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ArribaAbajoLa beneficencia

Las instituciones de beneficencia se multiplican y se perfeccionan. Las vemos crecer rápidamente. Cada vez remediamos en mayor escala la extrema miseria, la ignorancia y el vicio, el abandono de los niños, la vejez, la enfermedad, los accidentes del trabajo. Nótese que la acción individual, pese a los Carnegie y a los Morgan obstinados en hacerse perdonar, a fuerza de donaciones, sus monstruosas fortunas, es mucho menos importante que la acción colectiva. De una parte el Estado, sin dejar de invertir sumas inmensas en el aniquilamiento de las razas -presupuestos de guerra- dedica fondos cada vez más copiosos a la asistencia pública; de otra parte, el proletariado aprende a defenderse por sí, con el instrumento cooperativo, organizando servicio médico, dispensarios, sanatorios, reservas de toda clase para la lucha económica.

Conviene advertir que no se trata de caridad ni de amor al prójimo, sino del provecho común. No confundamos el altruismo con el egoísmo del conjunto. En enero de este año empezó Inglaterra a pagar las pensiones a los ancianos pobres. Muchos quisieron cobrar en persona la primera cuota y se arrastraron a las oficinas. Tres murieron de conmoción cerebral. Si fue la alegría, pase; es un caso en que el placer del siervo se manifestó superior al del amo; Schopenhauer se hubiera sorprendido. Si fue de agradecimiento, se equivocaron. La beneficencia moderna es una función necesaria, en que ni el que recibe tiene nada que agradecer, ni el que da tiene nada que ufanarse. ¿Caridad, cuando vivimos de la semiesclavitud de los trabajadores? ¿Amor, cuando lo normal no se concibe sin la base del odio y del miedo, y todo nuestro progreso consiste en haber sustituido la ferocidad por la codicia, la agresión inmediata por la agresión calculadora, la sed de sangre por la sed de oro? En las sociedades fundadas en la esclavitud entera, hubo beneficencia también; las «eranias», las «tiasias» griegas, accesibles a los esclavos, eran aparentemente asociaciones religiosas, en realidad de socorros mutuos. La ley ateniense concedía un óbolo diario a los enfermos desvalidos. En cuanto a Roma, la magnífica cruel, la que se divertía despanzurrando infelices con la zarpa de sus felinos, tuvo sabias instituciones benéficas y poderosas corporaciones gremiales. Flexibilicemos la inteligencia, viendo a Nerón preocuparse por los menesterosos, y consagrar grandes cantidades en entierros gratuitos. ¿Qué importa que los hombres se aborrezcan, si al fin se ayudan; si al fin comprenden que es indispensable una disciplina de náufragos?

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El amor puro no sería tan eficaz. ¿De qué servirían en nuestros hospitales los santos de la Edad Media? Una María Alacoque, aquella que con la boca limpiaba los pisos, no vale lo que el último enfermero de una clínica. La bienaventurada había llegado, de éxtasis en éxtasis, a quedarse tan imbécil, que «la ensayaron para la cocina, y hubo que renunciar, todo se le caía de las manos», según cuenta su respetuoso biógrafo, monseñor Bougaud. Lamer las llagas para ganar el cielo no es lo que nos hace falta, sino curarlas con regularidad. El milagro es demasiado caprichoso; socialmente, su efecto es casi nulo. Sin duda que para resucitar a Lázaro es preciso el amor de Jesús; pero ¿en qué nos ayudaría resucitar a un Lázaro cualquiera cada medio siglo? ¿No es preferible apelar a procedimientos más prosaicos y más dóciles? La humanidad no merece salvarse de golpe, sino ruin y penosamente. No somos dignos de que nos salve el amor, sino la ciencia. Hagamos de la práctica del bien un oficio lucrativo, honroso y libre de apasionamientos. Si los dedos del cirujano temblaran de compasión, serían menos útiles.

Procuremos cuidar la salud de las gentes como un juicioso criador de ganado cuida la de sus bestias. Si conseguimos por el mismo salario obreros mejor construidos, capaces de resistir mejor al uso, habremos adelantado nuestra cultura y elevado nuestro nivel moral. Lo bello, lo justo, es que nos volvamos más hábiles, más pacientes en la labor, sin que robustezcamos en exceso nuestras almas. Evitemos todo romanticismo, todo misticismo, todo sueño desordenado. Seamos máquinas honestas. La beneficencia es un buen negocio. ¿Acaso las compañías de seguros indemnizan por piedad? La beneficencia es el seguro de la civilización.

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ArribaAbajoInsubordinación

El consejo supremo de guerra -supremo, ¡ay!- ha castigado al conscripto Gismani, de Paraná, con tres años de presidio. Se trata de una insubordinación. Parece que es un crimen terrible. ¿Qué ha hecho Gismani? Dirigir frases ofensivas a su sargento. ¿Por qué? Esto no interesa mucho al consejo supremo, pero de la misma sentencia se deducen algunos antecedentes. La familia de Gismani tramitaba la excepción. «Está probado que Gismani padece de una bronquitis asmática   —94→   crónica. El sargento Pedroza oyó decir, durante el descanso, al soldado Gismani, que aunque le dieran de palos no trotaría más por no poder ya hacerlo, y entonces mandó formar inmediatamente y ordenó diversos movimientos al trote... El soldado Gismani, después de dar algunos pasos al trote, terminaba dicha instrucción al paso, contestando al sargento Pedroza, que cada vez le gritaba que trotara: «no puedo trotar, mi sargento...».

Si el consejo hubiera sido menos supremo y más humano, habría dicho: «Gismani, eres un mártir, Pedroza, eres una bestia. Que cuiden a Gismani y que apliquen un bozal a Pedroza. ¿Y qué ejército es ese donde los enfermos trotan mientras se averigua si pueden trotar o no? ¡Remédiese tanto desatino!» Por desgracia, el consejo estaba formado de héroes, y según su ley de hierro la insubordinación privada sobre lo demás. Insubordinarse contra la justicia, contra la piedad, contra los derechos del dolor no es tan grave como insubordinarse contra su sargento. Tres años de presidio. Y gracias. Un conscripto es muy poquita cosa ante un consejo supremo de guerra. Si Gismani hubiera tomado la precaución de ser general, habrían respetado su bronquitis. Ya lo ha observado Clemenceau: «Cuando un soldadito da un puñetazo a su sargento, se le fusila; el honor del ejército lo quiere. Mas cuando los grandes jefes, todo galoneados de oro, faltan a su deber, el honor del ejército no permite que se les pida cuentas». Clemenceau aludía a la expedición francesa de Madagascar, donde sin combatir murió cerca de la mitad de las tropas, por la ineptitud de los superiores. Yo no aludo a la Argentina, ni a nadie; recuerdo que el rigor de los tribunales se reserva preferentemente para los pobres, para los inofensivos. Es un hecho común. Los fuertes no serían fuertes si no impresionaran al juez. Por otra parte, Gismani era estudiante y repórter. Era con razón sospechoso. Un intelectual en un cuartel es ya una insubordinación presunta. La inteligencia es sediciosa. Siendo difícil desterrarla de la vida civil, suspendámosla siquiera en las filas, o dejarán de ser filas -alineación de cráneos y de mentes- para ondular como un látigo. Y quizá Gismani era algo peor: un original. ¿Concebir un original haciendo el ejercicio? ¿Un poeta trotando a la voz de orden? ¡Cuánto desprecian, y con cuánto motivo, a esos soñadores, a esos cobardes, los varones auténticos, educados en la escuela del sargento Pedroza!

-«¡Trote usted! -¡No puedo!» Hay que obedecer, sin embargo; hay que trotar, aunque el asma te ahogue. No eres un asmático, eres un   —95→   recluta. Habrías de trotar aunque no tuvieras piernas. El sargento es Dios. Para Dios no hay imposibles. Resucita a los muertos y los hace trotar. ¿No trotas? Tres años de presidio. Detrás del sargento-Dios está la sociedad llena de espanto; si el sargento pierde sus atributos celestes seremos todos aniquilados, raídos de la faz de la tierra. La autoridad del sargento es nuestro talismán precioso. Conservémoslo. ¡Tabú, tabú! En cuanto a la justicia... es una preocupación de anarquistas. Pretender que sea justa la máquina de guerra, es ocurrencia de locos. Una espada es justa si corta bien. Hubiera yo deseado discurrir sobre el asunto Gismani, no como militar, sino más modestamente: como hombre. Me detiene el peligro de pasar por dinamitero. ¡El buen sentido es tan revolucionario! No es tiempo aún de que la humanidad sea humana. La Nación, de Buenos Aires, en cambio, no se resigna. Propone para Gismani el indulto. «No tiene otro objeto esta atribución del presidente de la República, dice, que impedir cualquier error posible, cuando las disposiciones generales de la ley, aplicadas en un caso particular, resultan contrarias a la inspiración de la justicia». Enternece la humildad con que se confiesa que las leyes son injustas, a la vez que sagradas. Si conducen a monstruosidades demasiado intolerables -caso Gismani- queda el recurso de implorar de rodillas, ante el señor presidente, una excepcional contraorden, una gracia, un milagro. Así la justicia es, entre nosotros, de índole milagrosa. La justicia debe administrarse muy de tarde en tarde, so pena de debilitar profundamente el organismo social. El primer magistrado -indulte o no a Gismani- comprenderá que su poder se funda en la intangibilidad de los sargentos, y que aplicar con exceso la justicia sería antipatriótico.

[LA RAZÓN, 2 de setiembre de 1909]




ArribaAbajoLa obra que salva

Casi siempre que el telégrafo nos anuncia el fallecimiento de un hombre ilustre, se nos advierte que el condenado trabajó hasta el fin. Coquelín estudiaba el papel que le había confiado Rostand; Mendès escribía una comedia; Nogales, ciego a consecuencia de la enfermedad que le aquejaba, dictaba artículos a su hija. No cito sino desgracias recientes. Esos cadáveres, con la herramienta en la crispada mano, nos dan una lección.

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Nos es permitido creer que el trabajo es indispensable a la escasa felicidad que puede encontrarse en la vida. No el trabajo esclavo, el trabajo que repite, sino el trabajo libre, el trabajo que crea. El primero es una inútil tortura, y la mayor parte de nosotros estamos sujetos a su ignominia; el segundo es una emancipación gloriosa; y Dios, al contemplar de qué modo ha embellecido y ensanchado el universo, aquello que por castigo nos impuso, debe de estar lleno de asombro. Deseemos que en el porvenir sean las máquinas las que se encarguen de ejecutar inhumanas labores, libertando la inteligencia del obrero servil, y haciéndole partícipe de la alegría máxima. Sin duda sería mezquino y vano pretender vivir sin dolor; nada tan despreciable como el ser que consiguiera mantenerse indiferente o satisfecho ante el espectáculo de las cosas. El dolor es un elemento normal en el mundo. No sufrir es un síntoma patológico. O los nervios se desorganizan, o el alma su pudre. Se trata de utilizar el sufrimiento, y sobre todo se utiliza lo que se ennoblece.

La vida es un drama misterioso. No lo comprendemos, pero conocemos bien los instantes en que la acción se vuelve decisiva y suprema, y sabemos, vendados los ojos, que en cierta medida de nosotros depende aumentar la hermosura del destino. ¿De qué manera? Siendo lo que somos, realizándonos, renovándonos en la obra. Nacemos con inmensos tesoros ocultos, y la verdadera desdicha es la de hundimos en la sombra sin haberlos puestos en circulación, así como la dicha verdadera consiste en la plenitud del organismo entregado por entero a lo que no es él. La solución egoísta es la peor, porque es insignificante. ¡Qué tristeza, llegar intactos y con los bolsillos repletos a la tumba! No defraudemos a lo desconocido. No desaparezcamos a medio consumir. Que la muerte nos sea natural.

En la lucha por afirmarnos y prolongar nuestro grito, disponemos de recursos muy superiores a los de otras especies. El animal vence al tiempo gracias al amor físico. Nosotros poseemos además la prodigiosa matriz del genio. Y convenzámonos de que todos, microscópicos o gigantes, tenemos el genio; todos traemos algo nuevo a la tierra, hay que descubrirlo; hay que beneficiar el metal del espíritu, y trabajar es trabajarnos. El sexo asegura la carne de la próxima generación, y el genio prepara los materiales para el genio futuro. Sin el trabajo que edifica y conserva la cultura de hoy para el trabajo de mañana, la humanidad estaría detenida en un perpetuo comienzo. Nuestra persona continuaría, por breve espacio, y fragmentariamente, representada en nuestros   —97→   hijos, que a veces son nuestra antítesis, y a veces nuestra caricatura. Combatiríamos al azar, privados del monumento, de la estatua, del cuadro y del libro, naves sublimes con que cruzamos el océano de los siglos.

Es por la obra que nos ponemos en contacto con la enorme esfinge. No es seguramente como espectadores que descifraremos el enigma de la realidad, sino como actores. El trabajo hace la autopsia. No extrañemos la calma con que los héroes del arte y de la ciencia aguardan el término necesario de sus tareas. Para ellos, para su sensibilidad maravillosa, la vida es un viaje divino y resplandeciente: mueren fatigados y encantados; así se duermen los niños en la mesa, sobre sus cuentos de hadas, cuando viene la noche. El mayor problema filosófico es reconciliarnos con la muerte, y quizá lo resolvamos mediante la obra. De la adoración a la obra propia, nos elevamos al culto de la obra colectiva. Pensaremos en lo pobre, en lo ruin que sería a la larga una sociedad de inmortales, aunque estuviese compuesta de Newtons, Homeros y Césares. Pronto agotaría sus recursos; pronto giraría, estéril, en la presión de la forma única, y reclamaría desesperada una salida hacia la negra inmensidad. Entenderemos que la muerte es la gran renovadora, que no es ella quien nos destruye, sino quien nos engendra, y acogiendo maternalmente los trabajos de las venideras centurias, no sólo diremos, como el poeta a su poesía: «Ya puedo yo morir, puesto que tú vives»; diremos también: «¡Muramos contentos para que vivas tú, oh poesía universal!».

[LA RAZÓN, 16 de febrero de 1909]




ArribaAbajoEl mito naturista

El asunto exige reconsideración. ¡Es tan interesante ver retoñar, en donde menos uno se lo espera, la antigua sentimentalidad religiosa! He blasfemado contra Nuestra Señora Natura infinitamente buena, razonable y feliz; he dicho que todo lo que existe es natural, la enfermedad como la salud; he desconocido el dogma naturista que hace de la enfermedad castigo de los pecados. Se me ha llamado ignorante, supremo anatema de nuestro siglo; en otro tiempo me habrían llamado infiel. Y, sin embargo, ¿con qué fundamento supondríamos que lo frecuente y   —98→   lo raro, lo normal y lo monstruoso, la enfermedad y la salud no obedecen a las mismas leyes naturales? La naturaleza, para un cerebro sin religión, se reduce a un conjunto de leyes uniformes, que estamos empezando a descifrar, y si admitiéramos fenómenos antinaturales, renunciaríamos al conocimiento. La historia de la fisiología, y hasta la de la psicología, muestra de qué inmensa utilidad ha sido el estudio de lo patológico para comprender la salud.

