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Hacia una estética del realismo en España en la segunda mitad del siglo XIX

Yvan Lissorgues





En la historia de la Estética en general y en particular de la Estética del realismo, son determinantes los primeros años de la década de los ochenta. Entonces es cuando se produce una inflexión marcada por la superación de una concepción del arte deducida de unas categorías derivadas del idealismo hegeliano o de un idealismo paseísta informado por la idea de religación divina o de una vaga mezcla de estos dos idealismos en un eclecticismo, tal vez procedente de Cousin, como sugiere Menéndez Pelayo1. A partir de los años ochenta o de algunos años antes, lo que poco a poco se construye es una nueva mirada sobre las cosas, el mundo, el hombre..., debida a la recepción en España de nuevas corrientes derivadas de la ciencia moderna, del positivismo, del cientificismo; baste decir, en este planteamiento introductorio de la cuestión, que la asimilación de las teorías de Darwin (cuyas obras se traducen a partir de 1876), provoca una verdadera revolución mental ante una visión antropológica que sorprende en un primer momento y después seduce o escandaliza. Después, a lo largo de lo que queda de siglo, todas estas influencias procedentes en su mayoría de Francia, se decantan y se asimilan cuando parecen asimilables y enriquecen en sumo grado, y como nunca, la cultura nacional. El campo literario es tributario de esta renovación científica, filosófica y cultural. La compleja conjunción de influencias exteriores y de orientaciones nacionales y sobre todo la emergencia de una élite intelectual culta y con disposiciones artísticas, entre la cual destacan los que van animados por un progresismo dinámico y altruista, vitalizado en gran parte por unos valores interiorizados derivados del krausismo, todo hace que el fin de siglo vea surgir una edad de oro de las letras, en la que la novela es el género hegemónico. Es la época, según el marbete ahora reconocido y bien asentado, del gran realismo del siglo XIX, representación más cumplida de una estética del realismo.

Son, pues, estos tres aspectos los que merecen detenido estudio.

Primero, como lenta bisagra de un tiempo a otro, es preciso caracterizar brevemente este periodo de transición, en torno a 1880.

Brevemente también hay que evocar la estética idealista de los primeros decenios del medio siglo, particularmente la que pasa de Hegel y Krause a las dos primeras generaciones krausistas, pues mantiene una presencia activa, difusa pero profunda en la tercera generación a la que pertenecen los destacados intelectuales, creadores y críticos, agentes activos del gran realismo.

Todo lo cual encamina al estudio detallado de una estética realista viva, esto es en acción, deducida de las obras, obras maestras algunas, y del discurso sobre la novela.


En torno a los años ochenta: una revolución cultural

Dicha revolución, y no vacilo en emplear la palabra, es debida ante todo a la entrada en España del moderno pensamiento europeo, sobre todo francés, pero no debe olvidarse que el terreno está ya bien preparado para tal recepción por la maduración de unas conquistas intelectuales emergidas de la efervescencia del fracasado sexenio revolucionario, de las cuales destaca el enorme paso adelante que es el libre examen, que hace volar en muchas mentes más o menos jóvenes los petrificados principios dogmáticos de una educación tradicional. Sobre este punto me limito a remitir al vigoroso y dinámico artículo de Clarín, publicado en 1880, titulado «El libre examen y nuestra literatura presente»2.

Resumiendo lo que por sí solo merecería un estudio de gran envergadura que aquí no viene al caso, diré que empiezan a apasionar en España ramos de una ciencia en plena expansión en Europa, como la psicología, la fisiología, la psicofisiología, la medicina, las ciencias naturales, la ciencia histórica y su nueva aproximación epistemológica, las nuevas filosofías positivistas, materialistas e incluso espiritualistas, el evolucionismo, el transformismo y hasta el esbozo de una mal llamada ciencia literaria, el naturalismo. En breve, un babélico remolino de ideas nuevas envuelve a España. Se hacen familiares, gracias a la prensa, a los debates del Ateneo, a publicaciones diversas, a polémicas abiertas, unos nombres ya famosos en el ámbito europeo, Claude Bernard, Wundt, Charcot, Renan, Lavisse, Strauss, Comte, Proudon, Marx, Zola, Flaubert, Dickens, y paro de citar, no sin antes evocar a Taine, admirado por Menéndez Pelayo3, a pesar de su positivismo, y cuya influencia sobre los críticos y los novelistas del gran realismo, desde Emilia Pardo Bazán a Clarín, es evidente y confesada. Un sinnúmero de nombres de científicos, filósofos y literatos extranjeros esmaltan los artículos de Clarín, Altamira, Palacio Valdés, Pompeyo Gener y otros muchos, así como los libros de Giner de los Ríos, de Menéndez Pelayo que empieza a preparar su Historia de la ideas estéticas, y de otros muchos. Algunos estudiosos empiezan a especializarse en las nuevas ciencias: González Serrano en psicología, Simarro Lacabra en psicofisiología4, y, en medicina, José Miguel Guardia (naturalizado francés), los doctores Vilanova y otros muchos. Lo dicho, por muy breve que sea, pretende dar idea de lo que puede llamarse revolución cultural de los años ochenta, y que puede explicarse por una voluntad nacional, aunque no unánime, sintetizada, por ejemplo, por la casi proclama de 1879 de Clarín: «El verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro propio suelo y en estudiar cuidadosamente para asimilarlo cuanto fuera se produce que merece la pena de verlo y aprenderlo»5.

