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Juan del Encina traduce a Virgilio

Daniela Capra





Las Bucólicas de Virgilio, traducidas íntegramente en verso castellano por Juan del Encina (1468-1529) fueron editadas en Salamanca en 1496. Siguen a sus ocho Églogas teatrales y otras composiciones, bajo el título genérico de Cancionero, que el poeta dedicó a «los muy poderosos y cristianisimos principes don Hernando y dona Ysabel» (Encina 1978: 1)1.

En ese momento, eran diez las traducciones de obras clásicas publicadas en castellano: 1. los Proverbios atribuidos a Séneca (Zamora, 1482), 2. los Disticha Moralia de Catón (Zaragoza? 1485?), 3. las Fábulas de Esopo (Tolosa, 1488), 4. la Ética de Aristóteles (Zaragoza, 1488?), 5. La Crónica troyana de Ovidio in Leomarte (Burgos, 1490), 6. Los cinco libros de Séneca (Sevilla, 1491), 7. Las vidas de Plutarco (Sevilla, 1491), 8. la Guerra Judaica de Flavio Josefo (Sevilla, 1492), 9. Cathilinario y Jugurtha de Salustio (Zaragoza, 1493), 10. los Facta et dicta memorabilia o Las rúbricas de Valerio Máximo (Zaragoza, 1495), mientras que en el mismo 1496 salieron la Historia de Alejandro Magno de Quinto Curcio Rufo -historiador romano del siglo I- (Sevilla) y Las epístolas de Séneca (Zaragoza), y al año siguiente Las Décadas de Tito Livio (Salamanca)2.

Se trata, como se puede ver, de textos históricos, filosóficos, didácticos o morales, mientras faltan por completo las obras poéticas; los textos históricos son los más numerosos y tienen como denominador común el argumento de la guerra y las hazañas de gloriosas épocas pasadas, en particular la época imperial. Los mismos prólogos escritos por los traductores para todas las obras, excepto las de Salustio y Curcio Rufo, subrayan este aspecto, sin dejar de manifestar el tópico deseo de que las obras constituyan un modelo de comportamiento virtuoso para sus lectores. En la medida en la que es indicio de la existencia de una línea política preestablecida por los monarcas sobre la que luego volveremos, es significativo además que los traductores de estas obras tuvieran a menudo algún tipo de relación con la corte: el de Plutarco y Josefo es el cronista oficial y secretario de letras latinas Alfonso de Palencia; el que traduce a Salustio era el preceptor del Príncipe Fernando Francisco Vidal de Noya, mientras que el secretario de Fernando el Católico Mosén Hugo de Urriés es el traductor de Valerio Máximo y así Carrera de la Red (2004: 16) puede afirmar que fueron los mismos monarcas los que promovieron estas publicaciones.

Volviendo ahora sobre los argumentos de las obras elegidas para la traducción dentro de esto que podríamos llamar la campaña real de publicaciones, las Bucólicas en la versión enciniana -que sin embargo se coloca como proyecto autónomo al margen de esa política, quizá con el deseo de secundarla o integrarse en ella- parecen ser, por tanto, la obra que más se acerca a nuestro concepto de texto literario. Sin embargo, tanto la interpretación medieval de las obras de Virgilio y de su figura en general, como la adaptación presentada por el poeta salmantino muestran la importancia o, mejor dicho, la centralidad de algunos aspectos morales y políticos, como veremos a continuación3.

En efecto, Juan del Encina, dedicando la obra a los Reyes Católicos, no oculta su propósito de «aplicar» -según él mismo afirma- el texto original a sus dedicatarios, en la medida de lo posible. Sabe también que «muchas razones avrá que no se puedan traer al propósito» y por consiguiente «aquellas tales, según dice Servio, avémoslas de tomar como razones pastoriles assí simplemente dichas» (Encina, 1978: 223). Mencionar a Servio en este contexto equivale a declarar que existe un doble nivel de traducción: el paso de latín a castellano por un lado y, por el otro, el propuesto homomorfismo entre la alegoría virgiliana o supuesta tal 'explicada' por Servio, y otra alegoría, la que se va a referir a los Reyes Católicos, al príncipe Juan y algunos acontecimientos que han visto la Corona como protagonista. Este segundo nivel -del que se encarga Encina (a la par de la traducción al castellano, claro está)- a veces obliga al poeta a alejarse del texto latino, añadiendo algunos versos o eliminando otros no pertinentes; y eso, a pesar de la justificación acerca de las mencionadas «razones pastoriles».

