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ArribaAbajoLibro cuarto

Desde el día que Eusebio conoció a Henriqueta Smith en casa de sus padres, echó de ver Hardyl la propensión de su discípulo a los suaves atractivos del sexo. A pesar de la inocencia que caracterizaba todavía su edad de diecisiete años, no dejó de hacer dulce y profunda impresión en su alma el talle delicado y el garboso continente de una muchacha linda y agraciada. ¿Quién no siente el fuego del amor luego que la naturaleza llega a poner en movimiento sus resortes? Eusebio lo sintió sin conocerlo y probó los tristes efectos de la pasión naciente sin conocer su malicia.

Esperaba Hardyl que le descubriese sus sentimientos para instruirlo en aquellos terribles misterios y para prevenir con su instrucción y consejos fatales resultas. Pero viendo que nada le decía y que su tristeza se había disipado insensiblemente con el trabajo, creyó que no se había cebado su imaginación en el objeto que se la causó; y así tuvo por más conveniente dejarlo en su candorosa ignorancia, estando seguro que lejos de todo mal ejemplo y ocasión no era posible que se amancillase su alma. Pero para dar con todo mayor distracción a sus ocultos incentivos, no halló mejor medio a la mano, ni más poderoso, que empeñar su imaginación y mente en el estudio de las ciencias, cuya novedad llama la afición, y cuya dificultad ocupa y ata la entera atención del alma.

Verdad es que la inocente confianza que le hizo Eusebio de las intenciones que Susana llevaba de sacarlo de su escuela, pudiera retraer los esmeros de todo otro maestro para comenzar a darle los estudios; pero Hardyl que no tenía otro día que el presente, y que a éste sólo reducía su vida, sin confiarse del venidero, sólo se aprovechó del dicho de Eusebio para instruirlo en la guarda del secreto, sin hacer otra impresión en su superior prudencia y entereza, que pudiese obligarlo a dilatar el adelantamiento y provecho de su amado Eusebio; bien así como el labrador que por tener sus campos a par del río, no deja de sembrarlos y cultivarlos por temor de la inundación. Prometíase a más de esto eludir las intenciones de Susana, teniendo ganada la voluntad de Henrique Myden. Resolvió, pues, poner a Eusebio de cualquier modo en la carrera de los estudios, abriéndola con el de la lengua griega, la cual quiso enseñarle antes que la latina, porque no veía otra razón de posponerla a ésta en la enseñanza, como se hacía comúnmente, sino la falta de maestros que la enseñasen, viéndose por lo mismo privados los talentos de conocimientos y erudición no mendigada en su estudio.

Pues aun dado caso que muchos aprendan la lengua griega después de la latina, son raros los que en su estudio perseveran, o porque fatigados en edad ya adulta del estudio de la latina les falta ánimo y paciencia para forzar su memoria en más difíciles rudimentos, o porque tocando con la mano el fruto que se prometían de la latina, temen no percibirlo tan presto si se enredan en la adquisición penosa de la griega, que poca utilidad les presenta, o no tan segura y pronta cuanto la latina.

He aquí, pues, a Eusebio muy alborozado y enajenado de todo el mundo, y de la misma Henriqueta, que desde lejos no trocara por el estudio de la lengua de Atenas. Un resumen de sus rudimentos que había hecho Hardyl para sí, servía a Eusebio también de gramática o de copia de ella, pues quería Hardyl que la mano de su discípulo ayudase a su memoria, haciéndole copiar los nombres y verbos al paso que los había de decorar. Contribuía esto para que los aprendiese más fácil y tenazmente, haciéndole más clara y ordenada impresión en su memoria el dibujo de la pluma.

El ansia que padecen los jóvenes de salir cuanto antes de las dificultades y del enfado que experimentan en las conjugaciones de los verbos, especialmente irregulares, háceles empeñar antes de tiempo su curiosidad en la traducción de los autores; y el gusto que en ello perciben les aumenta el apuro y repugnancia en volver a las conjugaciones que dejaron medio aprendidas, y que para siempre quedan por aprender, lisonjeándose que la misma lectura y traducción de los libros les proporcionará más agradablemente su adquisición por práctica.

Hardyl estaba firme en ella y hasta tanto que Eusebio no respondía sin cespitar a sus más intrincadas preguntas, no le puso en las manos libro alguno para traducir. El primero a quien se debía esta honrosa preferencia era Epicteto. Eusebio sabía su traducción de coro, esto mismo le facilitaba más su inteligencia y empeñaba más su afición. El estudio de las lenguas es antes obra de la memoria que del talento, pero si éste acompaña a una tenaz retentiva, acelera su inteligencia. Viva penetración y fácil memoria eran dotes del discípulo de Hardyl, aunque sin muestras de tenerlas, porque se las encubría su reserva y modesta circunspección. ¿Cuán funestos no le hubieran sido los intentos de Susana si hubiesen llegado a la ejecución? Meditaba Susana de hacerlo al tiempo que había de ir a la granja y dar este pretexto a su resentimiento; pero la enfermedad que le sobrevino, y que no la desamparó por algunos años hasta su muerte, desvaneció su proyecto y ejecución. Dicen que el acaso decide de la educación de los hombres. Este de Susana decidió ciertamente de la de Eusebio, pudiendo fortalecer más su pecho contra los reveses de la fortuna y los muchos trabajos que le esperaban para hacerlo ejemplar de sólida virtud.

Continuaba entre tanto en el estudio de la lengua griega, a la cual dedicaba las mañanas, pues las tardes estaban indefectiblemente destinadas para el trabajo de la tienda, hasta que ya práctico en todo el oficio, hacíalo ocupar Hardyl en limpiar, ordenar y regar el huerto de su casa, y en su plantío y cultivo; empleo a que Eusebio se mostraba aficionado, permitiéndole ya sus fuerzas ocuparse en aquel ejercicio. Merecíale particular atención un plantel de diversos frutales que llamaba Hardy el huesal, porque poco tiempo después que Eusebio estaba con él hacíale plantar los huesos de las frutas que iban comiendo en un bancal que destinó para esto sólo. Ve, hijo mío, a sembrar esos huesos, le decía, y de aquí a pocos años te sentarás a su sombra, te regalarán nuevos frutos y te calentarás a su lumbre. Si en tu tierra se acostumbrasen a este juego los muchachos, verían crecer con el tiempo y con su edad un tesoro mayor que el que se van a buscar con peligro de sus vidas a otras regiones.

Veía Eusebio verificado el dicho de su maestro, deleitándose en ver crecidos aquellos verdes milagros nacidos de sus manos, y esmerábase en pulirlos de sus inútiles renuevos para que creciesen rectos los troncos; y se empleaba en trasplantarlos o en injerirlos luego que sus creces lo permitían, ocupación digna del discípulo de Hardyl y del hombre; sirviéndole al mismo tiempo de solaz y alivio en sus estudios y de corporal ejercicio a falta de juegos, tal vez dañosos, tal vez impertinentes en los muchachos.

Si Henrique Myden se complacía en verlo trabajar y entretejer los juncos al principio de su aprendizaje, ahora crecía su complacencia con admiración oyéndole pronunciar las palabras griegas y descifrar los caracteres que a su inédita comprensión parecían imposibles de combinar; deleitándose sobre manera en oírle traducir alguna fábula de Esopo en lengua inglesa, que le procuraba cultivar Hardyl juntamente con la española, empleándose promiscuamente en el trato familiar, aunque desde que comenzó sus estudios quiso Hardyl dar la preferencia en las traducciones a su lengua nativa, teniendo ya en casa criado inglés con el cual ejercitaba la del país.

Llamábase este criado Juan Taydor, hombre maduro, taciturno y respetoso, y de aquellos que parecen nacidos para ser fieles por afecto a sus amos. Y habíaselo pedido Hardyl a Henrique Myden señaladamente, prefiriendo al socarrón de Gil Altano, el cual sintió sumamente la preferencia dada a Taydor, por no poder servir a su señorito, a quien amaba entrañablemente. Recibiólo Hardyl en su casa al tiempo que Eusebio había de comenzar los estudios, no queriendo que se emplease más en los oficios caseros, habiendo ya sacado del tiempo que lo ocupó en ellos el fruto que pudiera desear, quebrantando los siniestros de la ambiciosa opinión. Aunque si alguna vez le daba gana de entremeterse en ellos y de ayudar a Taydor en la cocina o en barrer la casa, dejábalo hacer aunque perdiese la lección de la mañana, sabiendo que poco o nada se aprende de mala gana, pues si ésta falta hoy en el estudio, vuelve mañana; contribuyendo también aquella especie de humildad de ánimo para renovarle los sentimientos de la moderación, sin tomar aire de amo y señor, por sólo reconocerse con medios de pagar la fatiga y sudores de quien los emplea en su servicio, por no tener aquellos mismos medios que a él la fortuna le concede.

No se proponía Hardyl otro fin en el estudio de las lenguas griega y latina que había de aprender Eusebio, sino la sola inteligencia de los autores. Resentíase él todavía del tiempo que había malgastado en el ejercicio de componer en tales lenguas en su mocedad; y como no había de hacer alarde al público de los adelantamientos de su discípulo, como se practicaba en las escuelas públicas, no tenía tampoco motivo para hacer perder el tiempo a Eusebio, haciéndole hacer pueriles y ridículas composiciones, así en prosa como en verso griego y latino; ejercicio que conduce muy poco para la mejor inteligencia de dichas lenguas, y que tal vez con el tiempo es dañoso para el ejercicio del estilo de la propia, como lo veía en muchos hombres doctos y eruditos contemporáneos suyos, los cuales presumiendo escribir como Demóstenes y Cicerón, no sabían componer una llana en su lengua nativa, por falta de criterio y de estilo en ella6.

Antes que Eusebio llegase a la perfecta inteligencia de los autores griegos, creyó Hardyl no dilatarle la enseñanza de la latina, no dañando la una a la otra, como dice Quintiliano, guardando el mismo método en aprender los rudimentos como lo practicó en la griega y en las traducciones de los autores. Pero no le daba otros conocimientos en las dichas lenguas que los que prestaba la gramática y la sintaxis; esto es, traducía a Homero, a Demóstenes, a Cicerón y a Virgilio, sin saber lo que eran oratoria y poesía. Aprendía en estos autores la sola lengua, no las artes de los estilos; estudio que quiso darle aparte Hardyl después que entendía bien los autores, y tal vez mejor que aquellos que hacen muestra de ser oradores y poetas griegos y latinos, llevando esto más fondo de vanidad y presunción que substancia.

