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Hija y madre

Manuel Tamayo y Baus



Drama en tres actos



Al Excmo. Señor don Cándido Nocedal

     Cuando por mutua inclinación se acercan las almas, el cariño arraiga pronto en ellas. Nacida ayer nuestra amistad, parece hoy antigua; y así como usted se goza en ver premiados mis afanes de autor dramático, gózome en verle a usted defender con sumo talento, valor extraordinario y nobleza nunca superada sus íntimas convicciones en el revuelto campo de la política.

     Y dejándome ahora llevar del imperioso anhelo que mueve al hombre a publicar sus afectos honrados y puros, olvido que la ofrenda es mezquina para quien tan grande la merece, y mi pluma, antes por mi corazón movida que por mi mano, junta en la presente obra al nombre de Cándido Nocedal el de su cariñoso amigo.

Manuel Tamayo y Baus.

PERSONAJES
      LA CONDESA DE VALMARÍN.
TERESA
ELENA, bajo el nombre de María.
ANDRÉS.
DON LUIS DE GUEVARA.
EL DUQUE DE CAMPO-REAL.
JOSÉ RUIZ.
ANTONIO.
Damas, caballeros y lacayos.
La acción del primer acto, en una quinta poco distante de Madrid; y en esta villa, en casa de la CONDESA, la del segundo y el tercero.
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Acto primero

Parque. A la izquierda, fachada lateral de una quinta, con dos puertas. Verja en el foro. Un banco de piedra a la derecha.

ESCENA I

La CONDESA y TERESA. Aquélla sale por la verja del foro.

     CONDESA.-El Duque tiene razón: su silla de posta es más cómoda que mi coche. En ella iré yo. ¿No se nos olvida nada?

     TERESA.-Creo que no.

     CONDESA.-Ya sabes que saldremos de aquí a las siete en punto.

     TERESA.-Ya lo sé.

     CONDESA.-Llegaremos a Madrid a las diez, y así podremos descansar bien esta noche. Mañana tendremos mucho que hacer.

     TERESA.-Juan es muy listo, y ya habrá repartido las esquelas de convite y arreglado la casa; pero si no te hubieras obstinado en no volver hasta hoy...

     CONDESA.-Con el pretexto de convenir a mi salud los aires del campo me refugié dos meses ha en esta quinta, huyendo de mis acreedores, y no he debido regresar a Madrid sino pocas horas antes de aquella en que ha de firmarse mi contrato de boda.

     TERESA.-¡Ojalá que tal hora no llegase nunca!

     CONDESA.-Te empeñas en mortificarme.

     TERESA.-Casándote de nuevo cometes una imprudencia. No me cansaré de repetirlo.

     CONDESA.-En vano lo repites. Casada con el Duque, podré satisfacer mis deudas.

     TERESA.-Y seguir cumpliendo los antojos de tu insensata vanidad.

     CONDESA.-¿Sería mejor exponerme a que mis acreedores recurrieran a los tribunales en contra mía?

     TERESA.-Lo mejor hubiera sido contener a tiempo tus despilfarros.

     CONDESA.-¡Despilfarros! ¿Cuántas veces te he dicho que yo no he podido disponer de los bienes vinculados de mi primer esposo? Estos bienes pertenecerán a nuestra hija, si al fin parece, o a los más inmediatos herederos del Conde, y con lo que a mí me quedó...

     TERESA.-Bastaba y sobraba para que no carecieras de nada necesario, ni aun de mucho superfluo. Pero te empeñaste en competir con las más opulentas damas, en asombrar con el lujo de tus trenes y la suntuosidad de tus fiestas, en ser ídolo de Madrid, ¿y qué sucedió? Lo que por fuerza había de suceder.

     CONDESA.-Mala hija y esposa y madre desventurada, busqué alivio a mis remordimientos y mi dolor en ese ruido que me aturdía, en ese brillo que me ofuscaba, en esa continua agitación que iba poco a poco endureciéndome el pecho. Ya no me es posible vivir de otro modo.

     TERESA.-Tu difunto era un alma de Dios; el Duque es un señorón muy encopetado, y si averiguara que tú...

     CONDESA.-Basta.

     TERESA.-De fijo reventaba o nos hacía reventar a nosotras, que sería peor... Tengo, de algún tiempo a esta parte, un desasosiego... Y ¡qué noche he pasado! ¡Qué soñar tan penoso! He creído ver a tu padre tal y como le vimos por última vez en La Coruña, once años ha; once años que se cumplirán dentro de una hora. Sin duda, lo habrás recordado.

     CONDESA.-¡Teresa!

     TERESA.-Sí, como le vimos: en la orilla del mar, tendiendo los brazos hacia la barca en que íbamos nosotras.

     CONDESA.-Te he prohibido hablarme de eso.

     TERESA.-¡Pobrecillo! Se habrá muerto de pena.

     CONDESA.-En el mundo todo se olvida.

     TERESA.-Olvidan los hijos a sus padres, y por eso tú has olvidado al tuyo; pero no los padres a sus hijos, y prueba de ello es que tú aún te acuerdas, y siempre te acordarás de tu hija.

     CONDESA.-¡Oh, si no la hubiese perdido, cuán otra sería! ¡Oh, si aún viviera, si la recobrase al fin y pudiera estrecharla en mis brazos! Entonces sí que renunciaría contenta a esa pompa que ahora tanto me halaga y seduce; entonces sí que viviría dichosa en el más desierto rincón de la tierra. Don Luis: déjanos. (Vase Teresa.)



