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Examen crítico de la juventud progresista del Río Janeiro1

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)



Este artículo lo publicamos en marzo del año 46 en el Ostensor Brasileiro, periódico literario del Río de Janeiro; y hoy, al verterlo del portugués a nuestra lengua, porque no conservábamos el original, hemos hecho en él algunas ligeras alteraciones de frases.

Montevideo, diciembre 27 de 1847.

J. M.






I

El progreso no es un atributo de todo hombre joven. En una generación nueva, se halla una fracción pequeña que progresa, que sigue las leyes de la naturaleza, del tiempo y de la época; y una fracción considerable que no hace sino nacer, vegetar y morir. Progresar es desenvolverse el espíritu con los sucesos y con el tiempo, siguiendo el curso continuo de la revolución en que se agita la naturaleza moral, sin estacionarse en principio ni en idea alguna que no sea la expresión de las necesidades de la actualidad. A la juventud que concibe y pone en práctica esta verdad, con sus medios inteligentes, es a la que llamamos juventud progresista.

La otra, aquella que se encarna en las ideas viejas que la antecedieron en filosofía, en política, en legislación, en literatura, etc.; ideas que han debido mudarse a la aparición de nuevos hombres, en nuevos tiempos, y que sólo se conservan por el influjo reaccionario de la tradición, no tiene un nombre propio, porque no es otra cosa que una edición nueva de un libro viejo.

La juventud progresista se reconoce en todas partes por una especie de poder despótico que ejerce involuntariamente sobre el resto de la sociedad. En sus manos la trompeta de propaganda predica, con la energía del que manda y con la conciencia de su superioridad, las nuevas doctrinas que deben germinar en el campo siempre vasto y fecundo de la multitud. El pueblo se revoluciona en favor suyo, y la oye, la respeta y la defiende; porque el buen sentido, única ilustración y talento del pueblo, llega temprano a comprender que las ideas de la juventud son las suyas, porque toda juventud es revolucionaria por esencia, y todo pueblo, una revolución que habla, que se mueve y se transmite.

La revolución: esto es, el movimiento, la lucha continua de lo que ha sido, con lo que quiere ser, es lo que constituye la existencia normal de todo pueblo.

Arrebatarle el espíritu de revolución es embrutecerlo.

Embrutecerlo es esclavizarlo.

Esclavizarlo es prepararlo a la batalla.

La juventud, pues, que simpatiza con el pueblo, que habla en su nombre; que levanta su frente y convoca al poder, a las instituciones, a la creencia y a la tradición a un vis-á-vis de muerte, es sostenida y defendida por el pueblo.

Sobre estas bases de granito ella se establece y domina, imponiendo al pueblo mismo las leyes especiales a su progreso.

Procurad esa juventud progresista en Francia, en Inglaterra, en toda la Europa liberal; procuradla en la América española, y la encontraréis activa, compacta, dominante; la hallaréis señora de la iniciativa en todo, empezando por la prensa periódica.

¿Escucháis ese golpe compasado y monótono que en el silencio de la noche suspende de repente la marcha del que transita la ciudad? Quitaos el sombrero, es una prensa.

Con los primeros rayos del sol, unos hombres se precipitan a las calles y de puerta en puerta van dejando una hoja de papel impreso que, húmeda todavía, pasa luego a las manos de uno, de dos, de un millón de hombres; los ojos la devoran; el pensamiento la estudia; esta hoja de papel es el periódico.

El periódico, en la época en que vivimos, es la palanca moral que levanta y conduce la sociedad a su progreso. Es el ejército que defiende y triunfa, el erario poderoso, la política previsora, la religión en su esencia, la civilización en su análisis y su síntesis.

En él existe todo, menos el misterio; el periódico es el Escocés de segunda vista que adivina en el gesto y en la mirada del poder su pensamiento oculto, para revelárselo al pueblo que tiene derecho de saber lo que de él se piensa, lo que de él se exige, lo que de él se va a hacer.

Pues bien, el periódico es propiedad exclusiva de la juventud, es su arma; con ella impone y contiene en sus límites al poder, gritándole todos los días, como Dios a la mar, «de aquí no pasarás»; con ella bate y destruye el fanatismo, la creencia absoluta y la superstición; con ella enseña y corta por grados las costumbres retrógradas del pueblo.

Entonces, el poder teme a esa juventud y el pueblo la respeta. Siendo propiedad suya la historia de sus antepasados, la estudia, la juzga, y deja a la generación venidera la historia de su época y de su civilización, consignada en la literatura en su forma genérica.

Dueña del drama, del romance, del folleto, del libro, deja escrito de su época los hombres, el espíritu, el gusto y los acontecimientos prominentes.

Órgano de la opinión general, ella pasa a dictar desde la abstracción filosófica hasta el vuelo poético de la imaginación; de la poesía hasta el cálculo Río de la política, y de esta eminencia social desciende a dar el tono y la elegancia del salón. Y no hay que equivocarse, esta seria nimiedad tiene una importancia más alta de lo que generalmente se cree. La cultura de un pueblo no es su civilización, pero es un elemento indispensable de ella.

Hemos determinado apenas estas ideas generales sobre el destino y la influencia de la juventud progresista en el mundo para, con más exactitud, detenernos a considerar la juventud progresista del Río de Janeiro.

Ella es digna de estudiarse, y trataremos de sacar consecuencias tan importantes como el rango que está llamado a desempeñar en el mundo futuro lo que hoy se llama Imperio Americano, y cuya capital será siempre el núcleo de su engrandecimiento o de su decadencia.




II

El Río de Janeiro, con un sol que, semejante a una catarata de fuego, derrama ondas de llamas sobre la tierra; con una vegetación en eterna y bellísima primavera; con montañas vestidas de esmeralda y perfumadas con un ambiente de ámbar sempiterno, y que presenta a cada giro de los ojos un panorama encantado; con un cielo donde las nubes del alba y de la tarde parecen las fantasías poéticas de Dios derramadas en formas visibles sobre el éter; donde la luna y las estrellas, con aureolas de púrpura, asoman disputando al día la brillantez tropical; el Río de Janeiro, no obstante ser la revelación del paraíso en su espléndida naturaleza, no encierra una juventud armonizada a las riquezas y virilidad de su clima, ni a la acción material que representa en el mundo.

¿Qué representa la imprenta periódica del Janeiro? Ella no representa una revolución política, mucho menos una revolución literaria. Vamos a explicarnos. Toda revolución supone un principio, o más bien, dos principios que se disputan el terreno.

Todo principio supone una asociación que lo representa y lo sostiene.

Toda asociación supone hombres en acción, con intereses recíprocos y ligados a un solo tronco, como las ramas de un árbol. Pues bien, en el Brasil no existe una revolución política, ni filosófica, ni literaria; por consiguiente no existen principios establecidos en estas grandes fuentes del movimiento social; por consiguiente no hay asociaciones; por consiguiente no hay hombres en acción.

Quien se sorprenda de lo que acabamos de decir, síganos en el examen de los hechos.

Tomemos juntos todos los periódicos de la capital; examinemos después uno por uno: ¿qué hallamos en ellos, primeramente, en política? Hallamos un caos de pequeñas ideas que son la expresión de otro caos de pequeños círculos, que se llaman ministeriales unos, con otros pequeños círculos dentro, que se llaman círculo del Ministerio X, del Ministerio Z, etc., etc.; otros, de oposición, que se llaman círculos de elecciones, círculos de Minas, de Bahía, de Pernambuco, etc., etc. Pero, ¿dónde están los partidos pujantes; con principios establecidos, con doctrinas y con hombres suyos? ¿Dónde está la oposición sistematizada? Por otra parte, ¿dónde están los jefes conocidos de una oposición política? Porque no hay un partido sin una cabeza; y en política donde hay muchas cabezas no hay cuerpo.

Y más sorprende esto, cuando se ha comprendido bien que en toda la América no hay una nación donde, como en el Brasil, se fermente en sus entrañas una revolución política más vigorosa, más llena de síntomas alarmantes para el porvenir. Existen dos partidos, pero no se han chocado todavía. Podemos decir más: no se conocen, no han sido representados. La juventud, a quien por el orden de la naturaleza, por la época en que vivimos y por el espíritu mismo del Brasil, pertenece uno de ellos, comprende que existe pero no lo ha sabido definir, no lo ha sabido hallar para ponerse a su frente; y decimos esto porque la vemos inactiva en la propaganda, pues las revoluciones, que son la propiedad de las generaciones jóvenes, no son lentas y suaves en sus manos.

Si el periódico fuese en el Río de Janeiro la expresión de la juventud dictada por ella misma, tendría otro carácter más homogéneo, por que no hay generación joven que se anarquice entre sí misma. La anarquía es la consecuencia del choque de los intereses parciales; y la juventud no tiene otros intereses que no sean la patria, la libertad, la civilización. Tres cosas que jamás se separan, porque o viven juntas defendidas por las instituciones y por la inteligencia, o mueren juntas bajo la mano férrea del despotismo.

Tendría otra moral: porque el carácter inmoral de un periódico político proviene del interés del lucro que arrastra la pluma del escritor a trazar esas líneas torpes y personales con que despedaza una o cien reputaciones, sin dejar otra cosa para el país más que la vergüenza de semejante producción, y el dolor de abrigar en su seno hombres que establecen una imprenta con el mismo objeto que tienen otros muchos al poner una pulpería en una esquina. Y ningún hombre joven lleno de aspiraciones y de ideas aventajadas es movido, en los primeros pasos de su vida o durante conserva las ideas de la juventud, por el interés del lucro, cosa tan subalterna en su espíritu, que a veces pasa inapercibida o desechada.

Busquemos a la juventud en la acción literaria; nos sucede lo mismo que en la acción política: no la hallamos. Hallamos al literato, al poeta, pero no al movimiento literario, a la revolución literaria propiamente hablando.

La literatura (hablamos de la bella literatura) tiene sus medios de expresión conocidos, como la política tiene los suyos. Esos medios son:

El drama.

El romance.

El periódico.

La inspiración fugitiva.

Hagamos el análisis de estos cuadros.

