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Femeninas. Seis historias amorosas1

Ramón del Valle-Inclán



Femeninas



ANDRÉS LANDÍN, EDITOR




A Pedro Seoane

¡Cuánto tiempo que ni nos vemos ni nos escribimos, mi querido Seoane!

Apesar de este aparente olvido, si hoy, cual en aquellos días de locuras quijotescas volviese á necesitar de un amigo -un hombre, era la palabra que nosotros empleábamos entonces el corazón guiaríame como siempre á tu puerta. Aunque con algunas canas de más, estoy seguro que volveríamos á ser los antiguos camaradas que tantas veces bebieron juntos en el vaso de la fraternidad estudiantil. Por eso, mi querido Pedro Seoane, al dedicarte este libro, -el primero que escribo,- me siento alegre, como el padre que al bautizar su primogénito, puede ponerle un nombre bien amado.

¡Es tan dulce, en medio del pesimismo que la ciencia de la vida exprime poco á poco en el alma, tener un amigo, y saberlo!...

Ramón del Valle-Inclán.

Villanueva de Arosa, 20 de Abril de 1894.




Prólogo

[IX] Es el presente, un libro, que puede decirse por entero juvenil. Lo es por la índole de los asuntos, porque su autor lo escribe en lo mejor de la vida, porque ha de tenérsele por un dichoso comienzo, y en fin, porque todo en él resulta nuevo y tiene su encanto y su originalidad. Con él gozamos de un placer ya que no raro, al menos no muy común, cual es el de leer unas páginas que se nos presentan como iluminadas por clara luz matinal, y en las cuales la poesía, la gracia y el amor, esas tres diosas propicias [X] á la juventud, dejaron la imborrable huella de su paso.

Primicias de una musa, eco apenas apagado de las sensaciones de un corazón abierto á las primeras emociones y á los primeros desengaños, tienen cuanto necesitan para hacerlas amables á los ojos de los que como ellas son jóvenes y gozan y sienten las mismas pasiones y sus veleidades, con alma pronta á comprenderlas en toda su intensidad. Tal es su mérito, y que nos hable de lo siempre eterno y siempre jóven *joven*, en una nueva forma, bajo un nuevo aspecto y con un encanto original, entre fácil y risueño aunque un tanto malicioso, propio de la manera de ser de su pueblo Más aquí ha de hacerse una salvedad; al hablar de cuanto nuevo encierra este libro lo mismo en el fondo que en la forma, claro es que se hace por modo relativo y no dando á entender que su autor, se ha abierto una [XI] senda desconocida: dícese tan solamente que es nuevo en el país en que vé la luz. Esta limitación en el juicio, en nada le perjudica, porque así y todo, el autor de FEMENINAS, se nos presenta con personalidad propia, ya por lo genial de sus facultades, ya porque le hallamos, siempre fiel á su raza y sentimientos que le son propios.

Bajo tan importante punto de vista ha de considerársele principalmente. Por que hijo de su tiempo, pero así mismo hijo de Galicia, son en él manifiestas las condiciones especiales de los escritores del país. El sentimiento le domina, conoce la armonía, de la prosa que aquí se acostumbra y no es fácil fuera: prosa encadenada, blanda, cadenciosa, llena de luz; prosa por esencia descriptiva y á la cual solo falta la rima. Y no es esto solo, sinó que conforme con el espíritu ensoñador del celta, despunta los asuntos, no los lleva á sus últimos límites; [XII] levanta el velo, no lo descorre del todo, dejando el final como quién teme abrir heridas demasiado profundas en los corazones doloridos en una penumbra que permite al lector prolongar su emoción y gozar algo más de lo que el autor indica y deja en lo vago, y el que lee tiene dentro del alma Es esta, condición especial que en nuestro amigo deriva de su raza, porque de su tiempo tiene lo que llamamos modernismo, y la nota de color viva, ardiente, sentida, puesta en el lienzo de un solo golpe. En cambio es suya, la frase elegante, armoniosa, un tanto lírica, llena de luz, que se desliza con gracia femenil, serpentina casi, y hace del autor de este libro un prosista que no necesita más que castigar su estilo, para ser un gran prosista. Con todo lo cual, con lo que debe á la sangre y lo que le es personal, harto claramente prueba que es de los nuestros. Aunque quisiera [XIII] ocultarlo no podría. A todos dice que ha nacido bajo el cielo de Galicia. Hijo suyo, criado al pié de unos mares que tienen la eterna placidez de las aguas tranquilas, la refleja toda en sus páginas, donde cree uno percibir, desde el acre perfume de los patrios pinares y de las ondas que los bañan, hasta los blandos rumores de la ribera natal; desde la soledad de las ciudades de provincia, hasta la claridad de los cielos tropicales y las cosas que le son propias.

Esto por lo que se refiere á lo esterior *exterior*, porque en cuanto á su interior, ó sea el alma del libro, no es menos nuestro por la manera de tratarlo, y por la gran verdad de los cuadros que lo forman. Aparentemente parecen invención, pero pronto se vé que son realidades. No se necesita mucho para comprender que el autor se limitó á dejar que hablasen su corazón y sus recuerdos, permitiendo que desbordase en la plenitud [XIV] de sus años juveniles y de sus horas de pasión lo que el acaso de la vida hiciera suyo.

Era imposible otra cosa. El ayer está para él tan cercano, que le domina. No tiene más que abrir los labios y éstos balbucean los nombres queridos: los lazos que le unieron á las mujeres amadas y á las que el azar puso en su camino, aun no están rotos del todo. De aquellas cuyo recuerdo dura la vida entera, ó de las que apenas dejan impresión en el alma, guarda todavía con el reflejo de la última mirada, la suave presión de los brazos amados. Las que fueron como escollo, y las que igual á la hoja de una rosa se dejaron llevar al soplo de los vientos matinales, siguen teniendo para él los mismos desdenes, ó las mismas sonrisas. Diríamos que las sombras invocadas aun no se han desvanecido, y que pueden volver á tomar cuerpo y llenar las horas solitarias [XV] que siguen siempre á las horas llenas de pasión de una vida en su comienzo.

Por de pronto y por lo que de sus heroinas *heroínas*nos refiere, las mujeres que recuerda fueron fáciles y crueles. Era necesario que así sucediese, y que resultase entre amables burguesas y cocottes exigentes, con quienes no podía menos de tropezar en los primeros pasos de la vida. Hembras y esfinjes *esfinges*, tal nos las describe, y así debieron aparecer á los ojos del que apenas si sabía del amor, más que lo que va conociendo sucesivamente, y de las mujeres lo que le iban enseñando aquellas con quienes tropezaba. ¡Y el cielo sabe cuales, que no son las peores las que la desgracia arroja á la vía pública!

Partiendo de este hecho, se comprende que el autor de FEMENINAS, habiendo reunido sus documentos humanos los lances que nos cuenta y las heroinas *heroínas* que nos presenta, [XVI] sean lo que se dice producto de la experimentación, en la cual va mezclado mucho de lo que él conoce de propio conocimiento y algo también de lo que vió y oyó por el mundo: lo que es suyo y lo que fué de los demás, todo ello animado por los recuerdos de las pasiones sufridas, lo mismo que de los lugares recorridos. En tal manera, que aun fué ayer, como quien dice, cuando la Condesa de Cela le despertó pasándole por la cara el suave y tibio manguito, cuando Tula Varona le azotó la mejilla con un florete, cuando Octavia le hizo ver por experiencia cuan difícilmente llena un hombre solo, el corazón de una mujer, así sea la más enamorada.

Como estrañarse *extrañarse* por lo tanto, de la especie de unidad de pensamiento y de interés que domina en todo este volumen? Páginas arrancadas al libro de sus Confesiones juveniles, un lazo más que estrecho las [XVII] une y hace iguales. Como si tanto no bastase, es una la misma pasión que anima todos los cuadros; pasión viva, juvenil, un tanto libidinosa hay que confesarlo pero siempre poética tanto en la fábula como en su trama, en la expresión de los afectos del mismo modo que en la armonía de la frase y en la aureola que los envuelve igual que un inmenso nimbo. Aunque no fuese más que por eso, FEMENINAS sería un libro moderno, hijo de la hora actual y de las pasiones que asaltan al jóven *joven* en sus primeros pasos asediando su corazón con ímpetu diario. Sentimental, por que suena á veces como una queja, sabe Dios de que dolores; romántico, aunque por modo novísimo; y femenino puesto que no nos habla de otra cosa que de los lances á que da lugar el amor de las mujeres y de los afectos que inspiran. Y como ni el más breve espacio ha querido su autor que mediase entre el [XVIII] suceder ayer y el contarlo hoy, de ahí que el relato conserve el calor de las cosas que acaban de pasar á nuestra vista, ó dentro de nosotros mismos. Así es patente, en la rapidez de la acción y en los detalles, claros, precisos, movidos.

Diráse que así es forzoso que suceda en composiciones de la índole de las que forman este libro y en las cuales todo debe ser conciso é ir directamente á su fin; pero no es cierto. Los cuentos tales como hoy se conciben y escriben, hijos de la moderna inquietud y también de la escasa atención que el hombre actual quiere poner en semejantes cosas son rápidos, convulsivos casi; más nervios que sangre y músculos y en los cuales es visible la pretensión de encerrar en breve espacio todo un drama; no valen lo que aparentan sino cuando están escritos por almas agitadas y que apenas tienen tiempo para dar cuerpo á sus sueños, [XIX] vida á sus creaciones, forma á lo pasagero *pasajero* que acaba de conmoverles. En tal suerte que se equivocaría quien creyese que FEMENINAS, es uno de los infinitos trabajos de su índole, á que solo la moda actual puede dar importancia. Todo lo contrario. Los que encierra este libro, son como pequeños poemas, breves, alados, llenos de sentimiento; cosas de hombres y mujeres que pasan á cada momento, pero que solo tienen vida, fuerza y relieve, cuando filtran como quien dice á través de un alma de poeta. Por eso no resultan obra del que sigue un feliz ejemplo, sinó cosa propia, hijos de un temperamento. Los hubiese escrito así, sin que antes hubiese conocido otros. Son cosa suya, y solamente por sus cortas dimensiones se parecen á los que nos dá, con tan desdichada prodigalidad el actual momento literario. En tal manera que en cuestión de cuentos, á pesar de ser tantos y tan distintos [XX] los que se conocen, nuestro autor inventó un nouveau frisson, como dicen los que más usan y abusan de los cuentos, los franceses, nuestros maestros en éste y demás géneros literarios.

Dicho esto, consignado que el presente libro no es tan sólo un dichoso comienzo y una segura promesa, sinó el fruto de una inspiración dueña ya de las condiciones necesarias para alcanzar de golpe un primer puesto en la literatura del país, parece como que nada queda que añadir y que debemos levantar la pluma. Así lo haríamos si nuestro corazón nos lo permitiera. Más ¿cómo callar en líneas escritas al frente del libro del hijo, la grande, la estrecha amistad que nos unió á su padre? Como no recordar al escritor y poeta intachable, al alma pura, al íntegro carácter á aquél que llevó el mismo nombre y apellido que nuestro autor y fué tan digno de la estimación en que le [XXI] tuvimos siempre y con la que nos correspondía? Aún fué ayer, cuando con el pie en el sepulcro, nos tendió por última vez su mano y hablamos de las cosas que de tanto tiempo atrás, nos eran queridas, la patria gallega y la poesía que había encantado sus horas solitarias. Sabía él que la muerte le había ya tocado con su dedo, más no por eso se creía del todo desligado de la tierra, que no pensase en su país y no se doliese de los infortunios agenos *ajenos*; ¡él que los había conocido tan grandes!