En el campo literario, los años de 1880 a 1884 son el momento del gran debate en torno a la doctrina naturalista de Zola y sobre todo, 1881 es la fecha de publicación de La desheredada de Galdós, verdadero pórtico del arte nuevo de hacer novelas que abre el periodo del gran realismo español del siglo XIX, cuya estética es objeto privilegiado del presente estudio.

Para hacer resaltar el nuevo giro del pensamiento y la nueva orientación estética que se inicia durante aquellos pocos años, es útil echar una mirada a los años anteriores desde, digamos, 1860. Más aún porque algunos principios y algunas orientaciones estético-éticas han arraigado en la conciencia profunda de algunos intelectuales que pertenecen a lo que López-Morillas llama «la tercera generación krausista».




1860-1880: una estética idealista

En el campo de la estética pura, es decir algo desligada de la realidad literaria del periodo (como siempre en la primera mitad el siglo), domina el idealismo alemán, derivado del progresismo idealista de Hegel y vitalizado en España por la estética de Krause6. Es una concepción homogénea, casi un sistema, cuyo horizonte definido es la belleza absoluta del Ser supremo, de la cual se deduce la eterna oposición entre lo relativo y lo absoluto, lo finito y lo infinito. Bien mirado, es un sistema estructuralmente parecido al que defiende Menéndez Pelayo, fundamentado en la ontológica presencia de Dios como explicación de todo lo creado y como pauta absoluta de lo bello.

Por lo que hace a la estética de Krause y a sus divulgadores españoles, Sanz del Río, Francisco Giner y su hermano Hermenegildo, Francisco Fernández y González, Francisco de Paula Canalejas, se podría remitir al excelente libro antológico de Juan López-Morillas, Krausismo: Estética y Literatura7. Es preciso, sin embargo, poner de realce algunos criterios y principios, juicios y orientaciones, que van a conservar cierta vigencia en las ulteriores evoluciones o a aparecer como contrarias y hasta opuestas a ellas.

Contraria al gran movimiento de ideas procedentes de Europa y particularmente de Francia que se manifiesta a partir de los años ochenta, como se ha dicho, es la superficial y fuerte galofobia de que hace muestra el joven Giner en 18628 y que, añadida a una encomiástica exaltación de la literatura nacional, hace curiosamente, del joven krausista, un precursor de las finalmente más matizadas posiciones defendidas por Menéndez Pelayo en su monumental Historia de las ideas estéticas. Afortunadamente, Giner sabrá unas décadas después adaptarse a los nuevos tiempos; a él se le debe, por ejemplo, la introducción en España de las obras más notables del psicofisiólogo y filósofo Wilhelm Wundt9.

Benéfico para las letras es la unánime estimación de la literatura, considerada como la más excelsa de las manifestaciones del espíritu humano, hasta, según el joven Clarín, como la medida del progreso intelectual: «La Ilíada, la Divina Comedia, el Quijote y el Fausto son la medida del progreso de nuestras más altas facultades»10. Giner dedica varias páginas de su artículo de 1862, «Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura moderna», a demostrar la superioridad de la literatura sobre la historia11. Esta sacralización de la literatura, que es general por parte de los profesores krausistas, puede que influya en el público, pero no cabe duda que deja rastro profundo en los estudiantes de la Central como después en los alumnos de la Institución Libre de Enseñanza. Pero se equivoca algún tanto Giner al proclamar la superioridad de la poesía lírica y al pensar, con Francisco de Paula Canalejas, que el teatro será, escribe Giner, la «épica viviente y último término de una literatura»12 y Canalejas a su vez ve en el drama «el género armónico por excelencia, cuyo esplendor futuro es previsible»13. Bien sabido es que el teatro no sale en lo que va de siglo del acostumbrado convencionalismo y de una frivolidad muy del gusto de un público que no va a las funciones para pensar. Vanos resultan los esfuerzos de Galdós y Clarín para una renovación teatral que oriente el género hacia una dramaturgia más en consonancia con la vida, es decir hacia una estética realista parecida a la que sigue la novela. Echegaray y los demás dramaturgos no se atreven a novedades que no serían entendidas y siguen ofreciendo al público lo que le gusta, única manera para ellos de posible éxito y fama.

Fernández y González, por su parte, explica en sus clases y en sus publicaciones su alta concepción del arte, siguiendo la estética de Krause y sobre todo la de Vischer14. Para él el arte y, desde luego también el arte literario, es superior a todo, incluso a la naturaleza. De la antinomia entre «preferir lo vivo a lo pintado» y el juicio popular «esta flor es tan bella que parece pintada», él opta por el buen sentido del pueblo, que ve inconscientemente lo bello como depuración e idealización de lo real. Para Fernández y González, todo pasa como si existiera una belleza superior, una rosa sublime, a la que solo el artista pudiera acercar la rosa concreta que toma como modelo15. Esta concepción ideal de una belleza absoluta es, en suma, un sistema estético idealista que se da como horizonte comparativo ante el cual deben comparecer los elementos concretos o figurados de aquí abajo, sean seres vivos o cosas de la naturaleza. Sólo por deducción, puede afirmarse que tal cosa es bella y tal otra fea. Es importante subrayar tan estimable concepción porque la estética realista, por lo menos la que domina en el gran realismo, va a invertir los valores al hacer que la naturaleza, pongo por caso, acceda, tal como se ofrece a la mirada, a la representación artística. Para los realistas, la belleza se crea dando forma adecuada a lo real, sin pensar en un modelo sublime; para ellos, lo bello se induce, no se deduce.