Por otra parte, la salud aparece como un término medio, casi nunca realizado; aparece como un equilibrio fugaz, pronto deshecho en el torrente vertiginoso del mundo. No me refiero al hombre, al pecador, sino a la entera escala zoológica y botánica. Para convencerse, no es preciso abrir un manual de patología comparada; interrogada a un horticultor, a un ganadero, a un criador de aves de corral. Los animales, ya salvajes, ya domésticos; las plantas, ya cultivadas, ya silvestres, se enferman y se pudren igual que nosotros. Y aun lo que no vive parece desfallecer: los metalúrgicos hablan de la «fatiga» de las aleaciones; los joyeros, de las dolencias de las piedras. Donde se dibuja un organismo, se instala, tarde o temprano, lo morboso, con su lúgubre desenlace. He aquí -y evito detalles técnicos inoportunos- lo que los hechos nos dan. Pero, ¿de qué sirve invocar los hechos, cuando se nos opone la fe? La fe consiste en creer lo contrario de lo que sucede. Si la fe aceptara los hechos, no sería la fe, sino la ciencia.

¡Dios es misericordioso! ¡Nuestros sufrimientos vienen de habernos apartado de Dios! ¡La naturaleza es misericordiosa, es salud y alegría! Si nos enfermamos, es por habernos salido de la naturaleza. Una de dos: o las enfermedades de la bestia y del árbol son pura broma, o el árbol y la bestia pecaron también. No me sorprende que me propongan animales modelos, animales «virtuosos».

¿Recordáis la devoción del asno y del buey, que calentaron con su aliento al niño Jesús? ¿Por qué entonces el elefante se extingue, la honesta vaca padece de tuberculosis y el noble caballo mal de cadera y muermo? ¿Por qué la naturaleza los trata así? Confesemos que es más brillante el aspecto del águila y del tigre. El gato, ese pequeño Satanás, ese impenitente carnívoro, tiene, según el vulgo, ¡siete vidas! ¡Oh!, que el régimen vegetariano nos convenga, que el agua y el aire y el sol nos estimulen, es posible, probable, plausible. Lo curioso es que se atribuyan al problema proporciones desmesuradas, al punto de remover el cosmos y adoptar una religión para justificar las compresas húmedas. Y es   —99→   doblemente curioso que el resultado sea una mayor eficacia terapéutica. En todo naturista hay un ingenuo taumaturgo.

¡La naturaleza es salud y alegría!... grito místico. La naturaleza no es saludable ni nociva, alegre ni triste, buena ni mala. La naturaleza es y nada más. ¡Bendito optimismo, evocador de no sé qué naturaleza de clima templado, de jardinillo y auras y arroyuelos y abejitas laboriosas. En cuanto a la naturaleza de los desiertos de arenas calcinadas o de hielo, de volcanes de la Martinica y terremotos de Messina, y de pelícanos que ofrecen sus entrañas y aves que de contrabando hacen empollar sus huevos por el prójimo, y hembras que devoran la mitad de sus crías, y tórtolas y búhos y hienas y cisnes; la naturaleza del canibalismo y de la bulimia y de las plantas insectívoras y de los largos ayunos invernales, de mantis y arañas que se comen a sus machos enamorados y de efímeras que no hacen sino amar y no se nutren y ni siquiera tienen boca; la naturaleza de la hormiga, del ruiseñor y del vampiro; de los seres que viven suspendidos en rayo de luz, hundidos en el fétido fango, flotantes en el mar, confundidos con la podredumbre de los cadáveres o con la borra de sí mismos, seres con demasiados sexos o sin sexo, solitarios o en masas, invisibles o enormes, a veces sin forma, a veces momificados, a veces engendrando de pronto especies imprevistas, seres de locura, que palpitan horas, minutos, segundos parásitos innumerables que habitan la carne ajena, que hacen su nido en un glóbulo de sangre o que para reproducirse emplean hasta los órganos sexuales de su huésped... en cuanto a esa naturaleza donde descubrimos, si queremos, la caricatura de todas nuestras imaginaciones, de todas nuestras virtudes y de todos nuestros crímenes, y tantas cosas para las que no hay nombre en nuestra pobre lengua; en cuanto a esa realidad que nos abruma, con su desbordamiento sombrío, ¡fe se necesita para ajustarla a los patrones morales de nuestras cabecitas de 1910!

¡La naturaleza es salud y alegría! Y todo muere. Mueren los individuos y las razas, los astros y los átomos, la corteza terrestre es un vasto Gólgota de fósiles; cerca de nosotros, lívida faz en que se han petrificado los espasmos de la agonía, gira la luna difunta. No sabemos si nace cuanto merece nacer, pero sabemos que todo muere aunque no merezca morir. Con igual indiferencia, el destino apaga las estrellas y los ojos de los hombres. Acaso perecemos a fuerza de salud y alegría; acaso la muerte es un bondadoso simulacro y resucitaremos, ya en alas del eterno retorno, ya mediante sucesivas reencarnaciones. Acaso las señoras   —100→   Blavatsky y Annie Besant posean la clave definitiva del Universo. ¿Por qué no? Pintemos, pues, sobre los tenebrosos muros de nuestra cárcel las deliciosas avenidas de la libertad. Para ser dichosos basta un poquito de fe.

[LA RAZÓN, 16 de febrero de 1910]




ArribaAbajoEl altruismo y la energía

Nietzsche, en su obstinado desprecio al cristianismo, hace de la piedad para con los inermes, de la simpatía hacia lo abortado, lo enfermo y lo triste, del anhelo de justicia reparadora en fin, otros tantos síntomas de una degeneración contagiosa. Para el terrible alemán, el egoísmo -egoísmo elevado, trágicamente bello a veces, propio de un metafísico Satanás- es sinónimo de energía.

Las varias formas del egoísmo, desde la vanidad a la ambición insaciable, desde la mezquindad de la solterona balzaciana a la codicia de un Rockefeller, desde la impertinencia del dandy a la ferocidad sanguinaria de Calígula, se manifiestan, sin duda, con extrema energía aparente en muchos casos. Pero conviene observar que los ejemplos famosos con los cuales los grandes de la tierra fijaron el recuerdo de su tonto y omnipotente capricho, no demuestran energía personal, sino la energía exterior acumulada por el azar en torno de una figura casi siempre insignificante. Nerón incendia a Roma. Suponiéndolo cierto, ¿qué prueba? ¿La energía de Nerón? Lo que prueba es el abatimiento de una sociedad que permite tales atrocidades. Las fuerzas enormes que el emperador tenía en sus vacilantes manos de imbécil no le pertenecían. Se había encontrado con ellas. Nerón jugaba con los resortes de un colosal mecanismo que se le había regalado para diversión suya y para ignominia de la época.

Por lo contrario, Nerón era débil, como la mayor parte de los egoístas históricos a quienes se ha juzgado indispensables tan sólo porque no concluyeron totalmente con el género humano. Se vio la debilidad de Nerón a su caída. En aquel tiempo en que la dimisión de un funcionario consistía en suicidarse, trató el César de hacerlo, y su cobarde espada no acertaba. Tuvo un soldado que rematarle como a una res. Para decidir de la verdadera energía de un hombre, esperad a que caiga de su falso   —101→   pedestal, esperad a que se le deje desamparado y desnudo. ¡Oh bochorno de los millonarios que al arruinarse aceptan el oficio de proxenetas o de tahures, oh vergüenza de los reyes destronados en el siglo XIX, escabulléndose por la puerta trasera de sus palacios, a semejanza de lacayos despedidos! Napoleón mismo disminuye y decae en Santa Elena.

Napoleón era débil también, porque era egoísta. Puso el genio al servicio de su egoísmo infinito. Este parásito formidable de la humanidad estaba maravillosamente armado para devorarla. Napoleón, incapaz de irradiar energía y hasta de producirla en cantidad suficiente a su vida interior, robaba con avidez la energía externa. Su procedimiento evoca el de ciertos parasitismos en que el animal nutrido con jugos prestados es de una organización muy superior a la de su huésped. La debilidad trascendental de Napoleón necesitó un prodigio de inteligencia para la conservación del individuo.

Egoísmo es debilidad. Los cuerpos fríos se calientan a expensas de los otros. Elevad la temperatura de un pedazo de hierro, y a medida que aumentéis la energía del metal, lo iréis haciendo más y más generoso. Llegará un momento en que de puro ardiente resplandecerá y os iluminará el camino. La energía en exceso desborda y se desparrama por el espacio. Las almas generosas desbordan de amor. ¿No es natural el egoísmo en los niños y en los viejos, en las edades indefensas? Pero el egoísmo en la pujante juventud es doblemente odioso. Los que consumen son los que no crean. Los que expolian son los desheredados de la voluntad. Los que matan, ¡ay! son los que se están muriendo.

La avidez del corazón del avariento, del cruel, es cosa melancólica. Consagrar la existencia entera a reunir dinero o a reunir súbditos o esclavos, es inconcebible para todo espíritu que no haya perdido el contacto fundamental con las realidades absolutas. El egoísta es un aislado, un privado de los efluvios vitales del universo. El egoísmo se acompaña por lo común de una atrofia no solamente sentimental, sino intelectual. La avaricia suele coincidir con la semiestupidez. Una variante atenuada, la manía de coleccionar estampillas o cualquier otra clase de objetos, al estilo de las urracas, no se encuentra seguramente entre los aficionados a coleccionar ideas. ¡Y en cuántas ocasiones la crueldad se deriva de lo difícil que es para numerosos ciudadanos imaginar el dolor ajeno! Al egoísta le falta siempre algo: por eso se lo quita al prójimo. El altruista da precisamente lo que le sobra.

La debilidad del egoísta proviene con frecuencia de que el medio es pobre, de que no hay para todos. Las bestias carniceras son las que tienen   —102→   que perseguir un alimento escaso y protegido. La abundancia reduce el número de egoístas. Los nueve décimos de la población humana no comen lo bastante. No nos extrañemos, pues, que el hombre se entregue a la lúgubre pasión del oro. El oro es pan y ropa y techo en primer lugar, y no hay techo ni ropa ni pan para todos los habitantes del planeta, a causa de lo torpes y miedosos que somos. Todos estamos amenazados de muerte si nos quedamos sin oro, y nos lo arrebatamos. El egoísmo es, pues, una contingencia por lo general; expresa una relación defectuosa con el ambiente, es una momentánea solución al problema del individuo. La especie resuelve sus problemas de distinta manera. La procreación, la crianza de la prole, acciones de largo alcance, son explosiones de altruismo. Es evidente, además, que el altruismo es mejor cimiento social que el egoísmo; así lo inmediato y lo precario y lo urgente es obra quizá de egoísta, mientras que los altruistas construyen lo profundo y lo duradero. ¡Son los más fuertes!

Darwin, estudiando biología, perdió la fe. «No puedo vencer la dificultad que resulta de la extensión del sufrimiento en el mundo, dice... No puedo persuadirme de que un Dios bienhechor y todopoderoso haya creado los icneumones con la decidida intención de dejarles alimentarse de orugas vivas, o de que el gato haya sido creado para torturar al ratón». Nietzsche se alegra de espectáculo tan siniestramente artístico, y aplica a la médula europea los botones de fuego de una salvaje filosofía. ¿Y quién sabe? Darwin y Nietzsche no han visto tal vez más que lo provisorio.

[EL DIARIO, 18 de julio de 1908]




ArribaAbajoLa antinomia y la probabilidad

No estamos seguros de nada. ¿Saldrá el sol mañana? Es muy probable.

¿Existiremos dentro de un mes? He aquí algo mucho menos probable.

¿Qué oscuro instinto nos dice todo esto?

Pero ¿es realmente oscuro este instinto? ¿No dependerá la vaguedad de sus contestaciones de la vaguedad de las preguntas?

Tomo un dado. Si lo arrojo, ¿qué punto saldrá? No lo sé.

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No sé si saldrá el 1 o el 6. Pero es exactamente tan probable que salga uno como otro. Cosa ésta tan cierta como un axioma. Puedo afirmar más: que la probabilidad de que salga el 1 es cinco veces más pequeña que la probabilidad de que no salga.

El sencillo ejemplo del dado nos autoriza aparentemente a definir la probabilidad. La probabilidad de un suceso sería la relación del número de casos favorables al número total de casos posibles.

¿Probabilidad de que salga el punto 1? Casos favorables: 1; casos posibles: 6.Contestación: 1/6.

¿Probabilidad de que no salga? Casos favorables: 5. Casos posibles: 6. Contestación: 5/6.

D'Alembert sonríe y nos advierte que no hay más que dos casos posibles: o el suceso en cuestión ocurre o no ocurre. La probabilidad de cualquier suceso es siempre ½, y no vale la pena de seguir adelante.

A lo que responderemos que los casos han de ser igualmente probables. Con lo que nos reducimos a definir lo probable por lo probable.

¿Cómo sabremos que dos casos posibles son igualmente probables? Una especie de sentido común indestructible nos guía en el ejemplo del dado. ¿Será siempre así?

Desgraciadamente, no. El ilustre Bertrand (Calcul des Probabilités) se propone encontrar la probabilidad para que, en una circunferencia, una cuerda trazada al azar sea mayor que el lado del triángulo equilátero inscripto. Adoptando sucesivamente dos puntos de partida, el autor halla con el uno 1/2, y con el otro 1/3.

Pero en el problema de Bertrand los casos posibles son infinitos. Ninguna contradicción resulta de los problemas planteados con el dado, con los naipes, con unas que contienen bolas de distintos colores, etc. Es que aquí los casos posibles son numerables.

Es decir que el concepto de probabilidad es inaplicable, en su sentido raíz, a cuestiones de continuidad, como son precisamente la inmensa mayoría de las cuestiones que se presentan en la mecánica y en la física.

Nada de esto debe extrañarnos. Muchos conceptos, como el de número y los de las operaciones elementales, han ido modificándose, generalizándose, para abrazar una mayor extensión de conocimiento. Aplicados directamente a su sentido primero, conducen a contradicciones por el estilo de la que ofrece Bertrand.

La generalización del concepto de probabilidad, generalización que lo hace aplicable a cuestiones geométricas y físicas, consiste esencialmente   —104→   en atribuir a la probabilidad que se busca una forma arbitraria, sin otro requisito que satisfacer el principio de razón suficiente y la condición de continuidad. Sucede entonces que la expresión de la probabilidad a que se llega suele ser independiente de la hipótesis inicial; de otro modo: la probabilidad es siempre la misma, y libre de toda contradicción.

Los curiosos que posean las matemáticas elementales pueden leer el Traité des Probabilités del célebre Poincaré, donde se tratan muchas cuestiones de esta clase, elegantemente planteadas y resueltas.

Mi propósito no es insistir en la parte técnica del asunto, ni en sus importantes consecuencias para la ciencia positiva, sino dejar sentado lo legítimo, lo intuitivo del concepto de probabilidad, e indicar los extraños aspectos que ofrece el estudio de ese concepto.

Vuelvo a tomar el lado. Lo arrojo: ha salido el punto 1. Sin embargo, era cinco veces más probable que saliera otro, y no ése. Es extraño que haya salido el punto 1. Pero, ¿no sería igualmente extraño que hubiera salido cualquiera de los demás?

He aquí que nos parece extraño algo que no puede menos de suceder.

