a sentarse todos a la sombra de los
cerezos, donde cada uno entregaba al Corifeo la composición
que había leído por la mañana. Era incumbencia
suya examinar, notar y corregir los defectos que encontraba en las
composiciones, dándosele para ello todo el tiempo que
quedaba hasta la otra junta mensual, en la cual se mudaba por turno
el Corifeo. Esto contribuía, así para que todos se
mirasen más en lo que trabajaban, como también para
que ejercitasen su criterio y juicio. Ponía fin un decente
refresco a esta útil y gustosa academia.
|
Estos honestos
solaces no disipaban los sentimientos de la virtud y de la
religión de Eusebio. Hicieron una impresión indeleble
en su ánimo la enseñanza de Hardy, sus ejemplos y
consejos; especialmente los que le dio en su muerte sobre la
religión en que lo había instruido y que le
dejó tan encomendada. Ésta ocupó desde
entonces el primer lugar en el sistema de vida que se había
formado. Tenía dedicados sus días para el
cumplimiento de sus sagradas obligaciones. A la lectura de los
filósofos sustituyó la del Evangelio, como se lo
había insinuado Hardy. Cada día leía
indefectiblemente un pedazo y los consejos que encontraba eran el
ejercicio en aquel día de su virtud y de sus sentimientos,
que con ella se fortalecían.
|
El cura de la
parroquia en que vivía era su limosnero; rehusaba hacer
limosna por sí a los pordioseros que se la pedían.
Temía fomentar su ociosidad y holgazanería. Algunas
veces no podían resistir sus ojos y oídos a la
lacería y lamentos de los miserables que lo importunaban; y
aunque entonces los socorría, las más veces los
remitía al cura, a quien tenía dado encargo para que
le trajese la nota de los artesanos pobres que caían
enfermos y de los que se hallaban sin trabajo. El caso de Pablo
Robert en Filadelfia y de la tierna conmoción que
causó en su alma el reconocimiento de su mujer Mally, hizo
sobrada impresión en su memoria para que la olvidase, aunque
después de tantos años.
|
Los casamientos
eran otro objeto de su piadosa y cristiana beneficencia.
Complacíase de hacer algunas veces de padrino a quien se lo
pedía. Llevaba anejo este caritativo favor el otro del dote
que hacía a la doncella pobre que se casaba. Por dos veces
le aconteció poner tienda de planta a los desposados,
abasteciéndolos de todo el ajuar y menage; mas esto lo
hacía a título de generoso préstamo y con la
condición que debían restituirle un tanto al mes de
la ganancia que sacaban, hasta extinguir la deuda. Así
podía proporcionar los medios a la industria y trabajo de
los pobres para que se ganasen honradamente su sustento, y recobrar
sin apremio de los mismos lo que les prestaba, para ayudar con
aquel caudal a otros menesterosos, sin exceder los límites
de su posibilidad y de una juiciosa y humana beneficencia.
|
Muy ajeno estaba
el noble y superior corazón de Eusebio de hacer vano alarde
y ostentación de estas cosas; no podían sin embargo
quedar ocultos los efectos de su piedad y humanidad generosa. Toda
la ciudad hablaba de ellos. Sus prendas, su cultura, su
moderación, su afabilidad, eran con este motivo la materia
de los discursos de la gente, así pobre como rica. Cuanto
menos lo veían comparecer en las visitas y públicos
divertimientos, tanto más se hacía de desear y se
complacían con su amable trato y presencia los pocos que lo
disfrutaban.
|
Acrecentaba mucho
más a su concepto la fama que cundía de la cultura de
su ingenio, de sus letras, de su erudición, del conocimiento
de las lenguas sabias y de las europeas que poseía; sus
muchas luces adquiridas en los viajes y que daban tan grande realce
a su virtud y piedad, que le granjeaban la universal
estimación. Mas como estas mismas prendas y sus alabanzas no
podían ir exentas al mismo tiempo de envidia, procuraba
ésta denigrarlas y apagar por todas vías la luz que
resplandecía, para no sentir ella tanto menoscabo en su
oscuridad y malicia. Ni paró la misma hasta que no
encontró medio para encarnizar sus dientes en el humano
Eusebio, y para despedazarlo si pudiese.
|
¿Cómo podía ver con sosiego su tío don
Gecónido este general aplauso y estimación que se
granjeaba su sobrino, a quien llamaba impostor y embustero; y mucho
menos, que la inclinación del afecto y voz del pueblo le
destinase, a pesar de sus dicterios, la herencia que él
mismo le contrastaba? Lamentabas de esto un día con dos
sujetos condecorados que frecuentaban su casa, ni perdonó a
vituperio alguno contra Eusebio. Ellos, después de haber
fomentado su maledicencia, se ofrecen a librarlo de todas aquellas
inquietudes y desazones y a darle el pleito ganado a pesar de toda
la justicia que pudiese tener el Americano en la causa. Don
Gecónido acepta a dos manos sus ofertas y desea saber el
medio de que se valdrían para agradecérselo mucho
más.
