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ArribaAbajoCapítulo V

Dase cuenta de lo que pasó en la mesa de Antón Zotes


No es nuestro ánimo hacer una pomposa descripción de la gran mesa, ni referir el orden de asientos que guardaron entre sí los convidados, ni mucho menos dar al lector una individual y menuda noticia de los platos que se sirvieron en ella. Sobre que podría parecer a muchos una prolijidad impertinente, no faltarían acaso algunos que la calificasen de impropia o de muy ajena de aquella majestad que debe reinar siempre en esta gravísima historia, en la cual nunca pueden hacerse lugar oportuno noticias que no sean de la mayor importancia; porque si bien no pocos historiadores nos han dado en esto ejemplos harto perniciosos, haciéndole en las suyas a cosas asaz extravagantes y ridículas, como el que se paró muy de propósito a tomar la medida a las bragas de Calígula, haciendo una pintura de su corte y previniendo con toda seriedad que se las atacaba con agujetas, y no con botones ni corchetes, que era lo más regular en aquel tiempo; y el otro que refiriendo aquel caso (cierto o dudoso) cuando el rey don Pedro el Cruel se arrojó con la espada desnuda al río Guadalquivir para matar al legado del Papa, que le había excomulgado desde un barco que estaba prevenido, y éste se escapó a fuerza de remo, con cuya ocasión el bueno del historiador se detiene muy despacio en medir los pies que tenía el barco de largo, los que contaba de ancho, cuántos eran los remeros, de qué iban vestidos, sin omitir el color de las birretinas, y con la advertencia de que llevaban bordado de realce en ellas el escudo o las armas de don Enrique, conde de Trastamara, hermano y competidor de don Pedro. Digo que estas y otras menudencias que nos refieren los historiadores, son de aquellos ejemplos más admirables que imitables, y que a nosotros nos ha parecido más conveniente respetar con una profunda veneración, que empeñarnos en seguirles.

2. Fuera de que habiendo hecho ya una puntual descripción topográfica de la casa de Antón Zotes a la misma entrada de esta nuestra verídica historia, con su figura, dimensiones y repartimientos, le será fácil comprender a cualquiera lector (por escasa que sea la sagacidad de que le haya dotado el cielo) que dentro de la casa no era fácil encontrar pieza cubierta capaz y proporcionada para tantos convidados; porque la panera, que era la única que había, estaba ya legítimamente empleada en otro necesario destino, como lo dejamos advertido en el capítulo tercero de esta segunda parte. Y aunque hubo votos de que se desocupase el pajar para poner en él las mesas, no lo consintió la discreción del mayordomo; lo primero, porque era lugar indecente; lo segundo, porque dar de comer a los convidados donde estaba la despensa de lo que habían de comer las bestias, podía parecer pulla, y era dar asunto para que se sacasen coplillas y cantares; lo tercero, porque, ¿dónde se había de echar la paja?; lo quarto, porque todo el techo estaba entoldado de telarañas; y lo quinto, finalmente, porque no había otra entrada para el pajar que el boquerón por donde se arrojaba la paja, desde el cual hasta el pavimento había más de seis varas.

3. -Esa última enfecultá -dijo un compadre de Antón Zotes, que asistía a la consulta- no me hace nenguna fuerza; porque con bajar los señores por la escalera de mano por donde bajan los mozos cuando el pajar llega a las escurriduras, estaba todo acabado.

-¿Y cómo se había de servir la comida? -replicó el tío Antón.

-¿Cómo? -respondió el compadre-. Subiendo y bajando los servidores; y si no, con una estratagema sotil que ahora me incurre. ¿Había más de que estiviesen dos mozos enriba del boquerón, con dos herradas atadas a sus dos sogas, y que por ellas subiesen y bajasen los pratos, que habían de recebir o enviar las mozas que estuviesen en bajo? Compadre, esa enfecultá no vale nada; para las otras sí que no topo absolución.

4. Por todo lo cual es más verisímil que las mesas se dispusiesen debajo de aquel cobertizo que estaba delante de la primera puerta interior de la casa, en frente por frente de la que caía a la calle, del cual dimos puntual y exacta noticia en el capítulo primero del libro primero, página mihi 3, de esta circunstanciada historia; y más, habiendo para eso la congruencia de estar muy inmediata la cocina, cosa que conduce mucho para que los platos salgan calientes a la mesa, como lo notó sabiamente monsieur Ferneyer, primer cocinero de Su Alteza Real el señor duque de Orleáns, en su docto tratado de El cocinero a la moda, capítulo segundo: Del sitio donde se debe colocar la cocina. Ibi: «Il faut mettre le cuisine le plus proche qu'il sera possible de la chambre à manger, par la raison que les viandes façonnés soient mises dans la table avec le tempérament qu'il faut». Palabras dignas de eternizarse en la memoria de todos, y que nos ha parecido conveniente traducir con la mayor fidelidad, para que no se priven de ellas los que tienen la desgracia de ignorar la lengua francesa. «Conviene -dice el docto autor- que se fabrique la cocina lo más cerca que sea posible del cuarto donde se come, y es la razón porque así los platos saldrán a la mesa con el temperamento con que deben salir». «Esto es -añade en su erudita nota el anónimo escoliador-, ni más fríos, ni más calientes de lo que conviene».

5. Por lo que toca al orden de asientos, es natural que hubiese ocupado el primero en cabecera de mesa el señor magistral, como persona más digna, teniendo a sus dos lados al padre vicario de las monjas y al canónigo don Basilio, el cual quiso absolutamente que fray Gerundio se sentase junto a él; pues aunque por ser tan de casa le tocaba ocupar los últimos asientos, y él por su modestia así lo pretendió, pero por novio, digámoslo de esta manera, convinieron todos en que le correspondía sentarse de los primeros; y aun añadieron más, que su madre, la tía Cantala, debía sentarse junto al hijo, para que comiese con más gusto; y la buena de la Rebollo, sin hacerse de rogar, lo ejecutó luego así. Los demás convidados tomaron sus asientos sin preferencia personal, observando sólo la de los estados; porque así lo dispuso el familiar con mucho acierto, diciendo:

-Señores, la Igresia tiene ya enregrado el cirimonial. Lo que se platica en las procisiones hemos de platicar en esta mesa en gracia de Dios: primero, los flaires; dempués, los señores curas; detrás, los legos; y a la trasera de todos, las mujeres, porque este ganado allá se entiende.

6. No parece que llevó muy a bien este repartimiento el hermano Bartolo (así se llamaba el donado), por lo cual dijo al familiar:

-Hermano síndico [éralo de su convento], si su caridá no entiende más de cosas de Enquisición que de asentaderas de mesa, dígole que es un probe menistro. La percisión es percisión, y la mesa es mesa; y va tanta endiferiencia de la una a la otra, como de mí al Padre Santo. Para sentarnos flaires junto a flaires, estaríamos en nuestros conventos. Lo que yo he visto siempre en mesas de respeuto (porque aunque probe y pecador, he comido con muchas personas que tenían señoría), es que las señoras se sentaban enjunto a los flaires, y los flaires enjunto a las señoras, siendo éste un lobítico [levítico quería decir] muy arregrado a concencia y a razón; porque por fin y por postre, todos tenemos faldas y, como dijo el otro, la variedad es madre de la hermosura. Y para que su caridá lo sepa todo, hubo ocasión en que me mandaron sentar y comer junto a sí una duquesa...

-También yo he visto comer junto a otra -dijo el familiar- a una negra, a un enano y a una mona.

Iba a proseguir; pero un religioso de la misma orden y del mismo convento, que había llegado aquella mañana, le atajó, diciendo:

-Hermano síndico, no haga caso de ese simple; pues ya le conoce, como no ha dicho misa ni comulgado, hartó será que esté en ayuno natural. Lo dispuesto está bien dispuesto; y lo contrario, ni es modestia, ni aun decencia religiosa. Si el derecho canónico encarga severamente, no sólo a los religiosos, sino aun a los mismos clérigos seculares, que huyan en cuanto les sea posible de los públicos convites: Convivia publica fugiant, ¿qué parecerá un religioso en un convite público, sentado entre dos mujeres, o una mujer entre dos religiosos?

No se atrevió a replicar el hermano Bartolo, y todos tomaron sus asientos según la prudente disposición del sesudo familiar.

7. Diose principio a la comida según la loable costumbre de Campos en mesas de mayordomía, con un plato de chanfaina. Hubo su cordero asado, sus conejos, su salpicón, su olla de vaca, carnero, cecina, chorizos y jamón, todo en abundancia, sirviéndose por postres aceitunas, pimientos y queso de la tierra; suponiéndose que no sólo andaba rodando por las mesas el vino del Páramo, sino que el de la Nava hizo rodar por aquellos suelos al cabo de la comida a más de dos convidados. No fue de este número el hermano Bartolo, porque no llegó a tanto la virtud del específico. Pero a lo menos al cuarto trago (que hay opiniones se completó al acabar el plato de chanfaina), no pudo llevar en paciencia tanta gravedad, mesura y silencio como se observaba en la mesa, sin hacerse cargo de que así comienzan por lo regular todos los convites que acaban en bulla, algazara y aun locura, según aquel apotegma: Primo, silentium; secundo, stridor dentium; tertio, rumor gentium; quarto, vociferatio amentium. Pero como el donado no entendía latín, no le paró perjuicio la ignorancia de esta sentencia; y queriendo desde luego alegrar la función, tomó en la mano un vaso de buen portante, encaró con la tía Catanla y, diciendo en alta voz ¡Bomba! para llamar el silencio y la atención, rompió en esta disparatadísima décima, que así la llamó él:


Oh tú, Catanla Rebollo,
madre de este científico repollo,
eres la madre más dichosa
de cuantas han parido alguna cosa.
La fama con su clarín
y retintín
hará que llegue tu gloria
desde Campazas hasta Vitoria;
y es lástima, como dicen estos señores,
que no paras una camada de predicadores.

8. Aplaudiose infinito la décima con repique universal de vasos y de platos, siendo como la señal de acometer; pues desde aquel punto todo fue bulla, zambra y algazara, tanto, que se atropellaban unos a otros los brindis y las coplas. El canónigo don Basilio, que no deseaba otra cosa para soltar la rienda a su festivo humor y a su admirable facilidad en el decir, tomó el vaso, gritó ¡Bomba!, callaron todos, y dijo así:


    -Yo no he oído sermón tal,
ni se oyó de polo a polo:
la décima de Bartolo
sólo puede serle igual.
Está mi juicio neutral;
y tanto el cotejo aprieta
entre una y entre otra veta,
que es la salida mejor,
que uno es tan grande orador
como el otro gran poeta.

