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ArribaAbajo- IX -

Parrafada filosófica ante una estación de ferrocarril


Cuando vemos pasar en larga formación muchos niños vestidos pobremente, con trajes de la misma tela y del mismo corte, iguales las gorritas, las corbatas y los zapatos, decimos: «Ahí van los niños del Hospicio». Cuando atravesamos España de Norte a Sur, desde San Sebastián a Granada, y vamos viendo una tras otra nuestras miserables estaciones de ferrocarril, cortadas todas por el mismo patrón, ocurre también decir. «¿Esto es una nación o un hospicio?» Y se nos presenta en su entera desnudez el desamparo de ideas en que vivimos.

Porque no cabe decir que eso nos ocurre por ser pobres, por habernos visto obligados a recurrir al capital extranjero, por haber tenido que aceptar esas estaciones tales como fueron ideadas en un gabinete de París o Londres por un ingeniero o arquitecto a quien esta o aquella empresa encargó los planos de tantas a cinco mil pesetas, tantas a diez mil y tantas a veinte mil. Si tuviéramos buen gusto, no nos hubieran faltado medios para transformar esos engendros de la economía en algo que estuviese acorde con nuestro espíritu local. En Francia y en Bélgica, donde también cayeron en el mismo error por falta de sentido estético, hoy han cambiado de tal modo, que al construir o reedificar una estación, confían la obra a artistas de renombre, como si se tratara, más que de una obra de utilidad, de una obra de arte. Las estaciones de ferrocarril son la entrada forzosa de las ciudades y dan la primera impresión de ellas; y una primera impresión suele ser el núcleo alrededor del cual se agrupan las impresiones sucesivas. El viajero que llega a Granada y lo primero que descubre es una estación, como otras muchas que ha visto, sin la menor huella de nuestro carácter, o de lo que él se figura que debe ser nuestro carácter, piensa en el acto que está en un pueblo donde por casualidad se encuentra la Alhambra; y como después en el interior no recibirá otras impresiones capaces de destruir esta primera, nos abandonará convencido de que somos pueblo por todos los cuatro costados. La diferencia entre pueblo y ciudad está precisamente en que la ciudad tiene espíritu, un espíritu que todo lo baña, lo modela y lo dignifica.

Los que estudian en nuestras universidades literatura general y ven desfilar ante sus ojos los nombres de tantos autores alemanes como han ilustrado la ciencia y el arte estéticos, desde que esta rama del saber formó un cuerpo de doctrina independiente, han pensado quizás que son demasiado tratadistas para un asunto de tan vago interés, en que a primera vista todo parece generalidad sin consistencia, discusión de carácter académico, fuera de los usos corrientes de la vida.

Para salir de este error y para convencerse de que las ideas no sirven sólo para componer libros, sino también para transformar las cosas reales que vemos y tocamos, basta hacer un viaje por Alemania y ver sus admirables estaciones de ferrocarril. Cada estación es una obra de arte en su género, y encaja tan admirablemente en la ciudad en que está enclavada, que se diría haber sido construida hace siglos, cuando fundaron la ciudad. La idea de estas construcciones no ha salido de un cerebro solo, sino que es la obra común de una nación. Y mientras en otros países el ferrocarril es algo, aquí no es nada. ¿Qué valor ideal tiene un tren para que se lo considere como algo independiente del resto de las cosas, para que se lo mire como un elemento extraño en nuestras costumbres? Es un coche grande que anda deprisa; no tiene derecho a imponernos un nuevo tipo de arquitectura prosaica; debe someterse: si la ciudad es gótica, que la estación de ferrocarril sea gótica; y si es morisca, morisca.

De las estaciones alemanas, las mejores son las más pequeñas, aquellas en que ha sido más fácil dominar los materiales de construcción; pero aun en las estaciones monumentales, como las de Colonia, Hannover o Berlín, en las que el hierro es el material dominante, hay siempre rasgos de buen gusto que las apartan de caer en lo exclusivamente utilitario. En el centro de Berlín, a dos pasos de la grandiosa y a la vez pintoresca avenida Unter den Linden, está la estación de Friedrichstrasse, que lejos de ser una mancha que desentone del conjunto, como suelen serlo muchas estaciones intraurbanas, es una «nota de color», si se me permite emplear el modernismo. Entremos en una de las «stubes» de la Cervecería de los Franciscanos -una galería larga y achatada, con cristalería de colores-, y mientras pasan retemblando sobre nuestras cabezas un sin fin de trenes, tomemos un jarro de cerveza según las reglas del arte alemán, con la calma que inspira una decoración de viejo carácter. Nos invaden sentimientos conciliadores.

Ningún pueblo es más acreedor que el nuestro a que le doren la píldora, esto es, a que le doren el ferrocarril. Carecemos del genio mecánico, y se nos hace muy cuesta arriba tragar los adelantos materiales. No se olvide que si hay muchos que piden ferrocarriles, porque ya no pueden pasar sin ellos teniéndolos los demás, hay aún algunos que se complacen en apedrear los trenes; y aunque a éstos les llamamos cafres, sabemos que son nuestros compatriotas. Pero dudo mucho que a ninguno de los que están llamados a entender en el asunto se le haya ocurrido la idea de intervenir; hemos tomado el ferrocarril como nos lo han traído, sin hacer la más ligera observación, y lo tenemos en la misma forma en que lo podrían tener al otro lado del Estrecho.