Duerme, duerme en paz mi buen amigo, tu hijo sigue la senda que le trazaste con el ejemplo de una vida honrada como pocas. Tu hijo recoge para tí los laureles que pudiste ceñirte y desdeñaste contento con tu dichosa medianía. ¡Si tú pudieras verlo!

Nobleza obliga. El autor de FEMENINAS lo sabe bien. Descendiente de una gloriosa familia, en la cual lo ilustre de la sangre, no [XXII] fué estorbo, antes acicate que les llevaba á las grandes empresas, tiene un doble deber que cumplir. De antiguo contó su casa grandes capitanes, y notables hombres de ciencia y literatura, gloria y orgullo de esta pobre Galicia. Se necesita pues, que continúe la no interrumpida tradición, y que como los suyos añada una hoja más de laurel á la corona de la patria. Y yo en nombre de su padre, lo digo: Hijo mío, cumple tus destinos y que las horas que te esperan, te sean propicias!

M. MURGUÍA

Coruña, Noviembre de 1894.






La condesa de Cela

[5] «Espérame esta tarde». No decía más el fragante y blasonado plieguecillo.

Aquiles, de muy buen humor, empezó á pasearse canturreando una jota zarzuelesca, popularizada por todos los organillos de España; luego quedóse repentinamente sério *serio*, mientras se atusaba el bigote ante el espejo roto de un gran armario de nogal ¿Por qué le escribiría ella tan lacónicamente? Hacía algunos días que Aquiles tenía el presentimiento de una gran desgracia; [6] creía haber notado cierta frialdad, cierto retraimiento. Quizá todo ello fuesen figuraciones suyas: pero él no podía vivir tranquilo.

Aquiles Calderón, era un muchacho americano, que había salido muy joven de su patria con objeto de estudiar en la Universidad española de Brumosa, donde al cabo de los años mil, continuaba sin haber terminado ninguna carrera. En los primeros tiempos derrochara como un príncipe, mas parece ser que su familia se arruinara años después en una revolución, y ahora vivía de la gracia de Dios. Pero al verle hacer el tenorio en las esquinas, y pasear las calles desde la mañana hasta la noche requebrando á las niñeras, y pidiéndoles nuevas de sus señoras, nadie adivinaría las torturas á que se hallaba sometido su ingenio de estudiante tronado y calavera que cada mañana y cada noche, tenía que inventar [7] un nuevo arbitrio para poder bandearse. Aquiles Calderón, tenía la alegría desesperada y el gracejo amargo de los artistas bohemios; por lo demás era en todo un simpático muchacho. Su cabeza airosa é inquieta más correspondía al tipo criollo que al español; el pelo era indómito y rizoso; los ojos negrísimos; la tez juvenil y melada; todas las facciones sensuales y movibles; las mejillas con grandes planos, como esos idolillos aztecas tallados en obsidiana. Era hermoso, con hermosura magnífica de cachorro de Terranova; una de esas caras expresivas y morenas que se ven en los muelles, y parecen aculotadas en largas navegaciones trasatlánticas, por regiones de sol. Estaba impaciente, y para distraerse, tamborileaba con los dedos el himno mexicano, en los cristales de la ventana que le servía de atalaya. De pronto enderezóse examinando con avidez la calle, [8] arrojó el cigarro y fué á echarse sobre el sofá aparentando dormir.

Tardó poco en oirse el roce de una cola de seda desplegada en el corredor. Pulsaron desde fuera ligeramente y no contestó. Entonces la puerta se abrió apenas, y una cabecita de mujer, de esas cabezas rubias y delicadas en que hace luz y sombra el velillo moteado de un sombrero, asomó sonriendo, escudriñando el interior con alegres ojos de pajarillo parlero. Juzgó dormido al estudiante, y acercósele andando de puntillas, mordiéndose los labios de risa.

-¡Así se espera á una señora, borricote!

Y le pasó la piel del manguito por la cara, con tan fino, tan intenso cosquilleo que le obligó á levantarse riendo nerviosamente. Entonces la gentil visitante sentósele con estudiada monería en las rodillas, y empezó á atusarle con sus lindos [9] dedos, las guías del bigote juvenil y fanfarrón.

-Conque no ha recibido mi epístola el señor don Aquiles!

-¡Cómo nó! ¡Pues si te esperaba!

-¡Durmiendo! ¡Ay hijo! lo que vá de tiempos!... Mira tú, yo también me había olvidado de venir, me acordé en la catedral.

-¿Rezando?

-Sí, rezando; me tentó el diablo.   

Hizo un mohin *mohín*; y con arrumacos de gatita mimada se levantó de las rodillas del estudiante.

-¡Carambola! no tienes más que huesos; la atraviesas á una.

-Es raro: con esa balumba de cosas que traes encima, no debía pasarte un cañón.

-Cállate embustero; bien sabes que todo es mío; antes yo no necesito...

Hablaba colocada delante del espejo, ahuecándose los pliegues de la falda.

[10] -Ven acá galante: quítame el sombrero, y colócalo ahí donde no se manche, porque aquí hay polvo de cien años.

Aquiles acercóse con aquella dejadez de perdido, que él exageraba un poco, y le desató las bridas de la capotita de terciopelo verde, anudadas graciosamente bajo la barbeta de escultura clásica, pulida, redonda y hasta un poco fría como el mármol. La otra, siempre sonriendo, levantó la faz, y juntando los labios, rojos y apetecibles como las primeras cerezas, alzóse en la punta de los pies.

-Bese usted, caballero.

El estudiante besó, con un beso largo, sensual y alegre, como prenda de amorosa juventud.

Era por demás extraño el contraste que hacían la condesa y el estudiante. Ella llena de gracia, vestida con natural sencillez; trascendiendo de sus cabellos rubios, y [11] de su carne fresca y rosada como manzana sanjuanera, grato y voluptuoso olor de esencias elegantes; deshilachando con esa inconsciencia de las damas ricas los encajes de un pañolito de batista; Aquiles envuelto en un gabancillo blanquizco, que se caía de puro viejo; las manos hundidas en los bolsillos; y la colilla adherida al labio como molusco. Lo tronado de su pergeño; la expresión ensoñadora de sus ojos; y el negro y luengo cabello, que peinaba en trova, dábanle gran semejanza con aquellos artistas apasionados y bohemios de la generación romántica. Pero en Brumosa nadie paraba mientes en contraste tal. Del mismo jaez habían sido todos los amores de la condesa de Cela. ¡La pobre Julia, tenía la cabeza á componer y un corazón de cofradía! Antes que con aquel estudiante diera mucho que hablar con el hermano de su doncella; un muchachote tosco y encogido, [12] que acababa de ordenarse de misa, y era la más rara visión de clérigo que pudo salir de seminario alguno. Había que verle, con el manteo á media pierna; la sotana verdosa enredándosele al andar; los zapatos claveteados; el sombrero de canal metido hasta las orejas; sentándose en el borde de las sillas; caminando á grandes trancos con movimiento desmañado y torpe. Y sin embargo la condesa le había amado algún tiempo, con ese amor curioso y ávido que inspiran á ciertas mujeres las jóvenes cabezas tonsuradas. No podían pues causar extrañeza sus relaciones con Aquiles Calderón, las cuales, sin tener larga fecha, habían comenzado en los tiempos prósperos del joven. Más tarde, cuando llegaron los días sin sol, Aquiles, que era muy orgulloso, quiso terminarlas bruscamente, pero la condesa se opuso; lloró abrazada á él, jurando que tal desgracia los unía con [13] nuevo lazo más fuerte que ningún otro. Durante algún tiempo, tomó ella en serio su papel. Apesar *A pesar* de ser casada creía haber recibido de Dios la dulce misión de consolar al estudiante. Entonces hizo muchas locuras y dió que hablar á toda Brumosa, pero se cansó pronto.



Traveseando como chicuela aturdida, rodea la cintura de su amante, y le obliga á dar una vuelta de vals por la sala. Sin soltarse, se dejan caer sobre el sofá: Aquiles, haciéndose el sentimental, empieza á reprocharle sus largas ausencias que ni aún tienen la disculpa de querer guardar el secreto de aquellos amores. ¡Ay! eran veleidades de coqueta unicamente! Ella se había encasquetado un fez argelino que [14] estaba sobre el sofá, y sonríe como mujer de carácter plácido que entiende la vida y sabe tomar las cosas cual se debe. Aquiles, habla y se queja con simulada frialdad; con ese acento extraño de los enamorados que sienten muy honda la pasión y procuran ocultarla como vergonzosa lacería; resabio casi siempre de toda infancia pobre de caricias, amargada por una sensibilidad esquisita, que es la más funesta de las precocidades. La condesa le escucha distraída *distraída*, ajustándose el gorro, poniéndoselo unas veces de frente, otras de soslayo, sin estarse quieta jamás; por último, cansada de oirle se levanta, y comienza á pasearse por la sala con las manos cruzadas á la espalda y el aire de colegial aburrido. Aquiles se indigna: para eso, sólo para eso se ha pasado toda la tarde esperándola! Ella se vuelve sonriente.

-¡Y acaso yo he venido á oirte sermonear! [15] No comprendes que bastante disgustada estoy...

-¡Tú!

-Sí, yo: que siento las penas de los dos; las tuyas y las mías... Pero como me ves amable y risueña con todo el mundo, te figuras... y lo mismo que tú los demás...

Deja de hablar, contrariada por la sonrisa incrédula de su amante; luego clavando en él los ojos claros, y un poco descaradillos como toda su persona, añade irónicamente:

-Desengáñate, rapaz, las apariencias engañan mucho. ¿Quién viéndote á tí podrá sospechar ni remotamente las penurias que pasas?

-Pues, hija, el que tenga ojos. Esta vitola no creo que pueda engañar á nadie.

Aunque herido en su orgullo, el bohemio sonríe atusándose el bigote, mostrando los dientes blancos como los de un negro. La condesa ríe también.

[16] -¡Cállate sinvergüenza! La verdad, yo no sé como he podido quererte, porque eres feo!feo! feo!...

Y semejante á «Flirt», su lindo galguillo inglés, muerde jugueteando una de las manos del estudiante, mano de hombre, fina, morena, y varonilmente velluda. De pronto se levanta exclamando:

-¿Y mi manguito?

Búscanle por todos los rincones sin resultado, hasta que Aquiles dá con él bajo una silla cargada de libros; quiere limpiarlo, y la condesa se lo arrebata de las manos.

-Trae, trae. Aquí tienes lo que me ha hecho venir.

Y saca un papel doblado de entre el tibio y perfumado aforro de la piel.

-¿Qué es ello?

-Una carta evangélica; carta de mi marido. Dice que perdona con tal de no [17] dar escándalo al mundo, y mal ejemplo á nuestros hijos.

Por el tono de la condesa es difícil saber que impresión le ha causado la carta. Aquiles sin dejar de atusarse el bigote, hacía rodar sus negras y brillantes pupilas de criollo.

-Pues decididamente Julia, tu marido no morirá atorado.

-¿Por qué?

-Phs... porque se tiene las grandes tragaderas.

Y ríe, con aquella risa silvada que rebosa amarga burlería. La condesa un poco colorada hace dobleces al papel. El estudiante, aparentando indiferencia pregunta:

-¿Y bien tú que has resuelto?

-Ya sabes que yo no tengo voluntad. Consulté con mi hermano Jacobo y dice que debo...

