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Acto Segundo

El Bandido

En Zaragoza

Patio en el palacio del duque de Silva. A la izquierda se ven las altas paredes del Palacio, en las que hay un balcón; bajo de él una puerta pequeña. A la derecha, y en el fondo, casas y calles. Es de noche. En las fachadas de algunos edificios hay luz en varias ventanas.



Escena Primera

D. CARLOS, D. SANCHO SÁNCHEZ DE ZÚÑIGA, conde de Monterrey; D. MATÍAS CENTURIÓN, marqués de Almunia, D. RICARDO DE ROJAS, señor de Casapalma.

Llega D. CARLOS seguido de los tres caballeros, que van con sombreros gachos y embozados en capas largas, que dejan ver por debajo las puntas de las espadas.

     D. CARLOS.- He aquí la puerta y he aquí el balcón... ¡Me hierve la sangre! ¡Hay luz en todas partes menos donde yo la espero!...

     D. SANCHO.- Señor, volviendo a ocuparnos de este traidor, ¿cómo es que lo dejasteis partir?

     D. CARLOS.- No quise prenderle.

     SANCHO.- Pues quizá era el jefe de los bandoleros.

     D. CARLOS.- Si lo era, no he visto nunca testa coronada tan altiva.

     SANCHO.- Decís que se llama...

     D. CARLOS.- No recuerdo bien... Su nombre termina en i.      SANCHO.- ¿Se llama Hernani?

     D. CARLOS.- Eso es, Hernani.

     SANCHO.- Pues él es.

     D. MATÍAS.- Es el jefe de los bandoleros.

     SANCHO.- ¿No recordáis lo que decía?

     D. CARLOS.- No podía oír bien lo que habló, oculto en aquel maldito armario.

     SANCHO.- ¿Pero cómo le soltasteis, teniéndole en vuestro poder?

     D. CARLOS.- Conde de Monterrey, no me interroguéis más. Eso no me interesa. No voy tras él, sino tras de su dama, porque estoy verdaderamente enamorado de sus hermosos ojos, que son dos espejos, dos rayos, dos soles. Del diálogo que sostuvo con ella sólo oí estas palabras: «Hasta mañana a la medianoche.» Oí lo esencial. Ahora, mientras el galán bandido se entretiene en alguna fechoría, vengo antes que él y le robo la paloma.

     D. RICARDO.- Hubiera sido, señor, la jugada completa robar la paloma y matar al buitre.

     D. CARLOS.- Excelente consejo, conde; sois muy listo.

     RICARDO.- Señor, ¿con qué título os place que yo sea conde?

     SANCHO.- Su alteza se equivocó.

     RICARDO.- No, el rey me ha nombrado conde.

     D. CARLOS.- Basta; dejé caer ese título, recogedlo y en paz.

     RICARDO.- Gracias, señor.

El rey se pasea por el fondo, mirando con impaciencia hacia las ventanas iluminadas. Los otros hablan entre sí en el proscenio.

     SANCHO. (A D. MATÍAS.)- ¡Vaya un título! Ser conde por equivocación.

     MATÍAS.- ¿Qué hará el rey de la dama cuando se apodere de ella?

     SANCHO.- La nombrará condesa, después dama de honor, y cuando tenga un hijo de ella, lo hará rey.

     MATÍAS.- ¡Rey un bastardo! Comprendo que le haga conde, pero no que pretenda sacar un rey de una condesa.

     SANCHO.- Es que la ascenderá a duquesa y a todo lo que él quiera.

     MATÍAS.- Los bastardos se reservan para los países conquistados, de los que se les nombra virreyes; para esto es para lo que sirven.

     D. CARLOS.- (Mirando con cólera las ventanas iluminadas.)- ¡Vive Dios! Que esas luces que brillan en la oscuridad me parecen ojos celosos que me están espiando. ¡Qué largos son los momentos de espera! ¡Quién pudiera acelerar las horas! ¡Maldito balcón! ¿Cuándo te iluminarás?

Sal pronto, doña Sol, a brillar como un astro en las tinieblas de la noche. (A D. RICARDO.) ¿Qué hora será?

     RICARDO.- La hora de la cita está próxima.