|
Los dichos,
queriendo encarecer su servicio, manifiestan no atreverse a
comunicarlo por su entidad y por el gran secreto que
requería. Atizadas las curiosas ansias de don
Gecónido con esta reserva taimada, obligando a instar, a
suplicar con solemnes protestas, jurando guardar el secreto
inviolablemente. Usando ellos entonces de la confianza que se
merecía el afecto apasionado que les tenía, se lo
descubren diciéndole que así ellos como algunos
otros, estaban escandalizados del Americano, por el impío
sacrificio que hacía en su casa a las Musas; pues a
más de llevar resabios de idolatría, cometía
con él el desacato de quemar los más respetables
autores aristotélicos.
|
Que ya llevaba
quemados a Palanca, a Hurtado, a Galdón y a otros; lo que
sólo bastaba para perderlo y para hacerle perder el pleito
sin apelación si lo delataban. Don Gecónido, apenas
oído esto, se levanta para abrazar a los que le daban tan
oportuno sugerimiento, les agradece sus piadosas intenciones e
insta para que cuanto antes lo pusiesen en ejecución. Pero
pareció que el cielo, previniendo esta funesta tempestad que
amenazaba al honor y vida de Eusebio, quiso desviarla para premiar
la fidelidad que su virtud y religión había
conservado a su amada Leonada todo aquel tiempo. Para conseguirlo
infundió en el corazón de ésta vivas ansias de
rever a su Eusebio.
|
No contento con
esto, da a Henríquez Meden un pesado sueño en que le
parecía ver a Eusebio devorado de un lobo que lo
asaltó en una cueva. El buen viejo Henríquez
despierta azorado de la pesadilla, y no pudiendo sosegar ya
despierto, ni sacudir los temores que infundió en su
ánimo la visión, escribe inmediatamente a Eusebio
para que sin falta ni detención se ponga en camino para la
América. Envía la carta a Sales a Leonada,
instándola que escribiese también a Eusebio y le
mandase que volviese. La carta y orden de Henríquez Meden no
podían llegar en mejores circunstancias, pues Leonada,
azorada también del amor, ardía en ansia de rever
cuanto antes al mismo Eusebio. Sin detenerse, pues, escribe la
carta, en que incluye la de Myden, y la envía a
España.
|
Llegó
ésta oportunamente, cuando ya la ruda y bárbara
malicia soplaba con ahínco en tinieblas el fuego en que
pensaba ablandar el hierro, y forjar con él las cadenas al
honor y libertad del piadoso Eusebio. Presentóle Altano la
carta, pidiéndole albricias por ella, sabiendo de
dónde venía. Enviábala don Juan Sauz, que
acababa de recibirla del Puerto de Santa María. Eusebio, al
verla, no pudo disimular su alborozo: ¡Ella vive, cielo!
¡Ella vive! ¿Qué dirá?
¿Cuáles serán sus sentimientos? Veamos.
|
«Leocadia
V... a don Eusebio M...
|
»La mano
omnipotente acaba de sacarme de los brazos de la muerte, y me
devolvió a la vida que estuvo desahuciada.
¿Será por ventura porque quiere el cielo darme a
probar el mayor, el más sublime gozo, después de las
mayores angustias y amarguras? Así será si vuestra
Leocadia llega a tocar al término de sus anhelos en la
suspirada posesión de quien se la tiene prometida. Sombra
alguna de duda no deja apoderarse de mi ánimo desasosegado
el concepto que vuestra virtud y entereza me tienen merecido. Mas
el continuo sobresalto que enardece a mis temores en vuestra larga
ausencia, ¿de dónde puede proceder? Sólo
sé que en nada os ofende ni mi constante amor, ni mi crecido
afecto. ¡Ah! don Eusebio; ¿la caída en la mar,
el lance de Dartford, la prisión en el Vivarais, no me
están suscitando a cada paso otras funestas especies
semejantes en el progreso de vuestro viaje? Porque,
¿cómo dejar de temer, quien ama, lo que puede
suceder, habiendo otras veces sucedido?
|
»Vuestro
padre Henrique me asegura que pondréis fin a mis zozobras y
a las suyas en fuerza de la carta que os envía. Quiera el
cielo que así sea; pues así tendré menos
temores que alimentar y más seguras esperanzas que concebir.
¿Mas por qué, pues, queda tanto mar que pasar para
llegar a Filadelfia? Temo a ese mar, temo a todas las
circunstancias que os pueden ser funestas. ¡Qué
desvelos, qué desazones me tocan día y noche que
padecer! Sola vuestra vuelta, sola vuestra presencia podrá
asegurar a un corazón ansioso que, por lo mismo que padece,
se promete de vuestro amor que lo colmaréis de consuelo. Lo
espera también vuestro buen padre Henrique, que me encarga
que a los ruegos que os hace para ello, una los míos y use
de la autoridad que me concede vuestro virtuoso amor, para que os
mande volver en el mismo bastimento que lleva las cartas, y que
tiene asegurado el flete para Filadelfia.
|
»Si os
rendís a las ansias y ruegos de vuestro padre antes que a
los míos, le envidiaré esta gloria sin el más
mínimo resentimiento. Sé lo que le debéis y
cuál sea vuestro reconocimiento. Antes bien le daré
las más ardientes gracias, si recaba antes su amor lo que no
merece el mío. Mis padres os saludan. Es superfluo deciros
lo mucho que anhelan el momento de veros y de abrazaros.