¿Por qué ha salido el punto 1? El dado sigue una trayectoria que depende del impulso de mis dedos, de la resistencia del aire, de la acción de la gravedad. El punto que representa al quedar inmóvil depende de todo eso, y además de las asperezas, de la elasticidad, de la dureza no sólo del piso, sino del mismo dado. ¿Qué hay de arbitrario en todo eso? Nuestra ciencia nos declara que absolutamente nada.

Para los que hagan sus reservas respecto a la mano y al cerebro que mueve esa mano, se dispondrá una máquina, como la ruleta, que lance el dado. El problema será el mismo.

Hay que admitir que si ha salido el punto 1, es que era fatal que saliera.

Vuelvo a arrojar mi dado. No sale el punto 1. ¿Qué es lo único que puedo decir? Que esta vez era imposible que saliera.

En la realidad no hay más que sucesos fatales y sucesos imposibles. ¿Qué tiene que ver nuestro concepto de probabilidad con todo esto?

Pero siempre expresamos nuestra ignorancia con palabras de probabilidad. Ignoramos si saldrá el sol mañana, y en vez de hacer constar sencillamente esa ignorancia, o de puntualizar que es fatal o imposible que salga el sol mañana, decimos: «Es enormemente probable que el sol salga mañana».

Y sentimos que decimos la verdad.

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¿Cómo explicar que ese concepto tan intuitivo y fundamental de la probabilidad no tenga en la realidad correspondencia alguna?

No tratemos tan mal a la realidad. Tomemos a ella un poco más despacio.

En vez de arrojar el dado una vez, hagámoslo cien, mil veces, y contemos las que ha salido el punto 1. Encontramos que ha salido con una frecuencia próximamente cinco veces menor que los demás puntos; lo mismo que nos advertía nuestro concepto de probabilidad.

Y cuanto mayor sea el número de pruebas que hagamos, tanto más se acercarán los hechos a la idea.

-¿No sabíamos absolutamente nada de una serie de fenómenos, y hemos predicho una ley? ¿Qué significa esto?

Los fenómenos estaban fatalmente preparados de toda eternidad, y sin embargo, nuestra ignorancia los reglamenta de antemano.

Llueve durante dos horas en un patio embaldosado. Nada sé de la curva caprichosa que seguirá, desde el misterioso seno de la nube, cada gotita de agua. No sé nada, y, sin embargo, afirmo que cada baldosa recibirá próximamente el mismo número de gotas.

Y así es.

Un gas se supone compuesto de una cantidad colosal de moléculas, que vuelan en todas direcciones con velocidades grandísimas. Nada sé de las trayectorias de esas moléculas, y, sin embargo, de mi misma completa ignorancia deduzco una ley de la probabilidad que me conduce como por la mano a la ley de Mariotte, hermosa ley física de innumerables aplicaciones.

Abramos una tabla de logaritmos. Nada hay allí de arbitrario. Cada cifra es hija fatal de la aritmética. Puedo volver a calcular cada cifra por medio de deducciones inatacables. Por el momento ignoro los millares de signos allí estampados. Apoyado en mi misma ignorancia, sostengo que la cifra 1 se encuentra tan frecuentemente impresa como la cifra 7.

Y así es.

Mi ignorancia sabe, predice y descubre.

¿Cómo resolver esta antinomia?

Pascal, que lo ha dicho todo, escribe no sé dónde, que el mismo principio de contradicción está sujeto a crítica.

La discusión del problema de la voluntad hará recordar algún día la frase de Pascal, frase que por otra parte no es inadmisible en matemáticas. Pero confesemos que no hay necesidad de sospechar que   —106→   una cosa pueda ser y no ser al mismo tiempo, para resolver la antinomia de probabilidad.

Si mi ignorancia sabe, es que no hay tal ignorancia.

Cuando confirmo que ignoro las trayectorias de las gotas de lluvia, afirmo implícitamente que el conjunto de causas que separan esas trayectorias de la vertical, o alteran sus distancias relativas, se destruyen las unas a las otras. Cuando afirmo que ignoro si saldrá cara o cruz al echar al aire una moneda, afirmo que en un gran número de pruebas se destruyen las causas que deciden el resultado del fenómeno. En todos estos ejemplos, ignorar es afirmar una simetría.

Es muy de observar que nada podemos predecir de una sola prueba. ¿Saldrá cara en este momento? Las pequeñas causas que lo han de decidir no tienen tiempo para luchar en masa con las otras y poner de relieve la ley. Por eso la sensación de azar positivo, de ignorancia real, es típica en este caso. Por eso los jugadores se arruinan a la larga. Siempre juegan a un golpe. Verdad es que en una gran serie de golpes todos los jugadores estarían de acuerdo, y no habría contra quién jugar.

La idea de simetría la adquirimos al solo enunciado de la cuestión, y de ella deducimos la ley de probabilidad por una función de la inteligencia análoga a la función analítica del cálculo. Examínese todos los sucesos a que atribuimos un concepto de probabilidad y se descubrirá una base de conocimiento directo del fenómeno. La ley de probabilidad expresa precisamente ese conocimiento, y cuanto se aparte de ella, a posteriori, la realidad, otro tanto nuestro conocimiento se apartará de la exactitud.

Es que pocas veces sabemos, pero menos veces todavía, ignoramos.

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ArribaAbajoCastigos corporales

Se pega en el presidio, en el cuartel, en la escuela. Se pega en todos los países. Conocéis el clásico knut ruso, el cat of nine tails, gato de nueve colas inglés, el rebenque gaucho. ¿Qué policía no sacude el polvo a los clientes alborotadores? El semitormento militar del cepo y del plantón se usa corrientemente. Pero se pega menos que antes; se pega de una manera disimulada, avergonzada; tenemos el pudor del látigo. Lo que no   —107→   quita para que algunos reglamentos fijen todavía, con ingenuidad, los castigos corporales. En varias cárceles de Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Estados Unidos se administran hasta treinta o cuarenta azotes. El señor Mimande ha visto en Sidney canaletas para retirar la sangre. Hace poco el comité del Consejo de Educación de Londres resolvió que las maestras se limiten a golpear, con la mano abierta, sobre la mano o el brazo de los bebés. Respecto a los mayorcitos, se prohíbe que se les golpee en el cráneo o en la cara; ha de elegirse una parte donde no haya peligro de «daño permanente». Esto no me sosiega del todo; el resultado de una paliza es también «función», como dicen los analistas, del número y de la fuerza de los palos. Un bastonazo en las nalgas es preferible a uno en las narices; dos mil bastonazos matan en cualquier sitio que le den. Cierto regimiento quinto, de que ustedes tendrán noticia, ha dejado sin existencia a unos cuantos ciudadanos, y a otros, más dichosos, solamente sin trasero. En Corea, donde se empleaba, para acariciar a los ladrones, una plancha de encina de seis pies de largo, se ha observado que al décimo golpe la madera sonaba ya contra los huesos desnudos. La escasa excitabilidad nerviosa de las razas amarillas exige un exceso de rigor. Salvo en Rusia -asiática a medias- Europa no soporta el espectáculo de la tortura, y Montjuich y demás establecimientos inquisitoriales son excepciones que nos horripilan. La pena capital, a pesar de la rapidez quirúrgica con que se inflige, lastima igualmente nuestra sensibilidad, esa consejera hipócrita de que estamos tan vanidosos.

Entendámonos. Pegar en el hogar o en la escuela es una sandez irremediable; cuando le preguntaron a Carrière qué método le parecía mejor para evitar las guerras, el artista contestó: «no injuriéis, no golpeéis a vuestros hijos; los hombres se devuelven de grandes los golpes que reciben de pequeños». ¿Pegar en el presidio? ¡Oh! La tortura no es una terapéutica, mientras que el delincuente es un enfermo, y la sociedad, que produce al delincuente, está más enferma aún; no son castigos ni venganzas lo que necesitamos, sino médicos, sobre todo médicos sociales. ¿Jueces? ¿Para qué? ¿Juzgar antes de comprender? Y si algo comprendemos, es que el código constituye la causa principal del delito. ¡No es escandalicéis...! Considerad que el código mantiene a todo trance la actual distribución de la riqueza, es decir, la actual distribución de la miseria, ¿y qué es la miseria, sino la madre del delito, como lo es de la ignorancia, de la desesperación, del alcoholismo y de la tuberculosis, la madre de la muerte? Sí, el mundo es un inmenso hospital, ¡pero   —108→   nuestro botiquín es tan reducido! ¿Por quién empezar? ¿Por los Soleilland? ¿Por los asesinos y los estupradores? Si la tortura previene la reincidencia, torturad. La tortura es barata y expeditiva. Torturad, respetando la salud física del sujeto. Torturadle y soltadle. Es más feroz, más ruin y más caro meterle en una celda, donde se volverá primero tísico y después idiota.

Las celebridades del crimen suelen gozar de privilegios. Para ellas, el proceso es a veces una apoteosis, y el presidio un sanatorio. Gallay, insigne bandido, escribía desde la Guayana, lugar de su deportación: «con alimento sano y ejercicio moderado, se vive aquí muy bien... los condenados oscuros, los de provincias, sucumben pronto, pero la administración mima a los asesinos famosos, cuyo nombre permanece en la memoria del público... disfrutan un clima benigno, y no trabajan... yo miro la Guayana como mi residencia definitiva... voy a rehacerme una posición... En Francia estaba anémico; me he repuesto enteramente en el presidio». Lucheni, el matador de la anciana emperatriz Isabel de Austria, habita un cómodo cuarto en el segundo piso de la prisión de Ginebra, con luz eléctrica, timbre, espejos y biblioteca de autores clásicos. Gracias a su estúpido crimen Lucheni ha conocido los calzoncillos y las medias, Montesquieu, Rousseau, Pascal, Montaigne, café con leche y chocolate de primera calidad. Entre tanto, la honradez tiene hambre, y los niños, los santos niños que abren los pétalos de su vida al amor del sol y al odio de los hombres, se pudren por millares en los estercoleros de la civilización... ¿Qué queréis? ¡Somos tan sensibles, tan buenos, tan compasivos! Contentémonos con que a Lucheni no le falte su chocolate...

Vale más Torquemada que vosotros, cocodrilos filantrópicos, hoteleros de Lucheni y compañía, vicentinos de la prudente limosna, implacables conservadores de la miseria. Estáis enfermos también. Os curaremos, cuando os llegue el turno, y por cierto que no será con lágrimas ni con chocolate. «¡Sed duros!», decía Nietzsche, en cuyo cerebro de poeta furioso no cabían a un tiempo la dureza y el altruismo. Seamos duros, digo yo, pero no como la espada. Seamos duros como el bisturí.

[LA RAZÓN, 22 de abril de 1910]



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ArribaAbajoPoetas vencidos

Según las estadísticas de Novicow, enemigo burlón del socialismo, los nueve décimos de la humanidad no se nutren ni se visten lo bastante. Por cada homo sapiens bien alimentado, arropado y alojado, nueve padecen el hambre y el frío. Es un caso único, porque no conocemos ninguna especie en que haya nueve animales desollados por uno con pellejo. No producimos pan, tejidos y viviendas para quienes los necesitan, sino para los que tienen dinero, y sólo tienen lo indispensable aquellos a quienes les sobra algo. Se comprende que no se diviertan en este valle de lágrimas los que comenzaron por no poseer nada. Se ven reducidos a alquilar su carne y su conciencia, si pueden. Perdonémosles: ansían dar de comer a sus hijos; quizá no los aman lo suficiente para matarlos. Y los ricos ¿qué diablos han de hacer sino emplear toda su atención en conservar su oro, el supremo fetiche sin el cual la vida es entre nuestros hermanos un infierno?

En verdad que no es tiempo aún de que bajen a la tierra los poetas puros, un Tillier, un Guérin, un Herrera y Reissig. Es demencia, en las actuales circunstancias, ocuparse del ritmo. No hay ritmos entre nosotros, sino espasmos. ¿Música del Verbo, en medio de los aullidos de la desesperación y los resoplidos de la hartura? No nos traigáis ahora acentos armoniosos; sería el colmo de la disonancia. Ángeles, para visitar nuestra guarida, esperad a que haya partido la Bestia...

Empiece el poeta, el poeta «estricto» por disfrutar las rentas del lord Byron; orne su torre de marfil y enciérrese en ella; tal vez así se haga tolerable su vocación. Pero el poeta sin fortuna está condenado. ¿Habrá mayor calamidad que el genio desprovisto de aptitudes industriales? Cuando aparece el delicioso monstruo, sus padres se consternan, las gentes se ríen de sus cabellos largos y de sus aires distraídos. Después, abandonado a sí mismo, el creador de belleza abriga la inaudita pretensión de vivir. ¡Vivir! Eso es fácil para los que venden cosas útiles, fideos, mujeres, votos. ¿Qué presentas en el mostrador social? ¿Belleza? ¿Belleza absoluta, tuya, el elixir de tu alma vibrante, belleza desnuda, belleza a secas? Es un artículo sin salida. La belleza se soporta, mas no se paga. Agradece, ¡oh poeta!, que te dejen morir en un rincón y no te lapiden los transeúntes.

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Los miserables (nueve décimos del conjunto) te dirán: No te entendemos. ¿Quieres hacernos soñar? Háblanos de venganza. No; eres demasiado misterioso y demasiado apacible. Preferimos el alcohol.

Los satisfechos te dirán: No te entendemos. ¿Qué estilo es ése? ¿Por qué no escribes como todo el mundo? No nos hagas pensar, ¡Por Dios!, no estamos acostumbrados. Respeta nuestras digestiones. Más vale que olvides tus simbolismos, y prepares un folletín a lo Conan Doyle, una comedia de aparato a los Chantecler. ¿Te encoges de hombros? Conan Doyle cobra un peso por palabra. Rostand es académico y tú no te has desayunado hoy... Te protegeré, si me haces de cuando en cuando algún bombito...

Mallarmé, Villiers de L'Isle-Adam y Verlaine fundaron la poesía moderna. Mallarmé -¡favorito de la suerte!- daba lecciones de inglés. Villiers se resignaba a darlas de box, y se resintieron sus pulmones de las trompadas que recibía. Verlaine adoptó con placidez la vida de vagabundo, y compuso sus poemas en la taberna, en la cárcel y en el hospital. ¡Y son los gloriosos! Pero los que ni siquiera gozarán, como Bécquer, la fama póstuma, los niños que esconden bajo su raída carpeta de empleados el divino aleteo de su fantasía, deben pedir a la muerte el consuelo de no ver a la Bestia vomitar sobre las flores; deben elevar al destino la plegaria de Carlos Guérin:

«Mejor que una honra mediocre, concédeme -Dios justo, morir joven y con el alma ebria -De voluptuosidad, poderoso orgullo, y con la fe -De que habría sido grande si me hubierais hecho vivir...».