9. Sólo el magistral, algunos de los religiosos y tal cual clérigo, a los cuales se añadió el socarrón y cortezudo familiar, entendieron lo ladino de la decimilla. Los demás se lo tragaron como sonaba, y especialmente a los dos interesados los hizo muy buen provecho; porque el donado se esponjó visiblemente, y fray Gerundio, que entendía tanto de versos castellanos como de sermones, quedó muy agradecido. El familiar, hombre en extremo veraz y que no podía disimular lo que sentía, dijo con mucha gracia:

-Mal año para los que me quieren mal, si la coplilla no abrasa. Ella se me asemeja a lo que me respondió un flaire muy taimado, a quien le pregunté cuál de dos hermanos míos, también flaires, que vivían en su convento, era mejor estudiante, y él me respondió: «Ambos son peores».

10. El predicador fray Blas, que había callado hasta entonces, no pudo llevar en paciencia la pulla del señor familiar; y como él se picaba también de poeta, y en realidad era de aquellos poetillas en cierne que saben de lo que consta un verso, y toda la gracia la ponen en equivoquillos insulsos y pueriles, desenvainó al punto su décima y, mirando de hito en hito al familiar, habló de esta manera:



    -El sentido singular
en que el familiar se explica,
aunque repica, no pica,
que es estilo familiar.
A fray Gerundio alabar
no me toca, sí al donado,
el cual digo de contado
que si es bueno, es lo mejor;

   pero será hombre mayor,
como sea Maldonado.

11. Aturrullose el familiar, y se quebraron algunos vasos y aun platos en fuerza de los repiques con que fue celebrada la décima de fray Blas. Especialmente cuatro curas del Páramo quedaron asombrados; porque aquello de pica y repica, familiar y familiar, buen donado y Maldonado los aturdió verdaderamente, pareciéndoles que era hasta donde podía llegar el ingenio humano. Conociólo don Basilio, y para burlarse de los curas tanto como del poeta, prorrumpió al instante en estas dos quintillas:



   -Tus equívocos, fray Blas,
nos admiran, como soy;
mas perdonen los demás,
porque yo admirado estoy
que no sean muchos más;

    pues tu ingeniosa cabeza
se equivoca sin preludio,
con tal primor, tal destreza,
que lo que parece estudio
es en ti naturaleza.

12. Tragósela fray Blas, teniendo por lisonja la satirilla; y pareciéndole a fray Gerundio que era obligación suya corresponder a los elogios que se dedicaban a su amigo (ya que a éste no se lo permitía la modestia), quiso también sacar los pies de las alforjas poéticas. Pero como no tenía uso, le costaba mucho trabajo: esto se entiende para encontrar los consonantes; pues por lo que toca a los pies, no hallaba dificultad en sacarlos ajustados, por lo mucho que le gustaba el estilo cadencioso. Pero salió felizmente del empeño, acordándose en aquel punto de una décima que se atribuye a don Francisco de Quevedo cuando estaba preso en San Marcos de León, y dicen la compuso a un canónigo de aquella santa iglesia que se intitula Santa María de Regla, el cual era gran copleador, pero muy poco asistente al coro. La décima decía así:


La musa de mi compadre,
con efecto, es musa bella;
y si no es musa doncella,
es en cambio musa madre.
No hay cosa que más la cuadre;
porque ya es baza asentada
en soltera y en casada,
como Hipócrates lo arregla,
que si falta la regla,
parirá o está preñada.

13. Disimuló don Basilio la insulsez, y aun afectó celebrarla como la mayor agudeza, para tomar ocasión de volver a la carga en los aplausos de fray Gerundio. Pero lo suspendió; porque a este tiempo tocó al vaso el padre vicario, haciendo señal de bomba. Callaron todos; y él, después de calzarse mejor los anteojos, componer el becoquín, desahogar el pecho, empuñar el vaso y mirar con gravedad y con desdén hacia todas partes, dijo así, con mucho remilgamiento:

Octava rima


    -Sermones oí sí de circunstancias,
pero tan circunstanciados como éste,
ni Soto, ni fray Fiel, ni fray Ganancias,
ni el mismo don Juan Lobo el arcipreste.
Cotilla tiene mil extravagancias,
son de Guerra los dichos una peste.
¡Oh Gerundio, orador siempre divino,
no eres Gerundio, no, sino Supino!

14. Un poco se paró el canónigo don Basilio al oír esta octavilla, que no le pareció del todo despreciable, y como que concibió un poco de respeto al padre vicario, teniéndole por poeta más que de mesa de cofradía, porque si la octava era irónica, mostraba ingenio, buena crítica y bastante travesura. No obstante, le quedó algún escrúpulo de que el padre vicario hablaba en todos sus cinco sentidos; porque sus modales, su aire presumido y su afectado remilgamiento le daban no sé qué tufo de que también era de los predicadores del uso, y que debía de ser un poco más inocente de lo que parecía. Para sondearle, pues, le dijo con su acostumbrada picaresca:

-Padre maestro, a excepción del señor magistral y de estos reverendísimos, todos los demás que estamos en la mesa somos algo legos, aun inclusos los de corona; pues ya sabe vuestra reverendísima que también hay eclesiásticos de capa y espada. No entendemos de más libros que el Breviario, y aun ése sabe Dios si le entendemos. Conque no podemos hacernos cargo de quiénes son esos autores que vuestra reverendísima ha citado en su eruditísima octava, que por todos sus pies está chorreando alusiones exquisitas. Sin duda que debieron ser los príncipes de la oratoria española, cuando vuestra reverendísima los trae a colación para cotejarlos con el reverendísimo padre maestro fray Gerundio.

15. -¡Y cómo que lo son, señor canónigo! -respondió con gran tiesura y pomposidad el padre vicario-. A lo menos en mi pobre juicio, hasta que oí al padre fray Gerundio, no hallé quien los excediese; y aun puedo añadir que no sé si encontré quien los igualase, especialmente en tocar con el mayor primor y delicadeza las circunstancias más menudas, que por lo mismo son las más preciosas.

16. »El primero, en un sermón a cierta función de jubileo, concedido nuevamente por Su Santidad, queriendo hacerse cargo a un mismo tiempo, así del nuevo jubileo, como de un esquilón nuevamente fundido que pocos días antes se había colocado en el campanario de la iglesia, trajo oportunamente aquello de Ecce nova facio omnia, y añadió inmediatamente lo otro de Laudate eum in cymbalis jubilationis; laudate eum in cymbalis bene sonantibus. Los textos son comunes, no lo niego, pero la aplicación fue singular y pasmosa.

17. »Al segundo no se le escapó la rara circunstancia de haberse puesto peluca por la primera vez, en el mismo día de la función, el mayordomo de la fiesta a que predicaba; y habiendo hecho una bizarra pintura de los cabellos de Absalón, dijo que su padre David mandó que se los cortasen luego que tuvo noticia de su infausta muerte, cuando quedó colgado de ellos; y dando orden para que de los mismos cabellos le hiciesen una cabellera rizada, se la puso el mismo día en que fue bailando delante del Arca; para cuya exquisita erudición citó el sabio orador al célebre rabí Akados y no sé qué pasaje del Talmud, que venía muy a pelo.

18. »El tercero tuvo presente que la noche antes de la función había parido un niño muy rollizo la mayordoma, a la cual llamaban en el lugar la Princesa (no se sabe si por sátira o por mote); y con la mayor gracia y primor imaginable se le ofreció de repente encajar en la salutación aquel oportunísimo lugar de Puer natus est nobis, et filius datus est nobis; et factus est principatus super humerum ejus; cosa que aturdiría a todos cuantos la oyesen, y que desde que yo la leí, no he dejado de admirarla.

19. »El cuarto...»

Iba a proseguir el padre vicario, pero le atajó el canónigo, diciéndole:

-Padre maestro, no se canse vuestra reverendísima; que por el hilo se saca el ovillo, y sobra lo dicho para que yo conozca con cuánta razón, con cuánto candor y sinceridad religiosa celebra vuestra reverendísima a esos héroes de nuestra oratoria española. Del cuarto ya tengo yo alguna noticia desde que leí un epigrama de Horacio, que le aplicó un malhablado con ocasión de no sé qué sermón que predicó satirizando a otro de su paño, cuyos aplausos parece que no le sonaron bien; y el bellacón del deslenguado (¡Dios me lo perdone!), aludiendo a que el tal orador debía de ser corto de persona, pero presumido de hombre grande y de lindo, dijo por bufonada:


Bellus homo et magnus vis idem, Cotta, videri,
sed qui bellus homo est, Cotta, pusillus homo est.

20. »Pero ahora dígame vuestra reverendísima: ¿qué es lo que quiso decir en el último concepto de su admirable octava, conviene a saber, que nuestro inimitable orador ya no es Gerundio, sino Supino? Porque si es lo que comprehende mi malicia, harto será que esto ceda en el mayor elogio suyo.

-Señor canónigo -respondió no sin alguna seriedad el padre vicario-, yo no sé lo que su malicia de usted comprehende ni deja de comprehender, porque no soy amigo de meterme en malicias ajenas. Lo que sé es que la inteligencia de aquel concepto está clara: el supino es lo último adonde puede llegar todo verbo, y no puede pasar de allí. Véalo usted, si no: amo, amas, amavi, amatum; lego, legis, legi, lectum; doceo, doces, docui, doctum. Doctum, lectum; amatum son el supino de estos verbos, los cuales todos paran en él; y no hay que andar dándole vueltas, que no me señalará usted ni siquiera un verbo que dé un paso más adelante. Pues ahora está ya claro lo que quiero decir; y es que así como el supino es el non plus ultra de los verbos, así el reverendísimo fray Gerundio -al decir esto, hizo ademán de quitarse el becoquín por respeto y reverencia- es el non plus ultra de los predicadores.

