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Hoteles en el aire

Carlos Franz





«Y en lo alto, vi el Hotel. Era hermoso como en las fábulas...».


Bohumil Hrabal, Yo que serví al rey de Inglaterra.                



1

Una foto amarillenta de periódico. Edición de julio de 1977. Suena a siglos pasados ¿no es verdad? Y a mí me parece ayer. Hay que fijarse bien. Un rostro en tercer plano, un poco a la izquierda, enmarcado por un círculo a lápiz. Un rostro brillante de sudor, esforzándose por sonreír en medio de todos esos uniformes. Es mi padre.

Dos años antes había perdido su empleo. La privatización de los hoteles estatales emprendida por el nuevo régimen dejó a Víctor Martínez-Coll en la calle. Después de décadas trabajando para la Empresa Hotelera Nacional donde llegó a ser Jefe de Alimentos. Habíamos vivido en el Hotel Casino de Puerto Varas, en la Hostería de Arica, en el Gran Hotel de Puerto Montt. De niño fui feliz en esos húmedos caserones del administrador, con sus balancines de fierro en el patio, sus corredores interminables, sus grandes armarios de la ropa blanca para jugar a los fantasmas. Después lo despidieron. Mis padres se separaron y durante varios meses no supe nada de él. Hasta que vino a buscarme para que festejáramos juntos mis 14 años. Lo celebraríamos en el Club de la Unión. «Están invitadas altas autoridades», me animó. Con ese aire de conocimiento íntimo de las alturas, que tienen quienes les han servido a la mesa.

Las fiestas empezaban temprano en aquellos «tiempos de excepción». Pasamos frente a la palaciega puerta del Club como a las seis de la tarde. Una alfombra roja bajaba lamiendo las escalinatas y sacaba su impúdica lengua hasta la calle. Grandes autos oficiales con choferes a bordo esperaban en fila. Mi padre no le hizo el menor caso al portero de uniforme, que alargaba la mano exigiendo invitaciones. Siguió de largo hasta la puerta de servicio, media cuadra más abajo. Conservaba esa fanfarronería de los empleados. Le enorgullecía franquear puertas prohibidas a los simples mortales: «Acceso restringido sólo al personal». Se acercó a la gruesa reja y murmuró algo hacia la oscuridad interior.

-Ronald... Aquí la mesa uno.

Parecía un encantamiento, un ábrete sésamo. «¡Ronaaald...!». Lo repitió un poco más alto, sin quitarle la vista a la entrada principal. Una fila de oficiales condecorados y mujeres de vestido largo, subían con lenta vanidad las escalinatas de mármol.

-Ya, ya voy, no tiene que gritar -susurró finalmente una voz desde el interior.

La reja se entreabrió un poco y entramos al helado zaguán de una portería. Un hombre alto, nervioso, de la edad de mi padre, nos condujo rápidamente a través de la pesada puerta giratoria. Iba enfundado en un tieso uniforme azul con librea, elegantísimo, como el de una corte de película.

-Don Víctor, es la última vez que hago esto...

-Por los viejos tiempos, Ronnie -mi padre lo palmeaba en la espalda con auténtico cariño- ¿Quién te promovió a Jefe de Camareros en la Hostería de Arica? Dime tú ¿ah?

-Sí, es verdad, don Víctor. Pero estos son nuevos tiempos. Y no están para arriesgar la pega. O la cabeza...

-Hoy es un gran día. El cumpleaños del muchacho...

El hombre me quedó mirando con una imprevista ternura, que me avergonzó.

-Increíble. Yo te conocí en brazos -me dijo.

Un largo pasillo ajedrezado se perdía en las entrañas del Club. Divisé salas de billar en penumbras. Las bolas refulgían en sus anaqueles como globos oculares arrancados a algún gigante. Tuve el presentimiento de que nos estábamos metiendo en problemas. Junto a nosotros, una escalinata con pasamanos de bronce se elevaba hacia el tumulto de la fiesta en el piso superior. (Jamás olvidaré ese bullicio de la fiesta en las alturas). Mi padre se sentó en el primer peldaño. Trajinó afanosamente su maletín de cuero raspado. Luego extrajo una corbata todavía más delgada que la suya y me la pasó. Venía con el nudo ya hecho.

-Pruébatela y estamos listos. Gracias Ronnie, no me olvidaré de esto. En mi hotel tendrás un lugar asegurado, si te decides alguna vez a salirte de ese uniforme.

¡Su hotel! El mitológico hotel propio, su posada en un cruce de caminos, con chimenea y ollas de cobre en las vigas, y el restaurante de carretera. De modo que seguía alentando ese sueño. Y hablaba de él como si fuera un hecho. ¿Sería verdad esta vez?

Antes de que pudiera preguntarle me empujó escaleras arriba. De pronto nos encontramos en el gran hall de recepción del Club. El efecto era abrumador. Columnas colosales, candelabros. Y en los pedestales unas jovencitas de mármol, avergonzadas de ir desnudas entre tanta gente vestida de etiqueta.

-Primero vamos a dejar nuestras cosas al guardarropía -me dijo, aludiendo con aire de duque en el exilio a su ajado impermeable y mi parka de colegial.

No habíamos llegado a la mitad del atestado recinto, cuando noté que nos seguía una inconfundible pareja de guardias de seguridad. De esos con las mejillas azulinas que requieren dos afeitadas diarias. Traté de advertirle, pero me hizo callar con un pellizco, murmurándome:

-Sólo mira al frente. Y no abras la boca...

Con ademán de marino experto en esas turbulentas aguas sociales, dio un golpe de timón. Cambió nuestra ruta, encaminándonos directamente hacia la comisión de pórtico. Una decrépita galería de veteranos sonrientes formada en el gigantesco umbral. Mi padre me empujó, intercalándonos sin protocolos en la fila de las «altas autoridades» que esperaban a ser recibidas.

El hombre del impermeable lustroso, con el bolsón raspado y el sombrerito en la mano. Y el niño con parka y chaleco de lana azul, tejido a palillo por su madre. ¡Aquel par de polizones entre las guerreras y las señoras tapizadas en felpa! No podía resultar. Hasta yo me daba cuenta. Alguien nos indicaría con el dedo. Los mismos aires de suficiencia que intentaba darse mi padre, nos delataban.