ESCENA II

La CONDESA y DON LUIS.

     LUIS.-Apostaría a que ha hablado usted de su hija con Teresa.

     CONDESA.-Sí, amigo mío; tal es la causa de mi aflicción.

     LUIS.-Fácil era de adivinarlo. ¿Y nunca logrará usted desechar tan funesta memoria?

     CONDESA.-Cuando la muerte nos arrebata un ser querido, fuerza es acatar la voluntad del cielo, y la resignación llega al cabo; pero recuerde usted cómo perdí yo a la hija de mis entrañas. Razonablemente puedo presumir que vive todavía. Quizá la conserve en su poder el bandido que me la robó. Y ¡qué vida será entonces la suya!

     LUIS.-Ea, ea, a otra cosa. Con que ¿nos marchamos a las siete?

     CONDESA.-Sí, señor, a las siete. Ténganlo ustedes todo preparado.

     LUIS.-Nosotros poco tenemos que preparar.

     CONDESA.-¿Dónde ha dejado usted al Duque?

     LUIS.-En el comedor dando cabezadas.

     CONDESA.-¡Pobre señor! Esta mañana se levantaría con estrellas.

     LUIS.-Él y yo hemos tenido el gusto de contemplar la salida del sol. ¡Espectáculo muy bonito!

     CONDESA.-Ha sido mucha fineza en ustedes hacer un viaje esta mañana para acompañarme en el que yo he de hacer esta noche.

     LUIS.-El Duque tiene de cuando en cuando muy buenas ocurrencias. Me propuso que viniera con él, y ciertamente que no había yo de desaprovechar la ocasión que se me ofrecía de volver a verla a usted antes y con antes.

     CONDESA.-Es usted incorregible.

     LUIS.-Usted podrá no quererme; pero impedir que yo la ame a usted y se lo diga a cada momento...

     CONDESA.-¿Y si el Duque lo sabe?

     LUIS.-Buen cuidado se me daría a mí de eso. Harto hago con no oponerme a que este matrimonio se verifique.

     CONDESA.-Y ¿cómo podría usted estorbarlo?

     LUIS.-¡Bah! Dando a mi rival una buena estocada.

     CONDESA.-No me prive usted del placer de estimarle. Usted es mi único amigo.

     LUIS.-Diga usted su esclavo..., su juguete.

     CONDESA.-¡Don Luis!

     LUIS.-Adoro a usted, y no porque adorarla esté hoy de moda en Madrid, sino porque tal es mi destino; pero conozco que yo no podría hacerla venturosa. No tema usted de mí ninguna imprudencia.

     CONDESA.-Cuente usted en cambio con mi agradecimiento. ¿Y está usted seguro de lo que anoche me dijo?

     LUIS.-Segurísimo. ¡Maldito dinero! Si tuviese yo el que a usted le hace falta, ¡qué pronto se acabarían estos apuros!

     CONDESA.-¡Qué mujer tan inicua!

     LUIS.-El que lucha, a todo se expone, y usted ha luchado con la Marquesa; la ha vencido, arrebatándole primero el crédito de que por hermosa y elegante gozaba, y después el nombre y los tesoros del Duque de Campo-Real, que consideraba ya como suyos.

     CONDESA.-Lo que esa mujer ha hecho es indisculpable. Apenas puedo creerlo.

     LUIS.-Pues no hay más. Un agente suyo ha comprado escrituras de préstamo firmadas por usted, y ayer recurrió a los Tribunales. Fácil es de colegir que con esto se propone la Marquesa difamarla a usted y ver si logra desbaratar, o retardar cuando menos, el enlace del Duque. Ella sabe muy bien que este señor es por extremo encopetado y meticuloso.

     CONDESA.-Mañana mismo quedará pagada esa deuda; por la noche se firmará mi contrato de boda, y a fe que he de castigar tan perversa trama.

     LUIS.-Lo que es en eso hará usted muy bien; pero en cuanto a lo de casarse... Vamos, no me puedo acostumbrar a la idea de que usted va a ser esposa de otro. ¡Le sentaba a usted tan bien la viudez!

     CONDESA.-No diga usted niñerías.



ESCENA III

Dichos y el DUQUE.

     LUIS.-¿Se ha despertado usted ya?

     DUQUE.-¡Despertarme! ¿Supone usted que me he dormido?

     LUIS.-Y por cierto que daba usted unos ronquiditos muy graciosos.

     DUQUE.-¡Roncar! ¡Este Guevara tiene unas cosas! Cerró los ojos para poder pensar en mi dicha sin que nada me distrajera. En cuanto me case con usted, voy a ser el hombre más envidiado del mundo. ¿Verdad, Guevara?

     LUIS.- (¡A mí me lo pregunta!)

     CONDESA.-Siempre mereció usted fama de galante.

     DUQUE.-Ahora no soy más que justo. No veo el instante de poder ufanarme con el título de esposo de usted.

     LUIS.-(Hágale usted que calle, porque si no...) (Bajo a la Condesa.)

     DUQUE.-¿Qué le dice a usted don Luis?

     CONDESA.-Me pregunta si he convidado a mi boda a la Marquesa de Torralba.

     DUQUE.-¡Ay, Condesa! Cuando yo tuve relaciones con esa dama no la conocía a usted. (La pobre está celosa.)

     LUIS.- (¡Fatuo!)

     DUQUE.-Recordará usted que, después de llegar a Madrid con el Conde su esposo, estuvo usted algún tiempo retraída del mundo con motivo de la pérdida de su hija.

     LUIS.-¿A qué hablar de eso?(Al Duque, con enfado.)