[LA RAZÓN, 9 de abril de 1910]




ArribaAbajoPerros

El perro ha sido nuestro camarada en los malos días, nuestro aliado contra el exterior hostil, cuando nos refugiábamos en cavernas y vivíamos de la caza. Esta larga cohabitación, sin embargo, no explica del todo la profunda correspondencia entre el alma humana y el alma canina. Otros animales nos acompañaron también desde un pasado inmemorial. El gato es quizás el más doméstico, en el sentido estricto de la palabra;   —111→   el favorito de Baudelaire fue dios, y amado de los profetas. No hace muchos años que los miembros de la academia de ciencias de París se preguntaron por qué, siempre que se suelta un gato en el aire, cae sobre sus patas. La sección de mecánica contestó satisfactoriamente, pero si el problema se hubiera presentado a la academia de las Inscripciones, acaso se habría respondido que Mahoma, para no molestar su gato dormido sobre su manga, se cortó la manga y se marchó. A su vuelta, acariciole tres veces el enarcado lomo, y desde entonces los gatos caen de pie. El gato es el amigo de los artistas y de los teólogos porque es raro, fantástico y bello; el perro es el amigo de las buenas gentes porque es honrado y familiar. Tan habituados estamos a la sublime mirada del perro, que se necesita un momento de reflexión para darse cuenta de lo maravilloso del fenómeno. En esos ojos de absoluta transparencia encontramos la seguridad de que hay en el universo un ser que siente con el hombre. Los demás ojos, ojos de bestias, ojos de flores, ojos de astros, conservan su misterio impenetrable. Son opacos símbolos, mientras que la mirada del perro, humilde y desnuda, es la única mirada que la naturaleza deja llegar directamente hasta nuestro corazón...

Y notad que no se trata de inteligencia. La hormiga, cuya inteligencia asusta, es incomunicable con nuestra especie. El mono, nuestro infortunado primo, es más inteligente que el perro, y tiene sobre él las ventajas del parentesco, de la semejanza física, de las aptitudes que le permiten imitar nuestros menores ademanes. Pues su mano, al tocar la nuestra, nos hace estremecer de repugnancia; en cambio, ¡con cuánta cordialidad estrechamos la pata torpe del perro! ¡Cómo entendemos el lenguaje de sus músculos! ¡Qué elocuente es su cola, hasta cuando se la rebana Alcibíades, convirtiéndola en un muñón que sigue moviéndose, y anunciando la alegre lealtad que tal vez no merecemos! El perro es una evidencia viva. En él todo habla, todo canta su fe en nosotros, todo resplandece de su ternura, y si en lamentables ocasiones se hace sucio, ridículo, obsceno, es a fuerza de ingenuidad y por horror a la coquetería y a los engaños del arte. Su robusto apetito le calumnia; su moral no está manchada por el interés. Perros hubo que murieron de hambre junto a las provisiones que se les había confiado, o de pena sobre la tumba de sus dueños.

¡Paz a las solteronas que levantan mausoleos a sus canes difuntos, o instituyen herederos a los que las sobreviven! ¡Paz a los protectores de animales, paz a los antiviviseccionistas! Comprendamos, recordando los ojos de nuestro perro, el cándido fanatismo que erigió una estatua en   —112→   Londres al famoso Brown Terrier Dog, con la inscripción siguiente: «A la memoria del Brown Terrier Dog, asesinado en los laboratorios del Colegio de la Universidad en febrero de 1903, después de haber sufrido la vivisección durante más de dos meses, y de haber pasado de un vivisector a otro hasta que la muerte vino a aliviarle. En memoria también de los 232 perros vivisecados en el mismo lugar durante el año 1902. Hombres y mujeres de Inglaterra, ¿hasta cuándo subsistirán estas cosas?». Se acaba de trasladar la estatua a otro sitio; los estudiantes de medicina trataban continuamente de echarla al suelo, y la policía se cansó de gastar 700 libras anuales en custodiarla. ¡Paz a los estudiantes de medicina! Reconozcamos que sus argumentos son formidables. ¿Dónde está la verdad? La vida del espíritu reside en la duda. Acostumbrémonos a dudar sin perder el reposo, y disculpemos a los que aman a los perros más que a los hombres. La mayor parte de los hombres no son hermanos nuestros sino por la figura. Tienen -¡ay!- ojos de monos. Si Otelo hubiera visto una mirada de perro fiel en los ojos que le imploraban, no habría estrangulado a Desdémona. Aceptemos con una indulgente sonrisa la noticia que inserta el Daily Mail del último correo:

«Eduardo VII ha paseado esta mañana, acompañado del coronel Holford, caballerizo, y de su perro César».

[LA RAZÓN, 13 de mayo de 1910]




ArribaAbajoArtículos de señora

«La mujer no tiene estilo, asegura Lamartine; por eso lo dice todo tan bien». ¡Bah!, examinad la literatura verdaderamente femenina, la de los manuales devotos y gastronómicos, la de las revistas de modas, y decidme si no se la reconoce a la legua. Trasuda una pringue faubourg Saint Germain barata, mezcla de coldcream, salsa mayonesa y emplasto milagroso. Las elegantes no pueden digerir en castellano, ni menos acicalarse y vestirse. Leed la crónica de la última fiesta social. Se reduce a una descripción de trapos. Hay trajes color bois de rose, fraise, mauve, vieux-or, etc. ¿Traducir al español? ¡Nunca! Sería arrebatar a las damas sus más nobles sueños. ¿Cómo renunciar a las delicias de las telas printinées y froutillées, a lo exquisito de pronunciar broderie en vez de bordado, tricorne en vez de tricornio, y jais en vez de azabache? ¿Habrá algo tan ideal como llevar una oiseau du paradis sobre la cabeza? Un   —113→   «pájaro del paraíso» equivaldría a una gallina. Es del mejor tono adornarse con plumas ton-sur-ton. Los sombreros tope me sorprenden. ¿Tope? ¿Hasta el tope? ¿Será también francés? Tope-là significa «¡venga esa mano!». Quizá se trata de sombreros cordiales. En cambio, la peau de soie me encanta. Piel de seda, una seda que hace el efecto de la misma piel... ¡Eso si que es feminismo!

¡Ay!, del interés que conceden a sus vestidos deduciréis la preocupación de las señoras de ambos continentes por su pellejo, por su vestido incambiable, definitivo y primero que Dios las impuso. ¡Quién tuviera una piel chic, a la moda siempre, una piel que no se hinche, que no reluzca, que no estire, que no cuelgue, que no se manche, que no se llene de granos, de irritaciones, de escamas y puntos negros! ¡Una piel que no se marchite, se arrugue y muera! ¡Quién conservara la luminosa piel de la niñez perdida! Recorred los copiosos consultorios de los periódicos del ramo. Las innumerables Mimís, Rosas de China, Totós, Lilianas, Tulipanes blancos y Violetas de Parma de la correspondencia anónima imploran el agua maravillosa, el ungüento prodigio que las hará aparecer jóvenes. ¡No envejecer, no envejecer! ¡Siquiera un siglo o dos de belleza, siquiera otro año! Y si la belleza auténtica es imposible, ¡oh charlatanes de la medicina!, prometed a las pobres mujeres una mentira piadosa, un simulacro, una sombra; hacedlas horribles a dos metros de distancia, pero deseables a cien. Y llueven las recetas, los consejos; pastas, lociones, harinas, grasas, polvos, linimentos, masajes, pulverizaciones, cremas, cataplasmas y duchas. Porque no es sólo la piel; son los dientes que se oscurecen, vacilan y se pudren; son los cabellos que se enseban, se decoloran, se rompen, se bifurcan o sencillamente se van; es el vientre que desborda o las canillas que se secan. Y las víctimas se resignan a todo, a las dietas más repugnantes, a no dormir, a caminar sin descanso, a la tortura misma, inyecciones de parafina, máscaras de yeso, desolladuras, fulguraciones, aparatos de tomillos para estrechar la nariz, «hemisferios» y flagelación para levantar los senos que se ablandan. ¡Todo, hasta el martirio, con tal de robar por un instante la aureola de la vida! Tan profundamente apasionado es el acento de estas hembras desoladas, que estoy por ver en ellas las representantes del único feminismo indiscutible, el de las reivindicaciones no sociales, sino fisiológicas; el de la lucha contra la fealdad y la decrepitud.

A ese feminismo individualista, hábil en defender la seducción personal del sexo, alude Mlle. Lespinasse ruando afirma que las mujeres   —114→   deciden de todo en Francia. Y la Francia del siglo XVIII no es la excepción. Ni Esther, ni Fluvia, ni Draga fueron francesas. En cuanto a las heroínas del taller y de la universidad, a las fanáticas que se reúnen, como en el Congreso de 1896, para declarar gravemente que la mujer es al hombre lo que el hombre al gorila; en cuanto a las sufragistas inglesas de hoy, que abofetean a los polizontes y echan pez y petardos en las urnas electorales, no sé... ¿Son mujeres, ángeles o arpías? ¿Son formas fecundas o son monstruos? ¿Qué replicar a los escépticos, para quienes una creadora en ciencia, en arte o en política es un caso psiquiátrico, cuerpo de mujer con alma de hombre? Fuera del terreno anatómico. ¿Qué es un hombre, qué es una mujer?

La eterna cuestión: ¿conquistarán las mujeres el poder a costa de su propio sexo? Pero la mujer completa es la madre, y el feminismo supremo no consiste en defender la voluptuosidad sino la prole. ¡Cuidado con semejante política! Napoleón le tenía algún asco: en el motín de Caen (1811) advirtió que las mujeres iban al frente... «¡Hacedlas fusilar como a los demás!». Son las fatales, son las que sitiaron el palacio de Versalles después de la toma de la Bastilla; son las que hubo que barrer a tiros en San Petesburgo y en Barcelona; son las que volverán, furias sagradas cuyo gesto cierra cada época histórica y abre las esclusas del futuro.

[LA RAZÓN, 9 de diciembre de 1909]




ArribaAbajoLa rehabilitación del trabajo

En nuestra sociedad el trabajo es una maldición. La sociedad, como el Dios del Génesis, castiga con el trabajo, ¿a quién? A los pobres, porque el único delito social es la miseria. La miseria se castiga con trabajos forzados. El taller es el presidio. Las máquinas son los instrumentos de tortura de la inquisición democrática.

Hemos envenenado el trabajo. Le hemos hecho temer y odiar. Le hemos convertido en la peor de las lepras.

¡Y pensar que el trabajo será un día felicidad, bendición y orgullo, que quizá lo ha sido en sus orígenes! Mientras escribo estas líneas, mi hijo -de dos años y medio- juega. Juega con tierra y con piedras, imitando a los albañiles; juega a trabajar. La idea de ser útil germina en   —115→   su tierno cerebro con alegría luminosa. ¿Por qué no trabajan los hombres, alegres y jugando, como trabajan los niños? El trabajo debe ser un divino juego; el trabajo es la caricia que el genio hace a la materia, y si la maternidad de la carne está llena de dicha, ¿no ha de estarlo también la del espíritu? Y he aquí que hemos prostituido el trabajo; hemos hecho de la naturaleza una hembra de lupanar, servida por el vicio y no por el amor, hemos transformado al obrero en siervo de eunucos y de impotentes.

El trabajo ha de ser la bienaventurada expansión de las fuerzas sobrantes; el resplandor de la juventud. Ha de ser hermano de las flores, del encendido plumaje que ostentan las aves enamoradas; hermano de todos los matices irisados de la primavera. Compañero de la belleza y de la verdad, fruto, como ellas, de la salud humana, del santo júbilo de vivir.

Entretanto, es compañero de la desesperación y de la muerte, carga de los exhaustos, frío y hambre de los desfallecidos, abandono de los desarmados, desprecio de los inocentes, ignominia de los humildes, terror de los condenados a la ignorancia, angustia de los que no pueden más.

Pero lo absurdo no subsiste mucho tiempo. Libertaremos a los pobres de la esclavitud del trabajo, y a los ricos, de la esclavitud de su ociosidad.

[EL ALBA, 31 de diciembre de 1910]




ArribaAbajoEpifonemas

El reverendo padre Fouriet-Bonnard, hablando de los procesos de hechicería en el siglo XVII -entonces a los histéricos se les quemaba vivos- cuenta un caso curioso: «Entre las víctimas hubo un rico mercader de Mattaincourt, inculpado de brujería por varias pruebas, de las cuales la más importante era que el hombre había firmado dos contratos con la misma fecha, el uno en Ginebra y el otro en Besançon, cosa imposible dados los medios de comunicación existentes. El tribunal no se acordó de que Ginebra en aquel tiempo, como ahora Rusia, no había adoptado aún la reforma del calendario introducida por Gregorio XIII, resultando así una diferencia de diez días, muy suficiente a nuestro mercader para hacer el viaje.

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Hoy, en aeroplano, se va de Ginebra a Besançon en pocas horas. Además, hemos dejado de creer que el histerismo es un crimen. Y luego estamos más al tanto de los almanaques. Pero, ya que no quemando, seguimos ahorcando, fusilando y guillotinando a los criminales de nuestra pequeña época. Es cierto que nuestras definiciones de crimen y delito, y nuestros pretextos para aplicar la pena de muerte nos satisfacen: sin embargo, los que usábamos hace tres siglos nos satisfacían también. Estamos contentos y la sangre corre. Hemos cambiado de ortografía; eso es todo. ¡Tres siglos! ¿Qué son tres siglos en la historia de nuestra evolución moral? Hace más de cien mil años que vagamos por la tierra.

Y Nietzsche me dice: «Para juzgar al criminal y a su juez: El criminal que conoce todo el encadenamiento de las circunstancias no considera, como su juez y su censor, que su acto está fuera del orden y de lo explicable; su pena no obstante le es medida exactamente según el grado de asombro que se apodera de ellos, al ver esto que le es incomprensible: el acto criminal. Cuando el defensor de un criminal conoce bastante el caso y su génesis, presentará circunstancias atenuantes que acabarán unas tras otras por borrar toda la falta. O para expresarse mejor aún: el defensor atenuará grado por grado este asombro que quiere condenar y fijar la pena, y concluirá hasta por suprimirlo completamente, obligando a los oyentes a confesarse en su fuero interno: «Le fue necesario obrar como obró; castigándole, castigaríamos la eterna fatalidad». Medir la pena según «el grado de conocimiento» que se tiene o se puede tener de la historia de un crimen, ¿no es contrario a toda equidad».

Sí, el criminal es un ser asombroso. Es enérgico puesto que rechaza la protección de las leyes y lucha por su cuenta. Es libre, puesto que no teme a Dios y le usurpa el manejo de la muerte. ¡Ni siquiera teme al gendarme! Sus odios no son platónicos, como los de las personas honradas. Dadle el genio y surgirá Napoleón, ídolo universal. En el prestigio de los criminales hay pinceladas napoleónicas. La gran prensa de París, a cinco céntimos el número, biblia cotidiana del pueblo, ha cantado, durante quince días, las hazañas del capitán Meynard. Meynard era un buen mozo, de buena familia, con algunas cruces ganadas en las colonias -en la obra de la civilización-. Era algo bruto, algo borracho, algo neurasténico, algo estafador. En fin no tenía nada de particular. Pero se le ocurrió matar a su prometida (la cual era a la vez su querida, divorciada de otro caballero y entretenida por otro más). La mató en una   —117→   pieza del hotel para robarle ciento setenta francos. Desde aquel instante fue el héroe. Un bello matar tutta la vita onora. El asesino se afeitó, y se pasó dos semanas rodando de café en café, tomando ajenos y dirigiendo a los diarios cartas sentimentales en que se quejaba de los «ataques de que era objeto por parte de la prensa» y defendía la «memoria de su pobre amiga». Estas cartas, naturalmente, se han publicado en primera página, con tipografía especial, como si fuesen poemas inéditos de Víctor Hugo. Alrededor, las fotografías y las biografías de los mozos que sirvieron los ajenjos al capitán, y sobre todo de un excelente señor, de un respetable anciano que había jugado una partida de Jacquet con Meynard, sin saber que era Meynard -¡Meynard!-. Y hubiera muerto ignorado, si un destello de la gloria del asesino no llegara casualmente hasta él.