Observémosle. Protegidos por el tiempo transcurrido. Como tras el espejo falso que se emplea en las ruedas de presos para proteger a los testigos. Pero atención, que no nos corresponde juzgar... Víctor Martínez-Coll es bajo, rubio ceniciento, de manos delicadas. Emana de él un tufillo penetrante a loción de afeitar barata. Se ve cansado. Muestra los temblores y la piel floja del goloso puesto a dieta. Aunque en su caso se adivinan otras razones para la abstinencia. De sólo mirarle los zapatos con los tacos gastados en diagonal, podría deducirse el largo itinerario del cesante. La chaqueta blazer azul que siempre le fue estrecha, ahora le cuelga un poco, y penden sueltos los botones dorados y dispares. Sobre el resto de su indumentaria, qué decir. Baste mencionar la corbata listada, que según él era de «regimiento inglés», pero que -lo descubrí años más tarde- es sólo de algún colegio británico. En todo caso, una corbata de niño demasiado corta. Por cuya causa, seguramente para que nadie mida el pañito que apenas le llega al esternón, nunca se desabotona la chaqueta. En fin, tanta elegancia como sólo puede exigirla una verdadera pobreza.

Aunque un golpe de buena suerte mejorara su vestimenta, la actitud lo delataría. Sugiere inevitablemente lo que podría ser si no estuviera desempleado. Un jefe de camareros, en su día libre. O en el mejor de los casos el maître de un hotel en decadencia. Como lo comprobé mil veces después, tiene el reflejo de adelantarse para abrirle las puertas, o retrasarse para acomodarle la chaqueta, a perfectos extraños. Y la mirada huidiza parece atenta a una mano lejana que fuese a chasquear los dedos llamándolo. Rasgos todos que subrayan el carácter de un hombre de servicio, sobresaltado. Alguien que pasa por la existencia temiendo los reclamos de mesas donde la vida está mal servida. Alguien que iría corriendo a atenderlas, a no ser por una dignidad similar al pánico, que se lo impide.

Otro guardia de civil había aparecido ahora junto a la comisión de pórtico. Llevaba el mismo cablecito de teléfono retorcido saliéndole de la oreja, y le hablaba a un botón de su manga, como un chiflado. Me di por perdido. Tuve deseos de huir antes que fuera tarde. Estudié una retirada: las pecheras condecoradas y las complicadas utilerías de las esposas, dificultaban el paso. Sin embargo, antes que yo pudiera traicionarlo o el chiflado de la cara azul interviniese, mi padre se agarró de la mano que le alargaba el primer anfitrión. Un individuo alto, de porte distinguido y mirada estúpida.

-Felicitaciones. ¡Que gran día para su Institución! -dijo, sacudiéndole demasiado la mano. Y agregó otras frases rimbombantes por el estilo, antes de presentarse-: Víctor Martínez-Coll. Y este es mi ayudante. Venimos de Vida Social a cubrir el evento. Nos envían del...

Mencionó un matutino muy conocido. Su dedo se indicaba una insignia en la solapa del blazer que tanto podía ser el logo del periódico, o la promoción de una marca de aceites. La mirada estúpida se encandiló un momento, como si un fotógrafo ya le hubiera disparado el flash.

-Por su puesto, por supuesto, gracias por venir. En nombre de la Institución.

Acto seguido, mi padre se desembarazó con ademán señorial del seboso impermeable y se lo alargó al guardia, junto con su maletín y mi parka.

-¿Haría el favor de dejarlo en Guardarropía? Para que nos pongamos a trabajar de inmediato. Debemos volver a la redacción antes del cierre.

¿Quién no ha observado esa audacia brusca que se apodera a veces de ciertos tímidos profundos? En lo más retraído de sus sordas angustias adivinamos entonces un núcleo ígneo de locura, que más nos vale no presionar.

El guardia quedó paralogizado por tanto atrevimiento. Quiso consultar con el anfitrión principal, pero ya estaba demasiado ocupado con nuevos invitados. Y nosotros nos internamos en los luminosos y atestados salones, sin mirar atrás.

*  *  *

-Prueba, prueba los de centolla -me decía mi padre, deteniendo a un mozo para aprovisionarme de canapés-. No es de lata. La Fuerza Aérea trae los mariscos frescos de Punta Arenas. Habrán llegado esta mañana en un vuelo especial. Prueba este de centollón...

-Delicioso... -modulé como pude, con la boca llena.

-Los aniversarios de las fuerzas de orden se caracterizan por sus horarios insólitos. Y por terminar en punto. Pero son abundantes. Si bien la banquetería de la Armada es mejor que la del Aire...

Pensaba en voz alta. ¿O me instruía? Adiviné que había todo un ranking. Una Guía Gastronómica para los cócteles sin invitación. ¿Cómo los calificaría? ¿Con pequeños paracaídas, en lugar de tenedores?

-Por supuesto, si me dejaran sacarte a otras horas podríamos ir a matrimonios y recepciones diplomáticas. Las embajadas sirven menúes étnicos en los días nacionales. Se puede viajar sin moverse del país. Pero aquí no estamos mal, ¿verdad? ¿A que no te olvidarás de este cumpleaños?

Asentí. Jamás lo olvidaría. Y birlé una copa de una bandeja que pasaba. Me observó con aprobación. Con ternura.

-Estaba seguro que te gustaría. Es un ambiente muy, muy... -buscó la palabra. Por un segundo intuí una de las fuentes probables de ese léxico que me había impresionado desde chico. Tuve la visión del hombre que llena un puzzle, mordisqueando el lápiz, sentado en la caja de un restaurante. Hasta que halló el vocablo justo:

-Es un ambiente muy «rutilante» -dijo, por fin.

Me sentí más confiado. Empezaba a entender el juego. Casi lo estaba disfrutando. Me había bebido mi copita de blanco. Y los pesados cortinajes de raso, los perfumes de las señoras, y la orquestina militar que ensayaba valses al fondo, todo «rutilaba» un poco. Hasta empezaba a pegárseme el vocabulario de crucigrama, de mi padre.

Incluso alternamos con un par de oficiales extranjeros constelados de estrellas. Eran los agregados aéreos de Guatemala y Grenada, creo. En todo caso, países poco más grandes que una pista de aviación. «A bordo de un Mirage se cruzan en un suspiro...». Y las dentaduras casi les escapaban de sus negras bocas trompudas, riendo. Quizá las copitas de chardonay me envalentonaron. O lo hice por ponernos a tono con ese ambiente de viajeros. El caso es que de pronto me encontré preguntándole a mi padre:

-Y tú, ¿a dónde fuiste durante este año...?

Como quien interroga a un amigo del alma, que se perdió de vista así porque sí. Simplemente porque el azar separa lo que había juntado.

Se le cayó la sonrisa:

-¿A qué te refieres? ¿Yo? ¿Ir dónde?

-Sí, tú. ¿Quién más? -le contesté, todavía movido por la inercia de mi entusiasmo-. Estuviste viajando ¿verdad? ¿Cómo va el proyecto de hotel?

