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Granada la bella

Ángel Ganivet






ArribaAbajo- I -

Puntos de vista


Voy a hablar de Granada, o mejor dicho, voy a escribir sobre Granada unos cuantos artículos para exponer ideas viejas con espíritu nuevo, y acaso ideas nuevas con viejo espíritu; pero desde el comienzo dése por sentado que mi intención no es cantar bellezas reales, sino bellezas ideales, imaginarias. Mi Granada no es la de hoy: es la que pudiera y debiera ser, la que ignoro si algún día será. Que por grandes que sean nuestras esperanzas, nuestra fe en la fuerza inconsciente de las cosas, por tan torcidos caminos marchamos las personas, que cuanto atañe al porvenir se presta ahora menos que nunca a los arranques proféticos.

Esas ideas que, sin orden preconcebido, y pudiera decir con desorden sistemático, irán saliendo como buenamente puedan, tienen el mérito, que sospecho es el único, de no pertenecer a ninguna de las ciencias o artes conocidas hasta el día y clasificadas con mejor o peor acierto por los sabios de oficio; son, como si dijéramos, ideas sueltas, que están esperando su genio correspondiente que las ate o las líe con los lazos de la Lógica; las bautice con un nombre raro, extraído de algún lexicón latino o griego, y las lance a la publicidad con toques previos de bombo y platillo, según es de ritual en estos tiempos fatigados en que la gente no sabe ya lo que las cosas son mientras los interesados no se toman la molestia de colocarles un gran rótulo que lo declare. Para entendernos, diré sólo que este arte nonnato puede ser definido provisionalmente como un arte que se propone el embellecimiento de las ciudades por medio de la vida bella, culta y noble de los seres que las habitan.

Los artistas de aguja y tijera saben perfectamente que la elegancia no está en el traje, sino en la persona que lo lleva; y el principal talento de una modista o de un sastre, más que en afinar el corte, está en recargar las cuentas, para desembarazarse de la gente de medio pelo. Así también una ciudad material -los edificios- es tanto más hermosa cuanto mayor es la nobleza y distinción de la ciudad viviente -los habitantes-. Para embellecer una ciudad no basta crear una comisión, estudiar reformas y formar presupuestos; hay que afinar al público, hay que tener criterio estético, hay que gastar ideas.

Si un campesino os pregunta qué medios debe emplear para llevar guantes sin que la gente se ría de él, le contestaréis: «Amigo, la Naturaleza, en su alta sabiduría, valiéndose del aire libre de los campos, le ha endurecido a usted de tal manera el cutis, que el uso de guantes viene a ser, como quien dice, albarda sobre albarda. Pero si el empeño es irrevocable, no le queda a usted otro camino que venirse a vivir a la ciudad, andar entre cristales, romperse las esquinas y redondearse los ángulos con el trato social, y esperar tranquilo que algún día los guantes le vayan como una seda. En una palabra: sea usted caballero antes de usar ese y otros atributos anejos a la moderna, pacífica y vulgar caballería.»

Resulta, pues, de lo dicho que mi plan de campaña es baratísimo; mis reformas estarán muy en armonía con el estado de nuestra Hacienda. Nada de enarbolar instrumentos destructores para echar abajo lo que no sabemos cuándo ni cómo ha de ser reconstruido; ni tampoco proponer nuevas construcciones, sabiendo, como sabemos todos, que no hay dinero, y lo que es peor, que no hay buen gusto. Quedémonos en la dulce interinidad en que vivimos, y aprovechemos este reposo para ver claro, para orientarnos, para tantear nuestras fuerzas, para disponernos a esta obra espiritual, regeneradora y precursora.

Porque una ciudad está en constante evolución, e insensiblemente va tomando el carácter de las generaciones que pasan. Sin contar las reformas artificiales y violentas, hay una reforma natural, lenta, invisible, que resulta de hechos que nadie inventa y que muy pocos perciben. Y ahí es donde la acción oculta de la sociedad entera determina las transformaciones transcendentales. Tal pueblo sin historia, sin personalidad, se cambia en ciudad artística y se erige en metrópoli intelectual; tal otro, de brillante abolengo, cargado de viejos pergaminos, degenera en poblachón vulgar y adocenado; y en aquello como en esto no interviene nadie, porque intervienen todos. ¿Cómo? Resolviendo asuntos de detalle, de esos que se resuelven todos los días en cualquiera ciudad, en reunión de familia, en el café, en los centros administrativos.

Un hecho tan corriente como el cambio de trazado de una calle o la apertura de una nueva vía, pone en movimiento la atención de todo el mundo.