     DUQUE.-Perdone usted. He cometido una imprudencia.

     CONDESA.-¡Oh, no! La llaga estará siempre abierta en mi pecho.



ESCENA IV

Dichos y TERESA.

     TERESA.-Señora.

     CONDESA.-¿Qué?

     TERESA.-Un hombre de mala traza, con el embozo hasta los ojos, se empeña en ver a usía.

     CONDESA.-Pregúntale qué quiere. (Vase Teresa.)

     DUQUE.-Será algún bribón, y querrá, sin duda, abusar de la generosidad de usted. Creo que no debe usted recibirle.

     LUIS.-Y ¿por qué?

     DUQUE.-¡Ya! Usted la echa de filósofo... No se desdeña de alternar con nadie...; piensa que todos debemos estar a merced de cualquier tuno que trate de aligerarnos el bolsillo o de hacernos perder el tiempo.

     LUIS.-Rarezas mías, Duque.

     TERESA.-Dice que necesita hablar con usía de un negocio muy importante. (Saliendo de nuevo.)

     DUQUE.-¿De qué negocio ha de hablar con usted un hombre que tiene tan mala traza?



ESCENA V

Dichos y JOSÉ RUIZ.

     JOSÉ.-Cada cual tiene la traza que Dios le dio, caballero.

     TERESA.-Me ha seguido. ¡Qué desvergüenza!

     JOSÉ.-Punto en boca, abuelita.

     CONDESA.-En efecto. Podía usted haber aguardado...

     LUIS.-¿Quiere usted que le haga salir más que de prisa?

     JOSÉ.-¡Eh! No hay que amostazarse. ¿Me conoce usía? (Desembozándose y acercándose a la Condesa, que retrocede al verle.)

     CONDESA.-¡Jesús! ¿Qué veo? ¿Es posible?...

     TERESA.-Sí, no hay duda; bien presente tengo yo esa cara de condenado.

     JOSÉ.-No vale poner motes, mi alma.

     CONDESA.-¿Eres José Ruiz?

     JOSÉ.-El mismo que viste y calza, señora.

     CONDESA.-¡Dios mío!... ¿Es esto un sueño?...

     DUQUE.-Pero ¿se puede saber...?

     CONDESA.-Ese hombre..., ése fue el que me robó a mi hija.

     DUQUE.-¡Cómo! ¿Éste?...

     CONDESA.-Mil diligencias se practicaron inútilmente en busca suya, y ahora...

     JOSÉ.-Vea usía cómo, cuando Dios quiere, las cosas se vienen a la mano.

     TERESA.-Que le prendan, que le prendan al punto. ¡Favor, socorro!

     LUIS.-No se escapará.

     JOSÉ.-Señora, mande usía a esa vieja que calle, y a este señorito que me suelte. Yo vengo de paz; más: vengo a hacer un favor.

     CONDESA.-Sí, déjenle ustedes; y tú habla, o teme el justo castigo de una madre que es tan desgraciada por culpa tuya.

     JOSÉ.-Pues, como iba diciendo, hará ocho años, pico más, pico menos, que yo con mi gente asalté un coche en un camino de Andalucía.

     CONDESA.-Y no encontrando lo que sin duda esperabas, decidiste quedarte con mi hija hasta tanto que a lugar convenido se te llevase una crecida cantidad de dinero.

     JOSÉ.-Cabales: así pasó la cosa sin quitarle ni ponerle.

     DUQUE.-¡Y lo confiesa de buenas a primeras el muy descarado!

     JOSÉ.-¡Toma! Pues si es verdad.

     LUIS.-Serénese usted, amiga mía. Yo le interrogaré.

     CONDESA.-No nos interrumpan ustedes. Y di, cruel, di, ¿por qué no esperaste al emisario nuestro, que fue a llevarte la cantidad que habías exigido?

     JOSÉ.-Porque ni pude esperar, ni estaba en mi mano devolver a la chica.

     CONDESA.-¿Por qué? Habla: dilo. No, no; si has de decirme que murió, vete y no me lo digas.

     JOSÉ.-No diré yo tal cosa: que tal como a usía se la quité salió de mis manos el angelito.

     CONDESA.-Explícate pronto, pronto, por piedad.

     JOSÉ.-A las cuatro o cinco horas de haber tenido yo el grandísimo gusto de ver esa cara, de cielo...

     DUQUE.-¿Pues no se atreve a requebrarla?

     JOSÉ.-¡Sosiegue usted el pecho, señor, que no me la comeré con la vista!

     CONDESA.-Sigue, no te detengas.

     JOSÉ.-Pues, como digo, aquella misma noche topamos con uno que, al parecer, no merecía que le registráramos la bolsa; pero recordando que debajo de una mala capa suele ocultarse un buen bebedor, procedimos a esta operación; y en ella estábamos cuando, como si brotase de debajo de la tierra, se nos encaja encima una partida de tropa que, sin duda, emboscada nos aguardaba. El zipizape que allí se armaría no hay para qué explicarlo. Tuve un mal pensamiento, y ya iba a saciar mi coraje en la criatura que llevaba en los brazos...

     CONDESA.-¡Oh!

     JOSÉ.-Cuando el tal de que he hablado a ustedes me dio con un guijarro en la frente, y ahí está la señal que no me dejará mentir; me quitó la niña y apretó a correr en dirección opuesta a la que nosotros y la tropa temamos.

     CONDESA.-Y ese hombre, ¿cómo se llama, quién es, dónde está, dónde podré hallarle?