-¿Pero bueno, tú?

[18] La actitud de Aquiles es tranquila; el gesto entre irónico y desdeñoso; pero la voz, lo que es la voz tiembla un poco. A todo esto, la condesa baja la cabeza y parece dudosa.

Allá en su hogar todo la insta á romper; las amonestaciones de su madre, el amor de los hijos, y, sin que ella se dé cuenta, ciertos recuerdos de la vida conyugal, que tras dos años de separación, la arrastran otra vez hacia su marido, un buen mozo que la hiciera feliz en los albores del noviazgo. Y sin embargo, duda. Siente su ánimo y su resolución flaquear en presencia del pobre muchacho que tan enamorado se muestra. Pero si á un momento duélese de abandonarle, y como mujer le compadece, á otro momento hácese cargos á sí misma, pensando que es realmente absurdo sentirse conmovida y arrastrada hácia *hacia* aquel bohemio, precisamente cuando va á reunirse con [19] el conde. Piensa que si es débil, y no se decide á romper de una vez, hallarase más que nunca ligada á Aquiles, sujeta á sus tiranías, y expuesta á sus atolondramientos. Y entonces el único afan *afán* de la condesa es dejar al estudiante en la vaga creencia de que sus amores se interrumpen pero no acaban. Obra así llevada de cierta señoril repugnancia que siente por todos los sentimentalismos ruidosos, los cuales juzgaba siempre plebeyos; y su instinto de coqueta, no le muestra mejor camino para huir la dolorosa explicación que presiente. Ella no aventura nada: apenas llegue su marido, irase á Madrid, pues el conde aborrece la provincia, y al volver por Brumosa, después de seis ó siete meses, quizá de un año, Aquiles Calderón, si aún no ha olvidado, lo aparentará al menos.

[20] No diera nunca la condesa gran importancia á los negocios del corazón. Desde mucho antes de los quince años, comenzara la dinastía de sus novios que eran destronados á los ocho días, sin lágrimas ni suspiros, verdaderos novios de quita y pon. Aquella cabecita rubia, aborrecía la tristeza, con un epicurismo *epicureísmo* gracioso y distinguido que apenas se cuidaba de ocultar. No quería que las lágrimas, borrasen la pintada sombra de los ojos. Era el egoismo *egoísmo* pagano de una naturaleza femenina y poco cristiana que se abroquela contra las negras tristezas de la vida. Momentos antes, mientras subía los ochenta escalones del cuarto de Aquiles, no podía menos de cavilar en lo que ella llamaba “la rotura de la vagilla *vajilla*‿. Conforme iba haciéndose vieja, aborrecía estas escenas, tanto como las había amado en otro tiempo. Tenía raro placer en conservar la amistad de sus [21] amantes antiguos, y guardarles un rinconcito en el corazón. No lo hacía por miedo ni coquetería, sinó por gustar el calor singular de estas afecciones de seducción extraña, cuyo origen vedado la encantaba, y en torno de las cuales percibía algo de la galantería íntima y familiar, de aquellos linajudos provincianos, que aun alcanzara á conocer de niña. La condesa aspiraba todas las noches en su tertulia, al lado de algún ex adorador que había envejecido mucho más á prisa que ella, este perfume lejano y suave, como el que exhalan las flores secas, -reliquias de amoroso devaneo, conservadas largos años entre las páginas de algún libro de versos. -Y sin embargo, en aquel momento supremo, cuando un nuevo amante caía en la fosa, no se vió libre de ese sentimiento femenino, que trueca la caricia en arañazo; esa crueldad, de que aún las mujeres más piadosas [22] suelen dar muestra en los rompimientos amorosos. Fruncido el arco de su lindo ceño; contemplando las uñas rosadas y menudas de su mano, dejó caer lentamente estas palabras:

-No te incomodes Aquiles: considera que á la pobre mamá le doy un verdadero alegrón: yo tampoco he dicho que á tí no te quiera; la prueba está en que he venido á consultarte; pero partiendo de mi marido la insinuación, no hay ya ningún motivo de delicadeza que me impida... ¿A tí que te parece?

Aquiles, que en ocasiones llegaba á grandes extremos de violencia, se levantó pálido y trémulo, la voz embargada por la cólera.

-¿Qué me parece á mí? ¡á mí! ¡á mí! ¿Y me lo preguntas? Eso es propio de una mujerzuela!

La condesa humilló la frente con sumisión de martir *mártir* enamorada.

[23] -¡Ahora insúltame, Aquiles!

-Todavía no te digo lo que mereces. ¿Qué has pensado que era yo?

El estudiante estaba hermoso. Los ojos vibrantes de despecho; la mejilla pálida; la ojera ahondada; el cabello revuelto sobre la frente, que una vena abultada y negra, dividía á modo de tizne satánico.

Aquiles Calderón, que era un poco loco, sentía por la condesa esa pasión vehemente, con resabios grandes de animalidad, que experimentan los hombres fuertes, las naturalezas primitivas cuando llegan á amar; pasión combinada en el bohemio, con otro sentimiento muy sutil, de sensualismo psíquico satisfecho. La satisfacción de las naturalezas finas condenadas á vivir entre la plebe, y conocer únicamente hembras de germania *germanía*, cuando, por acaso, la buena suerte les depara una dama de honradez relativa. El bohemio había [24] tenido esta rara fortuna. La condesa de Cela, aunque liviana, era una señora; tenía viveza de ingenio; y sentía el amor en los nervios, y un poco también en el alma.



Hela allí, la cabeza obstinadamente baja, y el labio inferior entre los dientes. La condesa juega con una de sus pulseras y parece dudosa entre hablar ó callarse. No pasan inadvertidas para Aquiles vacilaciones tales, pero guárdase bien de hacerle ninguna pregunta. Su vidriosa susceptibilidad de pobre le impide ser el primero en hablar. Nada, nada que sea humillante. ¡Aquel bohemio que debe dinero á toda Brumosa sin pensar nunca en pagarlo; aquel gran arrancado hecho á batirse con todo linaje de usureros, y á implorar [25] plazos y más plazos á trueque de humillaciones sin cuento, considera harto vergonzoso, implorar de la condesa un poco de amor!

Ella más débil ó más artera, fué quien primero rompió el silencio, preguntando en muy dulce voz:

-¿Has hecho lo que te pedí, Aquiles? ¿Tienes aquí mis cartas?

Aquiles la miró con dureza, sin dignarse responder; pero como su amiga siguiese interrogándole con la actitud y con el gesto, gritó sin poder contenerse:

-¡Donosa ocurrencia! ¿pues dónde había de tenerlas?

La condesa enderézase en su asiento, ofendida por el tono del estudiante: por un momento, pareció que iba á replicar con igual altanería; pero en vez de esto, sonríe echando la cabeza sobre el hombro, en una actitud lleno *llena* de gracia. Así, medio de soslayo, [26] estúvose buen rato contemplendo *contemplando* al bohemio, guiñados los ojos, y derramada por todas las facciones una expresión de finísima picardía.

-Pues mira, Aquiles, no debías incomodarte.

Hizo una pausa muy intencionada; y sin dejar de dar á la voz inflexiones dulces añadió:

-Bien podían estar mis cartas en Peñaranda. ¡Nada tendría de particular! Vamos á ver ¿en dónde están el reloj y las sortijas? Si el día menos pensado vas á ser capaz de citarme en el Monte de Piedad. Pero yo no iré ¡quiá! correría el peligro de quedarme allí.

Aquiles tuvo el buen gusto de no contestar: abrió el cajón de una cómoda, y sacó varios manojos de cartas atados con listones de seda. Estaba tan emocionado que sus manos temblaban al desatarlos; hizo [27] entre los dedos un ovillo con aquellos cintajos, y los tiró lejos á un rincón.

-Aquí tienes.

La condesa se acercó un poco conmovida.

-Debías ser más razonable, Aquiles; en la vida hay exigencias á las cuales es preciso doblegarse. Yo no quisiera que concluyéramos así; esperaba que fuésemos siempre buenos amigos; me hacía la ilusión de que aun cuando esto acabase...

Se enjugó una lágrima, y en voz mucho más baja añadió:

-¡Hay tantas cosas que no es posible olvidar!

Calló, esperando en vano alguna respuesta: Aquiles, no tuvo para ella, ni una mirada, ni una palabra, ni un gesto.

La condesa se quitó los guantes muy lentamente, y comenzó á repasar las cartas que su amante había conservado en los [28] sobres con religioso cuidado. Después de un momento, sin levantar los ojos, y con visible esfuerzo llegó á decir:

-Yo á quien quiero es á tí, y nunca, nunca, te abandonaría por otro hombre; pero cuando una mujer es madre, preciso es que sepa sacrificarse por sus hijos. El reunirme con mi marido, era una cosa que tenía que ser. Yo no me atrevía á decírtelo; te hacía indicaciones, y me desesperaba al ver que no me comprendías... Hoy mi madre lo sabe todo, ¿voy á dejarla morir de pena?

Cada palabra de la condesa era una nueva herida que inferían al pobre amante aquellos labios adorados, pero ¡ay! tan imprudentes; llenos de dulzuras para el placer; hojas de rosa al besar la carne, y amargos como la hiel, duros y fríos como los de una estatua, para aquel triste corazón, tan lleno de neblinas delicadas y poéticas. Habíase [29] ella aproximado á la lumbre, y quemaba las cartas una á una, con gran lentitud, viéndolas retorcerse en el fuego, cual si aquellos renglones de letra desigual y felina, apretados de palabras expresivas, ardorosas, palpitantes, que prometían amor eterno, fuesen capaces de sentir dolor. Con cierta melancolía vaga, inconsciente, parecida á la que produce el atardecer del día, observaba como algunas chispas, brillantes y ténues *tenues*, cual esas lucecitas que en las leyendas místicas son ánimas en pena, iban á posarse en el pelo del estudiante, donde tardaban un momento en apagarse. Consideraba, con algo de remordimiento, que nunca debiera haber quemado las cartas en presencia del pobre muchacho, que tan apenado se mostraba. ¿Pero qué hacer? ¿Cómo volver con ellas á su casa, al lado de su madre, que esperaba ansiosa el término de entrevista tal? Parecíale que aquellos plieguecillos [30] perfumados como el cuerpo de una mujer galante, mancharían la pureza de la achacosa viejecita, cual si fuese una virgen de quince años.

Aquiles, mudo, insensible á todo, miraba fijamente ante sí con ojos extraviados. Y allá en el fondo de las pupilas cargadas de tristeza, bailaban alegremente las llamitas de oro, que, poco á poco, iban consumiendo el único tesoro del bohemio. La condesa, se enjugó los ojos; y afanosa por ahogar los latidos de su corazón de mujer compasiva, arrojó de una vez todas las cartas al fuego.

Aquiles se levantó temblando.

-¿Por qué me las arrebatas? ¡Déjame siquiera algo que te recuerde!

Su rostro, tenía en aquel instante una expresión de sufrimiento aterradora. Los ojos se conservaban secos, pero el labio temblaba bajo el retorcido bigotejo como el de un niño que va á estallar en sollozos. [31] Desatalentado, loco, sacó del fuego las cartas, que levantaron una llama triste en medio de la vaga obscuridad que empezaba á invadir la sala.

La condesa lanzó un grito:

-¡Ay! ¿Te habrás quemado? ¡Dios mío qué locura!

Y le examinaba las manos sin dejar de repetir:

-¡Qué locura! ¡qué locura!