En vez, pues, de hacerle imitar los autores antiguos en sus lenguas, hacíale copiar traducidos en español los pasajes más sobresalientes en cuadernos limpios, desmenuzándole en qué consistían sus bellezas, así de lengua como de pensamientos; y en otros cuadernos hacíale apuntar los dichos y sentencias más notables y los sucesos de corta narración de que se servían los autores para adorno de sus escritos. Aparejábale así insensiblemente un almacén de copiosa erudición para la memoria, pues ésta por feliz que sea tiene muchas veces motivos de quejas contra su vana confianza, por haber dejado de notar lo que después olvida, a tiempo que lo ha más menester.

Podía entender Eusebio Tucídides, Herodoto, Tácito y Tito Livio; pero así como no le había enseñado todavía lo que era oratoria y poesía, mucho menos quiso empeñarlo en el estudio de la historia, que tenía reservado para el postrero estudio del cual descuidan generalmente los maestros, y que pide más maduro juicio y criterio del que suelen tener los muchachos cuando la aprenden, y del que entonces Eusebio tenía. Sus ideas en todo lo que hasta entonces había aprendido eran meramente pasivas. Con ellas no supiera hacer un exordio, una amplificación, un verso. Hardyl no sabía exigir de su discípulo que emplease todo un día sobre un asunto oratorio o poético, sin saber qué decirse, aunque lo suministrase la materia, para llenar un pedazo de papel de pensamientos muchachales e incoherentes. A Hardyl nadie le corría, mucho menos el enemigo más perjudicial, la costumbre. Antes que Eusebio produjera sus pensamientos, era necesario que el juicio los madurase, y que supiese que el hombre piensa y que tiene rectos modos de pensar y juzgar. Esto pertenece a la lógica, y ésta quiso que aprendiese antes que supiera componer cosa alguna, aun en su propia lengua.

Pero el ánimo de Hardyl estaba resentido del tiempo que le habían hecho perder en el estudio de la filosofía escolástica, para que se lo hiciese malgastar a Eusebio en el estudio de la misma. De hecho, ¿qué fruto sacan los ingenios de tantos años de disputas sobre entes imaginarios, en cuestiones de voces inteligibles, que deben olvidar para no parecer ridículos en la sociedad? De aquí los genios sofísticos y alteradores en todas materias que ocurren en el trato, y la ira descortés con que se encienden, sin saber defender la razón sino a gritos, y con tonos y ademanes descompuestos, cosa indigna de un hombre bien nacido, ajena de la moderación y de la modestia que se debe a la verdad y a la virtud.

Un compendio que hizo Hardyl del libro de Locke sobre el entendimiento humano, que acababa entonces de publicarse, y algunas otras cuestiones añadidas del mismo, sirvió de lógica a Eusebio. Luego le enseñó los primeros elementos de geometría antes que la física, y en ésta se contentó de que supiese Eusebio los sistemas de los filósofos y las cuestiones más probables, sin empeñarlo jamás en disputas, las cuales no contribuyen para llegar a tocar la verdad. Así ponía sólo su entendimiento en el camino de las ciencias, para proseguir después con más intenso estudio aquellas a que su genio más se inclinase; siendo imposible al talento del hombre abarcarlas todas en su vasta extensión. Ni podía tampoco Hardyl enseñárselas todas porque no las había estudiado.

Así, en pocos años con el estudio privado y con la aplicación y retentiva de Eusebio, logró instruirlo Hardyl en las ciencias principales, y conociendo haber con ellas adquirido luces bastantes para tratar de por sí las materias que le proponía, comenzó a darle reglas de poesía y norma de los mejores ejemplares de los griegos y latinos; le daba asuntos para sus composiciones, no porque quisiese hacerlo antes poeta que orador, sino que la versificación contribuye para facilitar el estilo en prosa y para darle más alma y brillantez. Después que también en ésta lo tuvo ejercitado, haciéndole renovar con el motivo de la imitación la memoria de la lengua griega y latina, y fortalecido ya su entendimiento y juicio lo bastante para poder emprender el estudio de la historia, quiso que le diese principio por la sagrada, sobre cuyo estudio le decía que se había de aprender en tres lecturas. La primera para cebar la curiosidad, la segunda para retenerla en la memoria y la tercera para sacar el fruto de ella, conociendo los hombres de los tiempos pasados para combinarlos con los presentes y los hechos que caracterizaban sus pasiones.

Al paso, pues, que Eusebio cobraba mayores luces y juicio, lo ponía Hardyl en estado de limarlo, llevándolo consigo a las visitas de algunos amigos y conocidos suyos, principalmente de aquellos que conocía más instruidos en materias literarias; con lo cual conseguía dar mayor despejo y facilidad a su trato, y al mismo tiempo empeñaba más su aplicación en los mismos estudios. Entre los amigos que Hardyl tenía de mayor capacidad e instrucción, era cabalmente Guillermo Smith, padre de Henriqueta. Hardyl no quena privarse de su amigable trato, ni privar tampoco a Eusebio, pero para no darle motivo de volver a encender su pasión, que creía enteramente apagada, hizo la confianza a Smith de la inclinación que había notado en Eusebio a su hija, diciéndole que aunque juzgaba que era sólo una inocente llamarada, con todo creía no debérsela fomentar antes de tiempo, siendo estas primeras impresiones las más funestas para un joven; que por lo mismo le rogaba que las veces que llevase a Eusebio a su casa los recibiese en una estancia aparte en que pudiesen tratar de materias literarias, hasta que Eusebio estuviese en estado de casarse, tiempo en que se podía permitir algún desahogo a la pasión.

Alabó Guillermo Smith las intenciones de Hardyl; y vino bien en lo que le pedía, recibiéndolos en su estudio, sin que jamás Eusebio viese el rostro de Henriqueta, hasta que un día, o por convención o por pretexto de que quiso valerse la muchacha, o por accidente, compareció llena de dulce majestad y graciosa compostura con que da realce a la naturaleza el gusto y sentimiento del sexo en sus adornos. Estudios, ciencia, virtud, cielo y tierra, todo desaparece de los ojos de Eusebio, como huye el día del brillante rostro de la luna en su más entero y suave resplandor. Tal pareció la doncella al turbado mancebo que, atado de confusión, apenas correspondió al afable saludo que hizo al entrar la muchacha, dejando enajenada el alma de Eusebio con su inesperada venida.

Cumplida la comisión que parece llevaba para su padre, al tiempo que renovaba el saludo para irse, viendo Hardyl la inmovilidad de Eusebio, preguntándole si conocía a aquella señorita, por ver lo que respondía. Paróse ella a tan lisonjera pregunta, haciendo valer su cortés y amable afabilidad para esperar la respuesta del encogido Eusebio, el cual, saltándole el corazón del pecho, respondió que la tenía muy presente desde el día que tuvo la fortuna de conocerla en casa de sus padres. La muchacha, no menos recatada, agradecióle la expresión con una modesta sonrisa y muy animado saludo por despedida. Et vera incessu patuit Dea.

Hardyl y Guillermo Smith miráronse con afectos diferentes, alusivos a la confianza hecha sobre la afición de Eusebio. Y aunque procuraron volver a tomar el hilo de sus discursos, vieron que el ánimo de Eusebio estaba sobrado absorto para continuarlos; lo que sirvió de motivo para despedirse y para que Hardyl resolviese tomarle cuenta de sus pensamientos. Su edad era ya madura para que Hardyl se recatase más tiempo de entrar en tales materias. Con esto, llegados a casa y sentados ya para proseguir su trabajo, sin valerse de preludios y rodeos, le preguntó si era grande la impresión que dejaba en su alma la vista de Henriqueta. Eusebio, no sabiendo disimular la verdad de lo que quería saber de él su maestro, le respondió ingenuamente que su vista lo había dejado en tan grande desazón, que el alma se le iba tras ella, padeciendo en su interior violencia igual a la que prueban las cosas fuera de su centro. Entonces Hardyl, arrimando su obra y haciéndole también dejar la suya para que le diese mayor atención, le habló de esta manera:

Sabe, hijo mío, que la naturaleza nos dio generalmente a los hombres las pasiones para que animasen nuestra voluntad y encendiesen nuestros deseos hacia los fines diferentes para que nos formó. Sin pasión el hombre fuera un animal estúpido. Naciera para acabar, moriría antes que levantar un brazo para llegar a la boca su sustento. Proveyó, pues, el admirable autor de la naturaleza que diesen vigor las inclinaciones del hombre a los resortes del cuerpo, no sólo para que mirase por sí y por su conservación, sino también para que con ella contribuyese a la conservación de toda la prodigiosa armonía del universo, cuyas partes, siendo perecederas y destructibles, debían reproducirse para la reparación de lo que no podía ser eterno. El medio, pues, principal de la conservación de la naturaleza es la propagación, con la cual ella, renovándose, se conserva. Y para que el viviente no pudiese frustrar este fin, infundióle para ello un dulce fuego abrasador e irresistible, a quien se le dio el nombre de amor.

El amor, pues, es una ardiente inclinación en todo animal a la regeneración; y como para que esto se efectuase, dispuso el mismo omnipotente autor de la naturaleza que concurriesen los dos sexos, así también inflamó en ambos a dos este deseo vehemente de la unión, que es el término del amor, así del hombre como del bruto. Mas como éste quedó destituido de razón, la cual pudiese servir de freno para contener este terrible apetito, se lo acotó la naturaleza, según aparece, de modo que, cumplido el fin, se le agota la concupiscencia.

El hombre, al contrario, padécela sin medida, como si fuese censo de los dones de razón y entendimiento con que lo ennobleció la naturaleza. Pensión cara y fatal tributo de que no sé si podrá gloriarse nuestra humillada preeminencia sobre los demás animales. Pero la sola razón no era freno bastante en los hombres para reprimir los incentivos de la concupiscencia, si los cielos, que le son desvelados compañeros, no hubiesen aconsejado al hombre social instigado del amor propio, a poner por intercesora la naturaleza para con la justicia, a fin que ésta impusiese leyes y penas para legitimar la unión de los sexos y para que no sufriese violencia. Y he aquí el matrimonio establecido, sobre el cual hubiera mucho que decir respecto de los ritos diferentes con que lo celebran las naciones; y no es esto de lo que quiero hablarte, sino proponerte los motivos por los cuales la razón debe refrenar este apetito, cuyos primeros incentivos avivó en tu pecho la vista de Henriqueta.

A esto debías llegar; has ya llegado. Comienzas a probar el desorden y enajenamiento de los sentidos que causa la vista de una hermosura; mas todavía no has probado sus fatales consecuencias, e infeliz de ti si llegas jamás a probarlas por haberte dejado arrastrar de sus engañosos alicientes y formidables atractivos. Sofocarlos debes desde luego, hasta las sucedentes memorias que de sí dejan, si quieres que la virtud conserve en tu pecho el inalterable señorío sobre las demás pasiones. Porque si llegas a rendirte al incentivo del amor, créeme, Eusebio, éste sólo basta si llega a levantar cabeza en tu corazón para dar suelta a las demás pasiones y para hacerte esclavo de las mismas. Serás entonces ambicioso, vano, codicioso, tal vez cruel, tal vez impío e inhumano.

