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Acto Cuarto

El Sepulcro

Aquisgrán

Subterráneo que encierra el sepulcro de Carlomagno, en Aquisgrán. -Grandes bóvedas de arquitectura lombarda; gruesos pilares bajos, arcos, capiteles con relieves de pájaros y de flores. -A la derecha el sepulcro de Carlomagno, al que se entra por una portezuela de bronce, baja y cintrada. Una sola lámpara, suspendida de la clave de la bóveda, alumbra esta inscripción: CAROLUS MAGNUS. -Es de noche. -No se ve el fondo del subterráneo, y la vista se pierde en las arcadas, en las escaleras y en los pilares que se entrecruzan en la oscuridad.



Escena Primera

D. CARLOS, D. RICARDO DE ROJAS, conde de Casapalma, con una linterna en la mano.

     RICARDO. (Con el sombrero en la mano.)- Aquí es.

     D. CARLOS.- Aquí se reúne la Liga y voy a copar juntos a todos sus miembros. El elector de Tréveris les ha ofrecido este sitio... que es muy a propósito. Cierta clase de rebeliones las hace prosperar el aire de las catacumbas; bueno es aguzar los estiletes en las piedras de los sepulcros, pero este juego es muy arriesgado; en él se arriesga la cabeza. Bien hicieron en elegir un sepulcro para sus reuniones; así tendrán menos que andar. ¿Se extienden mucho estos subterráneos?

     RICARDO.- Hasta la fortaleza.

     D. CARLOS.- Más de lo necesario.

     RICARDO.- Otros de los subterráneos corren por este lado hasta el monasterio de Altenheims.

     D. CARLOS.- Donde Rodolfo exterminó a Lotario Bieu. Repetidme otra vez, conde, los nombres y los agravios, dónde, cómo y por qué.

     RICARDO.- El duque de Gotha...

     D. CARLOS.- Sé por qué ese duque conspira; quiere que un alemán ocupe el imperio de Alemania.

     RICARDO.- Hohemburgo...

     D. CARLOS.- Ése, Según me han referido, preferiría ir al infierno con Francisco I que ir al cielo conmigo.

     RICARDO.- Don Gil Téllez Girón.

     D. CARLOS.- ¡Ira de Dios! ¡Ese infame conspira contra su rey!

     RICARDO.- Dicen que os encontró una noche en la alcoba de su señora, poco después que le nombrasteis barón, y quiere vengar el honor de su cara mitad.

     D. CARLOS.- Entonces que se rebele contra España entera. ¿Quién más?

     RICARDO.- Citan también al reverendo Vázquez, obispo de Ávila.

     D. CARLOS.- ¿También por vengar la virtud de su mujer?

     RICARDO.- Además está descontento Guzmán de Lara, porque desea conseguir el collar de vuestra orden.

     D. CARLOS.- Si no desea más que el collar.... lo obtendrá.

     RICARDO.- El duque de Lutzelburgo. En cuanto a los planes que se le atribuyen...

     D. CARLOS.- Ese duque tiene la cabeza demasiado grande.

     RICARDO.- Juan de Haro, que quiere obtener a Astorga.

     D. CARLOS.- Los Haros siempre han dado mucho que hacer al verdugo.

     RICARDO.- Ya no hay más, señor.

     D. CARLOS.- Pues no están todos, conde. No me has citado más que siete, y son más, según mi cuenta.

     RICARDO.- Porque no os he hablado de algunos bandidos, comprados por Tréveris y por la Francia. Ésos son hombres sin escrúpulos, cuyo puñal se inclina siempre al oro como la aguja al polo. Sin embargo, entre ellos vi dos muy audaces, recién llegados, un joven y un viejo...

     D. CARLOS.- Sus nombres, su edad...

     RICARDO.- Ignoro cómo se llaman; en cuanto a la edad, uno podrá contar veinte años...

     D. CARLOS.- ¡Qué lástima!

     RICARDO.- Y el otro lo menos sesenta.