Pero ya por aquellos años anteriores a 1880, algunos espíritus rebeldes, como los jóvenes Leopoldo Alas, Armando Palacio Valdés y el menos joven Galdós, propugnan en la estela dinámica del sexenio, un arte que sin dejar de ser arte sea también útil, un arte docente. Recuérdese la rotunda observación de Clarín, surgida al notar el relativo éxito de las primeras novelas de Galdós, Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), La familia de León Rock (1878), Marianela (1878): «Es la novela el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la cultura común, el germen fecundo de la vida contemporánea»16. Concepción a la cual se opone Manuel de la Revilla por los mismos años, abogando por la fórmula del «arte por el arte», y aduciendo que es inútil utilizar el arte para enseñar pues «nunca enseña tan bien como la ciencia»17. Y añade que «El fin docente o transcendental de la obra poética siempre ha de ser secundario y subordinado al puramente artístico»18.

Más allá de la defensa de la pureza estética, lo que está cuestionando Revilla, es el uso de la literatura para la lucha de ideas. «Hoy todo libro ha de ser de combate», proclama Clarín ante la batalla de ideas que, Galdós por un lado, y Pereda y Alarcón por el otro, se libran por novelas interpuestas19. A las obras del primero citadas atrás responden El escándalo (1874), El niño de la bola (1880), de Alarcón, y de Pereda, El buey suelto (1879), De tal palo tal astilla (1879), Don Gonzalo González de la Gonzalera (1880). En estas novelas tanto las de Galdós, como las de los novelistas del bando opuesto, aunque el efecto de realidad garantice credibilidad artística, la idea previa que informa la representación aparece como transcendental y se impone sobre la forma, por muy verosímilmente realista que sea. Son novelas de tesis, más que novelas realistas. Es decir que, según la atinada fórmula de López-Morillas, la novela de aquella época es idealista por su intención y realista por sus medios»20.

Hasta 1881, hasta la publicación de La desheredada, el idealismo prevalece como voluntad de encauzar la idea en una realidad identificable como tal en su representación artística.

La novela de tesis, en la óptica del realismo, es un callejón sin salida.

El impacto de la revolución cultural de los primeros años de la década de los ochenta, la asimilación a partir de las novelas de Zola, de las de Balzac, de Dickens, de Flaubert, los debates en torno a la teoría naturalista del autor de L'Assommoir (1877)21, todo contribuye a que salga, por fin, en España, una obra, La desheredada, que pueda en un principio satisfacer las aspiraciones a un realismo de fondo y forma.

Así pues, todo lo dicho hasta ahora, es nada más que una contextualización necesaria para comprender la emergencia de una estética realmente realista, si tal es que pueda haber una estética plenamente realista.

Pero, la cuestión de una estética de la novela realista española es mucho más delicada de lo que puede parecer a primera vista, pues la más genuina singularidad de dicha estética es su carácter imperfecto, es decir, perfectible y en constante evolución. El realismo español aparece como una progresiva conquista, cuya plenitud se patentiza en obras maestras como La desheredada (1881), La Regenta (1884-1885), Fortunata y Jacinta (1887), Los Pazos de Ulloa (1887), Peñas arriba (1895). Ya en 1889, Realidad parece indicar que soplan otros vientos. La «novela novelesca», o sea la novela psicológica, según el modelo iniciado y cultivado por Bourget y Albert Prevost, que se da como un correctivo del naturalismo, es objeto de un debate a partir de 189122. Por otra parte, los valores espirituales, por varios motivos, sociales ante todo, y bajo influencias diversas, como la del Tolstoi de los Evangelios, cobran cada vez más densidad conforme se acerca el fin de siglo. Nazarín (1895), Halma (1895), Misericordia (1897) y también Su único hijo (1891), como La fe (1890) de Palacio Valdés, patentizan el giro: la realidad representada va movida por el soplo espiritual encarnado en un personaje que cobra de nuevo el status de héroe. De nuevo la idea aparece como superior a los seres y a las cosas y como posible elemento redentor de una realidad degradada.

Es decir, que sólo durante una década larga funciona, elaborándose, una verdadera estética realista.




Hacia una estética realista

A partir del momento en que se impone la idea de que la realidad natural, social y humana puede y debe ser materia novelable, se generan unas ideas acerca de cómo puede ser la novela obra artística. A partir de entonces se abre un amplio debate que no cesa y cuya base es un consenso sobre un realismo aceptado por todos los escritores como la fórmula artística de la época y sobre la novela como género adaptado a dicha fórmula. Basta citar algunas de las múltiples y perentorias afirmaciones de acatamiento a la realidad, como la siguiente de Valera y no por nada cito primero a Valera:

«En cierto sentido no es posible componer una buena novela sin que sea naturalista; esto es sin que imite o reproduzca fielmente la naturaleza»23.



o la bien conocida de Clarín:

«La realidad es lo infinito, y las combinaciones de cualidades a que lo infinito puede dar existencia ofrecen superiores bellezas a cuanto quepa que sueñe la fantasía e inspire el deseo»24.



o la de Pereda:

«Retratista yo, aunque indigno, y esclavo de la verdad, al pintar las costumbres de la Montaña las copié del natural»25.