En este sentido, la traducción enciniana se podría definir adaptación, puesto que además se dirige a un público concreto y por supuesto distinto del de su original. Sin embargo, como este fenómeno no afecta de forma evidente a la totalidad de la obra, sino sólo -y de forma no homogénea- a algunas secciones, es preferible, en mi opinión, considerar el texto castellano como una traducción de las Bucólicas de Virgilio y no una adaptación4.

En efecto, en muchas ocasiones la 'aplicación' de Encina no se hace explícita en los versos, sino que descansa en las palabras prologales tituladas «Argumento» con las que Encina introduce cada una de las églogas. No hay que olvidar que el paratexto es el lugar privilegiado del contacto entre el emisor, que en este caso coincide con el autor, y el destinatario, que si generalmente suele ser el lector ideal, en esta ocasión concreta es sobre todo el dedicatario de la obra, o sea Fernando e Isabel. En este lugar periférico del texto el autor del «Argumento» y de la traducción «aplicada» aclara para el destinatario-dedicatario (como también en beneficio de cualquier otro lector) cómo han de entenderse las alusiones del poema, ofreciendo la clave de lectura correcta. Pero además de estas explicitaciones preliminares, la voz del traductor resuena en cada señal textual que aleja al lector de la alegoría virgiliana y lo conduce hacia la versión de Encina, por lo que teniendo en cuenta este continuo juego de intervenciones, difícilmente se puede concebir una presencia del traductor más fuerte de la que obtiene nuestro autor.

Si por una parte, de esta manera, el lector ideal del Virgilio enciniano viene a ser el que sigue constantemente semejantes instrucciones de lectura (que no son ya las del emisor del texto original sino las de su nuevo transmisor-traductor), por otra, el carácter panegírico que acaba adquiriendo la versión del salmantino está planteado en primera instancia para la fruición de los dedicatarios, también insertados a veces como personajes de las églogas. Así, en el verdadero destinatario de Encina, la real pareja, se cumple la principal función de la traducción llevada a cabo por el poeta, o sea una captatio benevolentiae que al mismo tiempo muestra el amplio alcance de las capacidades del mismo.

El paratexto de la égloga primera introduce a los protagonistas, los pastores Títiro y Melibeo, que si en el poema virgiliano plantean la cuestión del exilio al que este último es obligado5, en las intenciones de Encina

uno llamado Melibeo, [...] habla en persona de los cavalleros que fueron despojados de sus haziendas por ser rebeldes, conjurando con el rey de Portugal que de Castilla fue alançado, y con él anduvieron amontonados y corridos perseverando en su contumacia; y el otro pastor, que Títiro fue llamado, habla en nombre de los que en arrepentimiento vinieron y fueron restituydos en su primero estado.


(Encina, 1978: 232-233)                


La apropiación de las posesiones de algunos terratenientes en el mantuano por parte de los legionarios del emperador Augusto se transforma, en la égloga traducida, en el secuestro de las rentas de aquella parte de la nobleza que se había enfrentado a Fernando e Isabel. Encina se refiere aquí a la alianza entre la Corona portuguesa y los aristócratas castellanos que contrastaron la causa de Fernando e Isabel en la época de las guerras por la sucesión al trono, tras la muerte de Enrique IV en 1474, y como las crónicas de la época comisionadas por los mismos Reyes Católicos tras su victoria, cuentan, sustancialmente, esta misma historia de forma muy parecida6, hay que deducir que Encina se suma, así, al bando que apoya a los que ganaron la contienda.

El cotejo de las dos versiones de la égloga, la latina y la castellana, no permitiría suponer una voluntad manipuladora por parte del poeta salmantino. A lo largo de la traducción se introducen, es cierto, algunos cambios, como la sustitución del nombre de la ciudad de Roma -sede del Imperio- por la mención de la Corte, pero se trata de pequeños ajustes para no mermar la coherencia de la versión española. El texto original se respeta en líneas generales, aunque, claro está, el paso del hexámetro al verso castellano -en este caso, un octosílabo de pie quebrado en octavas con rima ABAABCCB- implica un alejamiento del original; por otra parte, sólo una traducción en prosa podría haberse acercado a la literalidad. Encina no es un erudito, es un poeta y como poeta traduce; aunque se podrían discutir sus elecciones, su proyecto es totalmente coherente con su producción poética y sus ideas teóricas acerca de la poesía, mientras que su decisión de traducir como poeta no es menos coherente con sus ambiciones cortesanas.