El teatro del Río de Janeiro es una propiedad del pensamiento europeo. El drama, europeo. La comedia, europea. Y por último, el asunto europeo, cuando la musa americana de un brasileño lleva a la escena su inspiración dramática2. Preocupación contagiosa de la inteligencia americana que todavía no quiere hallar en este mundo de misterio que se llama América3 la fuente inagotable de la más lujosa poesía. Aquí en la América, donde no hay necesidad sino de repetir una tradición, describir una costumbre, retratar una pasión, hablar de un Río, de un desierto, de una montaña, para ser un poeta original y nuevo, porque la poesía no existe en el hombre sino en las cosas, y el mundo americano no parece sino la última perfección de las maravillas celestes, y en el cual, con un poco de buen gusto para encontrar el lado poético de las cosas, y una imaginación algo apasionada para realizarlo, se hallan mineros inagotables de poesía; aquí, decimos, nace el poeta para ir a mendigar en ese cuadro aniquilado por los siglos que se llama Europa, algún rasgo descolorido para sacar una mala copia. Hablamos con los hechos; diremos más: hablamos con el sentimiento de quien tiene la conciencia de las fuerzas americanas y las ve agotarse por el quietismo o por un empleo de segundo orden.

Tenemos una historia nuestra. Una historia que aún no ha dado que hacer a los tipos, que imponen al poeta con el rigorismo de la verdad, sino una historia de tradición, de romance, donde la imaginación, como el trovador de la edad media, puede inventar y embellecer, y con un solo hecho, con un solo hombre, pasearse en el mundo de la idealización.

Tenemos una naturaleza nuestra, que no está consignada ni conocida en carta alguna, y que hiere la imaginación a cada instante con su grandeza, con su novedad y su misterio. ¿Veis sobre la América esos océanos inconmensurables con ondas de color de esmeralda o de topacios que se pierden a los ojos en los confines del horizonte? Son desiertos, desiertos todavía vírgenes a los ojos del hombre civilizado. ¿Divisáis a lo lejos, una nube que parece arrastrarse sobre la superficie de la tierra? Es el polvo que levantan los potros de una tribu errante que, con la celeridad del rayo, recorre uno de esos desiertos. Hoy lo habita; sorprende su religioso silencio con sus cantos de guerra o de alegría; y mañana no hallaréis en ese desierto sino las pisadas de aquellos potros, o alguna señal de un traje, de una costumbre, una sociedad nueva, en fin, a los ojos del filósofo y del poeta.

¿Veis esa montaña que parece suspendida por la mano del creador para descender por ella a visitar nuestro globo, o levantada por el demonio para invadir los cielos? ¿Veis ese Río que se precipita de lo alto de esa montaña por mil vertientes, para derramarse en mil canales sobre un suelo abrasado en sus entrañas por la fiebre de la vegetación y del metal? Pues bien: todo está virgen como en el día primero de la creación. ¿Nada dice esto a la imaginación del poeta?

Tenemos una sociedad nuestra, original y extraña por los dos elementos que la constituyen: la civilización y la barbarie. ¿Qué halláis de americano en nuestras ciudades? Nada. Todo es europeo, desde el traje y la manera hasta las concepciones de la vida social. ¿Qué halláis en nuestros pueblos de campo y en nuestros desiertos? La barbarie, esto es, la América; porque la América no es otra cosa que la última palabra de la edad media introducida por la España y Portugal en sus colonias; y la edad media es la edad bárbara por excelencia.

Tres siglos costó a la Europa el desprenderse de las reacciones de esa edad y alzar el estandarte de la edad moderna. La revolución francesa fue el último esfuerzo de esa lucha, y la revolución americana el primer resultado general de la revolución francesa.

Pero ésta tenía su alimento en una elaboración prolija de las ideas de tres siglos, y, filosófica en su origen como en sus resultados, no podía revolucionar en el mundo sino las cabezas capaces de recibir la influencia de la civilización en sus más altas concepciones; y tanto en Europa como en América no revolucionó, en efecto, sino la clase ilustrada de la sociedad; y en Francia, para que la clase bárbara llegase a comprenderla, tuvo de discurrir casi medio siglo, y para poder decir el año 30 esa palabra tempestuosa que derribó con un trueno de tres días, la última tradición del absolutismo de creencias, derribando un trono originario de Dios, para plantar otro originario del pueblo.

De esos dos elementos en choque, que constituyen nuestra sociedad americana, resultan los cuadros sorprendentes de nuestra vida actual. Donde quiera que se vuelvan los ojos, allí encuentran esos elementos en lucha de muerte. Y de aquí las pasiones, las resistencias encarnizadas, los instintos y los hombres americanos. De aquí ese mal estar que todos sienten; ese rumor sordo que se hace oír en todas partes de los nuevos Estados, que anuncia un no sé qué de terrible y estrepitoso en la América; que todos conocen, que ninguno sabe definir ni el carácter ni la época del terremoto universal.

De aquí esa duda mortificante al espíritu del filósofo sobre el porvenir del Nuevo Mundo, pues cuanto tenemos en política, en instituciones, en filosofía, en todo, es un caudal a réditos bien altos que nos ha emprestado la Europa.

Pero por desesperante que sea este cuadro, él es un tesoro magnífico para el drama, pues una sociedad constituida de esta manera, es el romanticismo en acción.

En cada clase un principio.

En cada hombre una idea.

En cada idea una pasión.

En cada pasión un sacrificio.

En cada sacrificio un drama.

Pasemos del drama al romance. Éste es hoy el género de composición favorito para escribir la historia política de un país con la pluma de la imaginación.

Walter Scott tuvo necesidad de la historia y el historiador futuro tendrá necesidad de Walter Scott.

La América del Norte produjo el primer escritor de este género en el Nuevo Mundo; pero el mérito de Cooper no es el mérito de la invención; a este respecto él no es otra cosa que un imitador sublime del romancista inglés. Su mérito indisputable consiste en la elección de asunto. Pero el asunto de las obras de Cooper no es propiedad exclusiva de la América del Norte; él se halla en todo el continente, tanto en el Perú como en Bolivia, en el Brasil como en la República Argentina. Tómese uno por uno de los personajes de ese autor, una por una sus escenas, una por una sus localidades, y nada hay que sea ajeno al Brasil, a Buenos Aires, etc. No hay de original en sus obras sino el plan y las formas, y esto es lo menos. Cooper no ha hecho otra cosa que escribir los romances vivos que tenía a su vista; y de aquí la belleza de sus obras, porque los originales que él copiaba eran bellísimos. De esos originales tenemos a millares en la América del Sud, donde todo es romances con formas materiales, y donde sin embargo no hay tres romances escritos. ¿No halláis a veinte leguas de cualquiera de nuestras ciudades civilizadas una tribu de salvajes que al despuntar la aurora estaba a cincuenta leguas del arroyo a cuya margen se ha reunido en la tarde en torno de una hoguera? ¿No veis en ella la antípoda de todo lo humano, con el carácter de la ferocidad en su rostro, con la garantía de la independencia en los músculos de sus brazos de fierro, y con el desorden de la sensualidad en su traje, en sus acciones, en sus mujeres? Pues bien, esa tribu es un romance.

¿No veis del otro lado de ese arroyo un hombre de color blanco, con la camisa y el sombrero europeo y con el resto de un vestido exclusivamente salvaje -representación simbólica de su alma medio cristiana y medio bárbara-, desmontarse de su caballo con una tranquilidad insolente, insultando con su frialdad la inmensidad desierta que lo rodea, aflojar las cinchas a ese caballo, colgar del cuello un freno lleno de sangre y de espuma, darle enseguida un rebencazo y, asegurado de la crin, arrojarse con él al arroyo, llevando sus harapos suspendidos en su mano izquierda, llegar a la margen opuesta, volver a vestirse tranquilamente y de un salto volver a montar y a continuar su marcha por el desierto, en medio de la noche, guiado por los astros o por las condiciones del terreno, o a veces por el gusto y el olor de pasto que pisa su caballo, sin más armas que su cuchillo, pero tan confiado como si marchase al frente de un ejército, hasta llegar a un rancho donde quizá lo espera un crimen o una mujer pronta a saltar sobre la gurupa de su caballo y a acompañar en su peregrinación indefinida a ese hombre que recibió el agua del bautismo, que pertenece por ella y por su origen a la sociedad civilizada, y que, sin embargo, no tiene más patria que los campos desiertos, más ley que su voluntad, más riqueza que su lazo, más cristianismo que sus deseos? Pues bien, ese hombre es un romance.

¿Se quiere, en el Brasil, tipos más inmediatos y conocidos? Ese hombre que se llama fazendeíro4, que al amanecer se levanta y encuentra doscientos o trescientos hombres que con el sudor de su frente están refrescando la tierra que ha de producirle sus tesoros; que a una sola voz suya todos le obedecen, porque son sus esclavos, a quienes acusa, juzga y sentencia, porque allí no hay otra legislación que su voluntad, a quienes manda dar 200 o 500 azotes que equivalen a la pena de muerte; que cuando no quiere obedecer la ley común de la nación no la obedece, o más bien nunca es llamado por el gobierno al cumplimiento de la ley, por temor de que no le haga caso el dueño de 300 hombres y de un par de millones de pesos en una provincia lejana, donde muchas veces puede disponer de la suerte de una elección o de un movimiento revolucionario; ese hombre -estúdiesele como se quiera- ese hombre no es sino una prolongación del feudalismo, y el feudalismo es por excelencia el origen del romance.

Esa mujer que atraviesa las calles de las ciudades brasileñas, en hombros de sus esclavos y envuelta por el misterio de una cadeirinha5, suspendida entre el cielo y la tierra; que nadie ve, que nadie sabe si es bella o fea, joven o vieja, pero a quien la imaginación, herida por el mismo misterio, la imagina joven y bella, y que en su mismo ocultamiento trae el carácter de una aventura, esa mujer es una reminiscencia oriental. Pasadla al romance, embellecedla, embelleced la cadeirinha, conducidla a una intriga, y tenéis una originalidad poética.

Entre tanto, este género de composición -el romance- revela menos todavía, por su ausencia, el movimiento literario de la juventud brasileña.

Pasemos al periódico literario.