Por supuesto que sería necesario colocar cada una de estas citas en el contexto de la concepción de cada autor. En efecto, el debate sobre la estética es siempre estéticamente impuro, por decirlo así, pues trae a colación la historia, la ideología, la moral, la filosofía. Y es natural que así sea, pues tratándose de la estética de la representación de la problemática realidad social y humana, la percepción de esta misma realidad interviene necesariamente en la concepción de la obra artística.

Es más; la estética del realismo, de cualquier realismo (tanto el gran realismo del siglo XIX, como el realismo social de los años 1960) está justificada por un imperativo ético que dimana de la conciencia de que se vive un momento histórico en el que el hombre hace, puede hacer o debe hacer la historia o por lo menos que puede influir en ella y por tanto que va movido por certidumbres. Largo desarrollo necesitaría este punto, pero nos alejaría de lo que interesa aquí; no debe olvidarse sin embargo que aun cuando no pueda hablarse de arte docente, por no ser visible la voluntad de docencia, la estética del realismo, por más pura que quiera ser, no se aparta nunca totalmente de un compromiso ético26.

Veamos, que ya es tiempo, lo que es esta estética del realismo, lo más pura que quiere ser. Se articula, a mi modo de ver, en torno a una serie de criterios que pueden agruparse en tres orientaciones:

  • Conocer la realidad para mejor representarla (imperativo ético).
  • Respetar la realidad.
  • La verdad ante todo. Lo bello y lo feo.
  • El problema de la impersonalidad del artista.



Conocer la realidad para mejor representarla

La primera condición para que la naturaleza, la sociedad y el hombre contemporáneos sean materia novelable, como proclama Galdós en 1897 en su discurso de recepción en la Real Academia27, es que el novelista sea, como el pintor, un observador atento y enterado de la sociedad, del hombre y de la naturaleza. Los cuadernos de encuesta de Zola que consignan las investigaciones realizadas en el terreno antes de redactar la obra de arte que es la novela, constituyen, según Henri Mitterand el mejor documento antropológico de la época28. Tres semanas vive Zola entre los mineros de Anzin antes de escribir Germinal, y cuando escribe La bestia humana, ya ha viajado en una locomotora de París a Le Havre. Galdós, confiesa que antes de plasmar el medio en que se sumerge Misericordia, tuvo que «emplear largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios de Sur de Madrid»29. Es indudable que cuando escribe La desheredada ya ha transitado por ese «Madrid fétido» de que habla Clarín en su reseña de la novela30, como conoce por haberlo estudiado el Madrid de la clase media de los comercios pintado en Fortunata y Jacinta o, en la misma novela, las casas de vecindad de la calle de Mira el Río donde se aloja el proletariado pobre. Clarín tiene la suerte de conocer y dominar perfectamente el mundo de Oviedo para dar vida a una Vetusta que le es familiar. Pereda, se ha dicho, confiesa que pinta del natural las costumbres de su tierra. La lección de Taine, sintetizada en la célebre fórmula de «raza, medio, tiempo», se ha hecho sustrato fundamental en la conciencia de todos los artistas de la palabra o del pincel. Hasta doña Emilia Pardo Bazán se revela adepta del positivista Taine, como demuestra Marisa Sotelo en su artículo «Fundamentos estéticos de la crítica literaria de Emilia Pardo Bazán»31, que, con más tiempo merecería citarse.

Según Clarín y doña Emilia y también Galdós, sin confesarlo éste, el novelista debe estar al tanto de todos los adelantos científicos y filosóficos que, como se ha dicho, entran en España por los años ochenta. No puede representar bien la sociedad si desconoce la sociología moderna, ni la naturaleza si ignora las ciencias naturales, ni sobre todo el hombre si hace caso omiso de la psicología, que tanto ayuda a la veracidad de la elaboración del personaje literario. Me limitaré a un ejemplo paradigmático que bien conozco el de Clarín que sin ser psicólogo declarado como González Serrano, se interesa siempre por la «ciencia del alma»; En su obra narrativa y en sus artículos alude a un sinnúmero de especialistas de la ciencia del hombre, desde los más famosos hasta los menos favorecidos por la notoriedad. Varios estudiosos han dicho que Leopoldo Alas es el novelista español del gran realismo más dotado de simpatía introspectiva, el que más que otros bucea con tino en «los interiores ahumados». Efectivamente, pocos personajes literarios tienen la compleja densidad de Ana Ozores y Fermín de Pas que pueden competir en verdad humana con los de Flaubert, de Tolstoi y por supuesto de Zola. La cuestión insoluble que se plantea es cómo y hasta qué punto sus conocimientos de las recientes aportaciones de la ciencia psicológica han influido en sus propias creaciones de «personajes de papel» tan vivos como seres reales (tal vez más, pues son más «espectacularmente» legibles). De todas formas, el artista realista debe saber y saber cada vez más, si no sus obras no pasarán de ser superficiales y la superficialidad, aunque amena, carece de dignidad realista. Es este el principal reproche que el crítico Clarín le hace a su amigo Armando Palacio Valdés32.

