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Genio y figura de José Enrique Rodó Abajo

Genio y figura de José Enrique Rodó

Mario Benedetti



Imagen 0: Portada



Imagen 1 (Pág. contraportada)



A Emir Rodríguez Monegal,
en octubre de 1962
.




ArribaAbajoPrólogo

Mi intención confesa, al estructurar este libro, ha sido facilitar y estimular el acercamiento del lector latinoamericano a la obra y la vida de José Enrique Rodó. Por eso mismo, siempre que me pareció oportuno, acudí a sus textos y a su correspondencia para completar, no sólo el retrato, sino también la imagen crítica del escritor.

En las transcripciones de textos de Rodó o de sus coetáneos, se ha puesto al día la ortografía. Salvo indicación en contrario, las citas de Rodó provienen de la edición de Obras completas publicada por Agilitar, Madrid, 1957.

De más está decir cuánto debe este trabajo a investigaciones anteriores sobre Rodó. Aunque tal deuda está obviamente reconocida en cada cita, dejo expresa constancia de tres nombres (Roberto Ibáñez, Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal), sin cuyos bien documentados aportes no hubiera sido posible escribir este libro.

Para la selección de textos, he descartado cualquier fragmento de Ariel o Motivos de Proteo, ya que ediciones de estas obras son fácilmente asequibles para todo público. Preferí en cambio incluir -en textos casi siempre completos- artículos seguramente menos conocidos, así como varias cartas que he agrupado bajo el título de Confesionales. Pese a este rótulo, no espere el lector encontrar en esa correspondencia, anécdotas o revelaciones privadas, ya que Rodó fue tremendamente celoso de su intimidad. Sus confesiones, pues, tienen sobre todo relación con su actitud intelectual o su reacción frente al medio. De todos modos, los textos seleccionados no siempre indican una preferencia; algunos de los artículos trascriptos, fueron incluidos simplemente como un sostén de mis propias conclusiones.

M. B.

Montevideo, septiembre de 1962.



When one reads any strongly individual piece of writing, one has the impression of seeing a face somewhere behind the page. It is not necessarily the actual face of the writer.


GEORGE ORWELL.                


No me parece odioso el yo como a Pascal: lo que me parece odioso es el falso yo de las confesiones amañadas pensando en el efecto y adoptando la pose más conducente al visible fin de interesar como los Credos de ópera, hechos para ser cantados ante el público de los teatros.


JOSÉ ENRIQUE RODÓ.                





ArribaAbajoCronología

  • 1871. 15 de julio. Nace en Montevideo. 5 de octubre, bautismo.
  • 1875. Aprende a leer bajo el cuidado de su hermana Isabel.
  • 1882. Ingresa en el Liceo «Elbio Fernández». Publica, con Milo Beretta, un periódico quincenal: Los Primeros Albores, de circulación exclusivamente liceal. Allí publica composiciones de tono escolar sobre Franklin y Bolívar.
  • 1883. Debido a estrecheces económicas de la familia, cambia el Liceo privado por el oficial.
  • 1885. Muerte del padre. Empieza a trabajar en el estudio de un escribano.
  • 1886. Enardecido por el atentado de Gregorio Ortiz contra Máximo Santos, escribe (pero no envía) una carta al dictador.

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Los abuelos paternos: Antonio Rodó y María Janer de Rodó (AS)

  • 1890. Cartas a Luisa Gurméndez.
  • 1891. Ingresa en el Banco de Cobranzas.
  • 1894. Después de rendir exámenes de historia y literatura con sobresaliente resultado, abandona los estudios.
  • 1895. Publica, en Montevideo Noticioso, un poema titulado «La prensa» y una nota crítica sobre Dolores de Federico Balart.- 5 de marzo: Aparece el primer número de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que Rodó fundara con Víctor Pérez Petit y los hermanos Martínez Vigil. Publica artículos sobre Juan María Gutiérrez, Leopoldo Alas, Juan Carlos Gómez, Gaspar Núñez de Arce, Menéndez y Pelayo, Guido Spano, Leopoldo Díaz.
  • 1896. Publica -en la Revista Nacional- el artículo titulado «El que vendrá», primero de sus trabajos en obtener una gran resonancia.
  • 1897. Publica el primer opúsculo de La Vida nueva, que incluye «El que vendrá» y «La novela nueva». Atraviesa un período de crisis anímica (ver correspondencia con Juan Francisco Piquet).- 25 de noviembre: Aparece el último número de la Revista Nacional.
  • 1898. Forma parte (con algunos de sus compañeros de la Revista Nacional) del equipo de reactores de El Orden, periódico que apoya a Juan Lindolfo Cuestas. Colabora con cuatro artículos. A fines de febrero, se retira del periódico; en marzo, éste deja de aparecer. Ingresa en la Oficina de Avalúos de Guerra.- 9 de mayo: Es designado interinamente Catedrático de Literatura. La intervención de los Estados Unidos en Cuba, provoca en Rodó y sus amigos un sentimiento antinorteamericano.
  • 1899. Publica el segundo opúsculo de La Vida nueva, constituido esta vez por un estudio sobre Prosas profanas, de Rubén Darío. El poeta responde con una esquelita displicente, casi menospreciativa.
  • 1900. Aparece Ariel, tercer opúsculo de La Vida nueva. Gran repercusión en América latina, y también en España. Firma, con otras personalidades coloradas, un Manifiesto que reclama la unidad del partido. Durante dos meses desempeña la dirección interina de la Biblioteca Nacional.
  • 1901. Pronuncia un discurso en el Banquete partidario, realizado en el teatro San Felipe, tendente a unificar el Partido Colorado. Con el grupo que rodea al Dr. Juan M. Lago, funda el Club Libertad. Al constituirse las primeras autoridades, es designado vicepresidente. Participa en la campaña política. Colabora en El Día, diario de José Batlle y Ordóñez.
  • 1902. Diputado por Montevideo. Renuncia a la Cátedra de Literatura.
  • 1905. Renuncia a la banca de diputado. Dificultades económicas.
  • 1906. Seria crisis espiritual. Polémica con el doctor Pedro Díaz sobre eliminación de crucifijos en los hospitales. Rodó reúne sus artículos en un volumen titulado Liberalismo y jacobinismo.
  • 1907. Corresponsal de La Nación, de Buenos Aires. Incidente polémico con Manuel Ugarte. Es elegido para ocupar el cargo de presidente en el Club «Vida Nueva».
  • 1908. Por segunda vez es electo diputado. Redacta su informe sobre El trabajo obrero en el Uruguay. Es elegido presidente del Círculo de la Prensa. Participa como jurado (junto con Samuel Blixen y Víctor Pérez Petit) en el Concurso de Obras Teatrales convocado por el Conservatorio Labardén, de Buenos Aires.
  • 1909. Tiene importante intervención en el debate; parlamentario sobre el Tratado con el Brasil respecto de navegación en la Laguna Merim. Publica Motivos de Proteo.
  • 1910. Es autor de un proyecto de ley sobre exención de impuestos al libro extranjero. Participa en actos vinculados a los Congresos Internacionales de Estudiantes Americanos. Es designado, con el poeta Juan Zorrilla de San Martín y el coronel Jaime Bravo, para integrar la delegación uruguaya a las fiestas conmemorativas del Centenario de la Independencia de Chile. Colabora en El Día, La Razón y El País.
  • 1911. Es electo diputado por tercera y última vez. Sin haberlo buscado, se convierte en el líder parlamentario de los colorados anticolegialistas. Comienza el distanciamiento entre Rodó y Batlle.
  • 1912. Batlle lo hace sustituir por Eugenio Lagarmilla en la delegación uruguaya a las fiestas con memorativas del Centenario de las Cortes de Cádiz. Es designado Correspondiente Extranjero de la Academia Española. Colabora en El Diario del Plata, con su nombre o con el seudónimo Calibán.
  • 1913. Publica El Mirador de Próspero, recopilación de ensayos y artículos sobre temas históricos y literarios.
  • 1914. Con motivo de la guerra europea, toma abierto partido por la causa aliada. Renuncia como redactor de El Diario del Plata y empieza a colaborar en El Telégrafo, donde, bajo el seudónimo de Ariel, comentará episodios de la guerra en una i sección denominada La guerra a la ligera.
  • 1915. Una editorial española publica Cinco ensayos, que incluye sus trabajos sobre Montalvo, Bolívar y Darío, además de Ariel y Liberalismo y jacobinismo.
  • 1916. La revista bonaerense Caras y Caretas lo nombra su corresponsal en Europa. La designación provoca gran revuelo en Montevideo. Rodó es objeto de una serie de homenajes en cadena. El más importante se lo ofrece el Círculo de la Prensa. El 14 de julio se embarca para Europa en el Amazon. Hace escalas en Santos, Río, Bahía, Recife, isla de San Vicente. A bordo del Amazon escribe la primera nota para Caras y Caretas y la titula «Cielo y agua». El 1.º de agosto desembarca en Lisboa y entrevista al presidente Bernardino Machado. Del 6 al 9 está en Madrid, donde conoce a Juan Ramón Jiménez. El 9 llega a Barcelona y desde allí envía dos extensas notas. Pasa el 12 por Marsella y llega el 17 a Génova. Allí Juan José de Soiza Reilly dice haberlo entrevistado. Va a pasar una breve temporada a Montecatini, debido a su salud que ha empezado a quebrantarse. Después de veinte días de cura de aguas, visita Pisa, donde tiene un agradable encuentro con estudiantes venezolanos. Pasa luego por Liorna, Luca, Pistoia. El 1.º de octubre llega a Florencia, donde escribe el Diálogo de bronce y mármol. Visita Módena, Bolonia, Parma, Milán y Turín, donde un médico le ordena un tratamiento para nefritis. Vuelve a recaer en Tívoli, pero el 20 de diciembre llega a Roma, donde permanecerá hasta el 20 de febrero de 1917.
  • 1917. Cada vez más enfermo, el 21 de febrero llega a Nápoles y allí escribe un excelente ensayo: Nápoles la española. Visita Sorrento y Capri donde la Gruta Azul lo decepciona. El 3 de abril llega a Palermo y se aloja en el Hotel des Palmes. El estado de su salud se agrava. Todavía escribe dos artículos. A partir del 24 de abril, prácticamente no sale del hotel. El 29 pide un médico. En la madrugada el 30 es trasladado en estado comatoso al hospital San Severio. Ya no recupera el conocimiento, y muere a la hora 10 del 1.º de mayo. El médico de sala diagnosticó tifus abdominal y nefritis.





ArribaAbajo- I -

El rostro tras la página


Imagen 4 (Pág. 12)

El padre: José Rodó y Janer (AS)

José Enrique Camilo Rodó, nacido en Montevideo el 15 de julio de 18711 fue el séptimo hijo de don José Rodó (catalán) y doña Rosario Piñeiro y Llamas (uruguaya). La familia gozaba de una buena posición económica. Don José Rodó se dedicó con éxito a la actividad comercial; además de una quinta en Santa Lucía, poseía una amplia casa en la calle Treinta y Tres. Para la alta burguesía montevideana del siglo XIX, poseer una quinta en Santa Lucía significaba aproximadamente lo mismo que, para los actuales nuevos ricos del Uruguay, ser propietarios de un bungalow en Punta del Este.

Existe una fotografía de Rodó, tomada cuando apenas tenía dieciocho meses, que lo muestra en una pose cómicamente seria (la cabeza apoyada en el puño derecho, el cabello largo y despeinado) y con una mirada tan penetrante que desentona abiertamente con la edad del retratado. Fotografías posteriores, de los cuatro y los once años, muestran el mismo gesto severo. En realidad, no hay una sola sonrisa2 en toda la iconografía rodoniana; la seriedad fue una constante de su rostro y de su estilo, apenas desmentida por una que otra anécdota risueña de los años jóvenes.

Su biógrafo oficial Víctor Pérez Petit3 relata que a los cuatro años Rodó ya había aprendido a leer bajo la dirección de su hermana Isabel. Hugo D. Barbagelata4 por su parte cuenta que «allá en sus cortos años [Rodó] fue niño mimado de casa antigua y rica. Educose en la primera escuela laica y libre que existió en su país y sólo en el hogar recibió esa enseñanza católica que nuestras madres dan, exenta de clericalismo, aunque llena de religiosidad y de preceptos morales». Justamente, sobre ese aspecto de su formación religiosa, dice Alberto Zum Felde5 que aunque la madre de Rodó «era buena católica, como toda dama de aquel tiempo, no era precisamente una devota». El mismo crítico sostiene que, al ingresar a la Universidad, ya Rodó se había «apartado de la fe católica de sus padres».

El padre de Rodó perteneció a la burguesía culta de la época. Mantuvo amistosa relación con Florencio Várela, Alejandro Magariños Cervantes, Vicente Fidel López y al parecer jugaba muy a menudo al billar con Francisco Acuña de Figueroa, autor de la letra del himno nacional y máximo vate profesional de aquellos tiempos. Libros de Sarmiento y Echeverría, de Juan Bautista Alberdi y Juan Carlos Gómez, la Commedia del Dante (ilustrada por Gustavo Doré) y las Siete partidas, Cervantes y Quevedo, y (entre los jóvenes escritores españoles de entonces) Juan Valera y Marcelino Menéndez v Pelayo, figuraron en la biblioteca de don José Rodó y estuvieron al alcance de José Enrique.

Pedro José Vidal, uno de los más prestigiosos maestros de fin de siglo, le dio clases particulares. A los diez años, ingresó Rodó en el Elbio Fernández, institución de enseñanza que todavía hoy tiene escuela y liceo en la calle Maldonado. Entre sus condiscípulos estaba Milo Beretta, que fue luego pintor de renombre; con él fundó Rodó un periódico quincenal, denominado Los Primeros Albores, donde publicó sus trabajos iniciales, dedicados nada menos que a Benjamín Franklin y Simón Bolívar. A título exclusivamente documental, transcribo aquí, en su texto íntegro, esa última composición escolar, escrita por Rodó a los once años:

El 24 de julio de 1883 será un día glorioso en los anales de la historia americana, historia que consonará en sus páginas el justo regocijo con que los pueblos, los pueblos del antiguo continente acudieron en ese día a celebrar en masa el centenario del prócer de su libertad, el inmortal Bolívar.

Los inspiradores acentos del poeta, las dulces armonías de la rima se unieron en ese día con las palabras elocuentes de los oradores, para agregar nuevas flores a la brillante diadema que ciñe la frente del valeroso héroe de Junín.

Estos tributos pagados por la posteridad al guerrero más grande de su siglo, son honrosos, no sólo para él, sino también para los que los dirigen; pues prueban que el reconocimiento es un sentimiento innato en el corazón de los que se honran en llamarse sus descendientes; de los americanos, en fin.

Sin embargo, ¿quedarán con esto suficientemente pagados los esfuerzos del inmortal libertador?

Creemos que no.

Celébranse en buena hora los festejos tributados a su memoria; pero no basta eso. Continúese la obra por él comenzada -no se desperdicien sus esfuerzos- límense en fin, los hierros que aún sujetan a varios pueblos de América, esclavos todavía de la dominación de un poder extranjero, y entonces podremos decir: «Hemos pagado a Bolívar la deuda con él contraída. Sigamos bendiciendo su memoria»6.



Catorce años tiene Rodó cuando muere su padre. En los últimos tiempos, éste había sufrido serios contratiempos en su actividad comercial. Aún antes de esa muerte, la posición de la familia ya no era de desahogo y Rodó había dejado sus estudios en el colegio privado para inscribirse en el Liceo oficial. Su trabajo estudiantil fue desordenado: rendía mucho en historia y en literatura, pero escasamente en química y otras materias de ciencias. En filosofía, se sentía muy a gusto en la metafísica, pero en lógica y moral tenía grandes dificultades. «Mediocre en todas las materias -dice Zum Felde- sólo en literatura rindió un examen brillante, mereciendo la admiración de profesores y alumnos, que ya vieron en él decidida su vocación de hombre de letras»7. Entre esos profesores estaba Samuel Blixen, uno de los más prestigiosos críticos de la época.

Según testimonio de Carlos Lacalle8, «los cuentos de Carlos María de Trueba fueron lecturas de sus primeros años», y luego, cuando ya había ingresado en la Universidad, «trabajaba en su casa, en un cuarto sin ventanas iluminado por la luz que penetraba por una claraboya central». Más importantes que la claraboya, son en realidad las lecturas de Rodó en su adolescencia y primera juventud. Su padre, que estuvo particularmente vinculado a los emigrados argentinos de 1840, tenía completas en su biblioteca las colecciones de El Comercio del Plata y El Iniciador. Especialmente a través de este último periódico, el joven Rodó estableció contacto con la obra de Miguel Cané, Juan Bautista Alberdi y, sobre todo, de Juan María Gutiérrez, con cuya «apacible figura» sintió Rodó de inmediato una innegable afinidad y sobre quien escribiría en 1913 uno de sus mejores ensayos, cerrado por el siguiente juicio, que acaso encierre buena parte del credo estético y de las aspiraciones del propio Rodó: «Y si se quisiera expresar cuál es el fundamento de una originalidad personal y de su gloria, se diría: fue el estudioso desinteresado, en una generación de combatientes y tribunos; fue, en ella, el que se mantuvo fiel hasta morir al sueño literario, concebido antes de la juventud, inmune entre los afanes de la edad madura, y acariciado todavía con el amor de la vejez: a modo de la primorosa flor silvestre que, escogida en el paseo de la mañana, sirve de embeleso a todo el día y queda aún fragante, por la noche, junto al libro que se cierra para dormir»9.

Rodó no concluiría su bachillerato. Además de su exagerada timidez, que le provocaba una suerte de pánico frente a las mesas examinadoras («La idea de que pudiera salir rechazado me llenaba de espanto», le confesó años más tarde a uno de sus amigos), otros factores intervinieron en ese fracaso. La precaria situación económica de la familia exigió, tras la muerte del padre, que Rodó consiguiera un empleo. En 1885 empieza a trabajar en el estudio de un escribano.

En 1886, provisionalmente enardecido por el atentado de Gregorio Ortiz contra el dictador Máximo Santos, escribe a éste una carta en la que censura tan amargamente la intención tiranicida de Ortiz como el cruel despotismo de Santos. Resulta confianzudo, e ingenuo a la vez, el tono con que escribe: «¡General, ya es tarde! Ud. no puede retroceder... Ud. ha de seguir por el sendero que adoptó al encontrarse poderoso... ¡General; si vive Ud. y el arrepentimiento llama a las puertas de su conciencia, en la esfera de los hechos no podrá hacerlo palpable! ¿Será ese su castigo?»10 Acerca de este borrador ha observado Roberto Ibáñez: «Asombra el final: la publicidad de un malvado como malvado, hace imposible la publicidad de su arrepentimiento»11. En realidad, Rodó escribió la carta, pero nunca la envió a su omnipotente destinatario. El episodio podría ser una adecuada síntesis del temperamento de Rodó, quien en el curso de su vida demostró ciertos rasgos de heroísmo intelectual, frenados muchas veces por una evidente cortedad para la acción. Su encendida admiración -que es casi endiosamiento- hacia Bolívar, presupone también un halo de intangibilidad, de cosa inalcanzable. Toda la obra de Rodó va a apuntar contemporáneamente al heroísmo y a la santidad, por supuesto una santidad laica (heroísmo y santidad son dos palabras que menciona juntas en Ariel), pero en su opaca y austera vida va a estar siempre más cerca de la segunda que de la primera.

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La madre: Rosario Piñeiro de Rodó (AS)

La soledad (y su variante: la misoginia) significó una constante en la vida de Rodó. Sus mejores amistades fueron las epistolares, a tal punto que si se quiere encontrar al hombre liso y llano, deliberadamente oculto detrás de las exquisiteces del estilo y el rigor intelectual, no hay más remedio que escarbar en su correspondencia, a mi entender la zona más reveladora de todo cuanto escribió. Es interesante la primera carta que de él se conserva, fechada en Montevideo, el 6 de abril de 1889 (Rodó tenía diecisiete años), y que apareció publicada hace pocos meses en la revista Fuentes12. Está dirigida a Baldomero Correa, amigo de la infancia, y es una de las raras ocasiones en que Rodó se hace a sí mismo la concesión del tuteo epistolar. Vale la pena trascribir su posdata, uno de los escasos rasgos de humor (destinado a Santos) provenientes de la pluma de Rodó.

En el momento de cerrar esta carta veo en un diario que D. Máximo Santos irá estos días a ésa con Kubly y Carralón. Visítalo de mi parte. Dime si has visto la «Fábrica de velas» que tiene en ésa, no sé si en la misma ciudad o en la campaña de la Provincia. De cualquier modo te aconsejo que se la prendas fuego. Así harás tu nombre inmortal en la historia.



Corresponde aproximadamente a esa misma época (exactamente el año 1890) un episodio sentimental que tuvo cierta importancia en la vida de Rodó; por lo menos, es el único que quedó registrado en la parte de su correspondencia que ha sido publicada o exhibida. Las «cartas a Luisa» (recientemente, en el prólogo a una serie de la correspondencia rodoniana, Roberto Ibáñez13 reveló el nombre completo de la muchacha: Luisa Gurméndez), escritas por Rodó a los diecinueve años, no constituyen por cierto joyas literarias («cartas de lenguaje tan previsible» las llama Emir Rodríguez Monegal). Rodó, sin apearse de su compostura, trata a su amada de riguroso usted, desea besarla decorosamente en la frente y aspira a «arrojar a sus pies las ofrendas que arrebate a la gloria»14. En algunas ocasiones el exceso de respeto puede ser agraviante; de ahí que sea probable (y razonable) que ese detalle del beso en la frente haya ofendido seriamente a la joven, por motivos de coquetería femenina que sin duda escapaban al severo adolescente que era entonces Rodó. Lo cierto es que la muchacha, sin esperar las ofrendas arrebatadas a una gloria que por entonces era sólo un proyecto, se fue a Buenos Aires y el incipiente idilio no tuvo ocasión de pasar al tuteo. En uno de sus cuadernos, Rodó dejó patética constancia de la ruptura: «¡Adiós, Luisa! Adiós. Sum umbra»15.

Pérez Petit confiesa no haber podido nunca averiguar si fue la timidez lo que retrajo siempre a Rodó del trato con las mujeres o si en realidad era un misógino. Con todo, dice haberle conocido dos aventuras «y las dos muy platónicas por cierto». Ambas ocurrieron varios años después de las «cartas a Luisa». La primera estuvo representada por un simple arrebato admirativo que le provocó Lola Millanes, tiple de zarzuela que por entonces visitó Montevideo y que años más tarde fue una de las víctimas en el naufragio del Sirio. Al parecer, el gracejo andaluz de la Millanes conquistó al austerísimo Rodó, quien no se limitó a concurrir noche a noche al teatro Pabellón Nacional sino que además le escribió un poema (él, que durante su vida sólo compuso versos sobre temas tan inocentes como los cuentos de Perrault o tan poco sentimentales como la prensa) sin intención de darlo jamás a publicidad y, menos aún, a la musa inspiradora. Pero Daniel Martínez Vigil, abusando de la relación amistosa, lo envió al periódico La Carcajada, que lo publicó en su edición del 4 de enero de 1897. Creo que la imagen de Rodó estaría incompleta sin ese poema. Por eso lo trascribo:




A...


   De pie sobre la escena, desatada
en ondas la profusa cabellera,
alta la sien, radiante la mirada,
como jovial emperatriz, impera...

   Una purpúrea flor se abre, sangrienta,
cual en copa de ébano, en la cima
del casco negro que su frente ostenta
y un acerado resplandor anima.

   Suena una voz..., y en nuestra mente cruza
como en un dulce sueño, al escucharla,
la hechicera visión de la Andaluza
que imaginó Musset, para adorarla...

   Cada rayo que vibra atravesando
de sus pestañas por el tul sedeño,
es un hilo de luz que va bordando
el tejido impalpable de los sueños...

   Y, a cada giro de su cuerpo airoso
las vueltas del mantón abriendo al aire
semejan el ondear, raudo y glorioso
de un pendón en las justas del donaire...

   En la ficción, el Arte ha modelado
su espíritu... Es ficción su vida entera...
¡Quién su fingido amor -su amor soñado-
en real amor transfigurar pudiera...!



La segunda aventura que relata Pérez Petit es más inocente aún. Cierta vez que Rodó y Carlos Martínez Vigil regresaban de Buenos Aires, en el vapor de la carrera, trabaron relación con dos muchachas, lindas, simpáticas. Cuando desembarcaron en Montevideo, ambos las siguieron, para verificar dónde se alojaban, hasta una casa de la calle Cerrito. Volvieron allí varias veces, tratando de encontrarlas por premeditado azar. Alguna vez montaron guardia hasta la madrugada. Días después se enteraron de que las muchachas no vivían allí; sólo de visita habían concurrido aquel primer día. En vista del desencuentro, Rodó se desanimó y abandonó el asedio. Eso fue todo. O casi todo. En realidad, no es mucho para animar una biografía.

En este rubro, los más serios investigadores de la vida de Rodó no descartan la posibilidad de otros episodios sentimentales, pero, si éstos realmente tuvieron lugar, hay que reconocerle a Rodó una hermética discreción, ya que ni siquiera sus amigos más íntimos se enteraron de nada. Con buen criterio anota Rodríguez Monegal: «Sin duda hay en la vida de Rodó una ausencia del amor como elemento erótico; lo que no significa que falten mujeres, ya sea en aventuras más o menos románticas o en contactos puramente sensuales. Todo este aspecto de su vida aparece deliberadamente sepultado en silencio, y lo poco que ha trascendido no permite ninguna conjetura seria»16. «A la suspicacia moderna -dice Carlos Real de Azúa en un comentario a la exposición Originales y documentos de José Enrique Rodó (1947)- se le hacía arduo creer que toda la vida erótica de José Enrique Rodó pudiera reducirse al soneto a la bailarina Lola Millanes y a la noche que pasó sentado en el cordón de una vereda. ¿Un tímido?, ¿un sublimado? Ibáñez ha penetrado con seguridad y tacto grandísimo en este decisivo sector de su intimidad, y su resultado son dos nombres: Luisa, el amor de la adolescencia, Marta, el de la madurez. Claro que esta nómina, tan angosta, tan platónica, pudiera no satisfacer a esos biógrafos acostumbrados a trabajar con los largos roles de Byron o de Lope. Pero, además de los nombres, existieron las anónimas. También Italia fue para Rodó como lo fue para Goethe, y mucho más radicalmente, la gozosa revelación de la felicidad de los sentidos, el espolazo, demasiado tardío, agrio, crepuscular, de una energía que su vida claustral había dejado sin empleo»17.

En 1891 Rodó ingresa como funcionario en el Banco de Cobranzas, pero hasta 1894 no abandona totalmente sus estudios. Todavía en ese año rinde exámenes de historia y literatura con sobresaliente resultado. No han quedado mayores huellas de su breve actividad bancaria, pero sí de sus primeros amagos literarios. Además de los artículos sobre Benjamín Franklin y Simón Bolívar, anteriormente mencionados, las bibliografías rodonianas sólo registraron dos colaboraciones en el suplemento de Montevideo Noticioso: un poema (mediocre y retórico, como todo lo que Rodó escribió en verso) titulado La prensa, y una nota crítica sobre Dolores, de Federico Balart, en la que Rodó, aunque bisoño y algo inseguro en su juicio, anuncia ya la capacidad crítica de que daría acabadas muestras en su madurez.

Imagen 6 (Pág. 21)

Rodó, a los dieciocho meses

Sin embargo, es posible que entre 1883 y 1895, o sea entre sus infantiles colaboraciones de Los Primeros Albores y las más formales de Montevideo Noticioso, Rodó haya publicado otros trabajos. Cierta breve esquela, dirigida por Rodó el 24 de abril de 1889, a un tal Nemesio Escobar, director de El Autógrafo Americano, de Santiago de Chile, autoriza esa conjetura. Al parecer, Escobar había solicitado a Rodó, que por entonces tenía 17 años, alguna colaboración para su periódico. El joven estudiante de Secundaria le responde, con austera formalidad: «Puede Ud. contarme en el número de sus colaboradores, en la seguridad que haré lo posible por atender dignamente a la participación que me confía en su periódico -y que, aun cuando no puedo comprometerme a mandarle originales en determinados plazos-, trataré de hacerlo con la mayor asiduidad»18. Tanto el pedido de Escobar como el tono de la respuesta, parecen sobreentender la existencia de por lo menos un módico prestigio de Rodó. Por menos exigencias que tuvieran para sus colaboradores El Autógrafo Americano o el tal Escobar, es razonable imaginar que nadie iba a pedirle desde el extranjero una colaboración a cualquier muchacho de diecisiete años que sólo tuviera en su haber impreso dos composiciones escolares.

Lo cierto es que en 1895, Rodó ya estaba listo para ingresar en la vida literaria del país. El 3 de febrero de ese año publica su nota sobre Balart; sólo un mes después, el 5 de marzo, sale el primer número de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, fundada por Rodó conjuntamente con Víctor Pérez Petit y los hermanos (Carlos y Daniel) Martínez Vigil. Esa publicación no sólo es importante para Rodó; lo es también para la vida literaria del Uruguay e incluso de toda Hispanoamérica.

En su libro sobre Rodó, Víctor Pérez Petit cuenta con lujo de detalles, no sólo la vida, pasión y muerte de la Revista Nacional, sino también las gestiones que llevaron a su fundación: «Conversando, precisamente, con Daniel y Carlos Martínez Vigil, con Félix Bayley y con Eduardo Pueyo, otro espíritu bien preparado, subdirector entonces de la Biblioteca Nacional y autor de un compendio de Gramática, surgió entre ellos la idea de fundar una Academia Nacional, cuyo fin, semejante al de la Española, sería velar por el lenguaje...». Por lo demás, la idea no fue más adelante; mas ello se debió a que los incipientes académicos descubrieron ser más práctico fundar una revista literaria que reunirse en cónclave para vigilar la limpieza y esplendor del idioma. Así, pues, abandonada la idea de la Academia, Rodó, Daniel y Carlos Martínez Vigil, esta vez sin el concurso de los otros mencionados anteriormente, dieron en considerar la pobreza de nuestro ambiente literario que no propicia la vida del libro y que toda la del periódico la reduce al comentario de la envenenada política. Entonces alguien manifestó que la nueva generación tenía necesidad de una revista propia, que fuera libre palenque de las especulaciones espirituales. Pero, ¿cómo arribar a ello si faltaba el elemento esencial, el dinero? Esa noche, Rodó tornó a su casa pensando más que nunca en El iniciador. Este tema fue abordado en subsiguientes conversaciones. Cada vez la idea de fundar un periódico literario se arraigaba más en el ánimo de aquellos tres muchachos. Un buen día, Rodó se decidió: «Hay que hacer esa revista. Pero nosotros somos elementos poco menos que desconocidos; necesitaríamos a nuestro lado otro joven que ya tuviera cierta nombradla en el ambiente y que nos prestara su apoyo. Daniel Martínez Vigil me indicó a mí, pero al cabo se inclinaron hacia Benjamín Fernández y Medina. Había publicado algunos libros de cuentos y de versos, escribía en los diarios, polemizaba, era 'conocido', en fin. Fueron a verlo, piloteados por Víctor Arreguine; le expusieron sus propósitos. Él les contestó que lo pensaría y que les daría luego su contestación. Pero, evidentemente, en este caso el autor de Cuentos del pago estuvo desacertado; por lo menos, no supo adivinar lo que valían por sí mismos sus aspirantes a co-redactores. Con mucha habilidad y diplomacia dio en sacarles el cuerpo. Ni en su casa, ni en el diario en que entonces escribía, El Bien, ni en parte alguna, nuestros novatos pudieron darle palmada, como vulgarmente se dice. Desalentados, renunciaron a él y aceptaron el primer consejo de Daniel, es decir, verme a mí»19.

En este pasaje, como en todo su libro -por otros conceptos, tan útil-, Pérez Petit se complace en hablar de sí mismo a propósito de Rodó. Empero, no bien el lector se acostumbre a ir apartando la comprensible hojarasca vanidosa de un biógrafo que acaso nunca se haya resignado a la posposición en que vino a relegarlo la nombradla internacional de Rodó; no bien el lector aprende a seguir el verdadero itinerario, incluso el que atraviesa los silencios y las entrelineas, el libro de Pérez Petit pasa a convertirse en una de las más útiles fuentes biográficas acerca de Rodó. Se trata, de todos modos, de un biógrafo que a la vez fue testigo; ceder a la fácil tentación de descartar la importancia de ese hecho, implicaría una ligereza más culpable, y en el fondo menos ingenua, que la razonable cuota de vanidad, ejercida por aquel coetáneo de Rodó. «Yo me había iniciado en la crítica militante -dice Pérez Petit sacando pecho-, un poco a lo Clarín, arremetiendo duramente contra todos los que consideraba malos escritores, y en poco tiempo esa campaña constante, ruda, combativa, me había dado mucha notoriedad. Se me odiaba cordialmente (aún todavía hay muchos que no me perdonan aquellas críticas y que hacen lo inimaginable por que mi labor literaria pase inadvertida o se la desprecie redondamente); pero se me temía y respetaba»20.

Ya ha sido citado otras veces el retrato que Arturo Giménez Pastor ha hecho (en Figuras a la distancia) del Rodó de esos años: «Una cosa larga, flaca y descolorida; un cuerpo tendiendo a salirse por el cuello, como atraído por la tensión que concentraba en los lentes toda su figura de miope resfriado; señalando pertinaz el rumbo, una nariz que avanzaba descomedidamente; la faz, como fría y desvaída; un hombro mucho más alto que el otro, y pendiente de allí un brazo pegado al cuerpo». Y más adelante agrega: «Era, en cuanto a figura y actitud, el hombre a quien le sobra todo en el desairado juego de los movimientos: brazos, piernas, ropa (¿quién se dio cuenta nunca de cómo iba vestido Rodó?). Todo eso estaba de más, funcionaba como quiera. Daba la mano entregándola como una cosa ajena; la voluntad y el pensamiento no tomaban parte de ese acto. La mirada diluíase imprecisa y corta tras la frialdad de los lentes»21.

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A los cuatro años

Es de imaginarse que la modesta, opaca, desvaída figura de Rodó, aparecería por entonces como secundaria junto al temido y respetado Pérez Petit, pero lo cierto es que la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales fue en definitiva un trampolín que lanzó el nombre de Rodó a la consideración continental. Osvaldo Crispo Acosta («Lauxar») escribía al respecto: «Desde mayo de 1895 a noviembre de 1897 [Rodó] dirigió la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que se divulgó y fue muy bien acogida en toda América. En ella tiene un medio eficaz de trabajo. Se entrega entonces afanosamente a una labor continua bajo la urgencia de la publicación periódica impostergable. Siente ya definida y resuelta su misión literaria, y todo lo abandona para dársele entero. Otros llagan versos y finjan historias y observen a los hombres; él se concreta a los libros; es sin vacilaciones, desde el primer instante y formalmente, un crítico. Sus artículos versan todos sobre literatura española y americana, y especialmente sobre la producción del Río de la Plata. Eran, sin embargo, los años en que América recibía con pasmo de admiración las influencias de la reciente poesía francesa. Nada quiere saber de ellas; lo llama al trabajo el designio de promover a plenitud de expansión nuestra indecisa conciencia hispanoamericana. Todo lo encuentra por hacer: la cultura permanece relegada al acaso; carece nuestra sociedad informe de una tradición estable; le son extrañas hasta las más elementales nociones del buen gusto; no impera sobre los espíritus, aislados, un ideal común; nada nos une moralmente; fracasan, faltas de estímulo y sostén, las tentativas de creación individual. Quisiera José Enrique Rodó levantar a unánime vida todas las inteligencias americanas, y a ello acude, en estudios y comentarios, con tesón y paciencia inquebrantables. Se interesa ya Por la unidad de América; reclama una poesía grande, humana, social; cualquier tema le es bueno para mirar desde él hacia el horizonte y lo futuro, con la esperanza evocadora de una realidad mejor»22.

En la Revista Nacional publica Rodó numerosos artículos y ensayos críticos. Empieza por reproducir la nota sobre Dolores de Federico Balart, escrita en 1894 y publicada el 3 de febrero de 1895 en el suplemento de Montevideo Noticioso. En los números correspondientes al 20 de marzo y 5 de abril de 1895, publica su primer ensayo sobre Juan María Gutiérrez (que le sirvió de base para el titulado Juan María Gutiérrez y su época, incluido en 1913 en El mirador de Próspero). Luego van apareciendo sus estudios sobre Clarín (que provocaron fecundo intercambio epistolar con Leopoldo Alas), Juan Carlos Gómez, Núñez de Arce, Menéndez y Pelayo, Guido Spano, Rivas Groot, Leopoldo Díaz, Vicente Fidel López, Andrés A. Mata. Contemporáneamente colabora en La Revista Literaria, de Buenos Aires, dirigida por Manuel B. Ugarte, donde aparecen páginas de crítica y una carta que Rodó envió al propio Ugarte, con elogios para la publicación bonaerense y el siguiente párrafo, anunciador de futuros emblemas: «Grabemos entre tanto, como lema de nuestra divisa literaria, esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: Por la unidad intelectual y moral de Hispanoamérica».