-Hay que «dar trabajo a los obreros»- dicen algunos que, con fervor filantrópico, serían capaces de echar abajo la Catedral para repartir algunos jornales, sin parar mientes en el estado deplorable de las alcantarillas. -Lo primordial es la salud- dicen los devotos de la higiene. -La estadística demográfica comparada -añaden con tono entre doctoral y compungido- pone los pelos de punta. Hay que adoptar «grandes medidas de saneamiento», comenzando por el «pavoroso problema de las aguas potables». -Señores, lo esencial es comer -replican los representantes de la industria-, y aquí lo que falta es actividad, medios fáciles de comunicación, abrir grandes arterias para el tráfico interior de la ciudad, «mover los capitales», pensar, en fin, que somos una ciudad moderna y que debemos abrirnos de par en par a todos los «adelantos del progreso». -Pero hay que tener en cuenta los «intereses creados» -agregan los comerciantes-. Si la nueva calle cambia el rumbo de la circulación y nos perjudica; si con el nuevo trazado desaparece mi establecimiento, en el que desde hace un siglo o medio de padres a hijos vamos buscándonos la vida, ¿dónde está la justa indemnización de estos daños? -¿Y los «intereses del arte», dónde los dejamos? -observa algún artista con timidez, como conociendo la flaqueza de su causa-. ¿Porque tal o cual calle tenga una vara más de anchura o porque sea recta y no angulosa -cuestiones de detalle, -vamos a sacrificar aquella antigua y venerable iglesia, este rincón pintoresco, estotro monumento arqueológico? -¡Y las cuestiones técnicas! -exclaman los principales actores del sacrificio callejero-. ¿En una «cuestión del orden arquitectónico», a quién sino a los arquitectos toca decidir con arreglo a los principios de la ciencia (y pudieran añadir, sin hacer caso de la tradición artística local)?

Y así, en esa jerga tan lindamente puesta en solfa por nuestro gran Pérez Galdós en muchos de sus tipos, empezando por el ilustre Torquemada, el mejor modelado de todos, continúa la discusión, en la que cada cual echa su cuarto a espadas, y que se termina casi siempre por el providencial «no hay dinero», la tabla de salvación de nuestra patria en el siglo actual. Porque tengo para mí -y lo declaro en secreto- que en medio de esta oleada de vulgaridades que ha pasado y aun pasa sobre nosotros, si hubiéramos tenido dinero abundante para dar forma duradera a nuestras concepciones (para realizar nuestra esencia, que se dijo años atrás), hubiéramos dejado a nuestros descendientes motivos sobrados para que nos despreciaran.

Pero a veces ¡oh dolor! hay dinero. Y entonces, sin preocuparse por conciliar los diversos puntos de vista suscitados por las ideas de reforma; sin examinar lo que debe hacerse, atendiendo a la conveniencia de la comunidad, formada no sólo por los que viven, sino también por los que murieron y por los que nacerán, el capital, guiado por un impulso momentáneo, se lanza a ciega, a salga lo que saliere. Porque las ciudades, donde falta el contrapeso de las ideas, son como los desiertos: un día en silencio mortal, y otro agitados por los más violentos huracanes. En España han arrancado muchos árboles y muchas ideas, y así estamos de continuo amenazados por las inundaciones: inundaciones de agua, que arrasan nuestros campos, e inundaciones de... ¿cómo diré para ser suave?... de cosas nuevas que arrasan los sentimientos españoles, de quien aún los conserva.

Muchas veces, al volver a Granada después de largas ausencias, he notado en mí, al ponerme en contacto con el aire natal, cierta alegría espontánea, corpórea, que me ha hecho pensar que no era yo quien me alegraba, sino mis átomos al reconocerse; ellos, con una sensibilidad propia, aún no vista de los «hombres del microscopio», en medio de sus antiguos amigos, de sus parientes más o menos cercanos. ¿Quién sabe si el amor patrio no será en el porvenir una fórmula química representada por la suma de los diversos grupos atómicos locales, que forman la personalidad en cada momento, y si no se llegará definitivamente a la fraternidad humana por medio de la insuflación de aires extranjeros? Por lo pronto yo me figuro que cuando viajo llevo conmigo mucho de mi ciudad natal, y algo de todas las que he ido conociendo, y que de ese al parecer monstruoso conjunto, brotan sentimientos de armonía hasta cierto punto involuntarios. Hay quien recorre media Europa, y vuelve a España decidido a «implantar» un tranvía de nuevo sistema, un nuevo aparato para regar las calles o alguna curiosidad burocrática con que perfeccionar nuestra complicada administración. A mí no me ocurre «eso».

Admiro muchas cosas, y las respeto todas en lo que tienen de respetable; pero jamás me da la idea de cambiarlas de sitio. Dos cosas diferentes o contrarias pueden ser buenas y bellas en diferentes lugares: mudémoslas de lugar, y acaso pierdan su mérito. Lo que sí se debe hacer es compararlas mentalmente y ver cómo la una puede ser completada por algo de la otra; de suerte que subsistiendo ambas para mayor variedad, agrado, distracción y goce de nuestros sentidos, se embellezcan con todas aquellas perfecciones que concuerdan con su modo de ser natural, y que por esto no se vea ni pueda decirse que son imitadas.

Con este modo de ver las cosas, voy a pasar revista a las encontradas aspiraciones que luchan en el grave problema de la transformación de las ciudades, refiriéndome en particular a Granada. El problema es heroico, y como yo no soy un héroe, claro está que no me prometo dar la solución. Me limitaré, si se me permite la llaneza del concepto, a pasarle la mano por encima.