-Bueno... va, va... - e explicaba ante los Agregados-. Es una historia muy larga...

Indudablemente, en esto no había cambiado. Todas sus historias eran largas. Y ninguna traía una respuesta clara. ¿A qué le temía tanto? ¿A contarme una mentira? ¿O a verme perder una ilusión?

-Cuéntame esa historia -dije, ya un poco picado por tantos puntos suspensivos-: Te eché de menos.

Acusó el golpe. Se puso colorado. Giró sobre sus talones buscando ayuda. Con esa dolorosa facilidad para transferir obligaciones que distingue a los pusilánimes.

Quizá en esa oportunidad pude enterarme de aquel año oscuro en que mi padre estuvo fuera de nuestras vidas. Si hubiera insistido, si lo hubiera presionado delante de los aviadores... Pero hasta los fracasados tienen un hada madrina. Una que les cubre los pasos perdidos, les borra las cuentas impagas, incluyendo la memoria. Y les permite seguir viviendo. Esta vez el hada pasó en la forma de una mujer alta, de traje sastre rojo y tacos de aguja. Llevaba esa inconfundible libreta de las reporteras y un gordísimo fotógrafo jadeaba tras ella, con su arsenal de cámaras al cuello.

-¡Señorita! -la llamó mi padre-. Estamos listos para una foto...

La mujer observó de pies a cabeza al hombrecito agitado, un poco sudoroso, que le cerraba el paso. Supongo que estuvo a punto de hacerlo a un lado. Pero en ese momento mi padre agregó:

-Junto a nuestros amigos... -y tomó por el codo al sonriente y constelado aviador de Guatemala, ¿o sería Grenada?

Este lo apoyó. Lanzó alguna galantería caribeña que ablandó un poco el maquillado disgusto de la reportera. Finalmente le hizo una seña a su fotógrafo. El gordo compuso el cuadro y retrocedió elásticamente, enarbolando la cámara.

-Digan whisky -pidió ella, a regañadientes.

Los agregados nos flanqueaban. Mi padre quedó en el centro, con un brazo sobre mis hombros. La manaza del guatemalteco, agravada por una esclava de oro, reposaba sobre uno de los suyos. Lo observé de reojo. Mi padre me hizo un guiño, aliviado. ¿No era una velada inolvidable?, parecía decirme. Incluso saldríamos en el diario.

Y no había tenido que contestarme nada.

-Ahora, si son tan amables en dictarme sus nombres... -trinó insidiosa la reportera-: Con títulos y cargos. Para Vida Social, por favor.

La sonrisa de mi padre volvió a caer. Demostró una sensación de pérdida palpable. Se revisó nerviosamente los bolsillos. Esos bolsillos deformados, donde los hombres sin títulos ni cargos se hunden hasta el forro de la chaqueta.




2

Creo que mi memoria empieza con el miedo de mi padre. Allí se puso a rodar la conciencia, la primera vez que lo vi temblar. Debo haber tenido 4 o 5 años y me llevaron a una exhibición de paracaidismo. Algún Regimiento cercano a la Hostería de turno, en Angol o Traiguén, sería. Recuerdo una pista de césped, una banda de vientos, el cielo muy azul sembrado de hongos albos que descienden blandamente. Yo estoy entre mis padres, al borde de la pista, tomado de sus manos. De pronto hay un silencio en la multitud. Hasta la banda se ha callado. Recuerdo las cabezas alzadas de la gente quebrándose en un ángulo imposible, los ojos dilatados por el asombro. Y después el fascinante bulto oscuro que viene cayendo a plomo entre los paracaídas, casi encima de nosotros. Mi madre me abraza, protegiéndome. Aun así creo ver nítidamente el rostro del hombre que cae manoteando, con la boca muy abierta como si se ahogara en un pozo de aire, antes de estrellarse en el centro de la pista. Un «TUD» resuena en el silencio sepulcral del mediodía. Y luego la muchedumbre corre hacia él, grita, pide auxilio. Todos, menos mi padre que no está por ninguna parte. Mi padre que aparecerá un minuto después al pie de una de esas mangas de viento, doblado por las arcadas, vomitando. No digo que fuera un cobarde. El suyo era un temor corriente, me parece: miedo a lanzarse en el vacío de la vida. Una aprensión que a diario se expresaba en ese temperamento dilatorio y utópico común, por lo demás, en la gente amable. Una tendencia a dar los medidos pasos que otros esperan de nosotros, y postergar indefinidamente ese único salto personal que nos justificaría. Algo que parece amabilidad, pero es miedo. El miedo de poner a prueba los propios sueños, lanzarlos, dejarlos un instante suspendidos en lo alto, y que después algo resulte mal. Y verlos precipitarse en el abismo. Un miedo que puede durar toda la vida.

O hasta que algo nos obligue a saltar al vacío.

*  *  *

Dos años antes de aquella fiesta en el Club, el día que el «sobre azul» cayó en su escritorio, mi padre volvió a casa flotando. Literalmente. Era uno de esos días de viento fuerte que regala la primavera en Santiago. Vientos marítimos que se cuelan entre las gargantas de la cordillera. Un anticipo del verano que nos saca la lengua desde la playa, lanzándonos todo su aliento de sal y libertad a la cara. Eran las cinco de la tarde, y mi padre regresaba a esa hora insólita, por el medio del pasaje Gath y Chaves. El fútbol se detuvo, un córner quedó en suspenso. El hombre bajito, con su maletín de colegial, pasó entre nosotros sin vernos. Levitando entre los chalets pareados, y los plátanos en plena alergia. Flotando, arrastrado por las grandes alas -ya entonces un poco sebosas, es cierto- del impermeable que jamás se quitaba, por escrúpulo de friolento, hasta el año nuevo.

Se encaminó directamente al garaje y echando mano al frondoso llavero que le colgaba al flanco, abrió el candado. Abandoné el partido y lo seguí fascinado. El garaje era una pieza de trastos que me estaba prohibida. Mi padre llamaba a esa trastera, de modo más bien escalofriante el «cuarto oscuro». Adentro se oía una barahúnda fenomenal, caían cajones, volaban maletas, una nubecilla de polvo emergía del dintel. Un pequeño holocausto consumía esas cosas olvidadas que hasta una familia trashumante, que ha pasado la vida en hoteles, logra acarrear en sus viajes. Incluso la cuna de un hermanito menor, que no alcanzó a vivir el año, salió disparada.

Mi madre salió de casa secándose las manos en el delantal regalado por su marido. La elegantísima bata monogramada de un chef del O'Higgins (por estos privilegios, a veces, se dedica una vida al servicio de otros).

