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Los estudios universitarios en Córdoba del Tucumán. Dificultades que allí se ofrecían para la publicación de los trabajos literarios. Las imprentas de los Jesuitas en el Paraguay y Ambato. Resuelve el Colegio de Monserrat encargar a España los materiales para fundar una imprenta. Llegan a Córdoba. La Provincia de la Compañía de Jesús de Chile y Paraguay comisiona al padre Matías Boza para que obtenga en Lima la licencia para fundar la imprenta. Condiciones bajo las cuales le es concedida por el Virrey Amat. La imprenta comienza a funcionar. Su fin prematuro. Gestiones practicadas posteriormente para fundar otra imprenta en Córdoba. Su establecimiento definitivo. Autores que se han ocupado de la materia (nota).
Es ajeno a la índole del presente trabajo bibliográfico hacer la historia de los estudios universitarios en Córdoba del Tucumán y especialmente de los que la Compañía de Jesús estableció allí ya desde 1614, cuando aún no se había enterado medio siglo desde que don Jerónimo Luis de Cabrera echara los cimientos de la ciudad.
Es lo cierto, sin embargo, que a mediados del siglo XVIII el Colegio de Monserrat que regentaban los Jesuitas, fundado por don Ignacio Duarte Quirés en 1686, había adquirido un auge y prestigio considerables, y que a él concurrían, no sólo los estudiantes de la misma provincia, sino también los de otras más distantes, en busca de la instrucción que no podían hallar en las propias por falta de los maestros y establecimientos necesarios.
Los directores del colegio jesuita de Monserrat comprendían perfectamente que si sus aulas se veían concurridas y que si entre los alumnos no faltaban ingenios distinguidos capaces de dar muestras más o menos cabales de su aprovechamiento y cultura intelectual, los trabajos que compusieran estaban de hecho destinados a quedar en clase de manuscritos, y así, en situación de perderse para la posteridad, o siquiera para el aplauso de los contemporáneos. En un establecimiento, como aquél, además, en —276→ que por sus constituciones los que cursaban sus aulas estaban obligados a sostener actos públicos, las tesis que se les exigía para graduarse en las distintas Facultades que abrazaba la enseñanza, se hacían difíciles y carecían del brillo necesario, si no se contaba con una imprenta que facilitase aquellos actos y levantase el estímulo de los examinandos.
Es cierto que, como hemos visto, la misma Compañía de Jesús había logrado fundir tipos y con ellos componer obras apreciables, sobre todo de lingüística americana, en las misiones del Paraguay; pero, aparte de que esos materiales tenían en realidad ese objeto con preferencia a cualquier otro, la distancia que mediaba entre aquellos pueblos y la ciudad de Córdoba era inmensa, y de hecho venía a impedir toda tentativa de buscar esa prensa para las inmediatas exigencias derivadas de publicaciones del momento que debían aparecer en días más o menos cercanos. Quedaba también, es verdad, el recurso de ocurrir a Lima y aún a España; pero la misma inmensa distancia y los costos, superiores a toda ponderación, venían a cortar de raíz cualquiera tentativa de impresión.
Persuadidos los jesuitas de tan insuperables dificultades, habían introducido ya por aquellos años la imprenta en Ambato, ciudad mediterránea de la Capitanía general de Quito, y con ella daban a luz los documentos que deseaban entregar al público. Y siguiendo ese ejemplo, y en vista de los buenos resultados que tenían experimentados ya, se propusieron hacer otro tanto en Córdoba del Tucumán, que por sus condiciones topográficas y ser también notable centro de estudiantes, se halla en condiciones análogas a las de la ciudad ecuatoriana.
Con el fin de realizar ese propósito, hicieron venir
de España los elementos necesarios para establecer
allí una imprenta, que, como decían, «facilitase
las tablas y conclusiones para los actos literarios, imprimiéndose
al mismo tiempo las obras que se ofreciesen de aquellos distritos,
que muchas veces no se publican ni dan a luz por falta de
esta oficina, con dispendio de la cultura de las repúblicas.»
No hay constancia de la fecha en que naciera tan acertado pensamiento, ni del año preciso en que los materiales encargados llegasen a Córdoba, aunque sí de que en 1765 estaban allí.
Pero eso no era todavía bastante. Quedaba aún por obtener, conforme a las leyes, el respectivo permiso de las autoridades, y de ello se encargó el padre Matías Boza318, procurador general de la Provincia de Chile, munido para el caso del competente poder de las del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán.
En efecto, mediado aquel año de 1765, se presentó en Lima con la solicitud del caso, acompañando a ella muestra de los tipos que debían usarse en las impresiones y ofreciendo que, en todo evento, antes de dar a luz —278→ cualquier trabajo, se obtendrían las licencias y aprobaciones del Ordinario, y, por lo tocante a la jurisdicción real, la del Gobernador o su teniente.
Servía entonces el cargo de Virrey del Perú don Manuel de Amat y Junient, quien dio luego vista de todo al Fiscal, funcionario que aprobó sin reparo la solicitud del jesuita, con la precisa calidad de que se guardasen y cumpliesen las leyes de Indias pertinentes al caso y de que los Gobernadores y Justicias de la Provincia celasen y cuidasen de su estricta aplicación.
En vista de tan caracterizado parecer, el Virrey libró decreto autorizando el establecimiento de la Imprenta que pretendían fundar los Jesuitas, agregando sí, de acuerdo con las leyes vigentes entonces, que no se publicase ningún libro de materia de Indias, sin especial licencia del Rey despachada por el Consejo, ni papel alguno en derecho sin permiso del Tribunal ante quien pendiese el negocio, ni arte o vocabulario de lengua de los indios sin que se examinase primero por la Real Audiencia del distrito, y con la obligación de que de los libros o papeles impresos previas las formalidades indicadas, se reservasen veinte para remitir al Consejo de Indias.
Después
de ese decreto que, por más restrictivo que parezca,
estaba en un todo ajustado a lo mandado por las leyes, el
padre Boza se apresuró a cubrir el impuesto de medianata
y conducción a España de la licencia, que,
en todo, ascendió a ciento dieciocho pesos; y todavía,
como en manifestación del contento que aquella autorización
le producía, fuese a la Contaduría y enteró
allí cien pesos en calidad de donativo a Su Majestad
«por la licencia que se le concedió, se lee en la
anotación de la partida, por este Superior Gobierno
para erigir en su Real Colegio de Monserrat de la ciudad
de Córdoba del Tucumán una oficina de Imprenta.»
Es de suponer el júbilo con que en Córdoba se recibiría la fausta noticia; y lo cierto es que sin pérdida de tiempo se montó el taller en el mismo Colegio de Monserrat y que ya en 1766 daba a luz las Cinco laudatorias de Duarte Quirós de que hablaremos en el texto.
Desgraciadamente, la existencia de esa Imprenta debía ser demasiado efímera, pues cuando apenas regalaba al público las primicias de sus beneficios, meses más tarde Carlos III decretaba la expulsión de la Orden de Jesús de todos sus dominios. Pero sus materiales no iban a perderse. Olvidados durante algunos años en el local del mismo Colegio que habían alegrado con el ruido de la prensa, pronto iba a llegar el día en que trasladados a la capital del virreinato servirían de base a la Imprenta de los Niños Expósitos, de cuyas producciones nos toca ocuparnos en la tercera parte de esta bibliografía319.
—279→Los franciscanos, que sucedieron a los jesuitas en la dirección del Colegio de Monserrat, no comprendieron en realidad la importancia que tenía el establecimiento tipográfico que allí existía, si bien es cierto que no se hallaba en la ciudad, y acaso en todo el virreinato, un maestro impresor que reemplazase al religioso lego que para el intento ocupaban los jesuitas. Sin embargo, lejos de prestarle la atención que merecía aquel valioso taller, toleraron que los jóvenes estudiantes se apropiasen de algunos tipos para aplicarlos a otros usos, descabalando algunas suertes. No tardaría mucho sin que tuviesen que arrepentirse de una desidia verdaderamente incomprensible.
El Colegio siguió funcionando y los estudiantes hubieron de continuar siempre compaginando sus tesis, pero como ya la Imprenta había sido trasladada a Buenos Aires en 1780, cuando siete años más tarde comenzaron a sentir la falta que hacía el establecimiento tipográfico que dejaran escapar, no hubo más remedio que tratar de reponerlo.
A este efecto, el padre fray Pedro Guitián, hombre de cierto mérito que se había ya hecho notar sobre la generalidad de sus antecesores320 en el rectorado universitario, comisionó a don Manuel Antonio Talavera, maestro en Artes por la misma Universidad de Córdoba, destinado a adquirir más tarde cierta celebridad, y que por aquel entonces era pasante del Colegio, para que gestionase ante las autoridades de la capital del virreinato el establecimiento de otra imprenta que reemplazase a la que allí había existido.
En desempeño
de ese cometido, Talavera se trasladó a Buenos Aires,
y sin pérdida de tiempo se presentó al Virrey.
