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Ideología y escritura en «El Escándalo» (1875), de Pedro Antonio de Alarcón

Enrique Rubio Cremades

Universidad de Alicante

Interpretar una novela de tesis sin tener en cuenta el momento o contexto histórico en el que se gesta, desarrolla y publica, finalmente, es, en sumo grado, parcial. Si la visión o mirada del crítico desdeña o prescinde de los materiales noticiosos infartados en la propia historia, la conclusión será harto distorsionante y esquiva. El contexto sociológico, el soporte real en el que se sustenta la peripecia argumental y la percepción exacta del hecho en consonancia con las peculiaridades de una sociedad en el momento preciso en el que se nutre la acción serán aspectos esenciales para entender un relato en su justa medida. De igual forma, sería fundamental y preciso analizar dicha peripecia argumental desde la perspectiva de las corrientes estéticas del momento, pues los relatos de Alarcón rezuman romanticismo y actúan como filtro de los rasgos arquetípicos de la novela española y europea que se publican a finales del segundo tercio del siglo XIX.

Alarcón proporciona al lector una serie de datos utilísimos para analizar el proceso de gestación de su novela El Escándalo. Todos ellos engarzados con los hechos históricos más relevantes que conmocionaron a la sociedad española. Alarcón es consciente de que su novela fue una de las que mayor revuelo social levantó en su época, alcanzando un éxito editorial poco común, al igual que había sucedido con otras publicaciones anteriores, como en el caso de Diario de un testigo de la guerra de África (1859) o De Madrid a Nápoles (1861), en donde también se percibe con nitidez su perfil humano y su postura doctrinal en asuntos de ideología política. Evidentemente, El Escándalo es hija de su tiempo, iniciada su redacción en septiembre de 1868 y publicada el 1 de julio de 1875, tal como señala en Historia de mis libros1. Sin embargo, la novela estaba ya en la mente del escritor en los albores del año 1863, cuando se hallaba en Granada con prohibición oficial de residir en Madrid. Un argumento que «le estorbaba», según sus palabras, «en el cerebro y en el corazón». En las postrimerías del año 1863 Alarcón ingresa en la Unión Liberal, el partido político de O'Donnell, y llevará a cabo una intensa campaña periodística antigubernamental desde las páginas de la publicación La Época, diario que defendería años más tarde las ideas moderadas y, a partir de la Revolución de Septiembre de 1868, las monárquicas, convirtiéndose en alfonsino. Época en la que figura Ignacio Escobar como director y el duque de Sesto como mentor ideológico, de ahí que fuera el máximo representante de la línea liberal conservadora durante el Sexenio Revolucionario y un eficaz instrumento del canovismo alfonsino a favor de la Restauración.

El Escándalo nace en una época de controversias, en un período en el que se debatía acalorada y profundamente por la libertad religiosa. Libertad que se defendía con argumentos múltiples. Por un lado se alegaba que la Constitución debía rehuir de toda definición dogmática y todo tipo de exigencia religiosa. Se abogaba por la libertad religiosa, desgajada del Estado. Al legislador no le correspondía establecer la unidad católica. Por otro lado se argüía que la libertad de cultos era una manifestación concreta de la libertad en general, la facultad de determinar una acción que no tiene más limitación que la que conlleva el deber que tenemos respecto a los demás, tal como señalaba el célebre diputado Ruiz Pons:

[...] de querer a los otros como nos queremos a nosotros mismos; que la que impone ese principio puesto por la mano divina en el interior de la conciencia del hombre para que siempre pueda recurrir a él, para hallar la medida de sus acciones. ¿Y podemos nosotros comprimir estas ideas y evitar que cada cual dé culto a estas ideas y a la Divinidad, según le parezca y le plazca.

(Ruiz Pons, 1955: 1129)



Argumentos que podían resultar en aquella época un tanto heterodoxos y extremados. En todo caso se impuso una fórmula ecléctica, moderada, que preparada por una comisión ad hoc se obligaba a mantener y proteger el culto católico, pero ningún español podía ser perseguido por sus opiniones o creencias religiosas, mientras no las manifestase mediante actos públicos contrarios a la religión.

Esta apasionada polémica llegó incluso a esferas sociales y académicas que, en cierto modo, se habían mostrado, si no ajenas, si escépticas con la manifestada controversia, pues se engarzó y vinculó la historia de España con el comportamiento ejercido por los representantes de la Iglesia Católica. Para un sector la tesis era clara: la Iglesia Católica había ejercido una influencia negativa, pues era la causa de los grandes males que habían aquejado a España. Su intolerancia y fanatismo, así como las guerras religiosas en Europa, la expulsión de los moriscos y judíos, o la creación del Tribunal Eclesiástico de la Inquisición, fueron hechos que actuaron en detrimento del progreso y de la justicia2. Bien distinta sería la postura de un determinado sector político y social, cuyo defensor fue Nocedal, que afirmaba todo lo contrario, pues gracias a la Iglesia se había conseguido los logros y obras que ninguna otra nación había alcanzado, desde los orígenes mismos de la grandeza de la monarquía de los reinos peninsulares hasta la difusión de los valores patrios por todo el universo. Nocedal afirmaba que la unidad religiosa era un legítimo orgullo para interpretar la historia de España:

Borrad la unidad católica y desaparecerá no solo el timbre inmortal de la Monarquía goda, sino las magníficas figuras de Pelayo, el Cid y Guzmán el Bueno [...] Quitad el catolicismo y tendréis que borrar la historia del descubrimiento del Nuevo Mundo, llevando a él la civilización católica [...] Quitad el catolicismo y tendréis que borrar de nuestra historia la conquista de Italia y los triunfos de Flandes ¿Quién inspiró sus vírgenes a Murillo y sus cartujos a Zurbarán? ¿Quién ha hecho nuestras magníficas catedrales? [...] Pues si no tendrías nada ni en descubrimientos, ni en conquistas, ni en milicia, ni en arte, ni en literatura si no tendríais nada en España sin el catolicismo, ¿cómo es posible sostener que borrando el sentimiento católico no se destruirá la nacionalidad española?

(Nocedal, 1885: 2505-2506)



Los disensiones y enfrentamientos no solo en materia política sino también religiosa están en la mente de Alarcón desde los años en que O'Donnell asume y regenta el poder (1858-1863) hasta la Restauración borbónica, pues será en 1875 cuando concluya y publique El Escándalo (1875)3. No olvidemos que la acción se inicia el lunes de Carnestolendas de 186l4. La idea del argumento nace en 1863 y la inicial redacción corresponde al año 1868, discurre a lo largo de toda esta década para concluir en la fecha ya citada del año 1875. En Historia de mis libros sitúa la novela en un contexto histórico preciso, en una época convulsa:

Llevaba compuestos dos capítulos cuando estalló la Revolución, y acudí a Sevilla, como tenía convenido con el inmortal Ayala, de allí pasé a Córdoba con el ejército del duque de la Torre, y asistí a la jornada del Puente de Alcobea; luego estuve en Madrid; después en Zaragoza; enseguida batallando en las elecciones de una provincia; a continuación en las Cortes Constituyentes; más adelante, en nuevas conspiraciones y nuevas elecciones [...].

(1976: 1189)



Años convulsos, de contienda, de duros debates, de penas, en opinión de Alarcón. En noviembre de 1874 continúa su novela, pero apenas «había borroneado la mitad, cuando se dio en Sagunto el grito de Restauración de la Monarquía en la persona de don Alfonso XII. Afiliado yo hacía dos años bajo esta bandera, volví al estadio político, abandonando otra vez el literario» (1976: 1189).

La redacción de la novela está pues engarzada en hechos históricos trascendentales en la historia de España, como la muerte de Narváez (1868) y triunfo de la Revolución, caída y exilio de Isabel II, gobierno provisional del general Prim, su asesinato al inicio del reinado de Amadeo I (1871) y su abdicación (1873), Primera República (1873) y, finalmente, Restauración borbónica (1874). Hechos históricos que se complementarían con los religiosos, especialmente a partir de diciembre de 1869 cuando se inician las sesiones del Concilio Vaticano I, interrumpido en el año 1870 a causa de la guerra franco-prusiana. Concilio que reforzaría la posición antiliberal del pontificado de Pío IX, declarándose los dogmas del primado y la infalibilidad del romano pontífice. Acontecimientos que tendrán un claro reflejo en la novela de Alarcón, pues un sector de la crítica censuró con no poca acritud la elección de un jesuita para solucionar un grave conflicto de conciencia.

Para entender el auténtico significado de El Escándalo hay que tener en cuenta todos estos hechos desde una perspectiva sincrónica, sin desgajar a los personajes del contexto histórico señalado. Evidentemente, no es momento para analizar las excelencias de su novela, bien construida, de arquitectura perfecta, ni los aspectos que más atención despertaron entre la crítica coetánea, como su posible adscripción al género novela clave o roman à clef (identificación de la figura del personaje Diego con Pastor Díaz). Tampoco analizaremos la utilización de la unidad de tiempo, ni su estructura o recursos literarios empleados por Alarcón, pues lo realmente interesante en esta ocasión y en este foro es la incidencia, la influencia de los hechos históricos que posibilitaron el nacimiento de una serie de novelas de tesis cuya tendencia ideológica, tanto política como religiosa, condiciona el mundo de ficción creado por el novelista.