Aquiles, cada vez más sombrío, inclinóse para recoger las cartas, que, caídas á los pies de la dama se habían salvado del fuego. Ella le miró hacer, muy pálida y con los ojos húmedos. La inesperada resistencia del estudiante, todavía más adivinada que sentida, conmovíala hondamente; faltábale valor para abrir aquella herida, para producir aquel dolor desconocido. Su egoismo *egoísmo* falto de resolución, sumíala en graves vacilaciones sin dejarla ser cruel ni [32] generosa. Apoyada en la chimenea retorciendo una punta del pañolito de encajes, murmuró en voz afectuosa y conciliadora:

-Yo te dejaría esas cartas... Sí, te las dejaría... Pero ¡ay! reflexiona de cuantos disgustos pueden ser origen si se pierden. ¿Dime, dime tú mismo si no es una locura?

La condesa no ponía en duda la caballerosidad de Aquiles, ¡muy lejos de eso! Pero tampoco podía menos de reconocer que era una cabeza sin atadero; un verdadero bohemio. ¿Cuántas veces no había ella intentado hacerle entrar en una vida de orden? y todo inútil. Aquel muchacho era una especie de salvaje civilizado; se reía de los consejos, enseñando unos dientes muy blancos, y contestaba bromeando, sosteniendo que tenía sangre araucana en las venas.

El insistía con palabras muy tiernas y un poco poéticas.

-Esas cartas, Julia, son un perfume de [33] tú alma; el único consuelo que tendré cuando te hayas ido. Me estremezco al pensar en la soledad que me espera; soledad del alma que es la más horrible! Hace mucho tiempo que mis ideas son negras como si me hubiesen pasado por el cerebro grandes brochazos de tinta. Todo á mi lado se derrumba, todo me falta...

Susurraba estas quejas al oído de la condesa, inclinado sobre el sillón, besándole los cabellos con apasionamiento infinito. Sentía en toda su carne un extremecimiento *estremecimiento* suave al posar los labios y deslizarlos sobre las hebras rubias y sedeñas.

-Déjamelas! ¡son ya tan pocas las que quedan! Haré con ellas un libro, y leeré una carta todos los días como si fuesen oraciones.

La condesa suspira y calla. Había ido allí dispuesta á rescatar sus cartas, cediendo en ello á ajenas sugestiones; creyendo que [34] las cosas se arreglarían muy de otro modo, conforme á la experiencia que de parecidos lances tenía. No sospechara nunca tanto amor por parte de Aquiles; y al ver la herida abierta de pronto en aquel corazón que era todo suyo, permanecía sorprendida y acobardada, sin osar insistir; trémula como si viese sangre en sus propias manos. Ante dolor tan sincero, sentía el respeto supersticioso que inspiran las cosas sagradas, aún á los corazones más faltos de fe.



Por demás es advertir que no estaba la condesa locamente enamorada de Aquiles Calderón; pero queríale á su modo, con esa atractiva simpatía del temperamento, que tantas mujeres experimentan por los hombres fuertes, -los buenos mozos que no [35] empalagan, del añejo decir femenino- No le abandonaba ni hastiada, ni arrepentida. Pero la condesa, deseaba vivir en paz con su madre: una buena señora de rigidez franciscana que hablaba á todas horas del infierno, y tenía por cosa nefanda los amores de su hija, con aquel estudiante sin creencias, libertino y masón, á quien Dios, para humillar tanta soberbia, tenía sumido en la miseria.

Era la gentil condesa, de condición tornadiza y débil, sin ambiciones de amor romántico, ni vehemencias pasionales; por manera que en los afectos del hogar, impuestos por la educación y la costumbre, había hallado siempre cuanto necesitar podía su sensibilidad reposada y plebeya. El corazón de la dama no había sufrido esa profunda metamórfosis *metamorfosis* que en las naturalezas apasionadas, se obra con el primer amor. Desconocía las tristes vaguedades de la [36] adolescencia. A pesar de frecuentar la catedral como todas las damas linajudas de Brumosa, jamás había gustado el encanto de los rincones obscuros y misteriosos, donde el alma tan fácilmente se envuelve en ondas de ternura, y languidece de amor místico. Eterna y sacrílega preparación para caer más tarde en brazos del hombre tentador, y hacer del amor humano, y de la forma plástica del amante, culto gentílico y único destino de la vida. Merced á no haber sentido estas crisis de la pasión, que sólo dejan escombros en el alma, pudo la condesa de Cela, conservar siempre por su madre igual veneración que de niña; afección cristiana, tierna, sumisa, y hasta un poco supersticiosa. Para ella, todos los amantes habían merecido puesto inferior al cariño tradicional, y un tanto ficticio, que se supone nacido de ocultos lazos de la sangre.

[37] Pero era la condesa sino sentimental, mujer de corazón franco y burgués, y no podía menos de hallar hermosa la actitud de su amante, implorando como supremo favor la posesión de aquellas cartas. Olvidaba como las había escrito en las tardes lluviosas de un invierno inacabable, pereciendo de tedio, mordiendo el mango de la pluma, y preguntándose á cada instante qué le diría. Cartas de una fraseología trivial y gárrula; donde todo era oropel, como el heráldico timbre de los plieguecillos embusteros, henchidos de zalamerías livianas; sin nada verdaderamente tierno, vívido, de alma á alma. Pero entonces, contagiada del romanticismo de Aquiles, hacíase la ilusión de que todas aquellas patas de mosca las trazara suspirando de amor.

Con dos lágrimas detenidas en el borde de los párpados, y bello y magestuoso *majestuoso* el gesto, que la habitual ligereza de la [38]dama hacía un poco teatral, se volvió al estudiante:

-Sea, ¡yo no tengo valor para negártelas! Guarda, Aquiles, esas cartas, y con ellas, el recuerdo de esta pobre mujer que te ha querido tanto!

Aquiles, que hasta entonces las había conservado, movió la cabeza é hizo ademán de devolvérselas. Con los ojos fijos miraba la nieve que azotaba los cristales, enloquecido, pero resuelto á no escuchar. Y ella, á quien el silencio era penoso, se cubrió el rostro llorando, con el llanto nervioso de las actrices. Lágrimas estéticas que carecen de amargura, y son deliciosas como ese delicado temblorcillo que sobrecoge al espectador en la tragedia.

Aquiles inclinó la cabeza, hasta apoyarla en las rodillas, y así permaneció largo tiempo; la espalda sacudida por los sollozos. Ella, vacilando, con timidez de mujer [39] enamorada, fué sentarse á su lado en el brazo del canapé y le pasó la mano por los cabellos negros y rizosos. Enderezóse él muy poco á poco y le rodeó el talle suspirando, atrayéndola á sí, buscando el hombro para reclinar la frente. La condesa siguió acariciando aquellos hermosos cabellos, sin cuidarse de enjugar las lágrimas que lentas y silenciosas como gotas de lluvia que se deslizan por las mejillas de una estatua, rodaban por su pálida faz y caían sobre la cabeza del estudiante, el cual abatido y como olvidado de sí propio apenas entendía las frases que la condesa suspiraba.

-No me has comprendido, Aquiles mío. Si un momento quise poner fin á nuestros amores, no fué porque hubiese dejado de quererte; quizá te quería más que nunca; pero ya me conoces... Yo no tengo carácter: tú mismo dices que se me gobierna por un cabello. Ya sé que debí haberme [40] defendido; pero estaba celosa, ¡me habían dicho tantas cosas!...

Hablaba animada por la pasión. Su acento era insinuante; sus caricias cargadas de fluído *fluido*, como la piel de un gato negro. Sentía la tentación caprichosa y enervante de cansar el placer en brazos de Aquiles. En aquella desesperación hallaba promesas de nuevos y desconocidos transportes pasionales; de un convulsivo languidecer, epiléctico *epiléptico* como el del león, y suave como el de la tórtola. Colocó sobre su seno la cabeza de Aquiles, ciñóla con las manos enlazadas y murmuró en voz imperceptible:

-¿No me crees, verdad? ¡Es muy cruel que lo mismo la que miente, que la que habla con toda el alma, hayan de emplear las mismas palabras, los mismos juramentos!...

Y le besaba prodigándole cuantas [41] caricias apasionadas conocía: refinamientos que, una vez gustados, hacen aborrecible la doncella ignorante.

Sin fuerza para resistir el poder de aquellos alhagos *halagos*, Aquiles, la besó cobardemente en el cuello blanco y terso como plumage *plumaje* de cisne. Entonces la condesa se levantó y sonriendo á través de sus lágrimas con sonrisa de bacante, arrastróle por una mano hasta la alcoba. El intentó, resistir pero no pudo. Quisiera vengarse despreciándola, ahora, que tan humilde se le ofrecía; pero era demasiado joven para no sentir la tentación, y poco cristiano su espíritu para triunfar en tales combates; y hubo de seguirla, bien que aparentando una frialdad desdeñosa, en que la condesa creía muy poco. Actitud falsa y llena de soberbia, con que aspiraba á encubrir lo que á sí mismo se reprochaba como una cobardía, y no era más que el encanto misterioso de los sentidos.

[42] Al encontrarse en brazos de su amante, la condesa tuvo otra crisis de llanto; pero llanto seco, nervioso, cuyos sollozos tenían notas extrañas de risa histérica. Si Aquiles Calderón tuviese la dolorosa manía analista, que puso la pistola en manos de su gran amigo Pedro Pondal, hubiese comprendido con horror que aquellas lágrimas que en su exaltacion *exaltación* ansiaba beber en las mejillas de la condesa, no eran de arrepentimiento, sino de amoroso sensualismo, y sabría que en tales momentos no faltan á ninguna mujer.

En la vaga obscuridad de la alcoba, unidas sus cabezas sobre la blanca almohada, se hablaban en voz baja, con ese acento sugestivo y misterioso de las confesiones, que establece entre las almas, corrientes de intimidad y amor. La condesa suspiraba, presentándose como víctima de la tiranía del hogar. Ella había cedido á las [43] sugestiones maternales; faltárale entereza para desoir los consejos de aquellos labios que la besaban con amor; cuyas palabras manaban dulces, suaves, persuasivas, con perfume de virtud, como aguas de una fuente milagrosa. Pero ahora no habría poder humano capaz de separarlos; morirían, así, el uno en brazos del otro. -Y como el recuerdo de su madre no la abandonase, añadió con zalamería, poniendo sobre el pecho desnudo, una mano de Aquiles:

-Guardaremos aquí nuestro secreto, y nadie sabrá nada, ¿verdad?

Aquiles la miró intensamente.

-¡Pero tu madre!

-Mi madre tampoco.

El bigotejo retorcido y galán del estudiante, esbozó una sonrisa cruel.

Aquiles aborrecía con todo su sér á la madre de la condesa. En aquel momento parecíale verla recostada en el monumental [44] canapé de damasco rojo, con estampados chinescos; uno de esos muebles arcaicos, que todavía se ven en las casas de abolengo, y parecen conservar en su seda labrada y en sus molduras lustrosas, algo del respeto y de la severidad engolada de los antiguos linajes. Se la imaginaba hablando con espíritu mundano, de rezos, de canónigos y de prelados; luciendo los restos de su hermosura deshecha; una gordura blanca de vieja enamoradiza. Creía notar el movimiento de los labios, todavía frescos y sensuales que ofrecían raro contraste con las pupilas inmóviles, casi ciegas, de un verde neutro y sospechoso de mar revuelto. Encontraba antipática aquella vejez sin arrugas, que aún parecía querer hablar á los sentidos.