Este escrito, que es en punto menor lo que el folleto, se alimenta de dos fuentes: la producción original y la crítica. Faltando la producción, falta la crítica en literatura. Pero existe otro cuadro inmenso, otro libro donde cada página, cada línea es un blanco de crítica para el periódico. Este libro es la sociedad con sus preocupaciones, sus tendencias, sus hábitos y sus costumbres. Todo esto es una propiedad del crítico, y que sólo el periódico puede contener, por que es leído y comprendido por el pueblo, en tanto que llevada al libro, la crítica viene a ser una disertación pesada e ineficaz.

El artículo corto y figaresco, picante por el espíritu y por la gracia, con la filosofía en el fondo y la vulgaridad en la expresión, es el arma irresistible de la crítica, cuando se atacan las aberraciones de la época o del buen sentido de la sociedad.

La Europa está sembrada de este género de literatura que no presenta en su análisis sino nimiedades sin fruto, pero que considerado en su rigurosa síntesis, presenta el ariete irresistible que destruye en pocos años una costumbre o una preocupación inveterada en el pueblo.

Fundado su poder en ciertas condiciones del espíritu y de la lengua, no en todos los pueblos tiene el mismo poder ni la misma gracia, y por esto se le ve sobresalir en Francia y en España. La Inglaterra adoptó la caricatura para la crítica, porque el espíritu de la lengua inglesa no se hermana con la crítica escrita.

Este género de trabajo, que debiera ser notable en el Janeiro porque la sociedad se presta a ello, y el espíritu brasileño es picante y crítico por excelencia y la lengua, fácil y abundante, no es conocido, sin embargo, con la generalidad que debiera. Uno que otro artículo; uno que otro periódico que vive una semana, o que si vive un año tiene al fin que alimentarse de traducciones o de biografías, no es lo que constituye en un pueblo su prensa crítica.

Entre tanto, lo repetimos, pocos pueblos hay en el mundo que tengan en su seno más elementos de crítica que el pueblo brasileño -objetos que criticar, en abundancia-, y críticos, casi todos por naturaleza. Pero como la naturaleza no basta para la crítica, sino que es indispensable la instrucción, se ve que la juventud ilustrada, que reúne los dos elementos de crítica, sería temible y poderosa en ella.

Conversad con un brasileño, excitadlo un poco y veréis que sus palabras chispean. Pero poned atención a su discurso: en cada período hallaréis un epigrama, en cada frase, una ironía. Su imaginación los conduce a ello, y su lengua los ayuda maravillosamente: un ¡Qual!6 es muchas veces en ellos el compendio de toda una crítica o un sarcasmo que duele más que una estocada...

Para cerrar el cuadro de los medios de acción con que la bella literatura se hace sentir en la sociedad, examinemos, por último, la inspiración fugitiva.

Después que la revolución francesa destruyó los últimos muros del viejo edificio de la literatura anterior, y junto con las cabezas de los reyes rodaron para jamás alzarse los principios en que se sostenía la literatura vencida, y empezó a iniciarse el espíritu y la forma de la literatura moderna, la sociedad a esta época estaba convulsa y asustada, permítasenos esta palabra, sobre un terreno movedizo y cubierto de obstáculos a su marcha. Del largo combate de las ideas no quedaba sobre el campo sino la destrucción universal. La convicción y el principio no se conocían en literatura como en política, en filosofía como en ciencia social. Todo era tumultuario y atrevido, porque reinaba en todo el desorden como una consecuencia necesaria del sacudimiento general; y como en la sociedad todo es armónico y lógico cuando el movimiento revolucionario la agita, los escándalos políticos debían ser acompañados de los escándalos literarios, y el dramaturgo romántico vino a ser el hermano gemelo del Montagnard.

Pero éste, que no era ni podía ser el estado normal de la sociedad, debía producir inmediatamente la reconcentración moral, porque el alma se esconde en sí misma cuando los sucesos la hostilizan; el alma del poeta, que no es otra cosa que la expresión de la época y de la sociedad porque transita, se recogió en lo íntimo de sus misterios, desmayada, por decirlo así, a la presencia de la conflagración general, y de lo más íntimo de la conciencia principió a exhalar gemidos dulces y melancólicos, que el pueblo acogió como suyos porque el pueblo sentía el mal estar común sin comprender la causa, no obstante la distracción que le ofrecía el drama vivo y palpitante que se desenvolvía a sus ojos.

Y de aquí el nacimiento de esa poesía elegiaca, dulce y melancólica, que empezó a deslizarse por el alma como el soplo de una palabra divina. El poeta, con el corazón en Dios y la esperanza en el porvenir, dejaba escapar los dolores secretos de su espíritu en cantos breves y sentidos como las impresiones de quienes recibía la inspiración; y al decir: Dios, desgracia, porvenir; el pueblo, la humanidad entera respondía a esas palabras, cuyo eco iba vibrando de corazón en corazón, como de bosque en bosque los sonidos misteriosos de una arpa eoleana.

La revolución francesa fue un golpe descargado sobre el pedestal del mundo, y cuya vibración debía repercutir en su ámbito; y la revolución americana no es, como ya lo hemos dicho, sino un episodio magnífico de la revolución francesa. La época, pues, era la misma para todo el mundo, y la sociedad participaba de iguales desgracias, de iguales esperanzas, de igual fe, y el canto dolorido, la inspiración fugitiva del poeta europeo, debía encontrar ecos en el corazón americano y lágrimas en los ojos; y en efecto, ¿cuál de nosotros no ha vertido una lágrima de dolor con Lamartine, o de desesperación con Byron?

La nueva generación de América, nacida entre el caos de la revolución, abrió sus ojos entre una atmósfera cargada con la electricidad de las pasiones, y a los ayes de un estado de cosas que perecía bajo el empuje de otro estado de cosas que se levantaba, y, no pudiendo ser indiferente a las desgracias de su época -a sus desgracias propias-, levantó también el himno elegiaco del dolor en la inspiración fugitiva. Y, ¿dónde una generación de más poetas? ¿Dónde poetas más íntimos y de conciencia? Así debía ser, porque las desgracias poetizan al hombre que ha recibido de Dios una imaginación y una sensibilidad templadas a su aliento divino.

El Sr. D. J. G. de Magalhâes fue el primero que importó a Brasil, como el Sr. D. Esteban Echeverría a Buenos Aires, el espíritu, la entonación y la forma de la nueva lira europea, porque también la revolución literaria había dado un molde a las inspiraciones poéticas, que no era resultado de la convención de una Sorbona, ni de la sanción de una costumbre, sino simplemente la forma que se acomodaba al gusto y al pensamiento del poeta: forma que puede definirse la libertad de formas, y de aquí data la reputación de esos dos poetas. Reputación que habrían conquistado aun cuando valiesen menos como poetas, pues, al fin, fueron ellos los primeros que hicieron conocer en América lo que habían aprendido en Europa. Sucedió entonces lo que era de esperar: que el joven poeta Magalhâes con sus cantos individuales, con su himno de dolor, con sus Suspiros7, sublevó en favor suyo la juventud brasileña que participaba, por el influjo del tiempo y de la situación, del romanticismo en las ideas y de la melancolía en el sentimiento; y el Sr. Magalhâes vino a ser muy pronto el poeta más popular del Brasil, y el más conocido en el extranjero.

Este género de literatura, tan sentido como bello, adquirió luego un número considerable de prosélitos, deslumbrados la mayor parte por la facilidad exterior que presentaba. Pero faltó a sus cantos la condición sin la cual no puede la poesía insinuarse en el espíritu del pueblo, única academia que sanciona la reputación del poeta. Faltoles las tintas de localidad, la idea y la expresión brasileña; y el pueblo, que no veía reproducidas sus impresiones en el alma y en las palabras del poeta, no se cuidó, porque no podía cuidarse, de averiguar si eran buenos o malos poetas, sino de si eran o no poetas brasileros.

Faltó al poeta, entonces, el apoyo de la sociedad, y luchando con los inconvenientes materiales de la vida, fue conducido insensiblemente a trabajos menos de su vocación, pero más útiles y eficaces. Y el Sr. Magalhâes, como muchos otros en su país que desde 1830 pulsaron la lira bajo la inspiración americana pero al temple de la lira europea, hoy apenas la pulsan para llorar sobre la tumba de un amigo, o sobre el recuerdo de alguna esperanza yerta en su corazón.

Hay un poeta sin embargo que ha sobrevivido a todos ellos, siendo quizá menos altas sus inspiraciones y menos armonioso e imaginativo que todos. El Sr. Araujo Porto-Alegre es, sin disputa, un poeta brasilero, y sus Brasilianas irán mucho más allá de la vida de su autor.

Hemos recorrido con una rapidez casi culpable, pero apropiada a nuestro objeto, todas las fases del cuadro que nos propusimos al principio. Hemos visto que la juventud progresista del Río de Janeiro no representa un movimiento revolucionario en política ni en literatura. Que la causa no está ni en una debilidad, o poca altura de su inteligencia, ni en los elementos que tiene a su disposición, tanto en su naturaleza como en su sociedad, como en su historia. Vamos pues a descubrir las causas de esa inacción, determinando al fin de este discurso, los caracteres que esa juventud debe desempeñar en el grande drama de los destinos brasileños, y que habremos de terminar deduciéndolos del examen mismo de las cosas.




III

El movimiento literario no es otra cosa, de cualquier modo que se examine, sino la expresión más alta de la organización social. Si una sociedad está organizada y constituida en principios dados y aprobados por ella misma, sancionados por el tiempo y la conveniencia, la literatura es entonces lógica y desenvuelta como la política, la moral, la ciencia, etc., y campea en un mundo trillado y conocido. Por este principio, los dos últimos siglos, en los cuales la sociedad europea reposaba sobre las bases sólidas de la tradición, no podían dar al movimiento literario sino la marcha lenta y pesada del clasicismo. Por el contrario, si la sociedad rompe con la tradición en política, en filosofía, en moral, etc., y se halla en ese estado transitorio de revolución que la precipita en un estado de cosas diferente del que tenía hasta entonces, el movimiento literario es también un embrión brusco del pensamiento nuevo, cuyo carácter peculiar viene a ser el desorden. Así la Revolución Francesa rompía con una mano la tradición política y con la otra la tradición literaria, poniendo una república donde existía una monarquía, y un drama romántico donde existía una tragedia clásica.

Así pues, o la literatura de una sociedad está vaciada en el molde de una organización tradicional y sostenida en esa sociedad, o en quiebra con la tradición, si la sociedad ha roto con su organización anterior.