ArribaAbajo- II -

Lo viejo y lo nuevo


En cualquier cambio que quiera introducirse en una ciudad o en una nación, hay un pretexto para que se libren varias batallas, y la más recia la sostienen siempre los partidarios de lo viejo y los partidarios de lo nuevo. Los unos y los otros, desde sus puntos de vista, llevan la razón y ganan o pierden según sopla el viento; y muchas veces pierden ambos y gana el grupo que no pelea, el de los zurcidores de voluntades, pasteleros, transigentes y contemporizadores. Es, pues, utilísimo saber a qué atenerse en tan grave cuestión; y no siendo posible dar reglas generales, decidir en cada asunto si hemos de ir hacia adelante o hacia atrás, ya que el estarse quietos es cosa punto menos que imposible.

Empecemos por el alumbrado. Cómo es más bella una ciudad: ¿alumbrada con aceite, con gas o con luz eléctrica? La luz eléctrica se lleva hoy la palma, y todas las ciudades se aprestan gozosas a recibir la nueva luz. Cuando se inauguró el alumbrado de gas, los partidarios del aceite pusieron el grito en el cielo, y los muchachos apedreaban las farolas y perseguían a los alumbradores. Hoy todo el mundo se inclina respetuoso ante la luz eléctrica, y no se registra un desmán contra las lámparas incandescentes. ¿Qué ha pasado aquí? Lo que ha pasado es que hemos perdido ya la vergüenza, quiero decir, la timidez. A la primera oleada de luz reparamos en que nuestro estado exterior no era muy brillante, y nos afligimos de que nuestras miserias quedaran tan a la vista; pero pasado el primer bochorno, las oleadas sucesivas no nos hacen mella.

El sol también alumbra, quizás demasiado; pero el sol no depende de nosotros. Lo que él descubre, lo descubre sin nuestro asentimiento. Mientras que la luz que nosotros creamos y pagamos nos hace responsables, y nos obliga a ver antes qué es lo que vamos a alumbrar. Por lo tanto, el criterio que me parece debía regir en esta materia es el de asearse y embellecerse en primer término, y elegir después aquel sistema de alumbrado que dé más luz por menos dinero. Y para no romper del todo con el aceite, creo también que se debía continuar utilizándolo en el interior de las casas. El candil y el velón han sido en España dos firmes sostenes de la vida familiar, que hoy se va relajando por varias causas, entre las cuales no es la menor el abuso de la luz. El antiguo hogar no estaba constituido solamente por la familia, sino también por el brasero y el velón, que con su calor escaso y su luz débil obligaban a las personas a aproximarse y a formar un núcleo común. Poned un foco eléctrico y una estufa que iluminen y calienten toda una habitación por igual, y habéis dado el primer paso para la disolución de la familia. Si se trata del sistema de regar las calles, me declaro neutral entre la cubeta, las mangas de riego y cualquier otro aparato que se invente, con o sin presión, siempre que no se arroje el agua sobre el público. Se debe elegir el más económico, y considerar que la cosa no tiene importancia, y que una ciudad no da ningún paso en «la senda del progreso» porque se introduzcan innovaciones tan baladíes. El servicio de limpieza es más importante. Ha inspirado la musa local, y aun ha amenazado turbar el orden público en algún momento «histórico». En él intervienen las tradiciones, los intereses creados, el ornato, la higiene, la Economía y la Hacienda. Yo opino que debía empezarse por limpiar y purificar las costumbres, después de limpiar los cuerpos, luego las casas y, por último, las calles. Hay ciudades muy limpias que encierran corrupciones más peligrosas que las de un estercolero; y hay hombres que se escandalizan delante de un montón de basura, y no se han lavado el cuerpo desde sus más tiernos años. No se limpie sólo por cubrir las apariencias; límpiese con sinceridad, con energía. A veces la suciedad y el abandono de las calles sirven para hacer resaltar más vivamente la pulcritud de los ciudadanos.

Una de las ciudades de que yo guardo mejor recuerdo, es precisamente una ciudad en que la basura no escaseaba; Königsberg, la vieja capital de Prusia, hoy abandonada y en decadencia, donde he visto cosas viejas y cosas nuevas en combinación más sabia que la que nosotros usamos. Allí hay tranvías eléctricos y las calles están empedradas de gorriones que, insolentes, os bailan delante, confiados en que no ha de ocurrirles ningún daño; veis casas que por fuera parecen modernas y por dentro son como cortijos; un gimnasio moderno, flanqueado por sus torreoncillos señoriales, en cuyo jardín juegan los alumnos, entre casas viejísimas, y cerca de él varios mercados como nuestras eras empedradas, donde, en medio de carros de formas extravagantes, danzan en confusión, al aire libre, todos los reinos de la naturaleza. Plazas y mercados, cuyas fachadas irregulares forman grandes polígonos, abiertos por un lado para que entre la luz, o para gozar de la vista de los campos o del Pretel, cubierto de viejos barcos, ahora enclavados en el hielo. Llego a un hotel, que parece una venta española, y me desayuno con huevos pasados por agua, en los que estaban escritos con indelebles caracteres el día, mes y año en que los puso la gallina. Este detalle nos revela que estamos en la ciudad de Kant. Con gran contento de mi estómago vi que eran recién nacidos, y luego se me ocurrió pensar que nuestra gloriosa revolución, la septembrina, al traernos el Registro civil, dejó su obra incompleta por haber olvidado establecer, además de los varios registros, que estableció, un Registro de huevos para general regocijo de los españoles. Y mientras saboreaba aquellos huevos, un periódico local me ponía al corriente de cuanto ocurría en el mundo, con sorprendente lujo y precisión en los detalles. Los asuntos de Cuba, las opiniones del general Weyler, la necrología de Camacho, venían tratados con notable exactitud.