Hízole una breve exposición de la fundación
de la primitiva imprenta y declaró que por carecer
ya de ella el Colegio, «no se podían dar a luz pública
los papeles curiosos y actos literarios, con grave perjuicio
de los estudiantes, por infinidad de papeles de conclusiones
que manuscriben para el repartimiento de sus funciones, en
que, por lo común, peligran su salud, por agravárseles
con ese motivo nueva tarea a las que diariamente sufren en
las aulas, escribiendo tres horas...»
. Pedía, pues,
que se le concediese al Colegio segunda licencia para poder
traer de Europa los elementos necesarios a fin de fundar
un nuevo taller tipográfico.
Como era corriente en la tramitación oficial de la colonia, el Virrey quiso oír sobre el particular la opinión del Fiscal, cargo que desempeñaba por esos días don Fernando Márquez de la Plata. Dio este funcionario su vista seis meses después, en febrero de 1788: considerable tardanza que sin duda se explica por el grave asunto personal que preocupaba por entonces al maestro Talavera, de que en su lugar trataremos. Lo cierto fue que la opinión fiscal estuvo distante de ser meramente aprobatoria del proyecto, como parece podría creerse lo fuera en vista de su importancia e indiscutible utilidad. Pues, nada. Dijo Márquez de la Plata bajo su firma que el hecho de haberse desprendido el Colegio de Monserrat de la Imprenta que había heredado de los Jesuitas, acaso implicaba una renuncia de —280→ la licencia que para su uso le concedió el Virrey Amat, y que, de otorgársela nuevamente, podía perjudicarse a la Casa de Expósitos en cuyo exclusivo beneficio se había establecido el privilegio de ser la única editora de las cartillas y catones que debían usarse en todo el distrito del virreinato; concluyendo por insinuar la conveniencia de que sobre todo se oyese al gobernador-intendente de la provincia de Córdoba.
Servía en aquella
época ese cargo el Marqués de Sobremonte, virrey
más tarde, quien, a vuelta de correo, informó
desvaneciendo los escrúpulos manifestados por el Fiscal.
«Considero ser conviente, dijo, para los fines que expresa
dicha instancia, y en los términos que le fue concedida
por el Excelentísimo señor D. Manuel de Amat,
y por las razones que se expusieron a S. E. en aquel tiempo,
que aún subsisten con mayor fundamento en el día,
por el aumento que ha tenido aquel Colegio de algunos años
a esta parte, empleándose mucho tiempo en las conclusiones
y ejemplares que tienen que sacar (los estudiantes) lo que
les sirve de atraso y fatiga»
. Por lo tocante al temido perjuicio
que pudiera acarrearse a la Casa de Expósitos, agregó,
con una altura de miras que le honra, que jamás ese
perjuicio, caso de existir, podía ponerse en parangón
con las manifiestas ventajas que la fundación de una
nueva imprenta necesariamente estaba destinada a producir;
y para evitar que, si el establecimiento llegaba a montarse,
pudiese alguna vez temerse que por falta de impresor corriese
allí la misma suerte que el primero, indicaba la medida
muy conveniente de que se trajese de España un impresor
a contrata que vigilase por la conservación del taller.
En realidad las razones alegadas por el Marqués eran
convincentes y produjeron desde luego el efecto de modificar
la opinión del Fiscal en un sentido favorable a las
pretensiones de Talavera. «No pudiendo dudarse, dijo en una
segunda vista que emitió con fecha 21 de julio de
1788, de la frecuencia de actos literarios que se ejecutan
en el Colegio o Universidad de Córdoba, y el mucho
tiempo y demora que sufren los estudiantes en ocurrir a esta
capital para imprimir las tablas o cuadernos de conclusiones
que acostumbran repartir para los exámenes públicos
a que se presentan; y debiéndose, por otra parte,
al beneficio y mayor lucimiento del expresado colegio, no
encuentra reparo el Fiscal en que se le otorgue la licencia
que solicita para traer de España las letras o caracteres
necesarios para establecer una imprenta; entendiéndose
con la prevención o limitación de que sólo
ha de ser para el preciso destino de imprimir las tablas
o cuadernos de tesis y conclusiones que se reparten de las
Facultades que se enseñan en el expresado Colegio,
precediendo la censura del Ordinario Eclesiástico
y permiso del Gobierno en quien resida el vicepatronato real»
.
Era evidente que de esa manera todo se conciliaba: ni el Colegio se privaría de los elementos necesarios para celebrar con brillo sus funciones y aliviar a los estudiantes, ni la Casa de Expósitos de Buenos Aires sería defraudada en los proventos que pudiesen resultarle, conforme al privilegio —281→ establecido de que gozaba por disposición real, de la venta de las Cartillas y Catones que se usaban en las escuelas del distrito del virreinato.
Desgraciadamente, la instancia iniciada por Talavera no pasó más allá. Ignoramos si el Virrey concedió al fin la licencia solicitada, o, si las cosas ya en ese estado, recibiera Talavera orden de cesar en sus gestiones, como es lo más probable, tal vez porque el Colegio comprendiera que no podía hacer el gasto de la imprenta proyectada, o porque, mal que mal, se resignasen los estudiantes a enviar a imprimir sus tesis a Buenos Aires, como aconteció con no poca frecuencia.
Dentro del plan que nos hemos trazado no nos incumbe historiar cómo la Imprenta vino a establecerse al fin definitivamente en Córdoba. Baste saber que en el año de 1824 funcionaba allí con regularidad un taller tipográfico capaz de imprimir una publicación periódica de considerable extensión321.
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Introducción de la imprenta en algunas de las ciudades americanas. Dificultades que tenían que vencer los escritores chilenos para la impresión de sus obras. Gestiones hechas por el Cabildo de Santiago para establecer una imprenta. Resolución que merecen del monarca. Cómo se imponía la necesidad de una imprenta. Primeros ensayos del arte de imprimir en Chile. Biografía de D. José Camilo Gallardo, el primer impresor conocido de Chile. Fecha de su nacimiento. Es nombrado bedel mayor de la Universidad de San Felipe. Sus primeros trabajos tipográficos. Su apogeo en el arte. Sus diligencias para ser nombrado sota-síndico del Cabildo de la capital. Los patriotas le destituyen en 1817. Continúa publicando los almanaques. Un plagio literario. Suerte que han corrido muchos de los impresos de Gallardo. Últimas noticias de su familia. La Junta Gubernativa encarga una imprenta a Buenos Aires y no se logra obtenerla. Don Mateo Arnaldo Hoevel pide una a Estados Unidos. Llega a Valparaíso en la fragata Galloway. Nombramiento de Camilo Henríquez para redactor de La Aurora. Sale a luz este periódico. Cuidados que presta el Gobierno al taller tipográfico. Biografía de Hoevel. Sus primeros años. Viene a Chile en la fragata Grampus y ésta es apresada en Talcahuano. Reclamaciones que interpone en España. Su regreso a Chile. Su intervención en los sucesos de la revolución de la independencia. Es juzgado por Osorio y desterrado a Juan Fernández. Después de Chacabuco es nombrado intendente de Santiago. Funda el Semanario de policía. Es destituido del puesto y nombrado contador de la Armada en Valparaíso. Su muerte. Noticias de su familia. Su testamento (nota). Datos sobre los primeros tipógrafos. Muerte trágica de Burbidge. Proyectos de Burr Johnston. Es nombrado ciudadano chileno. Garrison se avecinda en Chile. Conclusión.
Méjico fue la primera ciudad del Nuevo Mundo que tuvo imprenta. Se conoce un libro publicado en aquella capital con fecha de 1540 y aún se cita alguno que viera la luz pública un año antes.
En la América del Sur, puede gloriarse de esa fortuna Lima. Antonio Ricardo, un italiano que había tenido su taller en Méjico, fue el primero que en 1584 imprimió allí la Doctrina christiana en quichua y aimará.
Los jesuitas dieron a luz en algunos pueblos del Paraguay, entre los años de 1705 y 1727, varios libros de devoción y el Arte de la lengua guaraní, del padre Antonio Ruiz de Montoya.
—298→En 1766, en las vísperas de la expulsión, la misma Orden fundaba una imprenta en su Colegio de Monserrat en Córdoba del Tucumán, que algunos años más tarde fue transladada a Buenos Aires para servir de base a la de los «Niños Huérfanos», que dio comienzo a sus labores en 1780 y cuya historia ha escrito el erudito bibliógrafo argentino don Juan María Gutiérrez322.
En Chile, está demás decirlo, no hubo propiamente imprenta durante todo el período colonial.
El que quería, pues, ver su nombre en letras
de molde no tenía más recurso (como aconteció
muchas veces) que hacer en persona el viaje a Lima o a España,
o fiarse de la honradez de un agente. Al famoso obispo fray
Gaspar de Villarroel le sucedieron a este respecto (por no
citar más de un caso) percances muy desagradables.