¿Tan funestas consecuencias debe tener el amar a un objeto cuya perfección parece agotó el poder de la naturaleza? Sí, hijo mío, a extremos tan funestos nos puede arrastrar el amor. Su apariencia hermosa, dulce y lisonjera no nos lo promete, éste es el cebo con que encubre su violenta ponzoña y la cruel tiranía con que trata a los que rindieron sus corazones a su aparente blandura. Con ésta irrita y provoca nuestra concupiscencia e inflama nuestros deseos, prometiéndonos la suprema felicidad en su posesión. Si el hombre que tal se la representa no puede conseguirla, veráslo hecho vil esclavo de sus irritados deseos, de crueles desazones y desvelos que agitan su interior, que atropellan su conciencia, que ofuscan su razón y que entorpecen su entendimiento. Veráslo suspirar, gemir, envilecerse en los brazos de una rabiosa desesperación, ultrajando al cielo y su destino, maldiciendo de la luz que no debía alumbrarlo y detestando de la vida de que se hace indigno. ¿De qué arrojo, de qué delito no es capaz el hombre en el delirio de esta intratable pasión?

Mas no es ésta la sola haz por lo cual la debemos contemplar. No se aflige ni se desazona tanto el amor por la dificultad, cuanto se envilece y empalaga por la felicidad de la posesión. A ésta sigue el sacio arrepentimiento que muerde y roe el ánimo, cubriéndolo de despreciable e indecoroso rubor. Añade los funestos lances a que anda expuesto y los efectos no menos fatales a la salud que al honor, y a la propia reputación. Bien es verdad que la riqueza, el lujo, la vanidad y la ambición parece que quieran autorizar desde sus volantes y dorados carros este funesto apetito. ¡Mas, ah Eusebio!, su apariencia no hay duda es leda, halagüeña y, al parecer, envidiable; pero entra, penetra su interior y veras cuanto más elocuentes son sus desengaños solapados que todos los consejos de la virtud. A su rostro, es verdad, asoma la risa liviana y la altanera desenvoltura, caen pendientes las rosas de sus sienes perfumadas, parece que el contento ufano brilla en sus ojos locuaces y desvanecidos, y que la delicia se afanó y sudó en adornar sus relajados cuerpos, mas cébanse en su interior como víboras las consecuencias del vicio; las inquietudes y desazones lo despedazan y a despecho de su vanidad les amargan la risa y les emponzoñan su contento.

Todo esto es sobrado general y ajeno de tus buenas costumbres e inclinaciones, para que te convenzan de la verdad que te persuado. Deduzcámoslo a un hecho de más de cerca, y que te interesa, quiero decir, a Henriqueta. Vístela y la amaste. No lo extraño; fue el primer objeto hermoso que se presentó a tus ojos inocentes. Vuelves a verla y la pasión que antes era tierna por la edad, ahora con la misma edad ya crecida, cobra mayores bríos y robustez. La virtud por boca de Epicteto te dice luego: no Eusebio, no desees lo que tal vez no puedes alcanzar. Lo que de ti no depende no te desazones por conseguirlo. Ese hermoso objeto que te arrebata y enajena irritando tu concupiscencia, te puede ser funesto. Su exterior es de blanda paloma; pero ¿quién te asegura que su interior no sea de Esperavan? No te dejes llevar tan fácilmente de la apariencia de la hermosura. Tal vez bajo exterior modesto y severo encubre la disolución. La veleidad, la soberbia y el capricho anidan tal vez en su pecho bajo el velo de una afectada compostura. Si no bastan estas razones para dar sofrenada a tu pasión, he aquí el caballo y flecha; ármate y huye. A guisa del pelear de los partos el amor sólo se vence con la huida.

Tal vez me estará objetando tu pasión que si el hombre ha de casarse, debe rendir su pecho a los dulces atractivos de la hermosura que empeñó su amor. Es así, hijo mío. Las leyes del cielo, las de la tierra, las de la virtud y honor no dejan otro lícito arbitrio a la concupiscencia que el casamiento. Éste parece ser una obligación que nos pone la naturaleza, con la cual yo cumplí, y con ella cumplirás tú cuando sea tiempo, conviniendo con tu padre. Mas ahora, ¿quién te asegura que éste, o bien el de Henriqueta, condescienda a los indiscretos deseos de tu mal fundada pasión? ¿Quién te promete que la doncella misma no esté prendada de otro amante más rico, tal vez, y más apuesto que tú? Si tu amorosa presunción te lisonjeó de su correspondencia por alguna de sus demostraciones, ¿no pudo ser antes efecto de su buena crianza, que prueba de inclinación que, tal vez, no te tiene? Y si es así, he aquí tu amor cercado de estorbos y de contrariedades invencibles, y expuesto tu pecho a las crueles desazones de un desordenado apetito.

Mas no quiero que sea tan difícil su adquisición. Demos que tu padre, que el de Henriqueta misma, la deseen y te la faciliten, y que la doncella misma arda por ti en mayor fuego amoroso que el que tú sientes por ella, y que al fin la obtengas por esposa. He aquí Eusebio sin experiencia y conocimiento del mundo, con la leche todavía en los labios, hecho amante y marido sin haber visto otro rostro y presencia que la de su Henriqueta. Hete aquí, digo, que entras en la gran feria del mundo, en que se presentan a tus ojos otras hermosuras más finas y delicadas, nuevas gracias y talles más bien cortados y zalameros; composturas más nobles y majestuosas, modestias más afables y atrayentes, dulzura de rostro y de ojos más insinuantes y elocuentes; discreción y virtud más amable y prendas más cabales que las de tu esposa, la cual comienza a descubrir sus defectos, luego tal vez los vicios que celaba, y he aquí a Eusebio disgustado de su elección, poco después arrepentido e infeliz para toda su vida.

Si te parece que no tienen fuerza estas reflexiones para obligarte a contrastar esa afición, ¿no podré invocar el dulce y suave imperio de la virtud y de la paz de tu inocencia? Ésta ha desaparecido, lo veo; mas te queda la virtud, la cual puede traer la paz a los santos afectos de tu pecho. Ella puede volverte aquel celestial consuelo que nacía de la tranquilidad de tus inclinaciones rendidas al señorío de la moderación y a la fortaleza de tu alma, la cual parecía que se había de provocar a otra hidra lernea y otro león nemeo. Mas Iole se dejó ver y rindió con sus ojos al que destrozó con sus brazos las más terribles fieras.

¡Ah!, Eusebio, la fiera más terrible es esta cruel pasión, y la que avasalló y venció a los vencedores de las naciones; el mayor esfuerzo y fortaleza es la que toma el ánimo de la virtud, la cual, a pesar del resentimiento del amor, sofoca los incentivos del deleite. La gloria mayor de Escipión no fue la que le dio Cartagena tomada apenas combatida, ni la que le cedieron Aníbal y Cartago, mas la que venera nuestra admiración cuando lo vemos restituir al joven Alucio su inviolada esposa. La orgullosa libertad que infunde la victoria, los derechos que ésta se apropia sobre los vencidos, el llanto de la doncella cautiva que realza sus gracias, inocencia y hermosura a los ojos de un joven vencedor no fueron motivos bastantes, aunque fueron los más terribles, para que el moderado Escipión satisfaciese a la libertad de su pasión provocada. ¿Abtúvose por abstenerse? No; ninguno obra de modo tan insulso, mucho menos do se interesa esta viva pasión, especialmente en un joven poderoso, general romano y vencedor. Más preponderaron en su pecho las leyes del honor en cotejo de la violación de una doncella, la compasión magnánima respecto del amor jurado a un joven amante, y del dolor de entrambos si les usurpaba tan envidiables primicias. Preponderó el ejemplo que debía al ejército que quería reformar y a la tierra que quería conquistar, antes con su clemencia y moderación que con las armas.

Estos motivos fortalecieron su virtud para que triunfase de los incentivos de su pasión; y a este triunfo debió tal vez el ser el terror del África y la admiración de todos los siglos y de la misma Roma en el destierro de Literno. ¿Si en lugar de la esposa de Alucio te hubieran presentado los soldados a Henriqueta Smith estando tú en lugar de Escipión, te hubieras comportado como él? Tal vez los motivos mismos hubieran despertado en tu pecho los mismos sentimientos de virtud. Hay, pues, motivos y medios para sobreponerse al amor; mas esto lo creerás tal vez ajeno de tu obligación sobre el casamiento... ¿Dudáis todavía, interrumpióle Eusebio, que no me convenzan tales razones? Lo creo, respondió Hardyl, pues lo confesáis, y me persuado que aun sin ellas hubiera quedado firme vuestra virtud a prueba de las sugestiones, estando aún so el abrigo de la dependencia. Mas el tiempo de la libertad debe venir, debéis entrar en un mar desconocido y navegar entre escollos y sirenas; y para entonces debe prevenirse ahora el prudente Ulises. Sin esto vanos fueran mis consejos. En la ocasión el hombre desprevenido degenera. Por lo mismo sufre que vuelva a tu objeción sobre el casamiento. Ni trataré ya de Henriqueta; dejémosla ahí, dejemos todas las demás mujeres para venir después a escoger la que más te convenga, aunque sea Henriqueta misma.

El hombre que ha de casarse debe rendirse a las gracias del sexo que más empeñan e irritan su pasión. Este poderoso aliciente que dio la naturaleza al sexo, lejos de oponerse a la virtud, se reconcilia con ella, y con ella apura sus quilates, de modo que el amor más puro y más delicioso es el que nace y crece con la virtud, y el que con ella se eterniza. Sin ella ama también el hombre; antes bien este es el amor común y vulgar entre los hombres. Raros son los corazones que unan en la tierra un virtuoso amor; y por esto son raros los amantes felices. Pueden bien sí parecerlo, lo serán por momentos; pero luego los funestos de las otras pasiones no domadas sofocan los dulces sentimientos del amor, el cual tan feliz parecía. Mas ellas, quebrantando la constancia, lo disponen al desabrimiento, fomentando a la infelicidad la ambición, a la cual siguen los cuidados y desazones que desengañan los infelices amantes de sus lisonjas y esperanzas en que fundaban su felicidad.