No es la pobreza la causa de éste y otros muchos abandonos. Sin dinero, debiéndolo todo en las tiendas, hay mujeres y hombres que salen a la calle hechos unos pimpollos. La causa, ya antigua, de nuestros males, es la falta de cabeza allí donde debe de estar la cabeza. Con la mejor compañía de cómicos se representa muy mal una comedia si no se distribuyen bien los papeles. Un tipo de los más perniciosos que pueden existir en una sociedad es «el hombre de conocimientos generales», eufemismo con que se encubren la osadía y la ignorancia, y a ese tipo están confiados en España todos los negocios públicos. Un buen médico, un excelente farmacéutico, un notable matemático, hasta un abogado que estudie a conciencia las leyes, están incapacitados de hecho: son especialistas, hombres técnicos, que no pueden «abrazar en su totalidad los arduos y complejos problemas de la política y de la administración». Para abrazarlos se necesita tener una cultura más general. Y a falta de hombres que posean realmente esta cultura -contados son en España los gobernantes que la poseen-, vienen a ocupar el hueco los que tienen traza de listos y parecen capaces de dominar toda clase de cuestiones, aunque por el momento las desconozcan.

Este tipo lo encuentro yo por primera vez en nuestro período de decadencia, en las postrimerías de la casa de Austria. Un historiador que nos ha juzgado con justicia severa e imparcial, Lord Macaulay, le retrata con exactitud: ignorante y vano, indolente y orgulloso, viendo hundirse su nación y creyendo detener el derrumbamiento con una mirada despreciativa y altanera. Nuestra decadencia era irremediable, porque habíamos abarcado mucho más de lo que nuestras fuerzas nos permitían; pero no hubiera sido tan completa, si en vez de hombres decorativos hubiéramos puesto al frente de los negocios hombres de valor real, que, a no dudarlo, los teníamos. Con nuestro torpe sistema conseguimos, es verdad, que pasara a la historia la altanería castellana, de que tanto se ha abusado después; pero esa altanería era ya la contrahecha, sinónima de hinchazón, no la legítima, la altivez noble, brava y audaz de los conquistadores.

Y parece que estamos condenados a padecer eternamente bajo el poder de los hombres decorativos: era natural que al quedarnos arruinados desapareciera la especie; pero, según hemos visto, no ha hecho más que transformarse: ahora es el que, no pudiendo pasar de aprendiz en ningún oficio, se declara maestro en el arte de gobernar; es el que, demasiado ignorante para desempeñar cargos pequeños, «está indicado por la opinión» para los altos cargos; es el alto funcionario que, con la frente preñada de conceptos brillantes, se encierra en su gabinete para resolverlos «arduos problemas»; y si le vemos por el ojo de la cerradura, está entretenido en hacer pajaritas de papel.

La conclusión de esta plática: ¿es que debemos empuñar la trompa épica y tocar un himno revolucionario? De ningún modo. El hombre de las ideas generales se multiplica en el agua turbia. Cuando un labrador ve sus campos llenos de mala hierba, no la quita a cañonazos; lo que hace es llamar a los escardadores.

La estación de ferrocarril es el símbolo de nuestra incapacidad política y administrativa; pero en esa y otras muchas cosas, debe consolarnos la idea de que están hechas para que duren poco: tienen su plazo de vida marcado por los constructores, y cuando hay error aún salimos gananciosos. Hay muchas estaciones que no podrán tirar hasta el día en que los ferrocarriles pasen a manos del Estado, aunque el propósito fuera que tiraran. Lo interesante, pues, es tener ideas y colocarlas en donde deben estar, en los sitios más altos; que la inteligencia no viva subyugada por la petulancia de los audaces, y pueda lentamente transformar las cosas a medida que las cosas lo vayan permitiendo.




ArribaAbajo- X -

El constructor espiritual


Sin contar los estilos importados de fuera y modificados según las exigencias locales, cada país tiene un estilo arquitectónico propio que se descubre en las construcciones pobres, en que lo natural está poco transformado por el arte. Para penetrar en el pensamiento íntimo de una ciudad, no hay camino mejor que la observación de sus creaciones espontáneas; porque en las adaptaciones de lo extraño a lo local, el espíritu trabaja sobre un tema forzado y no puede levantar el vuelo. Y la creación más espontánea he notado constantemente que es la más económica. Lo costoso es lo enemigo de lo bello, porque lo costoso es lo artificial de la vida: en un país donde abundan los naranjos, una casita blanca en medio de un naranjal, sirviendo de contraste, es una obra artística; traslademos este cuadro a un clima del Norte, y hagámosle vivir dentro de una inmensa estufa, y lo bello se transformará en caprichosoante la idea de que no es ya la Naturaleza la que obra, sino el bolsillo. Una obra que a primera vista revela lo excesivo de su coste, nos produce una sensación penosa, porque nos parece que se ha querido comprar nuestra admiración, sobornarnos. El esfuerzo material debe quedar siempre anulado por la concepción artística, y para conseguirlo en las obras de mucho aliento, es necesario que éstas estén espiritualmente emparentadas con las pobres y humildes que nacen del natural sin violencia, y que por esto son en cada pueblo las más típicas.