     JOSÉ.-Casualmente le he vuelto a ver, y al instantito le he conocido por varias circunstancias que yo me sé.

     CONDESA.-¿Y mi hija?

     JOSÉ.-Es, o mucho me engaño, una que va con él.

     CONDESA.-Y ¿qué tardas? ¿Dónde está ese hombre? Yo misma iré a buscarle.

     JOSÉ.-Por lo visto, a usía le interesa mucho averiguar el paradero de la chavala.

     CONDESA.-¿Eso me preguntas ahora? ¿No sabes que es mi hija? Devuélvemela, y pide en cambio lo que quieras.

     JOSÉ.-A pedir he venido, que la ocasión ha de cogerse por los cabellos, y ayúdame y te ayudaré...; y toma y daca...; y...

     LUIS.-¿Hasta cuándo va a durar esta letanía? Hable usted, o ¡vive Dios!...

     JOSÉ.-Déjese usted estar, señorito, que nadie nos corre. He sido ladrón, pero no tengo sobre mi conciencia una mala muerte. Acabo de pasar tres meses seguidos con mi madre, que es una viejecilla muy guapa, que anda con la barba por el suelo y que me quiere más que a las telas de su corazón. Tanto me ha sermoneado y tanto ha hipado la pobre..., que, la verdad..., no me da vergüenza decirlo, me ha metido en ganas de cambiar de bisiesto y hacerme hombre de bien. Pero si yo me asomo por esos mundos pueden bonitamente echarme la garra, y el hijo de mi madre no nació para verse colgado como los melones. Con el aquel de evitar esta contingencia he pedido mi indulto, y como no tengo ni una rata que me favorezca en Madrid, aprovechando las circunstancias, he dicho para mi capote: Pues, señor, vámonos a buscar a mi señora la Condesa, y a proponerle que sea mi madrina y me saque el indulto; en cambio de lo cual yo le descubriré el nombre del que se llevó la chiquita, cuál es su modo de vivir, dónde, sobre poco más o menos, se podrá darle caza, y todo lo que se me pregunte y un poco más.

     CONDESA.-Bien: te juro hacer lo que me pides. Esta tarde salgo para Madrid; mañana me arrojaré a los pies del mismo Rey, y muy pronto quedarás indultado.

     JOSÉ.-Pues trato hecho. También yo marcho a Madrid, y enviaré por la razón a casa de usía.

     CONDESA.-Sí; pero dime antes lo que deseo.

     JOSÉ.-Lo que es eso, nequáquam, señora, porque están verdes.

     LUIS.-¿Desconfías de la palabra de la Condesa?

     TERESA.-¿Y quién nos asegura que cuanto él nos ha contado no es un embrollo?

     DUQUE.-Tiene razón Teresa.

     JOSÉ.-No hay en toda España, sin agraviar a nadie, un ladrón tan honrado como yo. ¿Ve usía (A la Condesa.) este escapulario en que está pintada la Virgen de las Angustias? Pues juro por su nombre santísimo que mi boca en esta ocasión ha sido boca de verdades.

     CONDESA.-Te creo; pero sé clemente y no dilates mi ansiedad y mi pena. Por esa Virgen te lo suplico; y si es preciso, te lo suplicaré de rodillas.

     DUQUE.-¿Qué hace usted, señora?...

     JOSÉ.-Puede usía creer que esas lagrimillas me han traspasado el corazón, que lo tengo muy blando; y con esto, y para no cansar más, aquí sobra uno.

     LUIS.-No saldrás, villano, y al punto te pondremos en manos de la justicia.

     JOSÉ.-Me rindo a discreción, señorito. Ni un alfiler traigo encima. Haga usted lo que guste; pero entonces, tan cierto como que todos nos hemos de morir, y colmo que hay un Dios en el cielo, que no diré ni una palabra, y la muchacha no parecerá nunca.

     CONDESA.-Déjenle ustedes; que se vaya, que haga lo que quiera. Y ¡ay de él si me engaña!

     JOSÉ.-¿Pues no ha visto usía que he jurado por la Virgen de las Angustias?

     CONDESA.-Prométeme que te hallaré mañana en Madrid.

     JOSÉ.-Iré a Madrid, y allí sabrá usía mi escondite, que yo no desconfío de la gente de calidad. Con que hasta mañana, madrinita mía. Salud y pesetas, caballeros. Con Dios, abuela. (Vase por el foro derecha.)



ESCENA VI

Dichos, menos JOSÉ RUIZ.

     CONDESA.-¡Qué felicidad! Tenía por imposible recobrar a mi hija, y ahora confío en volverla a ver.

     DUQUE.-Advierta usted, Condesa, que antes es preciso lograr el indulto de ese bribón; y la vindicta pública...

     CONDESA.-Si algún obstáculo se presentase, a una todos procuraríamos vencerle.

     LUIS.-¡Y no faltaba más sino que no pudiésemos alcanzar cosa de tan poca importancia!

     CONDESA.-Ya lo dije: hablaré al Rey, me echaré a sus plantas y accederá a mis ruegos. ¡Es tan elocuente la voz de una madre! Y tú, Teresa, ¿por qué callas? ¿No confías también tú en abrazar de nuevo a la desdichada criatura por quien tantas lágrimas hemos vertido?

     TERESA.-¡Ay, señora de mí alma, yo estoy que se me puede ahogar con un cabello!

     DUQUE.-Hace usted mal en prometérselas tan felices.