Y si traduce los primeros cinco hexámetros con tres estrofas de ocho versos cada una -clara muestra de la entonces muy conocida técnica de amplificación, que le permite insistir en cuestiones que juzga importantes- en otras ocasiones consigue una síntesis extrema, como en la primera parte del exámetro 38 -«Tityrus hinc aberat»-, que simplemente traduce con «Týtiro no estava aquí», que ya constituye un entero verso (el 159), mientras que la continuación de ese hexámetro y el siguiente se concentra tan sólo en tres versos más (vv. 160-162). Estos versos se insertan, sin embargo, en un contexto de amplificación, en que Títiro se dirige directamente al rey (que en la traducción sustituye a Amarili), con un apóstrofe que no encontramos en el original7. Formalmente, el resultado es que los 83 hexámetros se transforman en 37 estrofas, que corresponden exactamente a 296 versos: bastante más de lo estrictamente necesario.

Volviendo ahora a la presencia del paratexto predispuesto por nuestro autor para la correcta interpretación de las églogas, en la tercera -que fundamentalmente respeta el original latino- se plantea el desafío entre dos pastores, Menalcas y Dametas, que en el texto de Virgilio se quieren adjudicar el galardón de mejor cantor, mientras que para Encina

esto se puede aplicar a los privados del señor rey don Enrique y a muchos grandes que con embidia dellos, y aun ellos mesmos entre sí, sembraron gran discordia en nuestra Castilla [...] de suerte que en esta guerra cada cual presumiendo de más sabio y poderoso, cantava y alabava su partido.


(Encina, 1978: 258)                


Si no fuera por estas precisiones, no entenderíamos que los rústicos pastores de esta égloga están empeñados en una guerra verdadera y no en una contienda canora. Incluso las amplificaciones son poco frecuentes, como se puede constatar si se considera que los 111 hexámetros se han vuelto tan sólo con 270 versos octosílabos, en 30 estrofas de 9 versos. La emendatio más notable resulta ser el cambio de género de Aminta, que gracias a la desinencia final en -a pasa fácilmente a transformarse en mujer, de forma que el virgiliano «puer» para el que Menalcas recoge manzanas doradas (70) es en la versión enciniana una «zagala» (v. 168), que persigue ciervos y no jabalíes, como corresponde a una persona de su sexo. La transformación de estos elementos está claramente en función de la coherencia textual, pero no menos al servicio de una adaptación cultural, puesto que, si podemos tildar de moralista este cambio, hay que considerar también que un personaje femenino resulta harto más verosímil como amante de un noble castellano, lo cual lleva a la conclusión de que en determinados casos Encina se aviene a una comprensible domesticación del original8.

En cambio, la rusticidad que en esta égloga denota el lenguaje de los pastores, con sus expresiones vulgares y registro bajo -seguramente cómica en sus intenciones-, es un conocido ingrediente enciniano, que en el presente contexto contribuye a connotar negativamente a los personajes que se quiere hacer corresponder a los enemigos de los Reyes Católicos9. La forma de expresarse de los pastores recuerda claramente la de los personajes del teatro enciniano (Encina, 1978: 260-261):

DAMETAS
Cata, cata, mira bien,
atempérate en tu llotro
y no desmalingres de otro
que aun de ti sabemos quien...;
y por persabido ten
de través estar mirando
los cabrones, por desdén
y las Ninfas, donde estén,
estarán de ti burlando.
MENALCAS
Asmo que en aquellos días
cuando el árbor de Micón
corté con el segurón
y las vides no valías.
DAMETAS
o cuando con tus porfías
el arco de Danes quebraras,
que las saetas le vías
y de embidia te morías
si en algo no le dañaras.
MENALCAS
¡Qué chufas harán los amos
cuando tal osa el collaço!
¿Yo no te vi, lladrobaço,
hurtar el cabrón, digamos?;
hízonos que te oteamos
la perra con su ladrido [...]