En el amplio paréntesis en que se gesta, redacta y publica la novela es necesario tener en cuenta la Constitución liberal del 69, especialmente los artículos que establecían las relaciones Iglesia-Estado, que provocarían un duro enfrentamiento entre liberales y ultramontanos. La redacción de la novela se gesta, precisamente, en el último período del reinado de Isabel II, dominado por los sucesivos gobiernos de los moderados y unionistas, con la oposición de los progresistas y demócratas. La derrota sufrida por los primeros alentó desde la oposición el desarrollo de la tesis demócrata de la libertad religiosa, que gradualmente fue asimilada por los progresistas pragmáticos. Los propagandistas de dicha idea desean ser católicos y liberales, pero entran en escena demasiado tarde, cuando el anatema de Roma, del Syllabus, les coloca fuera de la ortodoxia oficial, y cuando la Iglesia española, protegida por los gobiernos moderados, no necesita para su defensa la invocación de los derechos radicales del individuo. Con la amarga conciencia de sentirse rechazados por la propia Iglesia, los liberales más avanzados forjan un ideario religioso propio, rotundamente contrario al de sus enemigos los neocatólicos, enfrentándose al sistema docente de la jerarquía eclesiástica. Hacia 1865 la ideología religiosa de este sector de católicos radicales encuentra difusión a través de la prensa periódica de la oposición -La Discusión, La Iberia o La Democracia-, pues se trata de una ideología religiosa que es asumida por los partidos liberales más avanzados5 ,

Los umbrales históricos que enmarcan la novela alarconiana se engarzan con todos estos hechos. La prensa, la opinión pública, los sectores sociales más diversos polemizan desde la tribuna parlamentaria en dichos temas. Ni siquiera las tertulias literarias o centros más representativos en la difusión de las Humanidades estarán exentos de estas vivas polémicas. El complejo panorama político que dio lugar a la Revolución de 1868 se siente, se percibe en el transfondo de El Escándalo, fundamentalmente a través de las reflexiones del padre Manrique, claro panegirista de los postulados tradicionales y en clara censura a los planteamientos de los partidos en materia religiosa, en cuyo frente, y con matices, se encontraban todos los militantes de los partidos políticos que habían formado la coalición contra la reina. Los canovistas de izquierdas, progresistas y demócratas defienden en bloque la libertad religiosa. De entre los progresistas surgirán los primeros representantes de un liberalismo católico en consonancia con el progresismo, como en el caso de Ríos Rosas, Montero Ríos o Valera, que buscaban la armonía entre la razón y la religión6, en consonancia con los liberales católicos extranjeros Montalembert7 y Dupanloup8. Sin embargo, la novela de Alarcón parece combatir los planteamientos religiosos esgrimidos por los políticos más radicales del Partido Republicano, presa de un derrotismo desesperanzado, y que consideran al catolicismo como un secta cuyo jefe es el propio Papa. También en el Partido Republicano figuraron los más genuinos representantes del ateísmo. El agnosticismo de Pi y Margall, el anticlericalismo de E Garrido y el ateísmo de Suñer y Capdevila fomentaron la idea entre el pueblo de que ser republicano equivalía a ser enemigo de la Iglesia. Luchas políticas que enconaron el panorama religioso con pasión y fanatismo.

Marco histórico también en el que tienen lugar hechos delictivos contra los representantes eclesiásticos. A partir de 1868 la irreligiosidad hace presa en la calle. La prensa católica da fe de estas acciones surgidas a consecuencia de la revolución y de las disputas sobre la libertad religiosa. Las reacciones de los católicos quedan ahogadas por una marea creciente de inmoralidad e indiferencia. Es el momento en que se quiere asociar a las mujeres y madres católicas para contener el vendaval del lujo, de la relajación de costumbres y de inmoralidad que favorecían las pasiones más bajas. La prensa católica durante el período en que se redacta la novela hace especial hincapié en estos postulados, pues acarrea la disolución de la familia. Tal como señala el periódico La Cruz, la mujer católica es la única capaz de contener «esa horrible desnudez, ese lujo que fomenta las pasiones y los vicios, que acarrea tantos disgustos, tantos celos y rivalidades y que por último es la ruina de la familia»9. Texto que resume a la perfección el argumento de la novela alarconiana, pues el protagonista, Fabián Conde, aristócrata, rico y calavera, cuyos desórdenes han escandalizado a la sociedad, piensa arrepentirse de sus pecados, de su vida licenciosa transcurrida en un Madrid libertino, en donde los celos, los despechos amorosos y el adulterio reinan con total aquiescencia. Un personaje hundido en el lodazal de la capital que por sus méritos debe enfrentarse en duelo a su mejor amigo, cuya mujer, por celos, por despecho amoroso, le ha acusado falsamente de intentar violentarla. Pasiones, lujo, divulgación de doctrinas materialistas que niegan lo sobrenatural. Se produce también una irreligiosidad extrema, alarmante después de la Septembrina, llegándose a fusilar imágenes religiosas y dándose el expolio de objetos religiosos con no poca profusión10.

La heroína de ficción de El Escándalo, Gabriela, representa la exaltación de la mujer católica que se opone a la novedosa corriente de liberación femenina. Los católicos identifican dicha liberación como algo nefasto, pues la aparta de la Iglesia. Son conscientes de que la mujer ocupa un lugar clave para la salvaguarda del hogar cristiano, convirtiéndola en un formidable auxiliar de moralidad y educación cristiana. La publicación La Cruz opina que la mujer, con el poder sobrenatural que le ofrece el cristianismo y con sus ternezas y puridades innatas, es el auténtico enemigo de la corrupción del siglo. Desde las páginas de esta revista, el articulista, L. Carbonero, emite la siguiente interrogante: «¿Qué es lo que no conseguirán las inocentes arterias, las virtuosas seducciones de una esposa querida» (1868: 199).