     D. CARLOS.- El primero no tiene edad aún para conspirar, y el otro no la tiene ya; peor para ellos. En caso de necesidad, el verdugo puede contar con mi ayuda. En vez de ser mi espada benigna para las facciones se la prestaré, si su hacha se embota, y para ensanchar el patíbulo coseré si es preciso mi púrpura imperial al paño del cadalso. -¿Pero llegaré a ser emperador?

     RICARDO.- Reunido ya el Colegio, delibera en estos momentos.

     D. CARLOS.- ¿Nombrará a Francisco I o al sajón Federico el Sabio? -¡Lutero tiene razón: Todo va mal!-. Esos fautores de majestades sagradas sólo hacen caso de razones deslumbradoras. ¡Un sajón herético! ¡Un conde palatino imbécil! ¡Un privado de Tréveris libertino! Ésos son mis contrincantes. Al rey de Bohemia lo tengo de mi parte. Los príncipes de Hesse son más pequeños aún que sus Estados, son mozos idiotas o viejos libertinos, y forman un ridículo concilio de enanos que yo podría llevar bajo mi piel de león como Hércules. -Me faltan tres votos, conde, y todo me falta. Por esos tres votos daría yo a Gante, a Toledo y a Salamanca, las tres ciudades que eligieran de Castilla o de Flandes... Las daría... para recobrarlas más tarde. ¿Lo oyes?

D. RICARDO se inclina saludando y se pone el sombrero.

     ¿Os cubrís?

     RICARDO.- Señor, me habéis tuteado y ya soy grande de España.

     D. CARLOS.- (¡Me causa lástima su frívola ambición!)

     RICARDO.- Abrigo la esperanza de que proclamen emperador a vuestra alteza.

     D. CARLOS.- (¡Alteza! ¡Si no pudiera pasar de rey!)

     RICARDO.- (Sea o no emperador, yo ya soy grande de España.)

     D. CARLOS.- En cuanto esté elegido el emperador de Alemania, ¿qué señal anunciará a la ciudad su nombre?

     RICARDO.- Si eligen al duque de Sajonia dispararán un cañonazo; dos si eligen al rey Francisco; tres si nombran a D. Carlos de Austria, rey de España.

     D. CARLOS.- Doña Sol me contraría, conde; si por casualidad me nombran emperador, corre a buscarla...; quizá me corresponda si ve que soy César.

     RICARDO. (Sonriendo.)- Vuestra alteza es demasiado bueno y...

     D. CARLOS. (Interrumpiéndole.)- Sobre eso no pronunciéis ni una palabra más. -¿Cuándo sabremos el nombre del elegido?

     RICARDO.- Dentro de una hora lo más tarde.

     D. CARLOS.- ¡Por tres votos!... -Aplastemos antes a esa turba que conspira, que después ya veremos de quién será el imperio. Cornelio Agripa sabe mucho, y en el océano celeste ha visto venir trece estrellas desde el Norte hasta la mía. Pero también dicen que el abad Juan Triteno ha prometido el imperio al rey Francisco. Debí, para brillar con más claridad mi fortuna, fortificar la profecía con algún armamento. Las predicciones del más hábil hechicero se realizan mejor cuando un buen ejército con cañones y picas, peones y caballos, prepara el camino a la suerte que se espera. ¿Quién vale más de los dos, Cornelio Agripa o Juan Triteno? El que tenga un sistema apoyado por un buen ejército y ponga la punta de una lanza al cabo de lo que dice, o el filo de una espada, para cortar cualquier dificultad a gusto del profeta. -Dejadme solo, que se acerca la hora en que se han de reunir los conjurados. ¡Ah!... Dame la llave del sepulcro.

     RICARDO. (Entregándosela.)- Señor, os ruego que no os olvidéis del conde de Limburgo, que es el custodio capitular que me la ha confiado, y que se esfuerza por complaceros.