Los citados octosílabos traducen los exámetros virgilianos 7 a 18; a los doce versos latinos corresponden veinticuatro versos en castellano, lo que supone una traducción prácticamente literal, sin amplificaciones. Es más: un cotejo con el original muestra alguna omisión, como la explicación de la causa de la envidia de Menalcas hacia Dafni (que no es el pastor de origen divino, sino un homónimo suyo, que Encina llama Danes), la cual se debe a unos dones recibidos por este último: «et, cum vidisti puero donata, dolebas» (v. 14). En la versión enciniana, no se ofrece motivación alguna a este sentimiento10. Asimismo, notamos la sustitución de la información acerca del lugar donde Menalcas -o sus poco santas ocupaciones- fue objeto de la indulgente risa de las ninfas («quo sacello», v. 9, o sea «en qué templete»), con el genérico «donde estén» (v. 35), referido ahora a las mismas ninfas e inducido por la rima11. Finalmente, se podría interpretar como sobretraducción la reacción de las Ninfas en la primera intervención de Dametas: en latín, «risere», en castellano llegan a burlarse.

En el nivel del registro, es obvio que en el fragmento citado algunos de los términos que emplea Encina (atemperarse, llotro, desmalingres, asmo que, chufas, lladrobaço, además del prefijo per-) son más rústicos que los correspondientes latinos y connotan en este mismo sentido a los personajes encinianos12, que detrás del disfraz pastoril, y gracias al «Argumento», son identificados con los privados del rey Enrique y sus enemigos; los desórdenes que siguieron, y la guerra con Portugal -relatados, como decíamos, en las crónicas de la época- tuvieron como causa inicial, por tanto, los malos apetitos de una parte de la nobleza, almenos en la versión cronística favorable a los monarcas. En este contexto, hasta el lenguaje rústico -con influencias del sayagués- tiene una comicidad no exenta de una sutil intención denigratoria hacia el 'enemigo'. No parece arriesgado afirmar que todos estos detalles son otros tantos ejemplos de la voluntad de Encina de extremar los defectos de una parte de la nobleza castellana (en la persona de uno de ellos), resaltando así por contraste la bondad de los que se pusieron de parte de quien había de ocupar el trono.

El tema de la guerra vuelve en la 'aplicación' de la égloga VIII, donde detrás del pastor Damón está el mismo rey Fernando, cuyo proyecto es aquí la conquista no ya de la cruel Nisa, sino del reino de Granada. Los avatares de la guerra, con la muerte de algunos caballeros que participaron en la empresa en apoyo de la Corona, se presentan en este texto liminar, junto con la transformación del canto de Alfesibeo que, en lugar de describir los ritos mágicos para que Dafne vuelva, «cuenta de como Mahoma le enseñó todos aquellos hechizos, porque los moros danse mucho al ejercicio de la mágica ciencia». Paralelamente, asistimos a una cristianización de la invocación a los dioses paganos en el Dios de los cristianos y a la sustitución de la invocación a Polión por el apóstrofe al príncipe Juan, del que el salmantino promete cantar las hazañas futuras. Esta sección resulta particularmente ampliada respecto de las proporciones del original, con doce versos que traducen un hexámetro y medio.

La égloga siguiente (la IX) se detiene, en la traducción de Encina, en alusiones a la guerra de Granada recientemente finalizada. Las empresas de Fernando están en boca de dos pastores moros, según explica Encina en el «Argumento» correspondiente, «el uno moro de allende, que Lýcida se llamava, el qual, como que no supiera los triunfos y vitorias de nuestros reyes, comenzó de preguntar al otro que le dixesse para donde caminava» (Encina, 1978: 322). El otro pastor es Meris, al que corresponde cantar las hazañas de Isabel y Fernando. Curiosamente, el texto traducido no menciona nunca Granada, sino que mantiene los nombres originales de las ciudades nombradas por Virgilio, Mantua y Cremona, y lo mismo sucede con los nombres propios de Varo y los dos poetas Rufo y Cina. Análogamente, el contenido original es respetado en la traducción, que de adaptación enciniana al ámbito referencial castellano contiene tan sólo una breve mención al rey Fernando. A pesar de eso, los seis hexámetros del parlamento inicial de Lícida se amplifican hasta 24 octosílabos y en total esta breve bucólica -compuesta de 67 hexámetros- tiene en la versión española 276 versos, quizá porque Encina deseara acercar las dimensiones de esta égloga, que es la más corta de Virgilio, a las de las demás, para lo cual se sirve en este caso de simples procedimientos de proliferación léxica.