21. -También lo es vuestra reverendísima de los poetas agudos -respondió el taimado de don Basilio-; y apuesto a que ningún ingenio daba en la genuina significación del pensamiento, si vuestra reverendísima no nos hubiera hecho la honra o, por hablar al uso, no hubiera tenido la bondad de explicárnosle. ¡Lo que es el no entenderlo! Como yo había leído, no me acuerdo dónde, que en latín a un hombre tardo, rudo y que todo lo trastorna se le llama un hombre supino, y también se aplica este significado a los perezosos, haraganes y galbaneros, que todo el día se están, como se dice, con la panza al sol, confieso que me sobresalté algún tanto cuando oí el acabamiento de la octava. Y pareciéndome que podía ser pulla, ya estaba con la musa en ristre para volver por el decoro de nuestro incomparable orador, al cual, sin hacerle injusticia, no se le podía aplicar el epíteto de supino en ninguno de los significados que yo le atribuía; porque ni tiene nada de haragán o perezoso, siendo la misma laboriosidad, ni mucho menos se le puede llamar tardo o rudo de ingenio, pues yo no le he conocido hasta ahora más delicado, como lo acredita cada rasgo del sermón que acabamos de oírle.

22. »Confieso que el supino en este sentido lo soy yo, pues no caí en una significación que se estaba viniendo a los ojos. También declaro, para descargo de mi conciencia y para mayor confusión mía, que ya no me parece el nombre de Gerundio tan propio y tan adecuado a los méritos del padre predicador, como lo sería el de Supino. Antes de haber oído la erudita, ingeniosa y cabal explicación de su significado, juzgaba yo que no había en toda la nomenclatura... llámase así, señora Catanla (porque somos deudores a todos), aquel vocabulario, almacén o despensa de donde se sacan los nombres propios... que no había, vuelvo a decir, en toda la nomenclatura otro nombre más ajustadito al talle de nuestro gran modelo de predicadores que el de Gerundio; porque los gerundios son los que dan a conocer el carácter de los sujetos con quienes tratamos. Y así a un hombre de condición altiva, furiosa y arrebatada le llamamos hombre tremendo; a un religioso grave, autorizado y respetable le damos el título de padre reverendo; a uno que sea maligno, disoluto y contagioso, y más si está públicamente excomulgado, le distinguimos con el arrimadizo de vitando; y sabe ya el docto que vitando, tremendo y reverendo son tan gerundios en nuestra lengua como lo son en la latina cenandus, prandendus, potandus.

23. »Esto supuesto, desde que tuve la dicha de conocer, tratar y oír al padre fray Gerundio, discurría yo así: Éste es un hombre verdaderamente admirando, estupendo, preconizando y colendo, los cuales todos son legítimamente gerundios, o no los hay en el mundo. Luego se le puso el nombre de Gerundio con la mayor propiedad imaginable. Pero desde que oí a vuestra reverendísima, digo y vuelvo a decir que harto mejor le cuadraba el de Supino, porque éste es mucho más cosa. Y esto se entienda sin perjuicio de los aciertos y de la discreción del señor licenciado Quijano, su dignísimo padrino, que fue quien se le puso.

24. El buen licenciado, que en toda la comida había cerrado la boca, pero tampoco la había abierto para hablar palabra, sino parte para comer y parte para admirar los grandes elogios que, a su modo de entender, se habían dicho en la mesa de su querido ahijado, solamente respondió:

-Señor don Basilio, yo soy un pobre clérigo que no entiendo de esas honduras. Algo estudié de gerundios y de supinos, pero jamás me metí en cuál era más, cuál era menos; porque no soy amigo de revolver huesos, que al fin son cosas odiosas. Si a fray Gerundio le puse este nombre y no otro, mis razones me tuve que no he menester decir a nadie. Lo que podré asegurar a usted es que mi ahijado, allí donde usted le ve, tan conocido ha de ser en el mundo con el nombre de Gerundio, como puede haberlo sido cualquier Supino que haya nacido de mujeres.

25. -¡Bomba! -dijo a este punto el hermano Bartolo-. Que ésa ya es endemasiada prosa; se va acabando la mesa, y entodavía no hemos dicho una palabra al señor mayordomo. Allá va a Dios y a dicha. Callaron todos, y él soltó esta disparatadísima chorrera de desatinos:


    -Carlomagno y todos los Doce Pares
fueron, ¡oh Antón Zotes!, en tu comparanza
como el dedo meñique a respeuto de tu panza,
y como dos pajitas enjunto a dos pajares.
No venciste al gigante Fierabrás,
pero hiciste mucho más,
cuando por tu endustria vino al mundo
ese pozo de cencia tan profundo
como la noria de mi convento,
que tiene más de mil brazas y aun más de ciento.
Si no fuera por ti y por la tía Catanla tu consorte,
no metería fray Gerundio tanto ruido en la Corte,
donde la reina, el rey, el Papa y los cardenales,
los duques, los marqueses y hasta los mismos provinciales
le celebran a porfía;
que dicen que es una batahola, una algarabía.
Si el árbol se conoce por el fruto,
como dijo un teólogo llamado Marcos Bruto,
el cual añadía que aun por eso
las grandes camuesas endican un gran camueso,
¡qué árbol serás tú! ¡Qué nobre tronco!
Sólo de imaginarlo me pongo ronco.
La Fama...

26. -Basta, hermano Bartolo, basta -le interrumpió el magistral, que ya no podía aguantar más tanto disparate. Y aunque había disimulado su mal humor todo lo posible por no desazonar la función, apurada ya la paciencia, se levantó de la mesa con pretexto de ir a dormir la siesta, haciendo lo mismo todos los demás convidados, a excepción de don Basilio, el padre vicario, fray Blas, fray Gerundio, el familiar y el donado, que se quedaron de sobremesa, donde pasó lo que dirá el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo VI

De la conversación, no menos útil que graciosa, que se tuvo sobre comida


-Permítame usted, padre fray Gerundio, que le dé mil abrazos -dijo don Basilio-, ahora que hemos quedado solos. Rato mejor que el que usted me dio con su admirable sermón, no le he tenido ni le he de tener en mi vida. Eso es predicar, y todo lo demás es hojarasca.

-Yo tal digo -añadió el padre vicario-; y si un joven al principio de su carrera comienza así, ¿qué será cuando la acabe? Yo conocí a un predicador de cierta orden, hombre ya de canas y provecto, que aunque predicaba a este mismo aire que el padre fray Gerundio, no merecía descalzarle los zapatos; y con todo eso le llamaban espantamadrid. Pues, ¿qué será el padre fray Gerundio cuando llegue a sus años? Seguramente que le llamarán el Monstruo de España, y todavía le vendrá estrecho el renombre.

2. -¿No te lo dije yo, amigo fray Gerundio? -interrumpió a esta sazón fray Blas, rebosando gozo por todas sus coyunturas-. Si no hubieras seguido mis consejos, y te hubieras dejado gobernar de las vejeces de nuestro reverendo padre fray Caduco, ¿lograrías ahora estos aplausos?

3. -¿Quién es ese flaire? -preguntó el familiar-. ¿Y qué consejos daba a mi sobrino?

-Es un reverendísimo Matusalén -respondió fray Blas-, de esos que alcanzaron las valonas, el cual está muy mal con todo lo que en los sermones se llama conceptos, agudezas, equívocos, circunstancias; en una palabra, con todo aquello que hace el gusto y embeleso del auditorio, y produce el aplauso del predicador. Dádole ha que se ha de predicar a lo ramplón y a lo solidote: asuntos serios y naturales, verdades indubitables y de cuatro suelas; pruebas macizas y de cal y canto y, como dicen, de estas que aplastan. De circunstancias no se hable. Dice que no hay más circunstancias que las del misterio del Santo o del objeto de que se predica, y que todo lo demás es locura y profanación, que muchas veces se roza en sacrilegio. Añade que solicitar en los sermones el gusto o el deleite del auditorio y el aplauso del orador, es contra toda regla de la verdadera elocuencia, la cual sólo debe tirar a convencer, a persuadir y a mover; pretendiendo que los conceptos delicados, las agudezas, los equívocos y las pinturillas deleitan, pero no convencen, ni persuaden, ni mueven. Vaya usted viendo lo que adelantaría un pobre predicador con estas reglecitas, y si al cabo del año tendría dos arrobas de chocolate en el cajón, o si rodarían media docena de doblones en la naveta.

4. -¿Conque eso decía ese buen flaire? -volvió a preguntar el familiar.

-Sí, señor; eso decía, eso dice y eso estará diciendo por toda la eternidad, si Dios no lo remedia -respondió fray Blas.

-Pues mi alma como la de su reverencia -continuó el familiar-; yo soy un probe monigote como ustedes ven, que solo sé leer con trabajo y echar mi firma con enfecultá; pero por fin y por postre, dos deditos de entendimiento, de pricisión los ha de tener todo hombre inracional. Mi voto le doy a ese fray Matías de Jerusalén, o como le llama el padre perdicador, y que me emprumen si no le sobra la razón por los tejados. Cuando voy a oír un sermón, sea el que se juere, voy siempre con entinción de que m'hagan güeno, o espirándome deseos de emitar las vertudes del santo a quien se perdica, o propuniéndome alguna verdá de emportancia, que me la metan bien en la cabeza, y dempués como que me empujen el corazón a platicarla. Pero vaya usté con Dios; que las más de las veces m'hallo con una retahíla de garambainas, de entresijos, de sotilezas y de cercunloquios que, en mi ánima jurada, los entiendo yo tanto, ni sé a lo que vienen, como ahora llueven pepinos. Daca el mayordomo, vuelve la comedia, torna los novillos; si la ciudá se llama así, si su enfundidor se llamó asado; si danzaron o no danzaron los profetas; si se usaron hogueras y cuetes y carretillas y triquitraques en la ley de los judíos. Dempués entran los ángeles que suben y bajan por la escala de Jacó; dempués aquellos serafines con sus seis alas, que no parecen sino los gorriones de todos los sermones, porque ansí como los gorriones se encuentran en todos tiempos y en todas partes, ansí esos pobres serafines salen a volar en todos los sermones; que no sé, a fe mía, cómo tienen ya fuerzas ni prumas, y en verdá que hicieron bien en ponerles tantas alas, una vez que hubiesen de estar volando tan encontinuamente. Pues, ¿qué diré de aquel que unos llaman carro, y otros carroza, de un tal Enzequiel? Habrá acarreado el dichoso carro más paja en esos púlpitos de Dios que todos los carros de Campos, desde que se enfundió en el mundo la labranza. Conque al cabo del sermón me güelvo a mi casa tan malo como me salí, sin haber entendido una palabra de toda aquella chanfonía. Y vaya usté con Dios, que hemos de decir que el perdicador es un hombre que se pierde de vista, siendo ansina que a muchos de ellos los llevara yo a la Inquisición, si el Santo Tribunal me lo mandara.