Ninguna ciencia humana puede serle extraña al novelista si quiere acercase a la complejidad y aun al misterio de la realidad; es la primera condición para manifestarle respeto.

La segunda es buscar los medios más adecuados para representarla con fidelidad.




Respetar la realidad, único objeto del arte

El ideal estético del realismo lo sintetiza Clarín en 1885, en su estudio crítico de Lo prohibido de Galdós:

«Especial misión del artista literario [...] es este trabajo de reflejar la vida, sin abstracción, no levantando un palmo de la realidad, sino pintando su imagen como la pinta la superficie de un lago tranquilo»33.



Excusado es decir que se trata de un ideal, de la sublimada expresión de un deseo estético que prescinde de la complejidad del objeto pintado y presupone una absoluta objetividad de quien lo pinta. Es evidente, incluso para quien lo expresa, que es un deseo imposible. Tomémoslo como expresión del deseo de elaborar una estética de la representación que permita restituir lo más fielmente que se pueda la realidad imitada.

A esta concepción ideal, casi teórica, se opone la de Valera, para quien lo real sólo proporciona datos y material para la elaboración de una obra que sea, gracias a la imaginación y al talento, la redención artística de la realidad. «El arte -escribe el autor de Pepita Jiménez- y singularmente el arte de la palabra imita la naturaleza y representa lo real como medio. Su fin es la creación de la belleza»34. En el prólogo a Pepita Jiménez es más explícito aún:

«Una novela bonita debe ser poesía y no historia; esto es, debe pintar las cosas no como son, sino más bellas de lo que son, iluminándolas con luz que tenga cierto hechizo»35.



Nótese que Valera dice «más bellas de lo que son» y no «mejores de lo que son», pues el idealismo estético, si así puede llamarse la concepción de este autor, y el idealismo filosófico son dos perspectivas distintas.

Al parecer, pues, hay insoslayable distancia entre una concepción, como la de Valera y la de los estéticos krausistas, que ponen el arte por encima de la realidad y conceden al sujeto una libre y total superioridad y otra, la de los realistas que han asimilado los adelantos asimilables por ellos de la pura estética del naturalismo francés. De hecho, a las alturas de la década de los ochenta, la antinomia es tal vez más ideológica, si puede emplearse la palabra, que meramente estética y veremos que, aparte algunas fuertes discrepancias acerca de lo bello y lo vulgar, la constante preocupación artística y la lucidez crítica de los autores realistas, incluso los más adictos, como Clarín y tal vez Galdós, a las aportaciones naturalistas, hacen que las posiciones sobre la impersonalidad o sobre la ilusión de realidad no estén tan alejadas como podrían dejar suponer las declaraciones recíprocas.

Hay que ver, pues, los varios imperativos a que debe someterse el artista de la transparencia para acercar su arte al ideal de pintar las cosas «como las pinta la superficie de un lago tranquilo», o mejor dicho, examinemos con qué problemas tiene que enfrentarse y qué dificultades tiene que vencer el novelista realista.

Por lo que se refiere al lenguaje, seguimos a Sergio Beser cuando escribe que:

«Uno de los problemas más importantes con que tuvo que enfrentarse la novela española realista fue la creación de un lenguaje adaptado para la que era su intención primera: la transformación de la vida cotidiana en una realidad literaria autónoma»36.



La tradición literaria española, lejana o inmediata, no puede proporcionar ejemplos que seguir y el lenguaje que domina «lo han hecho -escribe Clarín- los oradores políticos, los académicos y los poetas gárrulos»37. La primera creación progresiva de los novelistas realistas es la de un lenguaje natural, sencillo y a la vez rico y flexible, no sólo «para decir las cosas como son», sino para expresar por «primera vez muchas ideas, relaciones y aspectos de la vida que por mucho tiempo no se creyeron materia novelable»38. Teóricamente, tiene razón Altamira cuando afirma que el realismo «hace hablar a sus personajes como aquellos de carne y hueso de que son reflejos»39, pero bien saben los novelista que no es tan fácil, pues en caso contrario no confesaría Galdós en 1882 que «una de las mayores dificultades con que tropieza la novela en España consiste en lo poco hecho y trabajado que está el lenguaje literario para reproducir los matices de la conversación corriente»40, y no tendría que alabar a Pereda por haber sabido, en El sabor de la tierruca, introducir el lenguaje popular en el lenguaje literario «fundiéndolo con arte y conciliando formas que nuestros retóricos más eminentes consideraban incompatibles»41. Es decir que si es necesario que el personaje hable en un estilo que le es propio, según su clase, su educación y su temperamento, no puede reproducirse el lenguaje realmente natural, que, según Valera, «sería inaguantable», sin la conveniente depuración «para buscar y hallar la verdad estética que no es lo mismo que la verdad real y grosera»42. Clarín, por su parte, no dice otra cosa cuando aconseja en 1882 que se estudie «asiduamente, con inteligencia y ardor el punto de intersección en que comuniquen el habla común, espontáneo, natural y las formas literarias de las que no es posible prescindir tampoco en libro que aspire a vivir algún tiempo»43.