     CONDESA.-No habrá dispuesto Dios lo que acaba de suceder para quitarme de nuevo la esperanza. Sígueme, Teresa. Vamos a enterarnos de si está ya todo preparado para el viaje. No veo el instante de llegar a Madrid.

     DUQUE.-Abríguese usted bien. Este otoño es muy fresco.

     CONDESA.-La recobraré, sí. No debo, no quiero dudarlo. (Vase con Teresa por la primera puerta de la izquierda.)



ESCENA VII

DON LUIS y el DUQUE; después, ANDRÉS y MARÍA.

     DUQUE.-Esta señora va a perder la cabeza.

     LUIS.-No es para menos lo que le pasa.

     DUQUE.-Sí, ciertamente... ¿Quién se había de figurar?... (Andrés y María se detienen junto a la verja del foro, y aquél toca la gaita.)

     LUIS.-Vea usted: ya tenemos música para solemnizar el acontecimiento.

     DUQUE.-El diablo que la resista.

     LUIS.-¡Pobre gente!

     DUQUE.-¡Eh! Váyanse al punto.

     LUIS.-Mire usted qué linda es la chiquilla.

     DUQUE.-Sí, lo será; pero, por todos los santos, que callen.

     LUIS.-Basta de música: se os pagará por que no toquéis.

     MARÍA.-Entonces, mejor que mejor. (Acercándose. Andrés permanece en el foro.)

     LUIS.-¿Qué malos vientos os traen por aquí?

     MARÍA.-De Madrid venimos, y vamos adonde nos lleven los pies; y de esta manera nos ganamos el sustento por el camino.

     LUIS.-¿Y como cuánto querrías tú que te diésemos?

     MARÍA.-Si es que nada me ha de dar su merced, mal hace en engañarme.

     LUIS.-Desconfiada eres, muchacha.

     MARÍA.-Un poquillo, que viviendo se aprende.

     LUIS.-Sí, que tú has vivido mucho. ¿Cómo te llamas?

     MARÍA.-María, para servir a Dios y a su merced. Con que, ¿hay algo para nosotros?

     LUIS.-Ya te he preguntado que con cuánto te darías por satisfecha.

     MARÍA.-Vamos, señor, déme lo que guste y no me tiente la codicia.

     LUIS.-Lo que me pidas ofrezco darte.

     MARÍA.-¿Y si pido mucho?

     LUIS.-No importa.

     MARÍA.-Pues vengan dos reales.

     LUIS.-Vayan veinte. (Dándole un duro.)

     MARÍA.-¡Veinte! ¿Qué, de veras todo esto es para mí?

     LUIS.-Sí, hermosa.

     MARÍA.-¡Un duro! ¡Un duro! ¡Qué alegría! Pero no; esto debe ser demasiado. Tenga usted ahí. (Devolviéndole el duro y yendo hacia donde está Andrés.) Padre, aquel caballero quiere darme un duro; ¿le tomo?

     ANDRÉS.-Tómale, hija mía, y besa la mano a ese señor por el bien que nos hace.

     MARÍA.-Pues venga el duro, y ahí va el beso.

     LUIS.-Ahí va el duro de balde. (Resistiéndose a que María le bese la mano.)

     MARÍA.-¡Qué buen corazón! ¿Nos permite su merced descansar un ratito a la sombra de estos árboles? ¡Hay aquí tantas flores!...

     LUIS.-Descansad en hora buena.

     MARÍA.-Y bien que lo necesita mi pobre padre. (Va en busca de Andrés y le trae de la mano hacia el proscenio.)

     LUIS.-Apuesto a que no han comido en todo el día los infelices.

     DUQUE.-Y si va usted diciendo amén a cuanto se le antoje a la niña...

     LUIS.-Pero ¿no ve usted qué graciosa es?... (Antonio y otros dos criados salen de la quinta con bultos de equipaje.)

     DUQUE.-¡Eh, Martín! (A uno de los criados.) El abrigo de don Luis y el mío dentro de la silla, por si hacen falta. (Vanse los criados por la verja del foro.)

     MARÍA.-Ea, padre siéntese usted, que estos señores lo permiten. (Haciéndole sentar en un banco.)

     LUIS.-Ese hombre está exánime.

     DUQUE.-Los pordioseros tienen muchas camándulas.

     LUIS.-Di, niña (María se acerca a él.) ¿qué le pasa a tu padre? ¿Está enfermo?

     MARÍA.-No, señor; está como alelado de resultas de una pena muy grande, que en tal día como hoy se le aumenta todos los años.

     LUIS.-¿Por qué?

     ANDRÉS.-¿Por qué?... ¡Ay, señor, porque tal día como hoy, once años ha, perdí..., todo lo perdí, todo!

     DUQUE.-De cierto va a contarnos que perdió su caudal.

     MARÍA.-No, señor; que lo que perdió fue una hija muy bonita, a quien quería más que a las niñas de sus ojos.

     DUQUE.-Y qué ¿aún llora a la difunta?

     MARÍA.-Ca; si no murió.

     DUQUE.-Pues no entiendo...

     MARÍA.-La muy pícara se le escapó de casa.

     LUIS.-¡Hola, hola!

     DUQUE.-(¡Qué cotorra es la niña!)

     MARÍA.-Y él ha dado en la manía de que la ha de buscar por toda la tierra.

     LUIS.-¡Coincidencia más rara!

     DUQUE.-En efecto: hoy llueven niños perdidos. No sé qué gusto tiene usted. (Don Luis, sin hacerle caso, se acerca a Andrés, que permanece inmóvil sentado en el banco.)

     LUIS.-Ánimo, buen viejo; por esta chica se ya lo que a usted le pasa.

