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Imprenta y poesía en Córdoba, 1600-1650

Pedro Ruiz Pérez





Hace ahora justamente cien años, en la frontera entre el siglo del positivismo y el siglo de la crítica y la teoría literaria, José María Valdenebro publicaba en Madrid, a expensas de la Real Academia, su estudio tipobibliográfico sobre la producción editorial en Córdoba1. El catálogo se inscribe en el marco cronológico, conceptual y metodológico de las obras pioneras en este género, que contaba con algunas notables aportaciones desde las décadas finales del XIX, con nombres destacados como Pérez Pastor, Hazañas, Escudero y Perosso, etc. Su temprana aportación posiblemente haya impedido el desarrollo de una encuesta más sistemática y realizada con planteamientos y métodos más modernos, que nos ofreciera un panorama más exacto de la producción impresa en la ciudad, obra que se viene reclamando desde hace algunos años y en cuyo objetivo se han avanzado algunos pasos, publicados o no2. No obstante, y no es ninguna concesión protocolaria, a la obra le cuadra el habitual calificativo de «benemérita», y es inexcusable punto de partida, junto con la obra paralela de Ramírez de Arellano3, para un acercamiento histórico a la realidad cultural, de la cultura de las letras, en Córdoba entre los siglos XVI y XIX.

Mi intención en estas notas -en las que se fija una propuesta de lección- no es aportar ningún dato nuevo a los de Valdenebro, sino, a partir de los que él proporciona, apuntar algunas consideraciones metodológicas y conceptuales acerca de la realidad cultural de Córdoba, concretamente en un aspecto: el de las relaciones de la poesía (de sus autores, de su producción, de su difusión y de su consumo) con el cauce editorial, en un territorio concreto y cercano y en un período de cierta relevancia, el que cubre la primera mitad del siglo XVII. Dicho período viene siendo caracterizado como «barroco» generalmente, es decir, de manera habitual, pero también con un exceso de globalización, por lo que éste será también un intento de esbozar alguno de los matices que contradicen la uniformidad y monotonía de ciertas caracterizaciones históricas. A ello responde la elección de un determinado género discursivo, el de la lírica, que se encontraba en esas décadas en un momento de florecimiento, alcanzando una altura culminante en la trayectoria de nuestras letras, y en ese marco brillaba con luz propia un autor cordobés, Góngora, que marcó con su propia obra y con la polémica que suscitó, trufada de apologías e invectivas, toda la actividad poética del medio siglo y aun perduró varios lustros después. Autor singular y al margen de las normas de cualquier escuela, Góngora se inserta, sin embargo, en el horizonte cultural de un círculo o entorno, entre académico y amistoso, asentado en el solar cordobés, que, por ejemplo, rodea la escritura de las Soledades, interviene en el debate que éstas suscitaron y desarrolla su propia actividad poética y erudita durante los mismos años. Con un criterio relativamente amplio de estas relaciones -no siempre vínculos personales-, podríamos elaborar una nómina con los nombres de Juan Rufo, Luis Carrillo, Vaca de Alfaro, Pablo de Céspedes, Díaz de Rivas, Antonio de Paredes, Colodrero Villalobos, Antonio de las Infantas, Hernando de Soria Galvarro, Cárdenas y Angulo, Salazar Mardones, Francisco Fernández de Córdoba... Muchos nombres, pero escasos, muy escasos, títulos de poesía publicados en vida, y aun éstos, al margen en su mayor parte del circuito de la imprenta cordobesa. El hecho es sistemáticamente refrendado por las noticias de Valdenebro, que en sus páginas describe con minuciosidad el panorama de una ausencia, dibujando el vacío que forman la escasez e irrelevancia de impresos poéticos, auténticamente de espaldas al bullir creativo, crítico, y hemos de suponer que lector, que agitaba la ciudad alrededor del epicentro gongorino.

Hasta aquí, nada que no resulte sobradamente conocido y que no se corresponda con una realidad extendida prácticamente a todos las ciudades de la Península, salvo por el hecho singular de contar con el factor excepcional de la figura de Góngora y por el, menos singular, pero de importancia relevante, de contar con la información sistemática y relativamente completa del repertorio de Valdenebro. Con estos dos parámetros me propongo apuntar un ensayo metodológico que pueda servir de punto de partida a una revisión, al planteamiento de algunos problemas y a algunas hipótesis acerca de los mismos. Para ello, abordaré las consideraciones sobre los datos del catálogo combinando las dimensiones cuantitativa y cualitativa, para delimitar su estructura, y buscaré el complemento interpretativo en las razones que algunos autores exponen acerca de su rechazo a la imprenta. Porque la primera conclusión -habría que decir mejor, la hipótesis que debemos contrastar- se nos impone: la del escaso apego que se mostraron mutuamente los poetas y las imprentas cordobesas a lo largo del siglo XVII. De ahí que las primeras ideas que debamos revisar, si queremos enmarcar esta reflexión en una indagación general sobre la cultura del libro, es la disfunción entre la existencia de un círculo culto local y la producción editorial de su entorno, así como la desconexión existente entre el auge de la creación poética y su difusión impresa. La constatación del desequilibrio entre los distintos elementos de cada par nos conduce a la explicitación de problemas de carácter histórico sobre el origen de esta producción lírica (cómo y para quién se escribió, cómo se difundió esta poesía, cómo se leyó...), pero también cuestiones de naturaleza crítica (cómo leemos esta poesía y cómo debemos leerla), que ahora no es el momento de abordar, pero que resultan esenciales.