La idea de salvar la sociedad a través del hogar está siempre presente en las creaciones de las asociaciones de madres católicas. El célebre Joaquín Roca, en su Manual de madres católicas, llega a afirmar que las mujeres cristianas son «después de Dios, la esperanza del mundo» (1868: 8)11, consciente de que era el eslabón más importante para el núcleo familiar. El ideal de mujer cristiana se fundamenta en una espiritualidad que, a primera vista, puede parecer recoleta, de retiro y abstracción, alejada de lo mundano y sin apego al lujo. Mujer que participa y vive los ejercicios espirituales, paciente, afable y, sobre todo, volcada en la oración. Alarcón incide en todos estos aspectos gracias a la inclusión de dos mujeres contrapuestas, pertenecientes a una misma familia, pero distinta en su concepción de la vida. Gabriela, la mujer joven que encarna todas estas virtudes; Matilde, la Generala, la perversa, la adúltera. Anverso y reverso de la moneda que se configura como el tradicional triángulo amoroso de la gran novela española desde cuyos vértices se proyectan las rivalidades amorosas de los seres humanos. Dos mujeres, de distinta edad, que viven bajo un mismo techo y que aman a un mismo hombre. Frente a la mujer modesta, virtuosa, devota y recoleta (Gabriela) el lector encuentra a la gran pecadora, a la mujer adúltera, al personaje antónimo de la virtud y deseosa siempre del lujo, del placer y de la diversión. Incluso, Alarcón introduce a una tercera mujer, Gregoria, la esposa del mejor amigo de Fabián, para vituperar o censurar en grado extremo el comportamiento de la mujer que olvida los principios cristianos de moralidad y conducta. Gregoria por despecho amoroso denunciará a Fabián ante su marido con falsas patrañas amorosas. La realidad es bien distinta. Fabián, pese a negar dichas acusaciones, será repudiado por su fiel amigo y obligado a enfrentarse contra él en el campo del honor. Gregoria fracasa en su matrimonio al no conducirse bajo la tutela de los principios cristianos y, al igual que Matilde, se convertirá en el modelo antónimo de la virtud y, por ende, de la familia.

La devoción y la piedad están condicionadas en la novela como un reflejo exacto de la sociedad del siglo XIX. La piedad decimonónica aprovecha toda la gama de recursos capaces de impulsar la vida devota. Las ofrendas, los exvotos, las promesas, la fascinación de lo maravilloso divino, el lenguaje de los símbolos, etc., nos conducen a una espiritualidad polifacética, sencilla, asequible. Piedad decimonónica encauzada por la vía del sentimiento, como en El Escándalo, y avivada o alimentada por la admiración que producen los misterios religiosos. El creyente se imagina transportado a un mundo celestial, en que siente la cercanía inmediata de Dios, los santos, los ángeles. Las vanidades, las imperfecciones y miserias del mundo serán para los creyentes la concreción visible de un principio del mal que riñe un combate contra el principio del bien. Todo esto se produce en el fuero interno del protagonista, de Fabián Conde, al final de la novela. En su transformación espiritual se despoja de todo mal, hasta renunciar a lo que más desea, a Gabriela, si el designio de Dios así lo establece. Transformación espiritual que le hace ver a su fiel amigo Lázaro desde otra perspectiva, desde otra óptica al considerarlo un hombre de Dios, puro, espiritual, que sufre en silencio y admira las maravillas del universo, los prodigios de Dios. Los dos son hermanos de alma. Los dos confían en la providencia divina, sabedores de que el único camino de salvación y de felicidad es la entrega a Dios sin límites, sin ningún tipo de resquicio y en plenitud. Una vez producida esta transformación, en la que, evidentemente, está el padre Manrique como mentor espiritual, Fabián evitará el duelo con Diego y conseguirá casarse con Gabriela.

La espiritualidad que subyace en El Escándalo es también un claro reflejo de las publicaciones ascéticas del momento. Libros que fomentaban las prácticas devotas y la vida espiritual12. Se reeditaron las obras clásicas de Kempis, San Ignacio, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fray Luis de Granada, San Francisco de Sales... Se tradujeron obras extranjeras, especialmente de escritores italianos -Escupoli- y franceses, como Ségur y Gaume. Es la época áurea de los devocionarios, olvidados hoy en día por su endeblez doctrinal, pero que tuvieron una gran difusión, pues constituían la base, el sustento de la espiritualidad popular y real del siglo XIX. El libro devoto, ejemplar, se comercializa y la antigua piedad que antes se había difundido por la palabra, por el discurso o sermón, ahora discurre a través de la lectura individual. También es la época áurea de los manuales generales que a modo de enciclopedia espiritual compendian todos los momentos espirituales del cristiano, especialmente en lo divino, en lo inmaterial. La característica común de estas enciclopedias espirituales se fundamenta en el deseo por penetrar en la vida sobrenatural. La confesión se orienta en función de la purificación, siempre de forma rigurosa y sujeta a un pormenorizado examen de conciencia. Las directrices espirituales que se ofrecen al cristiano a mediados del siglo son múltiples. Lo evidente es la incidencia que tiene en todos los círculos sociales de la época el tema religioso. Es una espiritualidad de refugio y reacción, que se opone diametralmente a las nuevas corrientes secularizadoras, societarias y realistas. Piedad monacal, como en El Escándalo, que busca la afirmación del sentimiento en actitudes de contradicción al ambiente exterior.