Nosotros hemos tenido deseo de innovar, y hemos empezado por construir los mercados, mientras dejábamos el Instituto en un caserón ruinoso y denunciado. Si una catástrofe costara la vida a varias criaturas, nos quedaba la «triste satisfacción» de saber que los canastos de patatas y los capachos de pescado estaban en lugar seguro. Hemos querido tener escuelas Froebel, y en vez de establecerlas en una huerta o en una cacería -que las hay sobradas cerca de la población- como las que yo he visto en Königsberg, las hemos colocado en casas cuyo jardín no era mucho mayor que un pañuelo. Para crear buenos hoteles hemos tomado el tipo en el extranjero, sin comprender que lo más fácil era transformar, civilizar nuestras posadas, conservándoles sus rasgos típicos, el principal de todos el zaguán, donde los hombres pueden entrar en coche o a caballo. En un hotel el viajero se apea a la puerta y entra como en casa extraña; en una posada se apea cuando está ya dentro, como en casa propia. Son unos cuantos pasos de más o de menos, y para el que sabe ver, en ellos está representada la hospitalidad española.

En cualquier innovación que se intente, todos los pareceres son oídos, menos el parecer de los ignorantes, de los que no saben leer y escribir, y la opinión seguida es casi siempre la de los más doctos. Cuando la educación es nacional, y el sentimiento de las gentes cultas, siendo más delicado, conserva la debida comunidad en el fondo con el sentimiento popular, el sistema no es malo; pero si los doctos no tienen otras ideas que las recogidas en libros de diversas procedencias, lo prudente y seguro es guiarse por el pueblo, que es más artista y más filósofo de lo que parece. Una de las impresiones artísticas más intensas que yo he gozado en mi vida la debo a la Grand'Place de Bruselas. La impresión que allí se recibe no es como la que produce un cuadro, una estatua, un monumento, recortados por un marco de realidades discordantes: es la de una inmersión en arte flamenco, que nos batía por los cuatro costados, destacándose de tan maravilloso conjunto arquitectónico la Casa Ayuntamiento, en la que hay algo de catedral, algo de chancillería, algo de casa del pueblo, concepción felicísima para representar una antigua ciudad autónoma, en la que el burgomaestre era el rey y los consejeros municipales sus ministros.

Tan sorprendente cuadro toma aún más vida en las horas de mercado, al bullir por la plaza la gente popular con sus trajes anticuados, muchas viejas aún con su gran cofia blanca de hechura semejante al gorro frigio. Sólo desentonan, al pasar y cruzar, los hombres nuevos, las personas distinguidas, los que se visten a la moda del día. Yo me siento ridículo.

El pueblo debe comprender el arte cuando lo crea: no sabe expresar aun pensamientos; pero sabe amoldarse a todo lo que es grande y bello y no desentona jamás. Cuando desentona, la culpa no es suya: es de los que le someten a pruebas absurdas. Ese paleto que no sabe sentarse en una mecedora, entra en una catedral como en su casa, y esa mujer que no acierta a hablar «en sociedad», canta como los ruiseñores. En el comienzo de este siglo, España ha atravesado días muy duros: ha tenido que hacer frente a una invasión, y los que dieron la cara no fueron en verdad los doctos. Esos pasaron todos el sarampión napoleónico, y en nombre de las ideas nuevas se hubieran dejado rapar como quintos e imponer el imperial uniforme. Los que salvaron a España fueron los ignorantes, los que no sabían leer ni escribir. ¿Quién dio pruebas de mayor robustez cerebral: el que, seducido por ideas brillantes, aún no digeridas, sintió vacilar su fe en su nación, y se dejó invadir por la epidemia que entonces reinaba en toda Europa, o el que con cuatro ideas recibidas por tradición supo mantener su personalidad bien definida ante un Poder tan absorbente y formidable? España pudo entrar en la confederación familiar planteada por Napoleón; gozar de un régimen más liberal y más noble que el que sufrió con Godoy y comparsas; tener nuevas y sabias leyes, mejor administración, muchos puentes y muchas carreteras; pero prefirió continuar siendo España, y confiar al tiempo y a las fuerzas todo eso que se le hubiera dado a cambio de su independencia. Y esta concepción, tan legítimamente nacional, que contribuyó a cambiar los rumbos de la historia europea, fue obra exclusiva de la ignorancia.