     ANDRÉS.-Y ¿qué, me compadece usted, verdad?

     LUIS.-¿Cómo no, si es usted desgraciado? ¿Quiere usted contarnos sus penas?

     ANDRÉS.-Si, señor; si usted quiere oírlas...

     DUQUE.-Pero, hombre...

     LUIS.-Este es un entretenimiento como otro cualquiera. Ya escucho.

     ANDRÉS.-Vera usted, señor, verá usted qué suerte tan mala he tenido siempre. No conocí a mis padres, y en un pueblo de Galicia criáronme gitanos, de quienes huí en cuanto pude. La mujer que fue, mía luego, murió haciendome padre. ¿Oye usted esto? ¡Fui padre! Padre de una niña tan hermosa, que la gente se paraba embelesada en medio de la calle al verla pasar. Bendijo el cielo mis afanes, y pude tenerla tan compuesta como una señorita y darle educación esmerada. Acababa de cumplir dieciséis años, y un día... ¡Qué día!... La busqué por todas partes; la aguardé en vano... ¡Ay, pobre de mí! Había huido, señor; había abandonado a su padre.

     LUIS.-¿Por qué motivo?

     ANDRÉS.-Sólo pude averiguar que de cuando en cuando venía al pueblo un caballero desconocido, que no paraba en él más que una o dos horas, y que se lo había visto hablar con mi hija.

     MARÍA.-¡Por un novio dejar a su padre! Ya ve usted qué alhaja sería la criatura.

     ANDRÉS.-Di parte a la justicia. Todas las pesquisas fueron inútiles. Buscábala también yo, y un día, estando en La Coruña a la orilla del mar, la vi en una barca con un joven y con la mujer que la cuidaba, y que había desaparecido al mismo tiempo que ella. Grité como loco, y creí notar que los marineros remaban más de prisa. Los tres infames subieron a un bergantín, y el bergantín al momento se dio a la vela. Lo que entonces sentí no puedo explicarlo; pero lo cierto es que me arrojé al agua como para seguir al buque maldito que se llevaba a mi hija.

     DUQUE.-¡La ocurrencia fue singular! (Riendo. Don Luis le mira con desdén.)

     ANDRÉS.-Medio ahogado me sacaron del mar unos pescadores. Supe que aquella embarcación había salido para Cádiz. Allá me fui.

     LUIS.-¡Buen salto!

     ANDRÉS.-En Cádiz no logré hallarla. A otra parte..., a otra..., a otra. He recorrido ya casi todas las ciudades principales de España. ¡En todas pregunto por mi hija a cuantos me quieren oír! Miro a cuantos se asoman a los balcones, a cuantos entran en las iglesias, a cuantos acuden a las diversiones públicas, a cuantos van por las calles y los paseos... ¡Y riada! ¡Ni María ni su raptor, ni la mujer que la acompañaba! ¡Ninguno de los tres, ninguno! Ahora vengo de Madrid. Voy... no sé adónde. Y seguiré buscándola en vano. Pero nunca dejaré de buscarla. Dios me ha maldecido. Mi hija no parece. Otro cualquiera en mi lugar ya se hubiera muerto de pena, y yo ni eso: ni siquiera morirme. (Llorando.)

     LUIS.-Vamos, vamos, tranquilícese usted. Quién sabe si algún día...

     ANDRÉS.-¿He dicho que no la encontraré? Pues mire usted, he mentido. Juraría que he de encontrarla.

     LUIS.-Y esta chica, ¿es también hija de usted?

     ANDRÉS.-Sí, sí, señor: ésta es una perla, un ángel del cielo.

     LUIS.-Pues ponga usted en ella todo su cariño paternal, y olvídese de la que le habrá olvidado sin duda.

     MARÍA.-Eso le digo yo: que me quiera a mí solita.

     LUIS.-Cuando las cosas no tienen remedio...

     ANDRÉS.-¿Y quién piensa que ésta no lo tiene? Vaya si lo tendrá. Estoy yo muy convencido de que un día u otro he de encontrarla. Hasta hoy han sido vanos mis esfuerzos; no importa: seguiré buscándola mientras me dure la vida. Y si al fin la encuentro, juro a Dios... Mire usted, señor, la verdad es que si la encuentro, lo que haré yo será perdonárselo todo; y entonces sí que me moriré... de alegría, señor, de alegría.

     LUIS.-¡Pobre viejo!... Pero ¿qué es eso..., qué tiene usted? (Viéndole vacilar y buscar apoyo.)

     MARÍA.-¡Qué ha de tener! Que hoy no ha querido probar bocado.

     LUIS.-Antonio (A Antonio, que vuelve.), llévalos a la cocina, y que les den algo de comer.

     ANDRÉS.-No... Ya se me va pasando el vahído...

     LUIS.-Vaya usted, buen viejo; también tú, chiquilla.

     MARÍA.-¡Ca!, no..., señor, muchas gracias.

     LUIS.-Hagan ustedes lo que se les dice.

     MARÍA.-¡Ya!... Si usted nos lo manda...

     LUIS.-Lo mando.

     MARÍA.-Pues chitito..., y a comer, padre.

     ANDRÉS.-Dios se lo pague a usted, caballero.

     MARÍA.-Lo que es otro señorito como usted, ni con un candil que se le buscara. (Vanse por la segunda puerta de la izquierda. Empieza a anochecer.)



ESCENA VIII

El DUQUE y DON LUIS; a poco, la CONDESA.

     DUQUE.-Usted, amigo, dispone aquí como si estuviera en su casa.