Había encomendado a cierta persona algunos manuscritos,
distrayendo no pequeña suma de su fondo de limosnas,
para que se publicasen en España, y al fin de cuentas
resultó que los cajoncillos que los llevaban, los
que no hicieron naufragio en el mar, corrieron borrasca en
la Península, habiéndose alzado el emisario
con el dinero y abandonado su encargo. Meléndez, recordando
varios ejemplos de esta naturaleza, concluye con razón
que «todo este riesgo tienen los pobres escritores de las
Indias que remiten sus libros a imprimirlos a España,
que se quedan con el dinero los correspondientes, siendo
tierra en que lo saben hacer, porque hay muchas necesidades,
aún estando presentes los dueños, cuando más
en las largas distancias de las Indias, y echan el libro
al carnero y al triste autor en olvido»
323. «Si muchos de los
excelentes frutos del ingenio americano, dice el Mercurio
Peruano, han quedado sepultados en el olvido, sin lograr
por la impresión la recompensa de la fama, fue efecto
en los pasados tiempos de la imposibilidad de costearla,
y del riesgo que había en remitirlos a Europa»
324. «Pocas
obras han dado a luz los criollos que yo pueda citar, agrega
Gómez de Vidaurre, para garantir la verdad de lo que
yo aquí me he avanzado a decir; pero esto no ha sido
porque no
—299→
se hayan aplicado ellos a componer diversas, sino
porque los inmensos gastos de la impresión fuera del
reino, donde hasta hoy no ha habido imprenta, las han dejado
en el olvido de manuscritos»
325. Todavía a los comienzos
de este siglo, un chileno que se encontraba en Europa, exclamaba:
«¡Qué desconsuelo para un buen patriota que ha consumido
sus años y gastado su dinero el ver que para comunicar
sus tareas al público no le bastaba la vida regular
de un hombre!»
326
Para dar a luz sus trabajos, veíanse, así, los chilenos obligados a recurrir al extranjero, es decir, a la Península o a alguna ciudad de las colonias españolas de América, especialmente a Lima, que por su proximidad a este país y por sus relaciones mercantiles con Santiago, ofrecía para el caso más facilidades que ninguna otra. Pero esas publicaciones fueron en realidad tan pocas, que pueden contarse con los dedos de la mano. La mayor parte de los trabajos de nuestros escritores hubieron, de ese modo, de permanecer inéditos, como aún permanecen muchos de aquel tiempo por la falta que había de una imprenta en el país.
Es un hecho realmente sorprendente que nadie durante más de dos siglos siquiera pensase en remediar tamaño mal. En los expedientes coloniales no se encuentra la menor alusión a este punto. Por muy poco trabajo que los que manejaban una pluma -que en Chile no eran tan pocos- hubiesen proporcionado a un taller tipográfico, jamás pudieron faltar los elementos suficientes para dar vida a un pequeño establecimiento, sin más que pensar cuánto material hubieran suministrado los documentos oficiales. Y tanto es así, que cuando hubo imprenta en Santiago, nunca sus directores se quejaron de falta de trabajo.
La verdad es, sin embargo, que sólo a fines del siglo pasado el Cabildo de Santiago escribió al Rey pidiéndole permiso para establecer una imprenta por cuenta de los propios de la ciudad.
Los cabildantes creían, con razón, que el establecimiento de una imprenta en el país, no sólo fomentaría la difusión de las luces, sino que también sería una fuente de entradas para el municipio327.
—300→He aquí, ahora, la respuesta que el soberano dio a la petición de los cabildantes santiaguinos:
Esto es lo único que nos ha quedado de aquel bello proyecto que tanto habría influido sin duda alguna en la ilustración del país.
Don Juan Egaña sostuvo que la Audiencia se había negado a prestar el informe que se le pedía, y que probablemente recibiría orden reservada para no hacerlo328.
No opinamos de la misma manera, habiendo sido acaso lo más probable, como lo observa el señor Amunátegui, que los capitulares, desanimados con tal largas dilaciones, desistieron de su patriótico propósito329.
A medida que los años pasaban, la necesidad de una imprenta se hacía sentir cada día con mayor fuerza, como era natural.
Era realmente triste ver que el Presidente de Chile tuviese necesidad de ocurrir a Buenos Aires, en 1803, ¡a principios de este siglo!, para hacer imprimir allí el Reglamento del Hospicio de Pobres de la ciudad de Santiago330.
Aquello se hacía ya intolerable y no era posible que continuase por mucho tiempo.
El mismo don
Juan Egaña a quien acabamos de referirnos, decía,
en efecto, en agosto de 1810 al presidente don Mateo de Toro
Zambrano: «Convendría en las críticas circunstancias
del día costear una imprenta,
—301→
aunque sea del fondo
más sagrado, para uniformar la opinión pública
a los principios del gobierno. A un pueblo sin mayores luces
y sin arbitrios de imponerse en las razones de orden puede
seducirlo el que tenga más verbosidad y arrojo»
.
La carencia de imprenta, sin embargo, no fue absoluta durante la colonia. Consta de documentos auténticos que se insertan más adelante, que ya en 1780 no faltaba quien pudiese estampar en Santiago con letras de molde nada menos que un folleto en cuarto de dieciséis páginas. Un hombre que ocupaba en nuestra sociedad colonial una buena posición social y que tenía fundado todo su anhelo en la educación de uno de sus hijos, había querido que éste rindiese un examen público ante los doctores de la Universidad de San Felipe con todo el esplendor que fuera posible, y al efecto logró que un impresor, cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros, compusiese en caracteres de molde la tesis que iba a sostener su hijo. ¡Noble y valiente empeño que al fin, por desgracia, no había de ser dignamente correspondido!331
Aquel ensayo puede decirse, con todo, que fue aislado. La prueba quedaba hecha, pero faltaron los imitadores, al menos los que pudiéramos considerar a su altura, y es necesario que dejemos pasar veinte años cabales antes de que podamos recoger una muestra verdadera del arte de la imprenta en Santiago, y la prueba iba a darla esta vez un joven chileno, digno de toda la consideración de los que cultivan las letras en Chile. Este joven, destinado al fin a morir en la oscuridad y en la pobreza, llamábase don José Camilo Gallardo.
Fue don José Camilo Gallardo bautizado en la catedral de Santiago el 21 de julio de 1774332. Un deudo suyo me asegura que siendo niño fue enviado por su padre a España - cosa que dificultamos mucho - y que de allá trajo los caracteres de imprenta con que, sin duda, más como aficionado que como comerciante, dio comienzo a su tareas de impresor.
Era todavía muy joven cuando fue nombrado bedel mayor de la Universidad de San Felipe. Por no haber podido disponer de los libros de la corporación, no alcanzamos a precisar la fecha exacta en que obtuvo ese título; pero consta de documentos que hemos tenido a la vista que en 1796, cuando apenas contaba veintidós años, servía ya aquel cargo, si bien modesto, no falto de cierta confianza333.
Gallardo desempeñó el puesto durante muchos años, y que al fin hubo de heredar después uno de sus deudos a quien todos hemos conocido -don —302→ Félix León Gallardo. Damos en nota un documento que no deja de ser curioso, en que se ve su firma al pie, correspondiente al año de 1811334.
Dos años más tarde cuando se fundó el Instituto Nacional, Gallardo conservaba aún su título de bedel mayor y algunos de los emolumentos anexos al cargo335.
Sea cual fuere la manera cómo Gallardo se había proporcionado sus tipos y útiles de imprenta, es lo cierto que había establecido su taller en la misma Universidad.
«En las oficinas interiores, repite el señor Barros Arana, había algunas libras de tipos con los cuales se imprimían, usando la tinta común de escribir, esquelas de citación, portadas para los libros del archivo, y algunas oraciones para el rezo o ciertas órdenes circulares de los provinciales de los conventos, que sólo formaban una hoja; pero ese material habría sido insuficiente para imprimir un libro o un opúsculo»336. |
Sus razones tendría el señor Barros Arana para contarnos la clase de obras que en la Universidad se imprimían; pero no podemos menos de disentir de su respetable opinión en aquello de que el impresor usaba la tinta común de escribir -cosa que cualquiera del oficio sabe que es imposible tratándose de letras de molde- y especialmente en que no se pudiese —303→ imprimir un opúsculo, pues los dos añalejos que citamos en esta bibliografía bajo los números 14 y 15 demuestran precisamente lo contrario337.
Esos añalejos marcan cabalmente la época de mayor esplendor a que alcanzara en los años de 1800 y 1801 el pequeño taller del bedel de la Universidad. Había logrado en ellos ponerse a la altura de las producciones del establecimiento de los Niños Huérfanos de Lima, y quizás, halagado con tan lisonjero resultado, no trepidó en poner en la portada de uno de ellos con caracteres bien legibles: Tipis Camili Gallardo. En realidad, aquellas muestras del impresor chileno estaban muy distantes de ser medianamente buenas, pero el hecho era de que hasta entonces nada mejor se había producido, en ese orden en la capital de Chile.
Hemos dicho que los dos añalejos impresos por Gallardo marcan el apogeo de sus trabajos de impresor. Pasan, en efecto, los años y ya no se le ve estampar, o al menos no ha llegado a nuestra noticia, ninguna otra obra de mediano aliento. Conservaba, sin embargo, los tipos en 1810.