Sabedlo, pues, pedagogos de tres al cuarto, propagandistas de la instrucción gratuita obligatoria; Jeremías de la estadística, que os sofocáis cuando veis en ella que el cincuenta por ciento de los españoles no saben leer ni escribir, y pretendéis infundirles conocimientos artificiales por medio de caprichosos sistemas: el único papel decoroso que España ha representado en la política de Europa en lo que va de siglo no lo habéis representado vosotros o vuestros precursores, sino que lo ha representado ese pueblo ignorante, que un artista tan ignorante y genial como él, Goya, ha simbolizado en su cuadro del Dos de Mayo en aquel hombre o fiera que, con los brazos abiertos, el pecho salido, desafiando con los ojos, ruge delante de las balas que le asesinan.




ArribaAbajo- III -

¡Agua!


Alguien me dirá: «Puesto que es usted tan respetuoso con todo lo viejo que defiende, por ser vieja hasta la ignorancia, ¿será también defensor de las alcantarillas, de los cauchiles y de los cañeros? La cuestión nada tiene que ver con la estética, pues se reduce a tener agua buena o mala.» A esto contestaré yo que sí; que defiendo todo eso, y que defiendo también el agua mala, no con la idea de matar a mis queridos conciudadanos, sino para que no puedan beberla, y se vean obligados a dar mayor impulso y vuelos más altos a una de sus genialidades más típicas. El asunto es estético en grado superlativo.

Se pretende formar una empresa que se encargue del abastecimiento de aguas potables, que extienda una red de tubos por toda la población, que distribuya el agua a domicilio, que cobre un tanto por casa, familia o persona. Se discute largamente sobre si el agua ha de venir de éste o aquel manantial. No falta quien, «proteccionista convencido», pida que aunque cuesten más caros los tubos sean españoles, porque hay que proteger la producción patria. Y yo, que no he pedido nunca la palabra para decir nada a nadie, uso de ella por primera vez, y valiéndome de un exabrupto poco ciceroniano, pero muy en armonía con la situación, exclamo: -¿Pero es que los hombres de las garrafas que bajan el agua de la Alhambra, y los «tíos de los burros» que la traen del Avellano, no son producción nacional?

Hay agua abundante para todos los usos de la vida, y sólo falta una poca pura y clara para beber, de la cual es costumbre bastante extendida proveerse comprándola a los aguadores. Procúrese generalizar más la costumbre: la cantidad que había de entregarse a una empresa, distribúyasela entre las muchas gentes que viven de esa ocupación; en vez de crear tuberías nuevas, refuércese y complétese esa tubería viva, semoviente, que nadie ve por lo mismo que está a la vista de todos. Antes de crear un órgano nuevo, conviene examinar si el que está prestando servicio no admite mejora; si el interés general exige realmente que se le sacrifique, porque en toda transformación hay un peligro: el aumento de capital a expensas del trabajo de los obreros. La tendencia es esa, y el progreso mecánico la favorece, y sólo se debe afrontar el peligro cuando se sabe que la innovación ha de producir un aumento de consumo tal que acabe por restablecer el equilibrio. Así, en la fabricación de papel -y lo mismo en mil otras: tejidos, mercería, artículos metalúrgicos, etc.-, nada se pierde con las transformaciones: por muchos brazos que la maquinaria economice, más son los que exige el derroche febril de papel en que los hombres vivimos. Cuanto más barato, mayor es la venta, se escribe más y se lee menos. Si con el amor que tenemos a la publicidad, tuviéramos el papel tasado y anduviéramos con la estrechez y carestía de los tiempos clásicos, nuestro planeta sería un campo de perpetua batalla. Pero el asunto de las aguas potables es muy otro; no porque el agua venga por tuberías cerradas se ha de beber más: el consumo será siempre el mismo, a menos que no nos declaremos en estado de hidropesía permanente; el inmenso personal que vive y pudiera vivir del oficio (de un oficio que mirado a la ligera no lo es) se transformará en media docena de empleados «con gorra»; la población perderá uno de sus detalles más pintorescos, y el progreso no parecerá por ninguna parte.

Al lado de la transformación económica, viene siempre la transformación psicológica. Los ferrocarriles nos han cambiado nuestros venteros en jefes de estación, nuestros mayorales en maquinistas, nuestros zagales en revisores de billetes; eran cabezas y ahora son brazos, y la sociedad compensa el sacrificio tratándoles con mayor consideración. Aquí el sacrificio fue necesario. España o la mayoría de los españoles no quisieron aislarse como Marruecos; juzgaron que ese adelanto lo podíamos digerir sin perder nuestra autonomía en las garras del capital, y lo aceptaron como se acepta todo instrumento que nos ayuda a dominar la naturaleza. Si en este caso hay algo censurable, no es la evolución, sino el mal gusto, de que hemos dado prueba al seguirla, según haré ver en otro lugar.