     D. CARLOS. (Despidiéndole.)- Bien... Haz todo cuanto te dije.

     RICARDO.- Sin demora, señor.

     D. CARLOS.- Conque tres cañonazos, ¿eh?

     RICARDO.- Sí, señor; tres.

Se inclina y se va. Cuando D. CARLOS se queda solo, se abisma en meditación profunda. Después levanta la cabeza y se vuelve hacia el sepulcro.



Escena II

D. CARLOS, solo

     D. CARLOS.- ¡Carlomagno, perdona! Estas bóvedas solitarias sólo debían repetir palabras austeras, y sin duda te indignará el zumbido de nuestras ambiciones que suena alrededor de tu monumento. ¡Aquí reposa Carlomagno! ¿Cómo puedes, sepulcro sombrío, contenerle sin estallar? ¿Estás bien ahí, gigante de un mundo creador, y puedes extender en tu sepulcro toda tu altura? ¡Magnífico espectáculo ofreció a la Europa forjada por sus manos, tal como él la dejó al morir! Un edificio con dos hombres en la cúspide; dos jefes elegidos, a los que se someten todos los reyes legítimos; casi todos los Estados, feudos militares, reinos, marquesados, son hereditarios; pero el pueblo suele tener su Papa o su César; todo marcha y el azar corrige el azar. De esto nace el equilibrio, que impone el orden. Electores revestidos de tisú de oro, cardenales envueltos en mantos de escarlata. Senado doble y sacro que conmueve la tierra, les sirven de ostentación: surge una idea, según las necesidades de las épocas se agranda, corre, se mezcla en todo, se hace hombre y posee los corazones. Hay muchos reyes que la pisotean y la amordazan; pero llega un día en que entra en la Dieta, en el Conclave, y todos ven surgir de repente sobre sus cabezas la idea esclava con el globo en la mano y la tiara en la frente; y el Papa y emperador lo son todo. Nada existe en la tierra más que por ellos y para ellos. En ellos vive el misterio supremo, y el cielo, que les concede todos los derechos, les da un gran festín de pueblos y de reyes; los sienta a la mesa, y Dios, bajando de las nubes donde brama el trueno, les sirve el mundo. Frente a frente los dos están sentados, y arreglan, recortan y mandan en el universo. Los reyes están a la puerta, respirando el vapor de los manjares, mirando tras de los vidrios y contemplando lo que pasa dentro, levantándose y apoyándose en la punta de los pies. El mundo bajo los reyes se escalona y se agrupa; los dos que se sientan a la mesa, el uno desata y el otro corta; uno representa la verdad y el otro la fuerza. Llevan en sí mismos su razón de ser, y existen porque existen. Cuando salen del santuario, iguales los dos, uno con la púrpura y el otro con sus blancas vestiduras, el universo deslumbrado contempla con terror esas dos mitades de Dios, el Papa y el emperador. -¡Ser emperador! (Con alegría.) ¡Pero no serlo, y sentirse con valor para ocupar esas alturas!... ¡Qué dichoso fue el que duerme en este sepulcro! ¡Y qué grande! En su época ocupar ese sitio era aún más deslumbrador. El Papa y el emperador no eran ya dos hombres, eran Pedro y César, uniendo las dos Romas, fecundando una y otra en místico himeneo, dando forma y alma nuevas al género humano, fundiendo pueblos y reinos para hacer una Europa nueva, poniendo los dos en el molde por sí mismos el bronce que quedaba del viejo mundo romano. ¿Y éste es el sepulcro de Carlomagno? ¿Es todo tan poco en el mundo que viene a parar en esto? ¡Haber sido príncipe, rey y emperador, haber sido la espada y la ley, haber sido gigante que tuvo por pedestal la Alemania, por título César y por nombre Carlomagno, haber sido más grande que Aníbal, que Atila, tan grande como el mundo... y venir a parar aquí! ¡Ambicionar un imperio, para ver luego el polvo que queda de un emperador! ¡Hacer ruido en el mundo, elevar muy alto el edificio imperial, para que quede luego reducido a estas piedras; y el título y la fama universal, para dejar nada más algunas letras que deletreen los niños; y por alto que sea el fin a que aspire el orgullo humano, acabar por estrellarse en una tumba, es una demencia! Sin embargo, el imperio.... el imperio... estoy tocándolo y me fascina. Una voz interior me dice: «¡Lo obtendrás!» ¿Lo conseguiré?... Si lo consiguiera... ¡Pero ascender a esa cúspide, sintiéndose simple mortal, teniendo a los pies el abismo y pudiendo sentir el vértigo...! ¿En quién me apoyaré? ¡Si desfalleciera sintiendo estremecerse el mundo bajo mis plantas y moverse la tierra...! ¿Podré soportar el peso del globo? ¿Quién me hará grande? ¿Quién será mi guía? ¿Quién me aconsejará? ¡Tú, Carlomagno, tú! (Cae de rodillas ante el sepulcro.) Ya que Dios vence todos los obstáculos y pone nuestras dos majestades frente a frente, vierte desde tu sepulcro en mi corazón algo de tu grandeza. Muéstrame la pequeñez del mundo; enséñame tus secretos para vencer y para regirle, y dime si vale más castigar que perdonar. Si es cierto que en su tumba solitaria despierta a veces a una gran sombra el ruido del mundo, y entreabriendo la tumba, alumbra como un relámpago la oscuridad del universo; dime, emperador de Alemania, qué puede hacerse después de Carlomagno. Déjame entrar en tu santuario, déjame que, incorporándome, te contemple en tu marmóreo lecho. Aunque tu voz fatídica me haga temblar, habla; o si nada me dices, deja que Carlos de Austria estudie tu cabeza, que goza de paz profunda; deja, ¡oh, gigante!, que te mida a su placer. Entremos. (Va a abrir el sepulcro y retrocede.) ¡Gran Dios! ¡Si me hablase al oído! ¡Si estuviera él de pie dentro del sepulcro andando a pasos lentos! ¡Si saliera de su tumba con el cabello blanco! De todos modos, entremos. (Ruido de pasos.) Alguien viene. ¿Quién se atreve a estas horas a turbar la paz de tan augusto muerto, exceptuando Carlos de Austria? (Se aproxima el ruido.) Me había olvidado ya... Son mis asesinos; entremos.