-Víctor ¿qué pasa?

-Me echaron -contestó una voz desconocida desde el interior del garaje, y tosió-: Fui despedido, exonerado, desahuciado, racionalizado...

Sin duda había releído la carta, cruzando las palabras, hasta aprenderse de memoria el vocabulario eufemístico de las privatizaciones.

-Víctor -repitió mi madre, pálida como sólo sabía ponerse ella. Pálida como el pan antes de hornear-. Y ahora ¿qué vamos a hacer?

-Voy a poner mi propio restaurante de carretera, o quizá un hotel campestre -contestó mi padre, emergiendo del garaje con un polvoriento archivador rebosante de hojas y planos azules-. Viviremos como siempre quisimos.

-Como tú has querido vivir siempre -corrigió ella-. Que es algo bien distinto.

Y se limpió los anteojos en el delantal, para ver mejor la diferencia.

Mi madre era corta de vista, ambiciosa, y leal. Con esa clase de lealtad, eso sí, que preferiría no verse puesta a prueba. La vocación de hotelero independiente de Víctor Martínez-Coll era una de las pocas pruebas que conseguía desquiciarla. Si la voz de mi madre se alzaba y la luz del velador permanecía encendida hasta muy tarde en el dormitorio, significaba que nuevamente su marido se tomaba un permiso sin sueldo. Otra vez embalaría como un poseso en su bolsón de colegial esos mapas e itinerarios ferrocarrileros, esas guías de hostales y paradores rurales europeos que le servían de inspiración. Y al día siguiente lo veríamos partir, armado con sus botas de agua, el sombrerito tirolés, y la vieja cámara Leica con los cromados desvaídos. Dispuesto a atrapar ese obsesivo shangrilá del turismo alternativo con el que había soñado. «¡¿Pero por qué no pides el ascenso en esta empresa, por qué no exiges lo tuyo en vez de ir a la siga de un sueño?! Ya podrías ser Gerente, con tu capacidad», gritaba mi madre en el dormitorio. Y él tartamudeaba: «Te lo he explicado mil veces, mujer. Porque no quiero que dependamos de alguien. ¡Quiero que seamos in-de-pen-dien-tes! ¿Lo entiendes ahora?».

Despuntaba el día y dudo que se hubieran entendido. Él partía a buscar su soñada independencia. Y ella no salía a despedirlo. Yo me quedaba imaginándolo provisto de su anticuada brújula y vagando por el campo, por la montaña, por las inmediaciones de esos pueblos chicos cordillera adentro donde nos llevaba a veces. Una brújula para encontrar la fuente de eterna juventud en cuyas surgientes construiría una de sus fantásticas posadas. Con sus cocinas de utensilios inoxidables y sus termas de vapores y barros buenos para el corazón. Después volvería con fotos de un sanatorio para tuberculosos abandonado en la punta de un cerro, la piscina seca de algún balneario fluvial embancado décadas antes, el caserón terremoteado de un internado en venta. Haría planes, sumas y restas, pegaría con goma arábiga sus fotos en los cuidadosos espacios que dejaba al tipear sus proyectos. La vieja Underwood portátil iba a zapatear hasta la madrugada durante una semana. Luego visitaría bancos, entusiasmaría socios renuentes, les dejaría copias al papel carbónico, azules, de sus proyectos ilustrados. De a poco iría aterrizando, abrumado por las dificultades de la empresa, olvidándose, hasta la próxima vez...

Y cuando yacía en tierra, maltrecho por la desilusión, mi madre le acariciaba el pelo rubio que ya tiraba a ceniza, le daba la mano, y volvían reconciliados al dormitorio. Con el tiempo llegamos a predecir incluso la fecha y hora de aquellos brotes de independencia. Por esa afiebrada ventanita de locura que se le abría en el oriente de la pupila.

-Y dime, Víctor -continuó mi madre esa tarde del despido- ¿De qué vamos a comer, esta vez, hasta que pongas tu hotel?

-No se preocupe, mijita. Nunca nos va a faltar de comer. Eso sí que no. Cómo cree que le faltaría de comer a alguien en el gremio de la alimentación. Si conozco a todos los chefs y maîtres de Chile. Podemos comer gratis un año sin repetirnos nunca un plato, si quisiéramos...

Me sabía este diálogo de memoria. Lo remedaba moviendo los labios en silencio. Ahora ella retrucaría:

-Y la hipoteca, ¿también la van a pagar tus amigos garzones?

Ahí estaba, ya había salido. ¡El famoso tema de la Hipoteca! Después de 15 años de vivir en hoteles y hosterías estatales, mi madre había amenazado con la separación si no adquirían un bien raíz. Una raíz, el bien de una raíz. Tras muchas discusiones y el fracaso de algún nuevo castillo hotelero construido en el aire, mi padre claudicó. Pidió el traslado a Santiago y se metió en el crédito de un cuarto de siglo para adquirir la casa del pasaje Gath y Chaves. Llevaba pagados 18 dividendos del chalet pareado, con antejardín, postigos, garaje para un auto que no teníamos y seguro de desgravamen, por si el propietario moría antes que su deuda. En suma, el mítico inmueble donde mi madre lo primero que hizo fue plantar árboles de crecimiento rápido y raíces largas, raíces profundas.

Durante un tiempo creímos que Víctor Martínez-Coll se había curado para siempre de sus sueños de hotelero independiente. Pero aquí estaba otra vez, aferrado al archivador de los proyectos. Decidido a convertir en oportunidad esta condena a libertad forzosa que el destino le arrojaba a la cara. Con el brazo libre manoteó descartando las objeciones de mi madre:

-No te preocupes, ya nos arreglaremos. De alguna parte saldrá el dinero para los dividendos... -Y acompañaba ese gesto evasivo con la mirada extraviada en el remoto cruce de caminos donde construiría su posada.

-Víctor, sé razonable. Ya te han rechazado cien veces tus proyectos. No tienes pasta de empresario, convéncete. En cambio, tienes amigos. La gente importante no olvida una buena atención. Pídeles un trabajo...

Mi madre también tenía sus armas en esta guerra. Recordó algo y entró corriendo a la casa. Un segundo después reapareció en el antejardín, con el grueso álbum que normalmente presidía la mesita de centro en nuestra sala. Hojeó afanadísima el pesado libraco, del que emergían fotos y recortes de diarios amarillentos.