El aporte de José Enrique Rodó a la Revista Nacional no se reduce a su actividad crítica. El 25 de junio de 1896 aparece El que vendrá (texto que, conjuntamente con otro ensayo publicado en la Revista Nacional y titulado La novela nueva, reuniría un año más tarde en el primero de los tres opúsculos denominados La vida nueva). Éste fue el primer trabajo de Rodó que obtuvo una gran resonancia. Samuel Blixen, crítico de asentado prestigio, lo elogió sin ambages, destacando que, en El que vendrá, «el verbo se ha hecho síntesis de todas las cosas bellas, y a más de ser poesía, parece también música y pintura»23. Esa pomposa -pero importante- aprobación, significó para Rodó sencillamente la notoriedad, por lo menos dentro del ámbito nacional. A El que vendrá pertenece uno de los fragmentos de Rodó más frecuentemente citados: «El vacío de nuestras, almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva. Las sombras de la Duda siguen pesando en nuestro espíritu. Pero la Duda no es, en nosotros, ni un abandono y una voluptuosidad del pensamiento, como la del escéptico que encuentra en ella curiosa delectación y 'blanda almohada'; ni una actitud austera, fría, segura, como en los experimentadores; ni siquiera un impulso de desesperación y de soberbia, como en los grandes rebeldes del romanticismo. La Duda es en nosotros un ansioso esperar; una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra por mucha parte el ansia de creer, que es casi una creencia... Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y oscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido».

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A los once años

Con la perspectiva de 66 años, puede decirse hoy que el evidente impacto que produjo El que vendrá en el ambiente de fin de siglo se debió más que nada a la cadencia del estilo, a eso que Blixen llamaba «constante variedad del colorido que hace de aquella prosa un precioso trabajo de arte». En toda la obra de Rodó afloró siempre cierta ingenuidad esencial que, a pesar de que invalidaba algunos de sus puntos de vista, fue también uno de sus más seguros atractivos. Pero, en El que vendrá, esa ingenuidad está demasiado a flor de piel, queda demasiado inerme, no sólo frente al posterior y definitivo juicio de la historia, sino también frente a su propio presente, frente a la actualidad en que fue creado. Cuando Rodó invoca: «¡Revelador! ¡Revelador! ¡La hora ha llegado!... El sol que muere ilumina en todas las frentes la misma estéril palidez, descubre en el fondo de todas las pupilas la misma extraña inquietud; el viento de la tarde recoge de todos los labios el balbucear de un mismo anhelo infinito, y ésta es la hora en que 'la caravana de la decadencia' se detiene, angustiosa y fatigada», su oración laica suena tan solo a literatura; no tiene sostén social, ni filosófico, ni religioso. Posee tan solo un basamento poético, un impulso de metáforas encadenadas, pero ello, en una prosa que quiere ser de pensamiento, es poco mérito para sobrevivir. El propio Rodó, más lúcido que sus estupefactos contemporáneos (la excepción fue Juan Zorrilla de San Martín), no demoró muchos años en darse cuenta del reducido valor de aquel primer opúsculo. No sólo se cuenta con el testimonio de Pérez Petit, quien ha narrado que, cuando Rodó preparaba Motivos de Proteo «y se hallaba en pleno dominio de sus facultades», le dijo, refiriéndose a sus trabajos incluidos en La vida nueva, I: «No dicen nada»24.

También en 1914, cuando el narrador ecuatoriano Alejandro Andrade Coello (autor de Pinceladas de la tierruca) le escribe acerca de un discípulo que intentaba consagrar un estudio a la obra de Rodó y con ese motivo le pide ejemplares de las dos primeras partes de La vida nueva (o sea: El que vendrá y La novela nueva, 1897, y Rubén Darío, 1899), Rodó le contesta remitiéndole la edición de Prosas profanas, publicada por Bouret, que incluye su estudio sobre Darío, y agrega: «En cuanto al otro opúsculo: La vida nueva, no tiene gran importancia y poco se perderá en omitirlo»25.

Sobre el Rodó de la época de la Revista Nacional, Pérez Petit ha relatado algunas anécdotas que contribuyen a completar la imagen del escritor, bastante distinto del que se mostró al público en años posteriores o del que puede imaginar un lector a través de su obra26. Cuenta el biógrafo que Rodó «se gastaba unas bromitas e ironías que parecían sinapismos». Parece que uno de los redactores, contrario a que se escribieran en la revista artículos demasiado largos, había dicho: «Ahora hay que hacer trabajar las piernas; ya tendrán tiempo de hacer trabajar la cabeza». Y Rodó habría respondido con aire inocentón: «Lo dejaremos trabajar primero a usted; nosotros ya lo haremos más tarde». Otra vez, refiriéndose a un artículo aparecido en La Tribuna Popular (periódico perteneciente a la familia Lapido), Rodó comentó: «Este suelto es de un estilo lapidario». En una ocasión se produjo en la imprenta un tremendo empastelamiento. «Ante aquel hacinamiento de letras negras en el suelo -narra Pérez Petit- nos quedamos con los brazos colgando. Es lo irremediable; no hay nada que hacer. A quien había que oír en aquella ocasión, era al regente. Parecía una fiera. Allí nadie se entendía. Responsabilizábanse los unos a los otros, no queriendo ser nadie culpable: el regente censuraba al maquinista por no haber apretado bien las roscas; el maquinista, entre dos ternos, argumentaba que el regente había dejado 'fuertes' las columnas de composición; los tipógrafos argüían que eran los conductores que le habían dado un golpe a las 'formas'; los conductores replicaban, y las voces crecían, y el plomo seguía en el suelo, naturalmente. Daniel se cogía la cabeza; Rodó, que tomaba todo con gran filosofía y no perdía su buen humor, concluyó por decirme: "Yo voy a sentarme en una silla y a sacarme los botines para reírme a gusto"»27.

También relata el biógrafo el modo de escribir que en esa época sigue Rodó: distribuye el plan, combina las grandes líneas, apunta las ideas generales. Cuando va por la calle, medita sobre lo que está escribiendo, y, si se le ocurre una modificación, la apunta en algún papel que lleva en el bolsillo o, también, en el puño de la camisa. La corrección de pruebas era la pesadilla de tipógrafos y linotipistas. Una prueba de galeras salía de las manos de Rodó con todo un laberinto de correcciones. Luego pedía segunda y hasta tercera prueba. «El tipógrafo le da la tercera prueba -acota Pérez Petit- porque no puede darle un tiro». En una oportunidad, cuando después de tantas galeras y nuevas pruebas e interminables correcciones, sale al fin el pliego definitivo, Rodó se lo lleva a su casa para darle una última lectura, pero antes de irse suelta este comentario: «¡Con tal que no se nos haya escapado algo con estas precipitaciones!».

Su timidez llegaba a veces a asumir actitudes un poco absurdas. Por ejemplo, nunca tomaba un tranvía, como no fuera desde su punto de partida hasta el de llegada, porque no había aprendido a subir o bajar con el vehículo en movimiento y no quería pasar la vergüenza de hacer detener completamente el tranvía sólo por su causa. No se limitaba su timidez a los tranvías y las mujeres; tampoco era frecuente que juntara valor para entrar en una sala de espectáculos.

No obstante, si bien en el trato personal y la vida cotidiana Rodó mostraba carencias, peculiaridades y manías, en su actividad intelectual ya era en ese tiempo un carácter perfectamente delineado. La existencia de la Revista Nacional significó para él la posibilidad de entrar en contacto intelectual y epistolar con prestigiosos nombres de España y América, y es probable que esa comunicación, ese eco, esa resonancia, le hayan ido dando, en el terreno literario, la seguridad y el aplomo de que carecía para ciertos detalles menores de su vida diaria. La Revista publicó trabajos de Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Bartolomé Mitre, José Santos Chocano, Ricardo Palma, Rafael Obligado, Salvador Rueda, Rufino Blanco Fombona, Jaimes Freire, Leopoldo Díaz, Manuel Ugarte, etc. Han quedado testimonios del aprecio que suscitó la Revista en escritores como Leopoldo Alas (tan admirado hoy por la nueva promoción de novelistas españoles, alguno de los cuales considera a La Regenta como la novela hispánica más importante después del Quijote), quien escribió: «En América se publican muchas revistas literarias de jóvenes que imitan a los decadentes franceses, y esas revistas, por lo general, son de insoportable lectura. Pero hay una, que no es decadentista, titulada Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, la cual es una honrosa excepción, por lo discreta, seria, original e ilustrada»28. En otra oportunidad (carta a Rodó, fechada 11 de agosto de 1897), Alas retrocedió un poco en la extensión de la alabanza: «Mis elogios de la Revista Nacional eran espontáneos y sinceros. Y para que vea Ud. esta sinceridad, le diré que recibí hace unos meses unos cuantos números que ya no me parecieron tan bien, pues vi con dolor en ellos demasiado azul, y excesiva intervención de esos señoritos que Ud. llama, con gracioso eufemismo, candorosos. Después vinieron otros números más serios y sustanciosos. Sigan Uds. así. Menos sinsontes disfrazados de gorriones parisienses, y más crítica seria, de gusto y conciencia como la de Ud. y la de Pérez Petit. En Ud. no encuentro más que un defecto, que nace de bondad. Habla Ud. demasiado bien de aquellos a quienes elogia. V. gr., cuando habla de mí... y de otros»29.

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Fotografía tomada a los veintiún años
(Chute & Brooks, Montevideo)

El último número de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales apareció el 25 de noviembre de 1897, en un período que para Rodó fue de desaliento y amargura. Ocho meses antes de ese desenlace, escribía a su amigo Juan Francisco Piquet (a quien dirigió, entre 1897 y 1911, las cartas más reveladoras de toda su correspondencia): «¡La existencia de la Revista significa ahora un esfuerzo casi heroico de nuestra voluntad!... ¿Quién escribe? ¿Quién lee? El frío de la indiferencia ha llegado a la temperatura del hielo, para estas cosas Montevideo es mitad un club de hablillas políticas, y mitad una factoría de negociantes. Nunca fue cosa muy distinta. Hace medio siglo, sitiada y ensangrentada, en vida de una generación de la que no parecemos nietos, siquiera había en ella vida intelectual, gente que demostraba afición a las cosas del espíritu... Hoy, cuando no nos conmueve la noticia de un encuentro sangriento o el anuncio de otro que va a realizarse, vegetamos entre la chismografía política, las pequeñas angustias de la lucha por la vida, penosa y difícil, y el tajear de las lenguas que manifiesta nuestro maravillosa desconcierto de voluntades, nuestra incurable anarquía de esfuerzos y de opiniones... No hay tribuna, no hay prensa política, no hay vida de la inteligencia. Cada uno de nosotros es un pedazo de un gran cadáver»30.

En realidad, la muerte de la Revista parece haber sido provocada por tres causas convergentes: 1) la guerra civil contra el Dr. Juan Idiarte Borda con el punto culminante que significó el asesinato del presidente -25 de agosto de 1897- por el estudiante Avelino Arredondo; 2) cierto desinterés hacia la Revista en el ámbito nacional (se conserva el borrador de una carta de Rodó a Piquet, fechado el 21 de abril de 1897, donde puede leerse: «La Revista puede decirse que aparece para ser leída y circular en el extranjero. De allí vienen ahora los testimonios de estima y las muestras de que se la lee. Si no fuera por eso y porque nuestra voluntad empecinada no se resigna a arriar el pabellón, hubiéramos abierto un paréntesis en su vida. Pero tenemos la convicción de que hacemos una obra buena, patriótica y de que algo de lo que suena la Revista por esos mundos se traduce en crédito para el país, aunque ese crédito no se cotice en el mercado de Londres»); 3) cierto desperdigamiento del elenco de redactores. Cuenta Pérez Petit: «Verdad es que, al fin de ese número, anunciamos que íbamos a introducir una reforma en el formato de la publicación. Con Rodó, en efecto, hablamos dar a luz una revista mensual de 64 u 80 páginas de texto, según el formato de la Revue des Deux-Mondes o La Lectura. Pero el temor de que fueran a creer las gentes que habían surgido desinteligencias con los otros dos compañeros de la Revista, hizo desistir a Rodó de su propósito. Por dos o tres veces, más tarde, me volvió a hablar de la posibilidad de resucitar la publicación; pero, ya habíamos dejado de ser muchachos...».

El fenómeno de la guerra civil afectó hondamente a Rodó, quien nunca logró explicarse las posibles razones de una agresión cualquiera. Es evidente que, de haber existido para Rodó alguna variante de paraíso o de Nirvana, éste habría incluido, en carácter de ineludible garantía, la segura posibilidad de paz y de tranquilidad como contorno de la labor del intelecto. En 1897 le escribía a Piquet: «En cuanto a mí, la decepción, el desconcierto de esta situación, me apartan de la labor literaria, porque escribir de literatura sería trillar en el agua en estos tiempos; pero, por otra parte, no hacen sino robustecer mis aficiones, confirmarse en mi amor a la grata, a la noble vida del pensamiento y el trabajo intelectual»31.

Imagen 10

Foto
(Chute & Brooks, Montevideo)

Idiarte Borda había ocupado la presidencia de la República desde el año 1894. El fraude electoral y la corrupción política daban excusa a los blancos para provocar una nueva revolución. Ésta estalló efectivamente en marzo de 1897, pese a los esfuerzos de José Batlle y Ordóñez y otros políticos colorados, que propiciaban la coparticipación de los blancos en el Gobierno. Después que Arredondo ultimara a Idiarte Borda en momentos en que el presidente, rodeado de ministros y legisladores, salía de un Te Deum celebrado en la Catedral, ocupó el mando Juan Lindolfo Cuestas en su carácter de presidente del Senado. En un primer momento, pareció que Cuestas trataría de cumplir la aspiración de aquellos políticos de su partido que reclamaban honestidad y un gobierno de unión nacional. El propio Batlle apoyó la política de Cuestas. El 18 de septiembre de 1897, con la mediación de Francisco Bauza y José Pedro Ramírez, se firmó la paz con los blancos.

Pese a su evidente imposibilidad temperamental para comprender, y menos aún para admitir, cualquier política de fuerza, cualquier enfrentamiento bélico, Rodó se convierte de buenas a primeras en lo que hoy se denominaría un escritor comprometido. Tanto se compromete, que su actividad literaria (concentrada en la preparación de su estudio sobre Rubén Darío) decrece bastante. Antonio Villalba y Eulogio de los Reyes, ambos colorados, fundan el periódico El Orden, destinado a sostener la política de Cuestas, y ofrecen el cargo de Jefe de Redacción a Carlos Martínez Vigil, quien aporta a la nueva tribuna periodística los nombres de sus antiguos compañeros de la Revista Nacional. Sólo Daniel Martínez Vigil no quiso participar en la nueva empresa, pero Rodó y Pérez Petit (junto con Juan Andrés Ramírez, Juan C. Blanco Acevedo, Juan A. Zubillaga, Domingo Arena y Alberto Guani) integran el plantel de redactores. En El Orden, escribe Rodó sobre La juventud y el Partido Colorado («Queremos el gobierno efectivo del Partido Colorado, por el encumbramiento de sus hombres mejores; queremos el régimen de la probidad en el gobierno, que arraigue prácticas honestas e impida peculados; queremos la extinción radical de ese sistema de la usurpación del voto, de la mentira electoral, confesada y alardeada, que nos deprime en nuestra dignidad de pueblo libre y que hará de nosotros -incorporándose definitivamente al organismo de nuestra vida pública, como por derecho consuetudinario- el ludibrio y el escándalo de América. Queremos sustituir la privanza de los caudillos complacientes con el dominio de los hombres justos y capaces»), sobre la personalidad política de Julio Herrera y Obes, sobre La palabra del doctor Sienra Carranza («Un interinato dictatorial en que la suma del poder público se concentre en manos de un solo hombre implica un riesgo tan formidable y una alteración tan profunda en la vida de los pueblos organizados libremente, que sólo puede tolerarse su duración en los momentos álgidos del peligro»), sobre la reforma de la Constitución. Los cuatro artículos son del mes de febrero de 1897. A fines de ese mismo mes, Rodó (junto con Pérez Petit y Zubillaga) se retira de El Orden; en marzo, el periódico deja de aparecer.

Sobre este período, Pérez Petit deja constancia de un episodio pintoresco: «Tanto molestó El Orden, que un día se pensó en darles una respetable mano de palos a sus redactores cuando estuvieran con las manos en la masa en su redacción, ubicada modestísimamente en dos habitaciones del tercer piso en una casa de la calle Cerrito y Ciudadela. Oficiosamente, alguien nos trajo la prevención de que se complotaba aquel recurso habitual de los sombríos tiempos de Latorre y de Santos, y oficiosamente también, alguien nos mandó un indio grandote, para que nos guardara la puerta, y cuatro revólveres para la defensa de nuestras personas. Aquellos instrumentos fueron el único fruto que hubimos de todo nuestro trabajo. Y aquí debo consignar otro detallecito que señala otra arista del carácter de Rodó. Mientras los demás nos apresuramos a llenar con balas el cilindro del arma y echárnosla en seguida al bolsillo, esperando heroicos y denodados la agresión, que luego no llegó, sea dicho en honor de la verdad, él, Rodó, empezó a revisar bien el revólver, para cerciorarse de que no portaba cápsula alguna, y así vacío, lo colocó en su bolsillo. "Pero hombre, cárguelo", le observamos. "No, podría escapárseme el tiro", contestó»32.

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Portada del tomo I de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que fundó en 1895 con Víctor Pérez Petit y Daniel y Carlos Martínez Vigil

El grupo se dispersó nuevamente. Carlos Martínez Vigil fue designado vocal en la Dirección General de Instrucción Pública; Rodó ingresó primero como empleado en la Oficina de Avalúos de Guerra, y luego (el 9 de mayo de 1898) fue nombrado, por el doctor Alfredo Vázquez Acevedo, catedrático interino de Literatura, cargo que ocuparía hasta 1901. Rodríguez Monegal cita el testimonio de Pedro Erasmo Callorda, que fue discípulo de Rodó en 1899: «Rodó comenzó a explicar su curso. Hablaba con relativa tranquilidad, mirando a un punto vago del techo; su frase era fluida, limpia de recursos oratorios, como si se oyera a un lector; y accionaba con su diestra descarnada y flaca... No osaba mirar a sus discípulos; y cuando se cansaba de mirar al cielo raso, miraba, siempre hablando, a la puerta de la clase... Rodó hablaba con sosiego, a veces con presteza, como si tratara de redactar sus pensamientos, a fin de que salieran limpios y claros; y su voz tenía un timbre agudo, algo aflautado y nasal, al que imprimía una acentuación docta y viril»33.

La dispersión de los redactores y fundadores de El Orden es atribuida por Pérez Petit a que ya se había cumplido el fin perseguido, o sea «concluir con la anterior situación política y reconstituir el gobierno nacional con todos los elementos sanos del país», pero Rodríguez Monegal conjetura que «la separación de Rodó se debió al nuevo rumbo que estaba tomando la política de Cuestas». Efectivamente, en un artículo publicado cuatro años más tarde Rodó se refiere a Cuestas en estos términos: «Por su parte la política del gobernante encumbrado por el golpe de Estado tendió a la represión, a la inflexibilidad». El 10 de febrero de 1898, Cuestas disolvió ambas Cámaras y designó un Consejo de Notables. Es posible que éste y otros gestos autoritarios de Cuestas hayan afectado seriamente la todavía novata credulidad política de Rodó, quien se apartó por tres años del periodismo partidista (hasta 1901, en que aparece colaborando en El Día) y se consagró a terminar su ensayo sobre Rubén Darío.

Pero 1898 no fue tan solo un año de agitada política nacional; fue también el año en que España perdió a Cuba. Rodó y algunos de sus amigos, fueron hondamente conmovidos por la intervención de los Estados Unidos. Su biógrafo ha sintetizado así esta conmoción: «Queríamos y anhelábamos la libertad de Cuba, último pueblo de América que permanecía sujeto al yugo de España no obstante sus viriles luchas por la independencia y la actuación gloriosa de los Martí y los Maceo. Pero deseábamos, al par, que esa libertad fuera conquistada, como había sido conquistada la de toda Sud América, por los hijos de la nación sojuzgada y, a lo sumo, con el concurso de pueblos hermanos. Un nuevo Bolívar nos hubiera llenado de orgullo. Pero, lo que no admitíamos de ningún modo, era la intervención de Norte América. Cierto que propiciaba la independencia de Cuba; pero no le agradecíamos el servicio. ¿Qué tenía que ver esa nación extraña en la contienda de los pueblos de otra raza? ¿Qué tenía que inmiscuirse en algo que para nosotros era un 'asunto de familia'? En esa lucha estábamos por España. Cuba libre, sí; pero no por el favor o el interés de Norte América»34. No deja de ser curiosa esta frase final, que parece el anuncio de un slogan hoy muy difundido y muy actual.

El propio Pérez Petit cita asimismo este comentario verbal de Rodó: «Entre nosotros, los latinos, todo lo que se quiera: podemos rompernos el alma fraternalmente; luego, más tarde, nos volveremos a abrazar, y seremos todos uno, con el mismo ideal, con la misma sangre, con los mismos hábitos y costumbres, con el mismo lenguaje [...] Pero ese otro pueblo es [...] nuestro futuro peligro [...] Habría que decir todo esto, ¿no le parece?». Es más probable que de esa actitud antinorteamericana naciera en Rodó la intención de escribir su Ariel, y no fue por cierto tan ajeno al fenómeno imperialista como suelen reprochárselo algunos apurados -u omisos- lectores de 1962.

Ariel demoraría todavía dos años en ser editado, pero en 1899 Rodó publica el segundo opúsculo de La vida nueva, con el título: Rubén Darío. Su personalidad literaria, su última obra. Rodó admiraba el arte de Darío, pero desconfiaba en cambio de sus imitadores. El estudio de 1899 reafirma ambas actitudes, y, pese a que el balance crítico es altamente favorable a Darío, allí sostiene Rodó la independencia de su juicio, como si quisiera curarse en salud de las gratuitas susceptibilidades de los incondicionales o aduladores del poeta nicaragüense. «No creo ser un adversario de Rubén Darío -dice al final del ensayo. De mis conversaciones con el poeta he obtenido la confirmación de que su pensamiento está mucho más fielmente en mí que en casi todos los que le invocan por credo a cada paso. Yo tengo la seguridad de que, ahondando un poco más bajo nuestros pensares, nos reconoceríamos buenos camaradas de ideas... Y no hay duda de que la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra frívola y fugaz de los que imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores... Para los imitadores, dije entonces, ha de ser el castigo, pues es suya la culpa; a los imitadores ha de considerárseles los falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas, al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura de la virginidad».

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Esquela de Rubén Darío a Rodó (RF)

Es obvio que el ataque no va dirigido al poeta sino a los imitadores; pero es igualmente obvio que Rodó disculpa el «modernismo» de Darío sólo porque viene avalado por un indiscutible genio poético. Si se considera el estilo de elogio que era usual a fines del siglo, si sólo se compara el tono general del estudio de Rodó con ciertas cartas que éste recibió referidas al mismo («Es usted más poeta en este trabajo que el mismo Darío», le escribió Salvador Rueda, a quien no le alcanzaban las mayúsculas para decir que el ensayo era una Maravilla), se reconocerá que hay en Rodó cierta reticencia, cierta contención en el encomio. Dice por ejemplo: «Su poesía llega al oído de los más como los cantos de un rito no entendido». Habla también del «antiamericanismo involuntario del poeta», y refiriéndose concretamente a su producción agrega: «Joya es ésta de estufa; vegetación extraña y mimosa que mal podía obtenerse de la explotación vernal de savia salvaje en que ha desbordado hasta ahora la juvenil vitalidad del pensamiento americano; algunas veces encauzada en toscos y robustos troncos que durarán como las formas brutales, pero dominadoras, de nuestra naturaleza, y otras muchas veces difusa en gárrulas lianas, cuyos despojos enriquecen al suelo de tierra vegetal, útil a las florescencias del futuro». Y más adelante: «Sólo se siente inclinado a dar limosna cuando la sordidez y los andrajos tienen aspecto de cuadro de Ribera o de Goya». Además, tiene su punta la interrogante que el crítico se formula a sí mismo, como anticipo de muchas voces extrañas: «¿No crees tú que tal concepción de la poesía encierra un grave peligro, un peligro mortal, para esa arte divina, puesto que, a fin de hacerla enfermar de selección, le limita la luz, el aire, el jugo de la tierra?». El hecho de que Darío haya incluido el estudio de Rodó como prólogo en la segunda edición de sus Prosas profanas, no autoriza sin embargo a pensar que el poeta no haya advertido las reticencias de su crítico. Éstas son tan sutiles y están tan bien incrustadas en el brillo de los elogios, que Darío puede haber hecho cálculo y concluido que, frente al lector corriente, aun las contenciones de Rodó, aun las objeciones implícitas, habrían de parecer variantes del panegírico. Lo que Rodó hizo, acaso inconscientemente, fue salvaguardar su conciencia de crítico, dejar sentada en el fondo su profunda convicción de que el escritor de estas tierras debía incorporarse a la milicia hispanoamericana. Claro que Darío no debe haberle perdonado semejantes sutilezas. Ya por entonces su nombre estaba en la cúspide de la poesía hispanoamericana, y no resulta arriesgado conjeturar que debe haberse sentido olímpicamente molesto. Sólo esa molestia puede explicar ciertos menosprecios (si se quiere, marginales, y siempre atribuibles a la distracción o a la negligencia de los grandes hombres) que en adelante habría de tener hacia el crítico uruguayo.

Frente al completo e inteligente ensayo de Rodó (seguramente el más importante que hasta ese momento se había escrito sobre el poeta), Darío responde con una esquelita de pocas líneas: «Caro amigo: Gracias mil. Su generoso y firme talento me ha hecho el mejor servicio. Usted no es sospechoso de camaradería cenacular. Pronto le escribiré largamente. Gracias, Rubén Darío». Lo de mejor servicio parece particularmente agresivo; además, no le escribió largamente. No terminan allí los agravios camuflados. Cuando el poeta publica la segunda edición de Prosas profanas (París, 1901) e incluye el estudio de Rodó (éste había expresamente autorizado la inclusión), el nombre del crítico no aparece en ninguna de las páginas, ni siquiera en la falsa carátula. Darío se disculpó echándole la culpa a los editores «Para atenuar el efecto -dice Rodríguez Monegal-, aseguraba en broma que la firma era innecesaria, ya que el estilo de Rodó era fácilmente reconocible»), pero los editores devolvieron la acusación, haciendo a Darío totalmente responsable de la omisión. Una nueva edición de Prosas profanas, impresa en 1908, incluirá el nombre de Rodó como autor del prólogo, pero ya será tarde. En realidad, tanto la menospreciativa esquelita inicial como la agraviante omisión posterior, sirvieron para desquiciar esta amistad (que llegó a incluir contactos personales, tanto en Buenos Aires como en Montevideo). Hoy esta relación puede ser estudiada como un muy profesional encaje, que incluye astucias, eufemismos, agravios, susceptibilidades y también su porción de dignidad. Rodó, que en cierta oportunidad (1912, Teatro Solís) se negó a presentar a Darío como conferenciante, sólo a la muerte del poeta pareció decidirse a dar vuelta la hoja sobre antiguos agravios y escribió (para la revista argentina Nosotros, febrero de 1916) una breve pero lúcida valoración de Darío, que incluye estos dos párrafos finales: «Grande es el poeta por su obra personal; pero el agitador en el campo del arte y propagador de formas nuevas, el pontífice lírico, el César de dos generaciones subyugadas por la extraordinaria simpatía de su imaginación, vincula aún si cabe, mayor prestigio de triunfo y maravilla. Ninguna otra influencia individual se había propagado en América con tal extensión, tal celebridad y tan avasallador imperio. Durante veinte años, no ha habido, de uno a otro confín del Continente, poeta que no llevase, más o menos honda, en el alma, la estampa de aquella garra innovadora. Su dominio trascendió más allá, y por vez primera, en España, el ingenio americano fue acatado y seguido como iniciador. Por él la ruta de los Conquistadores se tornó del ocaso al naciente. Y esta soberanía irresistible es tanto más excepcional y peregrina cuanto que fue alcanzada por la virtud del arte puro, sin la fuerza magnética de un ideal de humanidad o de raza, de esos que convierten el canto del poeta en verbo de una conciencia colectiva. Su nombre, que ya tenía, en vida de él, cierta vibración de nombre ideal y legendario, resonará en el tiempo con el poder evocador de un símbolo de renovación y poesía, como el del Apolo Hiperbóreo, que el mito, clásico representó sobre aéreo carro de cisnes, difundiendo nueva belleza y nueva vida en el seno de la naturaleza arrancada al letargo del invierno».

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Portada de primeras ediciones

1900 es el año de Ariel, uno de los libros de mayor resonancia que se hayan escrito en América latina. En la sección correspondiente a la valoración crítica de la obra rodoniana, hallará el lector más detallada referencia a este libro fundamental de José Enrique Rodó. Me limito aquí a consignar que Ariel, dedicado «a la juventud de América», significó para Rodó el punto más alto de su celebridad. Todavía hoy debe ser uno de los libros más abundantemente leídos y citados en las aulas, en los programas universitarios y en las investigaciones político-sociológicas de América latina. En los comienzos del siglo fue como si la juventud hispanoamericana hubiese estado esperando la palabra que tradujera sus ansias, al Maestro que guiara sus pasos, el impulso que diera un sentido a su inconformismo y a su inquietud. Ariel representó de pronto esa palabra, ese guía, ese impulso. Pero no sólo la juventud lo agitó como bandera. Escritores de renombre parecieron disputarse el derecho de escribir sobre Ariel. Desde Leopoldo Díaz a Juan Valera, desde Miguel de Unamuno a Pedro Henríquez Ureña, desde Rafael Altamira a Francisco García Calderón, todos estuvieron de acuerdo en destacar (aun señalando, como en el caso de Unamuno, discrepancias parciales) la importancia y la originalidad del enfoque de Ariel. Desde 1900 a 1911, la obra alcanzó nueve ediciones35: 4 en Montevideo, 1 en Valencia, 1 en Santo Domingo, 1 en La Habana y 2 en México. Para un libro latinoamericano, semejante ritmo editorial representa verdaderamente una excepción. Y conviene no olvidar que en el año de la aparición de Ariel, Rodó cumple 29 años.

Sólo si se considera el gran prestigio literario que Rodó había conquistado, aún antes de Ariel, en su país y en el extranjero, es posible explicarse que el gobierno de Cuestas lo nombrara, a pesar de su juventud, Director interino de la Biblioteca Nacional. Posteriormente, el 4 de octubre de 1901, por una resolución del Ministerio de Fomento, es encargado conjuntamente con Elías Regules, Víctor Pérez Petit y Juan Paullier) de «cooperar a la tarea del Director de la Biblioteca y de complementarla en todo lo relativo a su mejoramiento y fomento».

En ese mismo año, vuelve Rodó a la actividad política. Las elecciones se acercaban y parecía inminente una derrota del Partido Colorado. Ya por entonces, la amenaza derrotista significaba el más poderoso estímulo para las reconciliaciones, arrepentimientos, perdones y unificaciones partidarias. Rodó acepta integrar una comisión que trata de provocar un acercamiento entre las distintas fracciones de su partido. «A la juventud colorada», se había titulado un manifiesto que a fines de 1900 habían firmado varias personalidades coloradas, entre las que figuraban Juan M. Lago, Guzmán Papini y Zas, Emilio Frugoni, Jacobo D. Varela, Juan C. Blanco Acevedo, Julio María Sosa, José Enrique Rodó y sus antiguos compañeros de la Revista Nacional, Víctor Pérez Petit y Carlos Martínez Vigil. «A nadie negamos nuestra invitación -decía en su parte final el Manifiesto-, y a todos dirigimos nuestro llamamiento, porque al pie de la amplísima bandera que hoy levantamos desplegada y radiante, todos [...] pueden congregarse [...] para que [...] conduzcamos a nuestro Partido a las cumbres de su engrandecimiento, que nosotros identificamos con la felicidad de la patria».

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Medalla emitida con motivo de la repatriación de los restos de Rodó

En realidad, se trataba de unir el grupo que respondía a José Batlle y Ordóñez con el que rodeaba a Julio Herrera y Obes. El principal promotor de la idea de unificación fue el Dr. Juan M. Lago, cuyo lema era: «Gobernar con el partido, pero para el país». El 21 de enero de 1901 se realizó un gran banquete partidario en el teatro San Felipe y allí hicieron uso de la palabra, además del Dr. Lago, los intelectuales que habían colaborado en El Orden: Víctor Pérez Petit, Carlos Martínez Vigil y José Enrique Rodó. En su discurso, el autor de Ariel abogó por la reorganización del Partido Colorado sobre la base franca de la reconciliación y la amistad de sus elementos dirigentes, por una unión que se realizara sin restricciones de perfidia, sin injustificadas exclusiones, sin preferencias irritantes, ya que «las disidencias más o menos apasionadas, más o menos justas, de un día, no pueden prevalecer sobre la multitud de lazos vivientes e imperecederos que crea, entre los afiliados a una gran colectividad histórica, la fe en la misma tradición, el culto de la patria profesado constantemente en los mismos altares, el orgullo cívico cifrado en las hazañas de los mismos héroes, la veneración rendida a la memoria de los mismos mártires, las inspiraciones patrióticas recogidas en las mismas páginas vivas de la historia, y sobre todo eso, la comunidad de espíritu que procede de los recuerdos, porque es en el culto de la tradición y del ejemplo donde se recoge mucho más que en las fórmulas alambicadas de los programas, la de los principios, las aspiraciones vivificadoras de la acción». Y el final incluía este alerta: «Pero, si cegado en mala hora por el vértigo de rencores y las pasiones de los círculos, olvida esa exigencia elemental de la situación por que atraviesa y sólo envía fracciones dispersas a la lucha, entonces la posibilidad oscila entre estas dos soluciones, igualmente comprometedoras: o que abandone el poder, confesando en el hecho su incapacidad, a pesar de haber tenido elementos para conservarlo, o que traicione su significación y prostituya su historia arrebatando por la usurpación y la violencia lo que habrá perdido por ministerio de la ley».

Un mes más tarde, el grupo que rodeaba al Dr. Juan M. Lago resolvió fundar el Club Libertad. En las primeras elecciones de la institución participaron dos listas y, al conocerse los resultados y constituirse las autoridades, quedaron designados el Dr. Lago como presidente y Rodó como primer vice. El objeto del Club era también la reunificación de los colorados y en su primer mitin reclamó la disolución de la llamada Comisión de la calle Río Negro (que respondía a José Batlle y Ordóñez) y la denominada Comisión de la calle Solís (que obedecía a Julio Herrera y Obes) en beneficio de una reorganización total del Partido. Fue una gran manifestación. Como resultado, la unión quedó consolidada. La actividad política del Club Libertad fue realmente intensa y Rodó formó parte de su más selecto equipo de oradores. Infatigables, él y sus amigos recorrieron los barrios montevideanos y los pueblos del Interior, por lo general diciendo el mismo discurso en pro de la unidad partidaria. «Todo el arte está en preparar un gran discurso -decía Rodó según testimonio de sus amigos-, aprendérselo de memoria y dejar cuajados a los pueblos siberianos. De todos modos, no sabrán los del Salto si lo que les hemos dicho es lo mismo que antes les dijimos a los de Canelones»36. Pérez Petit relata, con amargo sabor, el fin de esa aventura: «Después [...] es sabido lo que aconteció. Se disolvieron las Comisiones de las calles Solís y Río Negro, se constituyó la nueva Comisión Directiva Nacional del Partido Colorado, con elementos de una y otra fracción, y a nosotros, los iniciadores, nos fueron poniendo diplomáticamente de lado, a algunos, por lo menos. Durante las primeras tratativas, el doctor Juan Carlos Blanco, padre, aquél a quien defendíamos a capa y espada por 'intelectualismo', fue el primero, justamente, en eliminarnos. Conversó con el doctor Juan M. Lago, y le dijo con su cortesía habitual: "Ahora, ustedes han terminado su generosa y noble tarea; ahora nos toca a nosotros, los viejos, continuar lo que ustedes iniciaron". Y así nos despacharon tranquilamente»37.

El Club Libertad, que tanto había luchado por la reunificación, no puede evitar sin embargo la paradoja de que entre sus miembros, todos unionistas, se produzcan fricciones y finalmente una escisión (el novelista y estanciero Carlos Rey les se retira para fundar el Club Vida Nueva) que está destinada a acabar con el Club Libertad. Desalentado, Rodó no se queda con el grupo del Dr. Lago, ni tampoco acompaña el movimiento separatista de Reyles. No obstante, esta vez el alejamiento de la política es muy breve.