Una de las dificultades con que se ha tropezado en el problema del abastecimiento de aguas, ha sido el armonizar la variedad de gustos. En cualquier ciudad se hubiera puesto el asunto en manos de los químicos, para que éstos decidieran, después de concienzudos análisis, cuál agua era la mejor. Nosotros acudimos a los químicos; pero es para no hacerles caso, porque por encima de la ciencia están nuestros paladares, que en materia de aguas no reconocen rival en el Globo. Sólo un gran poeta épico sería capaz de describir cómo sabemos beber agua, según ritos tradicionales, con los requisitos de un arte original y propio, desconocido de todos los pueblos. -En Granada un aguador tiene que ser a su modo hombre de genio. ¿Veis ese que por la Carrera de Darro, por la cuesta de Gomérez o por la del Caldeiro baja gritando: «¡agua! ¡quién quiere agua?» Ese es un albañil que busca un sobrejornal para «dar una vuelta de ropa a su gente», un bracero sin trabajo, un aguador de aluvión, que de seguro no sabe llevar la garrafa, la cesta de los vasos y la anisera. El verdadero aguador se compenetra con estos tres elementos hasta tal punto, que de él tanto puede decirse que es hombre como que es cesta o garrafa; huele donde tienen sed, pregona, y con sus pregones despierta el apetito; porque entre nosotros la sed es apetito, y hay quien bebe agua y se figura que come. -¡Acabaíca de bajar la traigo ahora! -¡Fresca como la nieve! ¿quién quiere agua? -¡Nieve! ¡Nieve! -¡Qué frescuras de agua! -¡De la Alhambra, quién la quiere! -¡Buena del Avellano, buena! -¡Quién quiere más, que se va el tío!- Y así por este estilo centenares de pregones incitantes, hiperbólicos, que concluyen por obligar a beber. Abrís la mano, y recibís una cucharadita de anises para hacer boca; mientras los paladeáis, el aguador fregotea el vaso, que llena después de agua clara y algo espumosa, como escanciada desde cierta altura; después que consumís el vaso, os ofrecen más, y aceptáis «una poca» aunque no tengáis gana, y por todo el consumo pagáis un céntimo doble, salvo lo que disponga vuestra generosidad. Antes de la recogida de la antigua moneda, «la ley» era un humildísimo ochavo, y cuando acaeció la revolución monetaria, hubo largas y empeñadas discusiones entre los partidarios de que el «chavo» fuera sustituido por el céntimo, y los que aspiraban a que lo fuera por el doble céntimo; y aún recuerdo con placer una acalorada disputa en que intervine yo, defendiendo la causa del céntimo doble, y en la que un amigo mío, alpujarreño por más señas, defendió un sistema ecléctico, que consistía en utilizar el céntimo para tomar agua sola, y el doble agua con anises. De tal suerte nos llega al alma todo cuanto al agua se refiere, que todos nuestros sentidos se avivan hablando de ella, y que por ella somos pensadores sutiles.

Y hasta aquí sólo se ha hablado de la manera vulgar de beber, manera propia de gente nueva, que tiene en poco aprecio las tradiciones, y que desconoce el mar de fondo que hay en el asunto. Un hijo legítimo de Granada no se contenta con llamar al primer aguador que pasa: le busca él, yendo a donde sepa lo que bebe. Hay aficionados al agua de Alfacar, a la de las fuentes de la Salud o de la Culebra, a la del Carmen de la Fuente y hasta a la de los pozos del barrio de San Lázaro; pero los grandes grupos, como quien dice los partidos de gobierno, son alhambristas y avellanistas. Las personas débiles, viejos prematuros y niñas cloróticas, así como los «enfermos de conveniencia», beben el agua fortaleciente del Avellano. Refuerzan temporalmente este grupo los que beben después de comer y temen los recrudecimientos que suele producir el agua de la Alhambra; los melindrosos, en cuanto llega a sus oídos la noticia, falsa casi siempre, de que en los aljibes de la Alhambra se ha encontrado el cadáver de algún ser humano, canino o felino, y, por último, los aficionados a llevar la contraria. Por donde se viene a afirmar indirectamente, como es cierto con entera certeza, que la mayoría es partidaria del agua fresca y clara de la Alhambra. Y no dejaré de citar a: los degenerados, a los que alteran la pureza del agua con «yelo», con refinado o con licores, ni a los devotos de la sangría, ni a los más granadinos de todos los que beben agua al fiado.

Casi todo lo que tenemos en casa se encuentra en cualquier punto de Europa. ¿Cómo no?, que dicen nuestros hermanos de la América del Sur, si mucho lo hemos copiado nosotros. Pero aún nos queda algo, que es nuestro solo. Yo conozco a un granadino que, vaso tras vaso, ha hecho en un aguaducho «una caña» de doscientos reales; ese hombre oceánico está pidiendo que le inmortalice una pluma como la que fijó para eterna memoria los rasgos del dómine Cabra. Alguien aconsejaría a tan aguanoso y desocupado personaje que se encaminara a la Fuente Nueva o a la del Avellano, a cualquier rico venero, para saciar su sed sin entramparse; pero alguien es un cualquiera que, si por acaso va a misa, sabe qué cura la dice más corta para perder menos tiempo, mientras que el deudor de los doscientos reales -que acaso sean ya cuatrocientos- y de los dos mil quinientos vasos -que en la segunda hipótesis serán cinco mil- es un borracho de ideal, que de fijo va a misa y prefiere la misa mayor; necesita echar un rato de palique con la limpia y guapa aguadora, y meditar delante de un vaso de agua: es la creación secular de una ciudad cruzada por dos ríos; es un río hecho hombre.