¿Pues qué, la virtud tiene poder para eludir estos fatales efectos? Si llega a unir dos buenos corazones, no hay duda. Esta feliz combinación sucede raras veces, mas depende de nosotros en parte el que suceda; pues es más fácil que logre esta ventura el que lleva al altar de Himeneo un alma pura y exenta de vanidad, mal avenida con la ambición y severa en sus obligaciones, que no aquél que lo llevan atraillado sus desordenadas pasiones a prometer livianamente una fe que no puede mantener. La curiosidad entonces, terrible móvil del amor, no tarda en apagarse, agotándose los alicientes con ella, y el ardor del afecto se amortigua. Al empalagamiento suceden los disgustos, y estos crecen a vista de otros nuevos atractivos; y si la virtud falta, el hombre cae y perece. Oye.

Omfis, joven noble, hermoso y rico amaba ardientemente a la bella Earina. Todos los que sabían sus amores envidiaban de antemano la suerte feliz de su esperado casamiento; pero desgraciadamente su mismo padre se lo estorbaba por ciertos disgustos de pundonor, fatal enemigo que se forja la vanidad. ¿Pero de qué no se lisonjean los amantes? Tienta Omfis de obtener el consentimiento de su padre; el infeliz no sabía el poder de la enemistad, mayor tal que el del amor. Mas lo probó en la indignación de su padre a su importuno llanto y en las execraciones de que lo cubrió si llegaba jamás a ofender su paterno afecto, tomando por mujer a Earina.

El amor contrastado crece y toma fuerza de la represa misma, como las cobra la corriente de los obstáculos que se cruzan en su avenida. Omfis gime y se desespera. Su imaginación se irrita con el temor de perder las gracias y los amores de su amada. Quédanle no obstante lisonjas de rendir la obstinación de su padre, poniendo por intercesores sus deudos y amigos. Pero el padre, más duro y sordo que los escollos de Ícaro, se niega a todos y persiste en su negativa; y el hijo vuelve con mayor encono a sus profanas quejas y lamentos. Acusa al cielo y tierra de contrarios a su felicidad, y en el exceso de su dolor jura de casarse a cualquier coste con su amada Earina.

Halla medio de hablarla; expónele su sentimiento y la cruel obstinación de su padre, y propónele la huida de entrambos, facilitándole los medios para ejecutarla. Earina oye sus quejas y su proposición; lo aprueba todo, pero el temor y decoro atan las alas a su amor. Dale con todo por respuesta que, estando la mayor oposición de parte del padre de él, éste no podía impedir la ejecución de su casamiento si el padre de ella, como lo esperaba, se lo facilitase, o en caso que también éste se opusiese, recurrirían al expediente de la fuga, pues ella estaba resuelta a sacrificarlo todo por satisfacer su pasión.

Ufano y sosegado Omfis con tan lisonjera respuesta, oculta sus designios a su padre, mostrándosele sumiso. Earina entretanto cuenta al suyo, para indagar su ánimo, la indignación que había manifestado el de Omfis a la proposición que le hizo de casarse con ella. Mas sin dejarla acabar, creyendo que el padre de Omfis se oponía al casamiento con su hija por presunción de nobleza, toma su negativa por agravio hecho a su honor, y en el resentimiento de su vanidad envía al padre de Omfis mensaje de desafío. Lo acepta éste, y entrado apenas en liza, cae víctima del ciego pundonor, quedando tendido y muerto en el campo.

¡Omfis desnaturado! ¿Calmó acaso tu impío amor a la nueva de la muerte de tu infeliz padre? ¿El filial amor dio a lo menos sofrenada a tu furiosa pasión? No, pues te desnudaste del luto para adornarte de las galas del Himeneo. La nobleza, el valimiento y el dinero más poderoso, echan ceniza a la memoria del delito del padre de Earina; y ésta, coronada de joyas, se presenta al altar en que jura a su amado Omfis fidelidad eterna entre el festejo y envidiados parabienes de los que sus bodas solemnizaban. Ves ya los amantes al colmo de su dicha imaginaria, obtenida al caro precio de la sangre de un padre que pedía al cielo venganza de la desenfrenada pasión del hijo.

¿Tomóla acaso el cielo? ¡Ah, Eusebio! El cielo abandona al delincuente a su delito; la misma culpa toma venganza del que la comete. Omfis era ambicioso, presumido y colérico. Su amor tenía por solo objeto satisfacer a su pasión. Amaba en Earina el solo exterior que conocía: los alicientes de su hermosa presencia no le dejaron conocer el pérfido corazón que abrigaba, ni la loca ambición de ser cortejada y adorada de otros amantes. Omfis presumía sobrado de sí y de su apostura para recelar de su amada estos agravios, como si la hermosura del hombre fuera el solo señuelo del amoroso capricho de las mujeres. Esmerábase en hacer alarde de sus riquezas, fomentando más en ellas su vanidad y la de su Earina. Los convites, los saraos y las superfluas galas acrecentaban sus gastos, y éstos las deudas, que alcanzaban a sus rentas. El juego, destruidor de las familias, acortó las largas a los acreedores y dio al través con su ambición.

La vanidad no podía ya suministrarle ingeniosos medios para mantener en boga el tren y alto trono que había dado a su dita. Convino, a pesar de su humillada ambición, recoger velas y retirarse a cala. ¿Earina, la vana Earina, podrá reducirse a dividir con su Omfis el grave peso de sus desaciertos y locuras? ¿Tendrá valor para aliviarle con dulces consejos la aflicción de sus tardos desengaños? ¡Ah! No es éste el proceder de la vanidad y de las pasiones desordenadas. Amargas quejas, reproches violentos, importunadas desazones, llantos, lamentos y desesperación esperaban a Omfis en asechanza para agrazarle su ideada felicidad. Rebotaban en su intolerante oído los ásperos acentos de su mujer que irritaba su impaciencia, despertando poco a poco el odio en que se muda el cansado amor, y arrancábale demostraciones de su entibiado afecto, de aquel afecto que parecía habían de hacer eterno sus primeros abrazos. Antes su dicha pendía de las dulces miradas de Earina y de su suave compañía. Ahora las rehuye y abrevia los momentos de la odiosa estada con ella; ni ella echa de menos la ausencia de su disgustado marido, mostrándole desprecio igual al que éste le manifestaba.

Silio, su primo Silio, vino a romper enteramente su aflojada unión. El amor que le había manifestado Earina le dio prendas que no sería desechado en tan oportuno lance, del cual supo aprovecharse el astuto Silio para cubrir de ignominia a Omfis, a quien con fingidas demostraciones ocultaba el odio que le profesaba. Era Silio tan bien apuesto y galán de cuerpo, como feo y de rostro desapacible. Y aunque las frecuentes y largas visitas con que entretenía el ocio de Earina daban a Omfis sospechas; mas presumido éste de sí mismo y confiado de la fealdad de Silio, tuerto de un ojo y devorado el rostro de viruelas, hízolo sobreseer al asomo de sus celos, dejándolo frecuentar su casa. Mas como la curiosidad lleva al ánimo y a la mente por cerros imaginarios, haciendo posibles las más extravagantes ideas, despertó en Omfis los deseos de oír lo que los dos primos entre sí trataban.

A este fin levántase un día de la mesa antes de acabada, fingiendo ocurrirle un negocio perentorio, y en vez de tomar la puerta de la calle, toma la de la estancia en que Earina recibía a su amante Silio y escóndese en la alcoba agazapado, esperando el momento que había de apresurar, sin temerlo, su rabiosa ignominia. Confiada Earina en la ausencia de su marido, cuenta los momentos de la tardanza de su primo, el cual llegó finalmente a saciar de deshonor la funesta curiosidad del que, palpitando sin cespitar, alargaba atento oído para mejor satisfacerla, creyendo que tratasen otro asunto que los declarados amores a que sin embarazos se entregaron. Las caricias y ardientes ósculos eran otros tantos rayos que aturdían y traspasaban el alma atónita del ultrajado marido, el cual, trémulo de indignación e irritado de despecho, sentíase impelido a prevenir su entero deshonor. Pero la misma fatal curiosidad lo contenía para ver si llegaban al increíble extremo, pareciéndole imposible que ninguna mujer, mucho menos la suya, pudiese avasallar su decoro a la horrible fealdad del rostro de Silio.

Tardó poco a desengañarlo la violencia de éste y la flaca resistencia de su Earina que, dejándose arrastrar para ser más poderosamente vencida, iba a cederle el triunfo de la jurada fidelidad a su marido, bien ajena de sospecharlo testigo de su infamia, cuando, bramando de rabia y de furor, sale de su escondrijo y se manifiesta a los traidores, oprimiéndolos de atónita confusión y dejándoles cuajados en las venas sus profanos ardores.

Llevado de la sola curiosidad, no pudiendo sospechar tan fiero desacato, no acordó Omfis de ocultarse armado; y aunque era colérico, faltábale el esfuerzo y coraje para haberlas con el resoluto y adelantado Silio, el cual, aunque reo y casi cogido en el cuerpo del delito, sacando más irritado aliento de su aturdida sorpresa, corre a tomar la daga que había dejado, y, empuñándola, se presenta con ella al desvalido Omfis que, a tal vista, oprimido más del dolor y de la rabia de su ignominia que del temor de la muerte, déjase caer sobre la cama, abandonándose a los amargos sollozos con que regaba aquel mismo lecho que antes creyó el altar de su dicha. Puedes figurarte cuál quedaría Earina, viendo patente su infidelidad el mismo a quien ofendía, y cuya terrible aparición la oprimió de abatimiento; tal que iba a entregarse a un fiero desmayo, cuando encendió de nuevo su aliento el resplandor del desnudo acero en las manos del fiero Silio, en ademán de acometer a su miserable y desarmado marido.

Corre fortalecida de un resto de compasión a detener el brazo de su primo, ofreciéndole su interpuesto pecho cual estaba desnudo, para que borrase con su sangre la confusión de su culpa. Mas Silio la asegura que no ensangrentará su acero en un desarmado; pero que sólo se lo haría envainar el juramento que pedía a su marido sobre el perdón que para entrambos requería. Nada de esto oía el infeliz Omfis por los roncos sollozos que exhalaba de su enconado pecho, teniendo tendidos los brazos sobre la cama, contra la cual oprimía su confuso rostro, no atreviéndose a levantarlo para no alterarse de horror volviendo a ver aquellos detestables cómplices de su indeleble ignominia, ni se movía de aquella postura por más que el atrevido Silio se esforzase a tirarlo del brazo para obligarlo al juramento que pretendía.

Quisiera la pálida y confusa Earina quedar antes muerta que esperar el fin, creyéndolo funesto, de las pretensiones de Silio. Tentó evadirse de la estancia, pero Silio le impidió la salida apoderándose de la llave, resuelto y firme en no dejarlos salir de allí hasta que Omfis no le jurase el perdón que le pedía. ¡Ah! ¿Quién no tuvo aliento para preferir la muerte en tan horrible circunstancia, lo tendrá para dejar de ceder a tan oprobiosa violencia? Cedió, pero no tanto por temor cuanto por sacudir más presto de su presencia aquel detestable violador de todo derecho, jurando sobre el desnudo acero que no tomaría ningún género de venganza ni contra él ni contra Earina.

