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Acto tercero

La misma decoración.

ESCENA I

DON LUIS y TERESA.

     TERESA.-¿Y la señora?

     LUIS.-En el salón del baile, animándolo todo con su presencia.

     TERESA.-¡Qué dominio tan grande ejerce sobre sí misma!

     LUIS.-Como que no tiene corazón.

     TERESA.-Compadezcámosla, señor don Luis, que por mucho que disimule...

     LUIS.-¿Y el viejo?

     TERESA.-Sabemos que está ahí cerca, en una posada.

     LUIS.-¡Infeliz!



ESCENA II

Dichos y la CONDESA.

     CONDESA.-Teresa: ve a la posada, en que dices que se hospeda mi padre, y ruégale, en mi nombre, que venga. Introdúcele por la escalera excusada, déjale aquí y avísame al punto.

     TERESA.-Está bien. (Vase por la puerta de la derecha.)



ESCENA III

La CONDESA y DON LUIS.

     LUIS.-¿Triunfará al cabo el amor filial de vanas preocupaciones?

     CONDESA.-Antes de firmar el contrato, hablaré con mi padre, y pondré en sus manos mi suerte. ¡Si usted supiera cuánto padezco!

     LUIS.-Lo contrario suponía yo poco ha; estaba usted bailando.

     CONDESA.-No sea usted cruel. En aquel baile temí exhalar mi último aliento.

     LUIS.-Pues si tanto padece usted, ¿por qué no atropella por todo y dice la verdad a cuantos la quieran oír?

     CONDESA.-El mundo me acobarda; espántame el escándalo que tal revelación causaría. ¡Si mi padre hubiera llegado en otra ocasión! Llega cuando voy a casarme con un grande de España, cuando un monarca apadrina mi boda, cuando fundadamente espero recobrar a mi hija. ¿He de exponerme a verla deplorar que en sus venas corra mi humilde sangre mezclada con la de su noble progenitor? José Ruiz me ha escrito; díceme el lugar donde, a cualquier hora del día o de la noche, le hallará, quien de parte mía le busque; asegura que la persona de que ayer nos hablaba está en Madrid con la niña que a él le arrebató; promete noticiarme el paradero de ambos en cuanto reciba el papel. Hele aquí. (Mostrando a Don Luis un papel.)

     LUIS.-Eficaz ha sido el Ministro.

     CONDESA.-Acaba de venir y de entregarme este papel. En seguida he resuelto llamar a mi padre y pedirle a usted un favor.

     LUIS.-Mande usted.

     CONDESA.-Cierto que, aun en el caso de que hubiera de recuperar a mi hija, no lograría, probablemente, hasta mañana dar con ella; pero puedo saber esta misma noche lo que ese hombre diga. Quiero saberlo antes de obligarme a nada con mi padre. Quiero al punto mitigar, si Dios lo permite, el insufrible martirio que me ocasionan la impaciencia y la duda.

     LUIS.-Buscaré a José Ruiz.

     CONDESA.-Tome usted su carta y el indulto. (Dándole dos papeles.) ¿A quién, sino a usted, había yo de confiar el desempeño de esta comisión? Gracias. (Alargando la mano derecha a Don Luis, que se la estrecha, conmovido.)

     LUIS.-Yo se las doy a usted. ¡Y ojalá que sus esperanzas se cumplan!

     CONDESA.-Usted es quien ha de traerme o alegría, que de uno o de otro modo ponga término al conflicto de que estoy, o dolor, que todo lo remedie, acabando conmigo.



ESCENA IV

DON LUIS, y luego ANDRÉS, MARÍA y TERESA.

     LUIS.-No es, a fe, divertida la comisión. En lo posible está que ese taimado fraguara un cuento para obtener su indulto por mediación de la CONDESA. Y si ahora salimos con que nos ha engañado, no habrá más remedio que romperle el bautismo y ser después portador de malas noticias. Sepamos dónde para. (Abre y lee la carta de José Ruiz.) Afortunadamente, muy cerca de aquí.

     TERESA.-(Entrando, seguida de Andrés y María, por la puerta de la derecha.) Adelante.

     MARÍA.-(Al ver a Don Luis.) ¡Ah! El señorito bueno.

     LUIS.-(Contemplando a Andrés.) (¡Qué cara trae el desdichado! Pena me da mirarle.)