-Esta gente te está agradecida, se acordarán de ti, comieron bien. Y son influyentes: aquí está el Cardenal, y acá este millonario tan famoso hoy día. ¿Te acuerdas del baladista que se alojó una mes en la Hostería de Arica? Pues bien, ahora lo nombraron Ministro de Educación. Estoy segura que es el mismo, el otro día lo vi en el diario. ¡Sí, aquí está! Es él, incluso con dedicatoria. Puso que fue «inolvidable»... ¿Lo oyes? ¡Inolvidable!

Y mi madre levantó la vista, triunfante, con sus grandes anteojos de miope en la punta de la nariz. Se encontró con la mirada desaprobadora de su marido que meneó la cabeza unos segundos, antes de estallar:

-¡Jamás! ¡Jamás nunca! ¿Cuándo entenderás que la hospitalidad es sagrada, que no se pide nada a cambio excepto una tarifa justa? Lo hemos discutido muchas veces. Es una cuestión de principios para un hotelero. ¿Cómo podría formar una clientela, si se sabe que después ando pidiéndoles favores a mis pasajeros? Dime tú, ¿ah...?

La escena los pintaba de cuerpo entero. Allí estaban ambos, retándose en el jardincillo del chalet: parecían dos fanáticos de distinta secta enarbolando sus libros sagrados. Mi padre con el archivador de sus utopías, y mi madre con su fe en la vida social. Y la guerra santa se veía inevitable.

-¡La hipoteca la voy a pagar con esto! -agregó mi padre, tajante, golpeando con mano iracunda las tapas polvorientas del archivador donde abultaban sus proyectos pendientes.

-¡Sueños! ¡Fantasías! -contestaba ella-. Utiliza tus influencias, tus relaciones, como hace todo el mundo. ¿De qué te sirve si no, haberte retratado con tanta gente importante?

E indicaba la página abierta en la foto donde ambos aparecían -con 50 personas más- junto al candidato en gira que alojó en el Gran Hotel Pucón, en las presidenciales del 64.

Y quizá esta era finalmente su alianza, la mínima parcela de tierra prometida que toda pareja debe tener para que germine un matrimonio. Mis padres tenían en común esa vanidad pueril de alguna gente chica. Les gustaba salir en la foto. No robarse la película. Ni tapar a nadie. Simplemente incluirse en el cuadro. Salir retratados con la gente que ellos mismos habían ayudado a hacer feliz. Estoy viendo a Víctor Martínez-Coll golpear con el tenedor una copa, a los postres de alguna convención masónica, invitando a la asamblea a fotografiarse en los jardines. «Por gentileza de la casa». Para que cada congresista se llevara copia en un marco de papel diseñado por él mismo que decía: «Recuerdo de mi estancia en...». Estoy viendo al grupo formado en hileras en el prado del minigolf y al señor administrador tomando de la mano a su esposa y corriendo ambos con sus pasitos ágiles, de camareros, para incluirse en la foto junto a un Gran Maestro. Misma foto que al día siguiente mi madre enviaría para que apareciera en La Mañana de Talca: «Culmina brillante Congreso en Pichilemu». Mismo recorte que vendría a parar, cuidadosamente pegoteado por ella, a ese famoso álbum.

-¡Con este hotel podré pagar mucho más que tu hipoteca! -volvió a gritar mi padre, mostrando con furia otro de sus proyectos archivados-. ¡Dos hipotecas, diez hipotecas!

Pero mi madre no le hacía caso. Se había sentado en el peldaño de la cocina y hojeaba nostálgica su propio libro. Otros recortes donde la prensa social de provincias -El Sur, La Estrella de Arica- los había fotografiado: codo a codo con caciques de la política, primeras damas, incluso algún actor americano que vino a la pesca de salmón en el Trancura. Dedicatorias al pie de rostros «ilustres», «prestigiosos», trasnochados en innumerables agasajos, banquetes y convivios, convenciones y complots, servidos en los hoteles y hosterías administrados en casi dos décadas a lo largo del país. Allí estaba la fe de mi madre. En la memoria indestructible que deja un curanto para cien personas cocinado en la antigua Posada Nacional de Ancud. Su confianza en la eternidad de un matrimonio veraniego que organizaron a orillas del Llanquihue. Y ellos son esa parejita baja, dichosa, con algo de duendes en los ojillos pícaros, que aparecieron nadie supo de donde, tomados del brazo entre los novios.

*  *  *

Sin embargo, tal parece que la anticuada brújula de Víctor Martínez-Coll lo conducía a contramano en esa época. Contra más lejos debía viajar para encontrar el emplazamiento ideal de su hostería de campo, más cortos eran los plazos que le daban los ejecutivos para pagar la hipoteca. Un año después de su despido, para mediados de 1976, la AAP «Libertad» (la Asociación de Ahorro y Préstamo que mi padre traducía por Asesinos Anónimos del Pequeñoburgués), había sacado a remate la casa de Gath y Chaves. Y mis padres se separaron.

El asunto no ocurrió de repente, sino poco a poco. Fue una soledad que se infiltró solapadamente en nuestras vidas. De pronto miramos al cielorraso del chalet, y ahí estaba la mancha negruzca goteando del tejado que no se reparó ese año. De pronto, algo en nuestra familia se había quemado, como el fusible que Chilectra bloqueaba con una especie de trampa para osos y que yo, con mis dedos delgados, aprendí a girar fraudulentamente. Hasta que vinieron a retirarnos el medidor.

Por su parte, mi padre también fue retirándose poco a poco. Para las fechas en que el remate se hacía inminente, ya casi había desaparecido de nuestras vidas. No se desvaneció como otros, en la noche larga de esa época, sino que empezó a venir cada vez menos a casa. Pasaba varios días fuera. ¿Dónde? Buscando trabajo podíamos suponer. Aunque yo advertía la mueca dolorida de mi madre al verlo salir armado con esa sospechosa Leica, la máquina de atrapar utopías. Fuese lo que fuese, regresaba de estas expediciones cada vez más ojeroso y pálido, como si se hubiera corrido una larga juerga. (Él, que hasta entonces nunca había probado el alcohol, como no fuera para visar el licor de las tortas húmedas). Lo veíamos volver abstraído en una íntima paradoja, fácil de suponer. Un hotelero, un gran anfitrión, dos veces premio ACHIGA a la excelencia gastronómica, que no traía comida a su propia casa.

La última vez reapareció a la hora del desayuno -a la hora en que arriban los buses nocturnos del sur. De pronto lo encontramos titubeando en el umbral de la cocina, saludando con aquel gesto tan suyo, encogiéndose de hombros y mostrando las palmas abiertas y vacías, como si dijera: «soy sólo yo». Mi madre lo hizo pasar sin una palabra y le sirvió un café. Mi padre trajinó su maletín de cuero gastado y extrajo una bolsa de papel. Ella lo observaba con escepticismo. El abrió la bolsita y fue ordenando sobre un plato, con mano temblorosa, dos docenas de canapés. Grandes, de lujo, canapés de salmón y caviar.