Ya desde la época de sus diferencias con Cuestas, Rodó se había acercado al grupo de Batlle y Ordóñez. En 1901 y 1902 aparecen algunas colaboraciones de Rodó en el diario El Día, dirigido por Batlle. En las mismas, analiza la unificación del Partido Colorado y también el Problema presidencial. Para la solución de este último, Rodó pone el acento sobre dos condiciones: 1) el Partido Colorado debe levantar al poder un presidente que, sin apartarse del programa de la revolución de 1898, sea capaz de realizar en el partido la conciliación, y 2) debe garantirse al Partido Nacionalista (o blanco) la persistencia de una política de coparticipación, ecuanimidad y concordia, aunque sin compromisos que traben el libre funcionamiento del mecanismo institucional ni coacciones para el Presidente de la República.

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Página de una carta de Rodó a Juan Ramón Jiménez agradeciéndole su libro Rimas (RI)

En las elecciones de 1902, Rodó se presenta como candidato a diputado y obtiene una banca, que habría de ocupar hasta el 8 de febrero de 1905. Rodríguez Monegal ha sintetizado así la actuación de Rodó en este su primer período parlamentario: «La conducta parlamentaria de Rodó queda básicamente reseñada sí se apunta que jamás quiso descender a la política mezquina, que buscó siempre expresar una visión panorámica y fuertemente legalista de la organización del país, que puso el interés del Estado antes que el del propio partido, que prestó especial atención a los hechos culturales. Dos de sus principales intervenciones se refieren a problemas que afectan a la cultura: un proyecto de ley aclaratorio de un artículo de la Constitución en el sentido de que los catedráticos de la Universidad pueden ser elegidos representantes o senadores (22 de mayo de 1902); un artículo aditivo que, al tiempo que acepta la eliminación de la obligatoriedad para la presentación de tesis universitarias, establece el régimen de concurso para los mejores que se presenten (26 de junio de 1902). Pero sus principales intervenciones pertenecen al terreno político. Pronuncia un discurso sobre la paz efímera de 1903, en que subraya la necesidad de una paz duradera y apunta sus condiciones (6 de abril de 1903); interviene activa y decisivamente para evitar -ya encendida nuevamente la guerra civil- que el Ejecutivo exagere las medidas de censura a la prensa; pronuncia un elocuente discurso a propósito de la necesidad de una reforma de la Constitución de 1830 (23 de diciembre de 1904). En todas sus intervenciones actúa con mesura y elevación»38. De su discurso por la libertad de prensa, extraigo este fragmento que puede ser un índice de la madurez parlamentaria de Rodó: «Agregar que el señor ministro no me ha convencido, me parecería una ingenuidad, porque se cae de su peso. Desde que formo parte del Parlamento, o mejor dicho, desde que presencio debates parlamentarios, nunca he visto un diputado que convenza a un ministro, ni siquiera dos diputados que se convenzan uno al otro o que convenzan a un tercero... Es casi ley sin excepción que todos salgamos del debate con las opiniones con que entramos, lo cual, dicho sea de paso, no constituye un argumento muy poderoso en favor de la eficacia de la palabra y de la virtud de la discusión...».

En 1902 Rodó renuncia a su cátedra de literatura, a fin de poder consagrarse plenamente a su labor parlamentaria. Hay que reconocer que para Rodó la política fue también una vocación, casi tan fuerte en él como la literaria. En los tiempos de su primera legislatura, su confianza en la integridad política no había sido aún amortiguada por las decepciones. De ahí que actuara con perfecta independencia, apartándose a menudo de la consigna impartida a su sector, o llegando incluso a elogiar y hasta a votar alguna moción adversaria que encontrara plausible. Para llegar a su banca de diputado, Rodó había sido puesto en lista por los amigos de Cuestas; de modo que resulta bastante explicable que este político, nada complacido por la independencia mostrada por Rodó, no diera su visto bueno para la inclusión de su nombre en un segundo período parlamentario. Ésta es al menos la versión que da Pérez Petit. Rodríguez Monegal la brinda con una ligera variante: «Esta primera experiencia parlamentaria concluye, por voluntad propia en un alejamiento. Aunque reelecto, Rodó renuncia indeclinablemente (8 de febrero de 1905)»39.

En su correspondencia, ha dejado Rodó profundas huellas de la amargura que le provocan, tanto la guerra civil que estalla otra vez en 1904, como los procedimientos políticos (las más de las veces, rastreros e ignominiosos) que ve funcionar a su alrededor. Como siempre, son las cartas a su amigo Juan Francisco Piquet las que brindan una visión más directa de sus depresiones: «De mis proyectos y sueños de viaje, ya sabe usted que por ahora no hay nada inmediato. Habrá que esperar a que termine mi mandato charlamentario, si es que termina antes de lo que debiera, porque todo puede ser, y siempre una nueva crisis, nada inverosímil con la guerra y la emigración, etc., no nos deje exhaustos, esquilmados y pelados. Nada hay seguro en nuestro bendito país, ni en política, ni en cuestión económica; todo es inestable, problemático, todo está amenazado de mil peligros y expuesto a desaparecer de la noche a la mañana: incluso el país mismo...»40. «Sale usted de Montevideo y toca Galicia, lo que siempre es un progreso (perdónenme nuestros compatriotas) pues peor que Montevideo en las presentes circunstancias no es concebible que pueda haber tierra de cristianos»41. «En cuanto a mí, la experiencia que mi temporada de politiquero me ha suministrado, me ha bastado para tomar desde ahora (o más bien, desde antes de ahora) la resolución firmísima de poner debajo de mi última página parlamentaria un letrero que diga: "Aquí acabó la primera salida de Don Quijote", y decir adiós a la política. Esto equivaldrá casi decir adiós al país; pues el país nuestro y su política son términos idénticos: "no hay país fuera de la política"»42. «¡Qué esfuerzos de voluntad y de perseverancia tengo que hacer sobre mí mismo para tomar en los ratos libres la pluma y seguir trabajando, en este ambiente de tedio y de tristeza! Lo que me estimula es precisamente la esperanza de poder dejar esta atmósfera. Si supiera que habría de permanecer en el país, le aseguro a usted que no escribiría una línea y optaría por abandonarme a la corriente general, matándome intelectualmente»43.

Después de Masoller (10 de septiembre de 1904), la batalla que en cierto modo habría de decidir el destino político del Uruguay por más de medio siglo, Montevideo se lanza ruidosamente a las calles a festejar la paz, pero a Rodó le repugna ese desborde que no respeta la vecindad de la muerte, de la destrucción. Una de sus cartas más patéticas y también más descriptivas y reveladoras, es la que le escribe a Piquet precisamente en septiembre de 1904. Vale la pena trascribir un largo fragmento de la misma: «Le escribo mientras atruenan los aires los cohetes y bombas con que se festeja el restablecimiento de la paz. ¡Éste es nuestro pueblo! Vivimos en una perpetua fiesta macabra, donde la muerte y la jarana alternan y se confunden. Gran cosa es la paz, sin duda alguna; pero cuando todavía no están secos los charcos de sangre, cuando todavía no se ha disipado la humareda de las descargas fratricidas, cuando todavía está palpitante el odio, y las ruinas de tanta devastación están por reponerse, tiene algo de sarcástico esta alegría semibárbara, estos festejos que debían reprimirse, por decoro, por pudor, porque lo digno sería recibir con una satisfacción tranquila y severa la noticia de que cesó el desastre, y pensar seriamente en ver cómo se han de cicatrizar las heridas y pagar las enormes trampas de la guerra. ¡Pero no, señor! Hay necesidad de hacer una fiesta carnavalesca de lo que debiera ser motivo de recogimiento y meditación. Es lo mismo que si una madre a quien se le hubieran muerto dos de sus hijos en la guerra, al saber que habían salvado los otros dos, festejara esto último abriendo sus salones, descotada y pintada, y dando una opípara comilona, cuando aún estuvieran calientes las cenizas de los hijos muertos... Pueblo histérico, pueblo chiflado, donde al día siguiente de despedazarse en las cuchillas se decreta la verbena pública, y donde los teatros rebosan de gente la noche del día en que llega la noticia de la batalla más espantosamente sangrienta que ha manchado el suelo de la patria»44.

Es, evidentemente, un instante de crisis para Rodó, que también en otras cartas de esa época se muestra pesimista y deprimido. «Lo innegable es que -le confiesa por ejemplo a Unamuno-, para los que tenemos aficiones intelectuales y tendencias a una vida de pensamiento y de cultura, resultan, más que incómodas, desesperantes las condiciones (siquiera sean transitorias) de este ambiente, donde apenas hay cabida sino para la política impulsiva y anárquica, que concluye por arrebatar en su vértigo a los ánimos más serenos y prevenidos»45. Pero a esta crisis espiritual no es el factor político el único que concurre. También en lo económico Rodó se siente asfixiado. Hugo D. Barbagelata y Víctor Pérez Petit han hecho referencia a este período de la vida de Rodó, calificándolo de particular estrechez económica, no sólo debida a problemas familiares sino también a préstamos y garantías solidarias que le extraían amigos y conocidos. Al parecer, hubo un momento en que Rodó estuvo virtualmente en manos de usureros y, aunque por lo general no comentaba con nadie (ni siquiera con la familia) sus estrecheces, en cierta oportunidad recurrió a Pérez Petit para que le solucionara uno de tales enredos.

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Carta de Juan Ramón Jiménez a Rodó, escrita en 1903 (RF)

Entre los papeles de Rodó, Roberto Ibáñez halló un texto revelador, que muestra hasta qué punto los problemas políticos, económicos y quizá (aunque nadie ha dado todavía con el sésamo ábrete de su vida íntima) sentimentales, afectaban un temperamento de por sí retraído, frágil e inseguro: «Hoy, 3 de mayo de 1906, a la una y media de la tarde, en la Biblioteca del Ateneo, donde estudio y trabajo; hoy, día y hora aciagos, con sensación de angustia que no me cabe en el pecho, después de salir un rato a tomar aire, a moverme para desahogar la nerviosidad que me tiene trémulo; hoy, acumulo en uno todos mis recuerdos de este año terrible, en que no ha habido para mí un día de paz, de tranquilidad, de despreocupación; en que no he tenido un respiro en el temor constante, en la convulsión agónica de una perpetua amenaza suspendida sobre la cabeza; en que he derramado más lágrimas quizá que en todos los demás años de mi vida; acumulo en uno todos los recuerdos feroces, y mi conciencia los considera, y los ve enormes como pena, enormes como castigo, y no sabe qué hacer para que, aunque sea a costa de sangre en las venas, esto tenga un término...»46.

A esta etapa corresponde aproximadamente el retrato físico de Rodó que presenta Alberto Zum Felde, quien lo describe como «un tipo linfático en grado extremo; el cuerpo grande pero laxo, el andar flojo, los brazos caídos, las manos siempre frías y blandas, como muertas, que al darlas parecían escurrirse... Carecía de toda energía corporal; sus mismos ojos, miopes y velados tras los lentes, no tenían expresión. Toda su vida era interior y no se transparentaba en su persona; sólo en la conversación era posible sospechar en aquel hombre, pesado y gris, al escritor»47.

Aunque Motivos de Proteo no será editado hasta 1909, Rodó venía trabajando en esa obra desde 1904, y cierto fragmento de su numeral XII parece haber sido escrito frente al espejo: «Difícil es que conozcamos todo lo que calla y espera, en lo interior de nosotros mismos. Hay siempre en nuestra personalidad una parte virtual de que no tenemos conciencia». También en el numeral XV han quedado profundas huellas de esa fase de desaliento y melancolía: «¿Qué vienes de buscar donde suena ese vago clamor y pueblan el aire esas cien torres? ¿Por qué traes los ojos humillados y la laxitud del cansancio estéril ahoga en ti la efervescencia de la vida en su mejor sazón?... Muchos vi pasar como tú. Sé tu historia aunque no me la cuentes, peregrino. Saliste por primera vez al campo del mundo; iban contigo sueños de ambición: se disiparon todos; perdiste el caudalito de tu alma; la negra duda se te entró en el pecho, y ahora vuelves a tu terrón sin la esperanza en ti mismo, sin el amor de ti mismo, que son la más triste desesperanza y el más aciago desamor de cuantos puede haber». Ese solitario peregrino que siempre fue Rodó, creía en ese momento estar perdiendo, no sólo el caudal económico que le permitía vivir, sino también ese otro caudalito del alma con el que evidentemente proyectaba sobrevivir. Este no se perdió, sin embargo, y resulta coherente que de esta época crítica saliese lo que muchos críticos consideran la obra fundamental de Rodó: Motivos de Proteo.

Antes, en 1906, y con motivo de una controversia desatada por una disposición gubernamental que ordenó el retiro de los crucifijos de los hospitales del Estado (el origen había sido una moción del doctor Eugenio Lagarmilla), Rodó interrumpió la elaboración absorbente de Proteo para iniciar y continuar una polémica, en la que su posición fue de censura para la medida oficial, a la que acusó de jacobinismo. Su contendor fue el doctor Pedro Díaz, quien defendió el retiro de los crucifijos, por entender que la presencia de los mismos en los hospitales significaba proselitismo y además simbolizaba en cierto modo el fanatismo religioso. Rodó, que era liberal y no católico, mostró en sus artículos una actitud de amplia tolerancia frente al fenómeno religioso. Su palabra tuvo una gran repercusión, ya que en ese momento el tema de la religión (debido, entre otras cosas, a la posición anticlerical del Gobierno) constituía un conflicto en el que virtualmente participaba toda la República.

Desde el punto de vista de su labor literaria, Liberalismo y jacobinismo (título del volumen en que recogió sus artículos) es sólo una interrupción. El gran trabajo que en esos años (1904-1909) realiza Rodó, es la elaboración de su Proteo. Pérez Petit reduce esos seis años a sólo cuatro («Los Motivos de Proteo fueron escritos de 1904 a 1907 en una quinta de la Avenida Buschental, que la señora Rosario Piñeiro de Rodó posee en la vecindad del Prado»), pero es evidente que la elaboración de la obra comenzó inmediatamente después de la publicación de Ariel (según Rodríguez Monegal, «en 1901 puede fijarse la fecha en que la composición de la obra empieza a dominar sobre toda otra actividad literaria») e incluso hay quienes proponen la interpretación de que Ariel sea sólo una suerte de introducción a Motivos de Proteo (verbigracia: Enrique Anderson Imbert48, quien califica el discurso de 1900 como de «ensayo moral, idealista, que anticipa su obra maestra: Motivos de Proteo»). En realidad, y según puede inferirse de los propios papeles de Rodó, las dos obras formaron inicialmente parte de un solo planteo, que Carlos Real de Azúa49 cita incluso la intuitiva aseveración de un -crítico brasileño, Vicente Licinio Cardoso, quien en su estudio Uma centralização de energías; um humanista americano: Rodó, se aventura a afirmar que la idea central de Motivos de Proteo es anterior a Ariel.

A medida que iba escribiendo su Proteo, Rodó trató de ir logrando una definición de la obra. Esos H intentos aparecen en su correspondencia o en los recuerdos de algunos de sus amigos. Pérez Petit cita un comentario de Rodó: «La vocación, ¿ve usted?, es una simple palabra; sin embargo, con ella sola se llena un tratado», y también un paradójico esbozo de definición: «Vamos, es un libro al que jamás podrá ponérsele la palabra fin». Cita asimismo esta declaración más concreta: «Estoy escribiendo algo sobre el poder omnímodo de la Voluntad». En una carta a Unamuno, y refiriéndose siempre a Proteo, dice Rodó que el tema «se relaciona con lo que podríamos llamar la conquista de uno mismo»; a su amigo Juan Francisco Piquet le explica que «la tesis de la obra abarca fundamentales cuestiones psicológicas y éticas, y se roza con puntos de historia, etc.»; a Alberto Nin Frías le escribe que en Proteo «predico la acción, la esperanza y el amor a la vida».

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Carlos Reyles y otros miembros de la Comisión Directiva del Club «Vida Nueva», fundado por una escisión del Club «Libertad»,
que provocó la renuncia de Rodó a esta última institución.
Foto tomada en 1903 (RI)

Aunque la valoración crítica de la obra de Rodó será intentada más adelante, desde ya conviene destacar un desacuerdo que ha existido y todavía existe, entre quienes se han acercado con ánimo escrutador a este libro fundamental de Rodó. Ese desacuerdo tiene que ver con una probable comunicación entre Motivos de Proteo y la oscura, retraída, severa, vida de su autor. Carlos Real de Azúa ha recordado que varios autores (entre ellos: Gustavo Gallinal, Raúl Montero Bustamante, Osvaldo Crispo Acosta) prefieren la interpretación de que Motivos de Proteo es una obra impersonal, «en la que falta por completo la experiencia vivida del escritor, o, lo que es peor, éste parece no tenerla»50. Hay que reconocer que los sostenedores de tal interpretación no tuvieron a su disposición ciertos papeles íntimos de Rodó (expuestos o citados sólo a partir de 1947) que permitieron penetrar en ciertos pormenores, o esclarecer algunos rasgos, de su vida, al punto de iluminar retroactivamente muchos pasajes de un libro que, a partir de entonces, se ha convertido en una verdadera cantera de indicios personales. A Roberto Ibáñez, Emir Rodríguez Monegal y Carlos Real de Azúa, corresponden independientes o entrelazados méritos en ese singular buceo. Precisamente el último de esos autores ha resumido tales hallazgos de un trasfondo personal: «Expresados en ese velado estilo comunicativo que Ibáñez ha adjetivado con tanta eficacia: reprimido, angustiado, pudoroso, ¿qué significan sino, la alusión a las reputaciones de colegio (XLVI) mal descuento del porvenir? ¿Qué, sino, el pasaje literalmente desgarrador, sobre la condición del intelectual en América (LXIV) y muy en especial la alusión a la indolente lenidad de la crítica? ¿Qué, sino, en una relación compensatoria -"nostalgia de una vida más bella" la llamaba Huizinga- los ya incriminados pasajes sobre el viajar, tan radicalmente personalizados por la correspondencia de esos días? ¿Qué, sino, las reflexiones, ya señaladas por Emir Rodríguez Monegal, sobre los límites y los peligros de la soledad (LXXXVII)? ¿En cuántos blancos y en cuántos colorados no pensaría, y en la bicoloración violenta e inmodificable del Uruguay de 1905, en todas las alusiones a las fe mentidas y a sus móviles; el medio, el hábito, la vanidad (CXIX)? ¿Cuánto no hay de su relegamiento, del deterioro de sus convicciones partidarias, de su repudio al ambiente, en la comprobación de hasta dónde el dogma, la escuela o el partido da a tu pensamiento nombre público (CXXI)? ¿Qué eco de las polémicas de 1906 no hay en la etopeya de los dogmáticos librepensadores (CXXXVIII)? Todo el capítulo CXXXIII se ilumina con el trámite de su adolescencia y las singulares alusiones sadomasoquistas del CXXXIX tienen un evidente trasfondo personal»51.

Ese período creador que se ha dado en llamar la gesta de Proteo, estuvo atravesado por otros episodios en la vida de Rodó. No sólo la crisis económico-espiritual que antes mencioné; no sólo la intervención polémica alrededor del retiro de los crucifijos hospitalarios. De 1907 data su incidente crítico con Manuel Ugarte (provocado por un artículo de Rodó, publicado en La Nación de Buenos Aires, en el que el crítico uruguayo comentaba desfavorablemente la antología del argentino, titulada La joven literatura hispanoamericana) y que más tarde provocó esta vengativa -y totalmente injusta- frase de Ugarte: «El señor Rodó viene mariposeando desde hace muchos años en folletos minuciosos que coinciden con los cambios presidenciales».

En el mismo año, y coincidiendo con su reingreso a la actividad política, Rodó es elegido para ocupar la presidencia del Club Vida Nueva. En 1908, participa (junto con Samuel Blixen y Víctor Pérez Petit) como jurado en el Concurso de Obras Teatrales en un acto, que fuera inicialmente convocado por el Conservatorio Labardén de Buenos Aires. Una da las obras presentadas, La sombra, pertenecía a Julio Herrera y Reissig, y motivó un fastidioso episodio, ya que (según Pérez Petit, debido a negligencia de Rodó) se extravió el único original de la pieza. Ahora que La sombra ha sido publicada52 y es posible comprobar las endebleces dramáticas y la deficiente estructura de la pieza, cabe consignar que poco o nada se perdió con el desaprensivo proceder de Rodó como jurado, pero en aquel momento, en que Herrera y Reissig ya había conquistado un merecido prestigio como poeta (en 1905 su poesía había estado abundantemente representada en el Parnaso oriental, de Raúl Montero Bustamante) y La sombra podía parapetarse detrás de su obligada ineditez, es de imaginarse que el enojoso incidente habrá provocado más de un comentario desagradable en los corrillos del Montevideo literario. Por otra parte, el episodio habrá ahondado aún más las ya existentes diferencias (no sólo estéticas, sino también políticas) entre el poeta y el ensayista.

«No hay un país fuera de la política», le había escrito en 1904 a Piquet, un Rodó amargado, desilusionado. Sin embargo, quizá haya sido esa convicción la que en definitiva pesaría en Rodó, cuatro años después, cuando se resignó a reintegrarse a la actividad partidaria. En 1908 es nuevamente electo diputado, después de haber rechazado la cátedra de literatura, que Miguel Lepeyre, rector de la Universidad, le había ofrecido por segunda vez. En 1908 y 1910 participa (con su oratoria, o con su simple adhesión) en actos vinculados a los congresos internacionales de estudiantes americanos. En 1908 el Círculo de la Prensa lo elige para el cargo de presidente de la institución. En 1910 es designado, junto con el poeta Juan Zorrilla de San Martín, y el coronel Jaime Bravo, para integrar la delegación uruguaya a las fiestas conmemorativas del Centenario de la Independencia de Chile.

En su segunda legislatura, que se extendió de 1908 a 1911, son los problemas culturales los que más seguidamente atraen su atención. Es uno de los seis diputados que presentan un proyecto de pensión a Florencio Sánchez, equivalente a dos mil cuatrocientos pesos anuales, «con el objeto de que se traslade a Europa, a perfeccionar sus condiciones artísticas y hacer al mismo tiempo beneficiosa propaganda por el Uruguay». (El proyecto murió en Senadores, pero Florencio Sánchez fue enviado a Europa, por designación directa del presidente de la República, Claudio Williman). Rodó tiene importante intervención en el debate sobre el Tratado con el Brasil acerca de la navegación en la Laguna Merim53. Es asimismo uno de los cuatro diputados que redactan un proyecto de Monumento al Grito de Asencio. Es único autor de otro proyecto de ley, sobre exención de impuestos al libro extranjero. Interviene en una sesión de homenaje a Agustín de Vedia. Participa, sin mayor éxito, en la sesión que trata un proyecto de ley sobre propiedad literaria, del que es autor el poeta Carlos Roxlo. En este período no es muy nutrida la actividad periodística de Rodó, pero El País, en su edición del 10 de junio de 1910, publica una importante carta abierta del escritor (dirigida al Dr. Ricardo J. Areco) en la que comenta elogiosamente la política seguida por Batlle y Ordóñez en su primera presidencia. Es interesante dejar constancia de sus conclusiones finales, ya que vendrían a representar su última coincidencia con el líder colorado: «Yo abrigo, como ustedes, la convicción serena de que, a estas alturas del problema político, la candidatura de Batlle, surgiendo incontrastable, afianzada sobre la sólida base de arraigo y de prestigio que tiene en la estructura de la actual situación, y que es antecedente necesario de la estabilidad de todo gobierno; ennoblecida por los altos títulos cívicos que nadie puede sensatamente desconocer al candidato, como ciudadano y como gobernante; y definida por el programa de equidad, de amplitud y de concordia que le imponen, de consuno, las exigencias nacionales y el interés de su propia seguridad y de su libre y eficaz acción gubernativa, es una solución que ha de robustecerse constantemente en la conciencia pública, venciendo cada día un recelo, una duda o un agravio».

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Pronunciando un discurso, el 8 de octubre de 1905, con motivo de la repatriación de los restos de Juan Carlos Gómez

También de esta época (fue escrito en 1908 e incluido en 1913 en El mirador de Próspero) es su estudio sobre El trabajo obrero en el Uruguay. El ensayo excede largamente su condición inicial de informe, redactado con motivo de la ley propuesta en 1906 por el Gobierno uruguayo, para convertirse en un verdadero ensayo sociológico, pensado con equilibrio y escrito con sinceridad. Refleja fielmente el pensamiento político de Rodó, que si por un lado rehuía los planteos demagógicos y estridentes, por otro revelaba un liberalismo ligeramente conservador. «Su lectura -dice el cubano Medardo Vitier (uno de los más objetivos y equilibrados enjuiciadores de Rodó)- convence de que los intereses estéticos, si bien predominantes, no eran exclusivos en nuestro hombre. Había pensado en todos los aspectos del problema obrero; conocía el ideario individualista y las impugnaciones que se le han hecho. Simpatizaba con las reclamaciones de los humildes». Y agrega: «No aprovecha el caso para elaborar una tesis socialista, pero ve con muy humano sentido de la cuestión. Importa advertir que en el atento estudio alternan dos posiciones del autor: cierta actitud de cautela (o sesgo conservador) y un resuelto reconocimiento de los derechos del trabajador»54.

A partir de 1911, comienza el distanciamiento entre Rodó y José Batlle y Ordóñez, figura dominante de la política uruguaya. El tema que los separa es el Colegiado. Batlle, decidido a imponer en el Uruguay el nuevo sistema de gobierno, usa todo el peso de su influencia y de su prestigio para favorecer y reforzar ese propósito. Pero Rodó es anticolegialista y, como siempre, quiere ser coherente con sus principios. Entre su conciencia y la disciplina de partido, siempre optó por la primera. Esta vez, sin embargo, su actitud independiente vio acrecentada su importancia, debido a que varios legisladores colorados apoyaron su posición, y, de ese modo, sin haberlo buscado ni provocado, Rodó quedó de pronto convertido en el líder parlamentario de los colorados anticolegialistas. Batlle no le perdonó esa indisciplina. No sólo lo derrotó políticamente, sino que, además, lo hizo sustituir por Eugenio Lagarmilla en la delegación uruguaya que debía concurrir a las fiestas conmemorativas del Centenario de las Cortes de Cádiz. Para Rodó, que deseaba fervientemente la oportunidad de un viaje a Europa (conviene recordar que en 1904 había escrito a Piquet: «Lo que me estimula es precisamente la esperanza de poder dejar esta atmósfera»), esa sustitución de último momento debe haberle sido particularmente amarga y deprimente. Aproximadamente a esa época pertenece cierta anécdota narrada por Pérez Petit. Éste y Rodó habían comenzado hablando sobre Ruysbroeck y habían concluido discutiendo sobre misticismo. Al separarse, dijo Rodó: «Hace bien hablar de estas cosas de cuando en cuando; en este país ya nadie sabe hablar más que de Batlle».

Justamente, en 1911 comienza para Rodó su tercera legislatura, que se prolongará hasta 1914. Es, quizá, el más activo de sus períodos parlamentarios. Sus intervenciones en el Parlamento siguen teniendo particular relación con problemas culturales (investigaciones históricas, homenajes a distintas personalidades, compra de libros para la Biblioteca Nacional, pago de cinco mil pesos a Juan Zorrilla de San Martín por su obra La epopeya de Artigas, monumento a Samuel Blixen, aumento de sueldo a los profesores de la Universidad). Al margen de los asuntos estrictamente culturales, sólo el controvertido tema de la reforma constitucional le arranca dos extensas intervenciones.

En su ferviente exhortación anticolegialista, Rodó no se limita a la actividad parlamentaria. Vuelve otra vez al periodismo, incorporándose a la redacción del Diario del Plata, dirigido entonces por Antonio Bachini. Allí escribe, con su nombre o con el seudónimo Calibán, sobre los falsos paladines, sobre el caciquismo endémico, sobre la personalidad de Alfredo L. Palacios. Pero también colabora en El Siglo, La Razón, El Telégrafo, Patria.

En 1912 la Academia Española lo nombra Correspondiente Extranjero y en 1913 publica El mirador de Próspero, con el siguiente epígrafe de Hipólito Taine: «Confieso que me agrada esta clase de obras. Por lo pronto, se puede dejar el volumen al cabo de veinte páginas; se puede empezar por el fin o por el medio; allí no es uno servidor, sino amo; puede tratarse el libro como un diario, y, en efecto, es el diario del espíritu». Ya ha sido señalado que la prolongación de la cita hubiera dado más luz aún sobre el libro y sobre Rodó55: «En fin: allí, involuntariamente, el autor es indiscreto, se descubre a nosotros, sin reservar nada de sí mismo... Nos interesa observar los orígenes de ese potente y generoso espíritu, descubrir las facultades que han alimentado su talento y las investigaciones que han formado su saber, sus opiniones sobre la filosofía, sobre la religión, sobre el Estado, y sobre las letras; conocer lo que era y lo que ha venido a ser, lo que quiere y lo que cree».

Es probable que Rodó haya limitado el epígrafe a la primera frase, por entender (aparte de otras razones de modestia personal) que la continuación I sonaba como una referencia de intención excesivamente autobiográfica, y es sabido que su temperamento no era particularmente afecto a ningún tipo de confesiones personales.

El mirador de Próspero está integrado por cuarenta y cinco artículos y ensayos, y es probablemente el libro que da la mejor medida de Rodó; no sólo porque incluye sus más lúcidos y certeros juicios críticos y ensayos históricos (como los consagrados a Montalvo, Juan María Gutiérrez y Bolívar), sino porque muestra asimismo algunas de las mejores páginas que, desde el punto de vista del estilo, escribiera Rodó. (El estilo de Mi retablo de Navidad, por ejemplo, está hoy, sin duda, mucho menos envejecido que el de Motivos de Proteo o el de Ariel.) Para Emir Rodríguez Monegal, El mirador de Próspero se convierte en un ejemplario de las inquietudes intelectuales de Rodó, «en repertorio de sus temas, en diario de su espíritu, y hasta en muestra de sus sucesivos y diferentes estilos, la obra que mejor lo representa y en la que se encuentran sus páginas más perdurables»56.

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Borrador de Motivos de Proteo (ER)

En 1914 estalla la primera guerra mundial y el hecho significa para Rodó una tremenda conmoción. Su confianza, un poco ingenua, en los valores humanos, se ve peligrosamente amenazada. La Francia de sus maestros Sainte-Beuve, Renan, Guyau, France, Saint-Victor, Brunetière, es atacada, y Rodó se siente él mismo agredido. Sin vacilación (el 3 de septiembre de 1914, en artículo publicado en La Razón) proclama que «la causa de Francia y sus aliados es, en el más alto y amplio sentido, la causa de la humanidad». Siente que debe comprometerse y vuelca prácticamente toda su actividad intelectual en favor de esa «causa de la humanidad». Hace casi medio siglo, Rodó vio con bastante claridad algunos matices del compromiso, que sólo a partir de Sartre habrían de ser codificados y dirimidos. (En marzo de 1904 había escrito a Unamuno: «Yo no aspiro a la torre de marfil; me place la literatura que, a su modo, es milicia».) «No hay, no puede haber indiferentes, en presencia de esta crisis -pregonaba en un artículo del Diario del Plata. Los que no sientan en sí mismos el choque de sus efectos económicos -y serán pocos o ninguno- experimentarán la conmoción de los sentimientos vinculados, por el origen personal, la formación intelectual, por los recuerdos o las simpatías, a alguna de las naciones cuyos destinos se juegan en la monstruosa contienda. La composición cosmopolita de nuestras sociedades favorece esa disposición de su sensibilidad. Por otra parte, cualquiera que sea el final de la partida, él no puede menos de determinar en el orden político del mundo modificaciones que de rechazo interesarán vivamente a estos pueblos y afectarán, en un sentido u otro, sus propósitos de desenvolvimiento y las perspectivas de su porvenir». En las páginas de El Telégrafo tendrá Rodó una sección, denominada La guerra a la ligera, en la que, por lo común bajo el transparente seudónimo de Ariel, comentará los hechos y desechos del gran conflicto.

A esta altura, el prestigio continental de Rodó era incuestionable. Casi puede decirse que había un culto de Rodó. Su biógrafo Pérez Petit asegura que su palabra era «repetida como los versículos sagrados. Su consejo fue solicitado como una última, instancia. Los nuevos, los jóvenes, le solicitaban un prólogo, que fuera a manera de espaldarazo de armas». Años atrás (en octubre de 1910), Javier de Viana le había suplicado: «Maestro amigo: Estoy pobre, enfermo y triste. Si Ud. se dignase escribir algo sobre mi humilde libro Macachines, me alegraría, me mejoraría y me ayudaría. El solo hecho de que Ud. se ocupase de él -aun cuando fuera para atacarlo-, le daría valor. ¿Puedo esperar unas líneas suyas?»57. Ahora, en abril de 1914, José Eustasio Rivera, diez años antes de escribir La vorágine y cuando ni siquiera había reunido en volumen los cincuenta y cinco sonetos de Tierra de promisión, le enviaba su canto a Ricaurte, «con la súplica de que se sirva darme su concepto sobre él sin omitir, en cuanto le sea posible y el asunto lo merezca, su apreciación sobre el conjunto y los detalles que le parezcan más importantes»58. Al parecer, el renombre, la popularidad de Rodó alcanzaban también a los comerciantes, ya que fue puesto a la venta un papel de carta con el nombre «Ariel» y entró a competir en el mercado el azúcar marca «Rodó».

El clásico viaje a Europa que todo uruguayo busca siempre en su horóscopo, había sido una constante en todos los proyectos que, en forma de deseos concretos o de mera divagación, había formulado Rodó a través de los años con respecto a un futuro ideal. Su correspondencia (especialmente en las cartas a su amigo Juan Francisco Piquet) abunda en referencias a una proyectada salida del país. Ya en 1904 le había escrito a su amigo, en un instante de desaliento: «Si supiera que habría de permanecer en el país, le aseguro a usted que no escribiría una línea y optaría por abandonarme a la corriente matándome intelectualmente», y en 1909, al mismo corresponsal: «Yo concibo la vida como una continua movilidad y variación que dé nuevos, siempre nuevos alicientes al espíritu, librándole del tedio y la monotonía de una existencia inmovilizada como la de una ostra en la peña. ¡Yo me moriré con la nostalgia de los pueblos que no haya visto!». También había escrito, en 1906, a Francisco García Calderón: «No abandono mi propósito de ir en breve a Europa. Allí (probablemente en París o Barcelona) publicaré Proteo, obra extensa en que cifro muchas esperanzas»59.

Después de la sustitución, a que antes hice referencia, de Rodó por Lagarmilla como miembro de la delegación uruguaya a la conmemoración del Centenario de las Cortes de Cádiz, pocas esperanzas habrá tenido seguramente Rodó de conseguir alguna misión oficial que le permitiera cumplir su viejo sueño. De ahí que aceptase la corresponsalía cultural en Europa que le fue propuesta por la revista bonaerense Caras y Caretas. El compromiso de Rodó (la revista se limitó a aceptar los términos sugeridos por el escritor) era escribir tras notas mensuales, que se le pagarían a razón de 650 pesos argentinos, equivalentes en 1916 a 250 pesos uruguayos. En la época, esta remuneración podía ser considerada un buen estipendio, y al parecer le bastó a Rodó para cubrir holgadamente sus gastos y aún para adquirir varios obsequios a sus familiares.

Por varias razones, la posibilidad del viaje representó una satisfacción para Rodó. Además de sus intereses específicamente literarios, además del tan deseado reencuentro con ámbitos y nombres de los que él se sentía más o menos tributario, además del innegable estímulo cultural, estaba también el de sus alergias políticas. «Dentro de breves días, le escribía a Juan Antonio Zubillaga, estaré, pues, lejos de la patria y de Batlle...»60.

Aunque Caras y Caretas era una revista muy difundida y de evidente prestigio, desde un punto de vista nacional resultaba un poco absurdo que ése fuera el único y obligado recurso para reconocer la nombradía intelectual del autor de Ariel. La opinión pública no demoró en formular su propia versión: Rodó se iba porque lo que ganaba como autor de libros y artículos periodísticos no le alcanzaba para vivir. El testimonio de Pérez Petit parece, sin embargo, más cercano a la compleja razón del viaje: «Verdad es que nuestra envenenada política le había hecho precaria la existencia al incomparable artífice de Ariel; pero aún así, él contaba con su familia y podía vivir. Si Rodó se marchaba era porque tenía necesidad de viajar»61. Hubo presión de la opinión pública y también de los medios universitarios e intelectuales. Como apurada consecuencia fue presentado en la Cámara de Senadores un proyecto por el cual se creaba una cátedra de Conferencias en la Universidad, con la única intención de ofrecérsela a Rodó. Pero éste, en carta publicada en la prensa, frenó toda gestión ulterior referida a ese proyecto, con el anuncio de que, «aun suponiendo que existiera la posibilidad de esa designación, quedaría sin efecto por mi irrevocable voluntad de no aceptarla».