Asegurado de su promesa, parte Silio dejando al infeliz Omfis sumergido en el letárgico dolor que sucedió a su agotado llanto. ¡Cielos! ¿Dónde está aquel amor ciego, ardiente y furioso que a trueque de satisfacerlo hubiera atropellado Omfis las leyes humanas y divinas? ¿Dónde aquella terrible pasión, a la cual pospuso la vida de su propio padre? ¿Dónde aquella eterna fidelidad que le juró su Earina y aquellas caricias y cambiados regalos de sus primeros amores? ¿Dónde el júbilo y parabienes de sus envidiadas bodas y aquellas dulces y seguras esperanzas que le prometían una felicidad eterna? Todo desapareció cual humo. Un feliz sueño no se desvanece tan presto. Al falso gozo, al fugaz deleite, a la vana ostentación de una aparente dicha, sobrevino el llanto, la amargura, la confusión, el horror y la ignominia que se emposesionaron de aquella infeliz casa y de sus más infelices dueños.

¿Crees que se limitase a esto sólo la desventura de su inconsiderado casamiento? Escucha todavía.

Atado de su mismo juramento el enojo de Omfis, y de los recelos que le daba el esfuerzo del atrevido Silio si tomaba venganza de su pérfida Earina, resuelve a no mirarla como mujer; sepárase de su cama y de su mesa, y trátala como a cosa que no le pertenecía. Este justo desprecio y enajenamiento de su marido, peor tal vez que el castigo, fomentaba en ella la fiera confianza y odioso atrevimiento con que correspondía al desdén que Omfis le mostraba, sin apagar en su alma la torpe pasión por Silio, con quien continuaba a mantener secreta correspondencia. Temía éste exponerse a un fatal desafuero y aventurar sus seguros amores si volvía a dejarse ver en casa de Omfis a la descubierta. Pero teniendo sobradas prendas para temer que éste diese sobresalto a sus sueños, pasaba algunas noches con Earina, añadiendo el atrevimiento a la desvergüenza y a la protervia del desacato. ¿Creyéralo esto Omfis? ¿Creyera que las ardientes protestas y ansiosas demostraciones pudieran llegar a convertirse en odio tan cruel, que llegase a maquinar con Silio quitarle la vida aquella misma Earina?

Estos horribles intentos iban madurando los traidores, cuando la suerte, queriendo desviar la muerte de Omfis, le inspira una invencible aversión al país y casa que habitaba, avivando más en su fantasía la fea opinión de su oprobio, e instigándolo a irse a donde no fuera conocido. Cede Omfis a estas instigaciones, y aunque procuró ejecutar su salida sin que ninguno la penetrase, no la pudo ocultar a la sagaz mujer, que se alegró de ella, pues le ahorraba la terrible ejecución de sus fieros designios. Avisó, pues, a Silio del día de la partida de su marido y éste, creyendo que ninguno sabía su determinación, salió de su casa para ausentarse también de la ciudad.

Avisado el impaciente Silio de su ida, vuela a los brazos de Earina para satisfacer su pasión sin estorbos y sin la enfadosa sujeción de la presencia de Omfis. Era ya tarde y a boca de noche cuando éste dejó su casa, encaminándose fuera de la ciudad, donde tenía dada orden que le llevasen el caballo para seguir su viaje. Mas, cansado el destino de la maldad de su mujer, y queriendo castigar su perfidia, hizo de modo que el esperado caballo no compareciese ya cerrada la noche, obligándole así a volver a su casa, donde se lisonjeaba que no sería echado menos. Silio entretanto, arrojado todo respeto, obliga a Earina a retirarse antes de tiempo, necesitando del descanso del lecho por el dolor que sentía, efecto de haber querido probar sus fuerzas aquella misma tarde con sus amigos, sobre apuesta de quién de ellos levantaría mayor peso.

Quedó por él la victoria, pero al caro precio de su salud, quedándole su pecho tan resentido del violento esfuerzo, que sólo su pasión más violenta pudiera hacerlo entrar en la nueva lid de amor. ¡Oh locos desvaríos! Mientras se esfuerza en hacer triunfar también su apetito entre los brazos de Earina, rómpesele una vena, tal vez ya sentida, e inunda el rostro de su enajenada amante de bocanadas de negra sangre, echando con ellas el alma y dejando aplomar su cuerpo sin vida sobre el de la misma que, abrumada del difunto peso y del horror del funesto y repentino accidente, no sabía qué expediente debía tomar en tan horrible circunstancia. Preponderan en ella el susto y el dolor de aquel fatal acaso que comenzó a sacarle mil dolientes expresiones, al tiempo que Omfis muy paso, por no ser sentido de alguno, entraba en su casa bien ajeno de aquella catástrofe y de la que él había de añadir.

Habíanse retirado los criados, dejando reinar en la sala un profundo silencio que sólo rompían las quejas y los lamentos de la desolada Earina. Éstos hieren el oído de Omfis, el cual, temiendo que su mujer hubiese penetrado su fuga, sospechaba que se afligía por su ausencia. Un inflexible sentimiento de desprecio hízole proseguir su camino; mas la fatal curiosidad lo detuvo, haciéndole aplicar el oído a la puerta para ver si su mujer lo nombraba en sus lamentos. ¡Omfis desdichado! No te llama a ti ni te nombra; mas llama en vano a su difunto Silio. A tal nombre se escandece y sobresalta de ira. Toda la rabia de su indignación e ignominia no vengada, enciende ahora con mayor vehemencia los deseos de su venganza y le impele a ello la vista del acero que llevaba ceñido para el viaje. Echa mano de él y, acosado de su ciego furor, abre la puerta mal cerrada que le deja entrada libre. Sus ojos centelleantes de enojo y el funesto resplandor, de su desenvainado acero deslumbran los de Earina que, arrojando a su terrible e inesperada presencia un seco alarido, cae sin sentidos en el suelo.

Nada menos pudiera sospechar el indignado Omfis que ver su lecho transformado en funesto cadalso del traidor que lo violó; ni advirtió en ello cegado del enojo hasta que la caída en el suelo de Earina, enfrenando un poco su furor, dejóle tiempo para descubrir a la luz escasa que alumbraba la estancia, el yerto cadáver que allí yacía. El terror que le causó tan horrible sorpresa, no pudo impedir la entrada al furibundo enojo que lo incitó a cebar su vengativa saña en el pérfido seno de su esposa; vengando así el oprobio de que lo cubrieron las profanaciones y delitos de la que un tiempo llamaba su adorable Earina.

¿Parécete, Eusebio, que pudieran tener tan desastrado fin tan tiernos y ardientes amores y los deseos de Omfis para obtener a cualquier coste esa misma Earina? La obtuvo, creyendo obtener con ella la felicidad que su loca pasión le representaba. Mas ve cuáles fueron sus quilates. Persuádete, pues, que no inferiores fines, aunque no sean tan horribles y sangrientos, llegan a tener los casamientos a los cuales no preside la virtud. Extravíos, quejas, desazones, roimientos de celos, afanes, lloros, disgustos y arrepentimiento son por lo común las arras que el indiscreto amor les reparte.

¿Y a qué toque, pues, me dirás, debe quilatarse el santo amor? Al del afecto, contenido en su mayor ardor de la moderación y de la prudencia; las cuales, antes de fomentar la llama en un objeto que la enciende, lo miran y examinan por todos sus visos y los comparan con sus sentimientos, sin perder de vista los medios que le presentan el decoro, la reputación y fuerzas de su estado. Este puro afecto contenido de la descaprichada entereza, prefiere un dulce genio a una brillante hermosura y pospone una rica nobleza sin virtud a una virtuosa pobreza. Si a la doncella destinada por esposa se presenta un temor respetoso, contiene el atrevimiento de la pasión que la blanda flaqueza del sexo le irrita. Antes se abandona a los dulces transportes del alma bañada de los destellos de la ternura, que al justo deleite robado de un protervo desacato. La noble reserva, el majestuoso poder y el suave continente de su amada, merecen antes su aprecio que las gracias zalameras y el suelto despejo que anuncian sentimientos indignos del rubor adorable y de la inocente vergüenza dada de la naturaleza por dote principal al sexo.

¿Llega por ventura el himeneo a romper los velos con que cubrían sus tiernas frentes la inocencia y la honestidad? ¿Llega la bendición del cielo a quitar los estorbos a la unión de sus castos pechos? La virtud, que contuvo sus inculpables afectos, enciende y aviva antes los tiernos sentimientos de su segura confianza, que los de su concupiscencia. Inunda antes sus enajenados corazones del llanto de un gozo inexprimible que del fugaz deleite que lo acompaña. Vanidad, ambición, riqueza, lujo, modas, el mundo todo se anonada en cotejo de los preciosos atractivos de su mutua y sana correspondencia. La casa y la familia de la mujer fuerte son su templo, su teatro y las delicias de su alma. Su inflexible honor cerró las puertas con mano firme a las ocasiones en que pudiera ser asaltada su flaqueza; y si es combatida a pesar de su reserva, el fiero pudor y el noble decoro que velan en la defensa de su severa honestidad, cortan las esperanzas al atrevido enemigo humillando su osadía.

Reconcentrada en los límites de su decente o rico estado, no la tienta ni la provoca la riqueza mayor, ni las galas y ostentación de sus vecinas. Ama el aseo y la decencia, y aborrece toda vana superfluidad que pudiera ser gravosa a su estado; y si la tienta alguna fantasía y capricho, les opone la entereza y moderación, y la memoria de sus dulces hijos. Los cuidados y desvelos que le piden éstos con su crianza endúlzaselos su virtuoso cariño y la paciencia que les presta, la suaviza el dulce afecto que no divide entre vanos objetos de lujo y de ambición.

¿Nace algún contraste de genio, de opinión o de voluntad entre los que no son ángeles? Su amor mismo se afina en sus mismas diferencias, cortando todo motivo de disensión la voluntad que cede con nobleza, previniendo todo disgusto y alteración indigna de las tiernas confianzas de sus corazones. Si alguna falta cometió el descuido, o cayó en ella la humanidad, tócala la moderación y prudencia para repararla, no para realzarla sin provecho, ni para agravarla con modos altaneros. ¿Propásase tal vez la indiscreción? El pronto y tierno arrepentimiento hácese acreedor a la ternura de un ánimo compasivo y humano, que perdona a un inadvertido arrebato.