Tras su siguiente salida, no volvió más.

*  *  *

Hay un centro inmóvil de la infancia. Cuando el mundo es todavía esa bolita de cristal entre los dedos cuyo misterio fascinante nadie nos exige penetrar. Un núcleo suspendido, sin tiempo, que a menudo intuimos justo cuando lo vamos a perder. Para mí ese centro fue el año que vivimos de allegados en la casa de mi abuelo Cayo. Durante el silencio y la ausencia de mi padre. El largo y brevísimo año en el que aprendí a imaginar.

¿Dónde estaría? ¿A qué tanto silencio? ¿Lo perseguía esa misteriosa AAP? ¿Se habría convertido en un criminal muy buscado, o en agente secreto? ¿Se habría enrolado en la Legión Extranjera? ¿O había encontrado al fin su encrucijada y estaría construyendo la posada caminera que había soñado?

No me pregunten por qué, pero yo estaba seguro de que esta vez hallaría su destino. Y que en cualquier momento reaparecería para mostrarnos las fotos de su nuevo hotel, en un paisaje de montañas nevadas y valles boscosos. Y nos llevaría a vivir allá... Me lo representaba inclinado sobre las copias azules de sus proyectos donde se detallaba la minuciosa remodelación de un prodigioso caserón campestre. Como los que muchas veces visitamos juntos, oyéndole desplegar las imaginarias alas de las ampliaciones, el agujero de la piscina, hasta los frutales de donde saldrían las mermeladas caseras que pronto se harían famosas. Y sobre todo ello el gran rótulo de neones visible desde la carretera: «Gran Hotel Martínez». Coronado por una lectura provisoria: «Próxima inauguración aquí». Aun hoy, cuando veo un hombre mayor parado al borde de una autopista, no puedo evitar imaginarme que es él, cronometrando el paso de los buses interprovinciales para proyectar su futura clientela.

Me había costado imponer mis versiones fantaseadas y aumentadas sobre la ausencia de mi padre. Palizas y revolcones en los patios del colegio seguían a los rumores y maledicencias escolares. Mi padre recorría el mundo durmiendo cada noche en un hotel diferente, para importar después lo mejor de todos ellos; el viaje se alargaba y ya iba en la India... Esta versión era mi favorita. Gané algunas de esas peleas. Conseguí que algunos compañeros misericordiosos o imaginativos me creyeran.

Seguramente no era yo el único que fantaseaba con él. De vez en cuando, descubría a mi madre hojeando el diario en la sección de regiones. Observando detenidamente las fotos de la vida social en provincias. Y luego para que nadie lo notara, volvía a dejar el periódico milimétricamente doblado sobre el sillón de mi abuelo. ¡Mi abuelo Cayo! El coronel de intendencia en retiro que jamás aprobó el matrimonio de su hija única con ese «posadero». El feroz viudo que se bañaba con agua fría a las seis de la mañana en invierno, aullando como un cosaco, y que se sacaba las muelas malas él mismo -fui testigo- con un alicate. El feroz Cayo que entraba de puntillas a la pieza del fondo, donde dormíamos con mi madre, a ver si teníamos tapados los pies.

Llevábamos un año o poco menos viviendo con mi abuelo, cuando se presentó un carabinero, dejó una notificación, y supe que había vuelto. ¿Qué negociaciones hubo, cuales arreglos judiciales? Nunca me contaron. Sólo entendí que en adelante tendría derecho a mí cada quince días, los sábados de 3 a 8 de la tarde, en punto. Empezando por el siguiente, que caía precisamente en el día en que cumplí 14 años.

Mi abuelo rompió en mil pedazos la papeleta. Maldijo a la ley. Mi madre sólo se persignó. Y el sábado el viejo se había puesto de uniforme y ella su mejor vestido, para entregarme, lavado y peinado, en el zaguán de la casona ñuñoina.

-Sobre todo, no le preguntes dónde ha estado, no demuestres interés, no le menciones sus proyectos... -me instruía mi madre, revisándome por quinta vez las orejas.

¿Quería fingir indiferencia a través mío, o temía que le diera un ataque de locura, como cuando se menciona la soga en la casa del ahorcado?

Yo pensaba hacer todo lo contrario. Me había pasado dos semanas preparándome para este encuentro. En secreto había ensayado la escena, las palabras que le diría: que me llevara consigo, ya era grande para ayudarlo en su Hotel. Ya tenía la altura necesaria para ser el perfecto bellboy, uno de esos muchachos «botones» que trabajaban los veranos y cuyos uniformes había envidiado tantas veces. ¿No notaba acaso como había subido dos marcas en el metro de modista de mi madre?

No se si él me encontró más crecido. Pero recuerdo que yo, por primera vez, lo hallé pequeño. ¿O era que después de «pegar el estirón», lo veía un poco desde arriba? Parecía incluso otra persona. Recordaba a un hombre pulcro, hasta pulido. Con las mejillas rosáceas y gomas en las mangas de sus camisas impecables, para alejar los puños de las ollas y la tinta de los libros contables. Alguien que no se sacaba la corbata ni en la casa y decía: «limpieza es la dignidad del hotelero». En aquel reencuentro creo que me sentí perdido. Viniera de donde viniera, este hombre enflaquecido y mal afeitado, no dirigía un hotel ni había ido al extranjero. O si lo hizo, fue en la tercera clase de esos barcos donde los emigrantes duermen con la ropa puesta.

El hombre dio un paso hacia mí. Mi madre se retiró un paso. Parecía un intercambio de rehenes. Mi cara de perplejidad debe haber sido demasiado evidente, porque él se creyó obligado a explicarme:

-Soy Víctor. Soy...

Conservaba su tendencia a dejar en suspenso las frases. Que luego nunca retomaba. Que se ahogaban así en un silencio y olvido irremediables. En esta ocasión, y ante mi desconcierto, supongo que estuvo a punto de explicarme «soy tu padre».

-¿A dónde lo llevará? -reclamó mi abuelo, apareciendo desde atrás.

Cualquiera habría dicho que esperaba que le mostraran el plan de operaciones.

-Está invitado a una fiesta oficial, con motivo de su cumpleaños -declaró mi padre, enfrentándolo.

Quizá fue la palabra «oficial», lo que aplacó a Cayo. O el aire espectral de su desgraciado yerno. El caso es que se inclinó y pude ver que su cráneo rapado se había erizado un poco.