Después de esa discreta bofetada a la mala con ciencia oficial, y antes de la fecha de su partida, Rodó fue objeto de una serie de homenajes en cadena. El más importante fue el que le ofreció el Círculo de la Prensa (institución que por entonces no tenía el carácter patronalista que hoy ostenta), cuya presidencia había sido ejercida por Rodó. Era la víspera de su partida y los estudiantes se movieron en masa hacia la sede del Círculo, reclamando la presencia de Rodó en los balcones, a fin de que recibiera esa suerte de adiós colectivo. Fue obligado a hablar, y en ese último diálogo con su público, la oración de Rodó no destiló resentimiento. De acuerdo con el testimonio del periodista español Antonio Soto, «fueron palabras completamente desprovistas de sentido político, o mejor dicho, inflamadas de un gran sentido político, del único sentido político que correspondía a la voluntad de un patriota que sabía mirar las cosas de arriba abajo. Rodó formuló votos porque al volver a la patria se hubiese realizado la conciliación»62.

El 14 de julio de 1916, Rodó se embarca en el Amazon, con destino a Lisboa. Una verdadera muchedumbre lo despide en el puerto. Los amigos le ofrecen a bordo una copa de champaña, y aún después de haber soltado amarras el transatlántico, consiguen un vaporcito para acompañar a Rodó durante una hora y media.

El Amazon hace escalas en Santos, Río de Janeiro, Bahía, Recife, San Vicente. Por lo menos desde tres de esas ciudades envía postales a su madre, doña Rosario Piñeiro de Rodó63. Todavía a bordo del Amazon escribe la primera nota para Caras y Caretas y la titula «Cielo y agua». Es una muestra del estilo más hinchado, enfático y caduco de Rodó («¡Salve a ti, titán cerúleo, maestro de almas grandes, inquieto como el pensamiento, amargo como la vida, sencillo como la verdad!»). El 1.º de agosto desembarca en Lisboa, donde se entrevista con el presidente Bernardino Machado. Desde un 1962 que asiste al 30.º aniversario de la dictadura salazarista, suena inevitablemente como poco profética la seguridad de que en 1916 intercambian Rodó y Machado acerca de la consolidación de la República. («El nuevo régimen -dice Machado- puede considerarse definitiva, absolutamente arraigado en Portugal».)

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A los treinta y ocho años
(Foto publicada en la revista Número, Montevideo, 1950)

Sólo de paso conoce Madrid (del 6 al 9 de agosto), pues el escritor uruguayo tenía el proyecto de detenerse en España en su viaje de regreso. Dice Cristóbal de Castro que Rodó pasó «por Madrid de puntillas para evitar banquetes»64. Juan Ramón Jiménez, que entonces tenía 34 años, lo encuentra en la redacción de España»: «Rojo y oscuro de conjunto, confuso en su acentuación sanguínea, corpulento, vigoroso tronco americano». Así lo retratará el poeta muchos años después65.

El 9 de agosto llega a Barcelona («la ilustre y hacendosa ciudad raíz de mi sangre y objeto siempre en mí de estimación y simpatía» y desde allí envía dos extensas notas, pródigas de detalles, demostrativas de su capacidad de comprensión. Su observación no confirma el juicio negativo de Unamuno (quien había decretado: «Barcelona es fachadosa») y al corregirlo, Rodó se aproxima intuitivamente al carácter catalán: «Cierto es que estas gentes cuidan la fachada y no me parece que hagan, mal; pero, detrás de la fachada, veo yo, en la casa de los catalanes, el fondo: veo una artística sala, una copiosa biblioteca, un confortable comedor, unos frondosos y bien cultivados jardines. Veo, en suma, aquella entidad que es la raíz de todas las grandezas y el secreto de todos los triunfos: la energía. Y esta energía aparece lo mismo en la forma que se manifiesta por la voluntad, como en la que toma la pendiente de la imaginación. Junto a un visible carácter positivo, calculador, utilitario (no olvidemos que es aquí, en Barcelona, donde fue vencido Don Quijote); junto al poderoso aliento de trabajo que lanza al cielo el humo de las fábricas de Sans, de Sabadell y de Tarrasa, vese persistir el instinto de arte que un día hizo de este pueblo el propagador, por el mundo, de un ideal de refinada y caballeresca poesía».

No escribe sobre Marsella (donde permanece sin embargo cinco días) ni sobre Génova, donde llega el 17 de agosto66. De su estadía en esta última ciudad, ha quedado el testimonio (por cierto, no muy digno de confianza) de Juan José de Soiza Reilly, periodista uruguayo que siempre fue proclive a la crónica escandalosa. En Hombres luminosos, volumen publicado en Buenos Aires tres años después de la muerte de Rodó, Soiza Reilly relata una entrevista que dice haber mantenido en Génova con el entonces corresponsal especial de Caras y Caretas. Según Soiza Reilly, la revista argentina no le enviaba dinero y Rodó estaba detenido en Génova por falta de fondos. De acuerdo con ese relato, el escritor se habría quejado amargamente de su país, habiendo llegado a afirmar: «Si me hubiera quedado allí, me muero de hambre». Testimonios posteriores, por cierto más dignos de crédito (por ejemplo: los hermanos de Rodó), permitieron establecer una versión considerablemente distinta, según la cual Caras y Caretas le fue girando sus honorarios con toda regularidad a su corresponsal, y éste en ningún momento pasó apreturas económicas durante el viaje. Es asimismo probable que la patética queja sobre el Uruguay tampoco haya salido de labios del reservado, poco comunicativo, Rodó, quien, aún en los momentos en que más herido quedara su orgullo, tuvo otro estilo de contención y mesura para expresar su descontento.

Montecatini es el punto siguiente del itinerario. Desde allí envía una postal a su madre, comunicándole que ha venido «a pasar una temporada de descanso y a tomar las aguas en Montecatini»67. Al parecer, su salud ya estaba quebrantada. No hay absoluta seguridad sobre el carácter de su dolencia. Entre sus papeles se halló un apunte de un médico de Turín, ordenando un tratamiento de nefritis. En la correspondencia a sus familiares, Rodó siempre habla de su buena salud y no menciona ningún tipo de trastornos, pero es evidente que no quería inquietar a su madre. (En la última de las doce tarjetas que envió a doña Rosario P. de Rodó, y que fuera escrita desde Nápoles, dos meses antes de su muerte, vuelve a insistir: «La salud bien, y en todo lo demás sin inconveniente alguno».) En Montecatini se queda veinte días («que me han probado mucho» le comunica a su madre) y visita luego Pisa, sobre la que redacta una sentida crónica, llena de reminiscencias culturales. «Noble es la tristeza de Pisa -escribe-, pero por noble llega más a lo hondo del alma». Allí se encuentra con un grupo de venezolanos, estudiantes de medicina en la universidad pisana. Rodó deja complacida constancia escrita de ese encuentro: «Conocedores de mi presencia, me forman, para mis restantes horas de Pisa, el más afectuoso y grato acompañamiento que yo hubiera podido imaginar. Arielizamos en sobremesa platónica; recordamos largamente la América lejana y querida, y les oigo, con íntimo deleite, sobre aquel fondo de grandezas muertas, levantar los castillos de las tierras del porvenir».

Pasa luego por Liorna, Luca, Pistoia. El 1.º de octubre llega a Florencia, con el propósito inicial de quedarse «quince o veinte días», pero se queda un mes. Allí escribe dos o tres artículos, entre ellos el muy platónico «Diálogo de bronce y mármol». Visita Módena y Bolonia (desde esta última envía una nota sobre «La poesía de Stecchetti») y el 6 de noviembre está en Parma. En Milán, siguiente escala, lo encuentra un uruguayo, quien en carta privada68 brinda esta última imagen escrita sobre los días italianos de Rodó: «Encontré a Rodó de regreso de París. Viene huyendo del frío, me dijo, y seguirá al sur de Italia. Tal vez llegue a Sicilia. Me pareció que este amigo no se encuentra nada bien de salud. Está muy delgado y tiene un gran resfrío. Me dijo que se le había reproducido el ataque de influenza y bronquitis que tuvo antes de salir de Montevideo. Rodó ha pasado ya dos semanas en Montecatini, donde fue asistido por el doctor Petrocchi, de Florencia. Aunque parece tener una circulación defectuosa, no hay vicios de sangre que él temía, y el corazón anda bastante bien. Lo único que le molesta es el resfrío, con mucha tos, aunque espera ponerse bien así que llegue al clima de Nápoles».

El estado de su salud es cada vez más inquietante, y en Turín consulta a un médico. Los malestares físicos no deterioran, empero, su capacidad intelectual. Precisamente desde Turín, y a propósito de una frase suelta escuchada al azar, escribe una breve y cálida nota sobre «La esperanza en la Nochebuena», donde un manso, escarmentado humorismo oficia de insustituible telón de fondo. En Tívoli vuelve a recaer, pero el 20 de diciembre llega a Roma, donde permanecerá hasta el 20 de febrero. Allí escribe varios artículos, entre ellos su estupendo, ágil apunte sobre «Los gatos del Foro Trajano», y también otro artículo, «Al concluir el año», cuya lectura es importante para detectar en Rodó su concepción de América69. Cada vez más enfermo, llega a Nápoles, y allí termina un excelente ensayo, Nápoles la española, con un reticente trazo de nostalgia que (para no desmentir su pasado de timidez y contención) es brindada a través de palabras ajenas: «Yo he sentido despertarse y sonreír mi velado instinto criollo reconociendo en las calles de Nápoles cosas que me parecían del terruño, líneas y matices de mi ciudad nativa, en lo que ésta tiene aún de característico, de tradicional, de pintoresco; semejanzas que completa la imaginación con la curva armoniosa de la bahía, cuya entrada custodia, como un cerro agigantado y flamígero, el Vesubio. Y estas correspondencias de carácter, estos acordes de color, evocaban en mi memoria las palabras que oí una vez a un cultísimo y delicioso sevillano, don Francisco Orejuela, que contaba admirablemente sus recuerdos de viaje: No hay más que tres ciudades en el mundo: Nápoles, Sevilla y Montevideo».

En Nápoles escribe, asimismo, sobre un tema premonitorio: «El altar de la muerte», a propósito de la tumba de Leopardi. Visita Sorrento y queda extasiado ante su marquetería; conoce Capri y escribe su decepción sobre la Gruta Azul. («Pero hace va tiempo que aprendí a resignarme al desengaño de las grutas azules, y la belleza abierta y franca de la circunstante realidad me ofrece, de regreso de aquella fracasada aventura, el desquite de la ilusión desvanecida».)

El 3 de abril arriba a Palermo y se aloja en el Hotel des Palmes; según Gonzalo Zaldumbide, el mismo «en que Wagner había escrito el último acto de Parsifal», de modo que el Hotel des Palmes puede enorgullecerse de haber alojado al más célebre extrovertido de Europa y al más famoso introvertido de América. Pese a que el estado de su salud se iba agravando, Rodó todavía tuvo energías para escribir dos artículos: uno sobre un tema relativamente extraño a sus intereses, «¿Renunciará Benedicto XV al poder temporal?», y otro (que dejara inconcluso y que vino a aparecer cinco años más tarde en La Nación de Buenos Aires) en el que confronta la Sicilia melodramática y violenta que traía en su imaginación, con la verdadera presencia de Palermo y su «pintoresca originalidad callejera».

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Caricatura por Cao, aparecida en Caras y Caretas, 3 de abril de 1909

Existe un testimonio (de segunda mano) acerca de estos últimos días de Rodó. En oportunidad de una visita oficial que el ministro Juan Antonio Buero realizó a Italia en 1919, se resolvió que extendiera su viaje a Sicilia con el propósito definido de investigar los detalles relacionados con los últimos días de Rodó. Julián Nogueira, secretario del ministro, se ocupó de las gestiones y entrevistas pertinentes, y envió un artículo al respecto, que fue publicado por El Día el 28 de enero de 1920. De acuerdo con esa relación, Rodó habría ocupado la habitación N.º 215 del Hotel des Palmes, con balcón sobre el jardín. Nogueira, que dice trasmitir los informes recogidos directamente de uno de los propietarios del hotel, señala que nadie sabía quién era el taciturno huésped. Rodó no hablaba con nadie, salvo para solicitar frugalísimos alimentos. Su aspecto exterior era de total abandono (abrigo raído, barba crecida, ropa llena de manchas, botines sucios). «Durante toda su permanencia en el hotel -dice Nogueira- no ordenó un solo baño. Y a menudo su exterior era tan poco aseado que los dueños del hotel pensaron en más de una ocasión pedirle la pieza, deteniéndolos siempre una especie de respeto intuitivo que les imponía la obligación de estarse a distancia, considerando que debajo de aquel hábito sucio y viejo se ocultaba una persona llena de dignidad, quizá de gran valor, reducida a aquel estado quién sabe por qué circunstancias infelices. Le tenían por un misántropo, por hombre raro y pudiente, quizá por un avaro que por equivocación hubiera caído en el primer hotel de Palermo». Un síntoma de la decadencia física a que había llegado Rodó, es que todos en el hotel lo tenían por un hombre de setenta años, cuando sólo tenía cuarenta y cinco.

A partir del 24 de abril, prácticamente no salió del hotel. El 28, de mañana, dijo a la camarera que se sentía mal. El 29 pidió un médico. El facultativo que concurrió, el Dr. Sanpuppo, halló a Rodó en un estado tal, que ya era imposible formularle preguntas. En la madrugada del día 30, fue trasladado en un carruaje, ya en estado comatoso, al hospital San Severio, y el médico de guardia diagnosticó meningitis cerebroespinal. El médico de sala, por el contrario, diagnosticó tifus abdominal y nefritis. Rodó no recuperó el conocimiento, y murió a la hora 10 del 1.º de mayo de 1917, cuando aún no había cumplido 46 años.

El 3 de mayo se supo en Montevideo que Rodó había muerto. Las sirenas de los diarios sonaron largamente. Una manifestación estudiantil que se dirigía al Cabildo a plantear sus reclamos, al saberse la noticia se disolvió. En la Cámara de Diputados, Carlos Roxlo (que no sólo era su rival político, sino que también lo había combatido como escritor) quiso hacer el elogio de Rodó, pero la emoción se lo impidió70. Todas las instituciones públicas y privadas celebraron sesiones extraordinarias para adherir a los homenajes proyectados. El Municipio de Montevideo resolvió dar el nombre de Rodó a su parque principal. Nunca el fallecimiento de un hombre de letras había provocado en el país una consternación tan sincera, tan unánime.

Meses después, concurrió a Italia una delegación, encabezada por Antonio Bachini, con la misión de repatriar los restos del escritor, y el 27 de febrero de 1920, el cuerpo de Rodó tuvo su velatorio popular en la explanada de la Universidad.

«José Enrique Rodó -escribió Eugenio D'Ors- se fue a morir a Magna Grecia. Era justo, para artista tan clásico como él»71. Pero hoy puede conjeturarse que Rodó habría quedado más conforme con el juicio que le consagrara, sólo un mes después de su muerte, un joven mexicano de 28 años: «Ignoró la guerra literaria, el escándalo editorial y la propaganda de librería. Resolvió por la calidad excelente lo que otros quieren resolver mediante combinaciones de infinita malicia. Era el que escribía mejor y era el más bueno»72. El autor de este veredicto murió hace tres años: su nombre era Alfonso Reyes.

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Hablando en el acto de inauguración oficial del Círculo de la Prensa, el 14 de abril de 1909

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Caricatura por el dibujante Hermenegildo Sábat («Carolus»)





ArribaAbajo- II -

Una de las nueve cabezas


En 1917, año de su muerte, Rodó era sin lugar a dudas la figura más conocida -tanto en su país como en el extranjero- de la promoción literaria uruguaya que fue identificada por la crítica como la Generación del Novecientos. Posteriormente, la prematura caducidad del estilo rodoniano y otros factores, que tienen que ver más con la política o la sociología que con la literatura en sí, han provocado un decrecimiento en el interés del lector. Infortunadamente para Rodó, las formas más actuales de su estilo están en sus trabajos de crítica literaria o histórica, por cierto mucho menos conocidos que Ariel o Motivos de Proteo, cuyo envase oratorio no estimula la sensibilidad, ni satisface el gusto del lector contemporáneo. Hoy en día, los nombres uruguayos más apreciados del 900 deben ser Florencio Sánchez (en el Río de la Plata) y Horacio Quiroga (en toda América latina).

En realidad, fueron nueve los escritores que alcanzaron un destacado nivel literario y una mayor influencia, así como también una más notoria resonancia pública. Ellos son: el filósofo Carlos Vaz Ferreira (1872-1958), el dramaturgo Florencio Sánchez (1875-1910), el ensayista y crítico José Enrique Rodó (1871-1917), los narradores Carlos Reyles (1868-1938), Javier de Viana (1868-1926) y Horacio Quiroga (1878-1937), los poetas Julio Herrera y Reissig (1875-1910), María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924) y Delmira Agustini (1886-1914). Como puede observarse, la longevidad no fue una característica de la promoción. Vaz Ferreira, con sus fecundos 86 años, constituye la excepción. En el otro extremo, Sánchez, Viana y Delmira desaparecen en plena juventud.

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Borrador de una carta de Rodó a Baldomero Sanín Cano, 26 de septiembre de 1909 (RI)

Además de estos nueve, hubo una verdadera legión de escritores que, sin llegar a tener la importancia y el eco de los mencionados, produjeron sin embargo una obra parcialmente estimable. Entre ellos cabe mencionar a Víctor Pérez Petit, Roberto de las Carreras, Ernesto Herrera, Álvaro Armando Vasseur, Emilio Frugoni, Daniel y Carlos Martínez Vigil, José Pedro Bellán, Raúl Montero Bustamante, Ángel Falco y César Miranda. Siempre ha resultado una tentación comparar a esta promoción con la española del 98, pero el contacto es más que nada tangencial. Virtualmente sólo los une (además de la preocupación por el destino nacional, que ya otros han señalado), un caótico inconformismo y cierto deleite vocabulista; pero la aproximación a la realidad y el arte del paisaje (características fundamentales en los hombres del 98) sólo aparecen, respectivamente, en algunos cuentos misioneros de Quiroga, y, como rasgo tímido y descolorido, en ciertos fragmentos de El gaucho florido, que por cierto no representan el mejor Reyles.

Emir Rodríguez Monegal73 aplica minuciosamente las teorías de Julius Petersen a la generación uruguaya del 900, reconociendo en sus representantes el equivalente de los ocho factores básicos (herencia, fecha de nacimiento, elementos educativos, comunidad personal, experiencias de la generación, caudillaje74, lenguaje generacional, anquilosamiento de la vieja generación) que reclama el ensayista alemán, y aunque en alguno de dichos puntos el ajuste parece algo forzado, cabe señalar que en sus rasgos más generales aquella promoción de escritores soporta el test del crítico y adquiere su definitiva patente de generación.

Por otra parte, Carlos Real de Azúa, en su excelente ensayo Ambiente espiritual del Novecientos75 no cree «que pueda hablarse de una ideología del 900, sino, y sólo, de un ambiente espiritual caracterizado, como pocos, en la vida de la cultura, por el signo de lo controversial y lo caótico»; señala que el liberalismo, de tono doctoral y universitario, siguió siendo el rasgo más general del pensamiento hispanoamericano («Mucho más liberal que democrático, es decir: mucho más amigo de la libertad de una clase superior y media que preocupado e imantado por lo popular») y particulariza el deterioro de la concepción decimonónica en una serie de significativas disgregaciones: por el individualismo (al que denomina, más correctamente, egocentrismo o heroísmo protagónico), por lo estético, por lo social, por el vitalismo.

Los hombres del 900 (Vaz Ferreira es nuevamente la excepción) no son universitarios sino autodidactos (en este sentido, tal vez sea Rodó el más representativo), y ello puede ayudar a comprender que nunca constituyeran un grupo ni establecieran entre sí relaciones de estable y verdadera amistad. De los nueve más destacados, hubo quien tuvo como amigos a figuras secundarias de la promoción (es el caso de Rodó con respecto a Víctor Pérez Petit y los hermanos Martínez Vigil, o el de Julio Herrera y Reissig con respecto a César Miranda), pero entre ellos se trataron a respetuosa distancia. Quizá la más cordial línea escrita de uno a otro miembro de la Generación, haya sido una esquela enviada, en agosto de 1909, por María Eugenia Vaz Ferreira a Delmira Agustini: «Querida Delmira: Le mando ese otro retrato de mi prima Matilde Ribeiro, en que me parece más parecida y es el que Ud. vio en La Razón. Mamá sigue enferma y creo que será cosa de tiempo; hágase alguna escapada, con eso nos reímos agarrando para la jarra las mutuas liras. Recuerdos a su mamá y la abraza, María Eugenia»76.

Rodó mantiene alguna correspondencia con Quiroga, Viana, Herrera y Reissig, María Eugenia Vaz Ferreira, pero el tono general está lejos de una franca confianza, de una cordialidad verdadera (sólo con Reyles mantuvo una intermitente amistad). Median aún, y no precisamente para mejorar esas relaciones, incidentes como el extravío de la obra de Herrera y Reissig (al que antes hice referencia) en un concurso de obras teatrales cuyo jurado integraba Rodó; o las diferencias entre Rodó y Reyles con motivo del Club Libertad; o también una esquela casi mendicante, de Javier de Viana a Rodó, que por cierto no habrá servido para bien disponer al destinatario. En el aspecto meramente crítico, o de aprecio intelectual, han quedado muestras, en cambio, de la actitud de Rodó con respecto a Sánchez (aunque como crítico prácticamente lo ignoró, durante su segunda legislatura promovió un proyecto de ley para enviar a Europa al dramaturgo) o a Quiroga (en una carta de 1904, el crítico elogia El crimen del otro y censura implícita y retroactivamente Los arrecifes de coral).

Si se compara la digna mesura de Rodó con agravio personal y demagógico que ejercieron, en célebres polémicas, otros integrantes de la Generación (Roberto de las Carreras, Álvaro Armando Vasseur y el propio Julio Herrera y Reissig), cabe reconocer que Rodó nunca descendió al insulto, a la tendenciosa invención de vicios o deshonestidades, con el único fin de descalificar al adversario77. Cuando polemizó (recuérdense sus diferencias con Manuel Ugarte) lo hizo con altura y -lo que es más importante aún- con argumentos.

Aunque los otros ocho escritores de primera línea que integraron la generación del 900, no llegaron nunca a reconocer el liderazgo de Rodó, es evidente que, en la época de su muerte, y aunque sólo habían desaparecido Sánchez, Herrera y Reissig y Delmira Agustini, él era el escritor uruguayo de mayor prestigio, no sólo en el ámbito nacional sino en toda América Hispánica e incluso en España, donde la alta estima que, pese a ocasionales desacuerdos, evidenciaron por su obra escritores como Unamuno o Leopoldo Alas, significó para Rodó la posibilidad de un reconocimiento intelectual, comúnmente escatimado en la Península a los escritores latinoamericanos.




ArribaAbajo- III -

El pionero que quedó atrás


Hace algo más de medio siglo, en una conferencia que pronunció en el Ateneo de la Juventud de México, Pedro Henríquez Ureña no vaciló en calificar a Rodó como «el primero, quizá, que entre nosotros influye con solo la palabra escrita»78. En esa época y en esta América, semejante tipo de influencia todavía representaba algo insólito, sobre todo si se considera que Rodó -especialmente a través de su Ariel- influyó en los jóvenes mucho antes que en los maduros intelectuales.

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En los Andes, con Jaime Bravo y Juan Zorrilla de San Martín, cuando representaron al Uruguay en las fiestas del centenario de Chile, 20 de septiembre de 1910.

Ahora que la aspiración de trascendencia ha pasado a ser una actitud generalizada en el intelectual latinoamericano, es fácil caer en la tentación de tratar -y situar- injustamente a Rodó. Pero en los primeros años del siglo, el impulso y la influencia de Rodó fueron los de un pionero. Antes que él, sólo Martí había obtenido una similar resonancia continental, pero el prestigio del cubano no era exclusivamente literario; su persuasión latinoamericana fue sobre todo póstumamente ejercida, al amparo de su vida y su muerte de héroe. Rodó, en cambio, no era un héroe, ni pretendía serlo. Aun el heroísmo protagónico (individualista, o, más correctamente, egocentrista) que Carlos Real de Azúa atribuye con razón a la Generación del 900, en Rodó se da de un modo amansado, contemporizador. Es sencillamente un escritor que tiene algo que decir y que, por eso mismo, siente la obligación moral de comunicarlo, de hacerlo ajeno a medida que lo va haciendo suyo.

Influir con solo la palabra escrita era por cierto una novedad; ni el intelectual, ni -menos aún- el simple lector, estaban siquiera medianamente preparados para asimilar ese impulso. Si no a todos tomó de sorpresa, en la mayoría produjo una conmoción. El lenguaje de Rodó es refinado, pero a la vez comunicativo, y tal simbiosis suele desconcertar. El estado de ánimo, la reacción que siguió al Ariel, no puede calificarse de desconcierto, pero es curioso que un libro tendente en cierto modo a exaltar el equilibrio, provocara algunos arranques j que, para la época, deben haber aparecido como extremos.

Hoy resulta tarea fácil detenerse en las carencias de Rodó, en sus miopías, en sus dictámenes fallidos, en sus pronósticos errados, en las amplias volutas (ya pasadas de moda) de su estilo, tantas veces desprovisto de calidez. Hoy resulta sencillo indicar qué caminos debió haber seguido, en qué bifurcación se equivocó. Pero no hay que olvidar que en muchos de los temas que trató, Rodó abría la primera brecha. ¿No alcanza el mérito de haber inaugurado una actitud, para disculparle algunos balbuceos, algunas faltas de intuición, algunos pasos en falso? Es cierto que, por ejemplo, Rodó parece a veces no advertir el fenómeno imperialista (ya veremos más adelante que, sin embargo, tal fenómeno no le pasó totalmente inadvertido) y pone todo el énfasis de su discurso de 1900 en la denuncia de un «mercantilismo corruptor», pero también es cierto que buena parte de la visión adulta que hoy tienen los intelectuales latinoamericanos acerca de la actitud económicamente colonialista de los Estados Unidos con respecto a las naciones, más o menos independientes, que están al sur del Río Bravo, tiene su origen (o recibió su impulso) en aquella honesta, aunque débilmente documentada, denuncia de Rodó. En ese sentido, la mayor importancia del discurso rodoniano radicó en una función que no ha sido vista hasta ahora con suficiente claridad. En un instante de la historia de América en que el nuevo poderoso acababa de vencer a España y daba a Cuba una precaria libertad, Rodó recalcaba que «la admiración por su grandeza y su fuerza es un sentimiento que avanza a grandes pasos en el espíritu de nuestros hombres dirigentes, y aún más quizá, en el de las muchedumbres fascinables por la impresión de la victoria». La labor efectiva cumplida por Ariel fue cambiar ese estado de admiración por un estado de alerta. Quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo. Recuérdese, finalmente, que Rodó no era un hombre de izquierda. Quizá podría llamársele un liberal, pero con cierta proclividad a las tendencias más conservadoras dentro de esa denominación. El enfrentamiento con Batlle y Ordóñez dentro de las filas del coloradismo, pudo haber tenido su pretexto en episodios aislados y en distanciamientos personales, pero en el fondo significaba asimismo un desacuerdo político, un choque entre la habilidad maniobrera y política de Batlle (a quien, según Rodó, la oposición acusaba de «fomentar estos disturbios semisocialistas») y cierta resistencia idealista y a la vez conservadora, de un escritor que vivía entre libros, tenía muy pocos contactos verdaderos con el pueblo, y estaba, sin quererlo, un poco al margen de las realidades sociales más ingratas del Continente.

En la controversia política, Batlle venció holgadamente a Rodó, y creo que tuvo suficientes razones para vencerlo. Examinadas hoy las respectivas actitudes, es evidente que Batlle tuvo más pupila, más intuición, más astucia y también más cultura política. Reconocerlo, no impide admitir que los planteos de Rodó fueron de los más honestos y mejor intencionados que conoció la política uruguaya. Y sea dicho esto, aun incluyendo en la confrontación los «viejos tiempos» de los llamados partidos tradicionales, o sea cuando éstos no habían llegado al grueso estilo de mostrador, que ahora parece definitivamente impuesto.

Todavía hoy, desde la actual (y cada vez más motivada) militancia antiimperialista, siguen llegando reproches contra Rodó. Sin embargo, probablemente fuera más útil reconocer que la de Rodó fue una de las primeras voces que se alzó en el Continente para reivindicar la común raíz latina de estos pueblos, y una de las primeras asimismo en relevar la posibilidad de oponer al poderoso del Norte todo un haz de naciones, unidas por la herencia, el idioma y el pasado comunes.

Es claro que Rodó desconocía muchas realidades de nuestra América. «Ni una línea para el indio hay en Ariel» se queja con razón Medardo Vitier79. Pero Rodó no desconocía esas realidades tanto como -por cierta pereza investigadora- se ha dicho. En las Obras Completas de Rodó, publicadas en 1957 por Aguilar, en Madrid, se incluye por primera vez un artículo («Nuestro desprestigio», Diario del Plata, 29 de abril, 1912) en el que Rodó enumera varias de las más deprimentes realidades continentales.

En América latina siempre hay dos acusaciones listas para ser disparadas contra todo aquel que se atreve a opinar, en términos personales, sobre la realidad nacional o continental. «Lo que dice os obvio», dicen unos, con elegante menosprecio, como si obvio fuera sinónimo de falso. Por desgracia para el esnobismo doméstico, las verdades también pueden ser obvias, y en ese caso, el prejuicio intelectual contra el lugar común no resulta un aceptable pretexto para callarlas. «Lo que dice demuestra su falta de información, ya que ignora los planteos y teorías de A, B y C». Pero todavía no ha sido demostrada la conveniencia de que la erudición deba ser manejada con sentido evangélico, o enarbolada con pretensiones de infalibilidad.

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A los cuarenta años
(Foto Fitz Patrick, Montevideo)

Rodó ha sido una frecuente víctima propiciatoria de tales denuncias, particularmente centradas sobre Ariel. Apenas diez años después de la publicación de este libro, Pedro Henríquez Ureña salía en su defensa: «Hoy, cuando entre nosotros empieza a perderse la castiza costumbre de pensar personalmente las cuestiones morales y se prefiere tratarlas según las fórmulas librescas de una psicología barata y de una sociología endeble, el esfuerzo de Rodó, al renunciar a tan fácil y vulgar triunfo, adquiere significación señaladísima: atrevido es desafiar así a la moda que se presenta con máscara de ciencia. Pero, pese a lo que, para concederle valor máximo al libro, necesitarían encontrar, al abrirlo, una aparatosa clasificación de elementos étnicos y una autoritaria valuación de influencias ambientes; pese a los que creen imposible hallar ideas donde hay estilo -como si el gran estilo no exigiera, precisamente, ejercicio de pensar, como si los grandes pensamientos de la humanidad se hubieran expresado siempre en la prosa incorrecta de Comte o en la enmarañada de Krause, y no más bien en la pintoresca de Bacon, en la ágil de Descartes, en la perfecta de Platón, "el maestro de la prosa griega y acaso el maestro supremo de la prosa en la humanidad" según la expresión de Gilbert Murray-, pese a toda incomprensión, Ariel es la más poderosa voz de verdad, de ideal, de fe, dirigida a la América en los últimos años»80. Y en 1945, usando ya todo el peso de su prestigio continental, señalaba el mismo ensayista dominicano que Ariel «predica verdades fundamentales, por más obvias que parezcan», y agregaba: «Las palabras de Ariel se dijeron en el momento oportuno. El prodigioso desenvolvimiento de los Estados Unidos, seguido de la victoria de 1898, asombrosamente fácil, sobre una nación que nominalmente seguía conservando rango de potencia mundial, había hallado incontables admiradores en los países del sur. Surgió un brote de nordomanía. Y, como la admiración conduce a la imitación, buen número de admiradores del éxito soñaron con una Sudamérica entregada por entero a empeños 'prácticos', de acuerdo con su interpretación miope del ejemplo dado por la democracia norteamericana. Rodó les puso en guardia contra el remedo a ciegas de una civilización que él veía como magnífico torso, pero no como estatua terminada, y nos advirtió a todos del peligro de que nuestra reciente prosperidad pudiera llevarnos a un futuro fenicio»81.

Hoy, la actitud de Rodó puede parecer corta, limitada, tímida quizá. Pero ¿qué otra había para sustituirla en 1900? «Era la época del A quoi tient la superiorité des Anglo-Saxons? -explicaba Alfonso Reyes en 1936, pero refiriéndose a los principios del siglo-. Y era la época de la sumisión al presente estado de las cosas, sin esperanzas de cambio definitivo ni fe en la redención. Sólo se oían las arengas de Rodó, nobles y candorosas» 82. Nobles y candorosas, es cierto, pero virtualmente únicas. La peor injusticia que puede cometerse con respecto a Rodó, es no ubicarlo, al considerar y juzgar su obra, dentro de un proceso histórico.

Es justamente en ese proceso histórico, donde el mérito de Rodó se acrece, sobre todo si se tiene en cuenta que, pese a haber heredado maneras, sensibilidad y estilo, de sus maestros europeos; pese a ser él, temperamentalmente, mucho más europeo que americano, no vacila sin embargo en dedicar una parte vital de su tiempo y de sus energías a la búsqueda de las más entrañables motivaciones de su realidad hispanoamericana. Son justamente figuras hispanoamericanas (Bolívar, Montalvo, Juan María Gutiérrez) las que sirven de temas a varios de los mejores ensayos que figurarán en El mirador de Próspero. Y justo es reconocer que Rodó no se queda en la significación histórica (caso de Bolívar) o literaria (caso de Montalvo o Juan María Gutiérrez); se muestra, además, como un ameno y documentado narrador de vidas.

Ariel fue en su momento, no sólo para América sino también para el propio Rodó, una suerte de síntesis, de puesta al día. Por un lado, la hierática veneración hacia la juventud que recoge de sus autores griegos («Grecia hizo grandes cosas porque tuvo, de la juventud, la alegría, que es el ambiente de la acción, y el entusiasmo, que es la palanca omnipotente»); por otro, el paralelo de esa juventud ideal con las nuevas promociones (inexpertas, maleables, disponibles) de América. Ariel es, para Rodó, un diálogo con sus dudas, con sus temores, con sus esperanzas. (Para Arturo Ardao, es también un diálogo del autor con sus demonios interiores83. (Afirmar que Próspero, el viejo y venerado maestro que alecciona en Ariel a sus discípulos, es la automática personificación de El que vendrá («trasposición americana de un Zaratustra más benigno» al decir de Ventura García Calderón 84) significa ceder a una tentación demasiado fácil. Aparte de que el autor del opúsculo de 1897 era -pese a los pocos años de diferencia- considerablemente menos maduro que el de Ariel; aparte de que el mismo Rodó se confesó más adelante intelectualmente alejado de El que vendrá pero en cambio mantuvo una general adhesión a los términos de su Ariel, es conveniente señalar que la encendida oración de 1897 tiene una seguridad casi ofensiva, mientras que el discurso de Próspero pesa cuidadosamente argumentaciones; aconseja, más que asegura; estimula a pensar, en vez de brindar fórmulas hechas. Casi podría asegurarse que a la fecha de la publicación de Ariel, el salvador tan enfáticamente anunciado por Rodó en el primer cuaderno de La vida nueva, ya se había virtualmente convertido en el que no vendrá. De las seis partes en que se divide Ariel, sólo una está consagrada a los Estados Unidos. (Las otras cinco se dedican a exaltar la belleza moral de la juventud y la «fe en la vida»; a aconsejar el desarrollo de la naturaleza entera y no una sola faz del espíritu; a relevar la importancia de la cultura estética en el carácter de los pueblos; a advertir contra los peligros de la democracia mal entendida y a demostrar que una democracia bien entendida es el ambiente más propicio para la cultura intelectual; a exaltar, finalmente, la confianza en el porvenir.) Sin embargo, los severos reparos que opone Rodó a los Estados Unidos y a su agresivo utilitarismo, se han conservado como la más conocida faceta del discurso de Próspero. ¿A qué se debe esa difusión, cuando la mayor parte de los críticos (desde Pedro Henríquez Ureña, quien calificó ese análisis como «la parte más discutible y más discutida de la obra», hasta Zum Felde85) han señalado sus debilidades y su insuficiencia? En rigor, parece haber más de una causa. El tema -que fuera planteado por Rodó con ejemplar honestidad- se presta sin embargo para la cita tendenciosa86, cuando no para la falsa oposición. Están los que acuden a Rodó para menospreciarlo, para señalar su ignorancia del fenómeno imperialista, para acusar su prescindencia de los factores económicos. Están los que acuden a Rodó para glosarlo con rectificaciones, como fue el caso del director de un diario montevideano que se dio el lujo de rectificar el célebre «los admiro, pero no los amo» de Rodó, a los Estados Unidos, mediante la escueta eliminación del adverbio negativo, dejando así expresa constancia de su admiración, agregada a su amor. Están los que recurren a Rodó para los efectos finales de su oratoria (ministros, senadores, diputados, suelen apelar a su mnemónico digesto rodoniano para decorar el tedio de sus énfasis). Están, por último, los que se acercan sin doble intención al latinoamericanismo de Rodó. Solo estos están en la actitud mental imprescindible para admitir que, pese a sus carencias, omisiones e ingenuidades, la visión de Rodó sobre el fenómeno yanqui, rigurosamente ubicada en su contexto histórico, fue en su momento la primera plataforma de lanzamiento para otros planteos posteriores, menos ingenuos, mejor informados, más previsores; y admitir asimismo que la casi profética sustancia del arielismo rodoniano conserva, todavía hoy, cierta parte de su vigencia. Me refiero particularmente a dos aspectos. Es probable que la oposición de Rodó a lo que llamó nordomanía fuera para él una mera aplicación de su resistencia al utilitarismo (en un artículo de 1912, escribió: «Confesemos que la nueva vía interoceánica que abren al Norte los yanquis, con separarnos geográficamente nos acerca más al foco europeo. Y esto ya es algo»), y ésta, a su vez, sólo un aspecto de su posición idealista. Pero la nordomanía ha invadido, de mayor a menor, toda la vida latinoamericana. Coca Colas y Marión Brandos, Philip Morris y «Reader's Digest», leones de la Metro y atentados kukluxklánicos, tecnicolor y discriminaciones raciales, sex-appeal y macartismo, televisión y redadas policiales, todo se ha ido calcando sin mesura, en un estilo de grosera, inconsciente parodia, que era precisamente el más temido por Rodó y que Pedro Henríquez Ureña sintetizaba en dos palabras claves: «futuro fenicio».