Lo típico es lo primitivo, es lo primero que los hombres crean al posesionarse del medio en que viven; y lo primero debe ser y es lo que exige menos gasto de fuerzas. En un país llano y lluvioso como Flandes, nada más sencillo para disfrutar de medios fáciles de comunicación que cubrirlo todo con una espesa red de canales; y surge la ciudad acuática, no al modo de Venecia, sino descolorida y melancólica, como envuelta en gasas de tenue neblina. Esa misma llanura del suelo les permite tener caminos más cómodos para andar por ellos que nuestras mejores calles; y como el transporte no exige el empleo de grandes fuerzas, viene otro rasgo típico: el carricoche o carretón tirado por perros. El tráfico menudo dentro de las ciudades y entre éstas y los campos corre a cargo de los utilísimos perros, que con el hábito llegan a adquirir energías sorprendentes. ¡Cuántas veces he visto tres o cuatro perros uncidos, tirando de una familia numerosa y tan repleta de carnes, que de ella sacaríamos en España dos familias de buen ver! Si de las planicies lluviosas pasamos a las planicies nevadas del Norte de Rusia, ya no hay que hacer caminos: todo es camino; y aparece el trineo, que en substancia se reduce a una banqueta colocada sobre dos largos patines: aquí no sirve el perro; pero está el caballito tártaro, que no corre, sino que vuela, sin que lo fustiguen jamás. Todo es trineo: el que ha de transportar algo no lo lleva a cuestas; lo coloca en un trineo de mano, y en cuanto llega a una pendiente, se monta encima y se deja ir: la montaña rusa. En cuanto a las construcciones arquitectónicas, como lo que más se cría es madera, lo característico es desde luego la casita de madera, encaramada sobre la roca viva o sobre muros hechos imitándola.

La naturaleza dotó nuestro suelo con espléndida vegetación, y nuestro primer movimiento fue aprovecharla, y nació lo que es típico en nuestra arquitectura: el enlace de las construcciones con las flores y las plantas. Muchos pensarán que una huerta, un ventorrillo, una casería o un carmen, no contienen en sí los elementos de un estilo arquitectónico bien definido, puesto que en cuanto construcciones son casas que poco o nada difieren de las demás: que lo esencial en ellas no es un rasgo artístico, sino algo que crea el ambiente y que no tiene nada que ver con la arquitectura. Sin embargo, es tan decisiva la influencia de la construcción, que si en una huerta o un carmen se edificara un palacio, todos estarían conformes en decir que aquello era un palacio, que ya no era una huerta ni un carmen. Porque idealmente concebimos la relación permanente que, según nuestro carácter, debe guardar la obra del hombre con el medio; y esta relación es la clave de nuestro arte arquitectónico y de nuestro arte general. Nosotros, en arquitectura, comenzamos por reconocer que no es posible luchar contra la realidad; que por muy alto que lleguemos, nos quedaremos siempre muy por bajo de lo que nuestro suelo y nuestro cielo nos ofrecen. Artistas de más imaginación que nosotros, los árabes, no lucharon tampoco frente a frente, sino que lucharon escondidos en sus casas y crearon una arquitectura de interior. Así, pues, nos sometemos, y en este acto de sumisión está el alma de nuestro arte. Nuestra huerta es la huerta humilde; nuestra casería es tan sobria y adusta como los cigarrales de Toledo; nuestro carmen es una paloma escondida en un bosque, para emplear la frase consagrada por los poetas; y la casa de la ciudad, nuestra antigua casa, no era casa de apariencias, de mucha fachada y poco fondo: era casa de patio. El arranque decorativo más audaz que registran las historias es la reja, la ventana o el balcón adornados con tiestos de flores. Esa mujer que riega sus macetas a la ventana, ese hombre que arroja brochazos de cal a las paredes de su casuca, hacen más por nuestro arte que el señorón adinerado que manda construir un palacio en que se combinan estilos estudiados en los libros y que nada nos dicen, porque hablan una lengua extraña que nosotros no comprendemos.

En muchas exposiciones extranjeras he encontrado cuadros que me han hecho pensar sin vacilación: esto es de Granada. No porque reconociera el lugar representado por el artista, pues a veces, los artistas descubren rincones ignorados o ven las cosas desde puntos de observación originales que las transforman, sino porque en aquellos cuadros leía yo de corrido, como en un libro nuevo de un autor de quien ya conociera todas las obras publicadas. Y, en efecto, he buscado los catálogos y he visto que eran cosas de Granada; y lo que he encontrado con más frecuencia -aparte de las reproducciones de la Alhambra, a las que aquí no me refiero-, son calles estrechas, quebradas; las casas de planta baja con parral a la puerta, con enredaderas en la ventana, con tiestos en el balcón, y entre ellas blancos tapiales por los que rebosa la verdura. Un extranjero descubre el carácter de los países que visita, y da lecciones de buen gusto a las gentes del país; un extranjero que fije su residencia en Granada, habitará en un carmen o en una casa que tenga algo de carmen.

