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Huidobro. La marcha infinita [Fragmento]

Volodia Teitelboim






¡Fuego contra el surrealismo!

Se complacía provocando nuevas polémicas. Era también una forma de hacer noticia. Y se metió en una de padre y señor mío. Si antes embistió al dadaísmo, pronto las emprendió con el surrealismo, nueva potencia emergente que se manifiesta en la poesía y la pintura. Incluyendo en una etapa posterior a un joven venido del mismo margen terrenal, de la misma ciudad envenenada, Roberto Matta. Todas las artes en suma, sin exceptuar el cine (ejemplo, El perro andaluz) experimentarían su influjo. Él desbroza el camino recurriendo en ciertos casos a la dinamita. Se buscaba enemigos grandes porque se sentía grande. Explica sus razones:

«Personalmente yo no admito el surrealismo, pues encuentro que rebaja la poesía al querer ponerla al alcance de todo el mundo, como un simple pasatiempo familiar para después de la comida».



Interpretación muy suigéneris, desde luego.

Ahonda más cuando hace su apología de la vida y del arte con los ojos abiertos y proclama el reino de la inteligencia en vigilia. Nada de endiosar el sueño, el dictado automático, el flujo del monólogo interior, la dictadura del inconsciente. Porque «...la poesía ha de ser creada por el poeta, con toda la fuerza de sus sentidos más despiertos que nunca... Se dejan llevar -insiste- por un dictado interno y el resultado es un rosario de fuegos fatuos que sólo tocan nuestra sensibilidad epidérmica... La poesía es algo mucho más serio, mucho más formidable, y surge de nuestra superconciencia... Para qué dar tanta importancia a esta semipersonalidad (pues el automatismo sólo reside en los centros corticales inferiores) y no dársela a nuestra personalidad total y verdadera» (pp. 95-96).





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