Y dice Tolstoi (para conservar la salud mental, conviene un párrafo de Tolstoi después de uno de Nietzsche): «Nos extrañamos de ver a los ladrones enorgullecerse de su maña, a las prostitutas, de su corrupción, a los asesinos, de su insensibilidad. Y nos extrañamos sólo porque la clase de estas personas es muy restringida, y porque su círculo, su atmósfera se hallan fuera de los nuestros. Y no nos sorprendemos, por ejemplo, de ver a los ricos enorgullecerse de su riqueza, es decir, de sus encubrimientos y robos, ni de ver a los poderosos enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia y de su crueldad. Es que el círculo de estas personas es grande, y formamos parte de él...».

¡Exacta observación! Los criminales son una minoría; por eso, y únicamente por eso los hacemos sufrir y morir, les imitamos sin ser nosotros criminales, puesto que no hay nueva mayoría que nos juzgue.

Pero, dentro de los acorazados brasileños los criminales estaban en mayoría. Después de echar los oficiales al agua, pidieron perdón al Gobierno sin dejar de bombardearle, y fueron perdonados, y no se les condecoró porque no lo habían exigido. En la sociedad actual, donde no hay lazo moral que no se disuelva, nada va quedando más que el número, y es el número quien posee las armas. Cuando la masa se dé cuenta, como a bordo de «Minas Geraes», de que ella es la dueña de los cañones, ¿qué será de nosotros?

¡Y el dinero que nos ha costado enseñarles a que apunten bien!

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ArribaAbajoMi anarquismo

Me basta el sentido etimológico: «ausencia de gobierno». Hay que destruir el espíritu de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo.

Será la obra del libre examen.

Los ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin gobierno la sociedad se convertirá siempre en el caos. No conciben otro orden que el orden exteriormente impuesto por el terror de las armas.

Pero si se fijaran en la evolución de la ciencia, por ejemplo, verían de qué modo a medida que disminuía el espíritu de autoridad, se extendieron y afianzaron nuestros conocimientos. Cuando Galileo, dejando caer de lo alto de una torre objetos de diferente densidad, mostró que la velocidad de caída no dependía de sus masas, puesto que llegaban a la vez al suelo, los testigos de tan concluyente experiencia se negaron aceptarla, porque no estaba de acuerdo con lo que decía Aristóteles. Aristóteles era el gobierno científico; su libro era la ley. Había otros legisladores: San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Anselmo. ¿Y qué ha quedado de su dominación? El recuerdo de un estorbo. Sabemos muy bien que la verdad se funda solamente en los hechos. Ningún sabio, por ilustre que sea, presentará hoy su autoridad como un argumento; ninguno pretenderá imponer sus ideas por el terror. El que descubre se limita a describir su experiencia, para que todos repitan y verifiquen lo que él hizo. ¿Y esto qué es? El libre examen, base de nuestra prosperidad intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente anárquica. ¿Y quién será el loco que la tarde de desordenada y caótica?

La prosperidad social exige iguales condiciones.

El anarquismo, tal como lo entiendo, se reduce al libre examen político.

Hace falta curarnos del respeto a la ley. La ley no es respetable. Es el obstáculo a todo progreso real. Es una noción que es preciso abolir.

Las leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan a los pueblos son falsas. No son hijas del estudio y del común asenso de los hombres. Son hijas de una minoría bárbara, que se apoderó de la fuerza bruta para satisfacer su codicia y su crueldad.

Tal vez los fenómenos sociales obedezcan a leyes profundas. Nuestra sociología está aún en la infancia, y no las conoce. Es indudable que nos conviene investigarlas, y que si logramos esclarecerlas nos serán inmensamente útiles. Pero aunque las poseyéramos, jamás las erigiríamos   —119→   en Código ni en sistema de gobierno. ¿Para qué? Si en efecto son leyes naturales, se cumplirán por sí solas, queramos o no. Los astrónomos no ordenan a los astros. Nuestro único papel será el de testigos.

Es evidente que las leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a las leyes naturales. ¡Valiente majestad la de esos pergaminos viejos que cualquier revolución quema en la plaza pública aventando las cenizas para siempre! Una ley que necesita del gendarme usurpa el nombre de ley. No es tal ley: es una mentira odiosa.

¡Y qué gendarmes! Para comprender hasta qué punto son nuestras leyes contrarias a la índole de las cosas, al genio de la humanidad, es suficiente contemplar los armamentos colosales, mayores y mayores cada día, la mole de fuerza bruta que los gobiernos amontonan para poder existir, para poder aguantar algunos minutos más el empuje invisible de las almas.

Las nueve décimas partes de la población terrestre, gracias a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No hay que echar mano de mucha sociología, cuando se piensa en las maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los niños de las razas más inferiores, para apreciar la monstruosa locura de ese derroche de energía humana. ¡La ley patea los vientres de las madres!

Estamos dentro de la ley como el pie chino dentro del borceguí, como el baobab dentro del tiesto japonés. ¡Somos enanos voluntarios!

¡Y se teme el caos si nos desembarazamos del borceguí, si rompemos el tiesto y nos plantamos en plena tierra, con la inmensidad por delante! ¿Qué importan las formas futuras? La realidad las revelará. Estemos ciertos de que serán bellas y nobles, como las del árbol libre.

Que nuestro ideal sea el más alto. No seamos prácticos. No intentemos mejorar la ley, sustituir un borceguí por otro. Cuanto más inaccesible aparezca el ideal, tanto mejor. Las estrellas guían al navegante. Apuntemos enseguida al lejano término. Así señalaremos el camino más corto. Y antes venceremos.

¿Qué hacer? Educarnos y educar. Todo se resume en el libre examen. ¡Que nuestros niños examinen la ley y la desprecien!

[LA REBELIÓN, N.º 10, 15 de marzo de 1909]



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ArribaAbajoRazas inferiores

Se puede sostener cómodamente que hay razas inferiores. Los sabios lo aseguran, medidores de cráneos y disectores de cerebros; los sociólogos lo confirman, y sin duda, la hipótesis contraria parecería absurda a las gentes prácticas, viajeros, empresarios y comisionistas. Un caballero inglés se resigna en Londres a que un compatriota le lustre los botines, pero en Calcuta tendrá por muy natural que ejecute tan brillante labor un hindú. Jamás un noble alemán, arruinado o deshonrado, y remitido a las vagas colonias de África, se considerará semejante a los indígenas con cuyo oscuro pellejo remienda su bolsillo y su nombre. ¿Cómo no ha de creerse el industrial de Yucatán superior a los indios mayas mediante cuya esclavitud, sacramentada por el cura del establecimiento, extrae del henequén ganancias fabulosas? Si llamamos razas inferiores a las razas explotables, claro es que las hay. ¡Pobres razas, quizá dormidas, quizá susceptibles aún, bajo un choque externo, de revelar el sentido crítico, la tenacidad metódica, la admirable multiplicidad de aptitudes y de ideas de la raza blanca! ¡Pobres razas, poetizadas algunas por un pasado magnífico, agitadas otras por los síntomas de un regreso a la vida intensa! No olvidemos que los árabes, los tártaros, los turcos, estuvieron varias veces a punto de dominar la Europa. Acaso también la especie humana, como tantas que no han dejado más huellas que sus fósiles, está condenada a extinguirse, y ciertas variedades suyas, avanzadas de la muerte, han entrado ya en la agonía. ¡Quién sabe! Pero el hecho es que un niño negro, por ejemplo, criado entre blancos, no será nunca tan salvaje como un niño blanco criado entre negros. Es probable que lo que caracteriza a la raza inferior es su incapacidad de producir genios. Si un hombre civilizado está más arriba que los demás, no es porque tenga mayor estatura, sino porque está encaramado sobre la civilización. Los mediocres de todas las razas son iguales, y cualquier raza, guiada por el genio, sería capaz de conquistar el mundo.

Las razas explotables son concienzudamente explotadas. Antes, se las asesinaba. Ahora, por ser mejor negocio, se las hace trabajar. Se las obliga a producir y a consumir. Es lo que se designa con la frase de «abrir mercados nuevos». Suele ser preciso abrirlos a cañonazos, lo que, por lo común, se anuncia con discursos de indiscutible fuerza cómica. Así, el general Marina Vega ha dicho a sus soldados de Melilla, que Europa   —121→   había encargado a España la obra de introducir la cultura en Marruecos. Si el cañón es prematuro, se procura embrutecer y degenerar a los candidatos. Se les vende alcohol o, como Inglaterra a los chinos, opio. Los japoneses se negaron a intoxicarse, y los acontecimientos han demostrado que hicieron bien. Si no vale la pena explotar directamente las razas inferiores, se las rechaza, se las confina y se espera, cazándolas de cuando en cuanto, a que desaparezcan, minadas por la melancolía, la miseria y las enfermedades y vicios que las inoculamos. Es lo que hacen los yanquis con los pieles rojas. Es lo que hacen con sus indios los argentinos, a quienes decía últimamente Anatole France, en el Odeón, que los pueblos denominados bárbaros no nos conocen sino por nuestros crímenes. En la ley González, codificando el trabajo (1907), se lee este pasaje delicioso: «la protección a las razas indias no puede admitirse si no es para asegurarlas una extinción dulce».

Quedan las exploraciones menudas, el comercio de objetos arqueológicos y de curiosidades, armas, adornos y cacharros que intercalan en un texto más o menos fantástico, exploradores pseudo-científicos y misioneros pseudo-religiosos. Las tres cuartas partes de esta mercadería se fabrica a muchas leguas de las tribus, en excelentes ciudades, lo que facilita considerablemente las expediciones al desierto. Hubo tiempo en que ser misionero era oficio de héroes; aunque está probado que si los catequizadores no se hubieran salido de su papel, el número de mártires y de perseguidores habría sido insignificante. Asia es la patria de la tolerancia de los cultos, y las odiosas reducciones jesuíticas del Paraguay prueban hasta qué extremo llegaba la resignada docilidad de los guaraníes. Habría doble cantidad de católicos sobre la tierra, si la Iglesia se hubiera contentado con el poder espiritual. Hoy, no es raro que los misioneros sean simples traficantes, o Barnums de sotana, protegidos por los fusiles oficiales. El salesiano Balzola, director de la colonia Thereza Christina, en Matto Grosso, es un tipo de apóstol moderno. Se llevó tres indios Bororós, para exhibirlos en Turín, y cuando le preguntaron si había bautizado a sus fieras, contestó que lo haría solemnemente, en plena Exposición y a dos francos la entrada...

¡Pobres razas inferiores! La Argentina, para mostrar lo enorme de su territorio, debe hacer figurar en su próximo centenario los Onas de la Tierra del Fuego que hayan sobrevivido al frío y a la tuberculosis. Buenos Aires misma patentizará su ingreso a la categoría de gran capital civilizadora, ofreciendo a la curiosidad pública una colección de habitantes   —122→   de conventillo, ejemplares de la raza propia de las regiones del hambre, raza seguramente inferior, a pesar de su blancura, a pesar, ¡ay!, de su palidez de espectros...

[LA RAZÓN, 25 de octubre de 1909]




ArribaAbajoNiñerías

Mi hijo tiene más de tres años. Es un niño excepcional. Todos los niños de esa edad son excepcionales. Pasa por un máximo de la curva descrita por el hombre. Atraviesan una época breve en que la suma de las prosperidades de la carne y del espíritu es mayor. ¡Flor de la florida infancia! ¡Momento sagrado! El cuerpo, rico aún de líneas redondas y suaves que recuerdan el seno que lo nutrió y la amabilidad de la leche, ha empezado a estirarse, enjuto por el juego. El músculo brota. Las pantorrillas bronceadas se endurecen. El pecho, cuando la agitación de la carrera le hace respirar angustiado, dibuja el sólido círculo de su oculta caja. El cuello adquiere su orgullo de pedestal; la cabeza comienza a sentirse cumbre, y se alza naturalmente hacia el cielo. Los pies se han vuelto ágiles y astutos. Las manos no son ya rollitos de inválida manteca. Saben acariciar y romper, y cada dedo aprende su oficio. La piel ha perdido el rosado excesivo y un poco vulgar de los que lactan todavía. Una sublime palidez, mensajera del corazón, pone su luz en las sienes delicadas. El cabello tibio se ensortija en bucles rebeldes. La boca, delicia húmeda y roja donde ríen, hasta en el llanto, los completos dientecillos, es un vértigo del beso. Los ojos rebosan inocencia, y también deseos innumerables: ojos en que caben ahora las perspectivas de los bosques y de las llanuras: ojos bastante profundos para retratar los mares y las estrellas, ojos en que reposará, mientras viva, la imagen del infinito. Esos ojos claros, sus ojos... ¿qué? ¿Se cerrarán, decís que se cerrarán?

Y mi hijo canta, grita, corre, torbellino de júbilo, pequeño alud de felicidad. ¿Han calculado los sabios la energía que gasta un niño desde la mañana a la noche? ¿Cómo explican que gastando tanta, crezca y se haga fuerte con tal empuje y rapidez? ¿En qué aritmética estará la solución? ¡Y además, mi hijo es valiente! -es capaz de asomarse a todos los precipicios, como si hubiera conservado sus alas de ángel...-, ¿qué? ¿Se caerá por fin, decís que se caerá?

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¡Oh, nuestros paseos filosóficos! En un charco del jardín se ahoga una avispa. Nos compadecemos de ella. Organizamos el salvamento. La sacamos con un palito. Él quería sacarla sin artefacto alguno.

-¿Por qué el palito? -me pregunta.

-Porque hay avispas que pican, ¡ay!, hasta cuando se las socorre...

A veces nos arriesgamos sobre el camino ancho, el camino que no se acaba nunca. Yo me fatigo mucho antes que él. Y hablamos. Y nos cruzamos con personas y con animales, con una vaca...

-Papá, esa vaca que viene, ¿«quién» es?

-No lo sé, hijo mío.

Casi siempre tengo que contestar lo mismo: «No sé». ¿Qué? ¿Decís que él tampoco sabrá nada, que se irá sin saber nada?...

Una caravana de hormigas nos corta el paso. Hay que respetarlas. Mi hijo, acostumbrado a que las gallinas y los perros menores huyan de él, contempla las hormigas silenciosamente, y después me interroga:

-Papá, ¿por qué no se asustan de mí?

-Porque no te ven, hijo mío. Eres demasiado grande...

¿Os sonreís? ¿Que habríais respondido vosotros? De esos labios salen enigmas terribles. Salomón consiguió satisfacer a la reina de Saba. Yo dudo que mi hijo se fuera contento. ¡No existe reina que tenga la imaginación de un niño de tres años! Poetas ufanos de vuestra fantasía, ¿podéis jugar tres horas con piedrecitas y cáscaras de nuez? ¿Podéis, como mi hijo, infundir un alma brillante a lo más inerte, oscuro, mutilado, muerto, a una mota de tierra, a un pedazo de trapo? Si os llegara siquiera la imaginación a representaros el alma ajena, el dolor ajeno, hombres cultos, ¿os trataríais unos a otros como máquinas?