El estudiante recordó las murmuraciones de Brumosa y tuvo de pronto una intuición cruel. Para que la condesa no [45] huyese de su lado, bastaríale derribar á la anciana del dorado camarin *camarín* donde el respeto y la credulidad de su hija la miraban; y arrastrado por un doble anhelo de amor y de venganza, no retrocedió ante la idea de descubrir todo el pasado de la madre á la hija que adoraba en ella.

-¡Pareces una niña Julia! No comprendo, ni ese respeto fanático, ni esos temores. Tu madre aparentará que se horroriza ¡es natural! Pero seguramente cuando tuvo tus años, haría lo mismo que tú haces. ¡Sólo que las mujeres olvidáis tan fácilmente!...

-¡Aquiles! ¡Aquiles! no seas canallita!... ¡Para que tú puedas hablar de mi madre necesitas volver á nacer! ¡Si hay santas ella es una!...

-No riñamos hija. Pero también tú puedes ser canonizada. Figúrate que yo me muero; que tú te arrepientes... ¿No hay en el Año Cristiano alguna historia [46] parecida? A tú madre que lo lee todos los días debes preguntárselo.

La condesa le interrumpió:

-No tienes para que nombrar á mi madre.

-¡Bueno! Cuando la canonicen á ella ya habrá la historia que buscamos.

La condesa medio enloquecida, se arrojó del lecho; pero él no sintió compasión ni aún viéndola en medio de la estancia; los rubios cabellos destrenzados, lívidas las mejillas que humedecía el llanto; recogiendo con expresión de suprema angustia, la camisa sobre los senos desnudos. Aquiles sentía esa cólera brutal, que en algunos hombres se despierta ante las desnudeces femeninas. Con clarividencia satánica, veía cuál era la parte más dolorosa de la infeliz mujer, y allí, hería sin piedad, con sañudo sarcasmo.

-¡Julia! ¡Julita! También tus hijos dirán [47] mañana que tú has sido una santa. Reconozco que tu madre supo elegir mejor que tú sus amantes. ¿Sabes cómo la llamaban hace veinte años? ¡La canóniga, hija! ¡la canóniga!

La condesa horrorizada huyó de la alcoba. Aún cuando Aquiles tardó mucho en seguirla, la halló todavía desnuda, gimiendo monótonamente, con la cara entre las manos. Al sentirle, incorporóse vivamente y empezó á vestirse, serena y estóica *estoica* ya. Cuando estuvo dispuesta para marcharse, el estudiante trató de detenerla. Ella retrocedió con horror, mirándole de frente.

-¡Déjeme usted!

Y con el brazo siempre extendido, como para impedir el contacto del hombre, pronunció lentamente:

-Ahora todo, todo ha concluído *concluido* entre nosotros! Ha hecho usted de mi una mujer [48] honrada. ¡Lo seré! ¡lo seré! ¡Pobres hijas mías si mañana las avergüenzan diciéndoles de su madre, lo que usted acaba de decirme de la mía!...

El acento de aquella mujer era á la vez tan triste y tan sincero, que Aquiles Calderón, no dudó que la perdía. ¡Y sin embargo, la mirada que ella le dirigió desde la puerta, al alejarse para siempre, no fué de odio, sino de amor!...



Veracruz, Enero de 1893.




Tula Varona

[51] Los perros de caza, iban y venían con carreras locas, avizorando las matas, horadando los huecos zarzales, y metiéndose por los campos de centeno con alegría ruidosa de muchachos. Ramiro Mendoza, cansado de haber andado todo el día por cuetos y vericuetos, apenas ponía cuidado en tales retozos: con la escopeta al hombro, las polainas blancas de polvo, y el ancho sombrerazo en la mano, para que el aire le refrescase la asoleada cabeza, regresaba á [52] Villa-Julia, de donde había salido muy de mañana. El duquesito, como llamaban á Mendoza en el «Foreigner Club», era cuarto ó quinto hijo de aquel célebre Duque de Ordax que murió hace algunos años en París completamente arruinado. A falta de otro patrimonio, heredara la gentil presencia de su padre, un verdadero noble español, quijotesco é ignorante, á quien las liviandades de una reina, dieron pasagera *pasajera* celebridad. Aún hoy, cierta marquesa de cabellos plateados, -que un tiempo los tuvo de oro, y fué muy bella,- suele referir á los íntimos que acuden á su tertulia los lances de aquella amorosa y palatina jornada.

El duquesito caminaba despacio y con fatiga. A mitad de una cuestecilla pedregosa, como oyese rodar algunos guijarros tras sí, hubo de volver la cabeza. Tula Varona bajaba corriendo, encendidas las [53] mejillas, y los rizos de la frente alborotados.

-¡Eh! ¡duque! ¡duque!... ¡Espere usted hombre!

Y añadió al acercarse:

-¡He pasado un rato horrible! ¡Fígurese *Figúrese* usted, que unos indígenas me dicen que anda por los alrededores un perro rabioso!!!

Ramiro procuró tranquilizarla:

-¡Bah! no será cierto: si lo fuese, crea usted que le viviría reconocido á ese señor perro.

Al tiempo que hablaba, sonreía de ese modo fátuo *fatuo* y cortés, que es frecuente en labios aristocráticos. Quiso luego poner su galantería al alcance de todas las inteligencias, y añadió:

-Digo esto porque de otro modo quizá no tuviese...

Ella interrumpióle saludando con una cortesía burlona: [54]

-Sí, ya sé: de otro modo, quizá no tuviese usted el alto honor de acompañarme.

Se reía con risa hombruna, que sonaba de un modo extraño en su pálida boca de criolla. Llevaba puesto un sombrerete de paja, sin velo ni cintajos, parecido á los que usan los hombres, guantes de perfumada gamuza, y borceguíes blancos, llenos de polvo. Su cabeza era pequeña y rizada; el rostro gracioso, el talle encantador. Gastaba corto el cabello, lo cual le daba cierto aspecto alegre y juguetón. Rehizo *Rehízo* en el molde de su lindo dedo los ricillos rebeldes que se le entraban por los ojos, y añadió:

-Venga acá la escopeta, duque. Si aparece por ahí ese perro, usted no debe tirarle, es cuestión de agradecimiento. ¡Antes morir!

Riendo y loqueando tomó la escopeta de manos del duquesito, y se puso á marcar [55] el paso. Sus movimientos eran muy graciosos, pero su alegría, demasiado nerviosa, resultaba inquietante como las caricias de los gatos. El duquesito, que se había quedado atrás, la desnudaba con los ojos. ¡Vaya una mujer! tenía los contornos redondos, la línea de las caderas ondulante y provocativa... El buen mozo tuvo intenciones de cogerla por la cintura y hacer una atrocidad; afortunadamente, su entusiasmo, halló abierta la válvula de los requiebros:

-¡Encantadora Tula! ¡admirable! parece usted Diana cazadora!

Tula, medio se volvió á mirarle.

-¡Ay!¡cuantísima erudicion *erudición*! Yo estaba en que usted no conocía intimamente *íntimamente* otra Diana que la artista de Parish.

Era tan maligna la sonrisa que guiñaba sus negros ojos, que el duquesito, un poco mortificado, quiso contestar á su vez algo terriblemente irónico; pero en vano escudriñó [56] los arcanos de su magin *magín*. La frase cruel, aquella de tres filos envenenados que debía clavarse en el corazón de la linda criolla, no pareció. ¡Oh! ¡pobres mostachos, que furiosamente os retorcieron entonces los dedos del duquesito!

Como cien pasos llevarían andados, y Tula, que caminaba siempre delante, se detuvo esperando á Mendoza:

-¡Ay! Tengo este hombro medio deshecho. Tome usted la escopeta; ¡es más pesada que su dueño!

El otro la miró, sin abandonar la sonrisilla fatua y cortés. ¡La ironía! ¡la terrible ironía, acababa de ocurrírsele!

-Eso!... ¡quien sabe, Tula! Usted aún no me ha tomado al peso.

Y se rió sonoramente, seguro de que tenía ingenio.

Tula Varona le contempló un momento á través de las pestañas entornadas.

[57] -¡Pero hombre! que sólo ha de tener usted contestaciones de almanaque! Le he oído eso mismo cientos de veces. ¡Y la gracia está en que tiene usted la misma respuesta para los dos sexos!

Como iba delante, al hablar volvía la cabeza, ya mirando al duquesito, por encima de un hombro, ya del otro, con esos movimientos vivos y gentiles de los pájaros que beben al sol en los arroyos.



De aquella mujer, de sus trages *trajes* y de su tren se murmuraba mucho en Villa-Julia: sabíase que vivía separada de su marido, y se contaba una historia escandalosa. Cuando su doncella, una rubia inglesa, muy al cabo de ciertas intimidades, deslizó en la orejita nacarada y monísima de la señora, algo, como un eco, de tales murmuraciones, [58] Tula se limitó á sonreir, al mismo tiempo que se miraba los dientes en el lindo espejillo de mano que tenía sobre la falda -un espejillo con marco de oro cincelado, que también tenía su historia galante. -Tula Varona, reunía todas las excentricidades y todas las audacias mundanas de las criollas que viven en Paris: jugaba, bebía y tiraba del cigarrillo turco, con la insinuante fanfarronería de un colegial. Al verla apoyada en el taco del billar, discutiendo en medio de un corro de caballeros el efecto de una carambola, ó las condiciones de un caballo de carreras, no se sabía si era una dama genial, ó una aventurera muy experta.



Del sombrío caminejo de la montaña, salieron á un gran raso de cesped *césped*, en mitad del cual había una fuentecilla: rodeábanla [59] macizos de flores y bancos de hierro, colocados en círculo, á la festoneada sombra de algunos álamos. Grupos de turistas venían ó se alejaban por la carretera. Dos jovencitas, sentadas cerca de la fuente, leían, comentándola, la carta de una amiga; algunas señoras pálidas y de trabajoso andar, llamaban á sus maridos con gritos lánguidos; y una niñera que tenía la frente llena de rizos, contestaba haciendo dengues, las bromas verdes de tres elegantes caballeretes. Se veían muchos trajes claros, muchas sombrillas rojas, blancas y tornasoladas. Tula llenó en la fuente su vaso de bolsillo, una monería de cristal de Bohemia, y lo alzó desbordante:

-¡Duque! ¡brindo por usted!

Bebió entre los cuchicheos de las dos jovencitas que leían la carta. Al acabar estrelló el vaso contra las rocas, y se echó á reir de modo provocativo.

[60] -Vámonos, duque; no escandalicemos.

Estaba muy linda: el sol la hería de soslayo, el viento le plegaba la falda.

Desde la explanada, dominábase el vasto panorama de la ría guarnecida de rizos: los tilos del paseo de Paris y las torres de la ciudad, destacábanse sobre la faja roja que marcaba el ocaso. Después de un centenar de pasos empezaban los palacetes modernos. Tula se detuvo ante la verja de un jardinillo. Tiró con fuerza de la cadena, que colgaba al lado de la puerta; y después, dijo, introduciendo el enguantado brazo por entre los barrotes:

-¡He aquí mi nido!

Los rayos del sol, que se ponía en un horizonte marino, cabrilleaban en los cristales. Era un hermoso nido, rodeado de follage *follaje*, con escalinata de marmol *mármol*, y balcones verdes, tapizados de enredaderas. Tula tendió con gallardía la mano al duquesito, [61] y mirándole á los ojos, pronunció con su acariciador acento de criolla:

-¿No quiere usted hacerme compañía un momento?... Tomaríamos mate á estilo de América.