Yo no comprendo cómo la casa de pisos ha podido sentar sus reales en nuestra ciudad; cómo la portería ha matado el patio andaluz; cómo las salas bajas se han transformado en portales de comercio menudo, obligando a los ciudadanos a pasar los meses de calor en los pisos altos, en ropas menores. La culpa no es de los arquitectos, que en nuestra época, más que hombres de ciencia o de arte, son acomodadores. El problema que se les obliga a resolver no es estético, ni siquiera higiénico; se les pide que construyan casas que cuesten poco y que den mucha renta, y para ello no hay otro recurso que encasillar muchas personas en muy poco terreno. Y lo peor no es lo que se ve, sino lo que se prevé que ha de ocurrir; porque, marchando contra la evidencia, nuestra sociedad ha condenado ya al desprecio la casa antigua, libre y autónoma, y ha decidido que lo elegante sea el piso a la moderna. Y este resultado se percibe a las claras que es debido a la lima sorda de las mujeres.

Nuestras mujeres piensan demasiado en casarse, y creen que para simplificar el casamiento hay que prescindir de la casa y atenerse al piso: una casa exige muchos trastos, es cosa formal; y hoy todo debe hacerse a la ligera, provisionalmente. Bello es, sin duda, que una mujer se resigne por amor a vivir en una buhardilla; pero la belleza está en la resignación, en que su idea es más alta que la realidad; mientras que ahora no ocurre eso, sino que la mujer, perdiendo su antigua concepción de la vida familiar, recortándose como la figurita de un cromo, considera el «pisito» como su «bello ideal», y se hunde en los abismos de lo ridículo hablando de ensueños de amor, cuyo marco invariable es la «casa de muñeca», donde el alma está encogida por el sentimiento de lo pequeño y de lo artificioso. Si se deja la casa por el piso, el casamiento se convierte en «pisamiento», en aglomeración de cosas y personas que se atropellan por falta de espacio; la variedad de las actitudes desaparece, y no hay medio de conservarles su gravedad ni su nobleza. He notado que todas las mujeres que se acercan a abrir la puerta de un piso, toman momentáneamente el aire de criadas. Aunque se tenga un exquisito gusto artístico y se atesore una rica colección de objetos de arte, el conjunto produce la impresión de un baratillo, porque se nota a seguida que falta la unidad; que el recipiente, el edificio, es de estructura prosaica.

En las casas antiguas una mujer es una galería de mujeres: cuando está en las salas bajas, recuerda los tiempos en que la reja era reina y señora de nuestras costumbres; en los patios, meciéndose en el balancín, toma matices orientales; en los salones grandes y destartalados, parece una figura arrancada de un viejo tapiz; asomada a lo alto de una torre, trae a la memoria la época de los castillos y las castellanas. Y nosotros, que tenemos en las venas sangre de árabes, de polígamos, nos forjamos la ilusión de que una mujer es un harén, y vivimos, si no felices, muy cerca de la felicidad.

Mediten las mujeres.




ArribaAbajo- XI -

Monumentos


Por todas partes por donde he ido he notado que las iglesias muy chicas están empotradas entre edificios muy altos, y que las iglesias muy altas surgen en medio de casas muy chicas. ¿Cómo es que lo grande engendra lo pequeño, y lo pequeño lo grande? La catedral de Amberes, que es de las mayores y de las mejores, está rodeada de un cinturón de casas pobres, de fachada puntiaguda, de esas que llaman de piñón o españolas, porque recuerdan nuestra época; por un lado tiene una plaza muy espaciosa, donde está la estatua de Rubens, y por otro una plazoleta, donde está el pozo del herrero-pintor Quintín Matsys: si se la mira desde la estatua de Rubens, parece bella y gran diosa; y si se la mira desde el pozo de Matsys, parece infinita, asusta. Los monumentos góticos hay que mirarlos desde muy cerca de la base, porque sus líneas se unen siempre en un punto ideal del espacio, y los del Renacimiento a gran distancia, para abarcar toda la amplitud de sus proporciones. Así, nuestra catedral, mirada de frente, exige que nos pongamos a distancia, y pierde gran parte de su majestad porque su ángulo más macizo está enclavado en la parte más estrecha: el Pie de la Torre; en cambio, la fachada de la Capilla Real, cuyo estilo es más delicado y de remates más finos, está favorecida por lo estrecho y umbroso del paraje. La idea de dar vista por medio de los ensanches a los grandes monumentos debe, pues, subordinarse al conocimiento de la perspectiva, porque a veces lo pequeño es punto de apoyo para apreciar lo grande: de apoyo material si se compara la desproporción de los tamaños, y de apoyo moral cuando se piensa que en casas miserables, donde los hombres tenían que encogerse para no tocar en el techo, se fraguó la idea de construcciones que aun hoy nos asombran por lo audaces. Y digo esto, porque he visto funcionar empresas que se proponían librar iglesias y catedrales de la vecindad de casas pobres, con fines aparentemente piadosos y en el fondo utilitarios; que cuando un negociante se disfraza con el manto de la piedad, es más temible que un cañón Krupp. Otra cosa he notado: que de los monumentos antiguos, algunos quedaban sin acabar, y que los modernos todos están acabados: se nota la influencia de la Economía, de la Hacienda y del arte de fraguar presupuestos. ¿Qué es mejor? ¿Que el ideal marche libre y desembarazado y se quede a veces a mitad de camino, o que se subordine a un presupuesto riguroso? Yo he resuelto la cuestión de la siguiente manera. Acompañando un día a un artista que visitaba Bruselas, nos detuvimos ante la iglesia de Santa Gudula y nos lamentamos de que tan bella obra hubiese quedado sin concluir, sin torres, desmochada; yo, sin embargo, hice la salvedad de que, habiendo tantas obras concluidas en el mundo, una sin acabar tenía ya, por esto solo, cierta gracia, aparte del mérito de revelarnos cómo se puede pecar por exceso de fe en las propias fuerzas, en vez de pecar, como hoy pecamos, por no acometer más que trabajos menudos, reservando siempre nuestras mejores energías para algo indefinido que no acaba nunca de llegar. Algún tiempo después, en un día de espesísima niebla, pasé por el mismo sitio y vi ahora la iglesia acabada, como sin duda la idearon, con sus agujas invisibles en el aire, envueltas en un manto gris, que con naturalísima delicadeza cubría los desmoches y desvanecía aquellas líneas duras en que la obra material declaraba su impotencia para subir más alto. ¿Qué importa lo material, que al fin ha de morir? Basta que por un fragmento nos dejen adivinar toda la obra. La esencia del verdadero arte se afirma con más fuerza cuando subsiste en las ruinas de la obra y se agarra desesperadamente al último sillar que formó parte del monumento; a la última estrofa, mutilada, que se salvó al perecer el poema; a un pedazo de lienzo que se libró al destruirse el cuadro. ¡Cuán diferente el arte de nuestros días, arte de coleccionistas y de baratilleros! ¿Veis ese palacio que dicen es un prodigio de arte? Sacad de él los tapices, los bronces y los cuadros; levantad cuatro tabiques, y tenéis una casa de huéspedes.