No, Eusebio; la ira más enconada de la suerte, ni su terrible mano armada de las necesidades de la pobreza, y si quieres de la ignominia misma, no tendrá poder para desarraigar el santo amor de los pechos, en que lo fecundó la virtud con los divinos destellos de su dulzura. El desastre y el oprobio quedan aniquilados en los tiernos y ardientes abrazos de dos virtuosos corazones. ¡Oh, si todos los amantes llegasen a probar las celestiales impresiones de la virtud! ¡Ah! Los hombres serían demasiado felices, y no es esta felicidad la que desean. Quieren establecer su imaginaria dicha sobre la opinión y aprecio de los otros hombres, y la vanidad les usurpa el precioso y puro contento de la dicha verdadera; la cual no puede pasar los límites del corazón en que sola la virtud la disfruta.

Según esto, ¿te parecerá, hijo mío, que no habrá felices casados en la tierra? Mas el mundo no está todavía tan pervertido, y la virtud no dejó la tierra, como se dijo de Astrea. Cabalmente ella no necesita de suntuosos templos, ni magníficos edificios, ni de dorados gabinetes. Mas se contenta tal vez de una choza, si la tiene; y una decente habitación es el mayor palacio a que tampoco aspira; pero está en ella y la goza si la suerte se la presenta. Esto me trae a la memoria el caso de un dichoso casamiento; y puedes creer que no lo tomo del tiempo de Filemón y Baucis. Tales historias son demasiado lejanas para que hagan impresión en nuestros pechos. El caso es reciente, pues es de un joven amigo mío, el cual contribuyó también para que yo escogiese la vida que llevo. Pero tú estarás ya cansado de oírme y será mejor que lo dejemos para otra ocasión. No, no, dijo Eusebio, proseguid; dadme este placer, pues os aseguro que lo tendré en escucharlo por largo que sea.

Prosigo, pues, dijo Hardyl. Era este joven conciudadano mío y de una ilustre familia bastante rica a la verdad; pero como el mayorazgo absorbe casi todos los bienes de un linaje, privando de ellos a los segundones, se vio necesitado Isidoro, que así este joven se llamaba y era el quinto de sus siete hermanos, a vivir a la capa de la fortuna hasta que ésta le abriese algún camino a las dignidades, o a los cargos y honores de la milicia; pues los claustros, que son también el otro refugio de la necesitada nobleza, no parece tenían mucho atractivo para con Isidoro. Su genio tierno, sensible y apasionado se sentía llamado antes para llevar el yugo de Himeneo, que para padecer la desnaturada crueldad en el templo de Cibeles. Su alma, su corazón, sus sentidos pedíanle una amante; por ella ardía y suspiraba de continuo, hasta que ya libre de las cadenas de la pesada educación, voló como sediento ciervo a buscarla en los retretes que su nobleza frecuentar le permitía.

Lleno, pues, de sí y de sus prendas exteriores, iba en su imaginación entretejiendo palmas de conquistas, creyendo, como sucede a todos los bisoños en el amor, que el trato y comercio familiar está cortado a la medida del de Angélica y Medoro, sin que mil desengaños lleguen jamás a sofocar las falsas lisonjas de sus engañadas esperanzas. Con estos vanos principios echó la vela al viento, no teniendo otro norte que lo guiase y preservase de los escollos del vicio que su honrada timidez de genio y bondad de corazón, por la cual era a la verdad adorable, y su natural inclinación a la virtud, que se le acrecentó con la lectura de Séneca y de Plutarco, autores que le pusieron en las manos, no sus maestros sino mis persuasiones, mereciéndome su dulce genio particular afición.

Siendo santas, aunque ardientes, las intenciones de su pasión, llevando por fin el casamiento y no las indignas asechanzas, a otro lecho ni al honor respetable de las doncellas, ocupaban éstas los desvelos y esperanzas de su amor, fijándolo en una no menos hermosa que astuta y prevenida, la cual, dando ojo a su galanteo, cebó las llamas de la presunción de Isidoro para llevarlo atado al carro de su beldad, y así añadirlo al número de otros tres amantes cautivos que lo seguían. Era ella de igual nobleza que él, pero rica heredera, lo que ella no ignoraba y lo que la hizo preferir desacertadamente el más rico de sus amantes, dejando así sumergido en una rabiosa confusión al pobre Isidoro, cuyo dolor ni pudieron mitigar mis consejos ni los de otros sus amigos. Estos remedios del amor se los reserva el tiempo; y éste le curó por la vía más expedita, abriéndole la puerta de otra noble familia, aunque no muy rica, proporcionándole el conocimiento y amistad de la menor de tres hermanas, de las cuales el orgullo de la madre había hecho de antemano en su idea tres ilustres condesas; opinión que no era muy favorable para el amante Isidoro, pero como se lisonjeaba que la doncella se había de enamorar de su bondad y nobleza como Safo por Faón, esmerábase en su cortejo, esperando encender a fuerza de insinuantes expresiones y caricias el fuego que deseaba ver arder en su blanco pecho.

Desgraciadamente un día en que se le proporcionó quedar solo con ella, atrevióse a doblarle la rodilla para implorar su piedad y para declararle sus intenciones; mas ella, volviéndole con aire severo la espalda, lo dejó en seco en aquella postura, en la cual le sorprendió la madre, cuya presencia le cuajó la pasión en las venas; y él quedara allí para copiar del poder de Medusa, si echándole en cara la misma madre su atrevimiento, no lo hiciera volver sobre sí, encendiéndolo de confusión y vergüenza con el fiero reproche que le hizo de su pobreza. Penetróle esto el alma, cubriéndolo de tristeza tal que por mucho tiempo se negó a la sociedad y a sus más íntimos amigos, desahogando su oprimido pecho con continuo llanto y quejas contra la desigualdad de la herencia y contra la vanidad y ambición del sexo.

Para aliviar su mortal pesadumbre en el retiro, recurrió a los libros a quienes era aficionado; vínole casualmente a las manos Lucano, sin quererlo tomar antes que otro, sino por mero maquinismo del dejamiento en que la tristeza lo tenía. Abierto, sáltale a los ojos el paso de César y del buen Amiclas, cuyo contraste de ambición y pobreza, animado del fuego del poeta, hízole tanta impresión en el alma, dispuesta ya a los sentimientos de la moderación, que lo preparó insensiblemente para la fuerte resolución que después tomó de preferir la dichosa quietud de un pobre estado a las desazones y anhelos de buscar otro honroso sobre sus fuerzas, sin poder tal vez jamás alcanzarlo.

He aquí, Eusebio, cómo la virtud se hace comúnmente refugio de la desgracia. La ambición humana humillada de la forzosa necesidad, si desespera de conseguir la dicha que le presentan las pasiones, se ve forzada a plegarse y a reconcentrarse en su interior para buscar en él la felicidad que le niega en otra parte la suerte. Mas si desgraciadamente en vez de los buenos sentimientos de la virtud, halla sólo en su corazón los renuevos de su vanidad quebrantada, que quieren retoñar con violencia a pesar de la misma desgracia, muerden su interior y lo exasperan; y excitando en él la rabia y la desesperación, lo reducen a ser el objeto más infeliz y miserable.

Pero si, al contrario, reconcentrándose en sí mismo, halla en su corazón los santos sentimientos de la virtud, recibe de ésta compensación bastante de los bienes inciertos y vanos de que lo priva la fortuna. Entonces sofoca el residuo de sus vanos anhelos, fomentando en vez de las desazones de la ambición, los consuelos de la tranquilidad de su conciencia que le da la moderación; de cuya dulzura regalada el alma, goza de aquel estado en el cual sin desvelos y sin zozobras prueba la dulce satisfacción que le negaba la vanidad y la ambición, cuando haciéndolo correr tras los honores y placeres, huían de él a paso que esperaba alcanzarlos.

Por esto, hijo mío, aunque parezca a primera vista extraña la máxima de Epicuro de preferir que la fortuna lo tuviese a prueba de sus reveses antes que de sus favores7; pero bien considerada se ve que dimana de la persuasión de una acendrada sabiduría, pues la prosperidad y el favor de la fortuna parece que nos hincha, engríe y enajena, y los trabajos al contrario nos humillan y nos corrigen infundiéndonos moderados sentimientos. Por esto mismo, cuando la virtud no fuese buena para más que para hacer felices los desgraciados, este solo título debiera bastar para empeñar los hombres a ejercitarla, para tener en ella sobrada recompensa de los bienes que la fortuna por otra parte les niega.

Esto probaba Isidoro, y como sabía que la virtud no se oponía al amor, sino que antes lo acendraba, determinó casarse con un objeto digno de sus buenos sentimientos, y aunque fuese pobre, que pudiese contribuir por lo menos a la tranquilidad de la vida, a la cual aspiraba. Con esta determinación salía una mañana de J... camino de la villa de M... a donde llevado de sus pensamientos llegaba a hora que tocaban a misa. Ocúrrele que tal vez en la iglesia se le podría presentar objeto que llenase sus deseos, como le sucedió a Aconcio con Cídipe en el templo de Diana. Entra, pues, en la iglesia y pónese a tiro de satisfacer sus esperanzas de modo que no pudiese ser notado. Fluctuaba su inclinación al paso que herían más o menos a su genio los diferentes objetos que entraban, hasta que la compostura y gracioso talle de una que le pareció doncella, fijó su afición de modo que resolvió seguirla a su casa, acabada la misa, para pedirla por mujer a sus padres, como lo ejecutó palpitándole el corazón de alborozo.

Entrando en la casa poco después de aquella doncella, pregunta por el dueño a una atezada labradora que acudió a su llamamiento. Respóndele ésta que su marido, que era el dueño de la casa por quien preguntaba, estaba fuera. A las instancias del impaciente Isidoro, que decía importarle sumamente hablar con él, envía la madre a Dorotea, que así se llamaba la muchacha, a buscar a su padre para que viniese a verse con un caballero que deseaba hablarle.

Entretanto que Dorotea iba en busca de su padre, abrió su pecho Isidoro a la madre, manifestándola sus intentos. Ella, aunque algo lisonjeada de la presencia de aquel joven caballero y de sus pretensiones, temió con todo que tan gran desigualdad de estados pudiese amargar asechanzas al honor de su hija, y en esta suposición, tratando algo despegadamente a Isidoro, le dijo que a Dorotea le estaría mejor el honrado Antón Rodríguez, que no su señoría. Golpe fatal y que hirió en lo vivo de sus esperanzas y lisonjas al amante caballero. Pero le volvió el alma a su ser la cortés rusticidad y los modos afables, aunque abiertos, que usó con él el padre de Dorotea luego que entró en su casa; y así pudo exponerle con mayor confianza sus deseos, y el modo de vida que quería llevar, renunciando a los honores y pompa de su nacimiento.