     TERESA.-(A Andrés.) Siéntese usted, si quiere.

     ANDRÉS.-Gracias.

     MARÍA.-(¡Qué fina se ha vuelto el demonio de la bruja!)

     LUIS.-(¡Ea! No hay tiempo que perder. Vamos a tener la honra de platicar con el señor don José Ruiz.) (Vase por la puerta de la derecha.)

     TERESA.-Pues aguarde usted un momento. Vendrá en seguida. (Vase por la puerta del foro, dejándola cerrada.)



ESCENA V

ANDRÉS y MARÍA.

     MARÍA.-Ya estamos aquí otra vez. ¡Vaya en gracia!

     ANDRÉS.-Hago mal; lo conozco. No he debido volver a verla.

     MARÍA.-A mí, al pisar de nuevo estas alfombras, me tiemblan las carnes.

     ANDRÉS.-Ya te dije que no me siguieras.

     MARÍA.-No era cosa de que usted viniese aquí solo. Oiga usted, oiga usted (Se oye la música del baile.) cómo se divierten por allá dentro. Y lo que es la señora no dejará de mover los pies.

     ANDRÉS.-¡Qué vergüenza! ¿A qué habré vuelto yo? Pronto saldremos de esta casa; mañana mismo de Madrid.

     MARÍA.-Cuanto más lejos de esa picaronaza, mejor.

     ANDRÉS.-No acrecientes mis penas.

     MARÍA.-Yo, claro, le tengo mala voluntad.

     ANDRÉS.-(Con acento de reconvención cariñosa.) ¡Oh!

     MARÍA.-Vamos, que no la puedo ver.

     ANDRÉS.-Con razón la detestas; pero, ¡ay, no me lo digas a mí!

     MARÍA.-Si usted me lo consintiese...

     ANDRÉS.-¿Qué?

     MARÍA.-Yo la pondría colorada; yo le diría cuántas son cinco, y de seguro sin morderme la lengua.

     ANDRÉS.-¡Hija!...

     MARÍA.-¡Si parece mentira que haya personas tan malas en el mundo!

     ANDRÉS y MARÍA.-(Viendo aparecer a la Condesa en la puerta del foro.) ¡Oh!

     MARÍA.-(¡Me ha oído!... Que rabie.)



ESCENA VI

Dichos y la CONDESA.

     CONDESA.-(Bajando al proscenio, después de haber cerrado la puerta.) Agradezco a usted, padre, que haya venido, y le ruego que me escuche.

     ANDRÉS.-Habla.

     CONDESA.-Que soy muy criminal, harto me lo dicen mis remordimientos, y no trataré de disculparme.

     MARÍA.-(Parece que no ha roto un plato en su vida.)

     CONDESA.-Siéntese usted, y le explicaré los motivos de mi fuga, y la extraña y vituperable conducta que ahora estoy observando.

     ANDRÉS.-Bien; sé breve. (Sentándose.)

     CONDESA.-Viome y enamoróse de mí ciertamente el Conde de Valmarín; correspondí a su amor, pero supe defender mi honra. Juró ser mi marido, si consentía en huir con él para que el matrimonio pudiera celebrarse fuera de España, en el supuesto de pertenecer yo a ilustre familia. ¿Cómo cerrar los oídos a tan seductor ofrecimiento? Huí, me casé. Con ciertos papeles, relativos a mi falso origen, puedo probar, a los ojos del mundo, que usted no es mi padre...

     ANDRÉS.-(Levantándose.) ¡María!

     CONDESA.-Pero si usted quiere que se descubra y publique la verdad, dispuesta estoy a hacerlo esta misma noche.

     MARÍA.-(¡Pues, zalamerías!)

     ANDRÉS.-¡Inicua, en vano pretendes engañarme!

     CONDESA.-No sólo indisculpable vanidad, sino también gravísimas consideraciones, me han impulsado a ser ingrata con usted. Tiene el mundo leyes y armas que usted no conoce; leyes injustas que no perdonan jamás; armas infames que destrozan y aniquilan. Pretendí ocultar la verdad, para no manchar los blasones de la casa de mi marido; para no comprometer la suerte futura de la hija de mi corazón.

     ANDRÉS.-¿Eres madre?

     CONDESA.-Sí, señor.