En su versión original, esta égloga, escrita quizá poco antes de la que ahora figura como primera (Saint-Denis, 1987: 7) y con ella temáticamente relacionada, presenta un diálogo entre dos pastores que lamentan la pérdida de sus campos y de los de Menalcas, quien de acuerdo con los comentaristas antiguos y modernos representa en esta égloga al mismo Virgilio. Los pastores evocan cantos propios y ajenos y rememoran la felicidad del pasado, que no volverá. Uno de estos cantos brinda a Encina la ocasión para insertar un apóstrofe que incluso lleva título: «Al príncipe» (Encina, 1978: 329):



Danes, ¿qué te estás mirando
en las antiguas hazañas?
Mira acá
las del César don Hernando,
rey de todas las Españas
éstas ha,
éstas son cosas de ver
con que gozan los labrados
de las miesses,
y las huvas han plazer
en los abrigos collados,
¡si las viesses!

Enxere, Danes, perales,
que tus nietos gozarán
de las peras,
y serán tantos y tales
quel mundo sojuzgarán
muy de veras;
enxere ya, sin temor,
en la estoria de tu madre
tus estorias;
comiença a ser vencedor,
que semeges a tu padre
con vitorias.


(vv. 181-204)                


Estos versos reelaboran un canto de Meris citado por Lícida:


Daphni, quid antiquos signorum suspicis ortus?
Ecce Dionaei processit Caesaris astrum,
astrum quo segetes gauderent frugibus et quo
duceret apricis in collibus uva colorem.
Insere, Daphni, piros: carpent tua poma nepotes.


(46-50)                


Es evidente que Encina aprovecha la mención virgiliana de la llamada «estrella de César» para halagar la familia real con la alusión a las hazañas presentes y atribuyéndole al rey el título de «César»; en la segunda estrofa la idea del trabajo campesino en favor de los nietos se resuelve en la reelaboración enciniana que lleva a la noción misma de descendencia y la preconización de sus futuras empresas; a éstas se acompaña la invitación al príncipe Juan a que imite al padre en valentía y éxitos.

En la última égloga, la tristeza de Cornelio Galo por el abandono de la mujer amada que intentan paliar diversos personajes se transforma -en el «Argumento» que encabeza la traducción- en la «fe que con nuestra muy esclarecida reyna tienen los que están cativos entre los moros de allende, esperando ser redimidos con el poder de sus vitorias» (Encina, 1978: 333). No se trata propiamente de una cristianización, pues el término «fe» se utiliza como sinónimo de confianza; inmediatamente aparece también la formulación de la idea de esperanza, que reponen en la reina los prisioneros que se encuentran en el Norte de África: la propuesta enciniana, pues, al manifestar la esperanza de la conquista, por parte de los Reyes Católicos, de los territorios de África del Norte, va más allá de lo que fue la realización histórica, lo cual se puede explicar suponiendo que Encina escribía cuando todavía se estaba combatiendo.

Esta declaración de 'ardor guerrero' presente en el paratexto no reaparece en la égloga, que (¿prudentemente?) no amplifica el tema de la guerra a los moros, para mantener su adhesión al original, adhesión sólo rota en contadas ocasiones con algún detalle -no secundario, en verdad- el más importante de los cuales es la mencionada introducción del concepto de 'fe' junto con el de amor por parte de Galo. Semejante intrusión funciona como 'recuerdo' de la interpretación que ha de darse del poema, cuya lectura debe llevarse a cabo pensando en su significación alegórica y no en la literal (vv. 129-144):



Yré yo, que cantaré
mis versos en tu servicio,
y por estilo Teocricio
con la flauta tañeré
de aquel Sículo pastor
con hervor;
cierto, yo padeceré
entre fieras, sin temor.

Y mis amores porné
en los árbores más bellos,
yrán creciendo con ellos
los amores y la fe,
y entre tanto, por los cerros,
con mis perros
javalines caçaré,
cercando yermos destierros.


Estas palabras son una parte del monólogo de Galo que contiene su sueño arcádico, nacido del deseo de encontrar consuelo a su perdido amor y no realizado. La voluntad de cantar al estilo de Teócrito que aparece en la versión castellana es la explicitación y al mismo tiempo duplicación del sintagma virgiliano 'pastoris siculi', perfectamente interpretado por Encina; en cambio, es omitida la mención a la antigua manera poética de Galo, la elegiaca («Chalcidico quae sunt mihi condita versu / carmina pastoris Siculi modulabor avena», 50-51, donde el adjetivo «Chalcidico» alude al poeta elegíaco Euforión de Calcis).