5. -Señor familiar -replicó fray Blas-, no hable usted en lo que no entiende.

A que añadió prontamente fray Gerundio:

-Tío, pensar usted que ha de alcanzar más que tantos predicadores famosos como predican así, y tantos hombres discretos como los celebran y los aplauden, es demasiado pensar.

-Sobrino -respondió el familiar-, cada probe ascanza aquello que Dios le ayuda. A eso de que tantos perdicadores perdican ansí, y que tantos hombres discretos los celebran, digo que porque son tantos los que perdican ansina, por eso me encarabrino yo tanto; y en cuanto a los hombres discretos que los celebran, peor es hurgallo. Yo confieso, porque el diabro no se ría de la mentira, que también los he uído apraudir a muchos; pero acá en mi imaginamiento todos eran unos tontos. Y a lo otro que dijo el padre perdicador de que yo no lo entiendo, respondo a su usencia que como los sermones se perdican para que los entiendan todos, por el mismo caso que yo no entiendo los más, digo que son malos; y no me sacarán de esto cuantos tiólogos hay en la Universidá de Salamanca.

6. -A muchos ha hecho bien poca merced el señor familiar -dijo a esta sazón el padre vicario con su acostumbrado entonamiento-. Si son necios los que predican de esa manera y los que gustan de sermones a ese aire, se verificará a la letra lo que dice el Espíritu Santo, que stultorum infinitus est numerus; y será preciso contar en ese número a muchos hombres de bien, y yo, aunque no lo sea, desde luego me encuentro entre ellos, porque más quiero errar con los muchos, que acertar con los pocos.

7. -¡Fuego de Dios en la másima! -replicó con viveza el familiar-. No me la meterá su esendísima en la cabeza. En todo caso, a mí me parece más mijor acertar con uno solo, que errar con todo el mundo; porque en concrusión el errar siempre es errar, y el acertar siempre es acierto.

-No estará usted tan solo por ese partido -dijo a esta sazón don Basilio-, que no tenga también a su lado al señor magistral; porque así en los sermones que le he oído, como en las conversaciones que se han ofrecido sobre la materia, con el ejemplo y con la palabra se muestra tan opuesto a este modo de predicar, que es gusto oírle cuando se zumba de él, y estremece cuando le combate en serio.

8. -Por algo ha estado tan grave y tan espetado en toda la mesa -interrumpió el hermano Bartolo-; que en toda ella no ha dicho esta boca es mía, y alguna vez que yo le miraba, estaba con un ceño que parecía un enquisidor. Pero, dempués de todo, yo me atengo a nuestro padre vicario y al reverendo padre fray Bras, que son perdicadores leídos; y de mí sé decir que cuando oigo uno de estos sermones agudos, me embobo tanto, que es un alabar a Dios. Pues ¡qué, si el perdicador es hombre de manoteo, y lo representa con garbo y, como dicen, con empropriedad! Entonces no trocaría yo el sermón por una comedia.

9. -Ésa es otra -replicó el familiar-: perdicadores he uído que no parecen sino mesmamente a unos farsantes que vi en Valladolí una vez que fui allá a cosas del Santo Oficio, y había comedias. Ni más ni menos traquiñan las manos cuando perdican, como las traquiñaba el primer galán, que decían era un prodigio. Si habran de cruz, espurren los brazos; si de una bandera, hacen como que la tirimolan; si de una batalla, dan cuchilladas; si de una ave, parece que vuelan.

-En eso hacen lo que deben -respondió magistralmente el padre vicario-; porque las acciones han de acompañar a las palabras, en lo cual no debe diferenciarse el predicador del representante.

10. -A otro perro con ese hueso -dijo el familiar-, que yo no le roeré. ¿Conque quiere su ausencia encajarnos que un comediante y un perdicador han de representar de la mesma manera?

-Ambos han de pintar, en cuanto sea posible, con las acciones aquello que expresan con las palabras -replicó el padre vicario.

-Sí, señor, dambos tienen esa obrigación; pero el comediante como comediante, y el perdicador como perdicador.

-Pues explíquenos usted la diferencia -dijo con un poco de desdén el padre vicario.

-¡Oh!, si yo supiera explicarla como acá la tengo en mi calletre -respondió el familiar-, no me truecaría por un arcediano.

11. -A mí me parece -saltó entonces don Basilio- que comprehendo lo que quiere decir el señor familiar. Parécele que siendo tan diversos los fines que se deben proponer el comediante y el predicador, han de ser también muy diferentes los medios, y que lo que en el uno es gala, hermosura, viveza y propiedad, en el otro sería locura, ridiculez, irrisión y extravagancia. El comediante sólo tira a deleitar, a embelesar y a divertir; el predicador únicamente debe intentar convencer, persuadir y mover. En aquél las acciones, los gestos y los movimientos parecen mejor cuanto más airosos, cuanto más vivos y cuanto más desenfadados; en éste todo debe respirar gravedad, majestad, modestia y compostura; y perteneciendo a la acción, no sólo el movimiento de las manos, sino el aire del semblante, la postura del cuerpo y hasta el tono de la voz, en todo debe reinar una modestia que no se pide al comediante. Y a este propósito me acuerdo haber leído en Quintiliano que el buen orador ha de querer más parecer modesto y encogido, que garboso y desembarazado: Modestus et esse et videri malit. Y debe ser sin duda la razón porque siendo el principal fin del orador el persuadir y el mover, todo aquello que le hace más amable, le hace también más eficaz, siendo cierto que el que es dueño del corazón se hace más presto señor del entendimiento; y como el orgullo, la presunción y la arrogancia desagradan tanto a todos, el predicador que en sus movimientos, gestos, acciones y meneos se ostenta orgulloso, arrogante y presumido, de contado se hace aborrecible, o por lo menos enfadoso. De aquí es que la modestia y el encogimiento, que pocas veces cae en gracia a un comediante, siempre es necesaria al predicador; y harto será que no fuese esto lo que el señor familiar quiso decir.

12. -Pero ¿cuándo lo expricaría yo con esa herejía y craridad? -exclamó el familiar, lleno de gozo, dando un abrazo a don Basilio-. Usté me bebió el pensamiento; y ya que una cosa llama a otra, díganos usté por vida suya, y así tenga Dios en descanso al ánima de su señora madre (conocíla mucho, y era una mujer..., ¡válame Dios, qué mujer era!); díganos usté, vuelvo a decir, qué cosa es modestia de la voz. Porque ansí al descuido con cuidado se dejó usté caer este vocabro, y yo no entiendo bien lo que sanefica.

13. -Tampoco yo lo entendería mucho -respondió el canónigo-, si por casualidad no lo hubiera leído pocos días ha en cierto libro que me envió un amigo de Madrid, y trata de estas cosas de los predicadores. Intitúlase La elocuencia cristiana, y su autor es un jesuita francés llamado el padre Blas Gisbert, hombre sin duda hábil, discreto y erudito, que trae admirables especies, aunque a mi pobre parecer escritas no con el mejor método del mundo; porque repite mucho, hacina bastante, no sigue la caza, pica mil cosas y luego las deja; y en muchos ejemplares que trae de San Juan Crisóstomo, a quien propone con grandísima razón por el mejor modelo de la elocuencia sagrada, aunque todos ellos son muy escogidos, me parece que está algo prolijo. Pero, ¡hola! ¿Quién soy yo para meterme a crítico, sin acordarme que esta facultad no se hizo para un pobre canónigo bolonio? Vuelvo a la pregunta.

14. »Dice pues este padre, si no me acuerdo mal, hablando de la voz, poco más o menos estas palabras: «Serás modesto por esta parte si evitas en tu voz cierto aire bronco, hinchado y dominante, que introduce hasta el corazón de los oyentes aquella enfadosa disonancia que su mismo desentono causa en el oído. Una voz dulce, fuerte, igual, flexible y modestamente imperiosa es de admirable auxilio para la persuasión. Por el contrario, el entendimiento siente no sé qué repugnancia en rendirse a unas razones que se derivan por un canal tan ingrato y tan desagradable como es una voz grosera, desapacible, fiera, impetuosa y violenta».

15. -¿Y dónde ha de ir a comprar otra -replicó fray Blas- aquel a quien Dios se la dio con esas tachas?

-Eso no lo dice mi autor -respondió el canónigo-, y yo no he tomado el oficio de instruir a los predicadores, porque soy poco hombre para eso. Sólo refiero lo que he leído, bien que a mí me parecía que el arte, el trabajo y el cuidado podían corregir esos defectos; y aun hago memoria, si no me equivoco, de haber oído o leído que Demóstenes y Cicerón, los dos mayores oradores que ha conocido el mundo, habían recibido de la naturaleza una voz bronca y destemplada, y ambos la redujeron a un medio templado, sonoro y apacible con el cuidado y con el ejercicio.

16. -Pues oye su mercé, señor don Basilio -dijo el familiar-; aunque es así que esas vozarronas que parecen berreaduras de güey o de becerro y esos meneos empetuosos de los perdicadores, como los llama ese padre teatino Bras de qué sé yo qué, parece que le rompen a uno los cascos; pero a mí no me amohínan menos otros perdicadores que hay tan enmelados con unas palabricas tan de azucre y de almíbare, unos ceceos y unos meneos de dama remilgada y de sí, señor, que cierto dan a un hombre gana de gomitar.

-Cuando todo eso es natural -respondió el canónigo-, porque nace de un genio verdaderamente dulce, suave y blando y de algún natural defecto de la lengua, no sólo no fastidia, sino que cae en gracia, persuade y mueve. Pero cuando se mezcla en ella la afectación y el artificio, no hay cosa que más empalague ni que más irrite. Aun en una conversación, el que afecta dulzaina, dengues y remilgamiento, se hace extremadamente fastidioso; pero cuando esto se quiere remedar también en el púlpito, no hay paciencia para tolerarlo.