La estética realista del siglo XIX no se ha librado aún de cierta clásica concepción de la belleza, pero ha dado un paso decisivo adelante en dirección a la superación de los niveles estilísticos tan bien estudiados por Auerbach44: el lenguaje de la Sanguijuelera (La desheredada) y del moro Mordejai (Misericordia) no es burlesco, es meramente el que corresponde al carácter y status de un personaje que, tal como es, accede a la representación artística. Lo que no hace Galdós, escribe Clarín, en La desheredada o en Misericordia es «manchar las páginas de su libro con palabras indecorosas»45. Sólo andando el tiempo, podrán escribirse novelas como El Jarama, pongo por caso.

Por lo que hace al lenguaje interior, el que se usa en monólogos y de manera más ambigua en el indirecto libre (que los novelistas de la época llaman «estilo latente») Galdós y Clarín, después de Flaubert y Zola, saben encontrar el ritmo más o menos dislocados que es reflejo inteligible de «lo más indeciso del alma, lo más inefable a veces»46. Pero Clarín sabe muy bien que el lenguaje que, en tal caso, el novelista hace hablar a su personaje, no es el verdadero lenguaje interior:

«Pensamos muchas veces y en muchas cosas sin hablar interiormente, y otras veces hablándonos con tales elipsis y con tal hipérbaton que traducido en palabras exteriores este lenguaje sería ininteligible para los demás»47.



Intuye Clarín lo que será la estética de Joyce.

Hay otro aspecto importante relacionado con el lenguaje, el del estilo que, a pesar de ser uno de los más inefables por ser obra del genio, si sólo aceptamos definirlo como el feliz encuentro de una conciencia con su escritura, es uno de los más fáciles de caracterizar teóricamente según la preceptiva realista. Al respecto el estudio teórico de mayor alcance es el que hace Clarín en las serie de artículos titulada «Del estilo en la novela» (1882-1883)48 y en la que intenta definir de modo pragmático, a partir de los estilos de Balzac, Flaubert, Zola, los Goncourt, Galdós, Pereda, Valera, el estilo más adecuado a la novela moderna. El objetivo es la ilusión de realidad que debe ser lo más perfecta que se pueda para hacer que «el lector olvide el medio literario por el cual se le comunica el espectáculo de la realidad imitada»49. No le parece que el «estilo por el estilo» de Flaubert sea el más adecuado por demasiado aséptico y menos aún el «estilo artista» de los Goncourt. El estilo, en efecto, no debe ser un primor que se admire por separado y haga olvidar el asunto50. La misma crítica la formula Altamira cuando censura en los Goncourt, en la Pardo Bazán, y hasta en Zola, el afán del escritor por aparecer como un estilista, que hace que en el texto predomine «el color sobre el dibujo», cuando el elemento esencial es el dibujo51.

Para Clarín, el modelo del estilo es el de Balzac pues es el novelista que mejor consigue «humillar el estilo» y «hace olvidar al lector que hay una cosa especial que se llama estilo». El estilo «modesto», es el que huye de toda pretensión lírica o humorística, el que reprime cualquier expresión moralizadora o discursiva, es decir el «estilo que no se subleva para tiranizar el arte»52.

«El arte no está en la belleza que depende de la manera de decir, sino en la belleza de lo que se ha de decir, felizmente expresado, sin más adorno que la fidelidad, la fuerza de la exactitud»53.



Olvida Clarín o no quiere ver que el estilo más depurado no es el de Balzac, sino el de Flaubert, cuyos esfuerzos para encontrar la palabra exacta son proverbiales.

Otro precepto, es el que atañe a la composición.

Para que lo que se ha de decir esté conforme con la realidad, es preciso que el mundo imaginado siga las leyes que esa misma realidad sigue y que se atenga a sus formas54:

«Si se quiere comprender que la verdad de la narración exige no poner puertas al campo, ni desfigurar la trama de la vida con engañosas combinaciones de sucesos simétricos, de felices casualidades, entonces se admira en La desheredada la perfecta composición que da a cada suceso sus antecedentes y consecuencias naturales, pasando allí todo como en el mundo»55.



Confiesa que lo que más admira en Balzac «es esta imitación perfecta de lo que podría llamarse morfología de la vida»56. Comentando en 1891, L'Argent de Zola, indica que la principal ley del naturalismo es la composición, es lo que denomina biología artística57. Gonzalo Sobejano sintetiza en el término biomorfología la estructura de la nueva novela como reflejo formal de la realidad y precisa, tal vez para prevenir cualquier objeción de ingenuidad, que:

«Ni Zola ni Clarín ignoraban que toda novela, como obra de arte, implica una composición (el «experimento», la «perspectiva») pero su ideal era que la composición ostentase un mínimo de artificio y un máximo de reflejo»58.



La «modestia» del estilo implica la discreción del narrador y la lógica de la transparencia lleva al precepto de la impersonalidad, el más delicado y el más difícil de atender, afortunadamente para el arte.

Antes de abordar este tan interesante problema, hay que fijarse en una de las aportaciones estéticas más decisivas del realismo y del naturalismo: la representación de lo bello y de lo feo en la obra de arte.




La verdad ante todo. Lo bello y lo feo

¿Es materia novelable toda la realidad? ¿Tienen iguales derechos para acceder a la representación artística lo bello y lo feo, lo vulgar y lo sublime?

Sobre este punto capital, porque lo que está en juego es nada menos que el sentido mismo de la palabra realismo, se enfrentan dos concepciones: la de Valera y Giner por un lado y la de Galdós, Clarín, doña Emilia, Altamira, Picón, etc., por el otro. El debate puede verse como la dramatización de la lucha entre un idealismo estético, vestigio de la platónica jerarquía de los niveles artísticos, según el cual hay elementos que no pueden entrar en el campo del arte, y un realismo sin fronteras, para el que lo bello y lo feo son categorías impropias del arte moderno que sólo quiere darse como criterio el de la verdad.