Se ilumina el balcón de DOÑA SOL.

     D. CARLOS.- ¡Ah! ¡Ved la luz en él! ¡Ved la sombra de la dama al través de los cristales! Voy a hacer la señal que espera; voy a dar las tres palmadas. Pero para que no se alarme viendo aquí tanta gente, retiraos a la esquina inmediata y guardarme las espaldas. Compartamos estos amoríos; la dama para mí y el bandido para vosotros.

     RICARDO.- Muchas gracias, señor.

     D. CARLOS.- Si viene a estorbarme dadle de estocadas, que mientras yo me llevaré a la dama; pero no lo matéis, que es un valiente, y no quiero cargar con el peso de la muerte de un hombre.

Los tres caballeros se inclinan y se van. D. CARLOS da tres palmadas; al sonar la última asoma DOÑA SOL al balcón, vestida de blanco y con una lámpara en la mano.



Escena II

D. CARLOS y DOÑA SOL

     SOL.- ¿Eres tú, Hernani?

     D. CARLOS.- (Me conviene no hablar.)

Vuelve a dar las tres palmadas.

     SOL.- Bajo al momento.

Cierra el balcón, y poco después abre la puerta pequeña que da a la calle, apareciendo en la escena con la lámpara y cubierta con un manto.

     ¿Hernani?

D. CARLOS se cala el sombrero y se acerca precipitadamente a ella.

     SOL. (Dejando caer la lámpara.)- ¡Dios mío! ¡No es él!

Quiere retroceder, pero el rey la detiene por el brazo.     D. CARLOS.- ¡Doña Sol!

     SOL.- ¡No es él! ¡Desdichada de mí!

     D. CARLOS.- Si esta voz no es la de tu amante, es en cambio la voz amorosa de un amante real.

     SOL.- ¡El rey!

     D. CARLOS.- Ordena, pide, manda, pondré un reino a tus pies; porque el hombre que desdeñas es el rey tu señor; es CARLOS tu esclavo.

DOÑA SOL pugna por desasirse.

     SOL.- ¡Socorro!

     D. CARLOS.- No te amedrentes, que no es el bandido el que te sujeta, sino el rey.

     SOL.- El bandido sois vos, que no os avergonzáis de vuestra acción. ¿Estas son las hazañas que han de dar fama al rey? ¡Venir por medio de un engaño y de noche a robar una doncella! Mi bandido vale cien veces más que vos. Rey de Castilla, si el hombre naciese en el sitio que merece, si Dios concediera las jerarquías midiéndolas por el corazón, él sería rey y el bandido vos.

     D. CARLOS.- ¡Doña Sol!

     SOL.- ¿Olvidáis que mi padre era conde?

     D. CARLOS.- Vos seréis duquesa.

     SOL.- No me avergoncéis. Nada puede haber de común entre los dos, que yo soy mucho para ser vuestra manceba y muy poco para ser vuestra esposa.

     D. CARLOS.- Seréis princesa.

     SOL.- Rey D. CARLOS, dedicad vuestros amoríos a las mujerzuelas que los merecen, porque si insistís en vuestros propósitos, os demostraré que soy dama y que soy mujer.

     D. CARLOS.- Pues bien, compartiréis el trono conmigo; seréis reina, emperatriz.

     SOL.- No caeré en esas redes. Además, prefiero vivir errante con mi Hernani, fuera de la sociedad y de la ley, compartiendo su destierro y su persecución, a sentarme como emperatriz en vuestro trono.

     D. CARLOS.-¡Qué feliz es ese hombre!

     SOL.- Es pobre y vive proscripto.

     D. CARLOS.- Ser pobre y estar proscripto le favorece, porque así le adoráis. Mientras yo vivo solo, a él le acompaña un ángel. Pero doña Sol, ¿es que me odiáis?

     SOL.- No os amo.

     D. CARLOS. (Cogiéndole una mano con violencia.)- Pues nada me importa que no me améis; vendréis conmigo, porque lo deseo y porque soy el más fuerte; vendréis conmigo porque soy rey de España y de las Indias.