Damián Valdés, que a la modestia y afectuosas expresiones de Isidoro, conoció que trataba veras, parecióle verdad lo que oía; y desde luego le dijo que se tendría por muy contento con tan ilustre parentesco, pero que sólo lo detenía la indignación que debía temer de parte de sus deudos si condescendía en darle su hija. Abriósele el cielo a mi amigo oyendo la respuesta del padre; y en el transporte de su alborozo echóle los brazos al cuello. El viejo Damián, enternecido con tal demostración, lo abrazó también con lágrimas en los ojos, dando voces a Dorotea para que viniese; y en esta postura tierna los halló la muchacha que acudió al llamamiento del padre; el cual, desprendiéndose entonces de Isidoro, tomó la mano a su hija, diciéndole que aquel caballero la pedía por mujer; pero que él, a pesar del honor y complacencia que recibiría de su casamiento, no quería forzar su voluntad; pues si ella no venía bien, se consolaría con su negativa del honor que pudiera darle aquel parentesco.

La inocente Dorotea condescendió antes con los ojos enardecidos de rubor, que con las palabras; excita nuevo transporte en el pecho de Isidoro, el cual le dobla inmediatamente una rodilla, y tomándola por la mano aplica a ella su boca bañándola de lágrimas de consuelo. Y después de haber renovado su reconocimiento al padre con tiernas demostraciones, encargándoles encarecidamente el secreto, volvióse a la ciudad para disponer las cosas necesarias al casamiento. Formó de antemano el sistema de vida que había de llevar casado, de la tierra que había de comprar, que era un pedazo de terreno, parte monte, parte llano, cerca de la ciudad de M... en donde antes había estado, y cuyo sitio delicioso hirióle tanto el gusto y fantasía, que por verse en él casado hubiera despreciado el imperio mayor de la tierra. Y ahora que entraron en posesión sus esperanzas de la prometida Dorotea, levantaba en su imaginación la casa que había de habitar, el bosque que había de coronar el otero, y a cuyas plantas había de echar el cimiento de su habitación. Ya le parecía estar dulcemente sentado a la sombra de los plantíos que le habían de dar sobrados frutos; veíase ya vestido del honrado sayo que había de tomar, y contaba ya las cabezas del rebaño que había de capitanear por aquellos herbosos valles.

Mil dulces memorias, mil ideas de una dicha cumplida inundaban de consuelo indecible su alma, bien ajeno de las dificultades y estorbos que habían de contrastar su ideada felicidad. Origen de ellos fue la misma madre de Dorotea, mujer de aquellas que se hallan mal avenidas con la gente principal y que contó a Antón Rodríguez el motivo por el cual había venido Isidoro a su casa, y cómo su marido le había prometido a su hija por mujer. Cuanto era mayor el rival de Antón, tanto mayor dolor y envidia excitó en su amoroso pecho la determinación de Damián Valdés y el odio contra el poderoso usurpador; de modo que resolvió a cualquier coste no dejarse llevar la presa, ora fuese con buenos términos ora con violencia.

Era sobrino Antón Rodríguez del cura de aquella villa, el cual esperaba tiempo oportuno para pedir a Damián Valdés su hija para su sobrino; porque siendo Dorotea hija única, y por consiguiente heredera, esperaba acrecentar con su herencia, aunque pequeña, la hacienda corta de su sobrino. Informado, pues, el cura por éste de la resolución del padre de Dorotea, creyó medio oportuno para romperla el hacer sabedor a la familia de Isidoro de las intenciones que éste llevaba. Y a la verdad no andaba errado el buen cura, pues logró alzar tal polvareda y alboroto entre los deudos de Isidoro, que no bastando consejos ni amenazas para hacerle desistir de su empeño, resolvieron hacerle encerrar en un castillo para que se desvaneciese su pasión.

Llegó a penetrar esto Isidoro y, siendo yo amigo y confidente suyo, vino a comunicarme su aflicción y a pedirme consejo sobre lo que debía hacer en tal lance. Yo, sabiendo que había ya dado palabra a Dorotea, aconsejéle que pidiese ir a Nápoles a seguir la milicia en aquel reino, a lo cual condescenderían desde luego sus parientes; y en caso que esto consiguiese, le di traza de todo lo que debía hacer para efectuar su casamiento, como lo oirás en adelante. De hecho sus deudos, a trueque de no verse afrentados en su opinión con aquel casamiento, concurrieron a porfía en equiparlo y en proveer su bolsillo de mayor cantidad de dinero de la que pudiera esperar y desear. Pero como esta ida a Nápoles era sólo para dar mejor salida a sus intentos opuestos, llegado el día de la partida, cortejado de sus parientes y amigos, entre los cuales me hallaba yo, salió de la ciudad, pero para diferente destino. Sabían el cura y el sobrino la partida de Isidoro y dábanse los parabienes de su acertado consejo, mientras la triste Dorotea devoraba su dolor, creyendo para siempre perdido su amado Isidoro. Y aunque Damián Valdés estaba informado del verdadero camino que había de tomar y del modo y día que había de llegar a su casa, consolaba a su hija afligidísima, en términos vagos sin atreverse a descubrirle el secreto, temiendo que no se enmarañase de nuevo el negocio, si por sobrada compasión con su hija se descubría.

Caminaba entretanto Isidoro abriendo su corazón al colmo de la ansiada libertad, la cual, rotos los fuertes lazos de la vana opinión, llegaba a inundarlo de extraordinario alborozo; y aunque salió de la ciudad camino de Italia, debía torcerlo para efectuar sus intentos al paso de un riachuelo, a donde llegó a tiempo que pasaban también unos gitanos que se encaminaban hacia el mismo lugar para donde Isidoro torcía. Al verlos parecióle que la fortuna se los presentaba para poder deshacerse más presto del caballo que montaba, y al cual ellos habían antes echado el ojo que al dueño. Salido apenas del esguazado arroyo, no pudiendo tener su júbilo a raya el montado caballero, dijo por dos veces gritando: Pasóse el Rubicón, pasóse el Rubicón. Uno de los gitanos que lo oía, y que otro no veía que el caballo, no entendiendo tampoco la alusión del dicho de Isidoro, se prevalió de él para echar lance sobre la compra del caballo, diciéndole: Rubicán8 querrá decir vmd. señor galán, pues ese nombre tenía el caballo de Astolfo, si no me engaño, y no Rubicón; y a fe, que si tal fuera el que vmd. fatiga con tanto garbo, el oro que llevo encima no pagarían sus cernejas.

Fuera largo y ajeno de mi propósito el contarte la gustosa conversación y el remate de la venta del caballo que Isidoro les hizo. Ellos se lo pagaron a más subido precio que el amante ya libre pudiera desear, haciéndosele siglos los momentos que estaba ausente de su adorada Dorotea. Vendido, pues, el caballo y los vestidos de gala que llevaba, se puso el holgado sayo que tenía prevenido y que besó tres veces antes de ponérselo; luego comenzó su viaje a pie hacia una villa no muy distante de la de Damián Valdés, para disponer con el cura, que era conocido suyo, el modo y hora de la celebración de su casamiento; y hecho esto pasó inmediatamente al lugar de Damián, que lo estaba esperando ansioso por su tardanza, pues era ya noche muy entrada, temiendo que algún accidente no le hubiese impedido la llegada.

Cansado, pues, de esperarlo, había cerrado su casa e íbase a acostar, cuando oyó tocar a la puerta. Él es, él es, dijo alborozado el viejo. Pero la suspensión en que lo tuvo al verlo con el sayo, por no reconocerlo a primera vista en aquel traje, quedó compensada con el consuelo de su descubrimiento luego que se le manifestó quién era. La madre y la hija, que nada sabían y que extrañaban que Damián tardase tanto aquella noche en ir a la cama, se sorprendieron al llamamiento de la puerta, y luego que Isidoro entró, no podían atinar en quién fuese aquel labrador tan bello y aseado, sabiendo de cierto que Isidoro había pasado a Italia, hasta que él mismo, después de haber abrazado a Damián, echóse a los pies de Dorotea, la cual, enajenada del repentino gozo al reconocerlo, dio un grito de sorpresa, faltando poco para quedar desmayada. Después de haberla confortado su amante, satisfechos ya sus tiernos alborozos, propúsoles las medidas que había tomado para efectuar el matrimonio en la vecina villa de Ce... y, aprobándolas Damián, partieron todos tres al otro día antes de rayar el alba. La vana pompa, el gravoso lujo y los molestos parabienes no se atrevieron a profanar el celestial consuelo que la virtud derramaba sobre aquellos corazones.

Al otro día, después de la celebración de las bodas en casa del mismo cura que les había prestado alojamiento, el buen viejo Damián, llamando aparte a los venturosos casados sus hijos, háceles un breve discurso, enterneciéndose el viejo al tiempo de encomendar a su hija; luego le entrega a Isidoro un bolsillo en que iban mil escudos, diciéndole que aquel era entre tanto el dote de Dorotea. Isidoro, que estaba muy lejos de esperar cosa alguna, al ver la cantidad tan inesperada, en el fervor de sus heroicos sentimientos y sólo penetrado de la dulzura de su amorosa pasión, no quería recibir el dinero de ninguna manera. Entonces Damián le dio el bolsillo a su hija diciéndole que se lo entregase ella, y que así lo aceptaría; como lo hizo Isidoro con toda la ternura y vivas demostraciones del agradecimiento que merecía tal oferta de su virtuoso desinterés.

Llegada la hora de la separación para todos sensible, dando suelta a las lágrimas, sin eximirse de ellas el cura, aunque se esforzaba retenerlas para consolarlos, arrancáronse de sus padres los dichosos hijos, encaminandose hacia la ciudad de M... donde Isidoro debió tomar alquilada de antemano una casilla para tratar desde allí la compra del terreno que deseaba, y no le habían permitido hacer antes del casamiento las oposiciones de sus parientes.

Era dueño libre de aquella porción de terreno que quería comprar Isidoro al marqués del V..., el cual, reputándolo de suelo intratable y estéril, remató a Isidoro la venta por el precio que le quiso ofrecer. Pero la industria de éste lo transformó dentro de pocos años en sitio tan ameno y delicioso, que el mismo marqués, pasando acaso por allí un día e informado que aquel era su jaral vendido: He aquí, exclamó, confirmado el tesoro escondido del labrador de Esopo. ¡Ciegos que somos! Dejamos el tesoro que tocan nuestras manos y nos vamos a buscar imaginarios a un nuevo mundo. Era Isidoro muy aficionado a la agricultura, y aunque no estaba acostumbrado a las fatigas del campo, la virtud recababa de su esfuerzo lo que sin ella pareciera difícil de alcanzar. Dorotea también, aunque hija de padres labradores, no se acostumbró a los trabajos del campo; y aunque los deseaba dividir con su adorable marido, éste no le permitía sino aquellos que pudieran servirle de desahogo a sus tareas domésticas, mucho menos después que, puestos en auge los plantíos y sembrados, percibían de ellos bastante renta para llevar una vida más descansada.