En sesión del Cabildo de Santiago de 26 de mayo de ese año se trató del nombramiento de sota-síndico de la corporación, bajo de ciertas condiciones. Presentáronse varios interesados para el cargo, y entre ellos, el bedel universitario, que lo hizo por medio de la siguiente solicitud:
«Muy Ilustre Cabildo: - Don José Camilo Gallardo ante US. con el más debido rendimiento parezco y digo: que es en mi noticia hallarse próxima la provisión del empleo de mayordomo de síndico para el mejor cumplimiento de sus deberes. Yo, en efecto, aspiro en colocarme en dicho empleo, siendo del agrado y beneficencia de US.; tengo la satisfacción de que hasta lo presente me he gobernado con la mayor juiciosidad y honradez en todos mis procedimientos, y contemplando que US. en la provisión de este empleo y demás de su respectiva incumbencia propende a que se sirva con el mayor empeño y esmero, procurando los mejores y mas posibles adelantamientos, he tenido a bien proponer que en caso de acomodárseme en éste, me ofrezco y obligo: en primer lugar, a arreglar el archivo secreto, encuadernar los cedularios, poner índice a cada tomo y hacer otro general de todos los papeles que tiene dicho archivo, a mi costa y sin el más mínimo gasto de este Ilustre Ayuntamiento; y, en segundo, a pintar, igualmente a mi costa, la sala que servía de Audiencia, y tengo noticia está destinada para el Ilustre Cabildo, corriendo también con el adorno del dosel, asientos y demás conducentes, que me obligo a acomodar siempre y cuando lo repute US. conveniente. Estas propuestas, pues, entiendo yo ser de necesidad y muy útiles a la mejor dirección y gobierno de dicho Ilustre Ayuntamiento. Y estando como estoy muy pronto a dar fianzas de seguridad y abono a satisfacción de US., por lo que toca a los manejos de dicho cargo, me prometo que, aceptándolas, las tendrá US. presentes al tiempo de dicha provisión para concederme este acomodado: por ello »A US. suplico que, habiendo por hechas las enunciadas propuestas con la protesta de fianzas, se sirva tenerlas presentes y hacer como llevo —304→ expuesto y me prometo de su notoria bondad, etcétera.- José Camilo Gallardo. »Otrosí digo: que también me obligo a hacer a mi costa los papeles impresos de convite para todas las funciones que tiene en el año este Ilustre Ayuntamiento, corriendo con su reparto, corriendo asimismo con la labranza de cera y otras ocurrencias, entendiéndose que el valor de la cera y su labranza debe ser de cuenta del Ayuntamiento: todo lo que pongo en consideración de US., satisfecho de la justificación con que mira los adelantamientos e intereses públicos, y propensión en favorecer a los que se dedican en servicio del público: por lo que »A US. suplico que habiendo hecho las enunciadas propuestas, se sirva tenerlas presentes y hacer como llevo expuesto, y espero de su innata bondad. Ut supra. - José Camilo Gallardo»338. |
Discutiose el asunto entre los ediles
santiaguinos con la atención que requería la
gravedad del caso, y al fin, por pluralidad de votos, se
acordó que, en mérito «de los gravámenes
voluntarios y obligatorios»
con que Gallardo se había
comprometido a servir el puesto, le elegían para él
«y que debían premiarle con trescientos pesos anuales»
:
acuerdo que, después de varios trámites, sólo
vino a ser aprobado por la Audiencia (que todas esas formalidades
eran entonces indispensables) el 29 de agosto del mismo año
de 1810. Todavía Gallardo hubo de buscar dos fiadores
para entrar a servir su nuevo puesto, que lo fueron don Pedro
Fernández Niño, y don Roque Allende, comerciante
bien reputado, que más tarde cuando el bedel se hizo
decididamente impresor de oficio, le sirvió de agente
para el expendio de las obras que salían de su taller.
Gallardo cumplió fielmente lo que por lo tocante a impresiones había ofrecido a la corporación. Bastará con que para ello recordemos que obra suya fueron las dos esquelas con que se invitó al pueblo de Santiago a elegir sus diputados el 19 de abril de 1811, cuyo facsímil puede verse más adelante, y a la otra elección celebrada con idéntico objeto el 6 de mayo de aquel año. Sirvió aún el cargo en medio de las alternativas de godos y patriotas, hasta que, por fin, éstos, después de Chacabuco, le separaron definitivamente de él en junio de 1817.
Para no interrumpir la biografía de Gallardo, apuntaremos en seguida los demás datos que hemos logrado reunir referentes a él y especialmente los que tocan a su carácter de impresor.
Es indudable que Gallardo trabajó en la imprenta de La Aurora al lado de los tipógrafos americanos que tenían a su cargo la impresión del periódico.
Bien fuera por deseo de perfeccionarse en el arte a que desde tan joven se había manifestado inclinado, o ya por la necesidad de agregar alguna entrada más a los cortos sueldos de que disfrutaba como bedel mayor de —305→ la Universidad y como mayordomo del Cabildo, es lo cierto que a principios de 1813 se hallaba empleado en el establecimiento, según aparece del siguiente aviso publicado en el número del periódico del 28 de enero de aquel año:
¿Cuál era la ocupación que en ella tenía Gallardo? No sabríamos decirlo, pero nos inclinamos a creer que sin duda era tipógrafo y a la vez encargado de entenderse con el público para los negocios del establecimiento, puesto a que naturalmente le llamaban sus conocimientos tipográficos y, sobre todo, el ser chileno y conocer el castellano, idioma que, sin duda alguna, no debieron poseer, al menos en los primeros tiempos de su llegada, sus colegas norteamericanos.
Cuando cesó de aparecer La Aurora fue reemplazada por El Monitor Araucano, cuyo primer número, compuesto por los mismos tipógrafos americanos, vio la luz pública el 6 de abril de 1813.
No habían pasado aún tres meses cuando el 29 de junio de ese año se leía en el periódico el siguiente
«Aviso al público.- Don José Camilo Gallardo ha arrendado la imprenta perteneciente al Gobierno. Los que tengan algo que imprimir se entenderán con él y lo hallarán en su oficina». |
Tres números después se cambiaba el colofón o pie de imprenta que hasta entonces con más o menos generalidad se había usado, por este otro: SANTIAGO DE CHILE: EN LA IMPRENTA DEL GOBIERNO. POR D. J. C. GALLARDO.
¿En qué condiciones se había verificado el arrendamiento? ¿Qué lo había, sobre todo motivado? En cuanto a esto último, bien puede sospecharse que la ausencia de Burr, que dejaba el país, y del señor de Garrison, que hacía otro tanto con el oficio, exigían como de todo punto necesaria la intervención inmediata de Gallardo en el establecimiento, que no carecía de la pericia necesaria, ni de honradez. Aquel debió ser un día feliz para el impresor chileno, que al fin se veía -como dueño podemos decir- del único establecimiento tipográfico de Chile, el que durante tantos años había tenido que trabajar con escasísimos elementos y que, sin embargo, por amor al arte, llevó este hasta un punto en que apenas si fue superado por los impresores de la capital del vecino virreinato del Perú.
Creemos fuera de duda que del contrato que celebró con el Gobierno debió quedar constancia en los archivos; pero ese contrato no hemos merecido descubrirle. Acaso se perdió con el trastorno consiguiente a la derrota de los revolucionarios, o duerme entre el polvo que cubre los numerosos legajos de la Contaduría General que se conservan, decimos mal, que siguen empolvándose en la Biblioteca Nacional, amontonados como sacos de papas, para servir de pasto a la polilla y a las ratas...
—306→En julio
de 1813, es decir, cuando apenas habían transcurrido
unos cuantos días desde que Gallardo tomara en arrendamiento
la Imprenta del Gobierno, ya se había preocupado de
llevar al taller algunos muchachos para que pudiesen ir aprendiendo
el oficio de tipógrafo, vista la necesidad que había
de reemplazar a los extranjeros que ya no formaban parte
del establecimiento. En efecto, de una nota puesta por el
impresor en los Estatutos de la Sociedad Económica
de Amigos del País, que el público de la capital
vio empezar a circular el 22 de ese mes de julio, consta
que los dos primeros pliegos de la obra fueron compuestos
por impresores extranjeros (sin duda Burr y Garrison) y los
restantes por unos niños que «empezaban a aprender
el oficio. Por esto sucedía, declaraba Gallardo, sin
suficiente razón que le justificase en su puesto de
jefe del taller, por esto sucedía, que al corregir
unos yerros, se hacían otros nuevos, y tal vez se
pasaban los más esenciales»
.
Duro contratiempo hubo
de sufrir el establecimiento que arrendaba Gallardo después
del desastre de Rancagua. El nuevo jefe español, don
Mariano Osorio, tanto porque el impresor chileno, en el fondo
de su corazón, era godo, como porque en realidad nadie
más que él habría podido manejar aquellos
endiablados caracteres con los cuales se proponía
«hacer que la imprenta de Chile, hija de una revolución,
hablase verdad por primera vez»
... hubo de conservarle en
su puesto.
Pero dejemos contar a Gallardo los apuros en que se vio en aquellas circunstancias para complacer al nuevo mandatario, que en persona había querido descender él primero a la arena de la prensa.