     LUIS.-Por bien hecho dará la Condesa lo que acabo de hacer.

     DUQUE.-¡Cuidado con estarse media hora hablando con un gaitero!...

     LUIS.-Y usted, ¿por qué no se ha ido?

     DUQUE.-Al fin picó mi curiosidad el demonio del hombre con los disparates que nos ha referido. También esta gentecilla quiere echársela de sensible.

     LUIS.-Mire usted, Duque: no todos tienen medios para gozar en el mundo, pero corazón para amar y padecer a nadie le falta.

     CONDESA.-Los coches están enganchados y es hora de partir. (Entrando por la primera puerta de la izquierda.) Con que prepárense ustedes.

     DUQUE.-Yo ni siquiera tengo que volver a entrar en la quinta. Mi criado Martín ha llevado ya a la silla de posta cuanto nos pertenece a don Luis y a mí.

     LUIS.-Ruego a usted, Condesa, que me perdone lo que en su casa acabo de hacer.

     CONDESA.-Y sepamos: ¿qué es lo que usted ha hecho? (Con tono festivo.)

     LUIS.-He dispuesto que den de comer a un gaitero y a una muchacha que han venido pidiendo limosna.

     CONDESA.-Por tal atrevimiento no cuente usted con mi perdón, sino con mi gratitud.

     DUQUE.-Este señor filántropo se ha estado aquí rato no corto departiendo mano a mano con ese vagabundo.

     LUIS.-El cual, vea usted qué singular coincidencia, se halla en el mismo caso que usted.

     CONDESA.-¿Cómo así?

     LUIS.-Como que también anda buscando a su hija.

     CONDESA.-¿A su hija?

     DUQUE.-Que se le escapó con un amante.

     CONDESA.-¿Sí?

     DUQUE.-Años ha. No recuerdo cuantos ha dicho.

     LUIS.-Y desde entonces va el infeliz mendigando de pueblo en pueblo, empeñado en hallarla.

     DUQUE.-Otros con menos motivos estarán encerrados en una casa de locos.

     CONDESA.-¿De dónde vienen?

     LUIS.-Ahora, de Madrid. Cuando se quedó sin la doncellita menesterosa habitaba en Galicia.

     CONDESA.-¡En Galicia!

     LUIS.-¡Eh!... Ese grito...

     DUQUE.-Se ha puesto usted muy pálida.

     CONDESA.-¡Estoy tan nerviosa!... La venida de José Ruiz... La esperanza de recuperar a mi hija... El temor de un nuevo desengaño... No es nada, nada. Se hace tarde. A partir.

     DUQUE.-¿Irá usted en la silla?

     CONDESA.-Sí, sí, señor.

     DUQUE.-Pues voy a ver por mí mismo si todo está bien arreglado. (Vase por la verja del foro.)

     LUIS.-Yo subo a mi cuarto por un solo momento. (Vase por la primera puerta de la izquierda.)



ESCENA IX

La CONDESA; después. MARÍA.

     CONDESA.-Ese hombre... Lo que de él han contado... ¿Qué debo pensar? ¿Me arrebató acaso el cielo a mi hija porque yo abandoné a mi padre, y no quiere devolverme a la una sin que el otro...? ¡Bah! Después de tanto tiempo... A ese anciano le habrá ocurrido lo mismo que a mi padre. No soy yo la única mujer que ha huido del suyo. ¿Y he de quedarme con esta duda, con esta horrible zozobra? Averiguaré, la verdad. ¿Para qué? Segura estoy de que mis temores son infundados, y por una vana aprensión no he de retardar mi viaje. Iba a partir. Partiré. Si, partiré al punto. Es lo mejor.

     MARÍA.-¡Ah!, ya se han ido...

     CONDESA.-¿Quién eres tú? ¿Qué haces en esta casa?

     MARÍA.-Perdóneme usted, señora, creí...

     CONDESA.-¿Qué? Dilo.

     MARÍA.-(No, no se le parece al otro.)

     CONDESA.-¿Qué rezas entre dientes?

     MARÍA.-¿Es delito rezar?

     CONDESA.-¿Te burlas?

     MARÍA.-No, no, señora; líbreme Dios.

     CONDESA.-Quién eres te he preguntado ya.

     MARÍA.-Y ya hubiera yo respondido si usted no me estuviese mirando con esos ojos tan relucientes.

     CONDESA.-Habla.

     MARÍA.-Soy la hija del gaitero, a quien ha socorrido un señorito muy bueno y muy guapo que encontramos aquí.

     CONDESA.-¡Ah! ¿Ese vagabundo es tu padre?

     MARÍA.-Sí, señora.

     CONDESA.-¿Pues no dicen que anda buscando a su hija?

     MARÍA.-Y dicen bien.

     CONDESA.-¿Con que ha tenido más de una?

     MARÍA.-A la cuenta.

     CONDESA.-(Mi padre, cuando le abandoné, no tenía más hija que yo.) ¿Y por qué estáis aquí todavía?

     MARÍA.-Ya nos vamos.

     CONDESA.-Sí, marchad en seguida, en seguida. ¿Lo oyes?

     MARÍA.-No soy sorda, a Dios gracias.

     CONDESA.-(Me alarmé sin motivo. Necia he sido de veras.) (Procurando recobrarse y dirigiéndose a la quinta.)

     ANDRÉS.-(Dentro.) ¡María!

     CONDESA.-¡Ah! (Deteniéndose y dando un grito de espanto.)

     MARÍA.-No se asuste usted, que es mi padre.