17. -En eso vamos conformes -interrumpió el padre vicario, y es que él tenía una voz sonora grata y medianamente corpulenta-. No lo estamos tanto en el dictamen sobre esa obrita del padre Gisbert, que tengo en mi celda y he leído con bastante cuidado; pues aunque usted la ha notado algunos defectillos, veniales a la verdad, pero en el fondo se conoce que la aprecia. ¿Ha leído usted los reparos críticos de monsieur Lenfant sobre esa obra?

-Sí, padre reverendísimo; porque están al fin de la segunda edición, que es la que yo tengo.

-¿Y qué le parece a usted de ellos? -preguntó el padre vicario.

-Padre maestro -respondió don Basilio-, un triste canónigo de capa y espada como yo soy no puede dar parecer en estas materias. Pero pues vuestra reverendísima desea saber lo que siento, valga lo que valiere, digo que fuera de las notas que le pone (y a mí me parecen justas) sobre la falta de método, la repetición, y la prolijidad de los lugares que extracta de San Juan Crisóstomo, casi todos los demás reparos de monsieur Lenfant son fútiles, ridículos y pueriles; y en fin, pidiendo primero licencia para usar de este equivoquillo, reparos propiamente de niños, que eso quiere decir l'enfant en nuestra lengua.

18. -Pues, ¡qué! -replicó el vicario-. ¿Pueril llama usted al primer reparo que pone sobre lo que dice en el prólogo el padre Gisbert, que «la hermosura del discurso suple la falta de la brevedad»? Y añade el crítico que «aquí hay obscuridad y algún sentido equívoco, pues se quiere decir que lo hermoso del discurso excusa lo prolijo». Este reparo me parece justo y sólido.

19. -¡Lo que es no entenderlo! -respondió el canónigo-. Pues a mí me parecía que era insulso, fútil y sin razón alguna; porque no comprehendía yo que entre estas dos cláusulas: la hermosura de un razonamiento suple la falta de la brevedad - la hermosura de un discurso excusa la prolijidad hubiese otra diferencia que la de decir una misma cosa con más o con menos palabras, pero que en lo demás ambas proposiciones eran igualmente claras y perceptibles. Mas las superiores luces de vuestra reverendísima descubren lo que no vemos los que las logramos más escasas.

20. -Pues la segunda nota de monsieur Lenfant sobre el prólogo -dijo el padre vicario- aún es más substancial que la primera, y no sé qué se pueda replicar a ella. Para excusar el padre Gisbert la prolijidad de los ejemplos que propone, dice que en eso no hizo más que imitar a San Agustín; y añade oportunamente el discreto crítico: «Si el método es malo, no le autoriza el ejemplo del Santo; fuera de que San Agustín no es tan prolijo, ni con mucho, en sus citas como lo es el padre Gisbert en las que hace de San Juan Crisóstomo». ¿Tratará usted de pueril este reparo?

21. -Yo me guardaré bien de eso -respondió el canónigo-; porque aunque es verdad que a nosotros los eclesiásticos legos nos disuena mucho esto de hablar con menos respeto de los Santos Padres, y más de un Padre tan sabio, tan ingenioso y tan crítico en todo como dicen que fue San Agustín, pero eso nacerá sin duda de que nosotros no lo somos. Por eso nos escandaliza oír que cuando las cosas son malas, el ejemplo de los Santos Padres no las autoriza; porque nos parecía a nosotros que una vez que las autorizase el ejemplo de los Santos Padres, debíamos de creer que no eran malas. Por lo que toca a si son o no son tan largas las citas de San Agustín, como los ejemplos que copia el padre Gisbert de San Juan Crisóstomo, yo no puedo hablar con conocimiento de causa; porque confieso que sólo he leído por el forro las obras de San Agustín en la librería del señor magistral, pero como el padre Gisbert asegura que San Agustín traslada lugares muy considerablemente largos de los profetas, de San Pablo y de San Cipriano, en su libro o tratado De la doctrina cristiana, paréceme que debemos creerle sin escrúpulo; porque no tiene traza de hombre que habla a bulto, ni de quien cita en falso.

22. »Pero demos de barato que las citas del santo hubiesen sido más breves o más cortas: acá, a mi modo de concebir, me parece que no hace fuerza el cotejo, siendo muy clara la disparidad. San Agustín, en el libro De la doctrina cristiana, no toma por asunto instruir a un predicador en el modo de predicar, sino imbuirle en los dogmas o doctrina de la religión que debe de enseñar, y para esto no era menester copiar pasajes largos de los Padres anteriores al Santo Doctor. Por el contrario, todo el empeño y todo el asunto del padre Gisbert es instruir a un orador cristiano en el método y en el modo con que ha de disponer sus sermones; y para esto era al parecer indispensable hacer un poco largos los ejemplares que se proponen para la imitación, porque, como dice el mismo padre, si no se da a estos modelos del buen gusto una cierta proporcionada extensión, es imposible sentir o reconocer en ellos perfectamente la práctica de las reglas. Es verdad, como signifiqué al principio, que aun para este fin me parecen un poco prolijos algunos pasajes de San Juan Crisóstomo que copia el padre Gisbert; pero yo soy un pobre canónigo en romance, y debo someter mis bachillerías al superior dictamen de vuestra reverendísima, a quien suplico se sirva decirme qué hombre fue ese monsieur Lenfant cuyas notas han tenido la fortuna de agradarle tanto.

23. -Señor don Basilio -respondió el padre vicario-, confieso que no lo sé, ni me he metido en averiguarlo, porque cuando leo un libro, me importa poco saber la vida y milagros del autor. Si me gusta, le acabo y le celebro; y si me enfada, le cierro y le arrimo, sin meterme en más honduras ni averiguaciones.

24. -¡Hay cosa! -replicó el canónigo-. Pues yo estaba en el errado concepto de que para hacer juicio de una obra, especialmente crítica y en materia que se roza con la religión, convenía mucho saber por lo menos en general los estudios, las circunstancias y, especialmente, la profesión o la religión del autor. Confieso que habiendo observado en las notas de monsieur Lenfant el empeño en critiquizar, morder y censurar los lugares que traslada el padre Gisbert (porque en suma a esto se reducen sus principales notas, o a lo menos aquellas que no son sobre puras fruslerías), y habiendo reparado que desde la misma carta que sirve de prólogo a la obrilla muestra su poca inclinación a este célebre Padre de la Iglesia, cuando dice que aunque él es uno de los que más admiran su elocuencia y su genio, con todo eso no quisiera proponerle hoy por modelo sin muchos correctivos: confieso que todo esto me hizo entrar de mala fe con este monsieur, y me dio fiera tentación de averiguar qué personaje era.

25. »Tuve bien poco que hacer en conseguirlo; porque como soy uno de aquellos eruditos de repente y haraganes de la moda, que quieren saber mucho a poca costa y hablar en todas materias sin comprehender ninguna, en saliendo algún diccionario, compendio, epítome, sinopsis, o cosa que lo valga, luego escribo a mi corresponsal de Madrid para que le haga venir a mi librería romancista. En ella tengo el Diccionario histórico, abreviado, de Moreri, escrito en francés por el abad Ladvocat y traducido harto fielmente en castellano por don Agustín de Ibarra, clérigo laborioso y aplicado. En él se dice que Jacobo Lenfant fue un famoso teólogo e histórico de la religión protestante, que dejó un gran número de obras y murió paralítico el año de 1728. Por señas, antes que me olvide, que se asegura nació en Bazoche en el Bauce, provincia que no se sabe dónde cae, pues sólo se tiene noticia del Bausès o Beaucès, bajo y mediano, que comprehende el país de Chartres y el de Vandoma, pero esto importa un bledo. Lo que a mi ver importa más es que habiendo sido monsieur Lenfant un protestante tan famoso como arrabiado, parece que se deben leer con alguna desconfianza sus notas sobre la obra de un jesuita, y más sobre tal obra.

26. -Pues, ¡qué! -replicó el padre vicario no sin algún desdén-. ¿Es usted de aquellos entendimientos vulgares que juzgan no puede escribir con acierto un hereje en ninguna materia?

-No, padre reverendísimo -respondió el canónigo-, no soy tan lego como todo eso. Sé muy bien que entre ellos ha habido autores eminentes en algunas facultades; sé muy bien (porque al fin ya llegué a estudiar las súmulas) que no vale esta consecuencia: Es hereje, luego no sabe lo que se dice, ni lo que se escribe; sé también que así como hay cierta especie de locos que solamente desvarían en determinadas materias, así hay muchas clases de entendimientos que solamente desbarran en asuntos determinados. Pero al mismo tiempo estoy persuadido a que por esta última razón debemos leer siempre con mucha cautela y desconfianza aquellas obras de los herejes que directa o indirectamente tratan de puntos de religión, cuales son sin duda las que hacen crítica de los Santos Padres, cuya veneración y concepto procuran ellos disminuir por todos caminos. Por otra parte, siendo tan notoria la inquina que los herejes profesan a las religiones, especialmente a los jesuitas, paréceme que cuando aquéllos escriben contra éstos, pide la equidad que se las lea con un poquillo de precaución, porque son parte apasionada.

27. El donado, a quien se le secaba la boca con tanto silencio, y no podía llevar en paciencia una conversación más seria de lo que él quisiera, y de la cual apenas entendía palabra, pareciéndole que había llegado la suya, dio una gran palmada en la mesa, y dijo con voz temulenta:

-¡Los herejes son unos perros judíos, pero los teatinos...!, y no digo más. Al fin toda es gente honrada, pero mi casa no parece.

28. -Calla, borracho -le interrumpió no sin alguna indignación el otro religioso de su convento, que después de un ratico de siesta había vuelto a la mesa, y se halló a la mitad de la conversación-. Demasiado has dicho para conocer que has bebido demasiado. ¿Qué quieres significar por esas palabras tan preñadas?

-Lo que yo quiero saneficar -dijo el donado- está bien craro; porque si los herejes pretenden deshonrar a los Padres de la Igresia, como ese señor Infante lo quiere hacer con San Juan Cristósomo los teatinos no tratan mejor a Santo Tomás de Enquino.