Estas «maldades» de La Aurora, del Monitor, etc., de que Gallardo hablaba, ni eran sólo peculiares de los periódicos revolucionarios, ni lo decía sin hallarse cierto de ir en buena compañía. Muy poco después que Osorio hacía imprimir su Conducta militar y política como general en jefe del ejército realista, quiso ser consecuente con lo que en ella había dicho acerca de las «mentiras» de que estaban plagados los escritos revolucionarios, y así dictó el siguiente bando:
—307→Ignoramos de qué manera pudo Gallardo justificar su intervención en la publicación de tan embusteros papeles; pero lo cierto fue que ese bando surtió los efectos que se deseaban, a tal extremo que casi todos aquellos impresos constituyen hoy verdaderas rarezas bibliográficas.
A pesar de todo, Gallardo siguió de hecho siendo el único impresor con que los realistas contaban en el país. A su lado habían continuado adelantando sus conocimientos los jóvenes a quienes había buscado de auxiliares, pero éstos no participaban de las ideas del jefe del taller y uno de ellos hubo de ocasionarle un verdadero desagrado cuando un día, intencionalmente, a no dudarlo, por un ingenioso cambio en las letras de una palabra, se había atrevido a llamar «inmortal» a Manuel Rodríguez339.
Es cosa que salta a la vista la decadencia a que el arte tipográfico llegó durante la reconquista en manos de Gallardo, decadencia que sólo en muy pequeña parte pueden atenuar los desperfectos ocasionados por los revolucionarios al tiempo de su fuga, puesto que en realidad no provenía de falta de material sino de cuidado en la impresión. La mala calidad del papel empleado, las letras mal aplanadas, los errores de caja, todo demuestra —308→ en la impresión de la Gazeta una notable falta de atención de parte de Gallardo.
Al tratar de aquel periódico haremos su historia. Allí veremos las relaciones que el impresor cultivó con el redactor, las condiciones de su administración y sus empeños para colocar la hoja en un pie medianamente noticioso340.
Hemos dicho que Gallardo profesaba ideas realistas: así, cuando Marcó del Pont vivía empeñado en construir una fortaleza en el cerro de Santa Lucía que sirviese para la defensa de la ciudad, vemos que Gallardo se obligó a ayudar a la obra contribuyendo con el pago de un peón durante dos meses.
Pero esto no habían de perdonárselo los revolucionarios y cuando luego de Chacabuco llegaron a Santiago, Gallardo fue separado de la Imprenta del Gobierno. Más aún: por ese espíritu de violenta reacción que siempre se ve dominar después de una convulsión política, bien poco después hubo hasta de recusársele en una cuestión técnica en que se le había pedido su informe como perito. Veamos el cas, que es bastante interesante para nuestro tema de la imprenta.
A mediados
de julio de 1817, don Diego Antonio Barros, «conociendo,
según expresaba, la falta que hace al país
una imprenta capaz de dar abasto a las impresiones que se
hacían»
ofreció en venta la suya por ocho mil
pesos, a cuenta de derechos de aduana. La imprenta aún
no había llegado, pero estaría pronto en Santiago.
En 30 de aquel mes y en vista de esta solicitud, Quintana, que estaba a cargo del Gobierno, nombró a don Ramón Vargas y a Gallardo para que la tasasen.
En 19 de Septiembre
había llegado, en efecto, la imprenta, pero junto
con hacer presente el hecho, Barros recusó a Gallardo
«por ser un individuo contrario al sistema y que sería
conveniente se representase para que se nombrase a otro y
excusar así reparos»
.- El Gobierno aceptó
esta petición y nombró por acompañados
de Vargas a Garrison y a don Nicolás Marzán.
Después de hecha la tasación, el fiscal Argomedo
expresaba: «Chile carece de imprenta, la que tiene en el
día es debida a la generosidad de las Provincias Unidas
de Sudamérica, que la han prestado»
: circunstancia
que acaso indujo al Gobierno a comprar al fin la imprenta
de Barros, como se dispuso por decreto de 9 de octubre de
ese año de 1817341.
En vista de aquel desaire, fácil es comprender que Gallardo se hallaba en malísimo predicamento con las nuevas autoridades; y, en efecto, veinte días iban apenas transcurridos desde que la batalla de Maipo había afianzado la independencia de la nación, cuando se dictó el decreto siguiente:
«Santiago, 25 de abril de 1818.- Atendiendo al mérito, instrucción y —309→ patriotismo de D. Pedro Cabezas, le nombro por administrador de la imprenta del Estado, con la asignación de quinientos pesos anuales, que deben correrle desde esta fecha y se le contribuirán de los productos de la misma imprenta. Tómese razón de este decreto en las oficinas respectivas.- O'Higgins.- Irisarri»342. |
El nuevo administrador de la imprenta del Gobierno había servido como conductor de equipajes en el ejército patriota, desde marzo de 1813343, y si no estamos equivocados, era el mismo individuo que había tenido a su cargo el pequeño taller volante que San Martín, en medio de sus afanes para organizar y llevar a término brillante su célebre expedición, había cuidado de preparar antes de su partida de Mendoza.
Parece que Gallardo, vivió, sin embargo, en buenas relaciones con el sucesor que se le había nombrado, y que ya que no podía dedicarse por entero a sus antiguas y favoritas tareas, sin medios de fortuna para montar por su cuenta un establecimiento tipográfico, y tildado además de realista decidido, en una época en que a los que tales ideas profesaban les convenía más vivir en una prudente oscuridad; algún arreglo hizo con Cabezas para que le siguiese imprimiendo los almanaques de que era autor y que acaso le proporcionaban una modesta entrada. Pero la suerte aún en esto le fue adversa.
Consta, en efecto, que a fines de 1821, teniendo ya listos los ejemplares del calendario que habían de servir para el año que entraba, un buen día desaparecieron los originales de la imprenta y poco después los dueños de la otra que ya se encontraba establecida en Santiago en aquella fecha, y que eran los ciudadanos Vallés y Vilugrón, daban a luz un almanaque tan parecido al que Gallardo venía publicando desde 1814, que existían razones sobradas para creer que había sido plagiado de aquél.
Creemos que no carece de interés la representación que con ese motivo presentó Cabezas al Gobierno y en que apenas si se atreve a insinuar que Gallardo era el infeliz autor víctima de aquel escandaloso plagio:
«Exmo. Señor.- Don Pedro Cabezas, administrador de la imprenta de Gobierno, ante vuestra excelencia respetuosamente digo: que por los ejemplares que en debida forma presento se convence haberme sustraído el original de los almanaques, sobornando sin duda al oficial que los imprimía los dueños de la otra imprenta: la identidad de los cálculos, las omisiones voluntarias, la substancia de las notas, todo prueba ser el uno copia del otro. Este papel tiene grandes costos a su primer autor, y si por una maniobra semejante le llevan el manuscrito, le usurpan la poca utilidad que podía sacar de su trabajo. Hay ciertos escritos que corresponden exclusivamente a la imprenta del Estado: de este género son las bulas, las guías de forasteros y las gacetas ministeriales que nadie puede imprimir sino aquel a quien el Gobierno concede el privilegio. A esta especie corresponden los almanaques, que contienen varias expresiones de la voluntad suprema, ya designando —310→ los días en que deben celebrarse los hechos memorables de nuestra revolución, ya advirtiendo el sistema que nos rige, ya declarando las personas que obtienen las primeras magistraturas de la república. No puede desde luego ser su impresión lícita a todos los que quieran; por tanto a vuestra excelencia suplico se sirva mandar que nadie pueda vender pública ni privadamente almanaques que no lleven el sello de la imprenta de mi cargo, bajo la pena de perder los ejemplares e incurrir en la multa que fuese de su superior arbitrio, sirviendo el decreto que ahora se proveyere de bastante resolución para este año y los siguientes. Es justicia, etc. »Otrosí digo: Que he puesto mi querella ante el señor Intendente a fin de que se averigue el crimen de la usurpación y se castigue a sus autores. Conviene también saber quien es ese oficial que ha faltado al sigilo y a la confianza, cuando la extracción de manuscritos puede traer al Gobierno males irreparables: por lo cual se ha de servir vuestra excelencia recomendar este asunto a la Intendencia para que se proceda con la escrupulosidad que merece. Es justicia. Ut supra.- Pedro José Cabeza»344. |
La queja de Cabezas pasó en informe al Fiscal, quien opinó porque debía oírse a los impresores acusados; pero del expediente de que tomamos estas noticias no aparece que aquéllos se defendiesen, porque, probablemente, temerosos de ser descubiertos, entraron en arreglos con el asendereado autor345.
Pero la desgracia de don José Camilo Gallardo no había de parar en eso. Cuando después de asegurada la independencia de este país, el Gobierno de O'Higgins se proponía llevar al Perú sus armas victoriosas, deseando economizar el papel blanco, que podía destinarse a mejores fines, hizo dictar la siguiente orden:
En esta hecatombe cupo la peor parte a los impresos salidos del taller de Gallardo; ¡de esta manera el impresor chileno, que siempre había vivido —311→ pobre, ni siquiera tuvo el triste consuelo de que la posteridad llegase a ver con la frecuencia a que sus tareas le daban derecho su nombre al pie de las hojas compuestas e impresas de su mano! Bien sea, en efecto, a causa de las tiradas poco numerosas, que de ellas, en general, se hicieron; ya por la corta extensión de esos trabajos; ya por la falta de bibliógrafos cuidadosos; ya porque no hubiese interés en conservarlos, -como que en su mayor parte eran hijos de la reconquista; o ya por las circunstancias que acabamos de mencionar, el hecho es que las impresiones de Gallardo son hoy sumamente raras.