     CONDESA.-¿María te llamas?

     MARÍA.-Sí, señora, María.

     CONDESA.-(¡Otro desatino! Pues no me había figurado...)

     ANDRÉS.-¡María!

     CONDESA.-¿Con que os marcharéis?

     MARÍA.-Sí, señora, sí.

     CONDESA.-No os detengáis ni un solo instante.

     MARÍA.-Está bien: nos iremos corriendo.

     CONDESA.-(¡Qué susto! Cuando la conciencia no está tranquila...) (Éntrase por la primera puerta de la izquierda.)

     MARÍA.-¡Jesús, qué pícara mujer!



ESCENA X

ANDRÉS y MARÍA.

     ANDRÉS.-¡María! ¡María! (Saliendo por la segunda puerta de la izquierda.)

     MARÍA.-Pero ¿no me ve usted?

     ANDRÉS.-Si no te llamo a ti, criatura. Si llamo a la otra...

     MARÍA.-¿A qué otra?

     ANDRÉS.-A mi hija..., a mi hija verdadera.

     MARÍA.-Vámonos al momento, padre.

     ANDRÉS.-¿Estás en tu juicio? ¡Irme ahora!

     MARÍA.-No sea usted terco, que aquí corremos peligro.

     ANDRÉS.-¿Pero no ves cómo río y cómo lloro de contento? El corazón no me engañaba. ¡Dios eterno, tú no abandonas a los pobres desventurados!

     MARÍA.-¡Pues sucedió lo que me pensaba! Ya le decía yo a usted que no bebiese tanto.

     ANDRÉS.-Si no es eso...: si es que ya la encontré; que ya encontré a mi hija; no lo dudes, a la hija de mi corazón.

     MARÍA.-Usted, por querer quitarse las penas...

     ANDRÉS.-No me desesperes. Te digo que la he visto, como a ti te estoy viendo. Al pasar por delante de una habitación en que había luz... Por poco me caigo redondo. Se me figuró que era ella misma... Luego vi que era una pintura..., un retrato..., un retrato suyo..., y no me detuve más: eché a correr, llamándola a gritos.

     MARÍA.-¡Dios mío! ¿Será cierto?

     ANDRÉS.-Mentira parece, pero te juro que es verdad. ¡Qué contenta se pondrá la pobre en cuanto me vea!

     MARÍA.-Una señora ha estado aquí hablando conmigo.

     ANDRÉS.-Ella, tal vez...

     MARÍA.-No lo quiera la Virgen Santísima, que la tal señora tiene traza de no ser nada buena.

     ANDRÉS.-Entonces no era ésa mi hija. Pronto daré con ella.

     MARÍA.-¡Ojalá! Pero... ¡pobrecita de mí!

     ANDRÉS.-¿Por qué, criatura?

     MARÍA.-Porque ahora no me va usted a querer ni tantico.

     ANDRÉS.-¡No quererte yo a ti, lucero de mis ojos! ¡A ti, por quien vivo aún; a ti, por quien puedo volverla a ver!... Pero, corramos..., corramos en su busca. Ven... Sígueme.

     MARÍA.-Tengo miedo sin saber por qué.

     ANDRÉS.-¡María, hija!... ¡Aquí estoy!... ¡Aquí está tu padre!... (Gritando y dirigiéndose hacia la primera puerta de la izquierda. Teresa, que sale por esta misma puerta con una bolsa en la mano y ataviada como para ponerse en camino, tropieza con Andrés.)



ESCENA XI

Dichos y TERESA; después, la CONDESA, DON LUIS y el DUQUE.

     TERESA.-¡Eh! ¿No tiene usted ojos en la cara?

     ANDRÉS.-¡Teresa!

     TERESA.-¡Madre de Dios!

     ANDRÉS.-(A María.) ¿Ves cómo te decía verdad?

     TERESA.-(Retrocediendo.) ¡Si será alma del otro mundo!...

     ANDRÉS.-¡Infame! Tenía pensado acabar contigo...

     TERESA.-¡Andrés!

     ANDRÉS.-No temas: todo lo olvido. Pronto, ¿dónde está?

     TERESA.-(¡Qué apuro!)

     ANDRÉS.-Habla. Si no la veo pronto, voy a morirme antes de verla.

     MARÍA.-Vamos, hable usted, que mi padrecito se pone malo.

     ANDRÉS.-(Amenazándola.) ¿Dónde está? Responde, o te mato.

     TERESA.-¡Oh!

     MARÍA.-(Deteniéndole.) ¡Padre!

     ANDRÉS.-Di.

     TERESA.-Aquí está.

     MARÍA. (Saltando de gozo, como para alegrar a Andrés.) ¿Oye usted? ¡Viva! ¡Viva!

     ANDRÉS.-¡Ay! A mí me va dar algo... No, no, Dios santo, no me mates ahora.

     TERESA.-¡Ya vienen!

     MARÍA.-Mire usted: allí.

     ANDRÉS.-(Viendo aparecer a la Condesa, y cayendo al suelo sin sentido.) ¡Oh! ¡Mi hija!

     CONDESA.-(Saliendo con sombrero y abrigo por la primera puerta de la izquierda; Don Luis viene con ella.) ¡Mi padre!

     LUIS.-¡Eh! ¿Qué dice usted?

     DUQUE.-(Presentándose en la verja del foro.) ¿Vamos?

     CONDESA.-(Bajo, a Don Luis. Vacila un momento, y luego se dirige hacia el foro.) ¡Silencio!

FIN DEL ACTO PRIMERO

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