-¡Boterate! ¡Cose esa boca! -le replicó el religioso-. Y no hables lo que no entiendes, ni eres capaz de entender. No hay religión en la Iglesia de Dios, después de la dominicana, que más se haya empeñado en ilustrar a Santo Tomás que la Compañía; ninguna que cuente tanto número de expositores de las obras del Santo Doctor. Si en algunos lugares aquéllos le entienden así, y éstos de otra manera, lo mismo sucede en muchos textos de la Sagrada Escritura, que unos Padres los interpretan de un modo, y otros de otro muy diferente, y aun muy contrario, sin que ninguno diga por eso que los Padres de la Iglesia no siguen la Escritura o que tiran a desacreditarla. Aun entre los mismos autores dominicos se dan batallas campales sobre la inteligencia de muchos lugares de Santo Tomás, y no por eso le deshonran. Antes por lo mismo le ilustran más, pero esto no es para cabeza de bolo como la tuya.

29. -Cabeza de bolo o no cabeza de bolo -replicó el donado-, hasta ahora no he uído que ningún Padre Santo hubiese llamado a la religión de los teatinos religión de la verdá, como se la llamó a la religión de Santo Domingo un Padre Santo de Roma.

-Tampoco se la ha llamado -replicó el religioso- a la religión de San Francisco, ni a la de San Benito, ni a la de San Bernardo, ni a la de San Agustín, ni a ninguna otra de las innumerables que instituyó el mismo Dios por medio de los Santos Patriarcas para ornamento de su Iglesia. ¿Y qué sacaremos de eso? ¿Que todas las demás religiones son órdenes de la mentira, y sólo la religión de Santo Domingo es orden de la verdad? Sólo una cabeza tan burral como la tuya sacará esta consecuencia.

30. -Aquí entro yo -dijo el familiar-; porque soy menistro del Santo Oficio, y si alguno dijera de cualquiera de las religiones esa morería o esa judiada, al mimento le echaba la garra y daba con él de paticas en la Enquisición. Pero...




ArribaAbajoCapítulo VII

Levántase de la siesta el magistral, y prosigue la conversación del capítulo antecedente, con todo lo demás que irá saliendo


A tal instante se dejó ver el señor magistral, después de haber dormido una siesta muy decente. Todos se levantaron por respeto; y los más se retiraron, unos a rezar, y otros a descabezar el sueño, entre los cuales aseguran varios autores que el hermano Bartolo era el más necesitado. Fray Gerundio hizo también ademán de retirarse; pero el magistral le detuvo, quedando solos tío y sobrino, don Basilio y el bueno del familiar. Tomó un polvo el magistral para despejarse, estregose los ojos, sonose las narices, y es fama que encarándose con el sobrino, le habló en esta substancia:

2. -Sin duda, fray Gerundio, que habrás quedado muy vanaglorioso con tu desbaratado sermón. Los aplausos de los ignorantes, la gritería de esa pobre gente, el voto de la muchedumbre y las aclamaciones de los lisonjeros, si ya no han sido irónicos elogios de los zumbones o de los malignos, te tendrán persuadido a que nos dejaste a todos asombrados. Con efecto: fue así, y dudo que algún otro lo hubiese quedado más que yo, pero no de tu discreción, ni de tu agudeza, ni de tu despejo, sino de tu lastimosa ignorancia, de tu juvenil osadía, de tu raro atolondramiento y de tu total falta de gusto y de reflexión.

3. »Mucho me había escrito mi amigo y tu favorecedor, el padre maestro Prudencio, de tu modo de predicar; algo me apuntó de las cuerdas y oportunas advertencias que te había hecho para que no malograses tus talentos; no me habían dicho poco algunos que te oyeron no sé qué plática de disciplinantes en tu comunidad. Todo me hizo concebir que ibas muy descaminado, pero confieso que no juzgué, ni aun imaginé posible, que lo fueses tanto. Desde el primer período de tu sermón, me hubiera salido de la iglesia, a haberlo podido hacer sin mucha nota y sin igual tumulto o alboroto del apiñado auditorio. Éste me sitió en el confesionario, que todo el tiempo que duró el sermón, no fue para mí tribunal de la penitencia, sino ejercicio de ella.

4. »Llamele sermón, y le dí un nombre muy impropio; porque ni fue sermón, ni cosa que de mil leguas se le parezca. Es dificultoso definir lo que fue, pero veré si me puedo acercar a dar a entender lo que concibo. Fue una escoba desatada de inconexiones; fue una tarabilla suelta de impertinencias y de extravagancias; fue un confuso hacinamiento de textos y lugares de la Sagrada Escritura, ridículamente entendidos y osadamente aplicados; fue un turbión de conceptillos superficiales, falsos, pueriles, no sólo ajenos de un orador que en todo debe buscar la verdad y la solidez, sino insufribles aun en un mediano poeta.

5. »Dejo a un lado el intolerante abuso, la necia costumbre y el ignorantísimo empeño de tocar en la salutación aquellas que se llaman circunstancias. Sé que contra esta impertinentísima y tontísima costumbre te han dicho ya más de lo que yo te puedo decir. Sólo añadiré (por si acaso no te lo han dicho) que ya está únicamente reducida al ínfimo vulgo de los predicadores, y que sólo se oye celebrada por las heces más despreciables de los auditorios. Tú no te contentaste con tocar las más comunes, que suelen repiquetear otros oradores de tu estofa; descendiste hasta las más menudas y ridículas, para que llegase hasta donde podía llegar tu extravagancia. Te hiciste cargo de tu padre, de tu madre, de tu padrino, de los cohetes, de las hogueras del auto sacramental, de los novillos, de los danzantes, de sus melenas; y en fin, por no dejar ninguna impertinencia en el tintero, hiciste circunstancia de la gaita gallega. No es menester más que referirlo sencillamente para conocer, para palpar la suma ridiculez. Tus mismos colores están ahora acreditando la vergüenza que te causa sólo el oírlo. Pues, ¿cómo tuviste valor para practicarlo?

6. »Pero, ¿cómo? Como lo han hecho hasta aquí todos cuantos te precedieron, y como no puede dejar de suceder, porque no hay otro arbitrio ni otro medio: violentando textos, descuartizando lugares, arrastrando, y aun tal vez fingiendo, exóticas exposiciones; o construyendo como pudiera el más zafio sayagués o el más rústico batueco.

7. »Porque fue éste el primer sermón que has predicado, trajiste aquellas palabras de San Lucas con que da principio a los Hechos de los Apóstoles: Primum quidem sermonem feci, o Theophile; sin hacerte cargo, lo primero, de que el Evangelista no trata allí de sermones, sino del Evangelio que había escrito, como él mismo lo dice expresamente: Primum quidem sermonem feci de omnibus, o Theophile, quae coepit Jesus facere et docere usque in diem, etc.; lo segundo, que aunque hablara de sermones, diría todo lo contrario de lo que tú pretendías, porque no afirmaba que era aquel el primer sermón que predicaba, antes suponía que había predicado otro u otros, pues decía: «El primer sermón que prediqué», etc.: Primum quidem sermonem feci. Pero no, señor; tú leíste que el Evangelista hablaba de primer sermón; y sin más ni más, entendiendo materialísimamente sus palabras, te pareció que venían muy al intento del primer sermón que predicabas, sin reflexionar que una vez tolerado este groserísimo modo de traer las palabras de la Escritura, no hay absurdo que no se pueda confirmar con ellas.

8. »De la misma manera, y aun mucho peor si es posible, aplicaste los demás textos a tus extravagantísimas ideas. Sería cosa interminable si quisiera detenerme en recorrerlos todos en particular, y por eso bastará traerte ligeramente a la memoria los más estrafalarios. El cotejo que hiciste del retiro de Cristo al desierto con el tuyo a la religión, dejó de ser atrevido por pasar a ser sacrílego; y la disyuntiva que añadiste de que bautizado Jesús, se retiró al desierto, o el diablo le llevó a él, fue un arrojo que quiso parecer gracia, y vino a parar en una blasfemia. Alucináronte a ti, como a otros muchos, aquellas palabras de que ductus est ab Spiritu, sin advertir que no fue el espíritu maligno, sino el Espíritu Santo el que le condujo al retiro, como lo sienten los Padres Santos, y es casi evidente en el contexto de la letra. Pero a ti te hacía al caso esta exposición; porque te abría camino para la otra chocarrería de que te retiraste al desierto de la religión, «si ya el diablo no te llevó a ella». Chufleta escandalosa en que no es fácil decidir si sobresale más la impiedad, o el descontento que muestras con tu religioso estado.

9. »No ignoro lo que enseña Santo Tomás, hablando de la docilidad con que debemos abrazar los consejos que son buenos, aunque las costumbres y la intención del que los da sean perversas. Bien sé que dice el Santo que aunque constara que era el diablo el que te aconsejaba que entrases en religión, debieras seguir su consejo; porque suponiendo que su intención siempre sería torcida, podrías enderezarla hacia tu mayor provecho, según aquello de Salutem ex inimicis nostris. Pero el Angélico Doctor habla hipotética, no categóricamente. Discurre en la suposición de que esto sea posible; no supone que lo sea, ni mucho menos lo da por hecho.

10. »Las locuras que ensartaste para hacer lugar en la salutación a tu padrino el licenciado Quijano, debieran conducirte a la Inquisición, si ellas mismas no acreditaran que competía su juicio a la casa de los orates. Cuando dijiste de la quijada de asno con que Caín quitó la vida a su hermano Abel (si es cierto que ejecutó el fratricidio con este instrumento), cuanto disparataste sobre la famosa quijada de Sansón, y cuantas boberías historiales fingiste sobre las armas de los Quijanos y de los Quijadas, familias a cuál más ilustres en el reino de León, te harían reo de dos gravísimos delitos, si no los disculpara tu sandez, ignorancia y bobería. Los esclarecidos individuos de una y otra nobilísima familia se reirán de tu necedad, o se compadecerán de tu desbarato; y nunca tendrán por asunto digno de su queja que un simple como tú forje despropósitos, que no son capaces de obscurecer su esplendor.

11. »Si vuelvo los ojos al estrafalario asunto que tomaste, apenas hallo términos para explicar lo que concibo. «Campazas es el solar de la Eucaristía; y así o hay Sacramento en Campazas, o no hay en la Iglesia fe». ¿A quién sino a ti pudo venir al pensamiento tan furioso desatino? Puedo preguntarte lo que un duque de Toscana preguntó a cierto poeta, que le presentó un poema con grande satisfacción de que le había de asombrar, y con no menor confianza de que se lo había de pagar bien: «Dicami per Dio dove pigliò questo acervo di pazzie a questa farragine di minchionerie». «Dígame por Dios dónde encontró este montón de necedades y este fárrago de despropósitos y boberías».