Todas las diligencias que hemos practicado para descubrir algún dato posterior de la vida de don José Camilo Gallardo han resultado infructuosas. En vista de no hallarse en ninguno de los archivos de las parroquias de Santiago la anotación de su muerte, nos inclinamos a creer que quizás haya fallecido en otra parte, como aconteció a su hijo de su mismo nombre, que después de una vida llena de alternativas, fue al fin a morir a La Serena, lejos de su familia y en una tristísima situación de fortuna, cuando había alcanzado a conocer una relativa opulencia...
Por ocuparnos de la biografía de Gallardo hemos descuidado hasta aquí el tratar de la introducción de la imprenta en Chile; pero es tiempo ya de que refiramos cómo tuvo lugar este hecho importantísimo de nuestra historia.
La idea del establecimiento de una imprenta en Santiago, lo hemos dicho, se imponía como una verdadera necesidad por los días en que Gallardo imprimía para el Cabildo las esquelas de convite para las votaciones.
«La Junta Gubernativa, refiere el señor Barros Arana, desplegó un celo decidido por realizar ese pensamiento, pero sus primeras diligencias fueron absolutamente infructuosas. La ciudad de Buenos Aires, donde se creyó posible comprar una imprenta, a causa del gran desarrollo que allí tomaba el comercio exterior, no pudo suministrarla»346. |
Otro de nuestros escritores nacionales, que ha dedicado al asunto de que tratamos un interesante artículo, agrega a este respecto lo siguiente:
«... En tal situación, un hombre de genio, es decir un loco, subió al poder, y ocurriósele a éste la peregrina idea de encargar una imprenta a los Estados Unidos de Norte América. »Y esto fue de la siguiente manera: »Hacia mediados de 1810 había llegado a Chile, vía Buenos Aires, y con pasaporte otorgado por la Regencia de Cádiz, en la isla de León, el 14 de marzo de 1809, un personaje en cierta manera misterioso, sueco de nacimiento, y a quien se atribuía participación no pequeña en la revolución política, primer síntoma del nihilismo de las razas escandinavas, que produjo el asesinato del rey Gustavo III, en un baile de máscaras. Este emisario de la revolución hizo su viaje de Cádiz a Montevideo en la fragata —312→ Proserpina, y antes, acaso huyendo de persecuciones políticas, había vivido como refugiado y como negociante en la libre Nueva York. »Su nombre era Mateo Arnaldo Hoevel, y había dejado en aquella ciudad un amigo de confianza que respondía al nombre de Juan Roberto Livingston. »Y fue a este individuo, agente o comisionista de comercio, a quien el Gobierno de Chile encargó por el intermedio de Hoevel dos cosas que eran esencialísimas para consumar la revolución inaugurada el 18 de septiembre de 1810, es decir, una batería de cañones y una imprenta, esta batería sorda del pensamiento en acción. »La orden fue cumplida honradamente, y a fines de 1811 o en los primeros días de 1812 (el 24 de noviembre de aquel año) echaba sus anclas en la rada de Valparaíso la fragata norte-americana Galloway, de la matrícula de Nueva York, trayendo en sus bodegas, "entre otras especies comerciales y máquinas para este reino (así dice una factura inédita de la época) una imprenta y sus aperos." »Venían, además, en la misma factura, cinco cajones de armas y cuatro mil piedras de chispa, es decir, luz para matar y luz para redimir»347. «Venían en aquella nave, agrega el señor Barros Arana, una pequeña imprenta, tres tipógrafos norte-americanos para ponerla en ejercicio, algunas armas y otras mercaderías de las que el artículo 16 del reglamento de comercio libre había declarado exentas del pago de derechos de internación. El Gobierno, que tenía acordada la compra de la imprenta, encargó al mismo Hoevel que la hiciera transportar a Santiago, y que la estableciera en un departamento de la Universidad. Los costos de compra e instalación de la imprenta fueron pagados en dos partidas diferentes, según se ve por los documentos que siguen: »Santiago, febrero 27 de 1812.- Resultando de los documentos que legalizan la cuenta presentada, sumaria y arreglada inversión, que también se previno en el decreto de fs. I: los Ministros de Real Hacienda entregarán al comisionado don Mateo Arnaldo Hoevel los trescientos ochenta y nueve pesos seis y medio reales de su importancia, en virtud de este decreto, de que, tomada razón, se pasará con sus antecedentes al señor vocal intendente de la imprenta para que en la cuenta general de sus gastos obre como corresponde. -Carrera.-Cerda.-Portales». «En 11 de marzo de 1812 se mandaron entregar a Hoevel por la Junta Gubernativa, y bajo recibo, seis mil pesos "para varias comisiones que tiene del Gobierno". En esta suma de 6,389 pesos entra el valor de la imprenta, los costos de instalación y el precio de algunas armas, cincuenta fusiles y cien pares de pistolas, que trajo la fragata Galloway. »La organización de la imprenta quedó establecida por el decreto siguiente: »Santiago, febrero 1.º de 1812. Son impresores para correr con el arreglo de los papeles de Chile y dirigir su grabado en imprenta, Samuel Burr Johnston, Guillermo H. Burbidge y Simon Garrison, ciudadanos de los —313→ Estados Unidos de la América del Norte, con mil pesos de sueldo anual cada uno, y Alonso J. Benítez (sic) de Londres con trescientos pesos, en calidad de intérprete, siendo todos obligados a cumplir con este encargo un año, y el Gobierno a satisfacerles por el mismo su renta, a la que añadiendo don Mateo Arnaldo Hoevel doscientos pesos por persona, se le satisfará al fin, sufriendo el pago los producidos útiles de la prensa; y sin perjuicio de estas acciones, se hará gratificación a los impresores, conviniendo al Estado por lucro de ella misma. Estando ellos recién venidos de países extranjeros, sin conocimientos ni rentas para su sustento, la Junta ha tenido a bien adelantarles el sueldo de un tercio de año, que deberá contarse desde el 21 de diciembre último, afianzando previamente con firma del referido Hoevel. Este decreto les es bastante título y libramiento por los particulares respectivos que toca; y con la toma de razón vuelva a nuestra Secretaría de Gobierno, que para archivarla original, entregará su testimonio a los interesados. -Carrera.- Cerda.- Portales.- Rodríguez, secretario». «Este contrato rigió por más de un año; pero cuando se trató de renovarlo, se introdujeron algunas modificaciones en el personal»348. |
Al fin, pues, contaba Santiago con una imprenta. La prensa era pequeñísima349 y los tipos escasos350 y aún faltaba quizás lo más difícil: encontrar quién se hiciese cargo de redactar el periódico que había de ser órgano de los nuevos mandatarios y de las aspiraciones de la nación en aquellas novísimas circunstancias.
En tal emergencia, el Gobierno se fijó en un fraile chileno hasta entonces desconocido y bien pronto destinado a merecer justa nombradía: Camilo Henríquez.
—314→
Por fin, el 13 de febrero de 1812 salía a luz el primer número de La Aurora, que su redactor encabezaba con esta frase:
«¡Está ya en nuestro poder
el grande, el precioso instrumento de la ilustración
universal: la imprenta!»
Poco más tarde unía
el símbolo de la aurora, que comenzaba a estampar
de cada número del periódico, con la nueva
era que se abría para el país con el establecimiento
de la imprenta y con las ideas de libertad, e independencia
que por su medio comenzaban a germinar entre los criollos;
este lema que era un verdadero desafío al poder de
la metrópoli y una esperanza para el porvenir de los
destinos de Chile:
¡Luce beet populos somnos expellat et umbras! |
«No se puede encarecer con palabras, refiere un escritor contemporáneo, el gozo que causó el establecimiento de la imprenta. Corrían los hombres por las calles con una Aurora en la mano, y deteniendo a cuantos encontraban, leían y volvían a leer su contenido, dándose los parabienes de tanta felicidad y prometiéndose que por este medio, pronto se desterraría la ignorancia y ceguedad en que hasta ahora habían vivido»351. |
La Junta Gubernativa continuó, como era de esperarlo, dedicando preferente atención a la imprenta que se había logrado fundar después de tantos esfuerzos, y de ello da cumplido testimonio el oficio que con fecha 12 de enero de 1813 pasé al regidor del Cabildo de Santiago don Antonio José de Irisarri, que dice así:
«Vencidas ya las dificultades para la existencia y uso de una imprenta, a costa de gastos y fatigas del Gobierno, desea éste su adelantamiento y —315→ perfección, que no puede procurar por sí, en medio de cuidados urgentes y graves que llaman su atención. Necesita el auxilio de una persona ilustrada y patriota. V. no rehusará seguramente un encargo propio de quien conoce toda la importancia del servicio que hará tomando a su cuidado este instrumento de la instrucción de sus conciudadanos y que debe dar idea de la que poseen. En ese concepto, le autoriza para que, reconociendo su estado y las mejoras de que es susceptible, ejecute las que estén a sus alcances y proponga las que exijan el influjo de esta autoridad, quien le transmite las suyas en esta parte»352. |
Es sensible que, al menos en cuanto sepamos, no haya llegado hasta nosotros el informe que Irisarri, en desempeño de la comisión que se le confirió, hubo de pasar al Gobierno; porque, claro está, que de ese modo habríamos podido conocer muchas de las circunstancias con que se manejaba el establecimiento. El hecho es, sin embargo, que las impresiones se hacían correctamente y que es necesario dejar pasar mucho tiempo antes de encontrar en el arte tipográfico en Chile trabajos que superasen a los que en esa primera imprenta se ejecutaban. Y más singular es todavía que acaso puede decirse otro tanto de los escritos que en ella se imprimían.