El otro, tuvo algún titubeo, y, á la postre, concluyó por animarse. Su amiga le hizo pasar á un saloncito sumido en amorosa penumbra. El ambiente estaba impregnado del aroma meridional y morisco de los jazmines que se enroscaban á los hierros del balcón. Tula indicóle asiento con una graciosa reverencia, y se ausentó velozmente, no sin tornar alguna vez la cabeza para mirar y sonreir al buen mozo.

-¡Vuelvo duque, ¡vuelvo! No se asuste usted!

El duquesito la siguió con la vista. Tula Varona tenía ese andar cadencioso y elástico que deja adivinar unas piernas largas y esbeltas de venus griega. No tardó [62] en aparecer envuelta en una bata de seda azul celeste, guarnecida de encages *encajes*. Posado en el hombro, traía un lorito, que salmodiaba el estribillo de un «fado» brasileño, y balanceaba á compás su verde caperuza. De aquella traza, recordaba esos miniados de los códices antiguos, que representan emperatrices y princesas, aficionadas á la cetrería, con rico brial de brocado, y un hermoso gavilán en el puño. Dejó el loro sobre la cabeza de una estatuilla de bronce, capricho artístico de Pradier, y se puso á preparar el mate sobre una mesa de bambú, en un rincón del saloncito. De tiempo en tiempo, volvíase, con gentil escorzo de todo el busto, para lanzar al duque una mirada luminosa y rápida. Conocíase que quería hacer la conquista del buen mozo; y adoptaba con él, aires de coquetería afectuosa; pero en el fondo de sus negras pupilas, temblaba [63] de continuo una risita burlona, que simulaba contenida por el marco de aquellas pestañas, rizas y luengas que al mirar, se entornaban con voluptuosidad americana.

Dejaba pasar pocos momentos sin dirigir la palabra á su amigo, y cuando lo hacía era siempre de un modo picado y rápido. Colocaba la yerba en el fondo del mate, y se volvía sonriente.

-A esto llaman allá cebar...

Echaba agua, tomaba un sorbo y añadía:

-Es operación que hacen las negritas.

Y después de otro momento, al poner azúcar:

-No crea usted; tiene sus dificultades.

Cuando hubo terminado, llamó á Ramiro Mendoza, que en el otro extremo del saloncito, pasaba revista á una legión de idolillos indios esparcidos á guisa de bibelots, sobre un mueble japonés. El buen mozo la felicitó campanudamente, por [64] aquella encantadora genialidad. Tula entornó sus aterciopelados ojos:

-¡Oh! ¡muchas gracias!

Los elogios de un hombre tan elegante, no podían menos de serle muy agradables, pero ¡ay! resistíase á creer que fuesen sinceros. Ramiro protestó con mucho calor, y aquella protesta, le valió una de esas miradas femeninas de parpadeo apasionado y rápido.

Para explicarle como se tomaba el mate, Tula llevóse á los labios la boquilla de plata y sorbió lentamente. Amenudo *A menudo* alzaba los párpados y sonreía. Los rizos, caíanle sobre los ojos, el cuello mórbido y desnudo, graciosamente encorbado *encorvado*, parecía salir de una cascada de encages *encajes*; la azul y ondulante entreabertura de la manga dejaba ver en incitante claro-oscuro, un brazo de tonos algo velados y dibujo intachable, que sostenía el mate de plata cincelada. [65] Tula levantó la cabeza, y murmuró en voz baja é íntima.

-Pruebe usted Ramiro: pero tiene usted que poner los labios donde yo los he puesto... Tal es la costumbre. La boquilla no se cambia!...

Ramiro la interrumpió: aquello era precisamente lo que él encontraba más agradable. Callóse á lo mejor, viendo entrar un lacayo mulato, que traía una bandeja con pastas y licores. ¡Hay que imaginarse á Trinito! Una figurilla renegrida, manchada de hollin *hollín*; una librea extravagante; una testa llena de rizos negros y apretados, como virutas de ébano; unos ojos vivos, asomando por debajo de las cejas, crespas y caídas, de enanillo encantador y burlón.

Tula llenó dos copas muy pequeñas.

-Va usted á tomar «Licor de Constantinopla» regalo del embajador turco en París.

[66] Con un gesto le pidió el mate para ponerle más agua. Antes de volvérselo, dió algunos sorbos, al mismo tiempo que de soslayo, lanzaba miraditas picarescas á Mendoza.

-Ahora supongo que le gustará á usted más...

-¡Naturalmente, Tula!

-No sea usted malicioso. Dígolo porque estará menos amargo.



Después del mate la plática toma carácter más íntimo. El duquesito, cuenta su género de vida en Madrid: su afición á los toros, su santo horror á la política; recuerda las agradables veladas musicales en las habitaciones de la Infanta, los saraos de la condesa de Cela. Sentía él necesidad de hablar con Tula, de contarle cuanto pensaba y hacía. ¡Lo escucha ella con [67] tanto interés! A veces le interrumpe dirigiéndole alguna frase de magistral coquetería y le da golpecitos en las rodillas con un largo abanico de palma, que ha tomado de encima del piano. El duquesito se acaricia la barba maquinalmente, sin ser dueño de apartar los ojos un momento de aquel rostro picaresco y riente, que aún parece adquirrir *adquirir* gentileza, bajo el tricornio, hecho con un número antiguo de Le Fígaro, que entre burla y coqueteo, la criolla acaba por encasquetarse sobre los rizos, con tan buen donaire, que nunca estudiantillo de la tuna lo tuvo igual.

-¿Qué tal, duque?

-¡Sublime! ¡encantadora! ¡deliciosísima!



En el vestíbulo, tras la puerta de cristales del saloncito, se dibujó el perfil de una señora anciana, la cual, después de [68] haber observado un instante, asomó la cabeza sonriendo cándidamente.

-¿No ha venido el señor Popolasca?

-No, tiita. ¿Pero qué hace que no pasa? ÿndele, tomará mate.

La tiita dió las gracias. Era una señora que tenía siempre grandes quehaceres; y se alejó á saltitos, haciendo cortesías á Ramiro Mendoza, que retorcía entre sus dedos furibundos las guías del bigote á lo matón. Cuando hubo desaparecido la anciana, el duquesito tomó la copa, vacióla de un sorbo, y á tiempo de ponerla sobre la mesa, preguntó:

-Diga usted, Tula, se puede saber quién es ese Popolasca que al parecer viene todos los días.

La criolla no se inmutó.

-Un italiano que me dá lecciones de esgrima. ¡Oh! ¡Aquí donde usted me vé, soy gran espadachina!

[69] A todo esto, habíase puesto en pie, y se alisaba los cabellos.

-Vamos! ¿quiere usted que le dé unos cuantos botonazos? ¿De verdad quiere usted?

Y señalándole el juego de floretes que había en un rincón, esparcido sobre varias sillas, añadió:

-Allí tiene usted. ¡Y ahora veremos cuántas veces lo mato!

Se pusieron en guardia, riendo de antemano, como si fuesen á representar un paso muy divertido. Tula, con la mano izquierda, recogía la cola hasta mostrar el principio de la redonda y alta pantorrilla. El duquesito, dejóse tocar por cortesía, y luego emprendió uno de esos juegos socarrones de los maestros, envolviendo, ligando, descubriéndose, retrocediendo con la punta del florete en el suelo. Sonreía como un hércules, que hace [70] juegos de fuerza ante un público de niñeras y bebés. Tula acabó por enfadarse, y se dejó caer sobre el confidente, jadeante, casi sin poder hablar:

-¡Ay!... Conste que es usted un gran tirador, Ramiro, pero conste también, que es usted muy poco galante.

Acabó de quitarse el guante y lo arrojó lejos de sí.

-Me ha dado usted un terrible botonazo.

Y señalaba el seno de armonioso dibujo oprimiéndoselo suavemente con las dos manos. El duquesito preguntó sonriendo:

-¿Me permite usted ver?...

-¡Hombre no! Puede usted desmayarse.

Tula recostada en el confidente, suspiraba de ese modo hondo, que levanta el seno con aleteo voluptuoso. Las manos, que conservaba cruzadas, parecían dos palomas blancas, ocultas entre los encajes del [71] regazo azul, en cuya penumbra de nido, el rubí de una sortija lanzaba reflejos sangrientos sobre los dedos pálidos y finos. Algunos pájaros de América modulaban apenas un gorjeo en sus jaulas doradas, que pendían inmóviles entre los cortinajes de los abiertos balcones; y en los ángulos, trípodes de bambú, sostenían tibores con enormes helechos de los trópicos.

Ramiro Mendoza, miraba á Tula de hito en hito; y atusábase el bigote, sonriendo, con aquella sonrisa fátua *fatua* y cortés, que jamás se le caía de los labios. A su pesar, el buen mozo sentíase fascinado, y temía perder el dominio que hasta entonces conservara sobre sí. Instintivamente se llevó una mano al corazón, cuya celeridad le hacía daño. La criolla mordióse los labios disimulando una sonrisa, al mismo tiempo que con la yema de los dedos se registraba la ola de encajes, que parecía encresparse [72] sobre su pecho; pero no hallando lo que buscaba alzó los ojos hasta el duquesito.

-Eche usted acá un cigarrillo, maestro Cuchillada.

Ramiro sacó la petaca, de la que no faltaba el hípico trofeo de la montura inglesa y se la presentó abierta á la criolla.

-No hay más que un cigarro, Tula, ¿le parece á usted que lo fumemos juntos?...

Su sonrisa tenía una expresión extraña; su voz sonaba seca y velada. Extrajo el cigarro con exquisita elegancia y continuó:

-¿Acepta usted, Tula? Lo fumaremos como hemos tomado el mate... Figúrese usted que ahora se pagan en esa moneda los derechos al Estado, y que el Estado en este caso soy yo, como aquel rey de Francia.

La criolla replicó con viveza y malicia:

-Pero esta personita no acostumbra á pagar derechos... Ya que para figuraciones [73] estamos ¡figúrese usted que soy contrabandista!

Sus ojos brillaban con cierto fuego interior y maligno: toda su persona parecía animada de lascivo encanto, como si se hallase medio desnuda, en nido de seda y encajes, ténuemente *tenuemente* iluminado por una lámpara de porcelana color rosa. Miró al duquesito de un modo acariciador y tierno, y se echó á reir con tal abandono, que se tiró hacia atrás en el confidente. Como la risa le duró mucho tiempo, los ojos del buen mozo pudieron pasar, desde la garganta blanca y tornátil, sacudida por el coro de carcajadas cristalinas, hasta las pantuflas turcas, y las medias de seda negra, salpicadas de mariposillas azul y plata y extendidas sin una arruga sobre la pierna... Tula se incorporó haciendo al duquesito lugar á su lado en el confidente, envolviéndole al mismo tiempo en una [74] mirada sostenida con los ojos medio cerrados.

-¡Dios mío! ¡Va usted á creer que soy una loca!

El se inclinó con gallardía.

-Lo que creo es que el loco acabaría por serlo yo, si tuviese la dicha de permanecer mucho tiempo al lado de mujer tan adorable.

-Pues si usted tiene ese miedo, otra vez le cerraré la puerta.

Sabía ella decir todas estas trivialidades con coquetería insinuante y graciosa. Su charla alegre y burbujeante, parecía libada en una copa llena de vino de Falerno y hojas de rosa; pero el hechizo incomparable de aquella mujer, hallábase en el movimiento provocativo y picaresco de los labios, que, en cada frasecilla, engastaban un grano de sal que cristalizaba en forma de diamante.