He notado también que de los edificios monumentales, los antiguos son: una iglesia, un convento, una casa comunal o una lúgubre prisión, donde se conservan piadosamente viejos instrumentos de tortura; y los modernos son: un banco, una cárcel modelo, un cuartel o un tribunal de justicia. La lucha sigue; pero el centro de gravedad de la especie humana se ha bajado desde la cabeza hasta el vientre. Por todas partes se nota que los pueblos estiman a sus hombres, no por lo que han sido, sino por lo que han representado; de donde resulta que las estatuas de hombres contemporáneos representan héroes de la organización y de la fuerza, mientras que las estatuas de hombres antiguos representan héroes de la ciencia o del arte. Las ideas vienen antes que la fuerza; pero la fuerza se deja ver antes que las ideas. Para que un pueblo conozca lo que un organizador o un guerrero han representado, no se necesita que transcurra mucho tiempo; y para que aprecie lo que representaron los hombres de ideas, han de pasar varios siglos. Existe, pues, una perspectiva para la ejecución técnica de las obras de arte, y otra perspectiva para su composición; y esta última no está en los libros ni en la percepción, sino que es obra del tiempo, en el cual la fuerza va hundiéndose y la idea levantándose. En la historia de Alemania, para poner un ejemplo, hay dos períodos idealmente distintos: el primero, el de la Reforma, fue el que constituyó el reino de Prusia; el segundo, el de la Filosofía, que arranca de Kant, y el del arte, coronado por Goethe, es el que ha traído el Imperio. Y mientras en este segundo período no se ha pasado aún de la glorificación de la fuerza, de los monumentos a las victorias, en el primero, ya definitivamente cerrado, todo aparece fundido y formando un cuerpo armónico. El monumento que más ha interesado, entre tantos como hay en Berlín, es el consagrado a la Reforma, en Neuer Markt: es de proporciones modestas, y siendo obra exclusivamente alemana por su concepción, tiene más alcance que el aparatoso cuadro de Kaulbach, La Reforma, donde la figura de Lutero se sale de quicio. En el arte, lo lógico es siempre muy superior a lo alegórico. El monumento de Neuer Markt es lógico; es la evolución natural de una idea, y pudiera decirse de todas las ideas, en el pueblo alemán, donde nada se improvisa, donde todo tiene su origen inmediato o lejano en la Escuela: en primer término, a ambos lados de la Escalinata, los paladines Utrich de Hutten y Franz de Sickingen; en las gradas bajas del pedestal, los teólogos Jonas y Krugigen, Spalatin y Reuchlin, apechugados sobre sus libros, con caras de viejas comadres que se comunican sus secretos; luego, a ambos lados, de pie, Melanchton y Bogenhagen, la idea levantándose, la exégesis tomando vuelos imaginativos; y en lo alto del pedestal, la figura arrogante, orgullosa, de Lutero. Nuestras ideas no evolucionan así; nuestros héroes deben estar siempre en lo alto de una columna con los ojos vendados.