ArribaAbajo- IV -

Luz y sombra


Si desde estas alturas en que vivo se tiende la vista hacia el ecuador, se observa que conforme el calor y la luz van aumentando, las ciudades se van apiñando, y en cada ciudad las calles se van haciendo más estrechas; llega un momento en que ya no pueden estrecharse más, y la ciudad se disuelve; estamos en el desierto solitario o en los bosques habitados por los salvajes en cabañas dispersas. Las ciudades del Norte de Rusia, de Finlandia, de Suecia o de Noruega, necesitan antes que nada buscar sol, luz, porque son ciudades de invierno: por esto sus calles tienen que ser anchísimas, tanto más anchas cuanto los edificios son más altos, para que los unos no reciban sombra de los otros. A primera vista, parecería mejor acercarlos mucho para que estuvieran más abrigados; pero de hecho resulta que el mejor abrigo es el aire. Dentro de las casas el hombre se defiende contra el frío, y vive como en una estufa; fuera de ellas, no pudiendo defenderse por completo, busca en el aire frío y en la nieve su defensa más segura, y no va en coches cerrados, sino en trineos. El día que yo llegué a San Petersburgo la temperatura era de 15 grados bajo cero, y la nieve caía con furia, y a pesar de mi falta de costumbre, pasé el día corriendo en trineo por toda la ciudad sin que el frío me molestara. Las bofetadas de aire y los azotazos de nieve me mantuvieron en constante reacción. Si hubiera ido en coche cerrado, es probable que hubiera cogido una pulmonía.

Las ciudades de la costa, desde Noruega a Flandes, sufren más de la lluvia que del frío. En algún punto de Noruega los caballos se espantan cuando ven a un hombre sin paraguas: lo toman sin duda por un ser monstruoso y maléfico. Desde que se llega a la Flandes francesa, yendo hacia el Norte, empieza a notarse el cambio en la construcción de edificios: los techos cónicos, muy puntiagudos para que escurra el agua; los pisos habitables montados sobre uno o dos subterráneos para defenderse de la humedad, y las calles ensanchándose a medida que el sol alumbra menos.

En las ciudades meridionales las casas se acercan, se juntan, hasta besarse los aleros de sus tejados. Sobra luz, sobra sol, y el aire caliente agosta a las personas como a las plantas: hay, pues, que buscar sombra y frescura. Y si el calor es tan fuerte que no hay medio de luchar contra él, el hombre se coloca bajo la Protección de la naturaleza: se defiende con los árboles, ya en la ciudad, ya fuera de la ciudad.

Todos estos hechos son muy conocidos; pero se los olvida en los momentos en que sería más oportuno recordarlos. Granada es una ciudad de sombra: a pesar de su exposición y de la proximidad de la Sierra Nevada, que producen grandes irregularidades climatológicas, su carácter es el de una ciudad meridional; su estructura antigua, que es la lógica, obedece a la necesidad de quebrar la fuerza excesiva del sol y de la luz, de detener las corrientes de viento cálido: por eso sus calles son estrechas e irregulares, no anchas ni rectas. Y, sin embargo, la aspiración constante es tener calles rectas y anchas, porque así las tienen «los otros». Mucho que no se nos ocurra desear abrigos y gorros de pieles, como los que llevan las gentes de por acá.

Hay días del año en que es peligroso cruzar la Carrera de Genil desde el Campillo a la Puerta Real: todo el mundo echa por las callejuelas de la espalda. Transformemos éstas en otra calle ancha, y tendremos que ir por la calle de Navas; demos a esta calle la anchura de la plaza del Carmen hasta unir esta plata con la de los Campos, y será preciso dar la vuelta por la calle de la Colcha. Habrá tres «grandes arterias» para incomunicar dos extremos de la población. No es esto decir que no podamos tener calles anchas y plazas anchísimas: ahí están el Salón, la Carrera y el Triunfo, sino que el ensanche de una calle o plaza exige un abundantísimo arbolado. Uno de los parajes más pintorescos de Granada es la parte descubierta del Darro: si para facilitar la circulación se continuara la bóveda hasta el extremo de la Carrera, se causarían muchos daños sin ninguna seria compensación. El río suple allí con ventaja la falta de árboles, y siendo grande la distancia entre las casas, el efecto es como si la calle fuera estrecha. Con el embovedado la calle sería más ancha, perdería su frescura y su gracia, vendría a ser como una prolongación de la calle de Méndez Núñez, vulgar en sí y ridícula en relación con las calles tortuosas, obscuras, que hasta ella descienden. Yo conozco muchas ciudades atravesadas por ríos grandes y pequeños: desde el Sena, el Támesis o el Sprée, hasta el humilde y sediento Manzanares; pero no he visto ríos cubiertos como nuestro aurífero Darro, y afirmo que el que concibió la idea de embovedarlo la concibió de noche: en una noche funesta para nuestra ciudad. El miedo fue siempre mal consejero, y ese embovedado fue hijo del miedo a un peligro, que no nos hemos quitado aún de encima. En todas partes se mira como un don precioso la fortuna de tener un río a mano; se le aprovecha para romper la monotonía de una ciudad: si dificulta el tráfico, se construyen puentes de trecho en trecho, cuyos pretiles son decorados gratuitamente por el comercio ambulante, en particular por las floristas; y si amenaza con sus inundaciones, se trabaja para regularizar su curso; pero la idea de tapar un río no se le ha ocurrido a nadie más que a nosotros, y se nos ha ocurrido, parecerá paradoja, por la manía de imitar, que nos consume desde hace una porción de años.