[75] La criolla habla, ríe, se mueve, gesticula todo á un tiempo, con coquetería vivaz é inquietante. Como al descuido, su pie delicado y nervioso, entretenido en hacer saltar la babucha turca, roza el pie y la polaina del duquesito, el cual, expoleado *espoleado* por aquellos rápidos contactos se aventura á rodear con su brazo el talle de la criolla, bien que sin osar estrechárselo. Aprovechando un momento en que ella torna la cabeza, se inclina y la besa en los cabellos furtivamente, con ternura tímida. La criolla lanza un grito trágico.

-¡Me ha besado usted, caballero!...

-¡Tula! ¡Tula!... Perdone usted! No vé usted que estoy loco?... Déjeme usted que la adore!...

Habíale cogido las manos, y le besaba [76] la punta de los dedos suspirando. Tula le veía temblar, sentía el roce de sus labios, oía sus palabras llenas de ardimiento, y experimentaba un placer cruel al rechazarle tras de haberle tentado. Arrastrada por esa coquetería peligrosa y sutil de las mujeres galantes, placíale despertar deseos que no compartía. Pérfida y desenamorada, hería con el áspid del deseo, como hiere el indio sanguinario, para probar la punta de sus flechas.

Ramiro Mendoza no pudo contenerse más, y la estrechó con ardor. Ella se desasió rechazándole:

-¡Déjeme usted, canalla!

Cogió uno de los floretes y le cruzó la cara. El duquesito dió un paso, apretando los dientes: ella en vez de huirle, acerado, erguida, con la cabeza alta y los ojos brillantes, como viborilla á quien pisan la cola, le azotó el rostro, una y otra vez, sintiendo [77] á cada golpe, esa alegría depravada de las malas mujeres cuando cierran la puerta al querido que muere de amor y de celos.

-¡Salga usted! ¡salga usted!

Al ruído *ruido* acudió Trinito; su faz de diablillo ahumado, dibujaba una sonrisa grotesca. Para él, todo aquello era un juego de los señores.

-Mi amita, manda alguna cosa?

Tula se volvió blandiendo el florete:

-Sí; enseña la puerta á ese caballero.

El duquesito lívido de coraje, salió atropellando al criado. La criolla, apenas le vió desaparecer hizo una mueca de burla, y se encasquetó el tricornio de papel; luego saltando sobre un pie, pues en la defensa escurriérasele una pantufla, se aproximó al espejo. Sus ojos brillaban, sus labios sonreían, hasta sus dientecillos blancos y menudos parecían burlarse alineados en el rojo y perfumado nido de la boca; sentía en [78] su sangre el cosquilleo nervioso de una risa alegre y sin fin que, sin asomar á los labios deshacíase en la garganta y se extendía por el terciopelo de su carne como un largo beso. Todo en aquella mujer cantaba el diabólico poder de su hermosura triunfante. Insensiblemente empezó á desnudarse ante el espejo, recreándose largamente en la contemplación de los encantos que descubría: experimentaba una languidez sensual al pasar la mano sobre la piel fina y nacarada del cuerpo. Habíansele encendido las mejillas, y suspiraba voluptuosamente entornando los ojos, enamorada de su propia blancura, blancura de diosa, tentadora y esquiva...

¡Diana cazadora la llamara el duquesito, bien ajeno al símbolo de aquel nombre!



Pontevedra, Septiembre de 1893.




Octavia Santino

[81] El pobre mozo permanecía en la actitud de un hombre sin consuelo, sentado delante de la mesa donde había escrito las «Cartas á una querida», aquellos versos eróticos, inspirados en la historia de sus amores con Octavia Santino. Conservaba la abatida cabeza entre las manos, y sus dedos flacos y descoloridos, desaparecían bajo la alborotada y obscura cabellera, á la cual se asían, de tiempo en tiempo, coléricos y nerviosos. Cuando se levantó para [82] entrar en la alcoba, donde la enferma se quejaba débilmente, pudo verse que tenía los ojos escaldados por las lágrimas. Hacía un año que vivía con aquella mujer. No era ella una niña, pero sí todavía hermosa; de regular estatura y formas esbeltas; con esa morbidez fresca y sana que comunica á la carne femenina el aterciopelado del albérchigo, y le dá grato sabor de madurez. Supiera hacerse amar, con ese talento de la querida que se siente envejecer, y conserva el corazón, joven como á los veinte años; ponía ella algo de maternal en aquel amor de su decadencia; era el último, se lo decían bien claro los hilillos de plata que asomaban entre sus cabellos castaños, los cuales aún conservaban la gracia juvenil.

Un momento se detuvo Perico Pondal en la puerta de la alcoba. Era triste de veras, aquella habitación silenciosa, solemne, [83] medio á obscuras; envuelta en un vaho tibio, con olor de medicinas y de fiebre.

La llama viva de la chimenea, arrojaba claridades trémulas y tornadizas sobre el contorno suave y lleno de gracia, que el cuerpo de la enferma dibujaba á través de las ropas del lecho. Lo primero que se veía al entrar era una cabeza lívida, de mujer hermosa, reposando sobre la blanca almohada. Pondal sintió que sus ojos volvían á llenarse de lágrimas, ante aquel rostro, que parecía no tener gota de sangre, y en el cual las tintas trágicas de la muerte empezaban á extenderse; pero vió que Octavia le miraba, llamándole á su lado con una triste sonrisa, y trató de sonreir también, para tranquilizarla. Llegóse al lecho; y tomando dulcemente la mano que la enferma dejaba colgar fuera, la retuvo entre las suyas, besándola en silencio, porque la emoción apenas le dejaba hablar. Ella [84] le acarició la mejilla como á un niño, murmurando:

¡Pobre pequeño!... cuánto siento dejarte!...

¡No, no; tú no me dejas, porque yo me iré contigo!...

En el rostro del joven se reflejaban las sacudidas nerviosas que le costaba no estallar en sollozos. Octavia le miró un momento, y atrayéndole á sí, prodigóle las palabras más tiernas. Después, devorándole con sus ojos febriles, y oprimiéndole la mano murmuró:

¿Sabes qué día es mañana, Pedro?

Él contestó con la voz llena de lágrimas:

No ¿qué día es?

Mañana hace dos años que nos hemos conocido! ¿Te acuerdas? ¡Quién te había de decir entonces, que tendrías que cuidarme, mi pobre pequeño!... ¡Pero por Dios no te [85] aflijas! ¡Háblame! ¡háblame!... ¡Dime que te acuerdas de todo!...

En el silencio y la obscuridad de la alcoba, el murmullo de la voz tenía algo de la solemnidad de un rezo. Perico muy conmovido gritó:

¡Sí, me acuerdo! ¡me acordaré toda la vida!!!

Fué aquél, un grito salido de lo más hondo del alma. Desde entonces ya no pudo contenerse por más tiempo, y se puso á sollozar como un niño.

¡Octavia! ¡Octavia!... Alma mía!... queridita mía! ... ¡No me dejes sólo en el mundo!

Y sellaba con pasión sus labios, sobre la mano de la enferma, una mano hermosa y blanca, húmeda ya por los sudores de la agonía.

Ella cerraba los ojos, suplicándole que callase.

Mira, encanto; si no debes sentirme [86] de ese modo. ¿Qué era yo para tí más que una carga? ¿no lo comprendes? Tú tienes por delante un gran porvenir. Ahora, luego que yo me muera, debes vivir solito; no creas que digo esto porque esté celosa; ya sé que á muertos y á idos... Te hablo así, porque conozco lo que ata una mujer. Tú, si no te abandonas, tienes que subir muy alto! Créeme á mí. Pero Dios que dá las alas, las dá para volar uno sólo. ¿Sí, mi hijito? Después de que hayas triunfado, te doy permiso para enamorarte...

Intentó sonreir para quitar á sus palabras la amargura que rebosaban. Pondal le puso una mano en la boca.

No hables así, Octavia, porque me desgarras el corazón. Tú vivirás, y volveremos á ser felices.

¡Aunque viviese, no lo seríamos ya!

Su voz era tan débil que no parecía sinó que ya hablaba desde el sepulcro. En aquella [87] conversación agónica, que podía ser la última, todo el pasado de sus relaciones volvía á su memoria, y á pesar de la sonrisa resignada, que contraía sus labios descoloridos, conocíase cuanto la hacía sufrir este linaje de recuerdos. Perico, sentado al borde de la cama, con la cabeza entre las manos, suspiraba en silencio. Él, también recordaba otros días, días de primavera, azules y luminosos; mañanas perfumadas; tardes melancólicas; horas queridas: paseos de enamorados que se extravían en las avenidas de los bosquecillos, cuando los insectos zumban la ardiente canción del verano, florecen las rosas, y las tórtolas se arrullan sobre las reverdecidas ramas de los robles. Recordaba los albores de su amor, y todas las venturas que debía á la moribunda. Sobre aquel seno de matrona, perfumado y opulento, ¡había reclinado tantas veces en delicioso éxtasis, [88] su testa orlada de rizos, como la de un dios adolescente! ¡aquellas pobres manos, que ahora se enclavijaban sobre la sábana, tenían jugado tanto con ellos!... Y al pensar en que iba á verse sólo en el mundo; que ya no tendría regazo donde descansar la cabeza, ni labios que le besasen, ni brazos que le ciñesen, ni manos que le alhagasen *halagasen*; tropel de gemidos y sollosos *sollozos* subíale á la garganta, y se retorcía en ella, como rabiosa jauria .

¡Señor! ¡Señor!... ¡No me la lleves! ¡Sé bueno!...

Y Perico, conteniendo trabajosamente las lágrimas, se puso á rezar, como un niño que era. ¿Por qué no había de hacer Dios un milagro? Y esta esperanza postrera, tan incierta, tan lejana, apoderándose de su pobre corazón, le trajo, como un perfume de incienso, el recuerdo de la infancia en el hogar paterno, donde todas las noches [89] se rezaba el rosario... ¡Ay! fue al deshacerse aquel hogar, cuando conociera á Octavia Santino!...

Aunque mozo de veinte años, Perico Pondal, no pasaba de ser un niño triste y romántico, en quien el sentimiento adquiría sensibilidad verdaderamente enfermiza. De estatura no más que mediana; ademán frío, y continente tímido y retraído, difícilmente agradaba la primera vez que se le conocía; -él mismo, solía dolerse de ello, exagerándolo como hacía con todo. Apuntábale negra barba, que encerraba, á modo de marco de ébano, un rostro pálido, y quevedesco. La frente era más altiva que despejada; los ojos más ensoñadores que brillantes. Aquella cabeza prematuramente pensativa, parecía inclinarse impregnada de una tristeza misteriosa y lejana. Su mirar melancólico, era el mirar de esos adolescentes, que, en medio de una gran ignorancia [90] de la vida, parecen tener como la visión de sus dolores, y de sus miserias.

Octavia parecía dormitar; inmóvil, pálida como la muerte, con los cabellos sueltos sobre la almohada. En los labios de Perico, vagaba el mosqueo igual y continuado de un rezo. Poco á poco su amiga abrió los ojos, y los fijó en él con vago espanto.

¿Qué haces?...¡rezas?

Perico dijo que no; y la enferma procurando sonreir, le hizo seña de que se acercase:

Esta mañana, poco después de haber salido tú, he tenido una visita... Las hijas del general Rojas; dos niñas de quienes fuí institutriz.