Para mi hijo no hay máquinas hasta hoy en el universo. Todo respira, todo es instinto y voluntad. Todo convida o amenaza. Todo es digno de amor o de odio. Así debió ser la aurora del mundo... ¿Qué? ¿Morirá? ¿Decís que mi hijo morirá?...

[LA RAZÓN, 29 de julio de 1910]




ArribaAbajoLos jueces

Cuando se piensa algún tiempo en los jueces, nace por contraste la idea de la justicia.

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La sociedad, en sus formas estables, se compone de una minoría armada, dominando a una mayoría desarmada. Goza la minoría, ya del acero, ya del oro, ya de la confianza de los dioses. La mayoría se sostiene gracias a un extraño e implacable furor de vivir: los sufrimientos hacen que el hombre ame la vida, y que la mujer sea fecunda. Las relaciones entre la minoría y la mayoría son asesoradas por los jueces, que pueden considerarse tenedores de libros de la casa. Esos últimos empleados se enteran de los asuntos pendientes, y reciben de la minoría las instrucciones y la autoridad necesarias para revelarlos. El pacto celebrado entre la minoría y los jueces es la ley.

Notemos que el pacto es forzoso, pues no se concibe jueces sin gendarme, cárcel y el verdugo, que son la fuerza, y la fuerza pertenece a la minoría.

Por definición, la ley se establece para conservar y robustecer las posiciones de la minoría dominante; así, en los tiempos presentes, en que el arma de la minoría es el dinero, el objeto principal de las leyes consiste en mantener inalterables la riqueza del rico y la pobreza del pobre. Llega el instante de que la idea de justicia nazca porque la ley, que favorece al poderoso, habría de parecer justa al poderoso, y al humilde, injusta. Sin embargo, nace la idea en sentido contrario: el poderoso encuentra la ley todavía estrecha a su deseo, ya que él mismo la dictó y es capaz de hacer otras nuevas, y el humilde se conformaría con que la ley se cumpliera como se dice y no como se hace.

Hay algo peor que la ley: es la incertidumbre. El terror del infierno se debe no a que las torturas sean excesivas, ni a que sean eternas, sino a que no se sabe lo que son. El que delinque y sabe que será ahorcado, descansa en una realidad espantosa, pero firme. Si ignora qué género de suplicio le espera, su angustia sería intolerable.

Los jueces prevarican algunas veces, y muchas, se equivocan. De aquí procede su prestigio. Un juez infalible no amenaza más que a los culpables; un juez que yerra, amenaza a culpables e inocentes. El es el juez verdaderamente augusto; nada escapa a sus ojos; nadie está seguro con él. Y la idea de justicia, en la mente de los humildes, nace menos verosímil aún que el país de utopía, que la edad dorada; es un ventanillo abierto en lo alto de la prisión, sobre el infinito azul del cielo; es lo irrealizable, lo que florece más allá de la tumba. Sólo Dios es justo: para salir por el ventanillo, hacen falta las alas de la muerte.

Y únicamente en las épocas felices, cuando durante largos años son   —125→   los jueces incorruptibles, esclavos de lo escrito, es cuando los hombres empiezan a descubrir la formidable injusticia de las leyes.

[GERMINAL, N.º 6, 6 de setiembre de 1908]




ArribaAbajoEl materialismo católico

El catolicismo -el Vaticano, para emplear la palabra exacta- muere porque ha dejado de ser una religión.

Su alma, que era el misticismo y la caridad, ha ido desvaneciéndose a medida que aumentaba su poder político y se consolidaba su estructura burguesa. Convertido fatalmente, por el proceso de la decrepitud universal, es una vasta industria explotadora de las más groseras supersticiones; el vaticanismo se fosiliza a nuestros ojos y pronto será un inmenso sepulcro blanqueado.

Si hoy es imposible ser sabio -o siquiera inteligente- y ser católico -en el sentido en que lo es por ejemplo Pío X, ese fenómeno de sandez augusta-, también es imposible ser católico y ser religioso. No es la ciencia lo que sobre todo nos separa de Roma; es nuestro instinto de la belleza y de la majestad de lo invisible; es nuestra honradez. ¿Qué persona decente admitirá el Dios que aplasta niños en Messina? Para eliminar a semejantes dioses de nuestras costumbres entran ganas de apelar a la policía antes que a la lógica.

¿Qué queda del espíritu de Jesús en el clero?¿Qué queda del sublime manantial? Ya San Pablo, que no conoció al maestro, es un poco áspero. Los papas volvieron la espalda al comunismo desde el siglo III. Los católicos se hicieron capitalistas y militares, usureros y verdugos, y los verdaderos cristianos huyeron a la soledad. La Reforma salvó de la corrupción definitiva una parte del culto pero dentro del vaticanismo el efecto reaccionario trajo a los jesuitas, término con que ahora se designa en todos los países a una cierta categoría de hombres despreciables.

El catolicismo parece por fin reducido a las solas funciones digestivas. Es un paralítico que digiere y defeca en enormes proporciones, y fuera de cuyo vientre ningún órgano trabaja. ¿Dónde encontrar el rastro, no ya del ideal, sino de la idea? El catolicismo, materialista como un banquero hidrópico, trafica y hace política; compra, vende y manda representantes de su partido a los parlamentos; la empresa marcha, los   —126→   dividendos no son malos. Y, no obstante, ¡cuánto más débil es en medio de su oro, que cuando Jesús no tenía donde reposar la cabeza! ¡Oh, católicos!, ¿qué hicisteis de la cabeza de Jesús? Sois incapaces, con todos vuestros millones, de levantar un templo digno de vuestro pasado, incapaces de añadir un capítulo al Libro, incapaces de producir un santo que no nos haga reír. De la más alta figura de la historia hemos venido a parar a las Marías Alacoque, fletadoras de corazones sanguinolentos a tanto el cromo. Es triste, después de haber bebido en el purísimo manantial bajar a la fétida charca en que se abrevan los fariseos y los temibles asnos de nuestra época.

¡Tristeza de las religiones moribundas! ¿Qué diría Jesús, Él, que llamó al clero de su tiempo raza de víboras, qué diría, si viera el champaña de los obispos y los cheques del Papa; qué diría si viera las imágenes de palo cubiertas de joyas, qué diría si buscando en vano un destello de su prodigioso espíritu en las iglesias, que profanan su nombre, hallase, en la de San Juan de Letrán, en Roma, adorados por la tribu fetichista, su cordón umbilical y... etc.

[EL ALBA, 23 de febrero de 1910]




ArribaAbajoLa sinceridad

No acaba la humanidad de ser libre. Ha tenido amos durante tantos siglos, que aún necesita el amo. Derribados los espesos muros de su prisión, todavía la aprisiona el recuerdo. Todavía la impiden caminar los grillos ausentes. El aire puro la ahoga. El infinito azul la desvanece. La libertad es también un yugo para ella. Llevamos en el alma la marca ardiente de la esclavitud: el miedo.

Nerón encontraría hoy un trono, y Atila un caballo, porque los hombres tienen miedo y reconocerían enseguida el familiar chasquido del látigo. A falta del déspota histórico, soportan un enjambre de tiranuelos que no les dejan perder la costumbre: galones y espuelas, cacicatos políticos, espionaje, capital y usura. El pensamiento teme, la lengua calla, y la sinceridad, como en tiempo de Calígula y de Torquemada, es siempre un heroísmo.

La libertad está escrita; yo no la he visto practicada. Inglaterra es una corte pudibunda; Alemania, un cuartel; España, un convento. No   —127→   hay pueblos civilizados; hay hombres civilizados. No he visto pueblos libres, he visto hombres libres. Y esos pocos hombres, pensadores, artistas, sabios, no tienen nada de común con los demás. Se les pasea como a bichos raros. Lo han hecho todo sobre la tierra, pero no es probable que lleguen al poder público. Por eso no se les persigue con la crueldad de otras épocas. Son los asombradores del porvenir. Se les mira como a monstruos. Es que pensar, decir, hacer algo nuevo es todavía una monstruosidad.

El miedo es lo normal. Su hábito es la hipocresía, su procedimiento, la rutina. Los que no son estúpidos simulan la estupidez. Hay que imitar a los demás, hay que ser como todo el mundo, como nuestros padres, como nuestros abuelos. Nuestro mayor orgullo es que nuestros hijos sean copia nuestra, y comprobar que la sociedad no ha dado un paso. Ocultemos la vida interior, las ideas, chispas que saltan de la fragua, las pasiones fecundas. Son la desgracia, el pecado. Escondámonos detrás de nosotros mismos, y aguardemos la muerte sin hacer nada.

Se explica la hipocresía del criminal. Comprendo sobre todo la hipocresía necesaria al débil. El débil no puede ser sincero. La sinceridad atrae el rencor, el rencor general provoca lo imprevisto. Sólo el fuerte resiste y ama lo imprevisto. La salvación del débil está en no distinguirse. También el insecto reproduce los matices del árbol que habita, y la víbora, por escapar del águila, se confunde con las ramas muertas.

Lo aborrecible es la hipocresía inútil, universal, que asfixia en germen la originalidad redentora y nos hace lacayos los unos de los otros. La ley de los carneros de Dindenault es la suprema ley. Nuestra existencia es un tejido de absurdos y de cobardías. El traje, la casa, el lenguaje, el ademán; el modo de entender la amistad, el amor y las demás relaciones sociales; las nociones de respeto, honor, patriotismo, derecho, deber; lo que, en una palabra, constituye el ambiente humano, está repleto de contradicciones humillantes, pintarrajeado con los grotescos residuos de un pasado semisalvaje, mutilado en fin de todo lo que signifique unidad y armonía. Cuando el conjunto de las cosas estaba orientado alrededor de un dios o de un príncipe, el espectáculo de la humanidad no era tan desagradable. Hemos suprimido ese foco ideal y hemos obtenido la democracia moderna, caso incomprensible del cual no saldremos mientras no nos decidamos todos a mirar la realidad cara a cara, a ser sinceros y a despreciar la hipocresía.

La mayoría inmensa de los hombres es incapaz de crear una idea, un gesto. Darán la carne de la generación próxima y nada más. A fuerza   —128→   de acallar su pensamiento lo han enmudecido para siempre; a fuerza de amordazarlo le han estrangulado. Su hipocresía ingénita ha dejado de serlo. De tanto llevar la máscara se han convertido en máscaras inertes, que no encubren sino el vacío. Son los sepulcros blanqueados de Cristo. Parecen vivos, y están difuntos.

Pero en muchos de nosotros se despiertan vibraciones nuevas, se levantan conceptos nuevos del destino y de la voluntad. En muchos de nosotros la razón habla, y no la escuchamos; embriones sagrados se mueven confusamente en nuestro espíritu, y los hacemos morir. Matamos lo que no ha nacido aún: tenemos miedo. Esperamos a que lo nuevo, es decir lo verdadero, lo hermoso, venga de otros. Otros, sí, bohemios melenudos, chiflados, vacilantes, hambre, fiebre. ¡Cómo nos hemos ingeniado en martirizar la dolorosa juventud de los mesías! ¡Cuántas veces les hemos clavado las manos y los pies, y nos hemos reído de su facha lamentable! Por fin se ha descubierto que el talento es una enfermedad, y el genio una locura. Arrastramos la librea burlándonos de los enfermos y de los locos que traen la aurora. Sin valor para libramos ni del oprobio de una vestimenta inexplicable, aguardamos a que cambien la moda los cómicos y las prostitutas.

Nos educamos en el disimulo y en la avaricia. Jamás nos ponen de adolescentes frente a la verdad para decimos «mírala, grítala». No; hay que callar o repetir. Hay que absorber la energía ajena, y petrificarla en nuestro egoísmo. Es preciso que con nosotros sucumba todo lo que vive dentro de nosotros; que con nuestra vida concluyan las futuras probabilidades de una vida superior.

Seamos sinceros. Bella es la máxima de amar al prójimo, y más bella la de amar al prójimo que no vemos, al que vendría mañana. Abriendo nuestra conciencia y al viento y a la luz mientras respiremos, quedarán en el mundo, como prolongación de nuestro ser, formas duraderas o efímeras, nobles o humildes, avasalladoras o débiles, pero formas nuevas, formas vivas que se unirán a otras para engendrar una molécula de armonía, formas esencialmente nuestras, y única justificación, único objeto de nuestra existencia breve.

Seamos sinceros. Libertemos cada día nuestra ingenuidad. Lancemos la semilla al surco desconocido. Suframos, ¿quién ha dicho que la vida es placer? Entreguémonos, ¿qué deseamos conservar, si no logramos conservar nuestros huesos? Entreguémonos. Es el mejor medio de perdurar.

[LA TARDE, 7 de febrero de 1905]



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ArribaAbajoEl azar

El azar llenaba el espacio infinito y la eternidad del pasado cuando el hombre apareció: un punto, punto de fuego que no se apagó nunca, ojo que nunca pudo ser cegado. Allí concluía la libertad sin forma del caos, y empezaba la extraña libertad del hombre. Y el hombre construyó su nido; sobre el ojo, la frente; el punto fue una llama minúscula que ardía en medio de lo inmenso; imperceptiblemente retrocedió el azar. Y el nido se ensanchó, y el azar siguió retrocediendo.

La llama vacilante y central iluminaba débilmente masas oscuras, que galopaban en el vacío, siempre enormes y diferentes, monstruos, que caían al precipicio inacabable. La llama persistía. El hombre prolongaba a lo desconocido la constancia de su genio y la identidad de su especie. Semejante a sí mismo, crecía. Lo inerte temblaba a su voz, y se alzaba hacia él. Los delirios desbocados y negros se inclinaban y torcían y deseaban girar en torno de él. En verdad, era el centro. Las rocas se juntaron para abrigarle; las simientes por su mano lanzadas, fructificaron, sus ideas buscaron lo invisible, y los moles sin medida se estremecían en su carrera al cortar los hilos de luz tendidos por el hombre.

Y los pies del hombre hicieron redonda a la tierra, y su mente organizó el firmamento. Los astros obedecieron a la geometría. Los siglos innumerables agitaron sus limpios, y ordenaron sus osamentas en los archivos del globo. El deseo del hombre engendró por fin cosas futuras, y el azar huyó detrás de las estrellas.

Y al huir dejó rastros entre nosotros, brumas, pozos, filamentos siniestros, estelas amenazadoras, errantes vientos, tempestades, catástrofes inesperadas, rápidas traiciones como zarpazos de tigre, la vida, donde hay tanta incertidumbre, y la muerte, donde hay más incertidumbre aún. Pero la muerte misma, que detiene a cada hombre sin detener a la humanidad, no es completamente inaccesible; la hacemos esperar, impacientarse; se la llama; se la violenta, se la mira de frente. El azar que resta no es puro azar; está amasado con nuestro espíritu triunfante. Y siempre queda, para toda conciencia y dentro de sí propia, el refugio supremo, la cima donde nada alcanza, y donde el hombre se siente invulnerable.