La novela El Escándalo está fuertemente enraizada en todos estos elementos, en todo un contexto histórico en el que el debate, la polémica sobre las relaciones Iglesia-Estado es un tema común en la sociedad española. Sería impensable, incomprensible, que la novela realista no se nutriera de todos estos debates ideológicos existentes entre la Septembrina y los primeros años de la Restauración: polémicas, tensiones ideológicas-religiosas, revueltas callejeras, cierre y quema de iglesias... Cuando Alarcón inicia la redacción de su novela, septiembre de 1868, España está en un mar de revueltas, inmersa en todos estos acontecimientos. La novela de tesis, como en el caso de El Escándalo, representa un estado de opinión y el reflejo de una ideología de partido en consonancia siempre con la militancia política de quien crea su ficción novelesca. En El Escándalo toda esta ideología se subordina a su compleja, ingeniosa e inteligente arquitectura narrativa, consciente el autor de que participa vivamente en un problema o en un conflicto social e intenta ofrecer su propio enfoque y explicación. Problema solucionado en consonancia con el grupo ideológico al que pertenece el novelista, de ahí que teja su historia novelesca bajo estas premisas, bajo la tutela de personajes y situaciones que desarrollan su propia ideología ante un problema de conciencia. Por ello, es por lo que no nos extraña la presencia de un jesuita para defender todo lo que realmente desea Alarcón. Eligiendo para ello a un representante eclesiástico cuya Orden había padecido en los últimos siglos persecución por orden estatal y por la propia Iglesia. Alarcón realiza esta especie de homenaje a los jesuitas por la persecución sufrida, por los hostigamientos y acosos soportados.

En el inicio de la novela se alude directamente al hecho histórico, a la expulsión decretada en el siglo XVIII por Carlos III y a las injusticias cometidas contra la Orden. El ilustre historiador de la Iglesia, el cardenal Hergenroether, el más célebre defensor del dogma sobre la infalibilidad del Papa y cuya obra Anti-Janus fue escrita en contestación al Janus de Dollinger, analizó con detenimiento los episodios históricos más relevantes de los jesuitas durante el segundo tercio del siglo XIX13. Entre otros, enumeraba a los protestantes de todas las confesiones, los jansenistas, los miembros de los Parlamentos gobernados por ellos, y los doctores de la influyente Sorbona en Francia. Añade también la envidia e inquina de los hombres de Estado adversos a los derechos del Papa, e, incluso, ilustres religiosos de otras órdenes, intelectuales y librepensadores conjurados contra la Iglesia y la Orden. Se acusaba a los jesuitas de pelagianismo, de moral relajada, de acaparar dominio y poder temporal, de ingerir en la política, de no obedecer los mandatos del Papa, de despreciar a los obispos, de orgullo, de codicia y otras múltiples acusaciones14. Persecución que no solo se llevó a cabo en España, sino también en Italia. En el marco histórico en el que se desarrolla El Escándalo, 1868, los jesuitas sufrieron indignas y crueles persecuciones, sus domicilios fueron asaltados, exiliándose la mayoría de ellos a Francia y Alemania. Pese a las persecuciones sufridas y emigraciones forzosas, la Orden nunca se deshizo y siguió formando a sus novicios en el extranjero, que reforzaron con ímpetu proselitista cuando se suprimieron los decretos sobre su supresión. La Compañía de Jesús se hizo presente con no poca audacia en su regreso, mostrando continuidad siempre con el pasado, tal como se constata tanto desde el punto de vista historicista como del novelesco. Este asombroso resurgimiento de la Orden contribuyó a la creación de un verdadero mito. Los buenos católicos, como en el caso de Alarcón, se convirtieron en incondicionales entusiastas de los jesuitas, mientras los liberales más avanzados los impugnaron con no poco furor. La novela fue duramente censurada por un amplio sector de la crítica, como en el caso del célebre Revilla (1884)15 que, a pesar de sus elogios sobre la novela, califica al autor de El Escándalo como genuino representante del ultramontanismo:

El impetuoso soldado de la libertad, el generoso espíritu sediento de progreso, aparecía convertido en colaborador de la obra tenebrosa que intenta consumar el ultramontanismo. Los problemas más arduos de la moral se resolvían en la obra con arreglo al más exagerado criterio místico; la conciencia humana quedaba aherrojada a los pies de un jesuita; la civilización moderna, el liberalismo recibían a cada paso rudos golpes. El neocatolicismo contaba con un nuevo adalid en el terreno de las letras y ese adalid ¡triste es decirlo! ¡un veterano de la libertad! ¿Qué nube caliginosa oscurecía la clara inteligencia y el corazón apasionado y generoso de Alarcón? (1883: 97)16.