Luego una sociedad que no ha roto con su organización tradicional y no cuenta en su pasado con una literatura propia, no puede, en buena lógica, contar con un movimiento literario que sólo podía operarse con el auxilio de todo el movimiento social. Y he aquí lo que pasa palpablemente en el Brasil.

El Brasil antes de su independencia no tenía ni podía tener una literatura propia, porque la vida colonial de un pueblo no es otra cosa que la expansión vital de la existencia de su metrópoli. Criado, nutrido y educado por ella, no es sino su propia reproducción; un miembro de su cuerpo que recibe de una misma sangre los principios de un desenvolvimiento idéntico. ¿Qué expresión podría reproducir una literatura de colonia, que no fuese la expresión misma del pensamiento de su metrópoli, transportado hasta aquella en religión, en idioma, en costumbres, en toda su civilización, en fin, porque dejaría de ser colonia desde el momento en que fuese más fuerte en civilización que su metrópoli? Y este principio incontestable es todavía más incontrovertible en las colonias españolas y portuguesas en la América.

El mundo americano, destinado desde su nacimiento a ser parte de la civilización moderna de la Europa, dio su primer paso cuando la Europa dio el primer golpe sobre la civilización de la edad media. La invasión sobre el nuevo mundo y la invasión sobre la civilización vieja, son gemelas. La Reforma y la América, la guerra de las ideas y la guerra de la conquista, son la obra de un mismo tiempo; y de ahí data la filosofía de nuestra historia8.

La España y Portugal, por un rasgo de vanidad bien propio de su carácter, resistieron a la civilización que se desbordaba en todas partes porque no tenía su causa en el mediodía de la Europa, y atrincheradas en sus recordaciones, y fuera de la iniciativa que hasta entonces había llevado la España especialmente, de quién Portugal era un imitador atrevido, cuando no era un vasallo altanero, quedara a la retaguardia del movimiento europeo, empezando a perder día por día la grandeza de sus pasados tiempos. Vencidos con el pensamiento y con la espada, una sola cosa procuraban los dos reinos opulentos de la edad media: la conquista del nuevo mundo. Esa conquista que debía más tarde ser el origen de su decadencia completa, y que consolábalos entonces del pobre papel que representaban en Europa; Portugal, marchando apresurado a lo que vino a ser más tarde de la Inglaterra; la España, a presentar más tarde un cuadro de sangre y de ignorancia.

Pero la conservación de sus colonias era su pasión y su esperanza, y en los galeones que debían llevar el oro que guardaba la América en sus entrañas, enviaban, como un rico presente, su civilización retrógrada y su aversión y aún diremos su odio a todo lo que en Europa no era del Portugal o de la España.

Por tres siglos se nutrió la inteligencia americana con las ideas emprestadas de una civilización caduca, llena de preocupación y fanatismo, y lo que es más lamentable, templada en el calor de pasiones más que supersticiosas, bárbaras. Pues si el soplo de la civilización nueva se deslizaba alguna vez sobre las crestas de los Pirineos o sobre las ondas del Tajo, la España y Portugal eran bastantes perspicaces para consentir que atravesara el Atlántico y llegara a purificar la atmósfera pestilente en que respiraban sus colonias.

Llegado para la América el momento de su emancipación política, ¿cómo la encontró ese momento? Nos es doloroso confesarlo porque somos americanos, y porque abrigamos un corazón ardientemente apasionado por nuestra América, pero es necesario. La América se mostró al mundo en toda la desnudez de la barbarie.

Algunas docenas de hombres educados en las ciudades litorales con los pocos libros franceses que se introducían de contrabando, fueron minando poco a poco los cimientos del trono europeo en América, y comprendiéndose que la situación política de la Europa afianzaba el momento de la revolución, convocose a la multitud a substraerse de la autoridad del rey. Esto supieron entender muy bien pueblos educados de tal modo que sus instintos eran de substraerse a cualquiera que los mandase9, sello de condición semisalvaje que habían grabado las metrópolis en el espíritu de las colonias, y que por un castigo del cielo para aquellas, nos sirvió muchísimo a los americanos.

Sin embargo, el Brasil a la época de su independencia estaba mucho más adelantado que los estados españoles en la América. El trato más inmediato y frecuente con la Europa, la importancia que obligaba al gobierno de Portugal a enviar hombres y elementos eficaces a su conservación y engrandecimiento material, la llegada de la Corte al Río de Janeiro, la libre comunicación desde entonces con las ideas europeas y los viajes a Francia de muchos jóvenes brasileños, con otras muchas circunstancias, dieron alimento a las luces del siglo en la capital del Virreinato y en algunas de las ciudades litorales del norte, especialmente en Bahía. Pero el resto del estado quedó sumergido en la ignorancia que había recibido por regalo de su madrastra.

¿Qué literatura, pues, podrían tener pueblos organizados bajo tales influencias? Más de una vez hemos visto tratar esta cuestión en otras prensas de la América, y, a pesar nuestro, hemos descubierto mucho ridículo en las personas que han sostenido la existencia de tal literatura, a la presencia de una oda o de un mal poema escrito en la América antes de su emancipación.

No ha tenido, ni ha podido tener, literatura propia ninguna colonia americana. Y no es esto lo que debe admirar. Lo fenomenal sería que hubiese existido, en pueblos que hoy, después de 30 años de independencia, no pueden decir que saben leer; así, en el sentido material de esta palabra.

No se debe equivocar al literato con la literatura. Han existido, como existen hoy, muy distinguidos literatos en la América. Pero una literatura es la expresión del gusto, del espíritu, del pensamiento de una sociedad con una organización dada; y todo esto, gracias a sus madrastras, no lo ha tenido la América hasta ahora.

Llegado el momento de la revolución y completada en política, porque era la parte más fácil de completarse, se encontró que cada uno de los estados de la América había roto con la tradición colonial en su esclavitud material, pero no con la tradición inteligente, porque con ésta no se rompe a sablazos, sino con el empuje de la invasión civilizadora de las ideas, en una revolución sostenida y pujante contra todo lo existente en la organización social, que fue el pensamiento fundamental de la revolución en la América española.

Para que esto se completase era necesario pasar por una historia bien cuadrada de acontecimientos desgraciados para las generaciones presentes. La independencia debía presentar el primer frente de ese cuadro. La anarquía, el segundo. La reacción del absolutismo, el tercero. Y la reorganización o regeneración, el último. Todo esto es lógico, porque encierra el todo de una revolución social propiamente dicha, que es lo que significa la revolución americana.

En ese cuadro está trabajando hace 35 años la América antes española. Y no hay en ella una sola desgracia, un solo acontecimiento que no sea una consecuencia lógica de su marcha rápida y bizarra al complemento de la revolución.

Ningún pueblo ha desenvuelto en menos años una revolución más completa, una historia más bien cuadrada, que la República Argentina. Ese pueblo diseminado en la aridez de los desiertos, ese pueblo pastor, inculto, pero fuerte e impetuoso como los vientos de su pampa, es el más bello monumento histórico de la América del Sud.

Brazo a brazo disputó en el período de 15 años a la España la tierra que había jurado libertar de su yugo; y desde las orillas del Plata hasta la falda del Chimborazo, el cañón argentino fue despertando los pueblos americanos y escribiendo con balas la independencia de todos ellos.

Hecha pedazos la tradición del poder español, sucedió lo que debía suceder: la nación se convirtió en caos de intereses y de ideas parciales, y nació naturalmente la anarquía, que era el choque brusco de los intereses de partido que nacían de la divergencia de opiniones sobre el sistema político que requería la república, entregada desde entonces a su fuerza y a sus inspiraciones propias.

Desenvuelto el espíritu de anarquía en la prensa, en la tribuna, en la batalla, se delinearon bien los partidos, que es el único ventajoso resultado de una guerra civil: conociose bien la tendencia de cada uno, porque cada uno obraba franca y candorosamente, y viose por fin que la guerra era sostenida, de una parte, por el barbarismo diseminado en los desiertos, y de la otra parte, por la civilización, reconcentrada en las ciudades.

De la anarquía nació inmediatamente la reacción del viejo absolutismo, apoyada, como era natural, en el poder bárbaro de los desiertos, y representada bien, maravillosamente bien, en la persona de D. Juan Manuel Rosas. Este hombre que tanto ha llamado la atención del mundo por sus escándalos de sangre, nada ha inventado, sin embargo. No ha hecho sino constituir en un todo los elementos de reacción que existían dispersos en la familia argentina: hacerse el representante de los instintos salvajes del gaucho, revelados contra las tendencias civilizadoras del hombre de las ciudades, y dirigir esos instintos, por un prurito innato de hacer mal, contra todo aquello que pudiera fructificar más tarde una idea de civilización. Y de aquí el origen de su propaganda contra la Europa; de su sistema americano, de su independencia americana, y de tantas o tras frases que él y los suyos repiten hasta el fastidio, para cubrir con un velo especioso la odiosidad de un sistema que reposa sobre el barbarismo y el crimen. ¡América! ¡Independencia! Sí, Rosas repite esas palabras en medio de los hombres que han nacido bajo el Ecuador, bajo la Crucero. Repítelas y un trueno de aplausos irá vibrando a tus oídos, porque los hombres de América no saben todavía sino palabras. Porque en ella hay todavía hombres que desde la tribuna te llaman el GRANDE, el HÉROE. Todavía hay gobiernos que van a arrojar la dignidad de una corona y el lustre de un nombre de veinte abuelos bajo tus espuelas de gaucho; ¡y tú, GRANDE como tus crímenes, desdeñas con la altanería del héroe el homenaje que te ofrecen!



Convertida la reacción en sistema por medio del absolutismo, y éste representado por el general Rosas, se sistemó también el partido de reorganización social, que es el partido que combate al dictador gaucho; y principió entonces esa guerra estrepitosa entre el hombre civilizado y el hombre bárbaro que continúa todavía. Y no queremos decir que la regeneración -esta última faz de la revolución- sea una cosa acabada y pronta a afianzarse en la República a la caída del poder de Rosas; desgraciadamente, no: pero sí decimos que cada principio, que cada hombre de los contrarios de aquél, son un elemento de ella, a que irá poco a poco elaborando y compactando el tiempo, que es la vida de toda reorganización social.