Abre la puerta del sepulcro, que cierra tras sí; en seguida aparecen algunos encubiertos.



Escena III

LOS CONJURADOS

Se acercan unos a otros y se dan las manos, cambiando algunas palabras en voz baja.

     CONJURADO 1º. (Con una antorcha encendida.)- Ad augusta.

     CONJURADO 2º.- Per augusta.

     CONJURADO 3º.- Los santos nos protejan.

     CONJURADO 3º.- Los muertos nos sirven.

     CONJURADO 1º.- ¡Dios nos guarde!

Entran otros CONJURADOS.

CONJURADO 2º.- ¿Quién vive?

     VOZ EN LA OSCURIDAD.- Ad augusta.

     CONJURADO 2º.- Per augusta.

     CONJURADO 1º.- Bien, ya estamos todos. -Gotha, habla. -Amigos; la sombra espera la luz.

Los CONJURADOS se sientan en semicírculo en los sepulcros. El primer CONJURADO va de uno a otro, y en su antorcha todos los demás encienden cirios. Después se sientan en el sepulcro más alto, que está en el centro del círculo.

     DUQUE DE GOTHA.- (Levantándose.) -Amigos, Carlos de España, que es extranjero por parte de su madre, aspira al sacro imperio.

     CONJURADO 1º.- Conseguirá la tumba.

     GOTHA. (Tirando al suelo su antorcha y pisándola.)- Que hagan con él lo que yo hago con esta antorcha.

     TODOS.- Así sea.

     CONJURADO 1º.- ¡Muera Carlos!