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Retrato por Vázquez Díaz para el artículo «Cabezas» de Rubén Darío, aparecido en Mundial, enero de 1912

Pero hay otro aspecto todavía más importante. Aunque Rodó desconociera (o, por lo menos, omitiera) ciertas vergonzantes realidades, políticas y sociales, de América latina; aunque el enfoque latinoamericanista de Rodó pueda haber tenido otras raíces y otras intenciones; lo cierto es que, después de Bolívar, su voz debe haber sido la más tenaz en señalar la común raíz de estos pueblos, la más optimista en reclamar una solidaridad latinoamericana frente (y no junto) al gigante del Norte. Alfonso Reyes fue uno de los primeros en reconocer esa importancia del llamado de Rodó. Es increíble lo actuales que suenan unas palabras escritas por el escritor mexicano para la revista Unión Panamericana: «No sé si os asombrará lo que os digo; pero hubo un día en que mi México pareció -para las conciencias de los jóvenes- un don inmediato que los cielos le habían hecho a la tierra, un país brotado de súbito entre dos mares y dos ríos: sin deudas con el ayer ni compromisos con el mañana. Se nos disimulaba el sentido de las experiencias del pasado, y no se nos dejaba aprender el provechoso temor del porvenir. Toda noticia de nuestra verdadera posición ante el mundo se consideraba indiscreta. Por miedo al contagio, se nos alejaba de ciertas "pequeñas repúblicas revolucionarias". ¡Y teníamos un concepto estático de la patria, y desconocíamos los horrores que nos amenazaban, sólo para que gimiéramos más el día del llanto! Y creíamos -o se nos quería hacer creer- que hay hombres inmortales, en cuyas generosas rodillas podían dormirse los destinos del pueblo. Y entonces la primer lectura de Rodó nos hizo comprender a algunos que hay una misión solidaria en los pueblos, y que nosotros dependíamos de todos los que dependían de nosotros. A él, en un despertar de la conciencia, debemos algunos la noción exacta de la fraternidad americana. ¡Y hasta por estar a mil leguas de las mecánicas preocupaciones políticas era más exacta esa noción! Hasta por desentenderse de toda esa andamiada jurídica del panamericanismo, y fundarse sólo en un impulso de colaboración superior que dicta el sentimiento y que la razón corrobora. Porque son una gran mentira todos esos centros de propaganda, todos esos congresos parlantes, todas esas tramas diplomáticas. Porque la fraternidad americana no debe ser más que una realidad espiritual, entendida e impulsada de pocos, y comunicada de allí a las gentes como una descarga de viento: como un alma»87.

Una última observación. Tanto se ha hablado de la ceguera de Rodó con respecto al fenómeno imperialista, que parece conveniente traer, en su descargo, una cita francamente reveladora. Se trata de un artículo (no incluido hasta ahora en ninguna edición de sus Obras completas) publicado por Rodó el 4 de agosto de 1915, en El Telégrafo88. En ese año, el gobierno de los Estados Unidos había propuesto a la consideración de los representantes diplomáticos de las naciones latinoamericanas, la conveniencia continental de una acción conjunta para intervenir en la situación interna de México y procurar una solución que la normalizara. La situación trae recuerdos más cercanos, y son precisamente esos recuerdos los que permiten valorar mejor la respuesta de Rodó, que en sus párrafos sustanciales decía: «En principio, toda intervención extranjera en asuntos internos de un estado soberano, máxime cuando estos asuntos no tienen complicaciones de hecho que hieran directamente las inmunidades o la dignidad de otros Estados, debe excluirse y repudiarse con resuelta energía, haciendo de esa exclusión uno de los fundamentos esenciales de toda política internacional americana. Aceptar transacciones o condescendencias en la aplicación de ese principio, significaría un gravísimo precedente, que, más que a nadie, debería alarmar a las naciones de escasa extensión territorial, condenadas -si ese criterio quedase autorizado-, a la afrenta de las intervenciones de afuera, siempre que la apreciación, justa o injusta, de sus vecinos poderosos creyera llegada la oportunidad de inmiscuirse en sus querellas internas. La política internacional de los Estados Unidos del Norte tiene antecedentes conocidos, en cuanto a su ingerencia en las cuestiones domésticas de los pueblos de este Continente. El propósito de intervención que ahora se insinúa, resultaría en cualquier caso lógico y consecuente con esa orientación histórica de la política norteamericana, pero para los demás pueblos del Nuevo Mundo -consultados con cortés oficiosidad- se presenta la ocasión de resolver si les toca cooperar, directa o indirectamente, al desenvolvimiento de una norma internacional que tienda a establecer, en América, algo como una tutela protectora y filantrópica de los fuertes y ordenados sobre los débiles y revoltosos. Que, valida de la superioridad de su fuerza, la poderosa nación del Norte haya efectuado sus intervenciones desenmascaradas, como en Cuba y Panamá, y ejerza una intervención constante y encubierta en los negocios públicos de otros Estados hispanoamericanos, es cosa que no constituye gran baldón para las demás repúblicas del Continente, si se considera que no les es exigible con justicia una acción internacional proporcionada a los medios y recursos de su enorme vecino. Pero que todo eso vaya a continuar y completarse con el asentimiento expreso y la colaboración complaciente de los propios pueblos de la América latina, es una aberración que jamás podría disculparse y contra la cual deben prevenirse seriamente los gobiernos consultados para dar forma al propósito interventor de que se habla».

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Dibujo de Dumont para ilustrar un artículo de Rodó sobre Santiago Maciel aparecido en Caras y Caretas, 7 de diciembre de 1912

Refiriéndose a unas palabras de Rodó, por las que éste negaba que Sarmiento, Bilbao, Martí, Bello o Montalvo, fueran escritores de una u otra parte de América, sino que debían ser considerados ciudadanos de la intelectualidad americana, escribió cierta vez Unamuno: «No sé si esto no es más que un sueño de Rodó; pero es un sueño alto y noble. Es el sueño del gran Libertador, de Simón Bolívar, que pretendía dar libertad a Cuba y Puerto Rico y "establecer un equilibrio permanente entre la gran República de origen inglés y las repúblicas de origen español"»89.

Como en todo sueño, en la visión de Rodó sobre la concordia hispanoamericana, hay mucha realidad distorsionada. Pero también la realidad sufre distorsión en las pesadillas que nos enseñan a soñar quienes mediatizan nuestras naciones. A diferencia de las frustráneas pesadillas, los sueños nobles y altos sirven de estímulo. De los pueblos hispanoamericanos va a depender que la realidad corrija y mejore aquel futuro soñado por Rodó.




ArribaAbajo- IV -

Ideas en circulación


De la importante correspondencia que Rodó sostuvo con Miguel de Unamuno, es posible entresacar dos postulados que me parecen fundamentales en la obra literaria del escritor uruguayo. En una carta del 12 de octubre de 1900 (año en que aparece Ariel) le escribe Rodó a Unamuno: «Tengo en mucho el aspecto artístico y formal de la literatura; creo que sin estilo no hay obra realmente literaria; y en la medida de mis fuerzas procuro practicar esa creencia mía. Pero también estoy convencido de que sin una ancha base de ideas y sin un objetivo humano, capaz de interesar profundamente, las escuelas literarias son cosa leve y fugaz». Catorce meses más tarde, en otra carta de Montevideo a Salamanca, figura este párrafo: «En América sigue predominando la literatura de abalorios, juguetes chinos y cuentas de cristal. Luchamos por poner en circulación ideas; por hacer pensar; por formar público para el libro que trae quelque chose dans le ventre, como dice Zola. Estos pueblos son escenario muy pequeño (para empresas de orden intelectual) en la actualidad; pero nos anima el que el porvenir de ellos es grande y seguro. Es nuestra única ventaja».

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En su gabinete de trabajo, a los cuarenta y un años, 1912

Los postulados que me parece reconocer son éstos: 1) sin estilo no hay obra realmente literaria; 2) luchamos por poner en circulación ideas. Sintetizando aún más: estilo e ideas son en Rodó algo así como obsesiones. El primero es vehículo indispensable para la difusión de las segundas -y éstas constituyen lo único que otorga sentido al estilo. Tratemos, en consecuencia, de ver qué evolución experimentó Rodó en ambos aspectos.

Conviene, sin embargo, que el repaso de esos procesos en la obra de Rodó sea precedido de un intento de ubicación de esa misma obra frente al fenómeno (para decirlo con un término también rododiano) más proteico de la historia de la literatura hispanoamericana: me refiero al Modernismo. Incluir a Rodó entre los modernistas, se ha convertido no sólo en un lugar común, sino también en un hábito crítico. Con o sin reservas, con o sin vacilaciones, los nombres de Rodó y Darío figuran, en la mayoría de los panoramas críticos, en un nivel y una categoría que parece otorgarles el liderazgo del movimiento. De la idea de ese doble caudillaje, deriva una probable confusión. Aparte de ser el verdadero promotor de esa revolución lírica, Darío mantuvo, a través de libros y de años, una fiel consecuencia con la actitud poética que él proyectó (mirándolas con una innovación contagiada pero arrolladora) sobre las letras españolas e hispanoamericanas. Desde Azul (1888) y Prosas profanas (1896), hasta el Canto a la Argentina y otros poemas (1910), es posible verificar las transformaciones de un creador, pero contemporáneamente con ellas, es dable reconocer la evolución que sufre el mismo Modernismo. Darío no es sólo el promotor, sino también el barómetro del movimiento.

En cambio, la actitud de Rodó con respecto al Modernismo es mucho menos compacta, y sólo es legítimo incluir su obra en el movimiento, si se considera a éste en los términos más amplios y no en los restringidos. O sea que si los modernistas hispanoamericanos, como quiere Federico de Onís, «son al mismo tiempo clásicos, románticos, parnasianos, simbolistas, realistas y naturalistas», entonces puede ser que Rodó sea uno de ellos. Si, en cambio, el modernismo hispanoamericano sólo es, como pretende Pedro Salinas, el campo de una poesía brillante, cromática, exquisita, sensual, entonces hay que borrar a Rodó del movimiento. Max Henríquez Ureña, que escribió una no tan Breve historia del modernismo (que, si a veces, en el juicio individual sobre autores no resulta demasiado feliz, acierta sin embargo en su ojeada de conjunto) señala: «El punto de partida del modernismo fue simplemente negativo: rechazar las normas y las formas que no se avinieran con sus tendencias renovadoras y representaran, en cambio, el viejo retoricismo que prevalecía en la literatura española de aquel momento. Hacer la guerra a la frase hecha, al clisé de la forma y al clisé de idea. Modernista era todo el que volvía la espalda a los viejos cánones y a la vulgaridad de la expresión. En i o demás, cada cual podía actuar con plena independencia. El modernismo no era propiamente una escuela, y, por lo tanto, no cabían en él exagerados pruritos de escuela»90.

Pues bien, aun definición tan amplia como ésta, no le cae estrictamente de medida a Rodó, quien, si bien le volvió la espalda a la vulgaridad de la expresión, no se la volvió en cambio, por lo menos totalmente, a los viejos cánones. En cuanto a las frases hechas y al clisé de ideas, Rodó no sólo no les hizo la guerra, sino que muchas veces las eligió (con intuición, con inteligencia, con buen gusto, con erudición) para que sirvieran de basamento (como el Anch'io sono pittore de Corregio) o de toque final (como el Creen que creen de Coleridge en el desarrollo de sus propias ideas. Más aún: tan bien aprendió Rodó la lección de los antiguos acuñadores de lemas, que él mismo no vaciló en acuñar los propios. Precisamente uno de ellos, el más difundido: «Reformarse es vivir», es la frase inicial de Motivos de Proteo. Y su célebre reacción frente a los Estados Unidos («aunque no les amo, les admiro») es recogida más de una vez por el propio Rodó en su correspondencia91. Evidentemente, se trataba de una de esas ideas que quería poner en circulación, según el propósito confesado a Unamuno.

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Manuscrito de Rodó, 1913 (RI)

Lo cierto es que la actitud de Rodó frente al Modernismo fue variando a través del tiempo. De 1897 es este fragmento: «Al modernismo americano le matará la falta de vida psíquica. Se piensa poco en él, se siente poco». (Es curioso comprobar que acusaciones semejantes serán lanzadas luego contra Rodó por los antiproteístas que encabezaran Alberto Zum Felde en el Uruguay y Luis Alberto Sánchez en el resto del Continente.) Del mismo año es otro texto más contundente: «Me parece haberlo afirmado alguna vez: nuestra reacción antinaturalista es hoy muy cierta, pero muy candorosa; nuestro modernismo apenas ha pasado de la superficialidad. En América, con los nombres de decadentismo y modernismo, se disfraza a menudo una abominable escuela de trivialidad y frivolidad literarias, una tendencia que debe repugnar a todo espíritu que busque ante todo, en la literatura, motivos para sentir y pensar». Y agrega: «Los que vemos en la inquietud contemporánea, en la actual renovación de las ideas y los espíritus algo más, mucho más, que ese prurito enteramente pueril de retorcer la frase y de jugar con las palabras a que parece querer limitarse gran parte de nuestro decadentismo americano, tenemos interés en difundir un concepto completamente distinto del modernismo, como manifestación de anhelos, necesidades y oportunidades de nuestro tiempo, muy superiores a la diversión candorosa le los que se satisfacen con los logogrifos del decadentismo gongórico y las ingenuidades del decadentismo azul».

En 1899 publica Rodó su estudio sobre Prosas profanas, y ese año marca seguramente su mayor proximidad con el Modernismo. Aunque el ensayo comienza con la afirmación (seguramente, dolorosa para Rodó) de que «Rubén Darío no es el poeta de América», no tiene inconveniente en aseverar que hasta su advenimiento «no cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que ésta a todo el sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo». (Otra curiosa equivalencia: éste, o parecido reproche, esgrimirán también contra Rodó los anti-rodonianos de la generación del Centenario.) Pero también destaca en el poeta un «individualismo soberbio» y un «delicado instinto de selección», y habla de su «genialidad» y de su «absoluta pasión por lo selecto y por lo hermoso». Aunque como labor crítica resulta excelente y esclarecedora (todavía hoy sigue siendo una lectura ineludible si se estudia a Darío), lo que aquí me interesa destacar no es esa innegable virtud, sino el punto de aproximación al Modernismo que significa el estudio sobre Prosas profanas en la trayectoria de Rodó. Una aproximación que es asimismo (aunque sólo provisoria, aunque pródiga en salvedades) identificación: «Yo no soy un modernista también; yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas. Y no hay duda de que la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra frívola y fugaz de los que le imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores. Por eso yo he separado cuidadosamente, en otra ocasión, el talento personal de Darío de las causas a que debemos tan abominable resultado; y le he absuelto, por mi parte, de toda pena, recordando que los poetas de individualidad poderosa tienen, en el sentir de uno de ellos, el atributo regio de la irresponsabilidad para los imitadores, dije entonces, ha de ser el castigo, pues es suya la culpa; a los imitadores ha de considerárseles los falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas, al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura de la virginidad».

Después de esa adhesión condicionada, Rodó volvió a alejarse del Modernismo. Evidentemente, su acercamiento transitorio tuvo más que ver con su reconocimiento de Darío como poeta excepcional, que como adherente a los rasgos más peculiares del movimiento acaudillado por el nicaragüense. En carta a Manuel Díaz Rodríguez, del 20 de enero de 1904, dice Rodó: «En efecto; siempre que me ha tocado dar juicio sobre la literatura americana contemporánea he insistido en que su defecto radical y más grave es su despreocupación infantil respecto de toda idea, de todo alto interés que afecten a las sociedades en que esa literatura se produce. Vive cultivando formas, sonidos y colores. Y yo, que como el que más gusto, en el arte literario, de lo que esencialmente es arte; yo que venero la forma, el estilo, y me deleito en el color, no por eso limito mi concepto de la literatura a lo que en ella hay de desinteresado, de asimilable al juego, como del arte opina Spencer; sino que he creído siempre en la trascendencia social, en lo que tiene de propaganda de ideas, de eficaz instrumento de labor civilizadora». A Unamuno le escribe el 20 de marzo de 1904: «La vida literaria se arrastra por aquí (y, en general, en América) muy perezosa y lánguida. Por fortuna, va pasando, si es que no ha pasado ya, aquella ráfaga de decadentismo estrafalario y huero que nos infestó hace ocho o diez años. Yo creo que pocas veces en pueblos civilizados del todo se habrá dado ejemplo de tan pueril trivialidad literaria y tanta perversión del gusto, y tanta confusión de ideas críticas, y tanta ignorancia y tanta manía de imitación servil e inconsulta, como se vio en algunas partes de nuestra América con motivo de aquello». Y a Luis Enrique Azarola Gil, el 27 de septiembre de 1909: «Nada más justo que lo que usted observa sobre la vanidad de la obra de imitación o de falsificación, en que se disipan las fuerzas de los que aún imaginan vivos los decadentismos y se empeñan en americanizarlos». Si a esto se agrega el artículo sobre la antología de Manuel Ugarte, La joven literatura hispanoamericana, escrito por Rodó en 1907 con la transparente intención de sinonimizar modernismo y decadentismo y transferir a la primera palabra todas las acusaciones que tenía disponibles para la segunda, el modernista de 1899 resulta virtualmente imposible de reconocer en la última etapa de la otra rodoniana.

Refiriéndose a una probable equidistancia de Motivos de Proteo con respecto al academismo y al modernismo, dice Carlos Real de Azúa: «Hacia ninguna de las dos vertientes se inclina muy decisivamente el lenguaje del libro que, aunque se halle convocado con una fruición mayor a la que operaba en Ariel, es fundamentalmente, genérico y neutro, y posee escasas palabras inusuales. En obra tan taraceada, esta contención es signo de gusto seguro»92.

Toda reflexión sobre el estilo de Rodó ha de estar en cierto modo marginada, comentada, enjuiciada, por sus relaciones con el Modernismo. Pero también ha de tener estrecha relación con su concepto del oficio literario. Existe una carta de Rodó a Luis Contreras, del 28 de febrero de 1902, en la que Rodó detalla una verdadera arte poética: «Esta manera de escribir para ser leído por el público es nuestra esclavitud, nuestro oficio por lo menos, como todo lo que se hace por oficio, llega a producir hastío irremediable. Libertémonos transitoriamente de él, escribiendo para nosotros mismos o para alguno de nuestros semejantes de los que son capaces de comprender aquel hastío y esta voluptuosidad. Como usted, yo busco ahora la paz de la conversación callada con la propia conciencia o con la tranquila Naturaleza, libre de vanidades y exhibiciones, destilando íntimamente el jugo que el alma quiera dar de sí, sin oprimirla con los artificios de la producción forzada y convencional, que es mi mayor aborrecimiento. Creo que nada serio y fecundo puede producirse sin el antecedente de un período de reclusión, sinceridad y olvido de preocupaciones ajenas a lo esencial de la idea que queremos expresar».

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Caricatura por M. Barthold, en 1913

En su varias veces aquí citada Introducción, dice Rodríguez Monegal: «Cuando se habla del estilo único e inmutable, fijado para siempre desde los mismos orígenes el escritor»93. ¿Cuál es ese estilo Rodó? Evidentemente, el de Ariel y, sobre todo, el de Motivos de Proteo («un estilo que se celebra o se vitupera como único», dice el mismo crítico). En ambos libros Rodó desenvuelve una tendencia muy personal hacia el dilatado período y la amplia voluta; da vueltas y revueltas con imágenes sucesivas o encadenada, antes de dejarlas caer, con todo el paso de su atavío literario, sobre el toque final del larguísimo párrafo. Creo sinceramente que este estilo de Rodó, en el que todavía se regodean muchos glosadores, no sólo es la parte más vulnerable de su labor literaria, sino también la más agotada, la más exangüe. Pero, al margen de esta afirmación, conviene hacer dos aclaraciones: 1) la perecibilidad del estilo no implica necesariamente el agotamiento de las ideas que subyacen en él (contrariamente a la afirmación de Rafael Cansinos Assens: «Rodó me ha hecho pensar más de una vez en la mediocridad bien vestida»94, podría afirmarse que las obras de Rodó son, muchas veces, buenas o excelentes ideas, mediocramente vestidas, o por lo menos vestidas con barroca cargazón verbal); 2) ese estilo de gran ensayo (ejemplificado especialmente, para mal o para bien, por Motivos de Proteo) no es el único estilo de Rodó.

En los primeros años de su carrera, Rodó no escapó al itinerario más o menos ritual de todo neófito literario, y escribió algunos poemas, de los cuales sólo se conocen cinco, incluidos en el primer tomo de la edición oficial de las obras completas de Rodó: Los escritos de la «Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales». Poesías diversas95, que estuvo a cargo de Juan Antonio Zubillaga y José Pedro Segundo. Este último, además, es el autor de un estudio sobre Rodó poeta, incluido en el mismo volumen. Ni siquiera la aproximación simpática de Segundo, puede disimular que la obra poética de Rodó carece de valor. Después de señalar pormenorizadamente varios defectos de ejecución («descuidos», los llama tolerantemente Segundo) en los poemas de Rodó, agrega: «Estas incongruencias formales constituyen un problema lleno de curiosidades e interés; cómo este hombre de pluma, escritor de tan probada corrección en su labor de prosista, incide de improviso en estas imperfecciones constantes, no bien se acomoda sobre el lomo de Pegaso y oprime los ijares del alado pisador mitológico»96. La respuesta es fácil, sobre todo si se piensa que el mismo Rodó nunca reunió -ni autorizó que nadie reuniera- sus poemas en volumen. Éstos fueron simplemente ejercicios, sin mayores pretensiones literarias. Según testimonio de Juan Antonio Zubillaga, Rodó negó en alguna oportunidad haber escrito versos, justificando así ese no reconocimiento de sus frustradas tentativas: «Versos que el autor no reconoce, son versos sin responsabilidad para él». De modo que tanto los críticos como el autor juzgado, coinciden en considerar como inexistente esta zona de la obra rodoniana. Por mi parte, no pienso alterar esa unanimidad.

Un terreno mucho más estimable (sin ser por cierto el más importante) de la obra de Rodó, es el narrativo. Sin llegar a ser propiamente un narrador, Rodó creó suficientes parábolas como para reclamar una ojeada especial a este sector. No creo, sin embargo, que Rodó haya sido un auténtico narrador. Sus cuentos siempre son simbólicos y están incluidos en algún desarrollo intelectual; son algo así como carteles ilustrativos, o de alerta, que sobrevienen en ciertas curvas de su pensamiento. «Frenadas del ritmo discursivo», han sido acertadamente llamadas97. Sus parábolas no son narraciones con mensaje, sino meras ilustraciones de un desarrollo intelectual. Este reconocimiento no disminuye la calidad literaria de tales virtudes, sino que simplemente sirve para situarlas en su contexto, al que inexorablemente pertenecen. Por eso la edición aislada (probada varias veces) de las parábolas, despoja a éstas de un sostén que les es indispensable y en definitiva amortigua su efecto, deprecia su valor. Tanto Roberto Ibáñez (que ha dedicado un excelente estudio98 a las parábolas) como Real de Azúa, convienen en afirmar que las parábolas pertenecen a su alrededor, funcionan con él. «Unas cuantas parábolas -decía en cambio muy parabólicamente Ventura García Calderón refiriéndose a Motivos de Proteo- florecerán en la barca galilea, y en todo el resto podrá hacer el otoño su estrago magnífico»99. En realidad, todavía es prematuro para afirmar que las parábolas han de salvarse, o por el contrario hundirse en el olvido, pero en cambio parece seguro que el olvido o la salvación no habrán de sobrevenir para ellas solas, considerándolas como algo desgajado del resto. Su destino final, su última resonancia, será también la de Motivos de Proteo.

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Primera página de una carta a Leopoldo Lugones (RF)

En 1900, Rodó escribió una breve página titulada «La gesta de la forma» (incluida trece años más tarde en El mirador de Próspero) que probablemente resume, mejor que ningún análisis crítico, cuál fue su modo de componer, incluidas sus obsesiones, sus luchas, sus manías, y también, como es lógico, su innegable capacidad de creación. «Desde el momento en que queréis hacer un arte -dice allí Rodó-, un arte plástico y musical, de la expresión, hundís en ella un acicate que subleva todos sus ímpetus rebeldes. La palabra, ser vivo y voluntarioso, os mira entonces desde los puntos de la pluma, que la muerde para sujetarla; disputa con vosotros, os obliga a que la afrontéis; tiene un alma y una fisonomía. Descubriéndonos en su rebelión todo su contenido íntimo, os impone a menudo que le devolváis la libertad que habéis querido arrebatarla, para que convoquéis a otra, que llega, huraña y esquiva, al yugo de acero. Y hay veces en que la pelea con esos monstruos minúsculos os exalta y fatiga como una desesperada contienda por la fortuna y el honor. Todas las voluptuosidades heroicas caben en esa lucha ignorada. Sentís alternativamente la embriaguez del vencedor, las ansias del medroso, la exaltación iracunda del herido. Comprendéis, ante la docilidad de una frase que cae subyugada a vuestros pies, el clamoreo salvaje del triunfo. Sabéis, cuando la forma apenas asida se os escapa, cómo es que la angustia del desfallecimiento invade el corazón». Y agrega esta frase reveladora: «La lucha del estilo es una epopeya que tiene por campo de acción nuestra naturaleza íntima, las más hondas profundidades de nuestro ser».

En Rodó, el estilo parabólico está indisolublemente unido al ensayístico, al desarrollo que intenta un gran vuelo de pensamiento. Existe, sin embargo, otra zona de su obra que vive y sobrevive con bastante independencia (en verdad, toda la relativa independencia que puede tener un sector particular de la obra de un creador multilátero): me refiero a la crítica literaria.

Rodríguez Monegal ha señalado con acierto que no sería difícil probar hoy que Rodó fue un mal crítico literario (recuérdense sus elogios, prodigados a Campoamor, Núñez de Arce, Vargas Vila), o un crítico literario meramente correcto (recuérdense sus tolerantes juicios sobre Leopoldo Díaz, Francisco García Calderón, Carlos Arturo Torres) o un buen crítico literario (ensayos sobre Galdós, Rubén Darío, Reyles, Juan Ramón Jiménez, Rafael Barret, Montalvo). Sin perjuicio de reconocer que Rodó fue un crítico irregular100 en materia de aciertos, creo sinceramente que sus buenos trabajos en esta zona constituyen no sólo lo más estimable de su obra, sino también la parte de la misma que menos ha sufrido el riguroso castigo, la inevitable discriminación del tiempo. Lo único lamentable es que Rodó no haya practicado este género con más asiduidad. Su extenso ensayo Juan María Gutiérrez y su época, con notable re-creación del ámbito histórico que condicionó y a la vez estimuló una determinada eclosión literaria, es seguramente un trabajo ejemplar y el que mejor justifica la «esplendorosa facultad crítica» que Carlos Real de Azúa le atribuye a Rodó.

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Portadas de varias ediciones con selección de parábolas tomadas de Motivos de Proteo

Para el rastreo de influencias hay una base -que puede descartarse- en un párrafo de una carta de Rodó a Unamuno, escrita el 12 de octubre de 1900: «Mis dioses son Renan, Taine, Guyau, los pensadores, los removedores de ideas, y para el estilo, Saint-Victor, Flaubert, el citado Renan». Completando esta confesión, sucesivos críticos han señalado otras influencias. Isaac Goldberg, Zum Felde y René Bazin señalan el aporte de Platón; Gonzalo Zaldumbide, aparte de los dioses admitidos por Rodó, menciona los nombres de Emerson, Maeterlinck y Macaulay; la influencia de Bergson (puesta en duda, o negada, por Osvaldo Crispo Acosta, Clemente Pereda y Zum Felde) es relevada por Pedro Henríquez Ureña («la grande originalidad de Rodó está en haber enlazado el principio cosmológico de la evolución creadora con el ideal de una norma para la vida»101), en tanto que Arturo Ardao limita el aporte bergsoniano a las teorías psicológicas; Carlos Real de Azúa se detiene (además de otros nombres ya citados) en la contribución de Amiel, Sainte-Beuve, la probable de Hartmann; Ventura García Calderón cree reconocer el trazo de Barrès; Rodríguez Monegal (además de confirmar, después de haber tenido acceso a los cuadernos preparatorios de Proteo, que Rodó había leído y extractado directamente a Montaigne y Bergson) agrega los nombres de Dostoievsky, Nietzsche, y, entre los franceses, los de Brunetière, France, Baudelaire, Gautier, Villemain; Medardo Vitier reconoce la influencia de Carlyle y de Bourget; Clemente Pereda, la de Marco Aurelio; Rafael Barrett, la de William James; Roberto Ibáñez, la de Ibsen.

Es corriente que a veces se confundan las fuentes con las influencias. Leconte de Lisie, indicado a veces102 como fuente probable de la historia del mancebo Hylas (cap. CVIV de Motivos de Proteo) no ejerció, sin embargo, ninguna influencia visible en Rodó; tampoco unos versos de la Medea de Séneca, aludidos en la parábola de Leuconoe103, sirven para ejemplificar una verdadera influencia del filósofo cordobés. Al formular serias objeciones a la labor investigadora de las fuentes rodonianas, realizada por Clemente Pereda104, Rodríguez Monegal señala atinadamente que dice el autor «no siempre distingue entre escritores que (como Renan o Taine) alimentaron largamente su pensamiento y otros que sólo sirvieron para inquietarlo un instante (Amiel, por ejemplo) o fueron usados como lujosos ejemplos de algún desarrollo (Gracián). Tampoco distingue, entre los pensamientos reflejados por las páginas de Rodó, aquéllos que eran patrimonio cultural del 900 o lugares comunes de todas las épocas, y otros que provenían de fuentes que el pensador había consultado largamente»105. Esta observación podría extenderse a buena parte de los estudios sobre fuentes de Rodó, minuciosos pero a menudo algo miopes, que suelen llevarse a cabo como trabajos de seminario o tesis universitarias, y que caen fácilmente en la investigación detectivesca. Algo de eso tiene, por ejemplo, el enorme trabajo, de concepción y estructura un poco escolares, efectuado por el crítico español Glicerio Albarrán Puente sobre El pensamiento de José Enrique Rodó106.

Después de todo, cierta desorientación crítica resulta explicable, si se considera que una de las características de asimilación más importantes en Rodó es cierta extraña capacidad para amalgamar en una modalidad creadora y personal los distintos elementos detectados por su interés y su sensibilidad. Ni en el estilo ni en las ideas puede reconocerse una impronta única, un sello permanente. En el primer aspecto, es posible relevar párrafos enteros que responden a los ritmos verbales de Saint-Victor, pero también otros que heredan la obsesiva caza del vocablo ideal -a través de sinonimias, de paralelismos- que tan hábilmente practicaba Flaubert. En el segundo, la mimetización del legado normativo muy a tono con el temperamento y las preocupaciones de Rodó, no es por cierto el único ejemplo a contabilizar. Arturo Ardao ha visto con claridad la curva filosófica que trazara Rodó desde le positivismo al idealismo, registrada, en el campo del conocimiento, mediante una sustitución «del dogmatismo de la razón abstracta, por un alerta sentido crítico de una razón identificada con la experiencia vital»107. El propio Rodó confesó alguna vez (en 1899, ensayo sobre Rubén Darío) pertenecer con toda su alma a «la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas», agregando luego (en 1910, ensayo sobre Carlos Arturo Torres) que el positivismo, «piedra angular de nuestra formación intelectual, no es ya la cúpula que la remata y corona». Ardao ha señalado que el idealismo de Rodó, en cuanto expresión filosófica, «no procede directamente de idea, como en aquel sentido metafísico, sino de ideal. Este término deriva a su vez de idea, pero aquí no como adjetivación o predicado, sino con la significación sustantiva de idealidad. La idealidad es, para Rodó, una esfera generada por la existencia plural del ideal, que su pensamiento distingue y opone con insistencia a la de la realidad. El ideal existe, aunque sólo en idea; mas, no en calidad de representación abstracta o de concepto puro, engendro formal de la lógica. Existe, para decirlo con el término que ha hecho fortuna en la filosofía contemporánea y cuya proyección Rodó no tuvo tiempo de conocer, como valor que apunta a la realidad aspirando y exigiendo ser trascendido de algún modo a ella. Es por esta afirmación, y sólo por ella, del ideal como valor, que oponía el idealismo al positivismo, considerado éste en todas sus manifestaciones -estéticas, éticas y especulativas- como realismo»108.

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Dedicatoria de Rodó a Juan Antonio Rodríguez

Rodó, que (según su categórica confesión) no aguantaba a Pascal, tenía sin embargo una suerte de vocación religiosa embarcada en un rumbo racionalista. En su excelente ensayo, Ardao ha brindado algunos cabos de este planteo, abonándolo con oportunas citas del propio Rodó, pero creo que es lícito ir más lejos en ese reconocimiento. A pesar de que este terreno, como tantas otras zonas del pensamiento rodoniano, está lleno de tembladerales, me parece reconocer en toda la actitud de Rodó una tendencia, una calidad de alma, una predisposición, que parecen corresponderse con la sed religiosa de alguien que no ha hallado su religión. Que Rodó no haya encontrado la explicación religiosa que en cierto modo exigía la pigmentación racionalista de su epidermis intelectual, no significa por cierto que el agnosticismo le viniera de un impulso interior. Por algo escribió (en Liberalismo y jacobinismo): «Nos inquietarán siempre la oculta razón de lo que nos rodea, el origen de donde venimos, el fin a donde vamos, y nada será capaz de sustituir el sentimiento religioso para satisfacer esa necesidad de nuestra naturaleza moral, porque lo absoluto del Enigma hace que cualquiera explicación positiva de las cosas quede fatalmente, respecto de él, en una desproporción infinita, que sólo podría llenarse por la absoluta iluminación de una fe». A Rodó nunca le llegó la fe, y por eso se mantuvo la desproporción infinita, la inseguridad espiritual que es en cierto modo el tono más sostenido en la obra -psicológicamente proteica- de Rodó. Por eso sirve menos como mensaje que como testimonio personal; por eso ha dejado, en varios sentidos, de ser actual pero sigue siendo patética; pe eso, aunque en varias facetas del estilo aparezca como caduca, en su relación inevitable y umbilical con el espíritu que la generara, sigue pareciendo humanamente viva; por eso, aunque se haya vuelto parcialmente anacrónica y el tiempo haya subrayado sus flojedades proféticas, todavía es posible reconocerla como fundamentalmente honesta. En 1911 (Mi retablo de Navidad), Rodó habló, con extraño calor, de un Dios en formación y a él se dirigió en estos términos: «Tú puedes ser un símbolo en que todos nos reconciliemos. Tal vez el Dios de la verdad es como Tú». Quizá a esa altura de su vida sintió Rodó que Dios se estaba formando en él, pero es más que seguro que nunca llegó a transformarlo en una convicción. Resulta curioso recortar, de la última página escrita por Rodó, precisamente el párrafo final: «Presencié, en Viernes Santo, una procesión callejera, al uso antiguo de nuestras ciudades, con séquito populoso y formas de teatral solemnidad. Un simulacro de Cristo, de peso abrumador, a juzgar por el visible esfuerzo de sus portadores, era llevado en hombros de una veintena de tiernos congregantes». También Rodó fue, a través de su vida, algo así como un tierno congregante que nunca pudo concebir otra cosa que un simulacro de Dios. Aunque resulte de un peso tan abrumador como Dios mismo, un simulacro, un remedo de Dios, no sirve en cambio para apuntalar ningún tipo de esperanza.