-¿Tienes monedas? -me preguntó (me había dado como un kilo, media hora antes)-. Comunícate cada media hora, ya sabes... Y al menor problema que tengas con este.

-Ya tiene edad para hacer un poco de vida social ¿o no? -intercaló «este», más que nada para mi madre.

Ella no le contestó. Pero cuando me besó en la frente, tenía los anteojos empañados. Mientras nos alejábamos me volví varias veces. En la puerta, junto a las anchas espaldas de Cayo, mi madre nos hacía un adiós en la dirección equivocada.




3

-Prueba ahora estos camarones ecuatorianos -me decía mi padre, deteniendo la quincuagésima bandeja y chupeteándose un poco los dedos-: Están deliciosos... No te los pierdas.

Guiados por la estela de las bandejas más surtidas, habíamos ingresado al Salón Principal del Club. Conmovido, mi padre me observaba devorar la brocheta de gigantescos camarones, mientras me sostenía otra de repuesto. Creo que en toda mi vida no le di una satisfacción mayor: comer con hambre en la fiesta a la que él me había invitado.

Y pensar que dadas las circunstancias todo podría haber salido bastante bien, supongo. Mi padre me habría devuelto a casa ahíto esa noche. Y yo podría haberle contado a mi mamá y a Cayo, que había celebrado mi cumpleaños número catorce en una «fiesta oficial», atendido a cuerpo de rey. Todo habría salido bien, si Víctor Martínez-Coll no hubiera caído precisamente esa tarde en la tentación suprema del paracaidista temeroso, el delirio de lanzarse en caída libre. Y desde las alturas del poder, nada menos.

De pronto noté que mi padre se había olvidado de la brocheta de repuesto, cuyo jugo le chorreaba hasta la muñeca. Por un momento temí que el guardia de las mejillas azulinas hubiera reaparecido, husmeándonos entre los cuellos afeitados y los ajados escotes. Pero la mirada huidiza de mi padre -esa mirada siempre atenta a los reclamos de una mesa imaginaria-, se había fijado en un punto en el centro del Salón.

-Sígueme con cuidado -me dijo.

Dejó la brocheta en una bandeja que pasaba y se llevó con discreción los dedos a los labios. Avanzó finteando hábilmente entre los invitados, dirigiéndose hacia el núcleo de la fiesta. Bajo la inmensa araña de lágrimas había un grupo de oficiales en gran uniforme. Entre ellos unos cuantos diplomáticos con sus lúgubres trajes oscuros, parecían puestos allí sólo para darle más fuego a los entorchados y alamares de los uniformados.

-¿Quienes son? -le tironeaba yo de la manga.

-Los invitados de honor, las máximas autoridades...

Nos acercamos más, parapetándonos sigilosamente tras la espalda de un par de damas corpulentas. Hablaban como loros, enternecidas por la admiración del poder. Fijándome bien, hasta podría jurar que tenían esa piel de gallina de las fans. En todo caso, los rechonchos hombros trémulos ofrecían un balcón natural, un acechadero perfecto.

En el centro del círculo de oficiales un general canoso escuchaba sonriente a sus subalternos, sin asentirle a ninguno. Por un instante me pareció conocida esa frente redonda, la sonrisa descalzada que más parecía un puchero, los ojitos celestes de niño dios. Y luego dudé. No hay rostros más irreales que aquellos que salen mucho en fotografías. Tal vez por eso la primera reacción que tenemos siempre, cuando vemos cara a cara a un famoso, sea de incredulidad. Seguimos a una estrella de la tele calle abajo para cerciorarnos, con esa expresión boba de quienes no salimos nunca en la pantalla de la vida. Y si podemos los tocamos. Todos tenemos un poco de Santo Tomás cuando aparece Jesucristo.

-¿Tú crees que es...? Quiero decir, ¿será realmente... él? -balbuceé, tironeando por la manga a mi padre.

-El mismito -murmuró, sin quitarle la vista de encima-: El Presidente. Con un pisco sour en la mano...

Y en eso volvieron a aparecer los tacos de aguja, contoneándose. Por suerte, la reportera no nos divisó. Estaba muy ocupada pidiendo permiso, intentando abrir el grupo. Los militares y diplomáticos formaban un círculo férreo en torno a Pinochet. Se produjo una confusión. Los embajadores se deshacían en excusas protocolares, los coroneles se cuadraban automáticamente. Nadie quería darle la espalda a nadie. Y menos que a ninguno, al General. Aunque este no se inmutaba, perdonándolo todo con esos ojitos imperturbablemente felices. La periodista intentaba situar en el centro al Presidente y sus edecanes. El obeso fotógrafo esperaba, enfocando. A pesar de la confusión, el grupo ofrecía un aspecto que sin duda mi padre habría llamado rutilante. Todos esos uniformes y trajes oscuros en el centro del salón, haciéndose venias, bajo la cascada de luces de la gran araña.

-No estarás pensando... -anticipé.

Se volvió hacia mí, jadeando de excitación. Y había una punta de locura en su voz, cuando me contestó:

-Fotos así se dan una vez en la vida.

Murmuraba como poseído. Poseído por una ansiedad similar a la que debe apoderarse de los paracaidistas en el momento previo al salto. Ahora sé que en el miedo al vacío hay una voz que llama desde el abismo. Aterrado, me di cuenta que ya no me estaba escuchando a mí. Deshaciéndose violentamente de mi mano, se compuso el blazer, centró el nudito de la corbata «inglesa». Luego sorteó a las admiradoras y se acercó merodeando al grupo presidencial.

Llevaba las manos en los bolsillos. Simulaba una mirada más bien hacia dentro, hacia ese horizonte interior de los caminantes despreocupados. Sólo las sienes sudorosas demostraban una reconcentrada intensidad. A no ser por ellas cualquiera habría dicho que simplemente pasaba por allí... Casi juraría que silbaba. Hasta creo que hizo el ademán de patear una piedrecilla imaginaria, o sería la bolita de una servilleta...

Y en ese momento saltó. Con una elegancia y una gracia de la que nunca lo habríamos creído capaz. Una gracia reservada para ese instante de eternidad, que estaba destinado sólo a mis ojos contemplar. Dio un saltito y cayó parado justo detrás de Pinochet. Caído del cielo, se habría dicho. Como un paracaidista eximio y valeroso que aterriza de pie en el lugar y el momento exactos de su destino. Y se mantuvo así un segundo, empinado en puntillas de ballet, estirándose para que lo imortalizara el baño de plata del flash.