12. »A un asunto tan exótico precisamente habían de corresponder unas pruebas tan exóticas como él, porque una proposición extravagante no se puede confirmar con razones que no lo sean. ¿Es Campazas el solar de la Eucaristía, porque la materia remota de este Sacramento es el pan y el vino, que nacen en los campos, de donde se deriva el nombre de Campazas? Por esa regla el Sacramento de la Eucaristía será originario de toda tierra de pan y vino llevar; y no tendrá más derecho Campazas a ser la alcurnia de este augusto Sacramento, que Campomayor, Campoverde, Camposanto, Campo del Villar y, en fin, toda tierra y lugar de Campos que tenga este nombre por delante o por detrás, como Medina del Campo, Villanueva del Campo, Morales del Campo, etc. Por el mismo principio el solar de la Extremaunción será todo país donde haya aceite; el del bautismo, donde haya agua; y el de la penitencia, todo el mundo, porque en todo él se usan pecados, que son su materia remota.

13. »Del mismo calibre es el otro despropósito, conviene a saber, que «o hay Sacramento en Campazas, o no hay en la Iglesia fe». ¿Qué quisiste decir con esto? ¿Que la fe de la Iglesia Católica dependía de que hubiese Sacramento en Campazas? ¡Terrible locura! Tanto depende la fe de la Iglesia Católica de que haya o no haya Sacramento en Campazas, como de que le haya o le deje de haber en Londres ni en Constantinopla. No te tengo por tan mentecato como todo eso. Quisiste sin duda significar (pareciéndote que decías una gran cosa) que si no era verdad que había Sacramento en Campazas, puesta allí la materia y la forma por ministro competente y con la debida intención, tampoco era verdad que le había en Roma, ni en parte alguna de la Iglesia de Dios. Pero ven acá, simple; ¿no conoces que ésa es una insulsísima perogrullada, y que lo mismo se puede decir de la más infeliz alquería donde entre el divino Sacramento? Salvo que seas tan páparo como el otro charro que habiendo visto los magníficos monumentos de Sevilla, dijo muy satisfecho: «Los munimentos buenos son, pero Sacramento como el de mi lugar no le hay en todo el mundo».

14. »¿Sabes de dónde nace este disparatado modo de discurrir, y esas proposiciones, parte heréticas, parte absurdas y parte malsonantes, que echas a borbotones? Pues no es otro el principio sino el lastimoso desprecio que hiciste de la dialéctica, de la filosofía y de la teología, persuadido neciamente a que no las habías menester para ser gran predicador. Ya estoy informado de lo que trabajaron tus prelados y otros hombres sabios y celosos por desvanecerte este grosero error de la cabeza, y también lo estoy de que todo fue inútilmente. No presumo tanto de mis fuerzas, que me lisonjee de poder conseguir lo que ellos no lograron; y más, cuando separado ya de los estudios, parece fuera de sazón la doctrina que voy a darte. No obstante, por no quedar con ese remordimiento, y porque puede ser te haga más fuerza lo que te dice un tío tuyo que te ama de corazón, y que está o debe estar tan práctico en la materia como yo (porque al fin no tengo otro oficio en mi Santa Iglesia), te expondré con toda la brevedad y con toda la claridad que me sea posible, no ya mi dictamen particular, sino el universal de todos cuantos enseñan a formar un perfecto orador; pues si fuere tan feliz que te hagan fuerza mis razones, aunque hayas dejado de ser discípulo de los lectores en el aula, puedes serlo de los libros en la celda.

15. »Cicerón dice que es imposible haiga perfecto orador sin que sea perfecto dialéctico, añadiendo que sin dialéctica conoció a muchos locuaces, a muchos habladores, pero a ningún elocuente: Disertos se vidisse multos, eloquentem omnino neminem. Y él mismo afirma de sí que si es que llegó a ser orador, no aprehendió este oficio en las escuelas de los retóricos, sino en las academias o universidades de los filósofos: Fateor me oratorem, si modo sim aut quicumque sim, non ex rhetorum officinis, sed ex academiae spatiis extitisse. Demóstenes, Quintiliano, Longino y todos los demás maestros de la oratoria convienen en el mismo principio. La razón de él salta a los ojos; porque siendo todo el fin del orador convencer, persuadir y mover, no puede convencer sin discurrir bien, y no puede discurrir bien si ignora el arte de hacerlo con acierto; aquel que enseña a discernir lo brillante de lo sólido, lo real de lo aparente, lo superficial de lo profundo, lo probable de lo cierto y el sofisma de la demostración. Tal es la verdad dialéctica.

16. »Otra hay, no sólo inútil sino perniciosa a todo buen orador, pero mucho más al orador cristiano y evangélico. Ésta es aquella dialéctica, eterna disputadora de todo, quisquillosa, bachillera, sofística y cavilosa, como la llama Quintiliano: dialectica cavillatrix; aquella que hace gala de sutilizar, de refinar, metafisiquear sobre todos los asuntos; aquella que se evapora en sutilezas, se exhala en pensamientos volátiles, y se quiebra o se confunde en su misma delicadeza; aquella que se complace en representar lo falso como verdadero, en dar cuerpo a la sombra y realidad a la apariencia; aquella que hace profesión de vender oropel por oro, sofismas por evidencias y trampantojos por demostraciones; aquella, en fin, que descuartiza, que hace gigote el objeto que toma entre manos, en lugar de dividirle para aclararle o para comprehenderle. Esta dialéctica no sólo es indigna de un orador, sino de un hombre de bien; porque sólo puede conducir para alucinar, mas no para encontrar la verdad, ni mucho menos para persuadirla.

17. »La dialéctica no sólo conveniente, sino absolutamente necesaria a todo buen orador, es aquella sutil a la verdad, pero viva y penetrante, que discierne con seguridad lo verdadero de lo falso, distinguiendo con precisión y con exactitud lo que es propio del asunto y lo que es forastero a él; aquella que reconoce con toda claridad las partes que constituyen el todo, y sabe distribuirlas, ordenarlas y disponerlas con la unión, orden y método que deben observar entre sí; aquella que divide con destreza la materia, pero sin hacerla añicos ni desmenuzarla en partes tan delicadas, que apenas las percibe la vista mas perspicaz; aquella que va siempre derecha a su objeto y a su fin, sin perderle jamás de vista, ni divertirse a episodios o digresiones extrañas que hacen olvidar el objeto principal, cansando la atención hasta llenarla de fastidio; aquella que da al discurso una justa libertad, sin violentarle ni oprimirle, y desviando de las expresiones todo sentido equívoco u obscuro, las deja imprimir en el entendimiento una idea clara, limpia y precisa de lo que quieren decir; aquella que dispone con tan bello orden y con tanta naturalidad todas las proposiciones del discurso, que parezcan como nacidas unas de otras, y subiendo insensiblemente a los primeros principios, deduce de ellos unas consecuencias necesarias, naturales y evidentes; aquella que descarta siempre toda prueba que no sea concluyente e invencible; aquella, en fin, que sabe unir todo el discurso como en un solo punto, para que haga más viva y más pronta impresión en el ánimo del que le oye, porque de una sola ojeada le entiende, le comprehende, le penetra.

18. »Ésta es la dialéctica necesaria a todo buen orador, ésta es aquella ciencia de los filósofos sin la cual, dice Cicerón, es imposible que un hombre sea verdaderamente elocuente; porque sin ella, ¿cómo ha de discernir en las cosas el género de la especie? ¿Cómo ha de acertar a explicarlas ni a definirlas? ¿Cómo ha de distinguir lo falso de lo verdadero? ¿Cómo ha de inferir las consecuencias legítimas, evitar las contradicciones, cautelarse contra los equívocos y desembarazarse de las ambigüedades? ¿Cómo es posible que sin ella sepa hablar con peso y con penetración de las obligaciones de la vida civil, de la virtud, de las costumbres, etc.?

19. »A vista de esto, ¿qué quieres que diga de ti y de otros predicadores o, por mejor decir, de otros cómicos, representantes, charlatanes y habladores tan ignorantes como tú, que hacen un sumo desprecio del estudio de la filosofía (comprehendida en el nombre de la dialéctica), teniendo por tiempo perdido el que se emplea en aprehenderla, por juzgarla absolutamente inútil para la oratoria, y que como tal debe abandonarse a las cavilaciones y a las disputas de la escuela? Cabezas desahuciadas, entendimientos infelices, ingenios atolondrados, que presumen caminar seguros sin luz en medio de las tinieblas, no advirtiendo que por precisión han de dar tantos tropiezos como pasos, faltándoles aquella arte a quien el mayor orador del mundo llamó «la máxima entre todas las artes»; porque ella es la luz que disipa la confusión y la obscuridad de todas las demás: Hic [Servius] attulit hanc artem omnium maximam, quasi lumen, ad ea quae ab aliis confuse dicebantur. -Dialecticam mihi videris dicere. -Recte inquam intelligis.

20. »Pero si la dialéctica es de una indispensable necesidad para la oratoria cristiana, no lo es menos la sagrada teología. Y si no, dime, ¿qué cosa es ser teólogo? Es ser un hombre cuya profesión le enseña a hablar bien y con propiedad de Dios y de sus atributos, exponiendo las verdades de la religión, explicando sus misterios, y distinguiendo las verdades reveladas de las opinables, con bastante instrucción para combatir los errores, discernir la naturaleza de las virtudes, y penetrar así la naturaleza como la diferencia de los vicios. Es ser un hombre muy versado en la Sagrada Escritura y en la inteligencia de su verdadero y legítimo sentido, para sacar de aquel fondo inagotable pruebas eficaces y vigorosas que confirmen lo que dice; un hombre noticioso de la antigüedad, informado de la historia eclesiástica, bien instruido en Padres y en Concilios. Esto es ser teólogo. Y ser predicador, ¿qué será? Es ser todo esto y algo más; porque es poseer esas noticias y, sobre ellas, destreza para usarlas, elocuencia para persuadirlas y talento para representarlas. De donde se infiere concluyentemente que puede uno ser gran teólogo sin ser gran predicador, pero es imposible que sea gran predicador sin ser gran teólogo.