¡Cielo santo! ¿Esto será posible? ¡Ah!,
se halla sobrado inquieto mi afecto para que pueda
prometérselo con seguridad en su amor ardiente.
|
Vuestra
Leocadia».
|
La grande
complacencia y alborozo que iba sintiendo Eusebio con la lectura de
la carta, parecía que le dilatase el corazón a cada
periodo, extrañando el amor encendido que Leocadia le
manifestaba. Llegó a sospechar que la carta no fuese suya
sino dictada, o de su padre don Alonso, o de Henrique Myden, pues
no sabía componer los sentimientos de un amor tan declarado
como la severa y recatada reserva con que lo trató siempre
la misma. Mas a pesar de sus sospechas, gustaba de creer, de
persuadirse que fuese suya la carta y que tales sentimientos no
podían nacer de otro corazón que del suyo. Lisonjeado
de esto el amor de Eusebio, no resiste a la impresión que
hizo en su amante pecho la declarada voluntad de su Leocadia y
resuelve partir de S... para embarcarse en el bastimento, que
así ella como Henrique Myden le insinuaban en su carta.
|
Ni necesitaba de
las vivas instancias que le hacía su padre Henrique para que
lo desamparase todo, aunque con riesgo de perder el pleito, si no
quería abreviar su vida o dejarla presa de las continuas
zozobras que padecía; pues eran sobrados funestos los
presentimientos de su ánimo, engendrados del sueño
que había tenido, en que se le representó devorado
por unos lobos hambrientos en una cueva de España, donde
entró a descansar de la fatiga del largo camino que acababa
de hacer. Rióse no poco Eusebio de tales presentimientos.
Pero como le volviesen frecuentemente a la memoria, llegando casi a
importunarlo, comenzó a filosofar sobre ello, no porque se
inclinase a dar crédito a tales ocurrencias de la
imaginación, sino porque la especie de Henrique Myden le
renovaba la memoria de los otros sueños que había
leído en las historias de la madre de los Gracos, de
Spurina, de Calpurnia, de Artorio, de Astiages y de otros,
dándole motivo para sondar la materia.
|
Porque, aun
prescindiendo de la verdad de tales sueños contados por los
historiadores, muy pocos hay que no hayan probado en sí
mismos, o a quienes no haya parecido haber probado los efectos de
los accidentes prósperos o adversos que presintieron de
antemano sus ánimos; o bien que no hayan presentido alguno,
aunque sin haberlo visto verificado. ¿El alma es acaso
adivina del mal o de la prosperidad? ¿Quién es el que
imprime en ella de antemano tales especies? ¿Qué
correlación física puede tener el ánimo con
accidentes que no existen todavía y que tardarán a
existir? ¿Son por ventura semejantes estos pensamientos a
los de las aves, que con su importuno canto predicen la lluvia que
ha de venir o la amagada tempestad?
|
Mas para explicar
esto, hay razones sobrado palpables en los principios
físicos y en las materiales impresiones que reciben los
animales de objetos que, aunque no obran en nuestros sentidos, se
dejan sentir de los brutos, o porque los tienen menos embotados que
nosotros, o porque su posición local están más
inmediatos a sentir sus efectos. ¿Pero cómo puede
hacer impresión física en la fantasía
desencadenada del sueño un objeto que no existe
todavía, cual es el mal o el bien por venir?,
¿cómo pueden obrar tampoco estos mismos en la
imaginación, aunque desvelada y despierta, ahora sea con
presentimiento que le suceda a ella misma, ahora a otros? No hay
duda que muchos lo experimentan, viendo en la idea, y muy
desvelados, aquellas cosas que les suceden, y tal vez del modo
cómo les suceden. Otros las ven en especies
metafóricas, muy aplicables a la desgracia o fortuna que les
toca y que presintieron mucho antes. Tal fue el sueño de
Astiages sobre Mandane, tal el de Clitemnestra sobre Orestes.
|
Generalmente
están más expuestas a concebir tales presentimientos
las pasiones alteradas, puestas en agitación de los deseos,
de las esperanzas y temores que las incitan. El amor, el odio, la
vanidad, la ambición, el miedo, llevando siempre ocupada y
llena de los objetos que anhela la imaginación de
día, no la dejan tal vez sosegar de noche; y como casi todos
los hombres aman, odian, temen y anhelan, casi todos tienen
sueños relativos a lo que hizo impresión en sus
ánimos desvelados. Por extravagantes y ridículas que
sean las especies y fantasmas que formamos en sueños, casi
todas tienen correlación con las sensaciones que hicieron en
la fantasía los objetos por medio de los sentidos.