Vese, pues, que en esta parte de la América el golpe de la revolución fue eléctrico para todo el cuerpo social, y podemos decir también que poco más o menos en toda la América antes española se ha repetido el mismo fenómeno, con las mismas causas, con los mismos medios, con el mismo fin, y que marchan con una expansión de inteligencia sorprendente por el camino escabroso de su regeneración. Al fin de ese camino, ¿qué es lo que se encontrará en política? ¿Será la república, la monarquía, el sistema de centralización, el sistema federativo? Dios lo sabe.

¿Pero este cuadro histórico lo presenta de la misma manera el Imperio del Brasil? No. El Brasil no ha entrado todavía en la revolución americana. Ha seguido, podemos decir así, el curso de los sucesos arrastrado por las influencias de la época, pero sin romper absolutamente con su pasado, ni pisar por ninguno de esos grados revolucionarios por donde suben los pueblos al apogeo de su sociabilidad, no importa que sufriendo en su tránsito esos años fríos y borrascosos que suelen pesar sobre una o dos generaciones, pero precursores siempre de otra época vivificadora y dulce.

Hemos dicho que la revolución de los estados americanos no podía encerrarse en los estrechos límites de una revolución política, simplemente para sustraerse a la autoridad de la metrópoli; porque lo que la América exigió por medio de la revolución fue un cambio fundamental de existencia. Es cierto que por un cambio político se debía empezar, porque el cimiento del nuevo edificio que se iba a levantar debía ser la independencia, y por ella se dio principio a la grande obra: tanto porque era indispensable, como porque era una exigencia del tiempo. Los primeros hombres de la revolución nada improvisaron, no hicieron sino responder a una necesidad de su época, porque en el estado en que se encontraba la Europa después de la revolución francesa y de la influencia napoleónica, ya era imposible, materialmente imposible, la esclavitud de la América a sus antiguos dueños, a menos que los hombres de ella desconocieran intencionalmente las ventajas de la situación.

El día de la revolución había llegado. Y el rey don Juan VI, a pesar del estrecho horizonte porque discurrían sus vistas políticas, comprendió perfectamente que el día de la independencia brasileña se aproximaba, y dejando de grado el Brasil por no verse en la necesidad de dejarlo por fuerza, dejó el gobierno en la persona de su hijo el Sr. D. Pedro, para que llegado el día de la revolución, el pueblo hallase en él un príncipe brasilero en quien colocar la diadema que improvisaría la revolución, perpetuándose de este modo su dinastía en el Brasil, ya que no su autoridad. D. Juan VI no se engañó: la revolución estalló, y el príncipe regente fue proclamado entonces «D. Pedro I, Emperador del Brasil».

Pero muy bien se podía ser independiente y romper con la tradición feudataria, y no continuar en la revolución, quedándose ligado a la tradición moral en todas sus ramificaciones sociales, a excepción de la política, así como se puede adelantar hasta la tercera parte de un camino sin llegar hasta el fin: y esto lo ha demostrado el Brasil palpablemente.

Hizo menos que romper con su tradición política al separarse de la monarquía portuguesa, pues conservó para su gobierno la forma monárquica de aquélla; y hasta esto, este punto tan serio de la revolución, fue en el Brasil suave y sin el estrépito de las armas. Pero si esto honra a los que sacrificaron su engrandecimiento personal a la paz pública, no es menos cierto que de ello no pueden deducirse grandes ventajas al desenvolvimiento inteligente del Brasil en la alta y filosófica revolución de América; porque, cuando alguna vez ha sonado el toque de alarma en las sociedades civilizadas, llamándolas a alistarse bajo la bandera de una revolución social, el pueblo que no ha respondido a ese llamado, poniéndose si es posible a la vanguardia del movimiento, pronto ha quedado bien atrás en la marcha estrepitosa, pero rápidamente progresiva, de los demás pueblos que han respondido a la alarma. Las naciones europeas que resistieron, o miraron tranquilas la iniciación reformadora del siglo XVI, nos ofrecen un ejemplo palpitante todavía de esta verdad consignada en la historia por la repetición de los sucesos.

Por poco que se observe al Brasil en su progreso moral después de su independencia política, se llega a comprender que no ha roto con sus tradiciones al golpe de una revolución social y que, encadenado a ellas, el movimiento inteligente es por necesidad lento y sin vigor, porque el pensamiento no ha entrado todavía en esa vida de actividad y de fuerza, atributos que sólo nacen de las revoluciones.

Sin un movimiento inteligente anterior a la independencia, como lo hemos visto, era necesario remover las causas que originaron el quietismo del espíritu durante la vida colonial, después de adquirida esa independencia. Remover esas causas era entrar en el pensamiento filosófico de la revolución americana; y no removiéndolas, no entrando en la revolución propiamente dicha, imposible sería haber improvisado un movimiento inteligente y con él una literatura nacional; razón única pero profundamente cierta de esa vida inactiva del pensamiento brasileño en su juventud inteligente o progresista.

Nacidos y educados entre el caos de una revolución eminentemente social, quizá nuestras ideas se resienten de preocupación; pero creemos y lo decimos con franqueza, que la paz ininterrumpida en los pueblos que nacen a la vida del progreso, produce el sentido opuesto a su engrandecimiento inteligente. Jamás las instituciones de un pueblo pueden ser sabias y adecuadas a sus necesidades si él mismo no hubiese manifestado cuáles son éstas, en el teatro de los acontecimientos; jamás será conocida la moral de un pueblo si él mismo no hubiese puesto a prueba sus instintos y sus pasiones en el choque violento de las conmociones sociales; jamás serán conocidos sus gustos y sus tendencias si él mismo no los hubiese revelado, eligiendo en los panoramas y caminos morales que producen la divergencia y la lucha de las ideas; jamás, en fin, se podrá conocer la fisonomía característica de un pueblo si sólo ha presentado a quien lo estudia la faz risueña de la tranquilidad.

El egoísmo individual hace ver con horror la época lúgubre y desoladora de una revolución, pero el sacrificio de una época para la vida de un pueblo equivale a un día de tribulación para la vida de un hombre; y cuando se levanta la voz para hablar de esa entidad imponente que se llama pueblo, no es, sin duda, la suerte de una generación la que más debe ocupar la pluma del escritor. La paz es la obra santa sobre la tierra, es lo que pone al hombre en contacto con la divinidad, es el germen de toda felicidad para los hombres; pero ella sería infructuosa si bajo su sombra nada tuviera el hombre que gozar en la sociedad; y los goces del espíritu, como los materiales de la vida, son el resultado de la civilización, y ésta, la obra exclusiva de las revoluciones sociales. Buscad en sus resultados a la revolución europea, y la hallaréis dándoos la civilización en la altura a que hoy la vemos. Buscad en sus resultados el quietismo de los imperios asiáticos, y le hallaréis dándoos una sociedad a diez siglos más atrás de la sociedad europea.

Así, hallamos bien averiguadas las causas de ese movimiento perezoso, si nos es permitido hablar así, del pensamiento literario de la juventud del Janeiro. ¿Sobre cuáles bases trabajar, cuando falta el apoyo indispensable del pueblo, que no da valor, que no sabe comprender aquello que no sea una disposición gubernativa o una revista mercantil, porque la revolución no le ha enseñado todavía que hay otro poder además del poder del oro y de la fuerza?

Faltando la fe y el respeto por la inteligencia, faltando la protección pública, el escritor tira la pluma, como el labrador el arado cuando trabaja sobre terreno improductivo. Pregúntese al Sr. Magalhâes por qué suspendió el vuelo de su musa dramática, cuando, tan bella, desplegaba las alas de sus inspiraciones; él dirá estas palabras: «el pueblo no podía leer mis obras porque no sabe leer». Pregúntese al Sr. Penna, si, a pesar de la buena acogida que hasta hoy han tenido sus obras, podrá solamente con ellas adquirir y conservar una posición social que le asegure, cuando más, un modo de vivir independiente en la sociedad; él dirá que no. Abrid un periódico del año 35 o del año 40: ¿qué se ha hecho el joven que escribía entonces esos tan bellos artículos literarios, cuya cabeza era un foco riquísimo de conocimientos? Id a procurarlo en alguna oficina pública, donde fue a sepultar sus talentos entre el polvo de los protocolos. ¡Ojalá no fuese esto una verdad, y una verdad de toda la América!

La causa, pues, de no hallar a esta juventud de que nos ocupamos en la categoría literaria que le está marcada por su capacidad como por la época en que vivimos, acabamos de ver que no existe en la juventud misma, sino en el resto de la sociedad: en toda la organización moral del Brasil. No es ella, pues, sino la sociedad mal preparada, o mejor dicho, no preparada, a recibir la influencia del pensamiento nuevo. Y aparece entonces una segunda cuestión: «qué es necesario hacer?». Esta cuestión es algo más que delicada, porque envuelve, nada menos, el cambio fundamental del destino de una nación. No un cambio improvisado por los esfuerzos de un in dividuo -esto sería un absurdo el pretenderlo-, sino un cambio que la misma nación quiera darse, consultándose a sí misma, sin necesitar de ninguna individualidad, sino del conjunto de fuerzas inteligentes, para que la vayan conduciendo discretamente por el camino que conduzca a ese cambio.

¡Oh, y si no tuviésemos fe robusta y concienzuda en la grandeza del porvenir americano, que nace del examen de los elementos que constituyen nuestro tiempo presente y nuestra América, con cuánto temor escribiríamos esta palabra cambio, que en el sentido que la empleamos es sinónimo de revolución, y en medio de una sociedad que parece a quien poco la estudia cimentada sobre la paz la felicidad, y para la cual somos nosotros extranjeros! Pero nada destruye en nosotros la fe en ese porvenir que parece revelado por Dios en la grandeza misma de nuestra América, y la palabra revolución es para nosotros el sinónimo de ese porvenir. Sí; cambio de ideas, de creencias, de espíritu público; cambio de nuestra existencia actual, que no es otra cosa que la prolongación de la existencia colonial, por otra existencia puramente americana y progresista; regeneración completa de la sociedad americana: he aquí lo que entendemos por revolución, he aquí el sinónimo de nuestro porvenir.