Aquí tuvo que hacer una pausa y luego añadió:

-Una de ellas, Isabelita, viendo tu retrato, me preguntó si era mi novio... Las inocentes no saben que vivo contigo... [91] Venía con ellas un sacerdote: el capellán de la casa según creo... Se sentó ahí, donde tú estás, y me estuvo hablando largo rato. ¡Si vieras que trabajos pasé para engañarle!... Luego temía que tú llegases y te viesen!...

Hubo de interrumpirse nuevamente. Suspirando, clavó los ojos en un crucifijo que había á los pies del lecho, y sin desviarlos ya, acabó en voz mucho más apagada:

¡Ah! es un santo ese sacerdote! Con tanto cariño me indicaba que debía confesarme!... Decía que no se debe esperar al último momento; que conviene hacerlo aún cuando el mal no sea grave... ¡Te digo que es un santo!...

Perico, encorvándose sobre ella, preguntóle con afan *afán*:

¿Entonces, quieres que venga un confesor? Yo también había pensado en ello... Gravedad no la hay, eso no...

[92] La enferma vaciló un momento; luego volviendo á él los hermosos ojos, nublados por la calentura, exclamó con dolorosa resolución:

-¡No, no!... Prefiero condenarme así... ¡Anda, dame un beso!

Y exhalando un gemido, avanzaba el rostro, y le presentaba la boca. Perico la miró asombrado.

¿Pero por qué no quieres?

Octavia sollozó:

-¡Ay! Cuando entrase el sacerdote, tú tendrías que irte; que salir de esta casa; que no volver ya... Diría que es pecado... No ves que soy tu querida!... Y yo quiero verte, tenerte siempre á mi lado... ¡Pedirte perdón! Lo demás no me importa nada!

Quiso arrojarse del lecho y Perico la sujetó suplicándole que se calmase. Sollozaba prometiendo casarse con ella.

¿Ves? este es el resultado... ¡Ya me lo [93] temía! ¿Pero qué tienes? ¿No comprendes que así te pones peor? ¡Dios mío! ¡Dios mío! Yo tengo la culpa.

Octavia exánime y jadeante, había caído sobre la almohada. Sintió un ahogo que la privó de respiración un instante, y ocultando la frente en las almohadas, rompió á llorar amargamente. En vano su amante trató de consolarla. Ella sentíase conmovida ante el afecto de aquel niño; y la conciencia le remordía, como si no le hubiese amado bastante. Cediendo á sus ruegos descubrió el rostro, y las lágrimas siguieron cayendo de aquellos ojos de tan puro azul, pero silenciosas, sin gemidos ni sollozos. Se miraron inmóviles los dos, con las manos enlazadas, como si fuesen á hacerse un juramento. La mirada que cambiaron, era la despedida muda, solemne, angustiosa que se dan dos almas al separarse; era la evocación de sus recuerdos; [94] todo el pasado de aquel amor, al cual iba á poner término la muerte. Las lágrimas corrieron más abundantes de los ojos de Octavia, y algo intolerable y mortificante sintió en el corazón:

-¡Qué no haría yo para que no me llorase mi pobre pequeño!...

Había vuelto á esconder la cabeza en las almohadas, sollozando tan bajito, que apenas se la oía.

Pondal se inclinó y puso sus labios en los cabellos de Octavia, besándolos suavemente, recorriendo toda la trenza. Estuvo así larguísimo rato, susurrando palabras cariñosas que producían en la enferma estremecimientos convulsivos y dolorosos. Se inclinó un poco más, y levantando con cuidado, como una reliquia, aquella adorada cabeza, la obligó á que le mirase. Ella clavó en él con extraordinaria tristeza las pupilas, que parecían más grandes y [95] más bellas por efecto de la demacración del rostro, y los dos permanecieron mudos, tratando de leerse los más escondidos pensamientos: Perico fué el primero en hablar.

¿Qué tienes? ¿no me dices?

Los labios de la enferma se agitaron apenas.

Pedro...

¿Qué, mi pobrecita?

¡Quiero que me prometas una cosa!

Cuantas quieras.

-Que en ningún caso me dejarás morir sola.

-¿Qué dices Octavia?

-¿Lo juras?

-Lo juro!... ¡pero eso es una locura que á nada viene!

-¡Cállate, por Dios! Me haces un daño horrible... ¡Calla!

Se cubrió los ojos, como si la llama de la chimenea le molestase, y añadió:

[96] -Después te diré eso...: No quiero que mi muerte te haga sufrir.

Creyó Pondal que la enferma deliraba, y nada dijo. Ella siguió musitando:

-¡Sin embargo, te he amado mucho, Pedro!... ¡mucho! ¡mucho!... Bien lo sabe Dios!...

-¡Y yo también lo sé!...

-¡No! ¡no!... ¡Tú no lo sabes!...

Experimentó una rápida conmoción, y se quedó lívida y distendida, como si fuese á morir. Cuando hubo cobrado ánimo, añadió:

-Hubiese sido yo tan feliz sin este torcedor! No; no quiero que me llores; no quiero...

-Pero Octavia, ¿qué tienes? ¡tú deliras! Te suplico que calles, ¿no me oyes, Octavia querida? Te lo suplico...

Se dejó caer en el sillón que había arrimado al lecho, y tomó la mano que [97] Octavia tenía sobre el arrugado doblez de la sábana.

-Ahora te prohibo *prohíbo* hablar, y si no me obedeces, ya lo sabes, me voy.

Octavia oprimió suavemente la mano de su amigo procurando sonreir, pero la mueca que hizo en la tentativa, resultó espantable. Después quedóse como dormida, pero sólo fué un momento; enseguida abrió los ojos sobresaltada, como si saliese de una pesadilla, y extendió las manos palpando con avidez la cabeza de su amante.

-¿Estás ahí Perico? ¡no te veo!

-Sí, aquí estoy mi vida!

Perico separó los cabellos empapados de sudor que obscurecían la frente de la enferma, y depositó en ellos un largo beso, lleno de amor y de tristeza. Después, volviendo á sentarse, empezó á decir:

-Esta mañana encontré á Corsino Infante que me preguntó por tí: le dije [98] que no estabas bien, y prometió venir á verte.

Octavia gimió sordamente.

-¡No, no! ¡qué no venga!

-¿Pero por qué, hija? ¡Vamos, no seas así! Si no quieres hacer lo que él recete no lo haces... Verdaderamente no viene más que como amigo... Yo sin embargo, entre Corsino y tu doctor Cuevas, no vacilaría... Ya has visto lo que pasó en mi enfermedad; Corsino fué el único que estuvo un poco acertado... El doctor Cuevas es un practicón, nada más; é Infante ha estudiado mucho!...

Y Perico, endulzaba la voz para no disgustar á la enferma.

-Pero tú no le quieres bien, y eres ingrata; de verdad que sí.

Octavia, que parecía sufrir mucho, balbuceó con creciente anhelo:

-¡Calla!... ¡calla! Por la Virgen María no me acongojes!!!

[99] Un enorme gato de pelambre chamuscada y amarillenta que dormía delante de la chimenea, despertóse, enarcó el lomo erizado, sacó las uñas, giró en torno con diabólico maleficio, los ojos fosforecentes *fosforescentes* y fantásticos, y huyó con menudo trotecillo. Octavia estremecióse, poseída de uno de esos terrores supersticiosos que experimentan las imaginaciones enfermas, y se incorporó, apoyada en el borde del lecho, mirando anhelante; fué menester que Pondal, á la fuerza, la obligase á acostarse, colocándole suavemente la cabeza en el centro de la almohada; ella parecía no verle; tenía la mirada vaga, y respiraba fatigosa con el semblante contraído. Su amante la miraba, sin ser dueño de contener las lágrimas; por un formidable esfuerzo de la voluntad se serenó, para preguntarle qué tenía; no contestó Octavia, y él insistió:

-¿Sufres mucho?

[100] La enferma abrió los ojos, que se fijaron con extravío en los objetos; agitáronse sus labios, pero fueron tan apagadas y confusas las palabras que salieron de ellos, que casi no rozó su aliento el rostro de Perico, que se inclinaba sobre ella, para oir mejor; sin embargo, á él le pareció que Octavia decía:

-¡No puedo! ¡no puedo!... me remuerde...

Y la vió temblar en el lecho; el rostro demudado y convulso. Luego quedó estirada, rígida, indiferente; la cabeza torcida; entreabierta la boca por la respiración, el pecho agitado. Pondal permanecía en pie; irresoluto, sin atreverse ni á llamarla, ni á moverse, por no turbar aquel reposo que le causaba horror. Entenebrecido y suspirante volvió á sentarse junto al lecho, la barbeta apoyada en la mano, el oído atento al más leve rumor. Allá abajo, se oía el perpetuo sollozo de la fuentecilla del patio, unas [101] niñas jugaban á la rueda; y los vendedorcillos de periódicos pasaban pregonando las últimas noticias de un crimen misterioso. La habitación empezaba á quedarse completamente á obscuras, y Pondal se levantó para entornar los postigos del balcón que estaban cerrados. Era la tarde de esas adustas é invernales, de barro y de llovizna, que tan triste aspecto prestan á la vieja ciudad. Siniestras ráfagas plomizas y lechosas pasaban lentamente ante los cristales que la ventisca azotaba con furia. Dos aguadores sentados sobre sus cubas, aguardaban la vez, entonando una canción de su país. Perico no entendía la letra, que tenía una cadencia lánguida y nostálgica, pero, con aquella música, sentía poco á poco penetrar en su alma supersticioso terror. Creyó oir la voz de Octavia, y volvió vivamente la cabeza. La enferma se había incorporado en las almohadas, y le [102] llamaba con la angustia pintada en el semblante. El corrió al lado de ella.

-¿Qué tienes?...

-Creo que voy á morirme. Escucha, no debes llorarme, porque...

Calló temblando; la huella de sus ojeras se difundió por toda la mejilla; agitáronse sus labios como si fuese á llorar, sus facciones acentuáronse cada vez más cadavéricas y los dientes se entrechocaron; pero luego, levantándose loca, gritó:

-¡No; no debes quererme! ¡Te he engañado! ¡He sido mala!

Pondal la miró estúpidamente, mientras en sus labios, trémulos y sin color, se dibujaba esa sonrisa tirante y angustiosa que algunos reos tienen sobre el cadalso; pero aquello no duró más que un momento, porque enseguida, como si volviese en sí gritó:

-¿Qué dices Octavia? ¡eso no puede ser! ¡es imposible!

[103] -No, no; ¡pero espera! ¡te quiero!... me lo has prometido!...

Pondal, encorbado *encorvado* sobre la moribunda, la sacudía brutalmente por los hombros, repitiendo:

-¡Habla! ¡habla! ¡dime que no es verdad ¡Dime quién es él! ¡Habla!

Octavia le miró con expresión sobrehumana, dolorida, suplicante, agónica; quiso hablar, y su boca sumida y reseca por la fiebre se contrajo horriblemente; giraron en las cuencas, que parecían hundirse por momentos, las pupilas dilatadas y vidriosas; volviósele azulenca la faz; espumajaron los labios, el cuerpo enflaquecido extremecióse *estremecióse*, como si un soplo helado lo recorriese, y quedó tranquilo, insensible á todo, indiferente, lleno del reposo de la muerte.

Pedro Pondal, clavándose las uñas en la carne, y sacudiendo furioso la melena [104] de león, sin apartar los ojos del cuerpo de su querida, repetía enloquecido:

-¿Por qué? ¿Por qué quisiste ahora ser buena?

Nublóse la luna, cuya luz blanquecina entraba por el balcón; agonizó el fuego de la chimenea, y el lecho, que era de madera, crugió *crujió*...



México, Julio de 1892



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