Jamás se sueña lo que jamás entró por
ellos.
|
La mente
formará soñando el más espantoso hicocervo que
no habrá visto jamás; pero lo compondrá de
objetos que vio o que oyó nombrar. Edificará
castillos y vergeles de felicidades más deliciosos que los
de Armida y de Alcinoo, se forjará toros de desgracias
más terribles que los de Fálaris y Busiris, mas estos
mismos servirán de modelos al delirio de la
imaginación en sueños. Si la felicidad, pues, o la
desgracia soñada se llega a verificar, damos entonces a tal
sueño el nombre de presentimiento del alma, porque
ésta acertó prever en él lo que estaba por
suceder, sin que todavía existiese. Las desgracias y
felicidades existen siempre; de ellas se sirve, pues, la mente para
apropiárselas, o con el temor o con el deseo. De aquí
es que el tal sueño toma origen de objetos existentes, que
engendran en nosotros las especies de que se sirven las pasiones
para anunciarlas a la desarreglada fantasía.
|
No de otro modo
presiente el alma, casi con sensible certidumbre, que la bola con
que apuntamos a la otra, la tocará de lleno luego que escapa
de la mano, pareciéndonos que la postura, la medida, el
ademán, el tino que tomamos y el asegurado impulso con que
el brazo la dispara, nos aciertan de ello, antes que la bola
arrojada llegue a tocar a la otra, o la flecha al blanco, previendo
el alma que dará en él antes que llegue a tocarlo.
Muchas veces nos engañamos en este presentimiento, como se
engaña también la fantasía en muchos de los
sueños que forma. Esto no quita que forme presentimiento
cuando acierta, como cuando el sueño o la especie que
tuvimos desvelados se verifica.
|
Muchos dan sumo
crédito a estas especies de adivinación y
generalmente es grande la fe que les dan casi todas las mujeres;
las cuales por la mayor elasticidad de sus fibras son más
susceptibles de estas impresiones, y están por lo mismo
más sujetas a padecerlas. Esto les acarrea no pocas
solicitudes y desazones, anticipándose muchos males que tal
vez jamás les han de suceder. Apenas hay madre que tenga un
hijo ausente a quien ame mucho, que no lo vea en sueños
asaltado de ladrones, o anegado en la mar o caído en un
derrumbadero. Esto basta para que el sobresalto que la despierta
conmueva su corazón sin dejarla ver día de consuelo,
hasta que la noticia o la llegada del hijo desmiente o verifica a
su presentimiento y sosiega su fantasía.
|
Ninguno
sacará de la cabeza a muchas mujeres que ven verificarse los
sueños que padecieron. ¿Cómo dejará de
compadecerlas el que ve en la Ilíada, que Aquiles dice en
sonoro verso al gran Agamenón y a Menelao:
|
|
El gran Jove es autor de todo
sueño? |
|
|
|
|
Las amenazas del
difunto marido, o el ceño taciturno con que se les presenta
a la fantasía, lo creen ver cumplido en el mal genio y
disgustos que les da el segundo. El cadáver amortajado, los
espectros que aparecen a su imaginación, mil otras especies
semejantes, todas hallan interpretación en su concepto para
comprobar que se verifican. No fue sólo Parménides a
quien se pudiera aplicar el dicho de Aristóteles que
adivinaba interpretando los sucesos después de
sucedidos.
|
Casi todos los
hombres morirían desgraciados si se hubiesen de verificar
sus sueños. Entre tantos, ¿cómo es posible que
deje de verificarse alguno? No es pues cierta la adivinación
del presentimiento, aunque alguna vez se cumpla, saliendo las
más veces falso; sino que es sólo un sentimiento del
ánimo, suscitado del miedo, o del deseo, o del amor, o de la
esperanza, o de los otros afectos, como se lo hizo decir Accio a un
adivino en la tragedia de Bruto, hablando con Tarquinio:
|
|
Rex, quae in vita usurpant homines, cogitant curant,
vident, |
|
|
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Quoeque agunt vigilantes, agitantque, ea si cui in
somno accidunt, |
|
|
|
Minus mirum est. |
|
|
|
|
¿Cuántos habría también más
ricos que Creso si se cumpliesen los delirios de sus deseos en
sueños? Pero alguna vez los ven algunos verificados,
entonces pueden decir con razón que los presintieron. Mas no
les sucede porque los presintieron, sino porque entre los infinitos
accidentes que pone en movimiento la mano de la fortuna, alguno
debe tocar a alguno de los muchos que los anhelan. Uno, dos, tres,
son los que deben ganar en la lotería entre los millares que
sueñan que ganan.