El debate sobre la novela estuvo en su época inmerso en el aspecto religioso, histórico, en el que se enmarca todo el proceso novelesco de El Escándalo. Las excelencias de la misma apenas eran tenidas en cuenta de forma sutil y precisa hasta estas últimas décadas. Incluso, algunas censuras, como el recurso de la confesión del protagonista para relatar su propia historia, realizadas por Revilla son hoy en día rebatidas y analizadas desde otros ángulos conducentes a destacar la calidad de la novela17. El cauce de historias novelescas que se entrecruza en el mundo de ficción de El Escándalo proporciona al relato una movilidad poco común, zigzagueante, no lineal, de planos cambiantes y múltiples perspectivas. Cruce de relatos que da también a la novela un sesgo especial, un interés y una tensión dramática que sus propios adversarios no percibieron o no se atrevieron a censurar. Evidentemente subyacen elementos o recursos narrativos propios de la época, como en el caso del folletín, aunque su influencia no se produjo solo en Alarcón, sino también en escritores cuya producción novelesca se inició al finalizar el segundo tercio del siglo XIX.

En la controversia de El Escándalo se debe tener también en cuenta los enfrentamientos entre clericales y anticlericales. Cuando Alarcón inicia su novela existía un catolicismo agresivo, combativo, respaldado por la jerarquía eclesiástica, opuesta a pactar con la burguesía y decidido a recuperar los privilegios del Antiguo Régimen. El carlismo era la fuerza avanzada, militante de este catolicismo fuertemente politizado, en constante rebeldía ante el Estado, que aseguraba que el cólera de 1865 era el castigo de Dios por haber reconocido el gobierno de España al nuevo reino de Italia, censurando el acuerdo diplomático y a los liberales (monstruum liberalismo pelle). Alarcón, evidentemente, está a mil leguas de este doctrinalismo. En la novela, infartada en la peripecia argumental que narra las aventuras del padre de Fabián Conde, deshonrado, vejado por ser traidor a la causa liberal y pactar con los carlistas la entrega de la plaza militar, Alarcón reivindicará y se reivindicará a sí mismo demostrando mediante testigos del hecho que el progenitor de Fabián Conde fue leal al gobierno, que dio su vida por luchar contra los carlistas. No debemos olvidar tampoco las referencias del propio Alarcón emitidas en anteriores obra, como las insertas en las Alpujarras en donde se muestra intolerante con el fanatismo religioso y censura el comportamiento del cardenal Cisneros, a la Inquisición y a la monarquía de los Austrias. Alarcón está en contra de la intolerancia y de la violencia engarzando a sus personajes en consonancia con unas directrices que posibilitaban la solución de un conflicto de conciencia mediante el consejo de un jesuita, a través de sus reflexiones enraizadas en el sacrificio, en la renuncia de lo material y en la búsqueda de la felicidad del ser humano mediante la resignación cristiana.

La creación del personaje que representa las virtudes cristianas, lejos del estruendo y del enfrentamiento belicista, se adecua a las personalidades del padre Manrique y Lázaro. El primero como representante religioso, un jesuita, y el segundo como un simple hombre incapaz de odiar y que identifica la grandeza de Dios con la creación del Universo. Frente a ellos, un calavera, un seductor, un donjuán que solo vive para el vicio, la seducción y el enfrentamiento. Una persona, Fabián Conde, redimida por el amor de una joven que representa la bondad, la entrega, el amor puro y desinteresado. Alarcón elige a un jesuita ilustrado para reivindicar la figura del sacerdote, del religioso, consciente de que esta Orden era la más apropiada para sus fines. Es, en cierto modo, aunque lejano en el tiempo, lo que impulsa a Gil y Carrasco a elegir la Orden del Temple para reivindicar a la misma por las injusticias cometidas contra ella y como alegato contra la Desamortización de Mendizábal. El padre Manrique es un jesuita ilustrado, como pudiera serlo el autor de la novela Pequeñeces, el P. Coloma, conocedor del gran mundo y analista de los comportamientos sociales que imperaban en ella, desde las veleidades sentimentales de la misma hasta los problemas de conciencia que se podían plantear en sus familias. El jesuita ilustrado es un reflejo de la época, muy superior al nivel intelectual medio de los sacerdotes de la segunda mitad del siglo XIX. La Iglesia española carecía de rango intelectual, demostraba tener escasa capacidad espiritual y se manifestaba propensa a confundir el cumplimiento de determinadas prácticas con el mantenimiento del orden religioso. Su cerrada intransigencia a toda novedad, su afán temporal y de riqueza, su nulo apoyo a las clases sociales desvalidas y su enemistad hacia la burguesía liberal favorecían el descreimiento de unos, el odio de un gran sector social y la indiferencia de un determinado sector de católicos.