¿Conclusiones? Pocas, o ninguna. Recuerdo que hace algunos meses, estando en España, interrogué a dos poetas del grupo de Barcelona acerca de su actitud con respecto a la generación del 98, y uno de ellos me dijo textualmente: «Lo que pasó con los del 98 es que a nosotros nos enseñaron que debíamos considerarlos como valores vivos. Bueno, como valores vivos nos resultaron insoportables. El único que parecía muerto (un clásico, bah) era Valle-Inclán, y entonces no tuvimos prejuicios para apreciarlo como el estupendo escritor que es». Algo de eso nos pasa a nosotros. Creo que ha llegado la hora de considerar a los escritores del 900 (tal vez con la única excepción de Quiroga) como valores muertos, como ilustres e importantes valores muertos, y sólo así estaremos en la posición justa (no sólo con respecto a nosotros, sino también con respecto a ellos) para apreciarlos en su medida exacta, en su verdadera dimensión. Es abusivo confrontar a Rodó con estructuras, planteamientos, ideologías actuales. Su tiempo es otro que el nuestro, y eso resulta palmario en una lectura minuciosa y total como la que he debido efectuar antes de compaginar este volumen. Alguien ha señalado con justeza que «Rodó derivaba de Spencer y de Taine; no de Kierkegaard o de Nietzsche, de Marx o de Proudhon, adelantados del siglo XX»109. Rodó no fue un adelantado, ni pretendió serlo. Es cierto que penetró en el siglo XX, pero más bien lo visitó como turista, incluso con la curiosidad y la capacidad de asombro de un turista inteligente; su verdadero hogar, su verdadera patria temporal, era el siglo XIX, y a él pertenecía con toda su alma y con toda su calma. Pero los capítulos de historia (así sea de la historia literaria) no sólo están hechos por quienes los anuncian, sino también por quienes lo culminan. Rodó no fue un lujoso remate de una época que se extinguía. Reprocharle sus miopías resultaría hoy tan cándido como el inocuo intento de reactualizar sus ingenuidades. Su actitud intelectual fue de una permanente honestidad, y su dignidad de escritor no fue una metáfora, sino un hecho. Y en ese sentido, su nombre irradia ejemplo hacia todas las épocas y generaciones, incluido (¿por qué no?) nuestro tiempo, tan propenso a las súbitas, retadas contriciones, y -algo infinitamente más desalentador- a las explicaciones del arrepentimiento.

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Cédula de identidad expedida el 7 de julio de 1916, una semana antes de que se embarcara para Europa. La edad está equivocada: no tiene 42 años, sino 44 (RF)






ArribaAbajoTextos escogidos de Rodó


ArribaAbajoNotas sobre crítica

Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela y merezca la atención de la más cercana posteridad.

...Leopoldo Alas traduce acertadamente en máxima de crítica la frase famosa de Terencio: «No me es ajeno nada de lo que es humano». El mejor crítico será aquel que haya dado prueba de comprender ideales, épocas y gustos más opuestos.

Si hubiera de graduarse el nivel a que alcanza en la clasificación de las inteligencias el espíritu de cada escritor, tomando por base sus aspiraciones respecto de la crítica que ha de pronunciarse sobre sus obras, yo propondría la fórmula siguiente: «El escritor de noble raza es aquel que ambiciona, ante todo, ser comprendido. El vulgar escritor es aquel que procura, ante todo, ser elogiado».

El ministerio de la crítica no comprende tareas de mayor belleza moral que las de ayudar a la ascensión del talento real que se levanta y mantener la veneración por el grande espíritu que declina.

Reservad la benevolencia de la crítica para juzgar las caídas de los grandes y no la empleéis en cohonestar la inepcia de los pequeños.

El crítico que al cabo de dos lustros de observación y de labor no encuentre, en aquella parte de su obra que señala el punto de partida de su pensamiento, un juicio o una idea que rectificar, una página siquiera de qué arrepentirse, habrá logrado sólo dar prueba, cuando no de una presuntuosa obstinación, de un espíritu naturalmente estacionario o de un aislamiento intelectual absoluto.

10 de enero de 1896.




ArribaAbajo«¿Mi autobiografía?»

Carta al director de la revista La Carcajada


Sr. Pedro W. Bermúdez Acevedo.

Amigo de mi aprecio: Empezaré por confesar Ud. que de todas las cartas que recuerdo haber recibido en mi vida, la que Ud. ha tenido la amabilidad de dirigirme, es acaso la que me ha puesto en mayor perplejidad. Expone Ud. en ella su deseo de que a la caricatura que se propone dar de mí en su jovial e interesante «Carcajada», acompañe algo escrito por mí mismo y que se parezca lo más posible a una autobiografía. Mi perplejidad empezó al llegar en su carta a esta palabra, que leí varia veces, restregándome otras tantas los ojos por si había leído mal. ¿Cómo haría yo para satisfacer su pedido sin limitarme a enviar a Ud. mi partida de nacimiento ni recurrir al expediente de inventarme una novela de aventuras, y cómo contestar, por otra parte, a su amabilidad, con el desaire de una absoluta negativa?

Si yo quisiera aprovechar la oportunidad para hacer una frase, y para declararme, al mismo tiempo, libre de responsabilidad en el hecho de no encontrar en mi vida nada que merezca ser objeto de una revelación más o menos interesante u oportuna; adoptaría la solución de parodiar en esta carta un dicho famoso. El poeta de las Orientales decía una vez a sus críticos: «No me habléis de lo que hubiera podido hacer, sino de lo que he hecho». Volviendo la frase del revés y acomodándola a las exigencias de situación, yo, con igual énfasis, le diría «No me pregunte Ud. por lo que he hecho, sin por lo que hubiera podido hacer».

Todos los Bouvard y todos los Pécuchet del mundo se reservan el derecho de pensar que ellos hubieran podido ser unos grandes hombres, si hubieran nacido en tiempos menos difíciles y prosaicos que los que les han tocado en suerte. Cada pacífico burgués es libre de declararse atormentado por la nostalgia de Grecia, ni más ni menos que Enrique Heine o Alfredo de Musset, con la segura convicción de que, si hubiera vivido en tiempos de Pericles, hubiera sido un Sófocles o un Fidias.

Dado, pues, que en punto a los acontecimientos narrales e interesantes de mi vida, sólo podría satisfacer decorosamente su curiosidad con esa disculpa vanidosa de no tenerlos, y todavía me quedaría el camino de referirme en mis informaciones, no a la vida íntima, y a darle fiel y exacta cuenta de mis cualidades, de mis defectos, de mis cavilaciones, de mis pareceres y mis gustos.

Pero ¿qué quiere Ud.? Este género de subjetivismo, que me parece tolerable, y aun delicioso, en labios de los poetas, antójaseme ridículo o pedantesco cuando se le da por envoltura el tejido ordinario de la prosa.

No me propongo negar que las confesiones, las memorias, los diarios -todos esos géneros de literatura íntima que tan mal le parecen a M. Brunetière, el antipático y discretísimo censor literario de la «Revista de Ambos Mundos»- sean, según alguien lo ha dicho, delicado manjar, muy gustado por los sibaritas del entendimiento. Pero si los tengo por tal, es sólo a condición de que procedan de quienes lleven dentro, o hayan realizado en su vida, algo que merezca la pena de ser sabido de los otros, y a condición también de ser absolutamente sinceros, ferozmente sinceros, con aquel grado de sinceridad que acaso no es legítimo ni razonable pedir sino al que escribe memorias que no han de darse a la publicidad mientras el autor pertenezca al mundo de los vivos.

No me parece odioso el yo como a Pascal: lo que me parece odioso es el falso yo de las confesiones amañadas pensando en el efecto y adoptando la pose más conducente al visible fin de interesar como los Credos de ópera, hechos para ser cantados ante el público de los teatros. Creo, pues, en el interés de las confidencias literarias, cuando ellas son ingenuas y cuando nos guían por los vericuetos de un espíritu escogido; no me parece que se pierda el tiempo refistoleando y sutilizando, con la porfía de un Amiel, en los propios pensares de pensares, cuando esto se hace con sagacidad y con gracia; pero me causa horror pensar en lo que podría llegar a ser este género de literatura personal el día en que se la declara puerto franco y fuera fácilmente accesible para las tentaciones de la tontería.

¿Cuán es, pues, el medio que me queda por ensayar para complacerle?

Aún podríamos salir del paso, planteando Ud. y contestando yo uno de esos cuestionarios inocentes, en los que la indiscreción se limita a averiguar del interpelado cuál es su color favorito, cuál es la flor y el manjar que más le gustan, en qué país desearía habitar, qué autor es el de su predilección, etc., etc. Pero como de todas las maneras que pueden idearse para hablar de sí mismo, ésta me parece la más tonta, renuncio a aprovecharla como la solución de mis dudas y la reservo para cuando haya de llenar una página de álbum.

En suma: que por esta vez se queda Ud. sin autobiografía, ni confesión, ni prosa confidencial o subjetiva, ni cosa que lo valga, ya que no hallo camino de cumplir de razonable manera los deseos de usted.

Otra razón, justificativa de mi excusa, se me ocurre, para el caso de que me resolviera a pasar por alto las dificultades de alguno de esos medios de complacerle. Y es ella que, aun dando por cierto que yo no merezca figurar en la categoría de vulgo literario, ¿sería éste suficiente motivo para que alguien encontrara interés en lo que yo me arrojara a decir de mí?

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Cena de despedida, el 12 de julio de 1916. Rodó es el séptimo de la izquierda

Piense Ud. en que abundan las gentes para quienes nuestra afición a ocuparnos en asuntos de literatura significa sólo un pasatiempo, un entretenimiento inofensivo; una manera de llenar los ratos de ocio, comparable al billar, al ajedrez, al juego de damas, o a la resolución de charadas o logogrifos. Escribir bien es, pues, una habilidad que en concepto de muchas gentes doctas y serias, y aunque ellas no lo digan, no debe de exceder en mucho a la que cabe demostrar aplicándose a cualquiera de esos juegos. Y yo todavía no sé que, por voraces e insaciables que sean la curiosidad y el espíritu investigador de nuestra época, por increíbles que sean los extremos a que haya llevado esa universal manía de la información que Pompeyo Gener clasifica entre las grandes neurosis contemporáneas, ellos hayan llegado nunca hasta pedir que sean sometidos a una interview, para obtener la revelación de sus cosas íntimas, un ajedrecista distinguido, un hábil aficionado a juegos de ingenio, o un buen jugador de carambolas.

¿No le parece a Ud., amigo mío, que con todo lo dicho se halla suficientemente justificada mi excusación y que debe usted perdonarla con su habitual y generosa benevolencia? En caso contrario puede Ud. hacer uso de esta carta, presentándola como una prosaica imitación del soneto de Violante, en la que se trata de los medios de escribir una autobiografía y se concluye por no adoptar ninguno.

Deseo a «La Carcajada» la resonancia y la duración inextinguible del reír de los dioses; y me suscribo a Ud. afectísimo colega y amigo.

José Enrique Rodó

Montevideo, enero de 1897.

(Publicado en «La Carcajada», 25 de enero de 1897.)




ArribaAbajo La gesta de la forma

¡Qué prodigiosa transformación la de las palabras, mansas, inertes, en el rebaño del estilo vulgar, cuando las convoca y las manda el genio del artista!... Desde el momento en que queréis hacer un arte, un arte plástico y musical, de la expresión, hundís en ella un acicate que subleva todos sus ímpetus rebeldes. La palabra, ser vivo y voluntarioso, os mira entonces desde los puntos de la pluma, que la muerde para sujetarla; disputa con vosotros, os obliga a que la afrontéis; tiene un alma y una fisonomía. Descubriéndonos en su rebelión todo su contenido íntimo, os impone a menudo que le devolváis la libertad que habéis querido arrebatarle, para que convoquéis a otra, que llega, huraña y esquiva, al yugo de acero. Y hay veces en que la pelea con esos monstruos minúsculos os exalta y fatiga como una desesperada contienda por la fortuna y el honor. Todas las voluptuosidades heroicas caben en esa lucha ignorada. Sentís alternativamente la embriaguez del vencedor las ansias del medroso, la exaltación iracunda del herido. Comprendéis, ante la docilidad de una frase que cae subyugada a vuestros pies, el clamoreo salvaje del triunfo. Sabéis, cuando la forma apenas asida se os escapa, cómo es que la angustia del desfallecimiento invade el corazón. Vibra todo vuestro organismo, como la tierra estremecida por la fragorosa palpitación de la batalla. Como en el campo donde la lucha fue, quedan después las señales del fuego que ha pasado, en vuestra imaginación y en vuestros nervios. Dejáis en las ennegrecidas páginas algo de vuestras entrañas y de vuestra vida. ¿Qué vale, al lado de esto, la contentadiza espontaneidad del que no opone a la afluencia de la frase incolora, inexpresiva, ninguna resistencia propia, ninguna altiva terquedad a la rebelión de la palabra que se niega a dar de sí el alma y el color?... Porque la lucha del estilo no ha de confundirse con la pertinacia fría del retórico, que ajusta penosamente, en el mosaico de su corrección convencional, palabras que no ha humedecido el tibio aliento del alma. Eso sería comparar una partida de ajedrez con un combate en que corre la sangre y se disputa un imperio. La lucha del estilo es una epopeya que tiene por campo de acción nuestra naturaleza íntima, las más hondas profundidades de nuestro ser. Los poemas de la guerra no os hablan de más soberbias energías, ni de más crueles encarnizamientos, ni, en la victoria, de más altos y divinos júbilos... ¡Oh Ilíada formidable y hermosa; Ilíada del corazón de los artistas, de cuyos ignorados combates nacen al mundo la alegría, el entusiasmo y la luz, como del heroísmo y la sangre de las epopeyas verdaderas! Alguna vez has debido ser escrita, para que, narrada por uno de los que te llevaron en sí mismos, durara en ti el testimonio de alguna de las más conmovedoras emociones humanas. Y tu Homero pudo ser Gustavo Flaubert.

1900.

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Despedida en el Círculo de la Prensa, 13 de julio de 1916 (AS)




ArribaAbajoEl Cristo de la jineta

Después del Cristo de paz, hubo menester la humana historia del Cristo guerrero, y entonces naciste tú, Don Quijote. Cristo militante, Cristo con armas, implica contradicción, de donde nace, en parte lo cómico de tu figura, y también lo que de sublime hay en ella.

Imagen 44  (Pág. 139)

Homenaje estudiantil a Rodó frente al Círculo de la Prensa, 13 de julio de 1916

Atribuyeron a Cristo casta real, dijeron que era de la sangre de David; y tú conjeturaste que había que pasar igual cosa contigo: «Podría ser, ¡oh Sacho! -dijiste- que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey». Nació Cristo en su aldea humilde, a la que para siempre levantó de la oscuridad su cuna. Lugareño fuiste también tú, y sólo por ti vive en la memoria del mundo tu Argamasilla. Cuando se aludía a Él por su nacimiento, no se vinculaba a su nombre el de su pueblo, sino el de su región: el Galileo se lo llamaba; como tú tomaste para añadir a tu nombre el de la comarca de que eras, el del viejo Campo Esportuario: la Mancha de los moros. Él, antes de poner por obra nuestra redención, quiso ser consagrado por manos del Bautismo; como tú, antes de arrojarte a no muy menores empresas, quisiste recibir, del castellano de tu castillo, la pescozada y el espaldarazo. Cuarenta días y cuarenta noches pasó Él en retiro del desierto; y tú, en tu penitencia de Sierra Morena, pasaras otros tantos, no sacarte de allí maquinaciones de los hombres. Rameras hubo a Su lado y las purificó Su caridad; como a tu lado, y transfiguradas por tu gentileza, maritornes y mozas del partido. Él dijo: «Bienaventurados los que padecen persecución de la justicia»; y tú, pasando del dicho inaudito al hecho temerario, trozaste la cadena de los galeotes. Él atraía y retenía a su cohorte con la promesa del reino de los cielos; como tú a la cohorte tuya -unipersonal, pero representativa del pululante coro humano-, con la promesa del gobierno de la ínsula. Si enfermos sanó Él, tú valiste a graviados y menesterosos. Si Él conjuró los espíritus de los endemoniados, a ti te preocupó el remediar encantamientos. Ni a Él quiso reconocerle el sentido común como Mesías, ni a ti como andante caballero. Burla y escarnio hicieron de Su mesianismo como de tu caballería; y si la madre y los hermanos del Maestro le buscaban para disuadirle y Él hubo de decir:«No tengo madre ni hermanos», bien se te pusieron y te obstaculizaron en tu casa, tu ama y tu sobrina. Cuando desbaratas el retablo del titiritero, donde lo heroico se rebajaba a charlatanería de juglar, haces como Él que echó por tierra las mesas de los mercaderes y las sillas de los vendedores de palomas. Indígnanse los sacerdotes de Jerusalén, porque ven que festeja la multitud a Cristo; y porque a ti te festejan en casa de los Duques, se indigna un ensoberbecido y necio clérigo... Y es tu Jerusalén la casa de los Duques; allí, después de festejársete, padeces persecución; allí te befan, allí te llenan de ignominia. Como Pedro al Maestro, Sancho, hechura tuya, te niega, cuando con cobarde sigilo llega a confesar a la Duquesa lo que el vulgo llama tu locura. El letrero que en Barcelona cosen a tu espalda es el «Éste es el Rey de los Judíos», con que se te expone a la irrisión. Sansón Carrasco es el Judas que te entrega. Un publicano, San Mateo, escribió el Evangelio de Cristo; y otro publicano, Miguel de Cervantes, tu Evangelio. Dos naturalezas había en ti, como en el Redentor: la humana y la divina; la divina de Don Quijote, la humana de Alonso Quijano el Bueno. Murió Alonso Quijano, y para otros quedaron su hacienda, y las armas tuyas, y el rocín flaco y el galgo corredor; pero tú, Don Quijote, tú, si moriste, resucitaste al tercer día: no para subir al cielo, sino para proseguir y consumar tus aventuras gloriosas; y aún andas por el mundo, aunque invisible y ubicuo, y aún deshaces agravios, y enderezas entuertos, y tienes guerra con encantadores y favoreces a los débiles, los necesitados y los humildes, ¡oh sublime Don Quijote Cristo ejecutivo, Cristo-León, Cristo a la jineta!

1906.




ArribaAbajoRecóndita Andalucía

Al margen de las Elegías de Juan R. Jiménez


Quien en el verbo lírico ame, sobre toda otra cosa, la verdad de la expresión personal, lea el libro de Jiménez. Esta poesía es personalísima del poeta, en la esencia y en la envoltura; es su alma misma, puesta en la más limpia y transparente expresión que alma humana pueda darse en palabras. Infunde el poeta de tal modo su espíritu en los caracteres de la forma, que nuestra lengua, de duro bronce resonante, semeja pasar en sus versos por una entera transfiguración. Nunca se la hizo tan leve, tan vaporosa, tan alada. Leyendo estas Elegías se reconocen, con sorpresa y arrobamiento, todos los secretos de espiritualidad musical, de sugestión melódica, que cabe arrancar al genio de una lengua tenida por tan exclusivamente pintoresca y estatuaria.

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En Pernambuco, a bordo del Amazon, el 21 de julio de 1916

Y si en la forma es singular, en la manera como el poeta siente la poesía de las cosas, su personalidad aparece aislada, y como nostálgica, en su medio. Jiménez nació y vive en la más meridional Andalucía. Sabiéndolo, alguien me preguntaba después de leer conmigo este libro: «¿Dónde está aquí el sol andaluz?»... Y, en efecto, el sol que el poeta canta no es el que ven los demás en Andalucía: es el suyo; es el sol velado, melancólico y mustio que difunde sobre los campos su «pena de enfermo», en una admirable página de las Elegías. El cielo que el poeta refleja no es el que inspiró los encendimientos de gloria en las Concepciones, de Murillo; no es el que inflama de oro y de púrpura el ambiente del Viaje incomparable de Gautier: es el cielo gris que ha dejado, para siempre, en el arroyo, donde ve el poeta la imagen de su corazón, un fondo de ceniza, según otra página muy bella de este libro. Los jardines por donde el poeta vaga no son los que visten las márgenes del Betis y el Genil con las pompas triunfales de una primavera inmarcesible: son aquellos a cuyos tristes rosales prestó la dulce y pálida paseante de otra de las Elegías la gracia melancólica de sus maneras... ¿Será esto razón para concluir que no es Jiménez un poeta de Andalucía? Yo creo que sí lo es, y que lo es de la manera más honda. Leopoldo Alas decía, a propósito de El patio andaluz, de Salvador Rueda, que no hay una sola Andalucía, sino varias. Hay seguramente muchas; pero, por mi parte, yo también sé, o tengo vislumbres, de varias. Hay una que detesto; otra que admiro; otra, muy vagamente sabida, que quiero y me encanta. La que detesto es la de la plaza de toros, y el alarde vulgar, y la alegría estrepitosa, y el gracejo de los chascarrillos. La que admiro es la de los poetas sevillanos, y los pintores fervientes de color, y la naturaleza ebria de luz, y las pasiones violentas e insaciables. La que quiero y me encanta es una que, por muy delicados indicios, sospecho que existe: una muy sentimental, muy suave, muy dulce; como nacida de la fatiga lánguida y melancólica que siguiera a los desbordes de sangre, de sol y de voluptuosidad, de aquella otra Andalucía, la admirable, la solamente admirable; no la adorable, la divina, la hermética... Y Jiménez es el poeta de esta última Andalucía, soñada más que real, y tiene de ella el alma y la voz.

1910.

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Portadas de varias ediciones de Rodó publicadas por la Editorial Cervantes de Barcelona




ArribaAbajoMi retablo de Navidad


- I -

El Niño Dios


De toda la pintoresca variedad del Nacimiento vistoso -con el divino Infante, la Virgen doncella, el Esposo plácido, las mansas bestias del pesebre- no venía a mí más dulce embeleso ni sugestión más tenaz que los que traía en sí esta idea inefable: «Dios en aquel día era niño...» Niño en el cielo, niño de verdad, como lo representaba la figura. Mientras yo contemplaba el inocente simulacro, un celeste niño gobernaba el mundo, oía las plegarias de los hombres, distribuía entre ellos mercedes y castigos... ¿Cuándo la idea del Dios humanado, del Dios hecho hombre por extremo de amor, pudo mover en corazón de hombre tan dulce derretimiento de gratitud, mezclado a la altivez de tamaña semejanza, como en el corazón de un niño la idea del Dios hecho niño?

Hoy, que convierto en materia de análisis los poemas de mi candor (el hombre es el crítico, el niño es el poeta), se me ocurre pensar cuán apetecible sería que Dios fuese niño una vez al año. En la «política de Dios» hay, sin duda, inescrutables razones, arcanos planes, propósitos altísimos, a los que se debe que su intervención en las cosas del mundo se reserve y oculte con frecuencia, y que su justicia, mirada desde valle oscuro, parezca morosa, e inactivo su amor. El día del Dios-niño, toda esa prudencia de Dios desaparecerá. Al Dios sabio y político sucedería el Dios sencillo y candoroso, cuya omnipotencia obraría de inmediato, en cabal ejecución de su bondad. En ese día de gloria no habría inmerecido dolor que no tuviese su consuelo, ni puro ensueño que no se realizase, ni milagro reparador que se pidiera en vano, ni iniquidad que persistiera, ni guerra que durara. A ese día remitiríamos todos la Esperanza, y el mayor mal tendría un plazo tan breve que lo sobrellevaríamos sin pena. ¡Oh cuán bella cosa sería que Dios fuese niño una vez al año, y que éste fuera el bien que anunciasen las campanas de Navidad!...

Pero no... Ahora toman otro sesgo mis filosofías del recuerdo del Niño-Dios. Antes que lamentarse porque Dios no sea niño de veras durante un día del año, acaso es preferible pensar que Dios es niño siempre, que es niño todavía. Cabe pensar así y ser grave filósofo. El Dios en formación, el Dios in fieri en el virtual desenvolvimiento del mundo o en la conciencia ascendente de la humanidad, es pensamiento que ha estado en cabezas de sabios. ¿Y hemos de considerarla la peor, ni la más desconsoladora, de las soluciones del Enigma?... ¡Niño-Dios de mi retablo de Navidad! Tú puedes ser un símbolo en que todos nos reconciliemos. Tal vez el Dios de la verdad es como Tú. Si a veces parece que está lejos o que no se cura de su obra, es porque es niño y débil. Ya tendrá la plenitud de la conciencia, y de la sabiduría, y del poder, y entonces se patentizará a los ojos del mundo por la presentánea sanción de la justicia y la triunfal eficiencia del amor. Entre tanto, duerme en la cuna... Hermanos míos: no hagamos ruido de vanidad, ni de feria, ni de orgía. Respetemos el sueño del Dios-niño que duerme y que mañana será grande. ¡Mezamos todos en recogimiento y silencio, para el porvenir de los hombres, la cuna de Dios!!

Imagen 50  (Pág. 147)

Una de las últimas fotografías de Rodó
(Foto Faig, de Montevideo)




- II -

El asno


Asno del pesebre donde el Señor vino al mundo, yo te quería y te admiraba. Tú eras, en aquel espectáculo, el personaje que me hacía pensar. Iniciación preciosa que te debo. Tú, abanicando con los atributos de tu sabiduría, diste aliento a la primera chispa de libre examen que voló de mi espíritu. Tú fuiste mi Mefistófeles, ¡oh Asno! Por amor a ti, por caridad y compasión con que me inundabas el alma, me hiciste concebir los primeros asomos de duda sobre el orden y arreglo de las cosas del mundo, y aun sospecho que, por este camino, me llevaste, con ignorancia de los dos, a los alrededores y arrabales de la herejía.

Verás cómo, Yo, prendado de la gracia inocente y dulce que hay en ti, y que no suelen percibir los hombres, porque se han habituado a mirarte con la torcida intención de la ironía, me interesaba por tu suerte. Viéndote allí, junto a la cuna de Dios, me figuraba que te era debido algún género de gloria. Entonces preguntaba cuál fue tu destino ultratelúrico, y me decían que para los asnos no hay eternidad. Para los asnos no hay en el mundo sino trabajo, burla y castigo, y después del mundo, la nada... La Nueva Ley no modificó en esto las cosas. El sacrificio del Hijo de Dios no alcanzó a ti. El viejo esclavo de Pompeya que debió de trazar, bajo tu imagen, dibujada en la pared, la inscripción de amarga ironía: «Trabaja, buen asnillo, como yo trabajé, y aprovéchete a ti tal como a mí me aprovechó», dijo la desventura del asno pagano y del cristiano. De poco te valió estar presente en el nacimiento del Señor, ni más tarde llevarlo sobre tus lomos en la entrada a Jerusalén, entre palmas y vítores. Ni mejoró tu suerte en la tierra, ni, lo que es peor, se te franqueó el camino del cielo. A mí, este privilegio de la promesa de otra vida para el alma del hombre, con exclusión de la candorosa alma animal, capaz de inmerecido dolor remunerable y capaz también de una bondad que yo no había aprendido todavía a discernir de la bondad humana, porque aún no había estudiado libros de filosofía, se me antojaba un tanto injusto y me dejaba un poco triste. ¡Cómo! El perro fiel y abnegado que muere junto a la tumba del amo, acaso torpe y brutal; el león hecho pedazos en la arena infame; el caballo que conduce al héroe y participa del ímpetu heroico; el pájaro que nos alegra la mañana; el buey que nos labra el surco; la oveja que nos cede el vellón, ¿no recogerán siquiera las migajas del puro festín de gloria a que nos invita el amor de Dios después de la muerte?... De esta manera me acechaba la parvedad herética tras el retablo de Navidad.

Quedábamos en que para ti no hubo Nochebuena. Asno amigo; pero siglos después estuviste a dos dedos de la redención. Un paso más y te ganas los fueros de la inmortalidad, con el suplemento de alguna tregua y alivio en tu condición terrena. Fue cuando, en humilde pueblo de la Umbría, apareció aquel hombre vago, y tal vez loco, que se llamó Francisco de Asís. ¡Venturoso momento! La piedad de este hombre se extendía, como los rayos del sol, sobre todo lo creado. Sentía, presa de exaltadas ternuras, su fraternidad con las aves del cielo, con las bestias del campo y hasta con las fieras del bosque. Hablaba amorosamente del Hermano Lobo, del Hermano Cordero y de la Hermana Alondra. Era como el corazón de Cristo rebosando sobre su amor por nosotros y derramándose en la Naturaleza. Era un Sakiamuni menos triste y austero, más iluminado de esperanza. Parecía venido a predicar un Testamento Novísimo, ante el cual el nuevo pasase a viejo. ¡Yo creo, y Dios me perdone, que a él también le acechaba la herejía!... Pero se detuvo, o no lo comprendieron del todo, y la Naturaleza siguió sin Nochebuena. Tú, Asno hermano, perdiste con ello tu redención, y acaso no perdimos menos los hombres. ¡Ah, si el dulce vago de Asís se hubiera atrevido...!




- III -

Sueño de Nochebuena


En Nochebuena era el soñar despierto, girando la mariposa interior en torno a la imagen de luz pura, que ya aparecía, infantil, en el regazo de la Madre; ya a márgenes del lago o sobre el monte, con sus rubias guedejas de león manso; ya, trágica y sublime, entre los brazos de la Cruz. Mi imaginación era invencionera; la fe le daba alas. Cuentos, leyendas, ficciones de color de rosa, nacían de aquel soñar. Una recuerdo. No sabría reproducirla con su tono, con el metal de voz de la fantasía balbuciente. Será una idea de niño dicha con acento de hombre; será un verso de poeta que ha pasado por manos de traductor.

Era en la soledad de los campos, una noche de invierno. Nevaba. Sobre lo alto de una loma, toda blanca y desnuda, se aparecía una forma, blanca también, como de caminante cubierto de nieve. En derredor de esta forma flotaba una claridad que venía, no de la luz de una linterna, sino del nimbo de una frente. El caminante era Jesús.

Imagen 51  (Pág. 150)

Hotel des Palmes, en Palermo, Sicilia

Allá donde se eriza el suelo de ásperas rocas, un bulto negro se agita. Jesús marcha hacia él; él viene, como receloso, a su encuentro. A medida que el resplandor divino lo alumbra, se define la figura de un lobo, en cuyo cuerpo escuálido y en cuyos ojos de siniestro brillo está impresa el ansia del hambre. Avanzan; párase el lobo al borde de una roca, ya a pocos palmos del Señor, que también se detiene y le mira. La actitud dulce, indefensa, reanima el ímpetu del lobo. Tiende éste el descarnado hocico y aviva el fuego de sus ojos famélicos; ya arranca el cuerpo de sobre la roca..., ya se abalanza a la presa..., ya es suya.... cuando Él, con una sonrisa que filtra a través de su inefable suavidad la palabra:

-Soy Yo -le dice.

Y el lobo, que lo oye en el rapidísimo espacio de atravesar el aire para caer sobre Él, en el mismo rapidísimo espacio muda maravillosamente de apariencia: se transfigura, se deshace, se precipita en lluvia de blancas y fragantes flores. A los pies de Jesús, entre la nieve, las flores forman como una nube mística, sobre la que el divino cuerpo flotara. Y todo mi afán de poeta consistía en que se entendiese que no fue voluntad del sagrado Caminante, ni intervención de lo alto, lo que movió la transformación milagrosa, sino que fue virtud del propio sentir del lobo, espantado, loco, al reconocer a Aquél a quien iba a destrozar con sus dientes: virtud en que arrepentimiento, dolor, vergüenza, ternura, adoración, se aunaron como en un fuego de rayo, y derritieron las entrañas feroces, y las refundieron en aquella forma ducísima, todo ello mientras declinaba la curva del salto que tuvo por arranque la intención de hacer daño... Agregaba mi cuento que el Señor, mirando a las flores que a sus plantas había, hizo sonar los dedos como quien llama a un animal doméstico. Entonces, debajo el manto de flores se levantó, cual si despertara, un perro grande, fuerte y de mirada noble y dulce, de la casta de aquellos que en las sendas del Monte San Bernardo van en socorro del viajero perdido.

Imagen 52  (Pág. 151)

Tumba del cementerio de Palermo, en Sicilia, donde se depositaron transitoriamente sus restos el 2 de mayo de 1917 (AS)

Algunas veces asocio al recuerdo de mi ficción candorosa la idea de esas súbitas conversiones de la voluntad, que por la devoradora virtud de una emoción instantánea, consumen y disipan para siempre la endurecida broza de la naturaleza o la costumbre: Pablo de Tarsos herido por el fuego del cielo, Raimundo Lulio develando el ulcerado pecho de su Blanca, o el Duque de Gandía frente a la inanimada belleza de la Emperatriz Isabel.

1911.






ArribaAbajoNuestro desprestigio

El caciquismo endémico


Todavía ha de pasar mucho tiempo para que en Europa desaparezca el prejuicio que hace aparecer a una gran parte de las repúblicas americanas como semillero de revoluciones, como países fecundos en motines, disturbios y masacres de todo género.

La fama viene de atrás. La figura trágica de los cabecillas que luego de arribados al poder, por la sorpresa de las bayonetas la mayoría, se convirtieron en césares absolutos: Rosas siniestros, Francias sombríos, García Morenos a lo Borgia, ayer; Zelaya, Castres, Alfaros, Reyes no ha mucho; estas siluetas de terror y arbitrariedad son las que han contribuido al descrédito que se cierne sobre el Continente, no obstante las notas aisladas de progreso, de orden, que al presente dan algunas repúblicas.

Pero basta una recorrida a vista de pájaro por nuestras nacionalidades, para que surja la consideración, bastante triste, de desencanto acaso, de que la extinción del prejuicio europeo está lejana aún.

Allí tenemos en México el desenfreno revolucionario en todo su vigor, hasta temerse para aquella república fuerte la deprimente intervención yanqui.

Todavía el eco nos trae, de aquella Saint-Barthélemy de Quito efectuada en los jefes revolucionarios, el frenesí de las turbas ensañadas en los cadáveres de los prisioneros; y el ánimo se consterna ante esa regresión a épocas de barbarie o a las degollinas de manchúes en la China contemporánea.

Sin ir muy lejos, en el Paraguay se bate el record de los problemas políticos insolubles, hasta el punto de que esa tragedia interna caiga en ocasiones bajo el dominio del chascarrillo.

En el Perú se ejecuta a obreros inermes cuyo único delito consistía en la protesta contra el rudo trato de los caporales y la mezquina retribución de un jornal irrisorio.

La autonomía exagerada que ha dado origen al caciquismo en los estados del Brasil, y a las revueltas lamentables de Ceará, Pernambuco y otros puntos, al bombardeo de Manaos, a los motines de la Armada, constituye una seria interrogación para aquella república, hoy, cuando la gran figura de Río Branco ha desaparecido del escenario y su palabra de concordia no repercute.

En la propia Argentina, ¿no hablose hace días del estallido de una revolución? Fortuna fue que la actitud del presidente Sáenz Peña, insólita en esta América donde las elecciones son un mito, actitud que ennoblece ante la historia su administración, conjurara el conflicto.

Si de nosotros se trata, sucede algo peor. Nuestros recientes progresos y la tregua de paz que gozamos, no han bastado para elevarnos a la consideración unánime de los estados florecientes. Se nos confunde tristemente con el Paraguay, acaso por la vecindad o por la consonancia guaranítica de los nombres.

Tanto es así que días atrás un importante diario madrileño publicaba un telegrama que decía poco más o menos: «Los revolucionarios paraguayos atacaron la capital. Reina pánico en Montevideo».

Imagen 53  (Pág. 155)

Manifiesto del Comité de Homenaje a Rodó cuando se velaron sus restos en la explanada de la Universidad y se inhumaron en el Panteón Nacional. 27 y 28 de febrero de 1920 (AS)

Imagen 54  (Pág. 155)

Exhumación de sus restos en el cementerio de Palermo, 1920 (AS)

Y luego hablemos de congresos y conferencias, y propaganda del país en el exterior.

De este desconocimiento en que yacemos en tierras que están ligadas a la nuestra por razones de historia, lenguaje, raza, etc., tienen en gran parte la culpa los representantes diplomáticos que enviamos sin discernimiento, algunos de los cuales sólo se ocupan del confort y del aparato de sus personas, instalando en las legaciones escenarios, salas de baile, de juego; pero sin acordarse de colgar un mapa del país siquiera, en algún rincón.

Todavía pasará, pues, algún tiempo para que la Europa se entere de lo que atesoramos, de las energías que se despliegan en este Continente joven surgido como una promesa a las aspiraciones de todos.

Mañana, cuando el telégrafo en vez de transmitir el bochorno de las revueltas armadas, los destrozos de las guerras civiles o el resultado de las corridas de toros en algunas capitales -Lima, Caracas, México-, cuando en vez de propalar los retrocesos propague los progresos que se alcanzan, los veneros que se explotan, las energías que se despiertan, entonces, sí, vendrá la consideración mundial y con ella la confianza del crédito.