     GOTHA.- ¡Muera!

     TODOS.- ¡Muera!...

     JUAN DE HARO.- Su padre es alemán.

     DUQUE DE LUTZELBURGO.- Su madre es española.

     GOTHA.- De modo que ni es español ni alemán.

     CONJURADO 4º.- ¡Si los electores le nombrasen emperador!...

     CONJURADO 5º.- No lo creo.

     GIL TÉLLEZ.- Hiriéndole en la cabeza no le coronarán.

     CONJURADO 1º.- Si consigue el sacro imperio, será tan augusto e inviolable que sólo Dios pueda tocarle.

     GOTHA.- Lo más seguro es que expire antes que sea augusto.

     CONJURADO 1º.- No le elegirán.

     TODOS.- No obtendrá el imperio.

     CONJURADO 1º.- ¿Cuántos brazos se necesitan para meterle en el ataúd?

     TODOS.- Uno sólo.

     CONJURADO 1º.- ¿Quién ha de dar ese golpe?

     TODOS.- Yo.

     CONJURADO 1º.- Echemos suertes.

Los CONJURADOS escriben sus nombres en pequeños pergaminos, que rollan y depositan uno tras otro en la urna de un sepulcro.

     CONJURADO 1º.- Oremos.

Todos se arrodillan, menos el CONJURADO 1º.

     Que el elegido crea en Dios, hiera como un romano y muera como un hebreo; que tenga valor para arrostrar la rueda y las tenazas, para cantar en el potro, para reír en el fuego; en una palabra, que se resigne a matar y a morir.

Saca de la urna uno de los pergaminos.

     TODOS.- ¿A quién le toca? ¿Quién es?

     CONJURADO 1º. (Leyendo el pergamino.) -Hernani.

     HERNANI. (Saliendo de entre los conjurados.)- Yo he ganado. (Por fin voy a conseguir mi venganza.)

     RUY. (Aparte a HERNANI.)- Cédeme tu sitio.

     HERNANI.- No; no debéis envidiarme mi buena suerte Es la primera vez que la alcanzo.

     RUY.- Eres pobre, y por que me cedas ese sitio, te daré feudos, castillos, cien mil siervos de mis trescientas villas, todo lo que poseo.

     HERNANI.- No cedo el puesto de honor.

     GOTHA.- Anciano, tu brazo no darla un golpe tan certero y tan firme.

     RUY.- Si el brazo me faltara, me sobraría el alma. (A HERNANI.) Recuerda que me perteneces.

     HERNANI.- Mi vida es vuestra, pero la suya es mía.

     RUY.- Te entregaré la mano de doña Sol y te devolveré la bocina.

     HERNANI (Vacilando.)- ¡Doña Sol y la vida!... No, no; antes es mi venganza. Tengo también que vengar a mi padre y acaso algo más.

     RUY.- Piénsalo bien.

     HERNANI.- Señor duque, dejadme mi presa.

     RUY.- ¡Maldita tenacidad! (Separándose de él.)

     CONJURADO 1º. (A HERNANI.)- Hernani, bueno sería acabar con Carlos antes de que le elijan emperador.

     HERNANI.- No temáis; sé bien cómo se quita la vida a un hombre.

     CONJURADO 1º.- ¡Que la traición recaiga sobre el traidor y Dios te guarde! Todos nosotros, si el elegido perece sin matar, juremos desempeñar su papel sin excusa alguna, porque hemos condenado a muerte a Carlos.

     TODOS. (Sacando las espadas.)- ¡Juremos!

     GOTHA.- ¿Por qué juramos?

     RUY.- Por esta cruz.

Tomando la espada por la punta y levantándola en alto.

     TODOS. (Levantando las espadas.)- ¡Que muera impenitente!

Se oye un cañonazo lejano. Todos se paran y callan. La puerta del sepulcro se entreabre. D. CARLOS aparece en el umbral, pálido y escuchando. Suena otro cañonazo y después otro. Entonces se abre del todo la puerta del sepulcro, en la que permanece D. CARLOS sin dar un paso, de pie e inmóvil.