|
De este jaez son
muchas de las profecías y adivinaciones que vemos cumplidas,
pues no todas proceden de divina revelación o
inspiración. Todas las naciones antiguas tenían sus
adivinos, sus agoreros, sus intérpretes de sueños,
sus profetas. Esto era profesión entre ellos y ciencia que
aprendían desde niños en las escuelas, en las cuales
ejercitaban sus talentos, afinaban su astucia, sus vistas, su
elocuencia, su entusiasmo; muchos de ellos daban en verso las
respuestas de los oráculos. ¿Qué mucho que
acertasen en algunas o en las más, atendida la
preocupación de la ignorancia o del respeto religioso de los
que las recibían? No en balde eran tenidos en tan grande
veneración y acudían a ellos los grandes y los reyes
que, aquejados de sus sueños o de sus presentimientos
temorosos, deseaban saber lo que les anunciaban. ¿Mas era
por ventura cierta aquella ciencia porque acertaban en algunas
interpretaciones o profecías?
|
A fuerza de
ejercitarse los adivinos en combinar circunstancias, en tomar tino
a los sucesos, en estudiar el interés, el gusto, la flaqueza
de los suplicantes; en afinar los términos de las respuestas
que les daban, en sutilizar expresiones oscuras, ambiguas e
ininteligibles; en estudiar los tiempos, las fuerzas de los
estados, las situaciones y climas de los países, pues todo
entraba en los conocimientos de la ciencia adivinativa, no
podían dejar de acertar, aun cuando muchas veces errasen.
Porque el concepto que tenían del oráculo los que lo
consultaban, y la veneración y el sagrado terror, les
sugerían hartas interpretaciones en la rudeza e
ilusión de sus ánimos, para hacerles ver cumplido,
aun en cosas extravagantes, lo que no soñaron jamás
predecirles los adivinos.
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¿A
cuántos no hacen enarcar las cejas y encorvar los hombros
las respuestas de los oráculos, dadas por los adivinos y
referidas de los historiadores? El decir que éstos mienten,
o que se dejaron engañar porque los oráculos y sus
profecías eran de deidades embusteras, es razón
pueril; pues muchos de aquellos adivinos podían acertar, o
por acaso o por ciencia natural. Como tampoco se infiere que
algunas de las profecías de nuestros tiempos sean de divina
inspiración porque las vemos cumplidas, pues muchas de ellas
pueden ser efecto de entusiasmo, conmovido accidentalmente de
noticias y conocimientos previos en aquellos mismos que parece
imposible que la puedan tener. Pero el día, la hora, las
circunstancias pronosticadas de antemano de la muerte de
éste, de aquel príncipe, que no caben en humano
entendimiento y que con todo se verificaron al pie de la letra,
¿cómo es posible que procedan de ciencia y de noticia
natural? Muy bien.
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O cuando no, fuera
prueba o pudiera serlo, de que hay también verdaderas
profecías nacidas de divina inspiración; mas tampoco
se deben reputar tales porque se ven cumplidas, pudiendo haber
infinitos resortes y manos invisibles que hagan juguete de su
secreto nuestra asombrada credulidad, que se pasma de ver cumplido
lo que mucho antes oyó pronosticado. Mucho más
ciertos y más fáciles de cumplirse son los
presentimientos interiores del alma, especialmente en las
desgracias, siendo más obvio que acierte en ellas el que las
teme, que en las felicidades que desea. Éstas son raras,
aquéllas comunes y pan de cada día; y por lo mismo
que aquestas hacen mas viva y profunda impresión en los
ánimos desvelados que las recelan, deben por consiguiente
agitar más en sueños sus fantasías.
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Filosofando
Eusebio sobre esto, creyó ver ya cumplido el presentimiento
del sueño de Henrique Myden, de la cueva y de los lobos, en
su prisión en el Vivarais. ¿Qué hombres
más parecidos a lobos que aquellos feroces
montañeses? ¿La cueva del profeta Turieu no
venía también pintada para el caso? Con el tiempo vio
Eusebio que aquel presentimiento podía aplicarse a la
terrible desgracia que le sucedió. Entretanto, sin hacer
más hincapié sobre ello, como no debe hacerlo
ningún hombre de luces que ofrece con fortaleza su pecho a
los accidentes inevitables de la tierra, se disponía para la
partida. No teniendo otros negocios ni intereses que el pleito, lo
encomendó con su acostumbrada moderación a los
abogados. La casa quedó por suya habiendo pagado el alquiler
para tres años.
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¿Cómo podía partir Eusebio sin decir
adiós a las cenizas de su venerado Hardyl? La pérdida
de su dulce compañía, de su amor, de sus cuidados,
renovándosele con el motivo de su viaje, le renovó
también el dolor y la ternura, que le sacaron ardientes
lágrimas con las cuales hubiera deseado animar sus cenizas y
esculpir el amor y concepto que le merecieron sus heroicos
sentimientos y virtudes. Su amigo don Eugenio quiso
acompañarlo hasta cerca del Puerto de Santa María, a
donde iba Eusebio a embarcarse, supliendo con su amistad y
compañía a la de Hardyl en aquel viaje. Don Eugenio
tuvo que quedarse en B... donde se hallaba su padre enfermo.
Diéronse allí en la despedida las tiernas y sinceras
pruebas del indeleble afecto y confianza que sus corazones
fomentaban.