     SOL. (Debatiéndose.)- ¡Señor, tened piedad de mí! Ya que sois rey, podéis elegir entre las marquesas o las duquesas de vuestra corte, que se verían halagadas consiguiendo vuestro cariño. Poseéis las Castillas, Aragón, Navarra, Murcia, León y muchos reinos más, y fuera de España, Flandes y las Indias. Poseéis un imperio en el que nunca se pone el sol, y el pobre proscripto no me tiene más que a mí. ¿Y queréis robarle lo único que posee?

Se hinca de rodillas a los pies del rey.

     D. CARLOS.- Ven conmigo; nada escucho. Si me correspondes, te doy a elegir cuatro de mis reinos españoles.

     SOL.- Sólo quiero de vos... este puñal.

Se lo arranca del cinto. El rey la suelta y retrocede.

     Atreveos ahora a dar un solo paso.

     D. CARLOS.- ¡Qué hermosa está así! No es extraño que ame a un rebelde.

Va a dar un paso y DOÑA SOL alza el puñal amenazándole.

     SOL.- Dad un paso más y os mato y me mato.

El rey retrocede; DOÑA SOL se vuelve hacia la calle y grita con fuerza:

     Hernani! ¡Hernani!

     D. CARLOS.- Callad.

     SOL.- ¡Socorro!

     D. CARLOS.- Señora, ya que a tal extremo me arrastráis, os digo que para obligaros a venir conmigo me acompañan tres hombres de mi séquito.

     HERNANI. (Saliendo por detrás del rey.)- Os habéis olvidado del cuarto.

Vuélvese el rey y ve a HERNANI, que está inmóvil, con los brazos cruzados bajo su larga capa y con el ala del sombrero levantada. DOÑA SOL da un grito y corre a abrazarle.



Escena III

Dichos y HERNANI

     SOL.- ¡Hernani, sálvame!

     HERNANI.- ¡Cálmate, vida mía!

     D. CARLOS.- (¿Por qué habrán dejado pasar mis amigos a este capitán de bandoleros?) ¡Monterrey! (Llamando.)

     HERNANI.- Vuestros amigos han caído en poder de los míos y es inútil que reclaméis la ayuda de sus espadas impotentes. Por cada tres que vengan a ayudaros vendrán sesenta de los míos, y cada uno de los sesenta vale tanto como vosotros cuatro. Por lo que es mejor que los dos arreglemos nuestras cuentas. ¿Os atrevéis a poner la mano en esta doncella? Rey de Castilla, eso ha sido una imprudencia, eso fue una cobardía.

     D. CARLOS. (Con desdén.)- No tolero reproches de un bandido.

     HERNANI.- ¡Os chanceáis! No soy rey; pero cuando un rey me agravia y además se chancea, mi cólera sube hasta la altura de su orgullo. Sois insensato si abrigáis la más mínima esperanza. (Cogiéndole del brazo.) ¿Sabéis que mano es la que os aprieta? Oídme: Vuestro padre hizo morir al mío, y os odio; me habéis arrebatado mis bienes y mis títulos, y os odio; amáis a la mujer que amo, y os odio con toda mi alma.

     D. CARLOS.- Está bien.

     HERNANI.- Esta noche, sin embargo, que me olvidaba de vos, sólo sentía el anhelo y la necesidad de ver a doña Sol. Anhelante y enamorado, acudo aquí y me encuentro con que ibais a robármela. Cuando os había olvidado os interponéis en mi camino; os repito que sois un insensato. Habéis caído en vuestras propias redes; no podéis huir ni encontrar quien os socorra: ¿qué vais a hacer?

     D. CARLOS. (Con altivez.)- No consiento que me preguntéis.

     HERNANI.- No quise que os hiriera un desconocido, ni que escaparais a mi venganza. Defendeos. (Sacando la espada.)

     D. CARLOS.- Soy vuestro rey y señor: matadme, pero no esperéis que me defienda.

     HERNANI.- Pronto habéis olvidado que anoche se cruzaron nuestras espadas.

     D. CARLOS.- Ayer la crucé con vos porque ignoraba quién erais y porque vos no conocíais mi jerarquía; hoy nos conocemos ambos.

     HERNANI.- No importa; defendeos.