Escena IVDichos, D. CARLOS, después D. RICARDO, señores y guardias; el REY DE BOHEMIA, EL DUQUE DE BAVIERA y después DOÑA SOL.

     D. CARLOS.- Señores, alejaos un poco de aquí, que el emperador os oye.

De pronto apagan todas las luces. Silencio profundo.

     D. CARLOS. (Avanza en la oscuridad, pudiendo distinguir apenas a los conjurados, inmóviles y mudos.)- ¿Creéis que porque os rodea el silencio y la oscuridad va a pasar esto como un sueño y os he de tomar por hombres de piedra sentados en sus sepulcros? Para ser estatuas hablabais demasiado. Ea, levantad las frentes abatidas, que aquí está Carlos V. Dad un paso y heridme.... heridme. ¡No os atrevéis! Vuestras sangrientas antorchas llameaban bajo estas bóvedas, y bastó mi aliento para apagarlas; pero si apago algunas, enciendo otras.

Pega con la llave en la puerta de bronce del sepulcro, y al hacer esta señal, todas las profundidades del subterráneo se pueblan de soldados con antorchas y partesanas; al frente de ellos aparecen el duque de Alcalá y el marqués de Almuñán.

     Venid, halcones míos, que me he apoderado del nido. (A los conjurados.) También yo alumbro a mi vez. ¡Mirad cómo llamea el sepulcro!...

     HERNANI. (Mirando a los soldados.)- Al verle solo me pareció grandioso; creí ver salir a Carlomagno, pero salió Carlos V.

     D. CARLOS.- Condestable de España, almirante de Castilla, desarmadlos.

El duque de Alcalá y el marqués de Almuñán cercan a los conjurados y los desarman.

     RICARDO.- Augusto emperador...

     D. CARLOS.- Te nombro mayordomo de palacio.

     RICARDO.- Dos electores, en nombre de la Cámara dorada, vienen a cumplimentar a la sacra majestad.

     D. CARLOS.- Que entren. (Bajo a D. RICARDO.) (Que venga doña Sol.)

D. RICARDO saluda y se va. Entran, precedidos de antorchas y de músicas, el DUQUE DE BAVIERA y el REY DE BOHEMIA, con mantos reales y las coronas ceñidas y con numeroso séquito de señores alemanes, que llevan la bandera del imperio, que tiene el águila de dos cabezas y el escudo de España en el centro. Los soldados se separan, dejando paso a los dos electores, que avanzan hasta el emperador y le saludan ceremoniosamente; éste les devuelve el saludo, quitándose el sombrero.

     DUQUE DE BAVIERA.- Carlos, rey de los romanos, majestad sacratísima y emperador: el mundo está desde ahora en vuestras manos, porque poseéis el imperio. Vuestro es el trono a que todo monarca aspira; fue elegido para ocuparle Federico, duque de Sajonia, pero juzgándoos más digno, no ha querido aceptarlo. Venid, pues, a recibir la corona, os ciñe la espada y os hace poderoso.

     D. CARLOS.- Iré a mi vuelta a dar las gracias al Colegio. Gracias, hermano mío, rey de Bohemia y primo mío, duque de Baviera; yo mismo iré.

     REY DE BOHEMIA.- Nuestros abuelos, Carlos, eran amigos; nuestros padres también; ¿quieres que seamos hermanos? Te he visto pequeñuelo y no puedo olvidar...

     D. CARLOS.- Sí, rey de Bohemia, eres casi de mi familia.

CARLOS les presenta la mano para que la besen los dos electores, que le saludan profundamente y se van.

     LA MULTITUD.-¡Vivan! ¡Vivan! (Al ver salir a los electores con su séquito.)

     D. CARLOS.- (Soy emperador... por renuncia de Federico el Sabio.)

Sale DOÑA SOL.