Con todo, no hemos de caer en la tentación de bosquejar siquiera la vida del primer periodista chileno353, máxime después de los repetidos y eruditos estudios que ha merecido de uno de nuestros escritores de más talento, D. Miguel Luis Amunátegui354; pero creemos que conviene recordar aquí en sus principales rasgos las de los tipógrafos norteamericanos, y, especialmente, la de D. Mateo Arnaldo Hoevel, a cuyos cuidados se debió el encargo de la primera imprenta chilena.
Fue D. Mateo Arnaldo Hoavel, natural de la ciudad de Gottenburgo —316→ en Suecia, hijo legítimo de D. Joaquín Hoavel y de doña Ana María Elcevon, y nació por el mes de febrero de 1773.
Siendo aún muy joven se embarcó para Estados Unidos, y habiéndose dedicado allí al comercio, vino a Chile como sobrecargo de la fragata Grampus, que con pretexto de dedicarse a la pesca de ballena intentaba en realidad comerciar con nuestros puertos.
La Grampus llegó, en efecto, a Talcahuano, pero fue allí apresada el 11 de noviembre de 1803 y su carga decomisada. Después de haber intentado ante las autoridades chilenas algunos recursos legales para obtener la devolución de las mercaderías que le habían sido tomadas, Hoevel hubo de dirigirse al Perú, donde el Virrey, con fecha 10 de noviembre de 1806, le concedió pasaporte para que pudiese seguir su viaje a Panamá. Es probable que desde allí pasase a los Estados Unidos; pero lo que consta es que en marzo de 1809 Hoevel se hallaba en Cádiz y obtenía de la Suprema Junta Gubernativa, en 14 de marzo de aquel año, una real orden para que pudiese permanecer en Chile los días que el gobierno de este país le señalase como suficientes para evacuar sus negocios. A fin de ultimar las gestiones que tenía entabladas y que habían sido apoyadas por los Estados Unidos, tuvo Hoevel que transladarse a la isla de León, y una vez de regreso en Cádiz, se daba a la vela nuevamente para Montevideo en la fragata de guerra Proserpina. Pasó de allí a Buenos Aires, y, por fin, llegaba a Chile por la vía de Mendoza355.
Después de tanta diligencia, Hoevel obtuvo que se le devolviesen cerca de 38.000 pesos como precio de los efectos de comercio que le habían sido decomisados.
Bien pronto adquirió buenas relaciones en Santiago; a principios de 1812 casose con Doña Catalina de Echanés, y concluyó por hacerse ciudadano chileno, gracia que le fue acordada por ley del Congreso, en 29,de octubre de 1811356
. Días más tarde era nombrado capitán de milicias de uno de los cuerpos de la capital.
—317→Hoevel abrazó con ardor la causa de la revolución. Hízose íntimo amigo de los Carrera; encargó para éstos cañones357 a Estados Unidos y la imprenta que vino en la Galloway, de cuenta y riesgo de Livingston, pero consignada a él; y, por último, aceptó el cargo de vicecónsul de aquella nación que le extendió el cónsul general Poinsett.
Habiendo de esa manera entrado de hecho en el movimiento revolucionario, ya se comprenderá la suerte que le cupo durante el período de la reconquista.
Apenas pisaba Osorio las calles de Santiago después de Rancagua, en 31 de octubre de 1814, dictaba un decreto mandando que Hoevel entregase en el acto el escudo con las armas de Estados Unidos que había tenido en la puerta de su casa, el título de vicecónsul de aquella nación, cuyo cargo ejercía, como decíamos, cerca del gobierno independiente, y el de capitán de milicias que éste le había otorgado.
En cumplimiento de esa orden, el sargento mayor don Domingo Vila se trasladó a la residencia de Hoevel a practicar el inventario de sus papeles, entre los cuales se halló su carta de naturalización.
El primero de Noviembre, Osorio nombró un tribunal especial encargado de juzgar al vicecónsul norteamericano, compuesto de los licenciados don Celedonio Astorga y don José Antonio Luján y del doctor don Gregorio Santa María, quienes dieron comienzo a su cometido el 8 de ese mismo mes, cometido que ya Osorio se había encargado de allanarles mucho. En efecto, Hoevel, que vivía en la Alameda, en una quinta de su propiedad, situada poco más abajo de la iglesia de San Miguel, vio llegar a ella a las once de la noche del día 2 de noviembre al oficial encargado de prenderle. Su mujer, la señora Echanés, por fortuna para ella, se había quedado aquella noche en «la ciudad».
Una vez preso su marido, dos días
más tarde ocurrió al tribunal con un escrito
en que decía: «cuando fue arrestado mi marido, quedaron
confiscados los bienes que poseíamos, o al menos quitada
enteramente su administración, sin haber merecido
otra cosa que una poca ropa de mi uso, saliendo cual peregrinos,
con mis pobres hijos de la quintita que poseímos.»
«Los bienes que poseíamos, agregaba luego la afligida
señora, a título de defensa, reducidos a unas
tierrecillas en la provincia de Melipilla y a la finca que
habitaba, no fueron granjeados en este reino, sino conducidos
por mi marido de su pueblo nativo y convertidos en esa propiedad»
358.
Si ya no hubiesen sido bastantes los capítulos de
acusación que podían deducirse contra Hoevel
de los papeles que se le habían hallado, no faltaron
todavía denunciantes que se presentasen a acriminarlo,
y entre ellos, el comerciante don Juan Nepomuceno Herrera
y Rodados, quien expresó al tribunal haber oído
en diferentes conversaciones que Hoevel «era comprehendido
en él regicidio del Soberano de Suecia»
(Gustavo III).
El introductor de la imprenta en Chile hubo, pues, de correr la misma suerte de los patriotas vencidos y con ellos fue enviado al destierro de las islas de Juan Fernández, donde tuvo que permanecer dos años (Nov. de 1814 a nov. de 1816).
Cuando en 26 de ese último mes se
notificó a los confinados en la isla la real cédula
de indulto, Hoevel, que subscribió la diligencia el
último de todos sus compañeros, agregó
a su firma esta frase: «Cónsul por los Estados Unidos
en Chile, firma sin perjuicio del honor y derechos de aquel
Gobierno, por quien representaba en su empleo público».
«Esta acta, cuenta el Sr. Barros Arana, llegó a Santiago el 7 de diciembre. Al leer la protesta con que había firmado Hoevel, Marcó se enfureció, y en el mismo día dio un decreto por el cual exceptuaba a aquél de la gracia de indulto y mandaba seguir su causa. »Acreditándose, dice, por la protesta que hizo al tiempo de firmar uno de los confinados, Mateo Arnaldo Hoevel, tratando de sostener los privilegios que pretende como cónsul en Chile por los Estados Unidos de América, siendo esta atribución uno de los delitos que forman su causa, considerándose por este hecho que no ha querido acogerse al sagrado del indulto concedido por S. M. a los revolucionarios de este reino, la comisión de letrados remita inmediatamente cuanto hubiere actuado contra la conducta del expresado Hoevel para determinar sobre su secuela lo que corresponda. Comuníquese esta resolución en primera oportunidad al Gobernador de aquella isla»359. |
-Con el triunfo de los patriotas volvió Hoevel de su destierro, de Juan Fernández, habiendo merecido poco más tarde ser nombrado gobernador intendente de la provincia de Santiago y superintendente general de policía de todo el Estado.
El 3 de septiembre de 1817 empezó a publicarse bajo su dirección el Semanario de Policía, periódico que se daba a luz todos los miércoles y —319→ cuyas columnas registran no menos de once bandos del Intendente Hoevel, relativos al buen orden y administración de la ciudad360.
Pero los buenos vecinos de Santiago se cansaron bien pronto del nuevo mandatario, y tantos cargos acumularon contra él que al fin el Cabildo hubo de dirigir al Gobierno la representación que copiamos enseguida:
Hoevel fue separado de ese cargo a mediados de noviembre, habiendo sido reemplazado en él por don Francisco de Borja Fontecilla.