En los versos siguientes el poeta traduce algo libremente, pero manteniendo una cierta adhesión al texto latino. Así, la afirmación «mis amores porné / en los arboles» alude a la incisión en la corteza del árbol del nombre de la amada, mientras que Virgilio lo dice con más claridad: «meos incidere Amores / arboribus» (53-54). Con los árboles, crece también el amor: esta bella imagen virgiliana -aunque atribuida a Galo- es incrementada, como decíamos, en la traducción por la presencia de la fe, sobre cuya interpretación nos hemos detenido arriba. Es de suponer que, si por un lado las palabras de Encina en el «Argumento» no dejan lugar a dudas acerca de cómo hay que entender este pasaje, por el otro, cualquier atento lector de entonces, quizá más interesado en su faceta 'aplicada' que en el conocimiento, por mediado que fuese, del original, se acordaría de la indicación de que «los amores» se pueden aplicar a la fe, por parte de los prisioneros en tierra mora, en una acción libertadora de la reina Isabel; y eso, a pesar de la falta absoluta en la versión enciniana de referencias a personas o acontecimientos actuales, que constituyen, en cambio, el tema de la aplicación en el «Argumento». En pocas palabras, la omisión del paratexto produciría una lectura de la versión enciniana como si de una simple traducción se tratase, tanta es su adhesión al texto original.

De la misma forma que el recurso a la «fe» no implica una alusión a un concepto religioso, tampoco la mención de Dios en el v. 97 («Y aun pluguiera a Dios que fuera / como vosotros, vaquero [...]») se ha de entender como una cristianización, sino, como bien puntualiza la editora del texto (Encina, 1978: 337, n. 97) como una expresión de deseo, comúnmente utilizada en la época a través de esa forma lexicalizada. Recordemos que la traducción de Encina fue criticada y a menudo superficialmente despachada justo por su supuesta 'cristianización': éste no es un caso aducible para refrendar semejante juicio.

Las églogas de las que hemos hablado en las páginas precedentes son aquellas cuya 'aplicación' reviste carácter histórico-cronístico, al narrar acontecimientos ocurridos en el reino pocos años antes de la publicación de las mismas o al plantear, como la última, una cuestión todavía más actual, como la prosecución de la guerra en el Norte de África y la liberación de los prisioneros cristianos. Las demás églogas se centran en la alabanza de los Reyes Católicos y su buen gobierno, o en la del príncipe Juan, o se ocupan del relato de anécdotas y episodios históricos menos gloriosos y relevantes.

En conclusión, con la traducción de las églogas de Virgilio Juan del Encina quiere demostrar, por un lado, sus habilidades como poeta y traductor del latín y manifestar, por el otro, su adhesión al programa político de los Reyes Católicos y su interés por participar activamente en la propaganda de la imagen de éstos como soberanos cristianos y justos. Y en efecto, los esfuerzos del poeta dieron los frutos deseados, pues Juan del Encina fue acogido a Palacio al servicio del príncipe Juan, como consta en el poema en versos de arte mayor -conocido como Tragedia trobada- que escribió en ocasión del fallecimiento del joven príncipe al año siguiente:


que siempre esperava de suyo llamarme
y agora que quiso por suyo tomarme
la buena fortuna lanzóme de sí


(Encina, 1978: II, 155)                


Encina, con esta traducción, se suma a las voces que ensalzaban la forma de gobierno de Fernando e Isabel, en contra de los numerosos fermentos que en muchos momentos se elevaron en oposición a sus actuaciones.

Aunque la década de los noventa no fue de las más difíciles de su reinado, el equilibrio siempre inestable al que se veían continuamente obligados los reyes por las más diversas razones necesitaba de múltiples apoyos, y Juan del Encina lo ofreció espontáneamente, aunque es más que probable que por razones de interés personal (Capra, 2000: 57-62). Lo cierto es que su propaganda, al conjugar de forma novedosa la actualidad a la gloriosa época imperial romana le hizo merecer el honor de la imprenta, llegando a ser una de las primeras obras que se imprimieron en el reino.






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