Alarcón conoce perfectamente el entramado social. Sabe perfectamente también que el sacerdote rural no se distingue, en general por su inteligencia, ni por su instrucción. La mayor parte de ellos procedía del campo y su paso por el Seminario, donde la enseñanza era rudimentaria, daba a la mayor parte de ellos un aire de falsa superioridad, defendiendo su conservadurismo a ultranza y su partidismo político tanto desde el púlpito como desde el confesionario. Todas estas características propias del sacerdote rural le descartaban para incluirlo en El Escándalo, al igual que el sacerdote o religioso de la época afincado en Madrid o en las grandes ciudades, pues propiciaba un catolicismo de corte burgués, esteticista y mundano. Se practicaba, tal como señalan los escritores costumbristas de la época, «una devoción católica semipagana, acomodaticia y banal, que no teme pecar siete veces al día como los santos porque se arrepiente otras tantas veces, y está segura de encontrar la absolución en la benignidad» (Sepúlveda, 1888: 142)18.

Alarcón prescinde de los representantes eclesiásticos apegados a las cosas mundanas y apartados del ejercicio espiritual, percibiéndose tanto en el comportamiento de Lázaro como en los consejos del padre Manrique un catolicismo que parece preludiar parte de los contenidos insertos en la encíclica Rerum novarum. El sacerdote creado por Alarcón es un hombre culto, inteligente, muy diferente a la mayoría de los representantes eclesiásticos, pero también un ser sin apego a lo económico, al dinero, a las cosas mundanas. La solución que propone a Fabián Conde es una especie de catarsis, una purificación del alma, una expulsión de los hechos y actos nocivos que atormentan su mente, una eliminación de los sucesos que perturban la conciencia mediante la purgación y limpieza de espíritu. La renuncia a lo mundano, a lo material, a todo lo que representa el protagonista de la novela, desde un futuro prometedor como político hasta prescindir de sus riquezas y éxito como donjuán, serán los requisitos para lograr la paz espiritual y la consecución de la mujer amada, de la esposa, que también se ha refugiado en un convento y se ha apartado de todo lo material y mundano. Es imposible entender a los personajes alarconianos si no tenemos en cuenta la enorme pujanza que en su época tuvo la mujer como bastión fundamental en el establecimiento del orden moral familiar. Mujeres que, tal como hemos aludido en anteriores páginas, nada tienen que ver con las que generan el conflicto moral de El Escándalo, como en el caso de la amante de Fabián Conde, la Generala, mujer casquivana, adúltera y mundana. Idéntico caso sería el de la esposa de Diego, Gregoria, mujer mala en el sentido estricto de la palabra, que actúa por despecho amoroso, que no duda en romper la amistad existente entre su marido y el propio Fabián, enfrentándoles a un duelo de funestas consecuencias. Mujer perversa, malévola, egoísta, apegada a lo material y de nula espiritualidad y resignación cristiana. Frente a ellas, la mujer capaz de renunciar a todo, que se aferra a la Iglesia en los momentos de abandono y falta de caridad. Mujeres que viven en la humildad, alejadas del oropel mundano y próximas a la entrega espiritual que propugnan grandes mujeres de la época, como Soledad Torres Acosta, fundadora de las Siervas de Jesús (1871), Teresa de Jesús Jornet, instituidora de la orden Hermanitas de Ancianos Desamparados (1873). Época áurea de mujeres extraordinarias en la acción apostólica, en unas horas tan difíciles para la Iglesia. La segunda mitad del siglo XIX es en la Iglesia universal -y España no podía ser una excepción- la era de las congregaciones religiosas, fundándose sesenta y nueva instituciones, algunas de ellas de gran difusión en la época en que se gesta y publica El Escándalo, como las ya mencionadas y la fundada por Vicenta María López Vicuña, Hijas de María Inmaculada (1868) y Ángela Guerrero, Hermanas de la Cruz (1875). Modelos de mujeres a los que se debería agregar también los ejemplos de esposas o hijas que representan una espiritualidad de refugio y reacción contra las perversidades y relajadas costumbres de la sociedad. Una piedad monacal idónea para los propósitos de los personajes alarconianos, pues al recogimiento, a la humildad y a la piedad nada puede oponerse. Fabián Conde, antónimo de la virtud en un principio, solo conseguirá la solución a su conflicto mediante su engranaje entre las decisiones del padre Manrique y la abnegación de Gabriela. Un sacrificio que tendrá como desenlace el logro de la felicidad mediante la unión en matrimonio de los jóvenes amantes.

En El Escándalo se proclama con nitidez el triunfo de la verdad y de la fe, encarnado en la ortodoxia y en la moral cristiana. Las tres historias infartadas en la peripecia argumental ejemplifican la verosimilitud, la posibilidad, del sacrificio expiatorio, en una época histórica en la que la prensa española lanzaba anatemas y duras sentencias condenatorias sobre la Iglesia. Sucesos que conmocionaron a los creyentes católicos, como la guerra de los escudos pontificios frente a la nunciatura o la manifestación en la Cruz del Quemadero en Madrid lugar supuesto de la Inquisición, con proclamas, bandos y arengas contra la Iglesia por su intolerancia y fanatismo. Los grabados que aparecen en El Museo Universal (López Martínez y Hernández Sánchez, 1985), periódico en el que Alarcón logró la fama como escritor, dan excelente cuenta de ello. Los grabados de Valeriano Bécquer ilustran también con precisión las rivalidades existentes en la sociedad español, al igual que la prensa festiva del momento, cuyos artículos solían centrarse en la relación religión-política y en las directrices emanadas desde Roma en su intento de silenciar las voces de libertad.