Yo creo que no debían erigirse monumentos más que para conmemorar lo que los siglos nos muestran como digno de conmemoración; las improvisaciones son funestas en la estatuaria, y en España lo son mucho más, porque somos poco aficionados a rendir homenaje a nuestros hombres; y cuando nos decidimos a hacerlo, elegimos, por falta de costumbre, lo primero que cae a mano. Hace algún tiempo, nuestro crítico Balart se quejaba de que mientras Madrid no había dedicado una estatua a Quevedo o a Lope, tuviese la suya un general, autor de un proyecto de reformas. Y por todas partes la historia se repite. En Francia, donde son muy dados al abuso de las estatuas, ha nacido el remedio de esta grave dolencia. En vez de decidir sobre el cadáver aún caliente de un hombre ilustre, si éste debe pasar o no ala posteridad, confía el juicio definitivo a las generaciones venideras, y se limitan a erigirle un sencillo busto, que sea, si así es de justicia, el germen de la estatua futura. He aquí algo digno de imitación. Si en nuestras plazas y jardines públicos consagráramos estos humildes recuerdos a los hombres que en la política, la administración, el arte, la enseñanza o la industria han trabajado en bien de Granada, contribuiríamos mucho a desarrollar los sentimientos de gratitud y solidaridad que tan desmedrados viven en nosotros. La misma modestia del homenaje permitiría tributarlo a los hombres más útiles para la prosperidad de las ciudades, a los que trabajan sin ruido y sin aparato y tienen más mérito que fama.

El embellecimiento de Granada no exige muchos monumentos, porque tenemos ya un gran renombre adquirido en todo el mundo con nuestra Alhambra; lo que sí pide es que se rompa la monotonía de la ciudad moderna, y se procure que haya diversos núcleos, cada uno con su carácter. Así como los hombres nos esforzamos por crearnos una personalidad para no parecer todos cortados por la misma tijera, así las plazas, calles o paseos de una ciudad deben adquirir un aire propio dentro de la unidad del espíritu local y para dar a éste mayor fuerza. Y esto sólo se consigue con los pequeños medios: la concesión de primas a los que construyan edificios de estilo local, que hay reconocido interés porque no desaparezca; los concursos de ventanas y balcones en tiempo de festejos, para hermosear las fachadas y para despertar la afición a la floricultura; la conservación de las fiestas populares; las reproducciones en tamaño natural de edificios notables con motivo de exposiciones o ferial, como las nuestras del Corpus. Son innumerables los medios a que recurren todas las ciudades de Europa, que tienen tradiciones artísticas, para embellecer y para no caer en la monotonía y apocamiento de los pueblos adocenados, donde la vida, que ya es de por sí bastante triste, se hace angustiosa, insoportable e infecunda.

En cuanto a nuestro carácter monumental, dudo que pueda ser nunca otro que el arábigo, no porque sea nuestro, sino porque está encima de nosotros y fuera de nosotros. De la Alhambra pudiera decirse que está en toda Europa y fuera de Europa. Son muchas las ciudades, y entre ellas algunas de las que se acercan al Polo Norte, donde existe algo que lleva el nombre y es imitación mejor o peor entendida de la Alhambra; y este algo es un teatro de género ligero, una sociedad coreográfica, un café cantante, cosa artística desde luego, pero en que lo esencial son los descotes y las pantorrillas. La idea universal es que la Alhambra es un edén, un Alcázar vaporoso, donde se vive en fiesta perpetua. ¿Cómo hacer ver que ese Alcázar recibió su primer impulso de la fe, siempre respetable, aunque no se comulgue en ella, y fue teatro de grandes amarguras, de las amarguras de una dominación agonizante? El destino de lo grande es ser mal comprendido: todavía hay quien al visitar la Alhambra cree sentir los halagos y arrullos de la sensualidad, y no siente la profunda tristeza que emana de un palacio desierto, abandonado de sus moradores, aprisionado en los hilos impalpables que teje el espíritu de la destrucción, esa araña invisible cuyas patas son sueños.




Arriba- XII -

Lo eterno femenino


Para terminar esta conversación excesivamente larga que he sostenido con mis lectores, y considerando que hasta aquí todo ha sido retazos y cabos sueltos, y que no estará de más defender alguna tesis substanciosa, voy a sentar una que formularé al modo escolástico en los términos siguientes: «Supuesto que somos pobres y que no podemos adornar nuestra ciudad con monumentos de gran valor artístico, y supuesto que tenemos unas mujeres que son monumentos vivos, cuya construcción nos sale casi de balde, ¿no habría medio de dar suelta a estas mujeres, de desparramarlas por toda la población, para que ellas, con su presencia, nos la engalanaran y embellecieran?»