No podía olvidar el reconocido Isidoro a su mayor amigo, el cual le había sugerido los medios para poder llegar a la dicha que disfrutaba; y cuando ya ninguno pensaba en él, mucho menos sus sosegados parientes, me hallé con carta suya, en la cual con vivas instancias me convidaba para que fuese a recibir en su yermo las demostraciones de la eterna gratitud que le debía su joven Coricio, aludiendo al viejo de quien dice Virgilio, si te acuerdas:


Namque sub Oebaliae memini me turribus arcis
Corycium vidisse senem, cui pauca relicti
Jugera ruris erant, etc.



Yo, que conocía sus sentimientos, aunque lo suponía dichoso, no hubiera podido imaginarme que fuese tan grande su dicha como cuando llegué a verla con mis ojos. Bien te podré describir el sitio que habitaban, mas no la sublime satisfacción e inexprimible consuelo de aquellos amantes habitadores. Lejos de la confusión y del tumulto de la ciudad, aunque la tenían a la vista, y libres de las importunidades y desazones del trato, no menos que de los perniciosos ejemplos del ocio y del lujo, vivían ceñidos a su tranquila decencia, gozando en ella de todos los bienes que sólo pueden dar la pura y envidiable felicidad.

Para colmo de su bienaventuranza, habíales dado el cielo a sus amores el fruto deseado de un hijo, que empeñaba la más pura parte de su afecto, y en el cual comenzaba Isidoro a ejercitar la educación; siendo máxima suya, y creo muy acertada, que los sentidos del hombre comienzan a recibir impresiones desde la cuna. Y según esta máxima obraba y hablaba en la presencia de aquel niño, que ya contaba cuatro años, como si lo que decía o hacía debiese servir de lección a sus sentidos; aunque no necesitaba de mucha advertencia para ello, porque su dulce porte y modesta circunspección era tal que no debía forzarlo para que el niño recibiese santos ejemplos.

Mi pecho participaba de las efusiones del tierno contento que veía rebosar por los ojos y exterior de aquellos jóvenes casados, como si estuvieran en los primeros días de su casamiento. La dulce languidez y el cariñoso empeño en robarse los quehaceres domésticos, como a quien más pertenecían, manifestaban el suave fuego del amor que animaba sus corazones. Ningún ridículo desmán de desvanecida jovialidad, ningún chiste descompuesto, ni resabio alguno de insulsa superioridad vi jamás en aquel dichoso techo. La amable moderación, la respetosa confianza mezclada a una cariñosa facilidad, la blanda reserva sin nota de dependencia, ni la gravosa sujeción allí habitaban. El aseo, animado del gusto de Isidoro en los muebles y alhajas, daba resalte a la decencia de toda la habitación que llenaba el ánimo sin engreírlo. No se veía mesa ni armario de valor, ni el oro llegó a ensoberbecer ningún mueble; pero sí para mayor económica pulidez había dado de color el mismo Isidoro a todo el maderaje movible; y como sabía manejar el pincel, trasladó a las paredes de sus estancias los más amenos paisajes que hirieron su fantasía.

Una villanica, hija del labrador a cuyo cargo estaba el grueso de la labranza, ayudaba al servicio de la casa. Toda su lencería era producto del telar de Dorotea, a quien aconsejó Isidoro aprender aquel oficio en que empleaba las horas deshacendadas del día, sin que jamás la grave pesadumbre del ocio enfadase aquellos felices casados. En los mismos días festivos servíales de recreo conducir ellos mismos su manadilla por los romerosos senos de aquellos valles y playas, haciéndolas tal vez resonar con el son suave de su caramillo el noble pastor Isidoro y con el dulce canto de su amada Dorotea.

La casa, aunque pequeña, era bastante para la familia que la habitaba. Levantábase al pie de un montecillo coronado de castaños, como se lo había antes ideado Isidoro, el cual defendía del septentrión las espaldas de la casa, y ante ella un huerto espacioso cercado de un verde y florido valladar se extendía hasta donde la tierra fértil se mezclaba con la estéril arena de la playa, proveyéndolos de todas las legumbres y frutas necesarias en todas las estaciones. Lo demás del terreno, aunque no muy extendido, servía ya de siembra ya de viñedos, divididos de hileras de árboles, cuya verdura ocupaba luego la atención de los que salían de la ciudad, pareciendo que se levantase entre los eriales del contorno el ameno templo de Gnido.

El tiempo que disfruté de la santa compañía de aquellos dichosos amantes, solía subir frecuentemente, ya solo ya acompañado de Isidoro o de Dorotea, al montecillo de los castaños, a cuya amena sombra saciaba mi alma con la vista deliciosa que me presentaba, ora el mar que se extendía a las costas de África, viéndole surcar los bajeles que entraban o salían del Mediterráneo o de los vecinos puertos, ya a la parte opuesta se me presentaba una dilatada llanura, sembrada de villas, cuyas torres descollaban entre las arboledas de los campos, los cuales iban a perderse a los remotos montes, cuya verdinegra perspectiva resaltaba entre los dulces celajes del horizonte, ya entregaba mi oído al canto de las aves que venían a escoger aquel sitio para anidar y recrearse en aquellas amenas frondosidades.

Puedes imaginarte los dulces ratos que allí pasé con la honesta Dorotea, oyéndole encarecer la bondad de su marido y la vida feliz que le daba su compañía. Qué sublimes discursos no me tuvo Isidoro acerca de la dicha que probaba, en cotejo de aquella tras la cual andan los hombres afanados, quejándose los más ricos y poderosos de no hallarla ni entre sus tesoros, ni entre los honores y dignidades, en los cuales se lisonjeaban abrazarla. Un día entre otros, en que me encarecía su dichosa tranquilidad y la satisfacción de su espíritu, estando a la sombra de aquel bosquecillo, echóme de repente los brazos al cuello, y llorando tiernamente me decía: ¡A vos, oh incomparable amigo! A vos debo la dicha de que gozo. El acreedor sois de las santas delicias y del sumo consuelo que divido con mi buena Dorotea. Mi corazón sabe y siente lo que os debe; mas mi lengua no, mi ruda lengua no puede proferirlo; estas lágrimas son la prueba mayor que os puede dar mi agradecimiento. Y después de haberlo yo acallado con tiernas expresiones, continuó a decirme:

Si yo, llevado de los insaciables anhelos de la ambición y de las ideas vanas de mi nacimiento, hubiese aspirado a cargos y dignidades, ahora me hallaría hecho todavía el perro de la fábula, arrastrando una vida infeliz, juguete de mis esperanzas, sin llegar tal vez jamás a verlas cumplidas; o bien me vería hecho esclavo de mis inquietas pasiones, hallando en los mismos alicientes del mundo invencibles estorbos para satisfacerlas, al mismo tiempo que más irritarían mis esperanzas, de las cuales, preocupado el corazón del hombre, se esfuerza y debate en su imaginación para llevar sus deseos a objetos altos, pareciéndole tanto más fáciles de alcanzar a su vanidad, cuanto más difíciles se le presentan. Pero como dependen del capricho de la fortuna, o no llega jamás a conseguirlos, o si los consigue, sólo entran en su corazón para provocarlo a desear bienes mayores, añagaza con que la suerte juega y se burla de los infelices mortales.

Ved, al contrario, cuán dulce vida me granjearon los sentimientos de la moderación, luego que ésta encaminó la tierna sensibilidad de mi pasión amorosa por el camino opuesto al de las vanas opiniones del mundo. Por esto no extrañéis si reputo la grandeza y los honores, estado violento en la naturaleza, como enemigo de la igualdad en que parece quiso poner los hombres, dándoles sólo por forzoso empleo la labranza. Y por lo mismo, cuando volvemos los ojos del alma, fatigada del tumulto y de los engaños de las ciudades, hacia el estado y vida del labrador, nos parece que él solo goza en la quietud del campo la felicidad que le envidiamos a pesar del atractivo de la ambición, con la cual quisiéramos ser lo que es el labrador sin ella.

Bien es verdad que no todos los habitadores de los campos son felices, o porque no saben apreciar su estado, o porque se dejan deslumbrar de aquella misma ambición que atropella a los ciudadanos. Sólo goza de la dicha el que la siente y conoce; mas esto es sólo propio del ánimo aburrido y desengañado de la ostentación del mundo y de sus vanidades, después que, alumbrado de la virtud, llegó a conocer los bienes sólidos que se esconden a los ojos ambiciosos, y el hombre que no siente la suave moción de la virtud no es posible que guste el precio de la felicidad verdadera.

Fuera largo decirte los muchos discursos que me tuvo sobre esto. Mas sólo he querido darte un bosquejo de la vida dichosa que llevaba con Dorotea, por prueba y ejemplo de los felices casamientos que, aunque raros, se ven con todo en el mundo. Y si no se cuentan más frecuentes, la culpa está de parte de aquellos que los contraen faltos de los principios de la filosofía moral, o por mejor de los de la religión, creyendo cumplir con ella a fuerza de exteriores devociones y plegarias, que dejan sí satisfecha su opinión, mas no el ánimo que queda expuesto a los funestos y arrebatados efectos de sus pasiones.

Depende, pues, de ti, hijo mío, el procurarte un casamiento tan dichoso cuanto el de Isidoro; pues aunque sea difícil hallar también otra Dorotea, dependiendo esto en parte de una feliz combinación; pero con todo ve que no tiene el hombre por qué desesperar, mucho menos si en su elección prefiere el recato, la modestia y la compostura de una amable doncella a la veleidad y desenvuelto despejo de aquellas que, con tales prendas, si este nombre merecen, pretenden manifestar lo que valiera más tuviesen recatado, que no que lo llevasen de manifiesto. Puede bien sí la doncella modesta en apariencia ocultar bajo el velo de pálido recato una alma proterva, vana y caprichosa, pero ¿qué no podrá la virtud y prudente bondad del marido? Y si éstas nada consiguen, tiene en su virtud escudo contra tal desgracia, pudiendo reconcentrarse en su pecho para sacar de su misma integridad y moderación fortaleza bastante para contrastarla y para gozar en él del sublime consuelo que la suerte no le permite gozar afuera. No, Eusebio, la víbora de Jantipa no puede emponzoñar el corazón de un Sócrates, como ni tampoco alterar su felicidad la copa del mortal veneno.

Si estás persuadido de esto, ve y escoge a Henriqueta Smith antes de haber conocido a otras doncellas.



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