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Prosiguió
Eusebio solo su viaje, cuyo corto término tocó
felizmente. Altano no cabía en la piel de contento y
júbilo a vista de su amada patria, donde esperaba llegar a
ver vivos sus padres, aunque viejos y pobres, como lo había
sabido en S... por un marinero natural de aquel mismo puerto.
Rebosaba su alma de gozo al paso que iba reconociendo aquellos
antiguos lugares que le renovaban la memoria de su infancia, sin
dejar cosa ni nombre que no dijese a Eusebio, si se le acordaba. Y
sin esperar a llegar al mesón, habiéndole pedido su
beneplácito para ir a ver a sus padres, salta del coche y
echa a correr a su casa, dejando a Taydor la incumbencia de servir
a Eusebio en su llegada al mesón. Después de haber
descansado en él, mientras se disponía la comida,
quiso ir Eusebio al puerto para informarse del capitán del
día que podría partir.
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Antes de llegar,
viendo atropada mucha gente en una callejuela, como si la hubiera
allí juntado una gran novedad, sintió Eusebio vivos
impulsos de informarse de lo que era. Prosiguió sin embargo
su camino, llegó a bordo, habló con el
capitán. De vuelta a la ciudad, como viese crecida la gente
en aquel mismo callejón, preguntó qué
venía ser aquello. Dícenle que acababa de llegar uno
de la América después de muchos años que
estaba ausente, y a quien creían anegado el cual, al
descubrirse a su viejo padre, lo vio caer muerto de repente en sus
brazos.
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Conmovido Eusebio
al oír esto, no dudó que fuese a quien le
sucedía, conviniéndole las circunstancias. Informado
que era el mismo, trepa entre las mujeres apiñadas a la
puerta de la casa y entra. Estaba Altano en pie dando las espaldas
a la puerta y llorando sobre su padre tendido en la cama.
Había allí también otros conocidos y vecinos
atraídos de aquella novedad, que lloraban con él.
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Eusebio se
paró luego que había entrado, contemplando aquel
triste espectáculo y oyendo a Altano que se lamentaba a su
modo, diciendo: ¡Quién había de pensar que a
los ochenta y seis años hubiese de morir de gozo! ¡Si
no me hubiera descubierto tan tontamente, tal vez hubiera llegado a
los ciento! ¡Morir de gozo no le hubiera ocurrido a Pero
Grullo; no lo oí decir jamás de ningún otro!
¡Ahora lo creeré a costa de mi sentimiento! ¡A
lo menos he tenido el consuelo de llegar a verlo vivo y de verlo
caminar de por sí; y él tendrá la
satisfacción de verse enterrado con alguna decencia!
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Echando de ver
Eusebio por las palabras de Altano que estaba persuadido de la
muerte de su padre por verlo yerto y privado de sentidos, se acerca
a la cama sin que Altano lo hubiese visto entrar, y le dice:
¿Qué extraña novedad es ésta, Altano?,
¿qué viene a ser esto? Altano, sorprendido de ver
allí a su señor don Eusebio, prorrumpe en mayor
llanto, diciendo: Qué ha de ser, mi señor, nada menos
que la muerte de mi padre ochentón que acaba de fenecer de
gozo, si acaso no fue de susto, creyendo que fuese el fantasma o el
alma de su Gil que le aparecía, pues me creían todos
naufragado. ¿Mas quién os asegura que vuestro padre
feneció enteramente? Tóquelo vmd. y lo verá.
Se le aplicó a la boca una cerilla sin que bambolease la
llama. Todo eso va bien; puede sin embargo no estar muerto.
¿Habéis llamado al médico? Vino el
médico; pulsó el cadáver, aplicóle la
cerilla a la boca, y se despidió diciendo que lo
podían enterrar.
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Eusebio dijo
entonces a Altano: Sígueme, pues tal vez habrá
remedio para vuestro padre. ¿Qué dice vmd. mi
señor?, ¿qué remedio?, ¿lo puede haber
para los muertos? A lo menos probaré a resucitar un
muerto.
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¡Ah
señor!, dijo entonces Rita la hermana de Altano, ¿si
el glorioso San Vicente no hace un milagro, en qué remedio
podemos confiar? En el mío, dijo Eusebio
encaminándose con Altano hacia la puerta. Luego que
estuvieron en la calle, preguntóle el impaciente Altano
qué remedio era el que le quería dar. Eusebio le dice
que era un licor que compró en París de un
célebre alquimista, que se lo dio por muy eficaz para los
parasismos, y que el concepto que tenía de su ciencia y
honradez, no reparó en darle el precio que le pedía
por seis botellas que le tomó.
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Entró
Altano entonces en esperanzas, y ansiaba el momento de hacer la
experiencia en su padre de aquel milagroso licor. Llegados al
mesón, le entrega Eusebio una redomita, encargándole
que frotase repetidas veces con aquel licor las sienes, las narices
y el pecho de su padre, y que destilando algunas gotas en una
cucharada de agua se la hiciese pasar por la boca; que repitiese a
intervalos esta operación, con la cual, antes de media hora,
vería tal vez resucitar a su padre.