     D. CARLOS.- No acepto el duelo. Asesinadme.

     HERNANI.- ¿Creéis que para mí los reyes son sagrados?

     D. CARLOS.- ¿Creéis, bandidos, que vuestras viles gavillas pueden extenderse impunemente por las ciudades? ¿Creéis que, llenos de sangre y de crímenes, podréis pasar por generosos, y que nosotros, víctimas de vuestras violencias, ennobleceremos vuestros puñales con el choque de nuestras espadas? Eso jamás; ya que el crimen os posee y lo arrastráis tras de vosotros, no podemos batirnos.

HERNANI, sombrío y pensativo, da vueltas en la mano durante unos instantes al puño de la espada; después se vuelve bruscamente hacia el rey y rompe la espada contra el suelo.

     HERNANI.- Idos; ya nos encontraremos.

     D. CARLOS.- Está bien. Dentro de pocas horas volveré al palacio y llamaré al juez. Han puesto a precio vuestra cabeza.

     HERNANI.- Ya lo sé.

     D. CARLOS.- Desde hoy sé que sois vasallo rebelde y traidor, y os aviso que os haré perseguir sin cesar. Os proscribiré del reino.

     HERNANI.- Ya está decretada mi proscripción; por fortuna Francia está muy cerca y me servirá de asilo.

     D. CARLOS.- Voy a ser emperador de Alemania, y entonces os proscribiré del imperio.

     HERNANI.- Me quedará el resto del mundo para desafiar vuestra cólera, y siempre encontraré algún asilo donde no alcance vuestro poder.

     D. CARLOS.- ¿Y si fuera mío el mundo?

     HERNANI.- Entonces siempre podría refugiarme en la tumba.

     D. CARLOS.- Desbarataré tus insolentes maquinaciones.

     HERNANI.- La venganza es coja y camina lentamente, pero al fin llega.

     D. CARLOS. (Con desdén.)- ¡Verdaderamente es grave delito atreverse a la dama de un bandido!

     HERNANI.- Reflexionad que aún estáis en mi poder, y pensad, futuro César, que si yo apretara esta mano leal, que es generosa para vos, aplastaría en su huevo vuestra águila imperial.

     D. CARLOS.- ¡A ver si os atrevéis!

     HERNANI.- ¡Idos! Huid de aquí, pero tomad antes mi capa.

(Se quita la capa y se la echa en los hombros al rey.)

     Mi capa os librará de alguna puñalada; creerán que sois Hernani.

     D. CARLOS.- Ya que me habláis de ese modo, no me pidáis nunca gracia ni perdón.

Vase D. CARLOS embozado en la capa del bandido.



Escena IV

HERNANI y DOÑA SOL

     SOL.- Ahora huyamos sin tardanza.

     HERNANI.- Veo que estás resuelta a aceptar mi desgracia y a compartir mi vida y mi muerte; noble propósito, digno de un corazón enamorado y fiel; pero para llevarme alegre a mi retiro el tesoro de hermosura que codicia un rey, para que me sigas y unas tu existencia a la mía, para arrastrarte conmigo, no es tiempo aún: veo la horca demasiado cerca.

     SOL. ¡Qué dices!

     HERNANI.- El rey, a quien he desafiado cara a cara, va a castigarme porque le perdoné. Huyó y ha entrado ya quizá en palacio y ha llamado quizá a sus guardias, a sus criados, a sus caballeros y a sus verdugos.

     SOL.- ¡Ah! ¡Me haces temblar, Hernani! Pues si eso es así, apresurémonos; huyamos.

     HERNANI.- Ha pasado ya la hora de huir juntos. Doña Sol, cuando te revelaste a mis ojos, tan bondadosa y tan enamorada, te ofrecí aquello de lo que yo disponía, las montañas, los bosques, el negro pan del proscripto, la mitad del lecho de musgo en que reposo; pero hoy sólo puedo ofrecerte la mitad del cadalso, y... ¡perdona, oh, Sol!, el cadalso es sólo para mí.

     SOL.- Sin embargo, también me lo habías prometido.