Y así como el hombre tiene la virtud vital de perseguir y pulverizar y disolver y aniquilar, el azar que todavía subsiste, y que por numeroso y formidable que parezca no es más que un residuo, tiene también el   —130→   poder suicida de hacerlo tomar entero y de un golpe, de condensarlo dos veces tenebroso, entre los dedos trémulos del jugador. Basta un gesto para cavar un microscópico Maelstrom capaz de tragarse familias y pueblos. Basta un instante de locura o de cobardía para abrir a nuestro lado un estrecho abismo sin fondo, y para que el universo agujereado pierda su sangre luminosa, y se hunda en la absoluta noche. Baraja, ruleta, trivialidades que encierran el enigma devorador, y ante las cuales el hombre se anula más eficazmente que muriendo, porque la muerte no es azar sino a medias. El que logró señalar su rumbo fantástico a los cometas, se convierte en un espectro inútil, en un testigo idiota y mudo, en la nada. Sobre él, cae el infortunio y el desamparo fundamentales. Así los jugadores se entregan al fatal Océano cuyas orillas han suprimido, y no tienen otro recurso que sortearse para comerse entre sí. En cuanto nuestra razón se retira, el azar avanza, empujado por la presión de los lejanos y colosales depósitos.

Pero entra el tahúr, y se sienta a la mesa de juego, entre los fantasmas esclavos. Valido de la trampa sutil, corrige y guía a la estúpida casualidad. Es el piloto. Ante él huye de nuevo el azar detrás de las estrellas. Ante él la luz renace. En él la humanidad soberana reaparece.

[GERMINAL, N.º 10, 4 de octubre de 1908]




ArribaAbajoEl día de difuntos

Coyuntura es ésta para hablar de muertos y de muerte. Hablar digo, y no pensar, porque dudo que exista hombre ni mujer de tan mutilado entendimiento que sólo piense una vez al año en el misterio y en la necesidad de morir. Pensemos siempre, pues, y hablemos hoy.

Nuestros muertos, ¡cómo viven dentro de nosotros! Esos dos o tres muertos queridos que llevamos muchos en el alma, ¡con qué grave peso nos ayudan a bajar la pendiente de la vida! Si nos separaron de ellos demasiado pronto, y los creímos, en nuestra joven ignorancia, devorados por la segunda muerte del olvido, ¡qué dulce emoción, ahondada en el espíritu con el pasar del tiempo, al sentir que de nuevo se mezclan con nosotros, y nos hablan, y se apoyan cariñosamente en nuestro brazo, y clavan en los nuestros sus ojos resucitados! Muertos que caídos al mar   —131→   os sumergisteis y después subís en las aguas lentamente y ahora flotáis, volviendo al sol vuestros blancos rostros, ¿será cierto que nosotros también os visitamos, aunque sea en sueños, allá donde estáis y que en la sombra os persiguen nuestras pálidas figuras ausentes?

¿Anudáis y soltáis largos coloquios de silencio con nuestros fantasmas, y engañáis como nosotros la tristeza? Tristeza que nos viene de las cosas que no hicimos cuando era lugar, de las palabras que no dijimos, de todo lo que faltó para despedirse en paz. Tristeza y remordimiento de lo injustos, de lo ciegos que fuimos para los que tanto adorábamos. Descubrimos la profundidad del amor cuando no hay remedio, y nos prendemos a un espectro, y le gritamos lo imposible, y le ofrecemos inútiles tesoros de ternura. Esperamos el supremo día en que, por fin, se nos revelará el destino cara a cara, y entonces...


«El que se muere no da
Lo suyo, sino lo ajeno».



Nuestros muertos, ¿serán entonces verdaderamente nuestros? ¿Nos aguardarán a la otra orilla?

Ya que ellos, al irse, nos dejaron la ilusión de algo de su ser, confiemos en llevarles la realidad de algo nuestro, de algo que recuerden. Confiemos en ser reconocidos.

Alejemos de nosotros el temor, no sólo de desaparecer, sino de que la muerte nos desfigure. Al contrario, ella nos devolverá nuestra efigie auténtica, escondida bajo las miserias y el desorden del mundo visible. No conocemos nuestra propia conciencia. Raros son, de la cuna al sepulcro, los instantes en que vislumbramos nuestras entrañas y medimos al fulgor del relámpago los abismos que en nosotros se abren. Vivimos con la atención fija en lo exterior, que es la mentira, e ignoramos la única realidad de nuestra condición misma. Cometemos el error de preferir la ciencia, la ciencia lamentable, cuyos más firmes cimientos no duran medio siglo, la ciencia falsa, la ciencia bárbara que, incapaz, por definición, de sospechar siquiera lo invisible, se reduce a estudiar con ridícula ceremonia la máscara fría del universo. Y por eso, defraudados, padecemos la sed de la sabiduría, la sed de la muerte. Ella será la maestra. Morir es comprender.

Es manifestarnos. Es nacer. Es el símbolo de la vida plena. Ella nos hace entender que lo físico es provisional. Ella nos muestra su fecundidad al elevarnos y fortificarnos mediante su idea. Aquellos a quienes la muerte es familiar son los más nobles.

  —132→  

Ella nos enseña que ni el dinero, los honores, ni el placer, ni la carne son nuestros. La muerte es una criba que guarda lo esencial. Y si a la criba llegamos con carne satisfecha y un montón de títulos y de oro por todo equipaje, de nosotros nada quedará. Moriremos de veras y completamente, puesto que no supimos de veras vivir.

He aquí por qué nuestra vida debe ser una imitación de la muerte, y por qué los héroes de la vida interior se ocuparon con tanto ahínco de mortificarse, es decir, de hacer la muerte. Es que la muerte no es un aniquilamiento, ni una transfiguración, sino un balance. Define y depura; pone de un lado lo que es nuestro, y de otro lo que no lo es. Y si empleamos la vida en obrar esta separación de lo propio y lo ajeno, del metal y la escoria; si luchamos, por el hierro y el fuego, aunque nos desgarremos y ardamos en cavarnos y encontrarnos y arrancarnos a lo de afuera, la muerte nos hallará dispuestos, y apenas sentiremos su mano glacial e irresistible. Cuando más muertos seamos a lo que no nos importa, cuanto más vivos en nuestra esencia, tanto más nos emanciparemos de la muerte y nos acercaremos a la inmortalidad.

No es lo importante trabajar, sino trabajarnos. La verdad está oculta. Hay que extraerla del fondo de nuestra naturaleza. Hay que ensangrentarnos, hay que desfallecer en busca de la verdad, de lo que no muere, y a ello nos empuja el amor. El amor es divino; él, y sólo él, sabe dónde está la verdad. Por eso los que nos amaron saben cuál es nuestra verdadera cara; ellos nos vieron tales como seremos después de la muerte; ellos, los muertos queridos, nos reconocerán cuando muramos y nos juntemos todos en la otra orilla, y nos darán la bienvenida eterna. Sólo amar no engaña.

[EL DIARIO, 4 de noviembre de 1907]




ArribaAbajoEl valor

La lucha inacabable con la naturaleza ha cambiado de forma.

No son ahora los tiempos en que la noche era terror; el día, caza; en que no había otro problema que el de comer y no ser comido. Sin más refugio que un agujero entre las rocas, sin haber conquistado aún el cortante sílex que se ata a un palo y la llama que hace retroceder las tinieblas donde cuchichea la muerte, el hombre combatía cuerpo a cuerpo con la realidad. Eran sus uñas, sus dientes, sus músculos, sus   —133→   fundamentales instintos los que se adherían desesperadamente a la vida. Había que salvar a la humanidad de las fauces del tigre y del abrazo del oso. Había que ser astuto; había, sobre todo, que ser feroz.

Pero después la inteligencia, en una inexplicable crisis, creció monstruosamente, y desbordó de los sentidos. Incapaces de seguirla y de servirla, la inteligencia prescindió bien pronto de ellos, y se fue fabricando los delicados o colosales órganos que necesitaba: las máquinas. Y hoy vemos lo invisible, estrellas perdidas en el fondo de los espacios y microbios que viven a millones en una gota de sangre; palpamos casi las moléculas y el éter, apreciamos las más imperceptibles vibraciones y las más formidables magnitudes; escuchamos, a centenares de kilómetros, el susurrar de una voz. Nuestro aliento ruge en las calderas o clama con la dinamita; nuestros músculos de metal aplastan las rocas; nuestras uñas y nuestros dientes abren las montañas; nuestros nervios son una red de alambres que aprisiona la tierra. La eterna batalla no es ya un episodio cruel de la historia de las especies, sino un designio del universo; no es ya una tentativa, es una verdad que marcha con la majestad de un poema; no está hecha ya de incertidumbre y de ferocidad, sino de pensamiento y de valor.

Es preciso tener valor. Doblemente es preciso, porque antes de encontrar la naturaleza hay que encontrar a los hombres; antes de herir y fecundar la realidad sombría hay que herir y fecundar los cerebros entenebrecidos de nuestros hermanos los brutales, de nuestros hermanos los supersticiosos, de nuestros hermanos malvados y débiles. Hay que lanzar las ideas nuevas contra las ideas viejas; hay que conspirar contra el pasado, y barrer los fantasmas. Estamos en camino. El mal persiste siempre detrás de nosotros, como una manada de lobos que aúllan. Detenerse es morir.

El genio no es nada sin el carácter. Si somos cobardes, nuestras ideas lo serán también, y no se atreverán a dejar su rincón oscuro para salir a la luz. Es necesario no proponerlas, sino imponerlas. Sólo resiste a la fuerza lo que la fuerza construye. Como la gran mayoría de los hombres no conoce ni teme más que la fuerza, aceptarán el bien cuando no haya otro remedio. Por eso, lo primero es ser fuertes. Se persuade con los puños, y se defiende la verdad con la punta de la espada.

Los grandes depósitos de energía humana, dinero, dictadura social, masas de obreros y de soldados, está en poder de la estupidez, la crueldad y la avaricia. Nunca ha sido más indispensable el valor que ahora.   —134→   Sabemos el punto exacto que hay que atacar. Sabemos dónde está la ruta, y por qué sitio del horizonte vendrá el sol. Sabemos que un puñado de espíritus superiores, prisioneros de la inmensa mole esclavizada, son lo único que hace avanzar el mundo. Comprendemos que mientras no les pertenezca el poder político la humanidad no será libre, y sentimos que esa suprema obra exige toda nuestra inteligencia y todo nuestro valor.

Se rechaza el consejo del pacífico sabio, y se acata la orden de un imbécil con el sable al cinto. Afirmemos valientemente nuestra convicción, y no nos dejemos amordazar. El silencio siempre es cómplice. No seamos humildes, no prostituyamos la razón, que nos hace sagrados. La palabra del profeta debe estallar como un trueno. Disciplinemos nuestro organismo, hagámonos amantes de la obstinada lucha. Las ideas, flechas sublimes, se forjan en el reposo, pero es la voluntad la que tiende el arco.

[LA TARDE, 13 de abril de 1905]




ArribaAbajoEl odio

Hay odios que no son más que amor. Cuando Zola, en el primer arranque de su talento titánico, escribió el famoso artículo Mes haines, que es una fulmínea imprecación a los imbéciles y a los hipócritas, demostró heroico amor a la ciencia y a la sinceridad. Benvenuto Cellini discutía escultura a puñaladas en las calles de Florencia. Su puñal estaba tan enamorado al defenderla belleza, como su cincel al retratarla. Delante de Napoleón no había enemigos que aniquilar, ni aborrecimientos que estrangular, sino problemas que resolver. «Para un espíritu superior, decía el sublime combinador de batallas, no existen más que hechos». Napoleón amaba la guerra sin odiar a nadie. Los grandes ambiciosos, nacidos del pueblo para apoderarse del pueblo, fueron grandes amantes de sí mismos. Su vitalidad desbocada engendró el sueño insolente de la gloria, y con fanatismo profético transfiguraron su destino en leyendas deslumbradoras. ¿Quién cuenta las víctimas anónimas del tirano que funda naciones? Su mano ensangrentada es venerable. Su espada y su látigo son reliquias. Sólo el amor arraiga y procrea.

Los fuertes no pueden odiar. Se odia de abajo a arriba. La salud no odia, y el odio absoluto, la obsesión del mal por el mal, el designio de la   —135→   destrucción inútil es cosa de enfermos. La lucha por la vida, con todas sus ferocidades, no es más que el santo amor a la vida. De las decepciones que exageró sin soportarlas nuestro cerebro anémico, de las humillaciones merecidas que nuestra cobardía y nuestra debilidad hizo fáciles y no dejó castigadas, se amasa nuestro odio. Los que apenas tienen fuerzas para no ser aplastados las emplean únicamente en odiar, y destilan la última defensa de los organismos inferiores: veneno.

El odio y la corrupción juntos. «Compadezco al demonio, exclamaba Santa Teresa, porque le está prohibido amar». El amor se queda a la puerta donde Dante leyó la inscripción terrible. El Infierno es el lugar del odio eterno. Si en los instantes de dolor y de angustia, cuando nos rodean las tinieblas y la maldad humana, somos aún capaces de amar, de combatir sin odio, estamos salvados. Si odiamos, estamos perdidos. Cuando los romanos empezaron a odiarse y a delatarse bajamente, comenzó la agonía de Roma. No eran los emperadores crueles, sino viles los ciudadanos. Llegó un día en que los cristianos odiaron también, y se hicieron católicos. Los instrumentos de tortura que el odio inquisidor imaginó en España asesinaron por segunda vez a Cristo, y Cristo no resucitó. La religión española, deshonrada desde entonces, se ha convertido en un materialismo grosero. Así mueren los cultos, alma de las razas, y así mueren las almas de los hombres. Odiar es obedecer a la muerte.

No es al amor a quien hay que pintar ciego. Es el odio el que no ve ni comprende. Las ideas se aman, y sólo se odian las personas. El odio es mezquino como su objeto. Toda la ilusión del que odia consiste en herir la miserable envoltura ya condenada por leyes fatales a desvanecerse. ¿Cuál será tu triunfo, odio que caminas con los ojos bajos, buscando un arma que se clave, un alfiler que pinche, un pedazo de lodo que manche? Desgarrar unas entrañas: ahí concluye tu obra. El amor las fecunda, y su obra no tiene fin.

Odiamos demasiado. Al despojarse del prestigio que le daban los tradicionales factores históricos, semi anulados hoy por la democracia, el odio social se ha desnudado de cuanto lo volvía interesante y casi poético. Ha sido, como tantas otras cosas, reducido a su verdadero tamaño por el positivismo del siglo XIX. Se ha revelado individual, vulgar y monótono. Ha descubierto netamente su repugnante raíz, la envidia, y su procedimiento habitual, la calumnia. De gigante que dislocaba fronteras se mudó en microbio que infecciona el hogar y hace irrespirable la política.

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Pero la trágica cuestión económica tornará a organizarlo vastamente. La humanidad se ha dividido en Caín y Abel; el rico y el pobre. Los desniveles de dinero, en vez de producir energía matriz, como todos los desniveles mecánicos, producen odio mortal. La estúpida y salvaje dinamita había de ser el verbo de ese odio. El trabajo es un tormento, el afán de libertad, sed de venganza, y el progreso, crimen. Emponzoñada en sus fuentes vivas, la civilización se siente más en peligro que cuando el Asia volcó sobre Europa el mar furioso de sus hordas innumerables.