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Altano,
manifestando su gozo, vase a saltos apretando en las manos aquella
preciosa botellita. Eusebio quedó en el mesón,
confiado en el buen efecto del licor, por otros casos semejantes
que había oído de otros que, caídos en
deliquio y reputados muertos, fueron enterrados por tales,
volviendo después a la vida para acabarla de rabia y
desesperación en las horribles tinieblas de la sepultura, a
que los condenó la ignorancia o el descuido de los que antes
de tiempo los enterraron. Tenía también algunos
ejemplos de otros que, tenidos por muertos o por creerlos anegados,
o por hallarse en entera privación de sentidos, renacieron a
la vida, vueltos a ella por la benéfica mano de la
experiencia instruida que los salvó.
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Confirmólo
el caso del padre de Altano. Apenas había acabado de comer
Eusebio, oyó las voces que éste daba entrando en el
mesón, diciendo que su padre había resucitado; y sin
detenerse fue a dar las gracias con inexplicable alborozo a
Eusebio, a quien contó menudamente las circunstancias de la
resurrección; las friegas que le habían hecho con el
licor, a cuántas de ellas comenzó a dar
señales de vida el muerto, la sorpresa y admiración
de todos los presentes y la benditez de su hermana Rita en querer
defender que no era milagro del licor, sino de su glorioso San
Vicente; finalmente, le rogó le permitiese ir a estar con
sus padres el tiempo que se detendría en el puerto. Eusebio
se lo concedió, no menos alborozado por la eficaz prueba de
su licor.
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Al día
siguiente, como había de ir a comer a bordo convidado del
capitán del paquebot, y tenía al paso la casa de los
padres de Altano, quiso ir a ver al muerto resucitado. Llegó
a la puerta al tiempo que sacaban el ataúd que habían
mandado hacer para el viejo. Altano, al ver a su señor don
Eusebio, hízoselo conocer a su padre, diciéndole que
aquél era su amo a quien debía la vida.
Respondió por el viejo Rita, que se hallaba presente,
diciendo a Eusebio con lágrimas de gozo: ¿Cómo
podremos manifestar a vmd. el sumo agradecimiento en que le estamos
por el singular favor que debemos primero a la intercesión
de San Vicente, y luego al licor de vmd.? Mucho debemos
también al amor y bondad con que se digna vmd. tratar a mi
hermano Gil; él se hace lenguas de vmd.; Dios nuestro
señor dé a vmd. el gozo de bienes que le deseo; no
pasará ningún día sin que lo encomiende muy de
veras al glorioso San Vicente.
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Me complazco, dijo
Eusebio, de tener tan buena intercesora, y os agradezco vuestra
piadosa voluntad. Sabed que yo también debo la vida a
vuestro hermano Gil por haberme sacado en sus brazos de las olas; y
así, nada hago con él que no se lo tenga merecido. A
más de esto, es hombre de bien y muy honrado, y acreedor por
lo mismo a todo mi cariño. Altano, al oír esto,
púsose a llorar, diciendo: Todo es sobra de bondad en vmd.
mi señor don Eusebio, que quiere acordarse de una
acción natural a todo hombre que hubiera hecho lo mismo, no
digo con un niño, sino con una cabra si se le hubieran
puesto las olas en los brazos como me pusieron a vmd. A buen seguro
que fueran pocos los que se acordasen de ello, y me lo agradeciesen
como vmd. me lo agradece. No te manifesté todavía mi
entero reconocimiento, le dijo Eusebio, pero voy pensando en ello.
Quedaos con Dios, y recibid mis parabienes por la recobrada salud
de vuestro padre.
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Altano y Rita lo
acompañaron hasta la calle, renovándole las
afectuosas expresiones de su alborozado reconocimiento, y Eusebio
se encaminó a bordo. Solemnizó Altano aquel
día a su costa con abundante comida, a que convidó
sus más cercanos parientes con que quiso celebrar su llegada
y la resurrección de su padre. Llevó en la mesa la
taravilla, teniendo hartas cosas que contar en los lances que le
habían pasado en tantos años de ausencia, comenzando
por su naufragio y dejando harta materia para muchos días a
la curiosidad de los que lo oían.