     SOL.- ¡Soldados!... ¡El emperador!... ¡Qué golpe tan imprevisto!... ¡Hernani!...

     HERNANI.- ¡Doña Sol!

     RUY. (Que está al lado de HERNANI.)- (No me ha visto.)

     HERNANI.- Señora...

SOL. (Sacando el puñal del pecho.)- Aún guardo su puñal.

     HERNANI. (Tendiéndola los brazos.)- ¡Vida mía!

     D. CARLOS.- ¡Silencio! Lara el de Castilla y Gotha el sajón, y todos vosotros, ¿qué hacéis aquí? Hablad.

     HERNANI. (Dando un paso.)- Señor, os lo voy a decir: grabábamos en la pared la sentencia de Baltasar. Queríamos dar al César lo que debíamos al César.

Agitando el puñal.

     D. CARLOS.- Silencio. ¿Vos también traidor, Silva?

     RUY.- ¿Quién de los dos lo ha sido, señor?

     HERNANI. (A los conjurados.)- Se apoderó de nuestras cabezas y del imperio; logró lo que deseaba. (Al emperador.)- El manto azul de los reyes podía haceros tropezar; la púrpura os sienta mejor; en ella no se ve la sangre.

     D. CARLOS. (A RUY GÓMEZ.)- Primo Silva, has cometido una felonía que merece que se borren tus títulos del blasón. Sois reo de alta traición, señor duque.

     RUY.- Los reyes Rodrigos tienen la culpa de que haya condes D. Julianes.

     D. CARLOS. (Al duque de Alcalá.)- Prended sólo a los duques y a los condes; a los demás no.

El duque de Alcalá obedece las órdenes del emperador.

     SOL.- (¡Se ha salvado!)

     HERNANI. (Saliendo del grupo que ha quedado libre.)- Pretendo que se me cuente entre los nobles. (A D. CARLOS.) Se trata de subir al cadalso, y Hernani, que es pobre pastor, quedaría impune; ya que es preciso ser grande para morir, reclamo mis derechos. Dios, que da los cetros y que concede el imperio a Carlos, me concedió a mí ser duque de Segorbe y de Cardona, marqués de Monroy, conde de Albatera, vizconde de Gor y señor de lugares cuyo número no recuerdo. Soy Juan de Aragón, gran maestre de Aviz, que nací en el destierro, por ser hijo proscripto de un padre que condenó a muerte una sentencia del tuyo, rey de Castilla. Vosotros usáis del cadalso y nosotros del puñal. El cielo me hizo duque y el destino montañés, y ya que somos grandes de España, cubrámonos. (Se cubre, se dirige a los nobles y éstos le imitan.) Si nuestras cabezas cubiertas tienen derecho a la cuchilla, nobles de título y de raza, quiero ocupar mi sitio entre vosotros. Criados y verdugos, paso a D. Juan de Aragón.

Se mete en el grupo de los señores presos.

     SOL.- ¡Cielos!

     D. CARLOS.- Verdaderamente había olvidado ya esa historia.

     HERNANI.- El que es víctima de ella la recuerda bien; la afrenta que el ofensor olvida, se renueva todos los días en el corazón del ofendido.

     D. CARLOS.- ¡Luego sois hijo de padre que decapitó el mío!... Pues este título os basta.

     SOL. (Arrodillándose a los pies del rey.)- ¡Perdón, señor! Sed clemente con él o heridnos a los dos, porque es mi amante, es mi esposo, sólo por él vivo. ¡Perdonadle! (D. CARLOS la mira inmóvil.) ¿Qué idea siniestra os absorbe?...

     D. CARLOS.- Vamos; levantaos ya de ahí, duquesa de Segorbe, condesa de Albatera, marquesa de Monroy... ¿Qué otros títulos tenéis, D. Juan?

     HERNANI.- ¿Quién habla así? ¿El rey?

     D. CARLOS.- No; el emperador.

     SOL. (Levantándose con regocijo.)- ¡Gran Dios!