     ANDRÉS.-¡Mentira parece!

     CONDESA.-Una hija tuve, de quien me he visto privada largo tiempo, y que muy luego espero volver a ver.

     ANDRÉS.-¿Y la quieres mucho?

     CONDESA.-¡Oh! Más que a mi vida.

     ANDRÉS.-Ella me vengará; la que fue mala hija será madre desventurada.

     MARÍA.-(Así me gusta.)

     ANDRÉS.-¡Ojalá que algún día!...

     CONDESA.-¡Padre!

     ANDRÉS.-¡No...; no! Dios eterno, líbrala de semejante desgracia. El tormento de tener un mal hijo a nadie puedo yo deseárselo; a nadie, ¡ni a ti!

     MARÍA.-Y eso que a usted...

     ANDRÉS.-Partiré al punto; sálvese la memoria de tu marido; sálvese el nombre de tu hija. Adiós.

     CONDESA.-¿Así se marcha usted?

     ANDRÉS.-¿Qué más quieres?

     CONDESA.-Dice usted bien; no merezco otra cosa.

     ANDRÉS.-Ven tú, consuelo de mis penas, único sostén de este infeliz anciano. Dejemos, hija mía, los sitios que desdora nuestra presencia. (Dirigiéndose a la puerta de la derecha.) ¡No verla más! (Deteniéndose.) No, no puedo conformarme con esta idea... Es cierto! no debo irme así... Oye (Volviendo rápidamente al lado de su hija, y como asaltado de repentina idea.), las razones que me has dado me parecen muy justas, muy poderosas. Ya se ve, hay circunstancias en que un buen hijo tiene que ser malo por fuerza... Te aseguro que me has convencido. Pero ¿no habrá medio de que yo viva a tu lado, sin que el mundo pueda burlarse de ti, ni negar su respeto a la memoria de tu marido y su consideración a tu hija? Creo que ese medio existe. A ver si apruebas mi proyecto. Yo, cuando estén presentes algunos de esos señores amigos tuyos, vengo, me arrojo a tus pies, te pido perdón por haber hoy escandalizado tu casa, y te ruego que me favorezcas; tú entonces finges compadecerte de mí, y haces como que me recibes de portero, de lacayo, de cualquier cosa. Así viviremos juntos; nos veremos todos los días..., a cada momento, y nadie, nadie, podrá imaginarse... Con que trato hecho: no hay más que hablar. Nosotros sí que vamos a burlarnos del mundo. Delante de la gente, tú la señora; yo, el criado; cuando estemos solos, muy solitos, yo, tu padre; tú, mi hija adorada.

     CONDESA.-¿Qué me pide usted?

     ANDRÉS.-Ni creas que esto puede durar mucho tiempo, por instantes me van acabando los años y las penas, y cuando menos lo pienses te verás libre de tan pesada carga. Muera yo con el consuelo de saber que tú, a hurtadillas, me cerrarás los ojos.

     CONDESA.-Muy pervertido está mi corazón; mas consentir en eso que usted me propone sería el colmo de la imprudencia y de la iniquidad. No; prefiero revelar el vínculo que nos une. Una palabra, una sola, y verá usted cómo es obedecido.

     ANDRÉS.-¿De qué me sirve a mí tu obediencia? ¡Vanidad! ¡Maldita vanidad!... Comprendía yo que se pudiera asesinar por codicia, por odio, por el placer de causar daño; pero un solo día he pisado estos magníficos salones, y ya comprendo que también se puede asesinar por vanidad.

     MARÍA.-Sí, señora; tiene usted muy mal corazón.

     ANDRÉS.-Perdóname; no sé lo que me digo. No quiero afligirte cuando te voy a dejar para siempre... Vamos. ¿me permites que te dé un abrazo de despedida?

     CONDESA.-¡Padre!...

     ANDRÉS.-¡María! ¡María! (Abrazándola.) No sabes cuánto bien me ha hecho este abrazo. Gracias, hija acuérdate alguna vez de tu padre, que no te olvidará nunca.

     MARÍA.-¡Y le dejará que se vaya!

     ANDRÉS.-Se acabó. (Enjugándose las lágrimas.) Tú tendrás que hacer. Sin duda, te aguardan para el baile (Óyese de nuevo la música.) y te estoy molestando. Adiós; me voy contento, muy contento... (Haciendo esfuerzos para contener sus sollozos.)