El arte, escribe Giner en 1862, «exige que el objeto tenga en sí condiciones sin las cuales jamás promoverá en nosotros la pura simpatía que debe procuar»59. Para Valera, en 1860, como en 1886 y en 1897, hay dos realismos, el «buen realismo», fecundado por el ideal y el «bajo realismo», siempre ramplón y vulgar. La novela no debe ser sólo representación de la realidad, debe alzar esta realidad a un nivel más ideal. Por ejemplo, dice en 1860, que lo grisáceo y sin relieve de la clase media no permite alcanzar el nivel poético, a no ser como telón de fondo sobre el cual descuelle un héroe libre y superior al medio, héroe que dé autonomía a la novela60. En 1887, a propósito de las descripciones «ultra concienzudas» de Zola en Germinal, escribe que «no son para reír ni para producir belleza», ya que «lo feo, no sublime, no debe hacer gracia ni dar gusto en serio»61. Hay temas y personajes sólo dignos de lo cómico:

«El novelista cómico puede limitarse a pintar personajes y a narrar sucesos vulgarísimos y hasta soeces si gusta; pero ha de ser como contraste satírico de un ideal de limpieza y decente compostura, que ha de purificar o poetizar aquellos cuadros»62.



Y para justificar su punto de vista acude a la escena de Maritornes, transformada «en una sublime poesía irónica merced a los elevados sentimientos de don Quijote»63. Es que Valera no quiere o no puede superar la jerarquía de los niveles estéticos: la realidad cotidiana no puede ser objeto de representación sino bajo la forma de lo cómico o de lo grotesco64. Y recuerda él mismo como criterio de referencia, que en las literaturas antiguas:

«Para lo serio se tomaba lo bello y lo sublime aunque fuese feo; pero lo feo no sublime, sino vulgar, se quedaba para lo cómico»65.



Después de las conquistas estéticas de Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola y ante las de Zola, Galdós y Clarín, Valera (que, en 1860, prefiere a Jorge Sand) puede aparecer como un rezagado que se aferra a concepciones clásicas a las que la vida moderna ha quitado vigencia, en realidad si se resiste tanto es que desconfía de la realidad que no sea la del hombre en sí y cree en la superioridad del espíritu sobre todas las cosas. Cuando el ideal no está en el mundo representado, dice, hay que buscarlo dentro del alma; entonces, al desentrañar bellezas de lo íntimo del alma de los personajes, el novelista transforma «la ficción vulgar y prosaica en poética y nueva»66. Y podemos preguntar ¿no es ésta la poética de Nazarín y de Misericordia que escribe Galdós cuando, desconfiando de su capacidad para comprender el mundo social del fin de siglo, según confiesa en el discurso de recepción en la Academia, se orienta hacia lo esencial humano? Esto para decir, una vez más, que la concepción de la novela está en constante evolución, aunque en este caso la evolución sea una regresión respecto al punto culminante que alcanza la estética realista durante la década de los ochenta, cuando el yo creador cree poder establecer una relación armónica con la realidad externa, pues como afirma Altamira, el realismo es «la reconciliación del hombre con la existencia de aquí abajo»67. Frente a la concepción fija de Valera, el realismo decimonónico se caracteriza por un dinamismo entusiasta que en pocos años, y durante pocos años, consigue imponer como objeto del arte la realidad social y humana en toda su extensión y en todas sus potencialidades.

«El realismo como copiando la realidad toda, debe reír y llorar, con esa mezcla armónica que existe en la vida»68.



No es necesario insistir. Basta, para concluir sobre este punto, seguir a Clarín cuando dice:

«Nos lleva La desheredada a las miserables guaridas de ese pueblo que tanto tiempo se creyó indigno de figurar en obra artística alguna»69.



Pues «nada hay en la realidad que no sea asunto de novela [...], sin prescindir de ningún aspecto, sin manquedad alguna impuesta por una preocupación o un principio de esos que tiene la escuela idealista para cercenar de los objetos lo que no cuadra con sus aprensiones»70.

Más acorde con lo que pasa en la vida, aparece una nueva concepción del personaje. El héroe, el protagonista que goza de la plenitud de su libre albedrío, predilecto de Valera, no es el personaje significativo en la novela realista. El más cargado de sentido es, al contrario, el que corresponde a la ley de Quetelet, según la cual -dice Clarín- «en los fenómenos sociales hay un predominio de los casos que se acercan al término medio»71. Por eso el modelo literario del personaje lo proporciona Balzac y, por supuesto, Zola, cuando su arte llega a tanto que hace olvidar el determinismo que es base de su construcción novelesca.

Para volver y completar el tema evocado atrás de la necesaria cultura científica, literaria y filosófica del novelista para que sea un «observador ilustrado»72, conviene precisar que para los novelistas españoles del gran realismo, el arte es superior a la ciencia.

«El arte -escribe Clarín- debe ser reflejo, a su modo, de la verdad, porque es una manera irreemplazable de formar conocimiento y conciencia total del mundo bajo su aspecto especial de totalidad y sustantividad que no puede dar el estudio científico»73.