¡Oh! ¡Y bello porvenir! ¿Acaso la sabiduría suprema escondió entre el abismo de los siglos un mundo entero, minero inagotable de riqueza y poder, para que una vez descubierto a los ojos del universo en toda su magnífica opulencia, quedase condenado, como un satélite, a seguir el giro de la Europa y a recibir los rayos de su lumbre? ¿Esta tierra inmensa que en cada uno de sus valles puede dar hospedaje a una nación europea; con Ríos como mares que se precipitan al océano, gritando al parecer al viejo mundo «por aquí»; con hombres cuya inteligencia parece predestinada a las más altas concepciones del genio, todo esto habría salido de las manos de la providencia divina para no ostentar algún día su predominio sobre el mundo? Sí; el porvenir humano vendrá a coronar un día las sienes puras de la virgen del universo; y la libertad sobre los brazos de la paz y del genio, arrojada a nuestras riberas por el flujo y reflujo del mar impetuoso de nuestras primeras oscilaciones públicas, convidará a la Europa a reposar tranquila bajo el árbol maduro de nuestra civilización americana. Y la epopeya lúgubre de nuestro tiempo será entonces la historia fecunda de lecciones que, con lágrimas de orgullo, presentarán nuestros nietos al europeo para enseñarle a venerarnos; ¡feliz de aquel entre nosotros cuyo nombre se repita entonces diciéndose: «fue un hombre de su tiempo, que comprendiendo su misión, dijo adelante, sin volver los ojos para no asustarse con las escenas del pasado»!



Ese cambio, esa revolución, esa ley tremenda pero inevitable de la América; esa anarquía, en fin, con su pasado, que el Brasil no ha efectuado sino en política, es ahora a lo que la nación en masa se encamina. Cumple con la ley de la humanidad, con su siglo, con ella misma.

¿Se desearía que explicase tal fenómeno? Esto no se explica por nadie individualmente: el fenómeno mismo es quien se explica, y la conciencia de cada hombre quien responde. Examínese la nación en cuerpo, y dígase si no hay en su fisonomía alguna cosa que indica una relajación interior en todos sus órganos, un mal estar de vida que pide un remedio pronto y eficaz. Examínense miembro por miembro y dígase si el principio vital se comunica en todos de la misma manera. Más claro: recórranse provincia por provincia del imperio, y dígase cuál es de todas ellas la que se encuentra en un estado normal, sin notarse en ella todos los síntomas de transición, desde el estado político hasta la organización doméstica de la familia. Llámese al último proletario de Matogroso y al primer aristócrata de San Cristóbal (pero que sea hombre de conciencia) y pregúntese a cada uno si cree al país en el estado que le conviene, y cada uno dirá en su idioma y en su lenguaje que no; que hay un mal estar, una cosa que todos la sienten pero que ninguno la define, que a todos inquieta sin hacer directamente mal a nadie en particular.

Así se estudian y se comprenden los fenómenos sociales. Así se conoce que un pueblo lleva en su seno una revolución, y marcha con ella más o menos deprisa al lugar y al momento de su estallido, como la nube que se levanta en el horizonte llevando consigo el trueno que en el cenit o en el confín ha de estremecer la tierra con su estruendo.

¿Pero cuál es el fin de esa revolución? Quién sabe. El problema de la revolución americana no está desenvuelto; su objeto es romper con la tradición colonial: esto es lo que puede saberse.

Pues bien: ayudar al pueblo a cumplir esta ley de su destino, conducirlo para que no se detenga en el camino, y no desencadene sus pasiones; para que vaya ilustrándose y moralizándose en su marcha, para sustituir con el poder de la inteligencia el poder de la espada, que ha sido necesario al comenzamiento de la revolución, pero que mañana será dañoso cuando se aproxime a su fin, es la misión de todo hombre de inteligencia, cualquiera que sea el tiempo que haya corrido por su vida, y principalmente de los hombres jóvenes, más a propósito para resistir las fatigas del espíritu por su misma juventud.

Principios sanos y oportunos conducirán a la juventud a esa misión.

Nosotros nos atreveremos a delinear de algunos de ellos los rasgos más prominentes y breves, capaces de hacerlos conocer, pero dejando el trabajo de concluirlos. Solamente nos detendremos algo más en los que son en nosotros el fruto de la meditación sobre nuestra época, y tocaremos ligeramente los principios que ya se han iniciado en otras partes de la América, y que no son extranjeros a los hombres ilustrados del Brasil.




IV

Asociación. Es este el principio fundamental de todos los otros: asociación política, literaria, de resistencia, de acción; asociaciones de todo cuanto trata de los intereses comunes, para convertir en uno solo, pero irresistible, el pensamiento de todos; para ser una potencia iniciadora lo que en las individuos no forma sino cuerpos sin resistencia.

Propaganda. Difusión sistemada de doctrinas, cuyo espíritu sean el cristianismo y la libertad: el cristianismo, como la pura y abundante fuente de todas las cuestiones morales y filosóficas; y la libertad, como la esencia de la ley y de la sociabilidad.

Conciliación y tolerancia. La práctica de este principio es de vital necesidad en la América; y en él nos extenderemos, porque así es oportuno.

Existe en la América un espíritu de repulsión al europeo.

La independencia despertó y dio libertad a la aversión natural que existía en las colonias a los gobiernos europeos que las despotizaban. Conseguida la independencia nació otro sentimiento no menos fuerte, y fue el del orgullo, al encontrarse frente a frente con sus antiguos señores, tan libres y tan poderosos como ellos, los pueblos americanos, para sostener su independencia. Y el pueblo, que poco cuidaba de hacer clasificaciones nacionales, miró como a sus antiguos enemigos a todo hombre que había nacido del otro lado del océano. Fueron sobreviniendo con el tiempo motivos de queja dados por los gobiernos europeos, y especialmente por el de Inglaterra, a la susceptibilidad de los americanos, que como más débiles son más celosos de sus derechos; y los gobiernos de América, necesitando de continuo algún sentimiento público con que embozar sus errores políticos, su incapacidad o su despotismo, han puesto constantemente en acción el sentimiento de desconfianza contra el europeo, pintando con colores bien visibles, pero bien absurdos, proyectos y miras hostiles de parte de los gobiernos de Europa a la tan cara independencia nacional, haciendo olvidar al pueblo con estos cuadros imaginarios la realidad de sus calamidades interiores. Razones, pues, de tradición, de historia y de educación han originado lo que hoy existe contra la Europa en el espíritu del pueblo americano.

Y nada hay, en verdad, más injusto. No queremos entrar en la averiguación de esos motivos de queja que han dado a la América los gobiernos de Europa, porque es probable que en último resultado viniésemos a reconocer en nuestros gobiernos la culpa y responsabilidad de las exigencias de la política europea en América. Querernos conceder por ahora que la culpa esté de parte de los gobiernos de Europa; pero sería una lógica extravagante aquella que hiciera sacar por consecuencia de este daño, que el pueblo europeo debe cargar también con la animosidad a que sus gobiernos se hayan hecho acreedores. Sería más que una extravagancia; sería una anomalía ridícula, desde que es preciso confesar que el pueblo europeo y el pueblo civilizado de las ciudades de la América no componen, en muchos sentidos, sino un solo e indivisible pueblo.

Todo cuanto tenemos de civilización es europeo, y si alguna cosa queremos encontrar americana, tenemos necesidad de buscarla en el fondo de los desiertos bárbaros.

No conocemos un solo libro bueno en materia de instrucción que sea escrito por un americano: pues desde los principios políticos fundamentales del Estado, hasta el Manual de cocina, tenemos necesidad de leerlos en francés, en inglés o en alemán; y si los hallamos por casualidad en portugués o en español, han sido escritos en Portugal o en España, pero no en la América.

Desde el día en que pensamos en hacernos independientes, los americanos hemos pasado la mitad del tiempo lidiando por la independencia, y la otra mitad lidiando con nosotros mismos. El pensamiento nada ha producido; las costumbres nada han variado; el pensamiento y las costumbres, todo era necesariamente europeo en la América, y por desgracia el más atrasado pensamiento y las más reprensibles costumbres. Cuanto tenemos es europeo, desde el traje hasta la idea, con la diferencia que hoy adoptamos de la Europa los mejores modelos, que Portugal y la España pueden hoy tomar de nosotros, en muchas cosas; y sin embargo se grita contra la Europa. ¿Por qué? ¿Acaso porque en muchas cabezas se ha adoptado la utopía de Mr. De Pradt, que la Europa no puede existir sin la América, y la América puede existir sin la Europa? ¡Qué ocurrencia! ¿Qué seríamos nosotros segregados del trato de la Europa? Podríamos existir sin ella, es cierto, pero como ha existido el Paraguay, por ejemplo.

Nosotros no hallamos, tampoco, en buena filosofía, que tengamos motivos de queja, no diremos contra el pueblo europeo, pero ni contra los gobiernos de Europa. ¿Emplean la fuerza para imponernos a menudo y obligarnos a entrar en el pacto común de los pueblos civilizados y a respetar derechos que los gobiernos de América saben desconocer cuando conviene a sus intereses privados, no a los intereses nacionales? Está bien. Pero la fuerza es también un principio social de que se ha hecho uso desde las sociedades primitivas, y por el cual la familia humana se halla hoy en el estado de civilización en que la vemos.

No se puede adoptar el progreso sin adoptar la innovación, y no se puede concebir la innovación sin reconocer la necesidad de la fuerza para resistir la reacción material de los hombres.

Los más grandes principios que constituyen las bases de la civilización moderna han sido desenvueltos por el empleo de la fuerza. El cristianismo, que no es otra cosa que la fuente de todas las doctrinas morales y filosóficas que hoy nos rigen, no ha sido impuesto a los hombres sino por el empleo de la fuerza; y adonde ha ido una cruz y una biblia ha sido necesario que vaya también una lanza, y recuérdese que de todas las grandes revoluciones sociales, la del cristianismo es la que menos sangre ha costado a la humanidad. Toda la civilización moderna que nació bajo la iniciación de la Reforma religiosa ha sido impuesta de pueblo en pueblo por el ejercicio de la fuerza, cometiendo demasías, asustando al derecho individual, pero llevándose todo por delante hasta colocarlo en el gran círculo donde deben gravitar todos, soportando los débiles a los fuertes, y los fuertes protegiendo e ilustrando con su presencia a los débiles. Porque ésta es la ley eterna de la naturaleza de las cosas. Es lo que debe ser porque así es.