Hasta a la Naturaleza odiamos. Nuestras horrendas construcciones profanan los suaves y profundos paisajes que hubiéramos cantado en otro tiempo. Esclavos del oro, cotizamos los encantos del planeta, explotándolo sin compasión. Nuestra admiración es industrial. Hemos olvidado el virgiliano amor a la tierra madre. No es ya el secular arado quien abre con ternura su vientre para preparar la venida de la simiente misteriosa. Encontramos mayor placer en hendirlo a golpes de explosivo para saquearlo. Y también nos odiará la tierra. Vagaremos hambrientos sobre su seno destrozado y estéril. Temblará de ira formidable, y hará desplomarse nuestras fútiles torres de Babel.

[LOS SUCESOS, 9 de mayo de 1906]




ArribaAbajoLápida

Envidiemos la gloriosa apoteosis de Ferrer, asesinado en los fosos de Montjuich, la última Bastilla de los latinos.

Arrastrado a los fosos como por una banda de chacales, devorado en la sombra y el silencio, a espaldas de Europa.

Fue fulminado, porque era cumbre. No le podían perdonar. Los inquisidores perdonan el crimen, no la idea. Cayó, porque causaba miedo, porque era una de las imágenes vivas del futuro, un anuncio de muerte para los que le hicieron morir. Pero, ¿qué es la desaparición de Ferrer? Un simulacro. Lo grave no es que haya muerto, sino que haya vivido, que después de él perduren y crezcan formidables las energías de que se formó. Ferrer, desposado con la bella muerte que le disteis, engendrará los héroes de mañana. ¿Qué habéis conseguido? Hacerle inmortal a balazos, convertir el inofensivo profesor en un irritado ángel que visitará vuestras noches.

  —137→  

¿Por qué no atendisteis al rey extranjero que os pidió prudencia en voz baja, por vosotros y por él? Es que sois todos solidarios, despojos flotantes de la historia, majestuosos fantoches, temblando con el cetro en la mano; fariseos que no queréis dejar escapar de vuestras uñas el botín de un Dios difunto; militares que os honráis poniendo la matanza al servicio de la avaricia financiera; burgueses momificados dentro de vuestros alveolos de oro frío; mundo que subsistes, porque los nueve décimos de la humanidad son todavía un rebaño de resignados mendigos. ¡Asesináis, oh, moribundos armados hasta los dientes! Asesináis; creéis, decrépitos, que los baños de sangre os devolverán la juventud. Inútil. Comprendemos el mecanismo de vuestra agonía. Hemos hecho algo mejor que venceros: os hemos explicado. La vida misteriosa se refugia en la carne que sufre. Asesinaréis mil Ferrer... ¿Y qué? ¿Detendréis el Tiempo?

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ArribaAbajoEl duelo

Reparación por las armas... Es opinión antigua que los aparatos de destrucción son útiles, que la muerte sirve. El honor, como los dioses, necesita sangre. Vivimos de la opinión ajena, y el público es cruel; exige espectáculos de circo: gladiadores. Nuestra virtud, por otra parte, resulta de la corrupción de los demás. Si el último de los granujas asegura que he asesinado a mi madre, todos los creerán, porque les conviene y porque me odian. ¿Cómo desagraviar al monstruo omnipotente? ¿Cuál será el sacrificio expiatorio? Un cincuenta por ciento de suicidio: el duelo.

Degeneramos, no obstante. A esa fiesta, obligatoria en algunos ejércitos, acuden los íntimos. En París, las claras toilettes de las señoras la amenizan. Un gesto a lo Artagnan, una picadura en el antebrazo, saludos cordiales, y hasta otra. Pero hay quien toma la cosa en serio. Nada más divertido entonces que la desbandada general de adversarios y padrinos. Un hombre resuelto a batirse de veras no lo consigue nunca. El siglo es práctico.

¿Quién confía, ni por un instante, su fortuna al prójimo? En cambio confiamos la honra. Al principio los desafíos eran solitarios. El moro   —138→   Tarfe no menciona testigos en su célebre cartel, da la hora y el sitio. «Ven y verás cómo habla el que, delante del rey, por su respeto callaba». Después los cortesanos franceses llevaban un apoderado a dirimir los lances versallescos. Ahora urgen cuatro representantes, director de combate, médicos, etc., y se dibuja la tendencia al jury, al expedienteo, a la prudente burocracia. Ahogamos en tinta nuestro noble prurito de pincharnos.

Todo se afea rápidamente. La humanidad atraviesa una edad ingrata. Conservábamos la bella costumbre del duelo, mezcla elegante de barbarie y de cortesía, de valor individual y de llamamientos al destino. Nos queda una parodia lamentable. Y lo terrible es que la injuria no ha perdido un adarme de su poder.

No digáis que la injuria es la palabra; no hay palabra donde no hay pensamiento. La injuria a secas es un aullido, un grito de bestia. Y demasiado débiles para oponer a la injuria el espasmo fulmíneo del coraje, no hemos aprendido aún a domesticarla bajo el influjo divino de la idea.

[LOS SUCESOS, 7 de diciembre de 1906]




ArribaAbajoLa moral y la ciencia

Un joven inclinado sobre un libro: «imagen de paz», diréis. ¡No! ¡Imagen de combate! ¿Quién vencerá? ¿Devorará el hombre al libro, o será el libro quien asesine al hombre?

Estudiantes: la literatura humana es una selva sin fin, infestada de felinos traidores, de reptiles ponzoñosos, de insectos que os disecarán si caéis, de pantanos donde acecha la fiebre. Y preñada de paisajes magníficos, sí. Leer es viajar. No emprendáis el viaje sin conoceros, sin vigorizar vuestras almas. Hay comarcas maravillosas de donde no se vuelve. Sabedlo a tiempo.

Estremece esta idea: que la moral se aprenda en los libros. Los libros de moral son libros que mandan. Y los libros no deben mandar, porque son de ayer. No coloquéis en el pasado vuestros jefes, sino en el futuro. Decid al libro: «cuando vivías realmente, cuando naciste para proclamar algo nuevo, no eras moral, eras inmoral». Religioso, al fundar tu secta fuiste hereje. Político, al reclamar más libertades fuiste revolucionario.

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¿A qué me enseñas? ¿A obedecer? ¿Por qué no obedeciste? ¿A mandar? ¿Por qué entonces me mandas?

El ideal sería ¿no es cierto? Obedecernos y mandarnos únicamente a nosotros mismos. El deber supremo no es ser como otros fueron, sino ser como se es. Lamentable cosa: encontrar ya escrito lo que habremos de hacer y de pensar. Tan absurdo es ordenar a un individuo libre como a una máquina. El uno no hará caso, puesto que es libre; la otra no necesita que la ordenen, si está construida para la faena que de ella se exige, y si no lo está, ordenarla es inútil. Las máquinas funcionan solas, o no funcionan de ningún modo. Las máquinas no oyen a nadie, y los seres libres no oyen sino la voz interior.

Hemos eliminado de la enseñanza -casi- la tradición religiosa. Aún nos entorpece la didáctica de los deberes civiles, de los prejuicios sobre la propiedad y el Estado. En cuanto a los sentimientos fundamentales, sería monstruoso, por ejemplo, tener que enseñar a las madres el amor a los hijos. El verdadero maestro no enseña más que hechos; su triunfo es despertar en sus discípulos el sentido crítico. El verdadero maestro no enseña la certidumbre; enseña a dudar. Sólo en la duda la conciencia propia alcanza su máximo; sólo en la duda se mueven las energías internas, es decir, las que merecen salvarse.

Ahora se ensaya una moral científica. Durkheim y Lévy-Brühl la desarrollan. Pero no la atribuyamos otro carácter que el descriptivo. Lévy-Brühl ha escrito una Ciencia de las costumbres. Estudiar las costumbres del hombre como las del castor: muy bien. Sin embargo, no es en el libro de Lévy-Brühl donde están mis sueños, mis deseos, mis victorias, mis fuerzas, mi destino. Los míos, ¿comprendéis? Yo no me casaré para restablecer la cifra media en la estadística anual de los matrimonios. El poder de que dispongo contra las leyes sociales es más sagrado que el poder de cumplirlas.

La ciencia es una ventaja enorme. La ciencia es una luz en una encrucijada. Mas no es lo mismo iluminar los diversos caminos que echar a andar por uno de ellos. La ciencia es lo impersonal, lo objetivo, lo que hay de mecánico en el mundo. Para la ciencia no hay «escala de valores». El microbio es lo que el astro, el placer lo que el dolor, la vida lo que la muerte; fenómenos. Todo está en un plano idéntico; la ciencia no tiene espesor ni claroscuro. Mi espíritu, en cambio, es una jerarquía. Si prefiero suicidarme ¿con qué me detendrán? ¿Con un argumento biológico?

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¿Experiencia? Sí. Hay dos experiencias; la exterior, que construye el edificio científico, y la interior, la del yo incomunicable. La ciencia del exterior es la lógica de los casos iguales; yo soy un caso que no se repetirá nunca y mi gobierno será mi ciencia interior, o sea la sabiduría. La sabiduría es lo que me importa en primer término: ser no lo que la ley mande, sino lo que soy.

Y si a ser lo que se es llaman rebeldía, ¡tanto monta!

[REV. DEL CENTRO ESTUD., N.º 6, agosto de 1909]




ArribaAbajoPatriotismo

La idea de patria ha perdido mucho de su virulencia. Los dioses, hace ya tiempo, se inclinaron al cosmopolitismo. Jesús fue mal hebreo. Se entendía con los gentiles, y hablaba de paz. Aseguraba que no era necesario ser judío para salvarse. La divinidad obraba así en defensa propia. Vinculada a sus tribus, fiadora de ellas y obligada a batirse a su lado, su situación era comprometida. El pueblo elegido recibía más palizas que ningún otro. Después de cada una, las explicaciones con Jehová se hacían penosas. Durante los siglos cristianos, en cambio, las naciones europeas no se destrozaban sin solicitar antes de un mismo Dios la victoria, y con la misma confianza. La Providencia ganaba siempre. Jugaba de banquero, no de punto; se había emancipado de las contingencias del patriotismo.

El hombre ha seguido un método análogo. Si algún consuelo inducimos de la evolución, tal como nos la imaginamos, es el de la eficacia creciente con que nos sustraemos a las contingencias del mundo. Entre las veleidades de la atmósfera y la tibieza uniforme de nuestro hogar hemos puesto un vidrio inteligente. Las tormentas no suelen estorbar la celeridad serena de nuestros viajes. Nuestra sangre de animales privilegiados nos da el ejemplo: haga frío o calor, se mantiene en sus treinta y siete. Bueno es, por no morir, adaptarse al medio externo: mejor es subsistir sin adaptarse, en la afirmación soberana de un destino propio. Hemos vuelto estas armas contra los mismos dioses, cuyo capricho nos hemos negado a padecer. No les hemos suprimido: les hemos delimitado. Les hemos cerrado la puerta.

Estamos ahora delimitando la naturaleza, pero no para librarnos de ella, sino para circunvenirla. No renunciemos a la finalidad. Antes era   —141→   celeste. Hoy es terrestre, y pensamos cumplirla mediante la ciencia. Lo deseable nos parece lógico. No nos desanimemos. El patriotismo es un molde muy chico para nuestro futuro. Porque al delimitar la naturaleza nos homogeneizamos. El patriotismo es la división. No venceremos desunidos.

El dualismo, la oposición que es base de la vida, se va dibujando según perspectivas nuevas. Se polariza la humanidad, atenta a juntar sus esfuerzos. Quiere cautivar las energías naturales, y no es un grupo quien ha de conseguirlo. Ni una raza. ¡Ay de los que cultivan el patriotismo blanco! Los japoneses nos han convencido de que también los amarillos son hombres. Los que manejan con tanta habilidad los cañones pueden manejar igualmente aparatos de mayor trascendencia.

La especie humana frente al universo físico: he aquí el cuadro. La ciencia es indispensable. Todos somos sagrados para el porvenir.

Pero ¿qué es una ciencia nacional? Una mentira.

¿Conocéis la química francesa, la astronomía alemana? La máquina y la astronomía nos pertenecen a todos; han sido creadas por la humanidad, y para la unanimidad.

Si la ciencia no es una, no es ciencia. En esto se asemeja al amor. Y si la ciencia es el instrumento, el amor es el impulso. Separad la ciencia y el amor, y los destruís.

Todavía explotamos a los débiles. Mientras no los amemos y los levantemos hasta nuestra frente en un beso hermano, la ciencia está amenazada. Sólo una cosa matará a la ciencia, el odio. Estrangulemos el odio.

No: la ciencia se encargará de aniquilar al odio. Concluirá con el patriotismo porque lo específico del patriotismo es el odio.

Un patriotismo que no odia al extranjero no es patriotismo, es caridad. Y una caridad que se detiene en las fronteras no es más que odio.

Amad vuestra tierra, y también la ajena. Amad vuestros hijos y también los ajenos. Admirad los héroes de aquí y de allá. Y no admiréis los héroes asesinos, aunque sean de aquí.

Pero si no amáis sino lo vuestro, no amáis, odiáis. Y mientras odiéis estaréis privados de la ciencia, y frente a la realidad sombría no seréis más que miserables fantasmas.

[EL DIARIO, 13 de mayo de 1908]



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ArribaAbajoMás allá del patriotismo

Nos parece grande el hombre que arriesga su vida por salvar la ajena. Comprendemos que hay cosas superiores a la vida material. Cada vez que un acto afirma y demuestra esta superioridad, nos sentimos tranquilizados, y como consolados de las incertidumbres permanentes que nos rodean. El ejemplo de sacrificio nos reconforta en lo más esencial de nuestro ser.

El hombre que se sacrifica por su hijo, por su compañera o por su padre no es tan grande como el que se sacrificó por un desconocido. En la familia hay mucho nuestro. Al defenderla defendemos en parte lo nuestro. Defender y amar lo completamente ajeno es sublime.

El patriota perfecto no solamente sacrifica su persona, sino su familia; Guzmán el Bueno inmola a su propio hijo. La patria, para él, estaba antes que él y antes que la carne de su carne. ¡Generosidad magnífica!

¿Por qué?

Porque la patria es más indeterminada, más exterior que la familia. Porque la patria es más ajena que la familia, y lo magnífico es defender y amar lo ajeno.

Y como hay algo más ajeno que la patria, es decir, las otras patrias, es magnífico en extremo defender y amar las otras patrias como la propia, y sacrificar la patria en beneficio de la humanidad.

Por eso debemos amarnos, como hombres que somos, mientras este amor aparente no nos conduzca a odiar al prójimo. Debemos amar la familia mientras este amor no nos conduzca a odiar la comunidad hermana en que vivimos, y debemos amar la patria mientras no odiemos a la humanidad.

Que para el círculo de nuestro amor no haya fronteras, que sea nuestro amor infinito como el cielo; que nada ni nadie sea desterrado de él.

Y si hubiera otra alma más alta y más profunda, que en su seno misterioso abrazase el alma de la humanidad misma, el acto supremo sería sacrificar lo que de humano hay en nosotros a la realidad mejor.

Pero esa alma más alta y más profunda existe. Es el alma de la humanidad futura.

[ROJO Y AZUL, 14-15 de mayo de 1908]