Para los novelistas españoles, que nunca aceptan la concepción positivista del mundo, la realidad es, pero es misteriosa. Así pues, frente a una realidad que oculta sus misterios, el arte es superior a la ciencia. Sólo el artista «apelando a esas facultades que se llaman intuitivas» (y Clarín es quien lo dice en el artículo escrito en vehemente defensa del naturalismo) puede ir más allá de lo positivo. Este realismo que trasciende los límites de lo científicamente conocido bien puede llamarse realismo poético. Para entender bien la realidad hay que «sentirla, amarla y casi entrar en ella»74. Y aquí asoma la subjetividad, la personalidad del artista.




El problema de la personalidad del artista

El precepto de la impersonalidad en el arte es algo parecido al deseo de pintar las cosas como las pinta la superficie de un lago tranquilo, es decir que es un deseo imposible y los autores del siglo XIX saben perfectamente a qué atenerse sobre este punto. Como novelistas han medido la necesaria implicación de su subjetividad en el proceso de re-creación imaginativa de la realidad y como críticos han reflexionado mucho sobre la relación del sujeto con el objeto. Hasta tal punto que la impersonalidad como precepto se limita para ellos a una serie de principios, por demás superfluos para una conciencia realista, como el uso de un estilo humilde, la actuación discreta de un narrador que no manifieste su presencia de manera intempestiva o la exclusión de cualquier intervención lírica o discursiva del autor. Nadie se atreve entre ellos a decir que el realismo es la reproducción fotográfica de la realidad (La metáfora de la superficie de un lago tranquilo implica por lo menos profundidad de agua...).

Todos proclaman, al contrario, que el realismo presupone la personalidad del novelista o que «la originalidad consiste en la expresión personal del mundo que nos rodea»75.

Es evidente que la mal llamada impersonalidad no es neutralidad. Aquí viene al caso el debate sobre la tesis y la tendencia en la novela. Después de 1880, nadie defiende la novela de tesis y es una superación que se debe, en gran parte, a la influencia del naturalismo. Después de La desheredada, Clarín puede escribir que «el naturalismo rechaza el arte tendencioso, [...] que falsifica la realidad, queriendo hacerle decir lo que el artista crea bueno o cierto o sabroso»76, pues se trata de reproducir la realidad «sin el subjetivo influjo de querer probar algo»77.

Pero ¿desaparece la tendencia? Nadie es tan ingenuo como para decir que sí.

Cuando afirma Zola que «la obra de arte es un trozo de vida visto por un temperamento» o cuando doña Emilia escribe que «la novela es un traslado de la vida y lo único que el autor pone en ella es su modo peculiar de ver las cosas»78, los dos confiesan que tienen conciencia de que la representación es resultado de la visión que el novelista tiene de la realidad observada. Y para que de una vez no se tilde de ingenuos a los novelistas del gran realismo, he aquí una terminante puntualización de Clarín acerca de la insoslayable implicación del yo creador en la novela:

«Tampoco puede prescindir [el novelista] de las leyes psicológicas que exigen ver siempre de un modo singular los objetos, de una manera y expresarlos con un estilo, sin que nada de esto sea tomado de lo exterior, sino formas de la personalidad. Con esta sola consideración queda destruido el argumento de la reproducción fotográfica [...]. Nadie pretende un imposible que aun sería, suponiéndolo realizable, del todo inútil. La reproducción artística requiere siempre la intervención de la finalidad del artista y de su conciencia y habilidad»79.



Además, si a Valera le basta que «lo fingido, ideal y artificioso, parezca natural sin serlo»80, para Clarín no se trata de fingir, sino de representar y el artista realista moralmente comprometido con la realidad sabe cuál es su papel y cuáles sus límites frente a la materia novelable.

«La realidad -escribe en 1890- no es cosa artística, pero desde el momento en que se imita la realidad para contemplarla, hay que tener en cuenta que se transforma en espectáculo, y entonces aparece la perspectiva (la composición en el arte), la cual, en la realidad como tal no existe, pues no se presenta sino con el espectáculo»81.






Para concluir

Todos estos imperativos de la estética realista que tienden a hacer más pura la mímesis y más perfecta la ilusión de realidad, constituyen una especie de preceptiva voluntariosa, animada por la fuerza de la convicción, por lo menos hasta la última década del siglo. La estética realista no dimana de una concepción a priori y superior del arte, como en el caso de Valera y de los krausistas, sino que es la inductiva elaboración reflexiva de una teoría pragmática de la novela más adaptada a los tiempos para la dominación literaria de la realidad. Tildar de ingenua la preceptiva realista es confesar que se desconoce una teoría que nunca se aparta de su trasfondo filosófico y metafísico de las posibilidades del conocimiento y de los límites humanos de la representación.

Dominado el discurso sobre la novela, entendida la estética del gran realismo, queda por hacer lo más importante: analizar los estilos en los mismos textos literarios, o sea comerciar con la real vida del mundo literario. Seguir, por ejemplo, al narrador de La Regenta en su incesante movimiento de distanciamiento irónico y de acercamiento empático...

Sólo entonces, se podrá hacer el balance de las decisivas aportaciones del gran realismo del siglo XIX al arte de la mímesis y subrayarse aún más los maravillosos esfuerzos para hacer de la mímesis una poiesis de la realidad.







 
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