«Por la nota de Vuestra Señoría fecha 15 del próximo pasado noviembre, expresaba con este motivo el director O'Higgins a la Junta Suprema Delegada, quedo impuesto de las ocurrencias y motivos que han ocasionado la separación de esa Intendencia de don Mateo Arnaldo Hoevel, y queda aprobada por mí esta medida, pues entendiendo que ella no ha tenido otro objeto sino sostener el decoro y autoridad de ese Gobierno, que debe respetarse por todos aquellos magistrados subalternos, imponiendo a las personas que los ejercen el acatamiento y respeto con que deben obedecer sus órdenes.- Téngalo Vuestra Señoría así entendido en contestación a su citado. »Dios guarde a Vuestra Señoría muchos años. Cuartel Directorial, en el campamento de Talcahuano, diciembre 3 de 1817.- Bernardo O'Higgins.- A la Junta Suprema Delegada»361. |
Hoevel pasó enseguida a Valparaíso como comandante
tesorero de Marina, «cargo tan importante como difícil,
dice su nieto, en una época de pobreza extrema en
que con muy escasos recursos era preciso sostener catorce
buques, entre naves de guerra y transportes, tripulados por
marinos de todas las nacionalidades, con frecuencia exigentes
y descontentadizos.
»A más de esta comisión,
O'Higgins confió a Hoevel el destino de intérprete
del Gobernador de Valparaíso, destino que le impuso
un trabajo penosísimo por cuanto un gran número
de los marinos que servían en nuestra escuadra no
conocían una palabra de español»
362.
Hoevel falleció allí el 14 de agosto de 1819, dejando tres hijos, Manuel, que se ausentó de Chile por los años de 1845, sin que jamás se supiera de su paradero, Joaquín y Ana María.
La familia, que había
quedado en posesión de la quinta de San Miguel, tuvo
el sentimiento de verla embargada por los Ministros del Tesoro
en 1821, a pretexto de una cobranza que le hacía la
aduana por ciertos reparos
—322→
del Tribunal de Cuentas, correspondientes
al año de 1812. «La sorpresa de este procedimiento,
exclamaba la viuda en un escrito en que amparaba su derecho
y su orfandad, aflige a mi alma y me arrebata hasta el uso
de la palabra y el conocimiento»...
«Por equidad (así
dice el decreto) O'Higgins mandó suspender la ejecución
el 25 de octubre de 1821 pero ésta seguía su
curso todavía en 1827
363.
Para terminar nos resta que decir dos palabras acerca de la suerte que corrieron los tipógrafos norteamericanos o bostonenses, como entonces se les llamaba, que compusieron e imprimieron las columnas de La Aurora. Si ya sus nombres no constaran de otras fuentes, en letras de molde bien claras habría podido leerse al pie de cada uno de los números de nuestro primer periódico que su impresión había sido hecha Por Sres. Samuel B. Johnston, Guillermo H. Burbidge, y Simón Garrison, de los Estados Unidos. Este colofón se repite invariablemente en todos los números de La Aurora. En los primeros de El Monitor Araucano aparecen los de Burbidge y Garrison, con excepción de uno en que se registran los de este último y el de Alonso J. Benítez, quien, a pesar del apellido que llevaba, era inglés, o al menos pasaba como tal, y estaba especialmente encargado de servir de intérprete a sus colegas, por lo que acaso es de creer que hubiese sido español avecindado en alguna ciudad de Norteamérica.
Desde el número 24 de La Aurora, correspondiente al 18 de julio de 1812, ya no se ve más el nombre Burbidge, y esto por la muy sencilla razón de que había pasado a mejor vida de una manera trágica.
En efecto, según
lo que refiere don Juan Egaña en sus Épocas
y hechos memorables de Chile, Burbidge murió
«a consecuencia de un balazo recibido en una refriega trabada
con motivo de un sarao dado la noche del 4 de julio por el
cónsul de Estados Unidos para solemnizar el aniversario
de la independencia de su nación»
364.
Un cronista contemporáneo de aquel suceso lo refiere de esta manera:
«El 11 de este mes fue permitido al Cónsul Bostonés la celebración del aniversario acostumbrado por la independencia de aquella república. Destinose —324→ el edificio del consulado para esta magnífica función, a la que asistieron el Cónsul, el Vicecónsul y todos los individuos que de aquellos estados residían en esta ciudad. Asistieron también convidados todos los jefes del Gobierno y demás corporaciones, con los principales vecinos, siendo el concurso de ambos sexos innumerable. Los bostoneses, como autores de tal convite, atendían al recibimiento y acomodo de los convidados; pero siendo aquéllos unos meros artesanos y de grosera crianza, no podían ser tolerables a las principales señoras chilenas dichos servicios, ni la compañía de gente tan ordinaria, añadiéndose a esto que los muchos brindis en que habían ocupado el día, los tenían bastante descompuestos, molestando a la gente decente con importunidad y descortesía. Advertida del Cónsul esta incomodidad, fue preciso intimarles se retirasen; cuyo desaire les irritó de tal modo que salieron amenazando de tomar armas para vengarse de aquel agravio. El oficial que estaba de guardia en la puerta destacó una patrulla de 6 fusileros con un subalterno, que siguiese y contuviese a los descompuestos americanos hasta dejarlos en su posada: en esta forma, marchando por la calle el oficial de la patrulla, mandó hacer fuego sobre los bostoneses, movido de algunas palabras insultantes que éstos pronunciaron. El resultado fue quedar ocho hombres mortalmente heridos, tendidos en la calle, y entre ellos dos oficiales chilenos que caminaban mezclados con los extranjeros. De éstos murieron dos y los restantes se vieron en cercano peligro de morir, quedando estropeados después de largas curaciones. Turbáse el convite con esta novedad; y aunque siguió el baile y la cena hasta el amanecer, parece se contuvieron en el principal designio, que, según voz general, iban a publicar la independencia en aquella noche»365. |
Don
Diego Barros Arana agrega los datos siguientes a los que
trae el padre Martínez: «Los tres tipógrafos
norte-americanos que figuraban entre los revoltosos,
fueron reducidos a prisión, y uno de ellos quedó
herido. Entonces se puso a la cabeza de la imprenta
don Manuel José Gandarillas, joven chileno de
notable inteligencia, que desempeñaba el cargo de
subsecretario del Cabildo de Santiago. Trabajando por sus
propias manos en un arte en que no se había ejercitado,
consiguió continuar la publicación del
periódico con toda regularidad, hasta que dos de los
tipógrafos norteamericanos volvieron a tomar la dirección
de la imprenta quince días después. El tercero,
Guillermo H. Burbidge, quedó separado»...
366.
Samuel Burr Johnston, después que terminó la publicación de La Aurora, siguió trabajando en El Monitor Araucano, siempre a cargo de la Imprenta de Gobierno, en unión de su compañero Garrison, y en consecuencia, estampando su nombre al pie de cada número del periódico367.
—325→Es probable que cuando Gallardo arrendó la imprenta al Gobierno en los últimos días de junio de 1813, o muy poco más tarde, Johnston quedase sin ocupación en el establecimiento. El hecho es que en febrero del año siguiente así lo aseveraba él mismo en el interesante memorial que transcribimos a continuación y que da cuenta de los propósitos que por ese entonces alimentaba el impresor norte-americano.
Por esos mismos días una hoja contemporánea
registraba la noticia siguiente: «De oficio se ha extendido
una carta particular de ciudadanía a don Samuel Burr
Johnston, con especificación de su relevante mérito,
servicio y celo por la libertad»
368.
Cuando el secretario doctor Lazo, hubo de despachar el informe que se le había pedido acerca de la solicitud del impresor bostonense, no pudo menos de recordar aquel acto del Congreso tan honroso para el agraciado, y así dijo:
«Santiago, y febrero 24 de 1814.- El mérito distinguido que ha contraído el suplicante durante el tiempo que ha residido en esta capital, sus recomendables servicios a beneficio de la república, en cuya libertad ha manifestado el mayor interés, y padecido en su obsequio notables daños y perjuicios, lo hacen acreedor a que este Superior Gobierno le conceda la licencia que solicita de establecer una imprenta y un molino de papel, tan breve regrese de Europa con los útiles necesarios; al intento se le expedirá el correspondiente pasaporte para poder verificarlo. Y habiéndolo adoptado por hijo muy apreciable, lo declara por ciudadano chileno, y —326→ que, como tal, entre al goce de los privilegios y fueros que le corresponden, librándosele al efecto la particular carta de ciudadanía a que se ha hecho acreedor369. |
Puede asegurarse que Johnston emprendió efectivamente el viaje que proyectaba, pero que al fin no regresó más a la que había adoptado por su segunda patria.
Su compañero Garrison, por el contrario, se radicó en Chile, y habiendo abandonado su primitivo oficio de impresor, se hizo comerciante, con cuyo carácter se hallaba en Santiago en los años de 1820. Casose aquí con doña Rosario Madail, en quien tuvo por hijo a don José Horacio, a doña Juana, que fue su albacea, y a doña Carmen, que se unió en matrimonio con don Estanislao del Río. A su fallecimiento, ocurrido por aquella fecha, dejó una quinta en Renca. Su mujer le sobrevivió mucho tiempo, pues sólo vino a morir a mediados de enero de 1856.
Tales son las noticias que, después de una prolija investigación, hemos logrado reunir respecto de los introductores de la imprenta en Chile, y a ellas únicamente nos cumple agregar los facsímiles de sus firmas, (van a continuación), y el retrato de Camilo Henríquez que, en verdad, merece ocupar la primera página de este libro destinado a ilustrar los trabajos de todos ellos y cuya memoria deben conservar con cariño los chilenos.