Caminando hacia el Norte se nota un fenómeno curioso: las ciudades cada vez van siendo más tristes y cada vez van pareciendo más alegres. ¿Cómo se explica que aquí en el extremo Norte, entre nieves y nieblas, con vegetación casi moribunda, la ciudad parezca más animada que ahí en Andalucía, donde la luz entra a raudales, los árboles alegran y los pájaros cantan? Es que aquí hay mujeres, es decir, están en todas partes las mujeres; no ya en el café o el restaurant, o en el comercio de poca importancia, haciendo asomadas y sin atreverse a tomar posesión definitiva de su puesto en la sociedad, sino en todas partes, por derecho propio, como los hombres. A cualquier hora del día o de la noche entran y salen, van y vienen solas o con compañía. En la Universidad hay matriculadas más alumnas que alumnos, y por calles y paseos se ven bandadas de muchachas con sus libros bajo el brazo, que en unión de sus compañeros van a sus clases o vienen de ellas; hay licenciadas y doctoras en todas las profesiones; todo el comercio de mostrador está en poder de las mujeres; están en Correos, Aduanas, Bancos y escritorios; hay barberías femeninas. En suma, el sexo es un accidente que no influye más que en el vestir y en la elección de algunos oficios que por su naturaleza exigen, ya la delicadeza de la mujer, ya la fuerza del hombre. Hasta tal punto llega la despreocupación en esta materia, que existen tipos sociales para nosotros inconcebibles. En España un hombre soltero que quiere establecerse en casa propia, tiene que casarse; aquí puede encontrar fácilmente una mujer joven, entre los quince y veinte años, si así lo desea, de educación esmerada, que le dirija la casa, y viva en ella bajo el mismo pie que una vieja ama de llaves, sin escándalo de la moral ni mucho menos. -Cuando yo llegué a Helsingfors después de un largo viaje, lo primero que se me ocurrió fue tomar un baño. Fuí a un establecimiento, que resultó estar servido por muchachas muy puestas de uniforme. Una de ellas me cogió por su cuenta: me desnudó, me llevó a una pila de mármol, y como si fuera un niño recién nacido, en el estado más natural que puedan concebir mis lectores, me enjabonó, lavó y fregó de pies la cabeza, sin omitir detalle; luego me hizo pasar por una serie de duchas frías y calientes; me frotó y me hizo entrar en reacción, y me ayudó a vestir. No se podía pedir más. ¿Que esto es inmoral y hasta indecoroso? Yo digo que no me lo parece, visto de cerca. Estas jóvenes lavan a un hombre como las de ahí lavan unos calzoncillos, sólo con un poco de más tiento. Es un oficio como otro cualquiera, que por ser propio de mujeres, por exigir más minuciosidad y delicadeza, se ha reservado al sexo femenino. En substancia, que muchas mujeres ganan en él el pan de cada día, y que la gente anda muy aseada. Desde luego me hago cargo de la diferencia de climas; de que aquí nieva durante ocho meses, y se suele disfrutar hasta de 30 grados bajo cero. No he de proponer que se adopte tan interesante sistema. También las amas de llaves o «hushällerskas» demasiado jóvenes, me parecen peligrosas para nuestras costumbres, en las que el respeto a la mujer está aún en mantillas. Aquí la misma libertad, la facilidad de la seducción, impide que haya seductores; y si los hay, la sociedad se ceba en ellos con furia, no los aplaude ni «les ríe la gracia». Donde no hay cerrojos que quebrantar, ni balcones que escalar, ni terceras personas que sobornar, ni vigilancia que burlar, no puede vivir Don Juan Tenorio.

Si he de ser franco, como me gusta serlo, he de confesar que ninguna faena de las que corren a cargo de las mujeres me entusiasman en cuanto a la ejecución, hasta el punto de pedir la supresión absoluta del hombre: poco más o menos, las cosas resultan hechas igual. Lo que a mí me gusta y me interesa es que las mujeres se muestren, bullan por las tiendas y por toda la ciudad, sirvan de contrapeso al hombre y contribuyan a formar la vida íntegramente humana, tan diferente de la vida de cuartel, para hombres solos, que nosotros sin percibirlo arrastramos. Porque no basta que la mujer salga a paseo, y se mueva como quien no va a hacer nada, como quien no tiene el hábito de andar siquiera; la mujer debe también andar por algo e ir a alguna parte, como los hombres. Los andares de una sola mujer son bellos, aunque parezcan de sentido utilitario; en particular los andares de nuestras mujeres, que tienen fama universal. Aparte los términos taurinos, las dos palabras españolas que yo he encontrado sin traducir en diversas lenguas son «pronunciamiento» y «meneo», que no tienen equivalente, y que quizás en el fondo sean una sola. Pero el movimiento de una ciudad en conjunto no es bello, sino a condición de que vaya encaminado en direcciones finales. Por esto un desfile de «paseantes que pasean» es aburridísimo.

Al llegar a este punto, algún estadista serio me interrumpirá exclamando: «¡Pero usted se ha propuesto divertirse a costa de los problemas sociales! ¿Conque un asunto tan grave y transcendental como el de los derechos de la mujer, a su juicio se reduce a que haya movimiento, y a que éste sea más o menos animado? ¿No le ha interesado que los derechos civiles de la mujer sean iguales a los del hombre, hallarla dignificada por el saber y emancipada por un régimen liberal y justo? Estas cuestiones hay que «plantearlas en el terreno de los principios», y no tomarlas a chacota.»

Sin duda parecerá que mi serio interruptor, que por la traza es «hombre de conocimientos generales», está en lo firme. Pero no olvidemos que ese estadista y otros de su calaña, discutiendo todo lo discutible, han mantenido a España lo que va de siglo en período constituyente, y aún no han constituido nada que inspire un saludable y definitivo respeto. En España no se debe plantear nada en el terreno de los principios, porque el arte oratorio está muy desarrollado, y no se acaba nunca de hablar. Hay que irse al bulto. Si se plantea la cuestión de los derechos de la mujer, pasaremos un siglo discutiendo; se meterá la cizaña en la familia, y no se sacará nada en limpio. Y las pobres muchachas, que seducidas por el ruido sonoro de las palabras «emancipación», «dignificación», «igualdad de derechos», se declaren oradoras y propagandistas, no conseguirán más que ponerse en ridículo e incapacitarse para contraer matrimonio.