     MARÍA.-Llore usted, que si no luego va a ser peor.

     ANDRÉS.-La verdad es que se me parte la cabeza, que apenas puedo respirar.

     CONDESA.-Quédese usted entonces, quédese usted.

     ANDRÉS.-Gracias...: no te inquietes. Se me pasará pronto... Adiós, adiós para siempre.

     CONDESA.-Aborrézcame usted...; desprécieme usted. Mi culpa debe ser castigada.

     ANDRÉS.-¡Qué locura! No, nada de eso... Otro abrazo... Es el ultimo. Ea, ahora si que me voy. (Enjugándose las lágrimas y fingiendo alegría.)

     CONDESA.-(Alargándole un bolsillo, que saca de un mueble.) Pero antes...

     ANDRÉS.-¿Qué me das ahí?

     CONDESA.-Torne usted.

     ANDRÉS.-¿Dinero acaso? Para buscar un corazón llamé a tus puertas, no para buscar una limosna.

     CONDESA.-Torne usted.

     ANDRÉS.-No, no lo tomo, no lo quiero...: no lo necesito.

     MARÍA.-No, señora; no queremos nada de usted. Por de pronto, no nos moriremos de hambre, y luego yo trabajaré para él, y Dios me ayudará. Con que guárdese usted su dinero para lo que le haga falta. Nosotros, ya lo dije, de usted nada queremos...; nada, ni pan bendito.

     ANDRÉS.-Calla, hija, calla.

     MARÍA.-No, señor, no quiero callar. Y si usted no fuera tan... tan... ¿Qué sé yo como decirlo? En su lugar de usted había yo de verme..., y vaya si me las había de pagar.

     ANDRÉS.-Hija, vámonos.

     CONDESA.-¿Por qué llama usted hija a esta niña? ¿Por qué ella le dice a usted padre?

     MARÍA.-Porque sí, señora, ¿está usted?, porque sí. Vámonos.

     ANDRÉS.-Esta niña sabe que no es hija mía, y ya la has oído.

     MARÍA.-Pues, ya me ha oído usted.

     ANDRÉS.-Por mí se ve reducida a la miseria, y me adora.

     MARÍA.-Con alma y vida.

     ANDRÉS.-A no haber sido por ella, tiempo hace que me hubiera muerto de pesadumbre.

     MARÍA.-(Llorando.) Y a no haber sido por él, a mí me hubieran matado los ladrones.

     CONDESA.-¿Qué ladrones?

     ANDRÉS.-Unos que, sin duda, se la habrían arrebatado a su familia cuando yo tuve la dicha de salvarla. Adiós. (Dando un paso hacia la puerta de la derecha.)

     CONDESA.-¿Dónde? (Deteniéndole.)

     ANDRÉS.-En un camino de Andalucía.

     CONDESA.-¿Cuándo?

     ANDRÉS.-Hace ocho años.

     CONDESA.-¿El día? ¿Lo recuerda usted?

     ANDRÉS.-Sí.

     CONDESA.-¿Qué día?

     ANDRÉS.-El quince de febrero.

     CONDESA.-¡Jesús!... No, no puede ser. (Óyese llamar a la puerta del foro.)

     ANDRÉS.-Llaman. Que no nos vean.

     CONDESA.-Quédese usted.

     ANDRÉS.-¿Qué tienes?

     LUIS.-(Dentro.) Abra usted, soy yo.

     CONDESA.-(Abriendo la puerta.) ¡Ah!

     MARÍA.-(¿Qué le da ahora?)



ESCENA VII

Dichos y DON LUIS.

     CONDESA.-(Llevándosele a un extremo del escenario.) ¿Ha visto usted a ese hombre?

     LUIS.-Sí.

     CONDESA.-¿Y qué?

     LUIS.-(Mirando a Andrés y a María.) No vuelvo de mi asombro.

     CONDESA.-Hable usted.

     LUIS.-El que hoy debe tener consigo a su hija de usted es...

     CONDESA.-¿Quién?

     LUIS.-Júzguelo usted misma. Es un gaitero. Se llama Andrés, y el otro asegura que ayer tarde le encontró en el camino de la quinta.

     CONDESA.-¿Luego es mi padre?