En las altas cuestiones sociales, es con la historia y la filosofía de los hechos que debe discurrirse, y no con las teorías del interés de un gobierno, o de una vanidad injustificable sobre una preponderación social, que sólo existe en los buenos deseos de un corazón apasionado de su país, pero no en la realidad de las cosas. Cuando el cañón europeo se coloca delante de nuestros puertos y nos declara un bloqueo, es el cañón del fuerte que viene a hacernos entrar en un gran círculo del que para desprendernos no tenemos la fuerza necesaria todavía; donde existe un derecho público, bueno o malo, odioso al débil, abusivo, todo lo que se quiera, pero que existe, que está convenido y sostenido por los fuertes, porque así debe ser, y ante quien los débiles no pueden hacer otra cosa que someterse; porque ningún principio general, como son todos los del derecho público, puede establecerse con las infinitas excepciones a que darían lugar las exigencias de los pueblos pequeños, si hubiera de consultárseles en su aplicación. Ni pueden los estados débiles, por más que la equidad y la justicia aboguen por ellos, establecerse principios públicos generales, diferentes de los principios universalmente reconocidos, porque no basta la existencia de la ley, o del derecho, sino que es necesario la fuerza competente para su ejecución. La América, nadie desconoce que no puede convenir con el derecho público europeo; que otras necesidades, que otro modo de existir político, que otros intereses están en choque abierto con el código público de la Europa, y clamando por uno exclusivamente americano; pero no puede haber dos legislaciones diferentes y opuestas entre sí para regir una misma sociedad. Y el derecho público, que no es sino la constitución del mundo en las relaciones de los pueblos entre sí, tiene por fuerza que ser uno e indivisible, y mientras la América no tenga también sus cañones para ir a decir a la Europa: «he aquí mi código público, entrad por él», tiene, y no hay medio, que reconocer como suyos los principios que le envíe la Europa sostenidos por sus cañones.

No es esto, en verdad, el principio, la esencia de la justicia; pero es otra cosa muy importante: es lo que sucede prácticamente.

Por hoy, y mientras seamos menos fuertes que la Europa, tenemos que aceptar de ella su política, previniéndonos de sus exigencias no con la fuerza ni las declamaciones, sino con la habilidad de nuestros estadistas. No vivamos siempre en ese error inocente que ha nacido de nuestra inexperiencia en la práctica de la vida pública, de querer en la política encontrar la moral y la equidad que en las relaciones comunes de la ley con los individuos. Basada la política en el interés público de cada estado, no se puede suponer en ella sino la ausencia de la moral y la justicia; y la legislación universal, la práctica y el ejercicio de la ciencia política, desde que hay naciones independientes unas de otras, han reconocido esta verdad, que se ha burlado siempre de las declamaciones del filósofo, y aceptada en el todo, se han tenido que aceptar las partes de esa verdad, y así la guerra, la conquista y la usurpación han recibido el nombre de derecho, mientras que tales actos son ejercidos por las naciones, no obstante que esos atentados a la vida y a la propiedad, ejecutados por el individuo, sean reputados crímenes.

Prevengámonos por medio de la perspicacia y del buen tino diplomático; no acriminemos, sino evitemos el ejercicio de la política europea entre nosotros, por medios hábiles, y sobre todo, por la ausencia de todo compromiso oficial con ella. Pensemos siempre que la Europa obra en sentido de sus intereses europeos, porque ése es el deber de sus gobiernos, porque cualquiera de nosotros haría lo mismo en lugar de sus estadistas colocados al frente de los gabinetes; y obremos nosotros en relación a nuestros intereses americanos; sin la petulancia, que tanto mal nos ha ocasionado ya, de creernos tan fuertes y tan hábiles como los europeos en materias políticas, y no culpemos a los gobiernos europeos, y menos a su pueblo, por errores que son exclusivamente nuestros.

¿Qué partido no tratarán de sacar los gabinetes europeos en esa guerra sorda pero eficaz de su política, de pueblos que se entregan a ellos con la candidez de los niños? ¿No se ha visto a la pequeña República del Uruguay hacer tratados de comercio y navegación con la Inglaterra, fundados en el principio de reciprocidad? ¿No tienen compromisos iguales y aún más serios otros estados del continente? ¿Y podemos presumir que esos compromisos sean, para pueblos como los de América, otra cosa que semilleros de cuestiones futuras, en las que necesariamente no serán los más débiles los aventajados?

No: seamos justos; confesemos que los gobiernos europeos no son la causa de esas situaciones humillantes por que más de una vez han tenido ya que pasar los nuevos estados de la América en sus cuestiones con la Europa. Hemos tenido siempre la desgracia de tener al frente de los negocios públicos, hombres poco adiestrados en ellos. Se ha creído equivocadamente que basta para gobernar las condiciones de honrado y patriota, y de estos errores no es la culpa la Europa, y de ellos han nacido muchas de nuestras cuestiones con ella.

Y si ni al pueblo ni a los gobiernos de Europa podemos hacer en justicia reproches de lo que nosotros mismos somos la causa, ¿por qué ese espíritu de repulsión al europeo, nosotros que precisamente lo que necesitamos para hacernos tan fuertes como los europeos, es mirar de la Europa hasta sus inconsecuencias políticas?

América para la literatura, es cierto; América para la industria de su suelo, es cierto; América en todo para el porvenir, es cierto; pero, ¿en qué otra cosa podemos hoy ser americanos? ¿Qué quieren decir, política, sistema americano? No hay que saber sino que esas palabras son la invención moderna de algunos gobiernos de América, y con especialidad, del general Rosas, para considerarlas corrosivas a la existencia americana.

¡Política americana! Dígase política europea malísimamente imitada, y se habrá dicho la verdad; porque todo en nuestra organización política es un mal plagio de las doctrinas y la práctica europea; excepto nuestros errores y nuestras necedades, que son netamente americanas.

¡Sistema americano! Parece, por Dios, que quisiéramos hacer ironía de nuestra propia situación. Un sistema es la combinación de principios dados y reconocidos; y sin temor se puede desafiar a los que pronuncian tales palabras a que enseñen, no diremos un sistema, un solo principio fundamentalmente americano, a excepción del principio religioso y del de la independencia, los únicos que están encadenados por la tradición y por el espíritu público en todos los estados del continente. ¡Sistema americano! Confesámoslo con ingenuidad, no entendemos lo que se quiere decir con esto, por más que lo hayamos meditado. Meditamos y más nos confundimos, porque se nos viene a la memoria el Congreso de Nicaragua del año 45, prohibiendo el matrimonio de los europeos con las hijas del país, si antes no se declaraban ciudadanos de la República, y al gobierno de Chile, en el mismo año, consintiendo el enlace entre personas de diferente culto, sin ninguna restricción civil ni canónica, para facilitar el matrimonio entre el europeo protestante, de que hay tan crecido número en Chile, y la chilena católica; el gobierno de Buenos Aires excomulgando todo lo que no es gaucho, poniendo cuanto inconveniente es posible al comercio y a la industria europea en la República Argentina, y el gobierno imperial haciendo costosos sacrificios para facilitar a la colonización todos los medios de atractivo y para introducir en el Brasil los hombres, la industria, y cuanto pueda importarse de la civilización europea...

Pero si la injusticia de ese sentimiento de repulsión hacia el europeo pone en obligación a los hombres ilustrados de la América de arrebatarlo del espíritu público, ¿cuanto más no los obliga a ello el cálculo de la propia conveniencia americana?

¿Qué es lo que pretendemos? ¿Ir mejorando la condición moral de nuestros pueblos, en el tránsito de la revolución social en que se hallan? ¿Y de qué manera podremos conseguirlo sino acercándolos al centro de la civilización del mundo? Acercarnos a ella, comprarla con el estudio y el desvelo, conquistarla lenta pero progresivamente, a trueque de sacrificios de todo género, este es nuestro deber. Más tarde, cuando hay amos formado por una elaboración larga y prolija de ideas la potencia de nuestra civilización propia, disputaremos quizás a la europea la iniciativa del pensamiento en el mundo, como se la disputaremos en poder, en riqueza, en todo; porque la América, como lo hemos repetido, tocará algún día el magnífico resultado de su destino y de sus propios esfuerzos. Pero mientras estemos en ese largo aprendizaje en que estamos hoy, nos toca la fusión más completa con todo aquello que sea más civilizado que nosotros; es decir, con la Europa.

Desviar del pueblo americano ese espíritu de repulsión al europeo es un principio de vitalidad, que no debe olvidarse un momento por la juventud progresista.

Abnegación. Si existe una necesidad de preparar los elementos de mejora social, el hombre que se considere iniciado en la reforma tiene antes, en el altar de la patria, que hacer una abnegación completa de todo cuanto constituye el bien estar de la vida en la sociedad, y de todas las consideraciones morales, de familia, de amistad, y aun de consideración por antecedentes tradicionales en algunos hombres; y después con la coraza de la fe y la conciencia, entrar en el combate que le preparen las resistencias de hombres y de cosas a quienes es necesario hacer frente y destruir.

Si el Brasil ha de entrar al movimiento inteligente a que es llamado, tiene que pasar por todas las vicisitudes de las altas revoluciones sociales, tiene que arrojar al palenque, para contestar al desafío de las ideas nuevas, los atletas en que se apoya la tradición. Y para medirse con reputaciones afianzadas por largos antecedentes y por el espíritu de preocupación pública en favor suyo, se hacen necesarias una fuerza y una intrepidez inauditas, y una abnegación completa de simpatías personales, y de toda consideración que no sea la consideración de la verdad y la justicia.

Fraternidad americana, en todo lo relativo a su revolución. Este principio debe tener el carácter de un dogma religioso para la juventud del Brasil, pues complementa todos los anteriores.

La revolución americana, en su objeto moral y socialista, es una e indivisible para toda la América; y las formas políticas de gobierno para cada estado, monarquía o república, no son sino medios elegibles para conseguir aquel objeto, pero que nada lo desvirtúan en su abstracción genérica. Hay pues una cosa común entre las Repúblicas y el Imperio de América, y esa cosa es el cambio social que se propusieron con la revolución.

Existiendo esa comunidad, existen por consiguiente puntos de contacto en ciertos medios.