El contexto histórico en el que se gesta y desarrolla la novela incide profundamente en su desarrollo. La tensión ideológico-religiosa tiene una especial incidencia en España e Italia que viven más intensamente estas circunstancias que el resto de Europa. El Concilio Vaticano I inició su andadura inmerso en fuertes tensiones cuyos principales protagonistas eran, por un lado, el clero de tendencia católico liberal y, por otro, los de clara propensión moderada y antiprogresista. Época en la que se aprobó el dogma de la infalibilidad del Papa y se consolidó la autoridad doctrinal de la Iglesia, pese a que la mayor parte del programa de debate quedara sin solución cuando las circunstancias políticas europeas impusieron a Pío IX el aplazamiento del Concilio Vaticano I a fines de 1870. Cabe recordar que en julio de dicho año se declara la guerra franco-prusiana, que se complica con el problema de la unidad de Italia: Napoleón III, con el deseo de obtener la ayuda italiana contra Prusia, retiró el ejército que defendía Roma y, como consecuencia, las tropas italianas ocuparon la ciudad el 20 de septiembre. Roma se convertía en capital del reino de Italia y los territorios pertenecientes a la Santa Sede se anexionaron al recién creado Estado. A pesar de reconocerse la inviolabilidad del Estado Pontificio por la llamada Ley de Garantías, se reducían los límites territoriales en los palacios del Vaticano, de Letrán y Castelgandolfo. El papa Pío IX rechazaría la Ley de Garantías, revocó el decreto de excomunión contra quienes habían despojado al Papa de su poder temporal y, hasta que llegó su muerte, se consideró prisionero en el Vaticano. Hechos y circunstancias que posibilitarían el deslizamiento de un catolicismo de tinte liberal hacia uno más dogmático, más puro en esencia, pero también más inflexible. Dogmatismo que se irá intensificando tal como se percibe en las numerosas correcciones llevadas a cabo en su novela hasta la edición última realizada en vida del autor, la fechada en el año 1891.

De todo ello se desprende que era prácticamente imposible no sentirse presionado por los acontecimientos expuestos. Desde otra perspectiva ideológica se podrá analizar las novelas de tesis escritas por afamados novelistas de la época, como en el caso de Galdós. Alarcón no puede abstraerse de la realidad española en que se gesta su novela, suponiendo su publicación un éxito editorial poco común y considerada un advenimiento literario, tal como señala E. Pardo Bazán, llamada a dejar memoria en la sociedad española:

Aunque puesto a la venta en el peor momento para su éxito de librería -el 1.° de julio-, El escándalo explotó como una bomba, y fue uno de esos advenimientos literarios llamados a dejar memoria larga. En las conversaciones, en la prensa, en las discusiones del Ateneo, reinó El escándalo, eclipsando con su ruidosa aparición, no solo a cuanto por entonces llevaba publicado Galdós, sino a la seductora Pepita Jiménez, y no hay que decir si a Las ilusiones del doctor Faustino, obra publicada casi al mismo tiempo que El escándalo.

(1973: 1392)19



Múltiples razones condenatorias y absolutorias se esgrimieron en el momento de la publicación de El Escándalo. Reflexiones en escasísimas ocasiones inteligentes y sutiles que no demostraban el auténtico valor y significado de la novela, salvo en el caso de E. Pardo Bazán, pues en su opinión, el conocimiento de la Teología era fundamental para su objetivo análisis. Consideraciones que rebatían las opiniones de los dos bandos enfrentados -el neocatólico y el racionalista, el del arte docente y el del arte por el arte- que solo analizaron la novela como expresión de la doctrina católica en general y, en particular, jesuítica, cuando en realidad la sentencia atribuida por Alarcón al padre Manrique proviene de otras fuentes doctrinales20.

Lo evidente, lo indiscutible, lo innegable es que El Escándalo requiere varias lecturas para ahondar en su auténtica dimensión, pues es prácticamente imposible llegar a soluciones taxativas sin tener en cuentas las pasiones políticas y religiosas de la época. Contexto entreverado con los problemas doctrinales, engarzado en un contexto histórico riquísimo en todo tipo de lances, de una movilidad vertiginosa. Considerar o juzgar hoy en día a Alarcón como furibundo escritor ultramontano o neocatólico extremista, tal como lo hizo el reputado crítico Manuel de la Revilla, sería injusto, máxime cuando desde su época temprana, fundamentalmente, a raíz de la publicación de La Alpujarra, se mostró siempre comprensivo y tolerante con todas las religiones, enemigo de la coacción y defensor de las ideas mediante el ejemplo personal y la resignación, aspectos que no supo exponer ni argumentar en su defensa llevada a cabo en Historia de mis libros.

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