La sensatez patriótica realizará este ensueño.

Entre tanto, confesemos que la nueva vía interoceánica que abren al Norte los yanquis, con separarnos geográficamente, nos acerca más al foco europeo.

Y esto ya es algo.

Calibán

(Publicado en «Diario del Plata», 29 de abril de 1912.)




ArribaAbajoLos gatos del foro trajano

Tomando la Vía Alejandrina para entrar en la del Corso, paso todas las tardes junto al Foro Trajano, o si queréis, junto a la Columna Trajana, que es lo único que verdaderamente queda en pie de aquel complejo monumento, acaso el de más sonada magnificencia entre cuantos vio levantarse y caer este sol de Roma. Un paralelogramo cercado, de nivel mucho más bajo que la calle, contiene, entre silvestres hierbas y lodosos charcos, truncas columnas de granito, algunas de ellas arraigadas al suelo, otras tumbadas; y en medio de estas ruinas resalta, entera y majestuosa, la Columna Trajana, de mármol esculpido, en toda la extensión del fuste, con bajorrelieves que recuerdan el sometimiento de los dacios por el magnánimo y glorioso Emperador. Sus cenizas reposan, o reposaron, dentro del pedestal, dispuesto como sarcófago. Sobre el dórico capitel, en vez de la imagen de Trajano que lo coronaba, descuella, desde tiempos de Sixto V, un San Pedro de bronce.

La primera vez que pasé junto al Foro Trajano, ya casi entrada la noche, y me asomé a la oscura hondonada, vi deslizarse, entre las rotas piedras y las matas de pasto, una sombra fugaz. A esta sombra siguieron otras y otras, en varias direcciones. Luego advertí que con aquellas cosas pasajeras solían correr unas extrañas lucecillas. ¿Almas de tribunos, de mártires, de héroes, como las que en este venerando suelo de Roma han de reconocer un despojo de su vestidura corporal en cada grano de polvo, en cada hilo de hierba?...

Volví a pasar de día, y las sombras me revelaron su secreto. El ruinoso Foro está poblado de gatos. Allí ha puesto su cuartel general, su concilio ecuménico, su populosa metrópoli, la que llamó Quevedo «la gente de la uña».

Los hay de todas pintas. Barcinos y atigrados, amarillos y grises, blancos y negros. En los cuadros de sol, sobre la fresca hierba, disfrutan, con envidiable e indolente placidez, su dicha de vivir ya gravemente sentados, ya tendiéndose en esas actitudes inverosímiles y absurdas con que encantaban a Teófilo Gautier. Uno, negro como la tinta, inmóvil, sobre una tronchada columna que le forma pedestal, parece una esfinge de ébano. Micifuz se relame sobre un derribado capitel. Zapirón remeda, rascándose «la pata cola de Mefistófeles». Zapaquilda amamanta a sus bebés en el hueco de dos piedras donde ha tendido el césped blanco tálamo. Ignoro si el problema económico de esta comunidad se resuelve mediante la protección del vecindario, o si ella vive de su propia industria con la libre caza de sabandijas; pero observo que todos los asociados están gordos y lucios y que el rayo del sol arranca de los esponjados pelambres reflejos, ya de oro, ya de azabache, ya de nieve.

No quiero a los gatos. Me han parecido siempre seres de degeneración y de parodia: degeneración y parodia de la fiera. Son la fiera sin la energía; son el tigre achicado, el tigre de Liliput; el instinto contenido por la debilidad; la intención pérfida y sinuosa que sustituye el arrebato de la fuerza; la mansedumbre delante del hombre y la ferocidad delante del ratón.

Cuando la corona de los seres vivientes está sobre la frente del león, como en la hermosa fábula de Goethe, la propia tiranía se ennoblece y la propia crueldad cobra prestigios de justicia. ¡Ay del reino animal cuando manden los gatos!

Contemplando a la plebe felina adueñada de aquellos despojos de la grandeza imperial, se me figuró ver cifrado en este caso un carácter constante de las decadencias. Caer en manos de los gatos, ¿no es el destino de todos los poderes que envejecen, de todas las glorias que se gastan, de todas las ideas que se usan?... Luego otra figuración embargó mi pensamiento. Me pareció como si se presentara entre las ruinas el alma de un antiguo romano, y, con la amarga ironía de su orgullo señalase en aquella vasta gatería una pintura de nuestra civilización, un símbolo de nuestra edad.

Somos, para los antiguos, gatos para fieras. Reproducimos su genio y su cultura, como el gato los rasgos del felino indómito y gigante. Para dar voz a otros hombres y otros tiempos, el Ramayana la Ilíada, la Comedia. Para expresar la democracia utilitaria y niveladora, la Gatomaquia. Carecemos de la crueldad que empurpuró la arena del Circo y maceró las carnes del esclavo; pero tenemos la perversidad del rasguño, de la pupila que escudriña en la noche, de la mano esponjosa que dilata la agonía del ratón. Gatunos son nuestros crímenes. Económicas, tibias y falaces nuestras virtudes, pulcritud de gato. Si se aparece entre nosotros el Héroe, el miedo nos infunde valor y le saltamos a la cara, como nuestros congéneres hicieron con Don Quijote. Suplimos nuestra timidez para afrontar las puertas bien guardadas, con nuestra habilidad para marchar por las cornisas y trepar por los muros.

Las lamentaciones de Isaías, las amenazas de Daniel, las maldiciones de Dante, las quejas de Prometeo Encadenado, retumban en las concavidades del tiempo como rugidos en la selva. Los ayes de nuestros dolores, la declaración de nuestro moderno pesimismo, el clamor de nuestras rebeliones y nuestras esperanzas, ¿no sonarán en los oídos del futuro como maullidos de azotea?

El patriotismo romano, propagandista y conquistador, fue un inextinguible anhelo de espacio, y rebosando sobre el mundo, hizo nacer de la idea de la patria el sentimiento de la humanidad. Nuestro patriotismo, contenido y prudente, egoísta y sensual, ¿no tiene mucho del apego del gato a la casa donde disfruta su rincón?... ¡Oh tú, que te levantas allá enfrente!, sombra del Coliseo, erguido fantasma de la antigüedad, genio de una civilización de águilas y leones: ¿no será ésta de que nos envanecemos una civilización de gatos?

Roma, 1917.

Imagen 55  (Pág. 160)

Portada del número extraordinario que le dedicó Nosotros en 1917




ArribaAbajoSeis cartas confesionales


I. A Juan Francisco Piquet

Montevideo, 28 de marzo de 1897

Sr. Juan Francisco Piquet

Rolon

Cuando recibí, estimado amigo, su última carta me hallaba en una situación de espíritu que quitaba para mí todo interés a lo que pasaba en nuestra tierra, a los acontecimientos a que usted se refería y que han continuado desenvolviéndose cada vez más luctuosos y más graves... Todo lo que ha sucedido en esta última quincena, en estos días que bien podemos llamar desde ya inolvidables, tristemente inolvidables en nuestra historia, lo he visto al través de una espesa niebla, lo he sentido como un eco vago y lejano... Cuando la resonancia de la batalla sobrecogía de dolor o electrizaba de entusiasmo a los corazones, el mío, embargado por inquietudes muy ajenas a la lucha de los partidos, apenas participaba del interés y de la emoción de los demás. Empiezo ahora a darme cuenta de lo que ha pasado, y me siento lleno de patrióticas angustias al pensar en el salto atrás que esto significa en la vida de nuestro pueblo. Me acongoja el espectáculo de la guerra civil; me apena figurarme el porvenir a que marchamos por esta senda oscura..., y como una atenuación del sentimiento depresivo que experimento, me enorgullece ese soberbio derroche de heroísmo que ha dejado empapado en sangre de orientales el mismo campo en que tal vez leerá usted estas líneas mías... Ricardo Flores, llevando ahí su glorioso 2º de cazadores a la muerte, con temeridad sublime, puede presentarse como la personificación de nuestra vieja leyenda heroica, que resucita para probar que no es la bravura la que faltará jamás en las generaciones orientales... No discutamos sobre cuál es la causa por que sus bravos han luchado: pensemos sólo en que el enemigo que tenían al frente no representaba, por cierto, otra más noble ni más justa...

Ha sido usted espectador en la batalla y algún día nos referirá cosas llenas de interés sobre ese episodio que será inmortal en nuestra historia.

¿Quién se acuerda de nuestra querida literatura en días como los que pasan? ¡La existencia de la «Revista» significa ahora un esfuerzo casi heroico de nuestra voluntad!... ¿Quién escribe? ¿Quién lee? El frío de la indiferencia ha llegado a la temperatura del hielo, para estas cosas. Montevideo es mitad un club de hablillas políticas, y mitad una factoría de negociantes. Nunca fue cosa muy distinta. Hace medio siglo, sitiada y ensangrentada, en vida de una generación de la que no parecemos nietos, siquiera había en ella vida intelectual, gente que demostraba afición a las cosas del espíritu... Hoy, cuando no nos conmueve la noticia de un encuentro sangriento o el anuncio de otro que va a realizarse, vegetamos entre la chismografía política, las pequeñas angustias de la lucha por la vida, penosa y difícil, y el tajear de las lenguas que manifiesta nuestro maravilloso desconcierto de voluntades, nuestra incurable anarquía de esfuerzos y de opiniones... No hay tribuna, no hay prensa política, no hay vida de la inteligencia. Cada uno de nosotros es un pedazo de gran cadáver.

En cuanto a mí, la decepción, el desconcierto de esta situación, me apartan de la labor literaria, porque escribir de literatura sería trillar en el agua en estos tiempos; pero, por otra parte, no hacen sino robustecer mis aficiones, confirmarme en mi amor a la grata, a la noble vida del pensamiento y el trabajo intelectual. Los desengaños, las rudas experiencias, los sabores amargos de la vida han tenido siempre sobre mí la virtud de fortalecer mi culto por el refugio sagrado del arte y del estudio, adonde las cosas bajas y miserables no alcanzan. Sin mis libros, sin mis admiraciones, sin mi manía de borronear papel -y mi ilusión de que, haciéndolo, hago algo- lo vería todo del color gris del fastidio. Y a medida que en las otras manifestaciones de la actividad, en las otras esferas de le vida, aprendo, a pesar mío, a dudar de los hombres y de las cosas, me vuelvo más creyente en la divina religión del pensamiento y del arte y en su virtud regeneradora de los ánimos enfermos, fatigados y tristes.

¡Dejemos pasar las olas turbias de los mercantilismos y de las menguadas pasiones, poniendo entre ellas y nosotros un libro que nos levante el alma!

Su affmo. amigo,

José Enrique Rodó




II. A Miguel de Unamuno

Montevideo, 12 de octubre de 1900

Sr. Miguel de Unamuno

Muy distinguido amigo: Aunque con gran tardanza, quiero contestar a su interesante carta sobre mi última obrita; carta en la que no sólo obliga usted a mi gratitud por lo benévolo de sus apreciaciones y la sinceridad de sus reparos, sino que me ofrece la agradable oportunidad de conocer su modo de pensar y su criterio en cuestiones que me interesan y preocupan tanto como a usted.

Y no menos que la carta a que contesto, fue grata para mí la lectura provechosísima de sus Tres Ensayos, obra que por su originalidad, su arranque personal y propio, la profundidad y virtud sugestiva de sus ideas y la fuerza varonil de su estilo, es de las que se encuentran sólo por rarísima excepción en la literatura española contemporánea. Usted es, dentro de ella, una personalidad aislada que a nadie se parece, ni por su manera de pensar, ni por su manera de escribir. Cierto es que, como usted me dice en su carta, nos separan, y aun alejan, ideas muy importantes y tendencias, muy características, del gusto. Yo me reconozco muy latino, muy meridional; por lo menos como manifestación predominante de mi espíritu; pues una de mis condiciones psicológicas es la flexibilidad con que me adapto a diversos modos de ver, y hay veces en que mi latinismo se eclipsa y me siento vibrar al unísono con un Carlyle o un Heine o un Amiel. Mi aspiración sería equilibrar mi espíritu hasta el punto de poder contemplar y concebir la vida con la serenidad de un griego o de un hombre del Renacimiento. Me seduce lo francés por la espiritualidad, la gracia, la fineza del gusto y la generosa amplitud y liberalismo del sentimiento. Lo que más se me resiste en cuanto usted se manifiesta es su antipatía al espíritu francés. Claro está que, al decir esto, no me propongo defender el prurito infantil y vano de imitación que domina en nuestra juventud americana y española; imitación inconsulta y pedantesca de lo peor, que sólo conduce a una abominable escuela de frivolidad y snobismo literarios. Usted, que es tan benévolo conmigo, querrá hacerme la justicia de no confundirme con esos falsificadores de la literatura de «La Plume» o la «Reveu Blanche». Mis dioses son otros. Mis dioses son Renán, Taine, Guyau, los pensadores, los removedores de ideas, y para el estilo, Saint-Victor, Flaubert, el citado Renán. Con esta afición a lo francés concilio perfectamente mi amor a todo lo que puedo comprender dentro de lo septentrional, pues creo tener cierta amplitud de gusto y de criterio. Lo español me merece sincera y viva simpatía. Nadie más que yo admira a los representantes de verdadero mérito que quedan a la intelectualidad española. Nadie admiró más a Castelar, ni tiene más alta consideración por Menéndez Pelayo, Leopoldo Alas, Valera, Galdós, Echegaray, Pereda y tantos otros. Tengo los ojos fijos en la juventud de esa España para ver si algo brota de su seno. Si pudiéramos trabajar de acuerdo aquí y allá, y llegar a una gran armonía espiritual de la raza española, ¿qué más agradable y fecundo para todo?

Imagen 56  (Pág. 165)

Traslado de sus restos del Puerto a la Universidad, el 27 de febrero de 1920 (AS)

Imagen 57  (Pág. 165)

Cortejo fúnebre (AS)

Por muchas que sean las ideas en que usted y yo no concordamos, me complazco en entender que son más y más fundamentales aquellas en que estamos de acuerdo. Así, por ejemplo, en espíritu amplio y generoso, su odio a las limitaciones y formulismos de cualquier género, su varonil anhelo de originalidad y sinceridad en cuanto se piense y diga, su profunda espiritualidad (claro que no va esta palabra en el sentido de ingenio ameno chispeante), son otros tantos motivos de simpatía que hacen singularmente grata la lectura de las obras de usted y que me inspiran el vehemente deseo de no dejar interrumpidas nuestras relaciones literarias. Aparte de lo que usted, por su valer propio, tiene que enseñarme y aconsejarme, como hermano mayor a quien se escucha con respetuoso afecto, las mismas diferencias de criterio y orientación que usted nota entre ambos son, como usted mismo lo dice, una conveniencia más para el cambio de ideas y sentimientos que hemos establecido.

Mi aspiración inmediata es despertar con mi prédica, y si puedo con mi ejemplo, un movimiento literario realmente serio correspondiente a cierta tendencia ideal, no limitado a vanos juegos de forma, en la juventud de mi querida América. Tengo en mucho el aspecto artístico y formal de la literatura; creo que sin estilo no hay obra realmente literaria; y en la medida de mis fuerzas procuro practicar esa creencia mía. Pero también estoy convencido de que sin una ancha base de ideas y sin un objetivo humano, capaz de interesar profundamente, las escuelas literarias son cosa leve y fugaz. Mi propósito es difícil; usted lo sabe bien. Nuestros pueblos (España por anciana, América por infantil) son perezosos para todo lo que signifique pensar o sentir de manera profunda y con un objetivo desinteresado. No importa; trabajaremos mientras nos quede un poco de entusiasmo, estimulándonos recíprocamente los que formamos la minoría más o menos pensadora. Otros vendrán después que harán lo que no nos sea concedido a nosotros. Mi Ariel es punto de partida de ese programa que me fijo a mí mismo para el porvenir. Me satisface que, hasta donde sea sensato esperarlo, el éxito del libro ha sido bueno, en España y América. Valera, Clarín, Altamira, Rueda, Benot, Blanco García, Gómez de Baquero, Rubió y Lluch, han tenido muy cariñosos juicios para Ariel. Creo que va a hacerse de él una tercera edición en España. En América, ya se han agotado dos. Preparo para dentro de poco un nuevo opúsculo sobre una cuestión psicológica que me interesa mucho.

Pero basta de hablar de lo mío. Envíeme, en lo posible, lo que usted crea que puede interesarme más de aquello que usted escribe, o indíqueme a lo menos dónde puedo leerlo. Los Tres Ensayos los tengo bajo el pisapapeles de mi mesa de estudio, para releerlos siempre.

Lamento que la forma escrita no consienta la extensión y la prolijidad de las confidencias verbales, pues me agradaría infinito conversar con usted sobre muchos temas que para ambos tienen interés. Pero no hay más remedio que poner punto, después de renovar mis protestas de estimación y de afecto sinceros.

Ordene usted a su affmo. amigo.

José Enrique Rodó




III. A Luis Ruiz Contreras

Montevideo, 28 de febrero 1902

Estimado amigo: Grata de veras fue para mí su carta del 8 de febrero, no sólo por ser de usted y traerme noticias suyas, sino también porque mi estado de ánimo en estos días podría reconocer su expresión más completa y adecuada en algunos párrafos de su carta.

Por eso me complace doblemente contestar a ella con la libertad y satisfacción que se tiene al dejar correr la pluma confidencialmente, sin pensar en que se escribe para ser leído por el público. Esta manera de escribir «para ser leído por el público» es nuestra esclavitud, nuestro oficio por lo menos, y como todo lo que se hace por oficio, llega a producir hastío irremediable. Libertémonos transitoriamente de él, escribiendo para nosotros mismos o para alguno de nuestros «semejantes» de los que son capaces de comprender aquel hastío y esta voluptuosidad.

Como usted, yo busco ahora la paz de la conversación callada con la propia conciencia o con la tranquila Naturaleza, libre de vanidades y exhibiciones, destilando íntimamente el juego que el alma quiera dar de sí, sin oprimirla con los artificios de la producción forzada y convencional, que es mi mayor aborrecimiento. Creo que nada serio y fecundo puede producirse sin el antecedente de un período de reclusión, sinceridad y olvido de preocupaciones ajenas a lo esencial de la idea que queremos expresar. De uno de estos períodos nació mi pobre Ariel, que por eso tiene quizá cierta frescura y sentimiento.

¡Y qué acertado, qué conforme con lo que yo siempre he sentido encuentro lo que usted dice sobre lo abominable de la disputa en la esfera intelectual! Su concepción de la vida de la inteligencia como un mundo sereno y reparador es exactamente la mía. Cuando veo cómo las mezquinas pasiones, las torpes vanidades, todas las miserias humanas, en fin, invaden este que debiera ser nuestro refugio bendito para los días de tregua y de concentración saludable, me desconozco y me pregunto a mí mismo dónde podrá encontrarse en el mundo ese soñado ambiente de paz, si el pensamiento y el arte no son sino otros campos de mezquinos combates, como la política, como los negocios, como las actividades en que se persiguen ventajas materiales más o menos groseras.

¿Querrá usted creer que no he recibido el folleto cuyo envío me anuncia usted, agregando que ya me lo había remitido antes y que sospecha se haya extraviado entonces? Como usted no me dice el título o asunto del opúsculo, no sé si será de los que tuve el gusto de recibir hace tiempo y agradecí en carta que debe de tener ya más de un año de escrita. Veremos si en el próximo correo viene la obra, con lo cual tendré la grata oportunidad de escribir nuevamente a usted.

Por más que la disposición de espíritu que usted confiesa sea para mí completamente comprensible y casi justificable, y por más que yo me reconozca poco autorizado para censurarla -aun cuando merezca censura-, porque me asalta también no pocas veces, bueno será, a pesar de todo, que luchemos con nuestro desgano y tratemos de sobreponernos a él. Espero, pues, de usted, para dentro de poco tiempo, alguna cosa nueva, que recibiré por mi parte con verdadero contento.

Disculpe la precipitación con que trazo estos renglones, y crea en la sincera estima con que me suscribo de usted afectísimo compañero y amigo.

José Enrique Rodó

Imagen 58  (Pág. 169)

La tumba de Rodó (AS)

Imagen 59  (Pág. 169)

Túmulo en la explanada de la Universidad (AS)




IV. A Miguel de Unamuno

Montevideo, 20 de marzo de 1904

Sr. Miguel de Unamuno

Salamanca

Muy estimado amigo: Grata fue para mí su última carta, no sólo por ser de usted, sino por las esperanzas de reacción y regeneración de que usted me habla, refiriéndose al presente estado de alma de España. Algo de eso había vislumbrado ya por hechos significativos, y celebro que la autoridad de su juicio confirme ahora mis presunciones. He seguido con interés la campaña valiente y generosa de Grandmontagne, que coopera a la misma tarea salvadora, y estoy atento a cuanto pasa en esa tierra digna de mejor destino, que también considero mía por mi sangre y por el afecto que le consagro.

De mi país nada nuevo ni bueno puedo decirle. La guerra civil no es cosa nueva, tratándose de pueblos donde parece haber arraigado casi como una diversión o sport nacional. Sin embargo, aunque tal guerra sea cosa triste, injustificable y vergonzosa, y nos perjudique y afrente, he de decir a usted que no considero el porvenir inmediato de estos países con el criterio pesimista de muchos; creo que los males de ahora pasarán; percibo que, en medio de tantas tribulaciones, vamos adelante, aun en lo político y administrativo, y veo tanta vitalidad, y tanta riqueza, y tanta fuerza almacenada en estas tierras bendecidas por la Naturaleza, que tengo por cuestión de tiempo el triunfo sobre los resabios del pasado y el predominio definitivo de los hombres de pensamiento sobre los caudillos levantiscos.

Lo innegable es que, para los que tenemos aficiones intelectuales y tendencias a una vida de pensamiento y de cultura, resultan más que incómodas, desesperantes las condiciones (siquiera sean transitorias) de este ambiente, donde apenas hay cabida sino para la política impulsiva y anárquica, que concluye por arrebatar en su vértigo a los ánimos más serenos y prevenidos. Yo no aspiro a la «torre de marfil»; me place la literatura que, a su modo, es milicia; pero cuando se trata de luchar por ideas grandes, de educar, de redimir. En fin: estoy muy hastiado de lo que por aquí pasa; y tal vez, tal vez, si logro arreglar mis asuntos, no pasará un año antes de que me vaya a oxigenar el alma con una larga estadía en esa Europa.

Tengo casi terminado mi libro, que probablemente haré imprimir en Madrid o Barcelona. Es extenso. El tema (aunque no cabe indicarlo con precisión en breves palabras) se relaciona con lo que podríamos llamar «la conquista de uno mismo»: la formación y el perfeccionamiento de la propia personalidad; pero desenvuelto en forma muy variada, que consiente digresiones frecuentes, y abre amplio espacio para el elemento artístico. Será un libro, en cierto modo, a la inglesa en cuanto a los caracteres de la exposición, que puede tener parecido con la variedad y relativo desorden formal de algunos «ensayistas» británicos. Veremos qué resulta.

La vida literaria se arrastra por aquí (y, en general, en América) muy perezosa y lánguida. Por fortuna, va pasando, si es que no ha pasado ya, aquella ráfaga de decadentismo estrafalario y huero que nos infestó hace ocho o diez años. Yo creo que pocas veces en pueblos civilizados del todo se habrá dado ejemplo de tan pueril trivialidad literaria, y tanta perversión del gusto, y tanta confusión de ideas críticas, y tanta ignorancia y tanta manía de imitación servil e inconsulta, como se vio en algunas partes de nuestra América con motivo de aquello. En Montevideo no es donde hizo más estragos, felizmente. Aquí hay formado cierto espíritu de crítica vigilante y perspicaz y respiramos un ambiente más europeo, en estas cosas, que en otras partes de América, sin exceptuar algunas donde la civilización es más espléndida y suntuosa y mayor la prosperidad material.

En Lima ha empezado a escribir un crítico, muy joven, García Calderón, muy bien orientado, estudioso y reflexivo. Pronto publicará una colección de artículos, para los que me ha pedido unas palabras de introducción, que he escrito con gusto, por que es de las buenas esperanzas que veo en la novísima generación americana.

Imagen 60  (Pág. 172)

Fotografía de Rodó aparecida en el número de homenaje que le dedicó la revista montevideana Ariel (1920)

De España recibo siempre dos revistas: «Nuestro Tiempo» y «Helio», ambas muy interesantes. Aquí había empezado a publicarse una, modelada sobre «Helios», pero hubo de suspenderse a consecuencia de la guerra civil.

Si ve o escribe a Grandmontagne, hágame el favor de felicitarle en mi nombre por su valentía y bien encaminada propaganda. A Grandmontagne le consideramos casi como americano, y por eso nos satisfacen más sus esfuerzos en pro de la libertad y la cultura españolas.

Llevo escrito de más y no me queda tiempo para hablarle, como deseaba, de la halagüeña noticia que nos da el telégrafo, sobre fundación de estudios hispanoamericanos en esa ilustre Universidad.

Será otro día, acepte usted, entre tanto, la seguridad de la consideración y afecto que le profesa su muy sincero amigo.

José Enrique Rodó




V. A Juan Francisco Piquet

Montevideo, septiembre 1904

En la Ciudad Luz recibirá usted esta carta con que contesto a varias suyas, después de largo silencio de mi parte, impuesto por atenciones que tienen más de absorbentes que de gratas, en este círculo dantesco donde rugen las pasiones y el humo denso envenenador del odio, del temor, del pesimismo, de la angustia..., enturbia la atmósfera, casi irrespirable. El tiempo que rescato para mí mismo lo consagro a Proteo; a los toques finales del libro en que he puesto lo mejor de mi alma.

Con ese libro debajo del brazo saldré de mi país -cuando pueda- para empezar una nueva etapa de mi vida; para iniciar una marcha de Judío Errante por las sendas del mundo, observando, escribiendo en las mesas de las posadas o en los vagones de los ferrocarriles, y lanzando así mi alma a los cuatro vientos, como esas pelusas de cardo que revolotean en el aire, hasta disiparse en polvo y en nada.

Así me veo en el porvenir, especie de personificación del movimiento continuo, alma volátil, que un día despertará al sol de los climas dulces y otro día amanecerá en las regiones del frío Septentrión para quedar, por fin, extenuada de tantas andanzas, quien sabe adonde; alma andariega como una moneda o como una hoja seca de otoño, sin más habitación que la alcoba del hotel o el camarote del barco, sin más muebles propios que la maleta de viaje, sin más domicilio constante que el mundo, sin más nostalgia que la de los tiempos en que había una «Atenas» viva en la tierra...

Seré como una bola de billar en una mesa de mármol. Seré la salamandra escurridiza de las leyendas. -Pasaré como una sombra por todas partes, y no tejeré mi capullo, ni labraré mi choza, en ninguna-. Dejaré mi personalidad en mis correspondencias, y procuraré que ellas me sobrevivan, y den razón de mí cuando sea llegado el momento del último viaje, y la bola viajera de mi vida quede detenida en un «hoyo» del camino. Si alguna vez parecerá que echo raíces en alguna parte, será como el zorro cuando se detiene en su carrera para esperar a su perseguidor con la cabeza apoyada en las patas delanteras, pronto a reanudar su carrera vertiginosa apenas se aproxime el que quiere detenerlo.

Y, sin embargo, hay veces que estas veleidades de nómada tienen que luchar dentro de mi corazón con otros proyectos y tentaciones; y hay una voz íntima que suele decirme por lo bajo: «Radícate; echa raíces en tu tierruca; zambúllete de cabeza en este pozo; pon lastre en tu carga para evitar los caprichos de alzar el vuelo. El ideal de la vida está en tener una choza propia; en construir una familia; en esperar en santa paz el desvanecimiento de esta gran ilusión que llamamos vida, al abrigo de la borrasca, junto al fuego del hogar tranquilo y alegre». Pero esta voz dura poco, y prevalece la otra, la que me aconseja el movimiento continuo. Lo indudable es que llegando a cierta altura de su vida, el hombre ha menester decidir su destino, en un sentido o en otro. Vegetar no es para hombres que se estimen. No quiero permanecer estacionario en este ambiente enervador. La reputación que he conquistado con mis esfuerzos tiene para mí más de asiento que de término o meta.

Tracé mi destino en la vida: el de manejar la pluma. Y a tal destino me atengo. Hay mucho que hacer en América con este instrumento de trabajo y yo me debo a esta América donde mi nombre suele despertar resonancias que no son vulgares, ecos que vuelven a mí en forma que me estimula y me enaltece.




VI. A Juan Francisco Piquet

Caro amigo Piquet: Le escribo mientras atruenan los aires los cohetes y bombas con que se festeja el restablecimiento de la paz. ¡Este es nuestro pueblo! Vivimos en una perpetua fiesta macabra, donde la muerte y la jarana alternan y se confunden. Gran cosa es la paz, sin duda alguna; pero cuando todavía no están secos los charcos de sangre, cuando todavía no se ha disipado la humareda de las descargas fratricidas, cuando todavía está palpitante el odio, y las ruinas de tanta devastación están por reponerse, tiene algo de sarcástico esta alegría semibárbara, estos festejos que debían reprimirse, por decoro, por pudor, porque lo digno sería recibir con una satisfacción tranquila y severa la noticia de que cesó el desastre, y pensar seriamente en ver cómo se han de cicatrizar las heridas y pagar las enormes trampas de la guerra. ¡Pero no, señor! Hay necesidad de hacer una fiesta carnavalesca de lo que debiera ser motivo de recogimiento y meditación. Es lo mismo que si una madre a quien se le hubieran muerto dos de sus hijos en la guerra, al saber que habían salvado los otros dos, festejara esto último abriendo sus salones, descotada y pintada, y dando una opípara comilona, cuando aún estuvieran calientes las cenizas de los hijos muertos.

No se puede transitar por las calles. Las hogueras y barricas de alquitrán calientan y abochornan la atmósfera y llenan de un humo apestoso. Los judas populares cuelgan grotescamente de las bocacalles. Los cohetes estallan entre los pies del desprevenido transeúnte. Las bombas le revientan el tímpano con su estampido brutal. La chiquillada, salida de quicio, estorba el tránsito con sus desbordes, y el graznido ensordecedor de las pandillas de compadres mancha los aires con algún ¡viva! destemplado o alguna copla guaranga, mientras murgas asesinas pasan martirizando alguna pieza de candombe. Parece que se festejara una gran ocasión de orgullo y honor para el país. Y lo que se festeja es apenas que la vergüenza y la miseria no se hayan prolongado por más tiempo y no hayan concluido del todo con esta desventurada tierra.

Hay en todo esto algo de insulto para los hogares que visten luto, y para los trabajadores honestos arruinados por la locura nacional, y para el país mismo, desacreditado y asolado por la ignominia de la revuelta montonera. ¿Por qué no se respeta la majestad de tanto dolor inmerecido y de tanta desgracia irreparable, arrojándoles al rostro la risa burda de las francachelas populacheras, el regüeldo tabernario de la hez de los arrabales, desatada por la calle como en noche de carnaval? Pueblo histérico, pueblo chiflado, donde al día siguiente de despedazarse en las cuchillas se decreta la verbena, pública, y donde los teatros rebosan de gente la noche del día en que llega la noticia de la batalla más espantosamente sangrienta que ha manchado el suelo de la patria.

Estas son expansiones confidenciales, que Ud. ha de disculpar, reservándolas para inter nos.

Pasemos a otra cosa. Según me dice Zubillaga, Ud. ha desistido de su viaje a París. Eso indica que se ha naturalizado en su patria de origen, y que, al contacto del ambiente, se han despertado en su espíritu las afecciones heredadas, arraigando en el terruño de la raza a que pertenecemos y compenetrándose de su generosa savia. Yo me lo figuro a usted con la roja y elegante barretina hablando en el dulce y delicado idioma de Ausías March y Raimundo Lulio, vocalizando en el tono bajo, velado y discreto que pone en sus conversaciones ese pueblo suavísimo y afeminado, y quizá uniendo su destino al de alguna etérea y lánguida ninfa de los bosques de Montserrat, de esas de exiguo pecho, breves pies y modales parisienses.

Y aquí pongo punto para no pasar del pliego, esperando tener en breve nuevas de Ud.

Siempre suyo affmo.

José Enrique Rodó

(Septiembre, 1904).

Imagen 61  (Pág. 177)

Caricatura por Mario Radaelli publicada en El Plata de Montevideo, el 27 de febrero de 1920








ArribaAbajoBibliografía

Para esta bibliografía he tenido en cuenta el carácter de divulgación y no de investigación erudita que tiene esta colección. No traté, por lo tanto, de estructurar una bibliografía exhaustiva (como quiso ser, en su momento, la de Arturo Scarone) ni tampoco rigurosamente crítica (como lo es, sin duda, la de Emir Rodríguez Monegal). Preferí, sencillamente, proporcionar al lector los datos imprescindibles para una aproximación, más amplia y más completa que la de este volumen, a la obra y la vida de Rodó.

De la obra original del escritor, sólo figuran los datos de la primera edición de cada libro, así como los cuatro intentos de presentar sus obras completas. No se incluyen ediciones fragmentarias (parábolas, algunos ensayos); tampoco figura la extensa nómina de artículos periodísticos, la mayoría de los cuales fueron posteriormente recopilados por Rodó (El Mirador de Próspero) o por editores póstumos (El Camino de Paros, Los Últimos Motivos de Proteo, Los escritos de «La Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales», Poesías dispersas).

Para la sección de Estudios sobre Rodó he tomado como base las mencionadas bibliografías de Scarone y Rodríguez Monegal, pero debo aclarar que las supresiones y agregados con respecto a las mismas, no siempre indican un criterio selectivo; más bien tienden a completar la nómina de obras consultadas y citadas en este libro, o a incluir trabajos que, aun no poseyendo significación crítica, aportan, sin embargo, rasgos complementarios, detalles pintorescos o episodios ejemplificadores.

Aparte de los datos de las ediciones originales, y siempre que ella ha estado a mi alcance, he agregado los de alguna nueva edición que en la actualidad sea más asequible. En lo que respecta a artículos sueltos, que han sido incluidos en recopilaciones posteriores, he procurado dejar constancia adicional de ese último dato, generalmente más fácil de situar para el lector interesado.

Imagen 62  (Pág. 179)

Óleo por M. Barthold


Obras de Rodó

  • La vida nueva, I (El que vendrá, La novela nueva). Montevideo, 1897, Imprenta de Dornaleche y Reyes.
  • La vida nueva, II (Rubén Darío. Su personalidad literaria, su última obra). Montevideo, 1899, Imprenta de Dornaleche y Reyes.
  • La vida nueva, III (Ariel). Montevideo, 1900. Imprenta de Dornaneche y Reyes.
  • Liberalismo y jacobinismo. Montevideo, 1906, Librería y Papelería La Anticuaria.
  • Motivos de Proteo. Montevideo, 1909, José María Serrano & Cía.
  • El mirador de Próspero. Montevideo, 1913, José María Serrano.
  • El camino de Paros (meditaciones y andanzas). Valencia, 1918, Editorial Cervantes.
  • Epistolario. (Con dos notas preliminares de Hugo D. Barbagelata). París, 1921, Biblioteca Latino-Americana.
  • Los últimos motivos de Proteo (Manuscritos hallados en la mesa de trabajo del Maestro). Montevideo, 1932.
  • Los escritos de «La Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales». Poesías dispersas. (Introducción de José Pedro Segundo.) Montevideo, 1945, edición oficial, Barreiro y Ramos.

En cuatro oportunidades se ha intentado la publicación de las Obras Completas de Rodó. En rigor, sólo la de Aguilar, Madrid, merece el nombre de tal. La nómina es la siguiente:

  1. Editorial Cervantes. Valencia-Barcelona, 7 volúmenes, 1917-1927.
  2. Edición oficial, Montevideo, iniciada en 1945. 4 vols. publicados. Al cuidado da José Pedro Segundo y Juan Antonio Zubillaga.
  3. Ediciones Antonio Zamora, Buenos Aires, 1948, 1 volumen. Al cuidado de Alberto José Vaccaro, también autor del prólogo.
  4. Editorial Aguilar, Madrid, 1957, 1 volumen. Introducción, prólogo y notas de Emir Rodríguez Monegal.