El más culminante para la realización de ese cambio es la libertad civil y política, porque sin ella no puede el pensamiento desenvolverse en las especulaciones a que lo obligan las exigencias de la revolución.

La libertad, como un principio práctico que puede tener existencia o carecer de ella según las circunstancias políticas de una sociedad, necesita para su conservación y defensa el apoyo del mayor número, que pugne con aquel en que se apoye el despotismo, que es también un sistema político, y como tal, con sus doctrinas y sus prosélitos.

Fraternizar, pues, con todos los hombres progresistas y liberales de la América, sean de ésta o de aquella latitud, es un principio de conservación moral para la juventud del Brasil de que nos ocupamos.

Fraternizar con los que proclaman la libertad y las instituciones es fraternizar con ellos en su lucha contra el despotismo, y de clararse contra el despotismo cuando se ha convertido en sistema, en países (no importa que extraños) ligados unos con otros a una existencia moral idéntica, es declararse en provecho propio contra un principio contagioso y corrosivo, porque en el cuerpo social hay también epidemias que se transmiten lenta o rápidamente, pero que se transmiten. Así, el principio de la independencia americana se manifestó en un punto de la América y se comunicó a todos los otros, y no se puede aceptar, ni aún en hipótesis, que una sola colonia se hubiese hecho independiente quedando las otras en calidad de simples espectadoras de la transformación política. Y lo mismo que la libertad, se comunica también el despotismo y la reacción. Rosas inyectó esta lepra social en su patria, y pronto la comunicó Oribe a la suya, y pronto habría pasado el Yaguarón, si cuando Rosas fomentaba la revolución del Río Grande, esa revolución hubiese triunfado.

El despotismo tiene también su propaganda porque tiene sus hombres bien decididos; y no hay propaganda por odiosa que sea que no halle prosélitos en todas partes. Tal es la condición desgraciada del espíritu humano, que conduce a los hombres a la guerra, a la anarquía incesante aun contra los principios más sanos y sociales.

Nosotros hemos leído en periódicos de Pernambuco, es decir, en los confines del Brasil opuestos al Plata, asquerosos, salvajes, inmundos, y otras palabras así, para discurrir en política. Palabras que ha sacado Rosas a luz con su sistema americano, y hemos visto escrito en la corteza de un árbol del Jardín Botánico de esta Corte, «Mueran los Salvajes Unitarios».

¿Parecerá que nos ocupamos de nimiedades, al ocuparnos de palabras? No. Nos ocupamos de una gran cosa. Esas palabras son, nada menos, la propaganda del despotismo, la doctrina de la barbarie difundiéndose sutilmente entre una sociedad que tiene también visibles síntomas de reacción: entre una sociedad en quien la libertad no ha echado raíces, en quien se discuten sorda pero tenazmente principios encarnados, los unos en la tradición portuguesa, los otros en la innovación brasileña, en una sociedad, en fin, en que el derecho no es todavía un asunto que haya llegado a su última discusión.

Así, por frases, por palabras, por transeúntes se derramaron en toda la América las primeras semillas de la independencia; y así, por frases, por palabras, por transeúntes invadirá la reacción, si se deja al despotismo la libertad de propaganda.

Somos tan escrupulosos en materia de libertad y creemos conocer tanto al pueblo americano, en sus instintos a dejarse estar con lo que quieran imponerle sus gobiernos, y amamos tanto la libertad en cualquier parte que la hallamos, que creemos de buena fe que el derecho de deportación debería usarse con frecuencia en todos los estados americanos que, como el Brasil, marchan tan felizmente a su engrandecimiento, pero que abrigan en su cuerpo órganos tan susceptibles al contagio, contra todo hombre argentino que hiciera su tránsito con pasaporte del general Rosas; de este hombre, gobernador de un pueblo donde -según la reciente expresión de la primera corona del mundo- «se están cometiendo actos de barbarie desconocidos hasta ahora»10.

No escribimos, no, estas palabras por un espíritu fanático de partido, sino por la fe robusta que tenemos en la existencia de una necesidad eminente: la de uniformar en toda la América los principios de la paz, de la justicia y de la libertad.

Cuando vemos en el santuario de la ley brasileña levantarse una frente radiante de valor y de confianza, y desde la tribuna llamar al poder para que baje su frente ante el pueblo y la ley; bien, decimos, es el emigrado argentino, que no reconoce otro poder que el de la ley, ni otra ley cuyo espíritu no sea la justicia.

Cuando vemos al escritor chileno escribir al frente de su periódico un artículo de la Constitución, diciendo al gobierno «no podréis quemar mi periódico sin quemar este artículo»; bien, decimos, es el diputado brasileño que no reconoce en el gobierno otro derecho que el que la Constitución le acuerda.

Cuando vemos, pues, a la juventud progresista y liberal de toda la América, animada de un mismo sentimiento y afrontando iguales inconvenientes para llevar adelante la grande obra de la revolución, comprendemos entonces la necesidad que tiene de fraternidad de acción, como está fraternizada por el sentimiento y la convicción.

Fraternidad de acción decimos, porque no basta la fraternidad moral cuando los peligros materiales son comunes. Comunes, sí, y escribimos esta palabra porque es ella el resultado de la meditación y la experiencia: una de esas altas y filosóficas verdades que no las comprende el pensamiento, sino después de un estudio profundo de los fenómenos sociales.

Los pueblos de la familia humana no han tenido jamás límites ni bayonetas para resistir a la invasión de las ideas cuando de cualquier confín del mundo se han desprendido con el carácter de sistemáticos en las revoluciones morales, y el despotismo a su vez como la libertad a la suya, se han burlado de montes y de ejércitos y se han enseñoreado sobre los pueblos del mundo, porque las ideas no tienen ni localidad ni patria. La revolución americana hizo de toda la América un solo pueblo para la independencia, como era antes un solo pueblo para la esclavitud; y la reacción del viejo régimen, o cualquier sistema bárbaro y retrógrado que tenga el poder de propagarse, encontrará un solo pueblo en los millones de hombres de la América.

Echad una mirada sobre la Carta Americana, y hallaréis, es verdad, los límites accidentales que dividen un territorio de otro; pero echad otra mirada sobre el mapa moral de las ideas, y decidme: ¿dónde están los límites bien marcados de los pueblos americanos, especialmente de nuestra América meridional? No hallaréis sino dos clases, dos inmensas clases que se disputan vigorosamente el terreno, el pueblo tradicional de la metrópoli, es decir, el pueblo bárbaro, instrumento del despotismo; y el pueblo de la revolución, es decir, el pueblo civilizado, garantía de la libertad.

Y cuando esto tiene el carácter de una verdad incontestable, grande y peligroso error sería considerar local el despotismo, cuando llega a adquirir la categoría de sistema.

Así, cuando a menudo nos hemos ocupado, en esta última parte de nuestro escrito, del gobierno del general Rosas, no es por que hayamos querido de propósito dar paso a nuestras opiniones políticas, que serían exóticas en el asunto de que nos ocupamos, si no porque vemos en ese gobierno algo más que lo que han creído ver los hombres que se llaman de estado en el Brasil.

Muy lejos estamos de hacer al general Rosas la injusticia de creerlo simplemente un caudillo a quien la fortuna haya protegido. No, el general Rosas es la encarnación viva y palpitante de los instintos reaccionarios del pueblo bárbaro de la América, y en cualquier parte que la casualidad nos hubiese hecho nacer, miraríamos del mismo modo a ese hombre: como el símbolo claro de la relajación y atraso en que dejaron a la América sus poseedores europeos, y como a tal, un sistema de corrupción pronto a dilatarse y contaminar el resto sano del cuerpo de la América, y a quien es preciso exterminar, por un principio de conservación de interés general.

Cuando los agentes del general Rosas han ido a pedir oficialmente a los gobiernos de Chile y de Bolivia el silencio de la prensa periódica en lo que toca al gobierno de Buenos Aires, no hemos visto en esta pretensión inaudita sino al jefe de un sistema bien elaborado y sostenido, invitando a los gobiernos vecinos a una escandalosa federación de ese sistema; porque pedir el silencio de la prensa, era pedir un acto de despotismo sobre la libertad constitucional de la prensa.

Cuando en la Gaceta Oficial el general Rosas ha continuamente amenazado al Brasil de venir a proclamar el principio americano en el corazón del imperio, no hemos visto en esa amenaza, como lo han creído muchos, una quijotada petulante, sino una confianza racional en la sutilidad de su sistema para introducirse en las entrañas de un pueblo predispuesto al contagio de las ideas de cualquier parte y en cualquier espíritu que vengan.

Estas relaciones, estos vínculos de existencia y de peligros, son los que implican la necesidad de la acción común de la juventud americana contra todo sistema, contra toda idea subversiva a principio de la revolución. Y si en vez de ese congreso americano de que tanto se habla últimamente, por el prurito de hablar que existe entre nosotros, se pensase en establecer logias cuyo objeto fuese propagar los principios de la revolución y minar por su base al despotismo donde quiera que se levantase en la América, veríamos por primera vez establecido algo que diera felices e inminentes resultados.

Hemos fundado, con la rapidez a que nos obliga el carácter de este escrito, el principio de fraternidad o unión de la juventud americana. Conocemos bien que no es ésta una semilla capaz de prender en todos los ánimos, por la razón sencillísima de que produciría para muchos el resultado contrario a esa sórdida especulación sobre los intereses generales con que afianzan y ensanchan sus ambiciones individuales; pero nosotros jamás hablaremos en sentido de los intereses privados de ninguna facción, de ningún círculo, de ningún hombre, sino en sentido de los intereses altos y trascendentales de la sociedad.

Hemos ya completado el pensamiento de este escrito. Hemos buscado a la juventud progresista en el movimiento político y en el literario; hemos determinado las causas que la paralizan en ese movimiento, y hemos por último bosquejado a grandes rasgos los principios fundamentales con que puede derribar los obstáculos, dando impulso a la revolución moral que acabará por fijar los destinos del Brasil como los de la América toda.

Dejemos ahora en nuestro corazón la consoladora esperanza en los esfuerzos de la juventud, y dejemos nuestra frente, tan abatida por el infortunio de la patria, aletargarse en el sueño florido del porvenir de América.

RÍO JANEIRO MARZO DE 1846





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