     LUIS.-Sin duda.

     CONDESA.-Padre (Corriendo hacia él.), esta niña es la que usted, arrebató a unos bandidos hace ocho años?

     ANDRÉS.-Pues ¿no te lo dije?

     CONDESA.-Y ¿por qué la conservó usted a su lado?

     ANDRÉS.-Porque yo necesitaba de alguien a quien amar. María la llamé, y muchas veces me figuré que no te había perdido.

     CONDESA.-¡Si no puedo creerlo! ¡Dios santo! ¡Voy a volverme loca!

     ANDRÉS.-Pero ¿qué te sucede? Explícate.

     CONDESA.-¿Sabe usted a qué madre desventurada robaron la niña, que hoy tiene usted en su poder?

     ANDRÉS.-Dilo.

     CONDESA.-¿Sabe usted quién es esta niña?

     ANDRÉS.-Acaba.

     MARÍA.-Sí.

     CONDESA.-Esta niña...

     LUIS.-Es nieta de usted.

     CONDESA.-¡Es la hija de mis entrañas!

     MARÍA.-(Dando un grito.) ¡Ah!

     ANDRÉS.-¡Justicia de Dios!

     MARÍA.-(Apartándose de ella rápidamente, como llena de horror.) ¿Esa... ésa es mi madre?

     CONDESA.-Sí, hija mía; tu madre, que te adora.

     MARÍA.-Dios de mi alma, ¿qué pecado he cometido yo para que sea mi madre esta mujer?

     CONDESA.-(Cubriéndose el rostro con ambas manos.) ¡Virgen santísima!

     ANDRÉS.-Te devuelvo a tu hija. Yo parto para salvar su nombre.

     MARÍA.-¿Usted va a marcharse?

     ANDRÉS.-Si: es preciso.

     MARÍA.-Pero es que yo no me quedo aquí... Yo me voy con usted.

     ANDRÉS.-Aquí serás rica.

     MARÍA.-Si yo no tengo afición al dinero.

     LUIS.-Aquí llevarás un nombre ilustre.

     MARÍA.-Si a mí me gusta mucho llamarme María.

     ANDRÉS.-Aquí está tu madre.

     MARÍA.-Pues por eso me quiero ir. (Abrazándose a Andrés.)

     CONDESA.-¿Qué dices, desdichada?

     MARÍA.-Que yo no quiero que usted sea mi madre; que yo no la quiero a usted; que no la querré nunca.

     CONDESA.-¡Oh, dígale usted (A Andrés.) que Dios manda que los hijos amen a sus padres!

     MARÍA.-Pues si lo manda Dios, ¿por qué no ama usted al suyo?

     ANDRÉS.-¡Oh, Providencia!

     CONDESA.-¡Mira que he llorado ocho años por ti!

     MARÍA.-Mucho más ha llorado él por usted.

     CONDESA.-¡Qué horrible tormento!

     ANDRÉS.-¿Ves ahora lo que yo te decía?

     CONDESA.-¡Oh! (Dando un grito.) ¿Qué he hecho yo con usted? ¡Perdón, padre, perdón! (Arrojándose a sus plantas e inclinando la frente hasta el suelo.)



ESCENA ULTIMA

Dichos y el DUQUE.

     DUQUE.-(Dentro.) Pero ¿dónde está?

     ANDRÉS.-¡Oh!

     LUIS.-No hemos cerrado esa puerta.

     CONDESA.-(Sin levantarse.) No importa.

     DUQUE.-CONDESA, el notario... ¿Qué veo?... ¡Otra vez!

     CONDESA.-(Levantándose y mostrándosela al Duque.) Mi hija.

     DUQUE.-¡Ah!...

     CONDESA.-(Señalándole.) Mi padre.

     DUQUE.-¡Eh!...

     CONDESA.-Mi padre verdadero.

     ANDRÉS.-¿Qué haces?

     LUIS.-(Con íntima satisfacción.) Lo que debe.

     CONDESA.-(Llamándola con profundo desconsuelo y abriendo los brazos.) ¡Hija!

     MARÍA.-¡Madre; madre de mi alma! (Arrojándose en los brazos de la Condesa.)

     CONDESA.-¡Bendita sea la justicia de Dios!

     ANDRÉS.-¡Bendita su misericordia!

FIN DEL DRAMA

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