21. »Y si a esto se añade la gran diferencia de teatros en que uno y otro han de ejercer su profesión, y la suma distancia del modo con que entrambos la ejercitan, es preciso quedes convencido de que el predicador ha de ser más teólogo que el teólogo mismo. Y si no, dime, ¿en qué teatro o en qué auditorio tiene que enseñar el teólogo las verdades de la religión? En una aula reducida y a un puñado de discípulos, por lo común despejados, jóvenes, instruidos ya en otras facultades, libres de toda preocupación y, no sólo sin embarazo, pero con positiva disposición para abrazar las verdades en que se les quiere imbuir, oyendo a sus maestros como oráculos. ¿Y cuál es el teatro y el auditorio del predicador? O un templo muy capaz, o tal vez las plazas y los

campos cubiertos de una inmensa multitud, que se compone de todo género de gentes, de niños, de viejos, de hombres, de mujeres, de sabios, de ignorantes, de rudos, de ingeniosos, de dóciles, de duros y, en fin, por lo general preocupados casi todos contra lo que el predicador los intenta persuadir. ¿Para cuál de los auditorios se necesitará más caudal de sabiduría y más abundancia de doctrina?

22. »Junta a esto el diversísimo modo con que deben enseñar el predicador y el teólogo: a éste le basta hacerlo de una manera abstraída, seca y poco inteligible, o inteligible sólo a unos entendimientos cultivados y hechos ya a comprehender otras verdades sutiles, delicadas y metafísicas, inaccesibles a los más y accesibles para pocos. Pero el predicador debe enseñar de un modo claro, perspicaz, inteligible a todo el mundo, proporcionado a las ideas comunes, de manera que igualmente le comprehenda el plebeyo que el noble, el rústico que el cultivado, el rudo que el capaz, el ignorante que el sabio, proponiéndolo de suerte que al incrédulo le convenza, al disoluto le aterre, al obstinado le ablande y, en fin, a todos los persuada y los mueva. Para esto, claro está que es indispensablemente necesario que el predicador tenga en cierto modo un conocimiento casi intuitivo de las verdades y de los misterios de la religión, esto es, que los comprehenda todo cuanto es posible comprehenderlos en esta vida; que en fuerza de su profunda meditación los domine, y sea dueño absoluto de manejarlos a su voluntad para proponerlos de mil formas, figuras y maneras. ¿Y qué predicador sabrá hacer esto, si no es más teólogo que el teólogo mismo? ¿Y quién merecerá el nombre de predicador, si no sabe hacerlo?

23. »¿Mereceránle aquellos predicadores que cuando tienen que predicar de algún misterio, como del Sacramento, de la Trinidad, de la venida del Espíritu Santo, su mayor cuidado es huir de él por no engolfarse en aquel abismo, dejar el misterio a un lado y contentarse con proponer algún punto moral, unas veces deducido naturalmente de la meditación del mismo misterio, pero las más arrastrado y como traído por fuerza? Bueno es lo primero, mas no basta; ni cumple con su obligación el predicador, el cual debe al auditorio la explicación de nuestros misterios, no atada, ni seca, ni descarnada, ni mucho menos que sepa a escuela y a cartapacio, sino libre, jugosa, llena de fuego, con aquella buena disposición que pide el púlpito y la oratoria.

24. »¿Mereceránle los otros que por el lado contrario reventando de teólogos y regoldando a escolásticos, suben al púlpito como pudieran a la cátedra, y hacen una lección de oposición en lugar de sermón, con sus sentencias, con sus pruebas, con sus argumentos, confundiendo en los misterios lo que es de fe con lo que no lo es, lo cierto con lo dudoso, lo infalible con lo opinable, sin advertir que al pueblo no se le ha de proponer el cómo, sino el qué, ni en los sermones se debe hacer lugar a puntos contenciosos, sino a los indubitables, según aquella gran máxima del Apóstol: «Mis sermones son fieles y verdaderos, porque en ellos no se tratan materias que estén sujetas a opiniones de sí y de no»: Fidelis Deus, quia sermo noster, qui fuit apud vos, non est in illo est et non est?

25. »¿Mereceránle aquellos predicadores inconsiderados, indignos de que se les permita ejercitar el sagrado ministerio, que para explicar los misterios más venerables, se valen de las ideas más ridículas, como aquel que predicando al Sacramento en la domínica infraoctava del Corpus, con el Evangelio de la Cena Magna, tuvo osadía para tomar por asunto que el Sacramento era la Cena sin sol, sin luz y sin moscas; que no sé cómo no le llevaron a la casa de la misericordia, ya que por insensato le perdonase el Santo Tribunal? ¿Y el otro que predicando al mismo misterio, porque el mayordomo se llamaba Fulano Maestro, y la mayordoma Citana Largo, escogió por idea de su sermón que Cristo en el Sacramento era el Maestro Largo: puerilidad (por no decir otra cosa peor) que debiera ser castigada con quitarle las licencias de predicar in perpetuum?

26. »¿Éstos son teólogos o predicadores, o no son sino orates mal disimulados, y mucho peor consentidos? Sin ser teólogo es imposible pintar el vicio con aquellos colores vivos y propios que le hagan aborrecible; porque no se puede conocer su naturaleza, su esencia, sus propiedades, sus diferencias, su deformidad, sus resultas, sus efectos y sus consecuencias. Sin ser teólogo no es posible describir la virtud de modo que enamore, que hechice, que mueva a abrazarse y practicarse, atreviéndome a decir que el que no se hubiere hecho dueño del excelente tratado de Santo Tomás sobre las virtudes y los vicios, apenas sabrá pintar la hermosura de aquéllas ni la fealdad de éstos con los colores vivos y naturales que les corresponden.

27. »Sin ser teólogo ninguno podrá explicar acertadamente un solo precepto del Decálogo, porque no sabrá determinar su extensión ni sus obligaciones, y confundirá lo que es de perfección o de puro consejo con lo que es de necesidad y de precepto. Expondráse a dar tantos tropiezos como pasos, o extendiendo sus límites más de lo justo, o estrechándolos más de lo conveniente, unas veces imponiendo a las almas cargas que no deben llevar, otras exonerándolas temerariamente de las que tienen obligación a sufrir, y siempre incurriendo en la terrible amenaza que fulmina Dios contra aquellos que por su antojo o por su ignorancia aumentan o disminuyen a lo que está escrito en el Libro de la Ley: Si quis apposuerit ad haec... Et si quis diminuerit de verbis libri, auferet Deus partem ejus de libro vitae.

28. »De aquí podrás inferir cuánto desbarran en el verdadero concepto que debieran formar de la oratoria cristiana, aquellos predicadores inconsiderados y aturdidos que para excusar ciertas proposiciones arrojadas, temerarias, hiperbólicas, o ciertos conceptillos que llaman predicables, sutiles y delicados en la apariencia, pero falsos y sin substancia en la realidad, responden con grande satisfacción que hablaron more concionatorio, et non scholastico, como predicadores y no como teólogos; añadiendo como por chiste y por gracejo, que el púlpito no tiene poste, esto es, que no se arguye ni se replica contra lo que se dice en el púlpito.

29. »Si les parece que responden algo, tengan entendido que no pueden echar mano de despropósito mayor. ¿Quién les ha dicho que la cátedra del Espíritu Santo pide menos peso, menos solidez, menos miramiento que la de la universidad? ¿Quién les ha dicho que las proposiciones que se harían risibles en el aula pueden jamás ser tolerables en el púlpito? En aquélla se examina su verdad con el mayor rigor, para que pueda después exponerse en éste con la más segura certidumbre. Es cierto que el púlpito no tiene poste, que no se arguye ni se replica contra lo que se dice en él. Pero, ¿por qué? Porque nada se debe decir en el púlpito que admita réplica, disputa ni argumento.

30. »Pero cuando insisto tanto en que no es posible que sea buen predicador el que no fuere buen teólogo, no pretendo que suba el predicador al púlpito a hacer vana ostentación de que lo es: dicen los teólogos; saben los teólogos; ya me entiende el teólogo; vaya esto para el teólogo, etc. Cosa ridícula, vanidad pueril, que hace despreciable al que la usa para todo hombre de juicio que le oye. Si no se conoce que eres teólogo sin que tú lo digas, sólo un pobre mentecato creerá que lo eres sobre tu palabra. Esos regüeldos podrán alucinar a los páparos, pero causan bascas a todo hombre advertido y de razón. En el púlpito no se trata de lo que sabe el teólogo, sino de lo que todos deben saber; y siempre que dices algo que no vaya igualmente para la vejezuela más simple que para el teólogo más perspicaz, por reventar de teólogo dejaste de ser predicador.

31. »Supuesto que es tan necesaria la teología, la filosofía o la dialéctica para la oratoria, tú, que no eres dialéctico, ni filósofo ni teólogo, ¿cómo has de predicar? Tú, que no has visto los Concilios, los Padres y los expositores, sino que sea por el forro (y aunque los vieras por dentro, seguramente no los entenderías), ¿cómo has de predicar? Tú, que ni de los misterios, ni de los preceptos del Decálogo, ni de los de la Santa Madre Iglesia, ni de los vicios, ni de las virtudes sabes más que lo que enseña el Catecismo, ¿cómo has de predicar? Dirás que leyendo buenos sermonarios. ¿Y cómo has de saber cuáles son buenos y cuáles son pésimos, cuáles se deben imitar y cuáles abominar de ellos, especialmente cuando entre tanta peste de estos escritos como tenemos en España apenas hay dos o tres autores que puedan servir de modelo? Responderás que oyendo a buenos predicadores. ¿Y dónde has de ir a buscarlos? ¿Te parece que hay tanta abundancia de ellos en este siglo? No obstante, ya algunos van abriendo los ojos, y procuran también abrírselos a otros; ya van entrando por el camino derecho, y solicitan con glorioso empeño que otros entren igualmente por él; ya se oyen en España algunos predicadores (no son muchos por nuestros pecados) que se oirían sin vergüenza, y acaso con envidia, en Versalles y en París. Pero, ¿por dónde has de saber discernirlos tú, ni mucho menos tomarlos el gusto? Tú, que en todo le tienes tan perverso, que a guisa de escarabajo racional te tiras siempre a lo peor de lo peor; tú, que a lo que infiero del disparatado sermón que acabo de oírte, tanto te has pagado de un maldito Florilogio que anda por ahí para vergüenza inmortal de nuestra nación, y para que se rían de ella a carcajada suelta todos aquellos que nos quieren mal; tú...



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