     D. CARLOS. (A HERNANI.) - Duque, he aquí tu esposa.

     HERNANI. (Estrechando entre sus brazos a DOÑA SOL y levantando la vista al cielo.)- ¡Justo Dios!

     D. CARLOS. (A D. RUY GÓMEZ.)- Primo mío, comprendo que esté celosa tu antigua nobleza, pero un Aragón puede unirse con un Silva.

     RUY.- La celosa no es mi nobleza.

     HERNANI.- Consiguió apagar mi odio. (Tira el puñal.)

     RUY. (Mirando abrazados a DOÑA SOL y a HERNANI)- (Mi loco amor sufre indecible tormento; debo callar y padecer en secreto.)

     SOL.- ¡Duque mío!

     HERNANI- Ya sólo me queda amor en el alma.

     SOL.- ¡Qué felicidad!

     D. CARLOS.- (Extínguete, corazón ardiente y juvenil, y deja reinar a la cabeza que me turbaste. Desde hoy en adelante tus amores serán Alemania, España y Flandes. (Mirando una bandera imperial.) El emperador, como el águila su compañera, en el sitio del corazón sólo debe tener el escudo.)

     HERNANI.- ¡Sois verdaderamente César!

     D. CARLOS.- D. Juan, tu corazón es digno de tu raza y merece a doña Sol. De rodillas, duque. (HERNANI se arrodilla; D. CARLOS se quita el Toisón y se lo cuelga del cuello a HERNANI.) Recibe el collar. (D. CARLOS saca la espada y la golpea tres veces en la espalda.) Sé fiel. Por San Esteban, duque, te armo caballero de esta orden. (Lo levanta y le abraza.) Pero tú posees collar más precioso, el que yo no tengo, el que falta al poder, el que forman los brazos de una mujer amada y amante. Vas a ser muy feliz...; yo... yo seré emperador. (A los conjurados.) Ignoro vuestros nombres, señores, y así también quiero olvidar el odio y el rencor. Idos en paz; os perdono. (Los conjurados caen de rodillas.)

     LOS CONJURADOS.- ¡Gloria al emperador!

     RUY. (A D. CARLOS.)- Yo soy aquí el único castigado.

     D. CARLOS. (A D. RUY.)- Y yo.

     RUY.- (Pero yo no perdono como él.)

     HERNANI.- (Feliz mudanza.)

     TODOS.- ¡Viva Alemania! ¡Honor a Carlos V!

     D. CARLOS. (Volviéndose hacia el sepulcro.)- ¡Honor a Carlomagno! Dejadnos solos a los dos. (Vanse todos.)



Escena V

D. CARLOS solo

     D. CARLOS. (Inclinándose ante el sepulcro.)- ¿Estás satisfecho de mí, Carlomagno? Ya has visto que supe despojarme de las miserias de rey, y que al ser emperador me convertí en otro hombre; ¿puedo emparejar mi yelmo de batalla con tu tiara papal? ¿Puedo gobernar el mundo? ¿Tengo el pie bastante firme para marchar por el sendero sembrado de vandálicas ruinas, que tú hollaste con tus anchas sandalias? ¿Encendí mi antorcha en tu llama inextinguible? ¿He comprendido la voz que me hablaba desde tu sepulcro? Me encontraba solo, perdido, solo ante un imperio: todo un mundo me amenazaba y conspiraba contra mí; tenía que castigar a Dinamarca, tenía que pagar al Santo Padre; eran mis contrarios Venecia, Solimán, Lutero y Francisco I. Puñales enemigos centelleaban contra mí en la oscuridad; me rodeaban asechanzas y escollos, y veinte pueblos que harían temblar a cien reyes; todo esto era premioso y requería rápida y simultánea solución: te llamé para preguntarte: Carlomagno, ¿cómo inauguraré mi imperio? Y tú me respondiste: Siendo clemente.

FIN DEL ACTO CUARTO

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