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Pero al siguiente,
informado Eusebio del capitán que anticiparía la
partida, envió a llamar a Altano para poderle declarar con
tiempo su voluntad y las intenciones que tenía de premiar su
fidelidad y servicios especialmente el singular beneficio de
haberlo salvado del naufragio. Llegado Altano a la presencia de
Eusebio, le dijo éste:
|
EUSEBIO.- La combinación de venir a
embarcaros a este puerto y de ver vuestros padres vivos, no
sé si os habrá infundido deseos de quedaros
aquí para asistir a quienes debéis el ser.
|
ALTANO.- ¿Qué me quiere decir vmd.
mi señor don Eusebio?
|
EUSEBIO.- No sé, digo si os
querréis quedar aquí con vuestros padres para
descansar de tantos años de servicio y acabar en holgada
vejez los días que os quedasen de vida.
|
ALTANO.- Breve, mi señor, mis deseos son
sólo de estar con vmd. todos los días de mi vida; de
servido y de morir en sus brazos, y no hablemos más de
esto.
|
EUSEBIO.- Mas, ¿os sufrirá el
corazón desamparar a vuestros padres ya viejos que necesitan
de vuestra asistencia? ¿Querréis exponeros de nuevo a
los trabajos y peligros del viaje, y a las molestias del servicio,
antes que quedar en vuestra casa y gozar en ella el sosiego y
libertad con lo que habéis ganado con vuestros sudores, y
con lo que tengo determinado daros para satisfacer a la deuda en
que os estoy de la vida?
|
ALTANO.- ¿Cómo, me quiere despedir
vmd.? ¡Oh pecador de mí!, ¿en qué lo
tengo merecido?
|
EUSEBIO.- No, Altano, lejos estoy de llevar
tales intenciones. Antes bien mis mayores deseos son el teneros
conmigo; pero debiendo atender a vuestra edad avanzada, y a vuestro
descanso, os hago con sentimiento la proposición que dista
de ser despedimiento; pues es sacrificio de la complacencia que
tuviera, no de veros morir en mis brazos, sino de teneros siempre
en mi casa.
|
ALTANO.- Por Dios, mi señor don Eusebio,
no quiera vmd. hacer enternecer mi corazón. Mi voluntad es
de seguir a vmd. al cabo del mundo, si allá fuere; y le
ruego no toque ese punto, si no quiere verme prorrumpir en amargo
llanto.
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EUSEBIO.- Pero, ¿y vuestros padres?
|
ALTANO.- Mis padres vivieron hasta hoy
día sin mí, creyéndome de asiento en la otra
vida, y no necesitan de mis brazos. Rita y mi hermano Domingo, que
es pescador, y su mujer Cecilia con sus hijos, quedan aquí
para asistirlos. Lo que a mí me toca, como a buen hijo que
les soy, es partir con ellos de lo que tengo ganado en todo el
tiempo que tengo la fortuna de servir a vmd.; que siendo algo
más de quinientos pesos, hago cuenta de dejarles la mitad
para sus asistencias.
|
EUSEBIO.- Mucho más es lo que
tenéis ganado.
|
ALTANO.- No, mi señor don Eusebio,
créame vmd. que esto es, poco más o menos, lo que
tengo ahorrado.
|
EUSEBIO.- Con todo eso, yo sé que es
mucho más.
|
ALTANO.- No es más, mi señor,
pudiera jurarlo por las lágrimas de San Pedro.
|
EUSEBIO.- ¿Y no contáis lo que os
tengo prometido?
|
ALTANO.- No quiera el cielo que me ocurra tal
pretensión. Quedo sobradamente recompensado con el favor que
vmd. me hace de tenerme consigo, y de sufrirme con tanta
bondad.
|
EUSEBIO.- Eso no es recompensa, Altano; la
fidelidad es acreedora a eso y a mucho más; y así,
contad con mil pesos que os daré si determináis a
quedar con vuestros padres.
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ALTANO.- ¡Santos del paraíso!,
¿mil pesos?, ¿esto cabe en humano pensamiento? Si no
conociera a vmd. lo tuviera por burla.
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EUSEBIO.-
¿Qué halláis que extrañar
en ello? Cualquiera creo que diera de buena gana algo más de
mil pesos por no morir anegado. Contad pues con ellos desde
ahora.
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ALTANO.- ¡Oh mi adorable señor don
Eusebio! ¡Qué beneficencia igualará a la de su
generoso corazón! ¿Cómo es posible que yo lo
desampare; yo que lo saqué de las olas en estos brazos, que
lo miré siempre con ojos de padre tierno, aunque indigno y
humilde, que lo he servido por tantos años, que
experimenté su bondad? Con vmd. quiero estar, vivir y morir.
Quiero ver su casamiento con mi señora doña Leocadia
y llorar de contento en su celebración.
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Eusebio,
enternecido de las expresiones de Altano, no quiso insistir
más sobre su quedada. Igualmente generoso se mostró
con los cocheros, dándoles los tres caballos y veinte pesos
a cada uno para que pudiesen ganarse con ellos la vida si
querían quedar en aquella ciudad, o embarcarse para
Inglaterra; el coche lo llevó consigo. Estando ya todo
dispuesto para el embarco, poco antes de efectuarlo,
pareciéndole haber quedado corto con los cocheros que se
mostraban muy afligidos por perder tan buen amo, les entregó
otros cincuenta pesos que pudiesen servirles de algún
consuelo. Satisfecha así de algún modo su bondad y
beneficencia, se embarcó acompañado del dolor y
lágrimas de los mismos hasta el puerto, envidiando ellos la
suerte del gozoso Altano y de Taydor que seguían a su
amo.
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