Estudios sobre Rodó

  • ALAS, Leopoldo, Ariel (Artículo publicado en «El Imparcial», de Madrid, 28 de abril de 1900; figura como prólogo en la 2ª edición de Ariel; está incluido en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1922, págs. 39 a 49).
  • ALBARRÁN PUENTE, Glicerio, El pensamiento de José Enrique Rodó (Madrid, 1953, Ediciones Cultura Hispánica, 782 págs.)
  • ANDERSON IMBERT, Enrique, Historia de la literatura hispanoamericana. México, 1954, Fondo de Cultura Económica. Hay tercera edición ampliada (2 vol.), 1961.
  • ARDAO, Arturo, Espiritualismo y positivismo en el Uruguay (México, 1950, Fondo de Cultura Económica).
  • ——,La conciencia filosófica, de Rodó (Ensayo incluido en revista «Número», Nos. 6-7-8, enero-junio 1950, Montevideo).
  • «ARIEL», Homenaje a José Enrique Rodó (Número especial de la revista «Ariel», órgano del Centro de Estudiantes «Ariel», Montevideo, 1920, incluye 25 trabajos sobre Rodó).
  • BACHINI, Antonio, Rodó (Discurso pronunciado con motivo de la entrega de los restos del escritor; incluido en la entrega especial de la rev. «Ariel», Montevideo, febrero-mayo, 1920).
  • BARBAGELATA, Hugo D., Rodó y sus críticos (Recopilación de trabajos críticos sobre Rodó, editados por H. D. R., París, 1920).
  • BARRET, Rafael, El libro de Rodó «Motivos de Proteo» (Artículo publicado inicialmente en «La Razón», junio 24 de 1909; incluido luego en Al margen, Montevideo, 1912; figura asimismo en las Obras completas, de R. B. [tomo III, págs. 135-141], Ed. Americalee, Buenos Aires, 1954).
  • BAZIN, Robert, Histoire de la littérature américaine de langue espagnole (París, 1953, Hachette).
  • BLIXEN, Samuel, Un artículo notable: «Lo que vendrá» (sic). (Art. publicado en «La Razón», Montevideo, julio 3 de I 1896).
  • CALLORDA, Pedro Erasmo, Films (Evocando el pasado). (Lima, 1939).
  • CASSOU, Jean, Renan et Rodó (En «Revue de l'Amérique Latine», 2me. année, vol. V, pág. 232 y siguientes, París, 1923).
  • CASTELLANOS, Jesús, Rodó y su «Proteo» (Conferencia pron. el 6 de noviembre de 1910 en la Sociedad Conferencias; impresa en La Habana, 1910; incluida en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920, págs. 57 a 104).
  • CASTRO, Cristóbal de, Los grandes de Hispanoamérica (En «A.B.C.», Madrid, octubre 4 de 1929; transcripto en «Imparcial», Montevideo, octubre 23 de 1929).
  • ——, El testamento de Rodó (En el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920, págs. 341-345).
  • CRISPO ACOSTA, Osvaldo («Lauxar»), Motivos de crítica hispanoamericana (Montevideo, 1914). El ensayo sobre Rodó, figura ampliado en Rubén Darío y José Enrique Rodó (Montevideo, 1924, Agencia General de Librería y Publicaciones).
  • DAIREAUX, Max, Panorama de la littérature hispano-américaine (París, 1930, Ed. Kra, págs. 249-251).
  • DARÍO, Rubén, Cabezas. José Enrique Rodó. (En «Mundial», París, enero 1912; incluido en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920, págs. 105-107).

Imagen 63  (Pág. 183)

Busto de Rodó por Morelli

  • ELLIS, Havellock, Introduction a «Motives of Proteus» (Londres, 1929).
  • ETCHEVERRY, José Enrique, Un discurso de Rodó sobre el Brasil (En «Revista del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios», diciembre 1949).
  • ——, La «Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales» (1895-1897). (En «Número», enero-junio 1950. Montevideo.)
  • FRUGONI, Emilio, La sensibilidad americana (Montevideo, 1929, Ed. Maximino García).
  • GALLINAL, Gustavo, Crítica y arte (Montevideo, 1920, La Editorial Uruguaya).
  • GARCÍA CALDERÓN, Francisco, Hombres e ideas de nuestro tiempo (Valencia, 1907, Sampere & Cía.).
  • GARCÍA CALDERÓN, Ventura, Semblanzas de América (Madrid, 1920, Biblioteca Ariel, editada por la «Revista Hispanoamericana Cervantes»). En la edición de Páginas escogidas (Madrid, 1947, Ed. Javier Morata), se incluye en págs. 397 a 416 la semblanza de Rodó.
  • GIL SALGUERO, Luis, Ideario de Rodó (Preludios de una filosofía del heroísmo). Montevideo, 1943, Ministerio de Instrucción Pública, Biblioteca de Cultura Uruguaya, 333 páginas.
  • GIMÉNEZ PASTOR, Arturo, Figuras a la distancia (Buenos Aires, 1940).
  • GOLDBERG, Isaac, La literatura hispanoamericana (Madrid, Ed. América, 1922).
  • GÓMEZ RESTREPO, Antonio, José Enrique Rodó (En «Nosotros», Buenos Aires. 1908).
  • GONZÁLEZ, Ariosto D., Rodó. Su Bibliografía, y sus críticos. (Prólogo a Bibliografía de José Enrique Rodó, por Arturo Scarone; Montevideo, 1930.)
  • HENRÍQUEZ UREÑA, Max, Rodó y Rubén Darío (La Habana, 1918, Soc. Ed. Cuba Contemporánea).
  • ——, Breve historia del modernismo (México, 1954, Fondo de Cultura Económica, 544 págs.).
  • HENRÍQUEZ UREÑA, Pedro, Ariel. La obra de José Enrique Rodó (En «Cuba Literaria», 12 de enero de 1905; incluido en Ensayos críticos, La Habana, 1905; actualmente, la edición más asequible es Obra crítica, México, 1960, Fondo de Cultura Económica, págs. 23 a 28).
  • ——, La obra de José Enrique Rodó (Conferencia pronunciada en el Ateneo de la Juventud, de México, el 22 de agosto de 1910, y publicada en el volumen «Conferencias del Ateneo de la Juventud». México. 1910, págs. 63-83; posteriormente incluida en el volumen Ensayos en busca de nuestra expresión. Buenos Aires, Editorial Raigal, 1952. págs. 118 a 131).
  • ——, Literary Currents in Hispanic America (Cambridge, Massachusetts, 1945. Harvard University Press; hay traducción española de Joaquín Díez-Canedo, con el título: Las corrientes literarias en la América hispánica, México. 1949, Fondo de Cultura Económica).
  • IBÁÑEZ, Roberto, Sobre Motivos de Proteo. (En «Anales del Ateneo», Montevideo, junio 1947.)
  • ——, Originales y documentos de José Enrique Rodó (Catálogo de la exposición inaugurada el 19 de diciembre de 1947 en el salón de actos del Teatro Solís, Montevideo).
  • ——, Americanismo y modernismo (En «Cuadernos Americanos», México, enero-febrero 1948).
  • ——, Noticia previa a la Correspondencia de José Enrique Rodó (En Fuentes, 1, págs. 51 a 63, Montevideo, agosto 1961).
  • JIMÉNEZ, Juan Ramón, Españoles de tres mundos (Buenos Aires, 1942, Ed. Losada, ver págs. 61 a 63).
  • LASPLACES, Alberto, Opiniones literarias (Montevideo, 1919, Ed. Claudio García: ver págs. 77 a 139, incluye uno de los más violentos ataques que se escribieron contra el Ariel de Rodó).
  • LEGUIZAMÓN, Julio A., Historia de la literatura, hispanoamericana (Buenos Aires, 1945, Editoriales Reunidas S. A., 2 vol.; ver especialmente págs. 457 a 463 del tomo II).
  • MASSERA, José Pedro, Reflexiones sobre la moral y la estética de Rodó (Ensayo incluido en la entrega especial de la revista «Ariel», Montevideo, 1920; reproducido en Estudios filosóficos, Montevideo, 1954, Biblioteca Artigas, págs. 3 a 108).
  • MONTERO Bustamante, Raúl, ¿Qué es Rodó? (Incluido en la entrega especial de la revista «Ariel», Montevideo, 1920, págs. 121-123).
  • MONGUIÓ, Luis, De la problemática del modernismo: la crítica y el «cosmopolitismo» (En «Revista Iberoamericana», enero-junio 1962, págs. 75 a 86).
  • NIN FRÍAS, Alberto, Ensayos de crítica e historia (Montevideo, 1902; reproduce dos artículos sobre Rodó, publicados anteriormente en «El Siglo»).
  • NOGUEIRA, Julián, Cómo murió Rodó. Los últimos momentos del escritor uruguayo. (En El Día, de 28 de enero de 1920.)
  • «NOSOTROS», Homenaje a Rodó (Número extraordinario en homenaje al escritor uruguayo, publicado por la revista argentina «Nosotros», en junio de 1917, tomo 26º).
  • ORIBE, Emilio, El pensamiento vivo de Rodó (Buenos Aires, 1944, Ed. Losada).
  • PEREDA, Clemente, Rodó's Main Sources (San Juan de Puerto Rico, 1948, Imprenta Venezuela, 252 págs.).
  • PEREIRA RODRÍGUEZ, José, La técnica de lo poético en Rodó (En «Nosotros», II época, Buenos Aires, noviembre 1943, págs. 134-146).
  • ——, Prólogo a «Parábolas. Cuentos simbólicos», de Rodó. (Montevideo, 1953).
  • PÉREZ PETIT, Víctor, Rodó. Su vida. Su obra. (Montevideo, 1918, Imp. Latina; hay 2a. edición, Montevideo, 1937, Ed. Claudio García.)
  • PIQUET, Juan Francisco, Perfiles literarios (Montevideo, 1896, Imp. y lit. Oriental).
  • REAL DE AZÚA, Carlos, Rodó en sus papeles (En «Escritura». Montevideo, marzo de 1948, 3, págs. 89 a 103).
  • ——, El inventor del arielismo (En «Marcha», 20 de junio de 1953).

Imagen 64  (Pág. 186)

Imagen 65  (Pág. 187)

Detalles del monumento a Rodó por José Belloni

  • ——, Prólogo a «Motivos de Proteo» (Montevideo, 1957, 2 vols., Biblioteca Artigas, págs. VII a CLIII del tomo I).
  • REYES, Alfonso, Rodó (Una página a mis amigos cubanos). (En «Unión Hispanoamericana», Madrid, 11 junio 1917; incluido en El cazador, Madrid, 1921, Biblioteca Nueva; figura en Obras completas de A. R., tomo III, págs. 134-137.)
  • ——, Notas sobre la inteligencia americana (Incluido en Última Tule, México, 1942, Imp. Universitaria; figura en Obras completas, de A. R., vol. XI, págs. 82 a 90).
  • RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir, José E. Rodó en el Novecientos (Montevideo, 1950, Ed. Número; recopilación de seis estudios sobre Rodó, publicados anteriormente en «Marcha», «Número» y «Cuadernos Americanos»).
  • ——, Rodó, crítico y estilista (En «Número», 21, octubre-diciembre 1952, págs. 366-378).
  • ——, Introducción a las Obras completas de Rodó (Madrid, 1957, Ed. Aguilar, págs. 19 a 136); también le pertenecen los prólogos y las notas de la edición).
  • ROXLO, Carlos, Historia, crítica de la literatura uruguaya (Montevideo, 1916, Ed. Barreiro y Ramos, tomo VII, pág. 239 y siguientes).
  • SÁNCHEZ, Luis Alberto, Historia de la literatura americana (Santiago de Chile, 1937; hay nueva edición bajo el título Nueva historia de la literatura americana, Buenos Aires, 1944, Ed. Americalee).
  • ——, Balance y liquidación del 900 (Santiago de Chile, 1941, Ed. Ercilla).
  • SCARONE, Arturo Bibliografía de José Enrique Rodó (Montevideo, 1930, Publicaciones de la Biblioteca Nacional de Montevideo, 2 vols.).
  • SEGUNDO, José Pedro, Introducción al volumen I de la Edición Oficial de Obras Completas de J. E. R.: «Los escritos de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales». Poesías dispersas» (Montevideo, 1945).
  • SOIZA REILLY, Juan José, Hombres luminosos (Buenos Aires, 1920).
  • THEVENIN, Leopoldo («Monsieur Perrichon»), Colección de artículos (Montevideo, 1911, Ed. Barreiro y Ramos, págs. 281 a 288).
  • TORRES RIOSECO, Arturo, La gran literatura iberoamericana (Buenos Aires, 1945, Ed. Emecé; hay 2a. ed. con el título Nueva historia de la gran literatura iberoamericana, Buenos Aires, 1960, Ed. Emecé).
  • UNAMUNO, Miguel de, Ariel (Incluido en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920).
  • VALERA, Juan, Cartas americanas (Madrid, 1916; incluidas en el vol. I de sus obras completas, Madrid, 1942, Ed. Aguilar).
  • VAZ FERREIRA, María Eugenia, Carta abierta a Rodó, respondiendo al envío de su libro «Motivos de Proteo» (En «La Razón», Montevideo, julio 7 de 1909; incluida en el volumen Rodó y sus críticos, París, 1920).
  • VITIER, Medardo, Del ensayo americano (México, 1945, Pondo de Cultura Económica; ver capítulo «El mensaje de Rodó», págs. 117 a 136).
  • ZALDUMBIDE, Gonzalo, José Enrique Rodó (En «Revue Hispanique», t. XLIII, París 1918; hay varias reediciones, entre ellas de Ed. Claudio García, Montevideo, 1944).

Imagen 66  (Pág. 189)

Monumento a Rodó situado en el Parque Rodó, en Montevideo, por el escultor José Belloni. Se inauguró el 27 de febrero de 1947

  • ZUBILLAGA, Juan Antonio, Estudios y opiniones, tomo III: «La obra de Rodó» (Montevideo, 1933, A. Monteverde & Cía.).
  • ZUM FELDE, Alberto, Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura (Montevideo, 1930; hay segunda edición ampliada, Montevideo, 1941, Ed. Claridad).





ArribaIconografía de Rodó

Las ilustraciones han sido cronológicamente ordenadas. En cada una de ellas se ha procurado establecer su origen o, por lo menos, la publicación que inicialmente las reprodujo. Como algunas de estas fuentes están varias veces repetidas, se han usado las siguientes abreviaturas:

  • AS.- Bibliografía de José Enrique Rodó, por Arturo Scarone (Montevideo, 1930).
  • RF.- Revista «Fuentes», 1. Publicación del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios. (Montevideo, agosto 1961).
  • RI.- «Revista del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, 1 (Montevideo, diciembre 1949).
  • ER.- Catálogo de la exposición Originales y documentos de José Enrique Rodó, (Montevideo, 1947).


Imagen 67  (Pág. 192)

Busto de Rodó por Edmundo Prati



 

1

Durante muchos años en diversos estudios y manuales (Zum Pelde, Lauxar, Pérez Petit, Albarrán Puente, Gil Salguero, Torres Ríoseco) figuró el año 1872 como fecha de nacimiento, pero el error ha sido corregido en más recientes o mejor informadas investigaciones (Pedro y Max Henríquez Ureña, Leguizamón, Ibáñez, Rodríguez Monegal, Real de Azúa, Etcheverry, Anderson Imbert, Bazin). Por otra parte, en la exposición Originales y documentos de José Enrique Rodó, que, bajo la dirección del profesor Roberto Ibáñez, fue inaugurada el 19 de diciembre de 1947 en el teatro Solís, figuró en la sección «Documentos personales» la fe de bautismo (N.º 263 del catálogo) de José Enrique Rodó, y estaba fechada: Montevideo, 5 de octubre de 1871. No parece necesario advertir que el bautismo debe haber sido posterior al nacimiento.

 

2

Señalando las afinidades entre Renan y Rodó, dirá Jean Cassou: «Seulement, Rodó n'a jamáis souri» (Renan et Rodó, en Revue de l'Amérique Latine, 2è. anné, vol. V, p. 233; cit. por Glicerio Albarrán Puente, El pensamiento de José Enrique Rodó, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1953, pág. 73).

 

3

Rodó. Su vida. Su obra (1918). Cito por la segunda edición ampliada (Montevideo, 1937, Ed. Claudio García & Cía., 512 págs.).

 

4

«A manera de prólogo» (artículo que refunde tres anteriores, del mismo autor, escritos sobre Rodó), en el volumen Rodó y sus críticos (París, 1920, Biblioteca Latino-Americana, dirigida por Hugo D. Barbagelata, 345 págs.).

 

5

Proceso intelectual del Uruguay (Montevideo, 2.ª edición, 1941, Editorial Claridad, 639 págs.).

 

6

Compárese este trabajito de colegial con los párrafos finales del extenso ensayo que, casi veinte años más tarde, dedicara Rodó a su héroe favorito: «Pero la plenitud de nuestros destinos se acerca, y con ella, la hora en que toda la verdad de Bolívar rebose sobre el mundo. Y por lo que toca a la América nuestra, él quedará para siempre como su insuperable Héroe Epónimo. Porque la superioridad del héroe no se determina sólo por lo que él sea capaz de hacer abstractamente valoradas la vehemencia de su vocación y la energía de su aptitud, sino también por lo que da de sí la ocasión en que llega, la gesta a que le ha enviado la consigna de Dios; y hay ocasiones heroicas que, por trascendentes y fundamentales, son únicas o tan raras como esas celestes conjunciones que el girar de los astros no reproduce sino a enormes vueltas de tiempo. Cuando diez siglos hayan pasado, cuando la pátina de una legendaria antigüedad se extienda desde el Anáhuac hasta el Plata, allí donde hoy campea la naturaleza o cría sus raíces la civilización; cuando cien generaciones humanas hayan mezclado, en la masa de la tierra, el polvo de sus huesos con el polvo de los bosques cien mil veces deshojados y de las ciudades veinte veces reconstruidas, y hagan reverberar en la memoria de hombres que nos espantarían por extraños, si los alcanzáramos a prefigurar, miríadas de nombres gloriosos en virtud de empresas, hazañas y victorias de que no podemos formar imagen; todavía entonces, si el sentimiento colectivo de la América libre y una no ha perdido esencialmente su virtualidad, esos hombres, que verán como nosotros en la nevada cumbre del Sorata la más excelsa altura de los Andes, verán, como nosotros también, que en la extensión de sus recuerdos de gloria nada hay más grande que Bolívar».

 

7

Ob. cit., pág. 225.

 

8

Citado por Glicerio Albarrán Puente, ob. cit., página 12.

 

9

Salvo expresa indicación en contrario, para todas las citas de textos de Rodó se ha tomado como base la edición de sus Obras completas (con introducción, prólogo y notas de Emir Rodríguez Monegal), publicada por Aguilar, Madrid, 1957.

 

10

Reproducido en el catálogo de la exposición Originales y documentos de José Enrique Rodó (Teatro Solís, 1947), unidad N.º 109.

 

11

Catál. cit., unidad N.º 109, comentario de Roberto Ibáñez.

 

12

Publicación del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, de Montevideo. La carta está trascripta en N.º I, p. 65.

 

13

Revista Fuentes, N.º 1, pág. 56.

 

14

Catál. cit., unidad N.º 112.

 

15

Catál. cit., unidad N.º 113.

 

16

Introducción general a las Obras completas de Rodó (Aguilar, Madrid, 1957), pág. 24.

 

17

Rodó en sus papeles, Revista Escritura, Montevideo, marzo 1948, N.º 3, pág. 98.

 

18

Revista Fuentes, N.º 1, pág. 66.

 

19

Ob. cit., págs. 66-67.

 

20

Ob. cit., págs. 67-68.

 

21

Cit. por Emir Rodríguez Monegal, ob. cit., pág. 24.

 

22

Rubén Darío y José Enrique Rodó, Montevideo, 1924, págs. 144-45.

 

23

Cit. por Emir Rodríguez Monegal, prólogo a La vida nueva (I), en edición Aguilar de Obras completas de Rodó.

 

24

Ob. cit., pág. 142.

 

25

Carta del 20 de noviembre de 1914.

 

26

En 1905, Gregorio Martínez Sierra imaginó un retrato de Rodó de acuerdo con la imagen que podía captarse a través de su obra: «Podemos suponer la palabra vibrante, el acento efusivo los ojos soñadores, la frente grave, la sonrisa grata, la amable juventud y la madurez no menos llena de amabilidad, la lozanía del ingenio y la sal de la moderación, ya que así nos lo muestra su obra, que es lo único que de él conocemos» Osvaldo Crispo Acosta («Lauxar»), de quien tomo la cita, estampó a continuación este comentario: «Es curioso este retrato, porque está hecho de acuerdo con la obra y a pesar de eso no corresponde con el escritor» (Ob. cit., pág. 161).

 

27

Ob. cit., pág. 83.

 

28

Citado por Víctor Pérez Petit, ob. cit., pág. 135.

 

29

Revista Fuentes, N.º 1, pág. 96.

 

30

Carta del 28 de marzo de 1897.

 

31

Carta del 28 de marzo de 1897.

 

32

Ob. cit., págs. 146-47.

 

33

Cit. por E. R. M., en Introducción, pág. 29.

 

34

Ob. cit., pág. 152.

 

35

En 1926, ya se habían publicado diecisiete ediciones.

 

36

Cit. por Víctor Pérez Petit, ob. cit., pág. 216.

 

37

Ob. cit., págs. 213-14.

 

38

Ob. cit., págs. 32-33.

 

39

Ob. cit., pág. 34.

 

40

Carta del 19 de enero de 1904.

 

41

Carta del 31 de enero de 1904.

 

42

Carta del 6 de marzo de 1904.

 

43

Carta del 3 de abril de 1904.

 

44

Carta fechada «setiembre, 1904».

 

45

Carta del 20 de marzo de 1904.

 

46

Cit. por E. Rodríguez Monegal, en Introducción, pág. 36.

 

47

Ob. cit., págs. 228-29.

 

48

Historia de la literatura hispanoamericana (México, 1954, Fondo de Cultura Económica). La cita corresponde a pág. 439 del tomo I, de la 3.ª edición (1961), ampliada.

 

49

Prólogo a Motivos de Proteo (Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos, 2 tomos, Montevideo, 1957), pág. VIII.

 

50

Prólogo cit., pág. XXIII.

 

51

Prólogo cit., págs. XIV y XV.

 

52

Revista Fuentes, N.º 1, págs. 221-262.

 

53

Ver José Enrique Etcheverry, «Un discurso de Rodó sobre el Brasil», publicado en la Revista del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, diciembre 1949.

 

54

Del ensayo americano, México, 1945, Fondo de Cultura Económica, págs. 134 a 136.

 

55

Ver: Víctor Pérez Petit, ob. cit., pág. 327.

 

56

Ob. cit., pág. 52.

 

57

En noviembre de 1909 también le había escrito Alfonso Reyes (que por entonces sólo tenía 20 años) al anunciarle su primer libro de crítica literaria: «Acaso lo publicaré a principios del año próximo. Para entonces ¿podré, señor, contar con el consejo de Ud.? Yo le enviaré el primer ejemplar y lo que Ud. me diga después de leerlo (privadamente, se entiende, pues mi súplica no tiene otro fin que el de aprender) lo que Ud. me diga, va a servirme, indudablemente, de clarísima orientación» (Ver revista Fuentes, N.º 1, página 118).

 

58

Revista Fuentes, N.º 1, págs. 124-25.

 

59

Revista Fuentes, N.º 1, pág. 83.

 

60

Carta del 9 de julio de 1916.

 

61

Ob. cit., pág. 364.

 

62

Cit. por Víctor Pérez Petit, ob. cit., pág. 365.

 

63

Copia fotográfica de la primera, procedente de Santos, y el texto, estrictamente convencional, de todas, han sido publicados en el N.º 1 de la revista Fuentes.

 

64

Los grandes de Hispanoamérica, en ABC, Madrid, 4 de octubre 1929. Cit. por Glicerio Albarrán Puente, ob. cit., p. 27.

 

65

En Españoles de tres mundos, Buenos Aires, Editorial Losada, 1942, págs. 61-63.

 

66

En realidad, hace sobre ellas una referencia al pasar: «De las dos ciudades que pueden disputarle el principado del Mediterráneo y que he visto después: Marsella y Génova, la provenzal me pareció más populosa y activa; la ligur, de más típica originalidad; pero Barcelona, es la más pulcra, más primorosa, más compuesta».

 

67

Revista Fuentes, N.º 1, pág. 92.

 

68

Cit. por Emir Rodríguez Monegal, Introducción a O. C., sin mencionar el nombre del remitente. En realidad, esta carta fue publicada, sin firma, en un diario de la época.

 

69

Dice allí Rodó: «Para la mirada europea, toda la América española es una sola entidad, una sola imagen, un solo valor. La distancia desvanece límites políticos, disimilitudes geográficas, grados diversos de organización y cultura, y deja subsistente un simple contorno, una única idea: la idea de una América que procede históricamente de España y que habla en el idioma español. Esta relativa ilusión de la distancia, que a cada paso induce a falsas generalizaciones, a enormes errores de lugar, a juicios de que no aprovechan, por cierto, las mejores entre nuestras repúblicas, tiene, sin embargo, la virtud de corresponder a un fondo verdadero, a un hecho fundamental y trascendente, que acaso los hispanoamericanos no sentimos todavía en toda su fuerza y toda su eficacia: el hecho fundamental de que somos esencialmente 'unos'; de que lo somos a pesar de las diferencias, más abultadas que profundas, en que es fácil reparar de cerca, y de que lo seremos aún más en el futuro, hasta que nuestra unidad espiritual rebose sobre las fronteras nacionales y prevalezca en realidad política».

 

70

El tono que había tenido la oposición crítica de Roxlo puede verse en este fragmento de su Historia crítica de la literatura uruguaya (Montevideo, 1916, Barreiro y Ramos, tomo VII, págs. 246-47): «El autor de Ariel tiende, en todas sus obras, a que se confundan y se unifiquen los rayos de los soles de las repúblicas sudamericanas. Diríase que sueña, cándidamente, lo que soñó el imperialismo aventurero y romántico de Bolívar. Mi diminuto espíritu, mi espíritu de chingolo del monte, se pierde en la amplitud del espíritu de Rodó. En primer lugar, no creo en la raza. La historia nos enseña que no hay razas puras. También enseñómelo, disecando a Europa, un libro de Renan. En segundo lugar, no siento en mí un adarme de americanismo. Soy cigarra charrúa, chingolo uruguayo, claves de mis sierras», etc., etcétera.

 

71

«Santuarios», incluido en Nuevo glosario, I, Madrid, 1947, Ed. Aguilar pág. 816.

 

72

«Rodó (una página a mis amigos cubanos)», artículo publicado primeramente en la revista Unión Panamericana, Madrid, 11 de junio de 1917; incluido luego en el vol. III, págs. 134-137 de las Obras completas de Alfonso Reyes (México, 1956, Fondo de Cultura Económica).

 

73

En La generación del 900, revista Número, N.os 6-7-8, Montevideo, 1950, págs. 37-61. Este ensayo figura incluido en el libro del mismo autor: José E. Rodó en el Novecientos, Montevideo, 1950, Ed. Número, 99 págs.

 

74

En realidad, Petersen emplea un término más amplio: el guía. (El ensayo de Julius Petersen está incluido en el volumen colectivo Philosophie der Literaturwissenschaft, Berlín, 1930, Ed. Junked und Dünnhaupt; hay traducción española. Filosofía de la ciencia literaria, México, 1946, Fondo de Cultura Económica).

 

75

Publicado en Número, N.os 6-7-8, Montevideo, 1950, págs. 15-36.

 

76

Revista Fuentes, N.º 1, pág. 143.

 

77

Los siguientes ejemplos ilustrarán al lector acerca del tono de tales conflictos. Álvaro Armando Vasseur calificó a Roberto de las Carreras de «pobre diablo parasitario, tomador de viento, cuya cerebración morbosa vegeta en perpetuos disparates de imaginación»; «tipo de intelectualoide, pervertido por algunas malas lecturas indigeridas, que suele eructar, algunas veces en folletos que ni siquiera llegan a la mediocridad»; «como degenerado de primer orden, desdeña la moralidad»; «bacterio literario, fracasado para siempre jamás». Por su parte, Roberto de las Carreras respondió con los siguientes epítetos: «Armandito Vasseur, una síntesis de tilinguería, un tonto célebre, un arquetipo de la estulticia, un ingenuo, un pobrecito hablador, un bebé literario, un biscuit, un paraninfo, un alienado inferior, un vate, un guaranguito de extramuros, un palurdo, autor de estafas, un mandria [...], andrajo fisiológico, lisiado por bajos erotismos, molusco plebeyo, sietemesino ridículo, producto miserable de la inercia matrimonial [...], príncipe de los granujas, estólido palafrenero», etc., etc. (Tres de estas polémicas ejemplares han sido reproducidas en la entrega especial que la revista Número, Montevideo, enero-junio 1950, N.os 6-7-8, consagró a la Generación del 900).

 

78

La obra de José Enrique Rodó, conferencia leída en el Ateneo de la Juventud, de México, y publicada inicialmente en el volumen Conferencias, México, 1910, págs. 63-83. Extraigo la cita del volumen Ensayos en busca de nuestra expresión (Buenos Aires, 1952, Ed. Raigal, pág. 118), que a los Seis ensayos originales de 1923, agrega otros posteriores y anteriores a esa fecha, entre los cuales figura la conferencia sobre Rodó.

 

79

Ob. cit., pág. 126.

 

80

Ob. cit., pág. 122.

 

81

Literary Currents in Hispanic America, Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1945. Cito por la traducción de Joaquín Díaz Cañedo, Las corrientes literarias en la América Hispánica (México, 1949, Fondo de Cultura Económica, pág. 183).

 

82

«Notas sobre la inteligencia americana», incl. en Obras completas de Alfonso Reyes, ed. cit., volumen XI, pág. 89.

 

83

«La conciencia filosófica de Rodó», en Número. N.os 6-7-8, Montevideo, 1950, pág. 71.

 

84

«José Enrique Rodó», incl. en Páginas escogidas, Madrid, 1947, Ed. Javier Morata, pág. 397.

 

85

En la primera edición de su Proceso intelectual del Uruguay (Montevideo, 1930), escribió Zum Felde: «En 1900, cuando Rodó escribió Ariel, el yanqui era sólo un problema intelectual; en 1930 es un problema práctico; el capital de los Estados Unidos ha conquistado una gran parte de esta América, y prosigue la conquista del resto. Hay países enteros -de soberanía más nominal que efectiva- que están en manos de las grandes empresas yanquis, y cuya política interna y externa, es manejada desde las oficinas de Wall Street. Tanto frente a aquella demanda moral como ante este constante y creciente empuje avasallador, son demasiado débiles los sutiles huéspedes de la torre rodoniana; se requieren elementos más fuertes, inspiraciones más profundas, ideales más concretos. Así los requerimientos prácticos se aúnan a los requerimientos espirituales para determinar el ocaso de Ariel, como evangelio laico de América latina». En la segunda edición (Montevideo, 1941) Zum Felde eliminó ese párrafo e incluyó este otro: «Ariel adoctrinó la posición de la conciencia continental en un momento dado; marcó la oposición humanística al utilitarismo del norte. Ese problema ya no existe; lo hemos atravesado; las cuestiones, hoy, son otras. De ahí su ocaso, su glorioso ocaso». No obstante, en pleno 1962 parece más actual y certero el párrafo de 1930 que el de 1941.

 

86

Dice, por ejemplo, Luis Alberto Sánchez en su Balance y liquidación del 900 (Santiago de Chile, 1941, Ercilla): «Rodó repudiaba a este país (Estados Unidos) porque había intervenido en Cuba, conforme nos lo refiere Pérez Petit, y porque además no lo conocía». Primera aclaración: Rodó no repudiaba a los Estados Unidos. Su tan citado «los admiro, pero no los amo», no es precisamente una declaración de repudio. Segunda aclaración: el hecho de no haber estado en un país, no impide formarse una opinión acerca de su sistema político, de sus reflejos sociales, de su conformación cultural. No es necesario haber residido en la Alemania nazi, para repudiarla. Por otra parte, Rodó pone el acento en la consecuencia que el sistema y los hábitos de vida y gobierno norteamericanos podían tener para América latina. Tercera aclaración: Sánchez repudia a Rodó, no tanto porque no lo conociera, sino más bien porque lo desvirtúa. Emir Rodríguez Monegal y Carlos Real de Azúa, entre otros, han señalado que Sánchez cita a Rodó con deliberadas erratas. «Verbigracia: su oposición a un renovarse en vivir, cuando el texto de Rodó es reformarse es vivir. Sánchez llega a afirmar que Rodó «abogó por el imperio de una oligarquía, cuya única base posible tenía que ser la plutocrática, y por tanto estaba condenada a vivir ligada al imperialismo», con lo que demuestra una tendenciosa incomprensión hacia los planteos de Rodó. Sánchez le hace decir a Rodó que carecía de sentido el apotegma de Alberdi gobernar es poblar, cuando lo que Rodó expresa en Ariel es lo siguiente: «Ha tiempo que la suprema necesidad de colmar el vacío moral del desierto hizo decir a un publicista ilustre que, en América, gobernar es poblar. Pero esta fórmula famosa encierra una verdad contra cuya estrecha interpretación es necesario prevenirse, porque conduciría a atribuir una condicional eficacia civilizadora al valor cuantitativo de la muchedumbre. Gobernar es poblar, asimilando, en primer término; educando y seleccionando, después». Rodó no era marxista, es cierto, pero lo que evidentemente propugnaba era una extensión de a cultura, con la correspondiente eliminación del analfabetismo, plaga continental. El motivo de que la expresión aristocracia del espíritu moleste tanto a Sánchez, es que éste, hipnotizado por la palabra aristocracia, parece no fijarse en la palabra espíritu. Otro motivo -claro- es no haber leído atentamente a Rodó, quien dice en Ariel: «La civilización de un pueblo adquiere su carácter, no de las manifestaciones de su prosperidad o de su grandeza material, sino de las superiores maneras de pensar y de sentir que dentro de ella son posibles». Por último, conviene recordar que la primera revolución admitidamente marxista que se ha dado en América, ha considerado como una tarea fundamental y primera la eliminación radical y urgente del analfabetismo; y, de los nuevos alfabetos, ha seleccionado a los mejores para otorgarles becas universitarias. ¿No suena ahora más actual el consejo de Rodó: «Gobernar es poblar, asimilando en primer término; educando y seleccionando, después»? En 1944, cuando publica su Nueva historia de la literatura americana, Luis Alberto Sánchez (entregado ya por completo al bandolerismo intelectual), sigue citando falsamente a Rodó, pero en cambio lo reconoce como «prosador exquisito y celeste».

 

87

«Rodó una página a mis amigos cubanos», publicado el 11 de junio de 1917, en la revista Unión Hispanoamericana, Madrid (Incluido en Obras completas de Alfonso Reyes, vol. III, págs. 134-135).

 

88

Ha sido recientemente rescatado en un folleto publicado por Juan José López Silveira: Imperialismo yanqui 1961 en América Latina (Montevideo, 1962).

 

89

«Don Quijote y Bolívar». La cita está tomada de Ensayos, Madrid, 1945. Ed. Aguilar, tomo II, páginas 705-6.

 

90

Breve historia del Modernismo, México, 1954, Fondo de Cultura Económica, pág. 10.

 

91

Por ejemplo, en carta a Juan Francisco Piquet: «¡Yo me moriré con la nostalgia de los pueblos que no haya visto!... En estos últimos tiempos se me ha desarrollado una súbita curiosidad y vivo interés por conocer, también, la América del Norte, a la que no amo, pero admiro». En una carta anterior, dirigida también a Piquet, Rodó había mencionado «la América sajona, a la que, como Ud. sabe, yo no amo, pero sí admiro».

 

92

Prólogo cit., pág. CXV.

 

93

Ob. cit., pág. 123.

 

94

Verde y dorado en las letras americanas, Madrid, 1947, Ed. Aguilar, pág. 290.

 

95

Barreiro y Ramos, Montevideo, 1945, 286 págs. Los cinco poemas son: 1) «¡Espero!»; 2) «La prensa»; 3) «Lecturas»; 4) «A...»; 5) «Al noble señor don Carlos Beyles».

 

96

José Pedro Segundo, Introducción al vol. I de la edición oficial de las Obras completas de José Enrique Rodó, pág. LXXIV.

 

97

«¿Qué actitud más rodoniana -se pregunta Carlos Real de Azúa- que ésta que mueve la parábola, que esta leve frenada del ritmo discursivo, y éste ponen grave la voz, y subido el estilo, cuando llega el momento de emitir verdades esenciales? Porque, si de algún don careció Rodó, fue el de decir cosas importantes de modo natural, informal casi distraído» (Prólogo cit., pág. LXXXII).

 

98

«Sobre Motivos de Proteo», en Anales del Ateneo N.º 2, Montevideo, junio 1947, págs. 133-139.

 

99

Páginas escogidas, Madrid, 1947, ed. Javier Morata, pág. 406.

 

100

El propio Rodó, en sus «Notas sobre crítica», publicadas en 1896 en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, reconoce el margen de error que existe en todo crítico: «El crítico que al cabo de dos lustros de observación y de labor no encuentre, en aquella parte de su obra que señala el punto de partida de su pensamiento, un juicio o una idea a rectificar, una página siquiera de que arrepentirse, habrá logrado sólo dar prueba, cuando no de una presuntuosa obstinación, de un espíritu naturalmente estacionario o de un aislamiento intelectual absoluto». Y también dice: «Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto. Sin cierta amplitud tolerante del criterio, no hay crítica literaria que pueda aspirar a ser algo superior al eco transitorio de una escuela y merezca la atención de la más cercana posteridad».