En el antiguo estado de guerra permanente, las ciudades vivían oprimidas dentro de sus murallas; en nuestro tiempo la guerra es un fenómeno pasajero, y el progreso del arte militar ha hecho inútiles esos medios de defensa, sustituídos hoy por fuertes estratégicos o por campos atrincherados; las ciudades derribaron sus viejas fortificaciones, como los guerreros soltaron sus pesadas armaduras, y nació la idea del ensanche impulsada con mayor o menor fuerza según el grado de fecundidad de las mujeres. Las primeras ciudades que pusieron la idea en ejecución, fueron las que más castigadas habían sido por la guerra. La planicie que más se presta en Europa para los ejercicios bélicos es la comprendida entre el Rhin y el Sena; apenas se da por allí un paso sin tropezar con el recuerdo de una batalla: allí dimos nosotros, entre mil, las de San Quintín y Rocroy; Europa contra Napoleón la de Waterlóo; Alemania contra Francia la de Sedán.

Mons fue en nuestro tiempo la llave de Europa; Namur nos lo tomó en persona Luis XIV, dando ocasión al buen Boileau para que compusiera una oda, que los mismos franceses citan como ejemplo de ridiculez; en Amberes sostuvimos un sitio famoso en los fastos de la guerra. Brujas, cuna del arte gótico; Gante, patria de Carlos V; Iprés, foco del jansenismo, uno de los esfuerzos más vigorosos realizados en Francia para crear la Iglesia nacional; Dismude, famoso por su excelente manteca; Audenarde, un embrión de ciudad gótica, ahogado en flor; Malinas, corte y segunda patria de la insigne Margarita de Austria, la negociadora de la paz de Cambray, hoy ciudad sacerdotal, austera, donde recuerdo haber encontrado hombres del pueblo con cara de obispos: todas estas ciudades fueron centros de guerra, y en todas ellas se nota ese primer movimiento de expansión, a veces no proseguido, para estirarse libremente después de años y siglos de postura violenta e incómoda.

Esta idea del ensanche pudo muy bien mantenerse en los límites del buen gusto, con sólo acomodarse a las condiciones de cada una de las ciudades que se trataba de ensanchar; pero no tardó en complicarse con otra idea nueva, que para abreviar bautizaré con el nombre de americanismo. Los colonos que iban a América a establecerse, podían instalarse allí sin atender a tradiciones que no existían; y como su deseo era ir de prisa, fundaron la ciudad exclusivamente útil y prosaica. A veces, una compañía de ferrocarriles crea, a modo de estaciones, núcleos de población, que en unos cuantos años, como Chicago o Minneápolis, son capitales de un millón o medio de almas. Más bien que capitales son aglomeraciones de «buildings», o estaciones de ferrocarril prolongadas en todos sentidos. Esta ramplonería arquitectónica vino a Europa de rechazo y fue del gusto de los hombres de negocios, de los mangoneadores de terrenos y solares, y de los fabricantes de casas baratas; cundió el amor a la línea recta, y llegó el momento de que los hombres no pudieran dormir tranquilos mientras su calle no estuviera tirada a cordel. Donde las condiciones de las ciudades exigían estos ensanches, la sacrificada fue la estética, y donde los ensanches no estaban justificados, se procuró al mismo tiempo afear las poblaciones y hacerlas inhabitables. En el momento actual existe en Europa una fuerte reacción contra el mal gusto, y todas las ciudades que tienen tradiciones artísticas se esfuerzan por mil medios para sostenerlas y no caer en el montón anónimo. En España estamos aún con la piqueta al hombro, y si los municipios tuvieran fondos bastantes para pagar las expropiaciones, habría que dormir al raso. Madrid tuvo sus ensanches, y Barcelona el suyo, y Valencia y Bilbao... ¿Quién no? Y lo curioso es la sinceridad con que muchos creen que la cosa es digna de admiración. Yo he ido a Málaga, y un hijo de la ciudad me ha llevado, antes que a ninguna parte, a ver la calle de Larios. Cuando lo que es tan vulgar nos parece tan extraño, ¿qué prueba más clara de que no está en armonía con nuestro modo de ser?

A Granada llegó la epidemia del ensanche, y como no había razón para que nos ensancháramos, porque teníamos nuestros ensanches naturales en el barrio de San Lázaro, Albaicín y Camino de Huétor, y más bien nos sobraba población, concebimos la idea famosa de ensancharnos por el centro y el proyecto diabólico de destruir la ciudad, para que el núcleo ideal de ella tuviera que refugiarse en Albaicín. Y con el pretexto de que al Darro se le habían «hinchado alguna vez las narices», acordamos poner sobre él una gran vía. Y la pusimos.



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