Con mi sistema no hay discusión posible. Existe un hecho evidente para todo el que tenga ojos en la cara: que la vida de las ciudades es más bella cuando la mujer acompaña al hombre en todos sus quehaceres, que cuando las mujeres están encerradas en casa y los hombres solos en las oficinas o comercios o industrias o en la calle. Falta sólo buscar el medio de que las mujeres se muestren, entren y salgan, vayan y vengan, puesto que no basta hacer las cosas por capricho, sino que hay que hacerlas por alguna razón que justifique este cambio en las costumbres y arranque poco a poco al hombre la llave con que aprisiona a la mujer y a la sociedad la ligereza con que le mancha la reputación, por apariencias engañosas o por hacerle pagar cara su libertad.

En primer término, deben separarse en grupo distinto las mujeres casadas, que no deben disfrutar de las libertades generales sino en cuanto lo consienta la conservación de la familia, de la vieja familia. Esta no debe ser tan mala, cuando todas las mujeres aspiran a formar una; y yo opino que si por ministerio de la ley se asegurara a todas las jóvenes un esposo medianamente trabajador y no excesivamente feo, ninguna hubiera pensado en la emancipación. Donde, como aquí, la mujer tiene, como el hombre, medios públicos y legítimos de vivir independiente, la soltera, cuando llega la hora de casarse, abandona el puesto a otra y se constituye en familia, en iguales condiciones que si hubiera estado encerrada siempre en su casa. Las mujeres que no se han casado todavía y las que no quieren o no pueden ya casarse, son las que necesitan moverse con entera libertad para vivir honestamente de su trabajo. El centro de la vida de la mujer no debe ser la esperanza del matrimonio; no debe pasar su juventud con esa sola idea, y el resto de la vida, si no se casa, en la inacción. El sentimiento cristiano es que tenga su fin en sí misma, y que lo cumpla sola o acompañada. Otras veces el convento era un competidor de los enamorados, y había aquello de quedarse para vestir imágenes; pero hoy creo que no hay ya bastantes imágenes.

Lo difícil es dar el primer paso. En casi todas las naciones latinas se ha comenzado por colocar a las mujeres en lugares equívocos, allí donde la desmoralización es más probable y el descrédito cosa segura. Esto es peor que no hacer nada. La fortaleza inexpugnable de estas mujeres del Norte, es el mostrador: todo comercio, de cualquier artículo de que trate, que exija tienda abierta, está en manos femeninas, y en manos no mucho más hábiles que las de nuestras mujeres. Hay más instrucción, sin duda; pero es más de superficie que de fondo. A primera vista, se creería que una muchacha que por setenta y cinco o cien pesetas al mes dirige la venta de un mostrador y lleva la contabilidad y la correspondencia en varios idiomas, revela dotes poco comunes en las españolas; pero el estudio más penoso, el de las lenguas, es aquí cosa muy al alcance de todo el mundo, por hablarse muchas corrientemente: el sueco, el finlandés y el ruso, tienen carácter oficial; aquí todo es trilingüe, y el alemán y el francés están muy generalizados. Así, pues, separada la cultura que da de sí el medio social, todo se reduce a ciertas nociones técnicas que no exigen grandes desvelos, y a la práctica que da la misma profesión. Sin necesidad de someterse a una instrucción artificial e inútil, inspirándose más en la voluntad que en los libros, nuestras mujeres podrían abrirse ancho campo en el comercio y conseguir su positiva independencia.

Todo esto sonará a prosa en muchos oídos que oyen todavía con agrado las alabanzas del amor caballeresco; pero no se olvide que ese amor ha pasado a la historia, y que ya no hay caballeros andantes y casi podría decirse que ni caballeros parados. El hombre de nuestro tiempo no merece, ni por sus cualidades ni por sus acciones, que la mujer continúe en el encantamiento en que vive, en el cual, a falta de pensamientos altos, se convierte en ridículo muñeco. No se hable de la poesía, del recogimiento y del recato, ni se intente entonar la eterna canción de que nuestra proverbial galantería se opone a que el ídolo se manche en vulgares faenas: en el fondo de esos lugares comunes, lo que se oculta es el desprecio de la mujer, es la desconfianza en su honestidad. Donde la mujer es dueña de su destino, cuando ocurre que es víctima de un engaño, se considera el hecho como un accidente, y se continúa respetándola; mientras que nosotros creeríamos que eso era lo natural, y daríamos una vuelta más a la llave. Prosaico nos parecerá que las jóvenes hagan su aprendizaje en un oficio o en una profesión, y se preparen a vivir por cuenta propia, sin esperarlo todo del hombre; pero hay en ese movimiento una promesa de poesía futura: la de la mujer con voluntad, con experiencia, con iniciativa, con espíritu personal, suyo, formado por su legítimo esfuerzo.





Helsingfors; 14 a 27 de Febrero de 1896.