*  *  *

-¿Podrían acompañarnos? Por favor, por acá... Los guardias de las mejillas azulinas nos tomaban por el codo, mostrándonos todos sus dientes irregulares. De pronto estábamos solos, en medio de aquellos salones atestados. Y no nos daban ni el tiempo para despedirnos del Agregado Aéreo de Guatemala.

«¡Infiltrado!», «¡espía!», eran los epítetos más suaves. «¡Te vamos a enseñar!». El infiltrado respondía con ese repertorio de convencionalismos que yo le conocía. Probando giros aprendidos en un libro de autoayuda, a ver cual le cuadraba a la situación presente. («100 recetas infalibles para vencer en situaciones difíciles», era uno de los clásicos que encontré en su biblioteca). Empleaba fórmulas tan elaboradas que despedían un insoportable hedor a coartada. «Debe usted saber... Incurre en un error...». La cortesía de mi padre alentaba a sus verdugos. Una vez fuera de la vista de la concurrencia, lo tomaron de la corbata «inglesa» y tironeándolo nos arrastraban hacia un pasillo lateral. Alguien hablaba de castigo ejemplarizador. No estaban los tiempos para tolerar burlas al régimen constituido... Mi padre estaba rojo, despeinado, le habían desgarrado la solapa del blazer al arrancarle su insignia. Sin embargo, persistía en mantener cierta dignidad para la galería. «Señores, puedo explicarlo todo», decía, repartiendo a la vez sonrisas y venias al personal de servicio que lo veía pasar en volandas por los corredores. Parecía temerle menos a los caras azules que al ridículo frente a sus «colegas». Que no fueran a pensar mal. Por mi parte, un ciego orgullo me brotaba de una región desconocida entre el hígado y el corazón.

-¡Maricones! -grité, tomándolo de la mano y repartiendo unas cuantas patadas-. ¡Suéltenlo! Es un hotelero independiente...

Tal vez fue la palabra «independiente» lo que nos salvó. O el Jefe de Camareros del Club que salió fiador por él. El caso es que de pronto nos encontramos en la calle. Recogiendo sus cosas, el contenido del maletín de escolar, mi parka. Los invitados que ya salían, miraban con cierta curiosidad al hombre y el niño que recogían basura junto a la alfombra roja. Mi padre les daba explicaciones. A los rostros esquivos que miraban para otro lado. «Un lamentable equívoco, un penoso malentendido... Pero esto se sabrá...». De pronto me quedó mirando. ¿Pasó por su mente la premonición de que yo alguna vez lo contaría?

Después subimos caminando por la Alameda, cruzando calles oscuras, en esa niebla ácida del pleno invierno en Santiago.

-Lo toqué -me dijo al fin mi padre, llegando al paradero de los buses.

-¿Lo tocaste? ¿Dónde?

-Por la espalda, cuando me empinaba. No sabía donde poner las manos. Y lo tomé por la cintura.

Parecía transido por una profunda angustia. Como la que debe haber invadido a Sigfrido después de bañarse en la sangre del dragón que lo haría inmortal.

-Creí que lo odiabas. Yo le habría clavado un puñal...

Claro, yo no era mi padre, quien escondía hasta los cortauñas del alcance de los niños.

-Está un poco gordo -continuó, sin hacerme caso, cada vez más ahogado en su baño de poder-. Tiene unos rollos sueltos por acá...

-¡Puajj! Que asco -exclamé-. Dime la verdad, ¿para qué lo hiciste?

-Hacer qué...

-Sacarte esa foto, tú sabes...

-¿Qué tiene de malo? Tengo fotos con todos los últimos Presidentes de la República. Sólo me faltaba él.

Lo quedé mirando. Ese anochecer yo entraba en otra edad, y no me bastaban ya las antiguas, amables explicaciones. Mi padre debe haberlo percibido, porque intentó eludirme repitiendo:

-Es que no me entiendes. Lo palpé. Es mentira que use chaleco antibalas. ¿Sabes una cosa? No tiene miedo.

«...No tiene miedo». Al repetirlo me doy cuenta por qué la gente pequeña como mis padres, se saca fotos junto a los ricos y famosos. Para agarrarse de algo en la caída libre de la vida. Para tener la ilusión de un apoyo, de terreno firme. De que nos sujetamos de algo o alguien que no cederá. Porque no tiene miedo. Puede que haya una magia negra del poder. De allí que la gente le robe botones a sus estrellas y quiera tocar a toda costa a los presidentes. Sobre todo si tienen el poder absoluto. Frotarlos como un amuleto, sobarlos como un talismán. Sobajearlos hasta que se nos pegue algo de su inmortalidad. Y para que este sortilegio sea eterno, fotografiarnos a su lado.

Observado bajo esa nueva luz, incluso el impermeable brilloso en la neblina de Víctor Martínez-Coll presenta otro aspecto. Ahora sospecho donde radicaba el cambio; ese que estuve notando desde que pasó a recogerme aquella tarde. El anfitrión profesional, el constructor de hoteles en el aire, había sido reemplazado, sustituido de algún modo durante ese año de oscuridad. Por este otro. Este, que se colaba en la vida por la puerta de servicio empleando sus antiguas influencias laborales. Y se sacaba fotos sin alegría. El cambio no se olía ni se tocaba. No estaba en el relente a humedad de su vestimenta rancia, ni en la piel floja del cesante enflaquecido. Sino en un lugar mucho más imperceptible. Busqué esa ventanita de locura, que le fijaba la mirada cuando salía a perseguir sus sueños, y no la encontré en sus ojos. Fue un chispazo de comprensión, por mi parte, que no cesa todavía. Y luego él bajó la vista. Quiso agregar algo, como si no estuviera ya todo bastante claro:

-Y además...

Pero esta frase, como tantas de las suyas, quedó en puntos suspensivos. Porque en ese instante recordó otra cosa y registró su maletín. «Por dios, me olvidaba...». Extrajo un bulto envuelto en papel de regalo y me lo alargó. No necesité abrirlo. Al tacto ya se notaba que era la vieja Leica desvaída, la máquina de atrapar utopías. Mil veces me había prometido que cuando cumpliera catorce años me dejaría usarla.

-Es tu cámara... -protesté.

-Creo que en adelante no voy a necesitarla. Te toca a ti -afirmó-. Felicidades.

Aunque la reproducción es pequeña y su nombre no se consigna en la lectura, soy testigo de que es él. Una cabeza en tercer plano, un poco a la izquierda. Hay que fijarse bien. La acidez del papel periódico ha corroído la escena. Se ve tan amarillenta que ya apenas se reconoce al Presidente de la época. Sin embargo, por un capricho de la tinta, o gracias al círculo a lápiz que lo enmarca, el rostro de mi padre sobrevive.

Sobrevive con toda nitidez.





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