     HERNANI. (Arrodillándose a los pies de DOÑA SOL.)- ¡Ángel mío! En este instante en que quizá la muerte se me aproxima, declaro que, aunque proscripto y errante, soy feliz y soy digno de envidia porque me has amado, y porque amándome has bendecido mi frente maldita.

     SOL.- ¡Hernani mío!

     HERNANI.- Bendita mil veces la suerte que hizo nacer esta preciosa flor al borde de mi abismo! No te lo digo a ti, se lo digo al cielo que me oye, se lo digo a Dios.

     SOL.- Permíteme que te siga.

     HERNANI.- Cometería un crimen arrancando la flor al caer en el abismo. He respirado su perfume y me basta. Vete. Anuda tu vida a otra vida; sé esposa del anciano; te desligo de tus juramentos..., déjame volver a mi oscuridad; y tú, olvídame y sé dichosa.

     SOL.- No, yo te sigo; quiero la mitad de tu mortaja; no me separo de ti.

     HERNANI. (Abrazándola.) -¡Oh, déjame huir solo!

Después de abrazarla se separa de ella bruscamente.

     SOL. (Con sentimiento.) -¡Huyes de mí, después de haberte entregado la vida! ¡Me rechazas, y a pesar de la pasión que me juras no me permites la dicha de morir a tu lado!

     HERNANI.- ¡Estoy desterrado, estoy proscripto, soy un hombre funesto!

     SOL.- ¡Eres un ingrato!

     HERNANI.- Pues bien, me quedo; lo quieres y no me separo de ti. Ven, ven a mis brazos. Estaré a tu lado hasta que tú quieras y lo olvidaré todo. Siéntate en este banco.

DOÑA SOL se sienta y él se coloca a sus pies.

     La luz de tus ojos ilumina los míos. Entóname algún cantar como otras noches, en que tus pestañas temblaban hasta dejar caer en mis labios las blancas perlas de tus lágrimas. ¡Seamos felices! Bebamos, ya que la copa está llena. Esta hora nos pertenece; olvidémonos de todo lo demás. Háblame y embriágame. ¿No es verdad, sol de mi cielo, que es dulce amar y ser amados, ser dos, estar solos y requerirse de amores de noche, cuando todo duerme? ¡Déjame dormir y soñar en tu seno, vida de mi vida!...

Óyense tañidos de campanas desde lejos.

     SOL. (Levantándose asustada,)- ¿Oyes? Tocan a rebato.

     HERNANI.- No, anuncian nuestra boda.

Arrecia el campaneo. Se oyen murmullos confusos; se ven antorchas en las calles y luces en las ventanas.

     SOL.- ¡Huye! ¡Sálvate! ¡Gran Dios! ¡Parece que incendian a Zaragoza!

     HERNANI.- Tendremos boda con antorchas.

Se oyen gritos y choques de espadas.

     SOL.- Ésa es la boda de los muertos, la boda de las tumbas.

     HERNANI. (Reclinándose en el banco.)- Volvamos a soñar.

     UN MONTAÑÉS. (Corriendo con la espada en la mano.)- Señor, los esbirros y los alcaldes desembocan en la plaza en tropel. Alerta, monseñor.

HERNANI se levanta.

     SOL. (Pausa.)- Ya te lo decía yo.

     MONTAÑÉS.- ¡Socorro!

     HERNANI.- Aquí estoy; no temas.

     GRITOS A LO LEJOS..- ¡Muera el bandido!

     HERNANI. (Al montañés.)- Dame la espada. Adiós, doña Sol.

     SOL.-¡Ya te perdí! ¿Dónde vas? Ven, huyamos por esta puerta.      HERNANI.- No puedo abandonar a mis amigos.

Aumentan el tumulto y los gritos.

     SOL.- Esos clamores me aterran. (Reteniendo a HERNANI.) Piensa que si tú mueres, yo moriré también.

     HERNANI.- (Abrazándola.)- Un beso...

     SOL.- ¡Dueño mío! ¡Esposo mío!

     HERNANI.- (Besándola en la frente.)- ¡El primero!

     SOL.- ¡Y quizá el último!

Parte HERNANI y DOÑA SOL cae sobre el banco.

FIN DEL ACTO SEGUNDO

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