Las hipótesis para abordar estas cuestiones pasan necesariamente por la reconstrucción histórica de las realidades coincidentes en este proceso, particularmente la naturaleza discursiva del género lírico, la posición de los autores y la capacidad de la imprenta, factores que resultan aislables en muy escasa medida. Respecto al primero, no podemos prescindir del hecho de la dimensión colectiva que mantiene la poesía, la cual aún no es una práctica individual y solitaria por parte del autor y del lector: en la cultura del barroco -como los demás elementos definidos por Maravall4- la poesía es un práctica social y compartida, que alterna y superpone en ocasiones los cauces de la oralidad, del manuscrito y de la imprenta, con notables permeabilidades y contaminaciones entre estas categorías; baste citar el caso de los impresos de justas poéticas, en los que se fija un texto inseparable de su realización oral, ritualizada académicamente y teatralizada como representación; o el de los volúmenes recopilatorios de varios autores, cuya polifonía remite a la de los cartapacios manuscritos, el cauce privilegiado para la difusión de la poesía en los siglos de oro. En lo que toca al entorno cordobés, el carácter casi académico de los autores, situados en el vértice de la cultura local, confirma esta tendencia, mientras que el autor más destacado, Góngora, que se sitúa con sus obras mayores en el extremo opuesto al de una poesía oral y popularizada, desemboca en la misma actitud de distanciamiento de la imprenta, justamente por lo que ésta tiene de divulgación5.

En cierta medida relacionada con ello se encuentra la situación de debilidad de la industria del libro en Córdoba, tanto en lo que se refiere a los talleres de impresión como -y posiblemente esto es más determinante- a la iniciativa de los libreros, a diferencia de lo que venía ocurriendo desde las últimas décadas del siglo anterior con otros ámbitos, vinculados a una cultura más dinámica, como el entorno madrileño-cortesano formado por autores como Pedro de Padilla, López Maldonado, Liñán de Riaza o el propio Lope de Vega, cuya producción lírica y la propia configuración como grupo están indisolublemente ligadas a la sistemática publicación de sus obras, cada vez más centralizadas en las imprentas de la capital de los reinos españoles.

Esta realidad retroalimentó la inicial posición de los autores, que manifestaron el rechazo a la imprenta para la difusión de la poesía como una manifestación de su actitud culta -entendida como selecta y minoritaria, es decir, aristocrática- ante este arte, en abierta contraposición -incluidos los elementos estilísticos derivados de ella- a los cultivadores de un arte popularizado y asequible tanto por su estilo como por su disposición en el mercado editorial. Como ocurriera en otras artes y se ha caracterizado como un rasgo de manierismo6, en los autores cultos cordobeses -muchos de ellos nobles, hidalgos o caballeros- persiste un rechazo a la profesionalización de la escritura, directamente vinculada a los soportes y la difusión impresos, prefiriendo mantenerse en un agudizado concepto clásico de la auctoritas o autoridad, frente al cada vez más extendido sentido de la «autoría», nacido con la imprenta y desarrollado al calor de unos incipientes conceptos de orgullo creador y, especialmente, de derechos de propiedad sobre la obra producida.

En definitiva, tres parámetros (genérico, económico e ideológico) que se conjugan en un intento de delimitar una realidad precisa, no coincidente en todos sus aspectos con la generalidad de la poesía barroca; unos parámetros que operan a la manera de hipótesis que necesitan ser verificadas, partiendo como premisa ineludible de un análisis detenido de la realidad que se pretende explicar, de los perfiles exactos de su naturaleza. En otras palabras, lo que propongo es un ejercicio de reconstrucción histórica con cuyos resultados poder contextualizar una lectura, la que pudieron hacer los contemporáneos y determinó, por ello, el sesgo de la propia escritura poética.



La muerte de Góngora en 1627 se adelanta en unos meses a la primera edición impresa de sus poemas en un volumen individual7 y marca un eje en el centro de la primera mitad del siglo XVII, separando dos períodos casi idénticos en extensión y, en principio, opuestos en su trayectoria, marcada por la presencia/ausencia del poeta cordobés. No obstante, esta división, en la que hay que introducir los matices derivados de la polémica gongorina y sus repercusiones e imitaciones, no parece traducirse en diferencias sustanciales en lo que se refiere a la producción impresa en el espacio lírico, manteniéndose, por debajo de las diferencias cuantitativas en términos absolutos, la convivencia de dos tendencias opuestas: la de un progresivo acercamiento del libro de poesía al cauce impreso y la de un persistente rechazo de ciertos sectores a abandonar los cauces privilegiados de los circuitos del manuscrito. El hecho se hace significativo en el primer cuarto de siglo, cuando, casi en su mismo eje, se inicia el revuelo provocado por la aparición de la Soledad primera, posiblemente el fenómeno de más impacto, el acontecimiento más destacado de la poesía desde la edición de Boscán en 1543 y en todo el siglo XVII. Y en el plano concreto de la ciudad del poeta, se percibe un aumento del dinamismo cultural, correspondiente al experimentado en todo el país, en el cénit del reinado de Felipe III (1598-1621). Entre 1600 y 1615, además de las Soledades y el Polifemo, aparecen las continuaciones del Guzmán, el Quijote y el Buscón, y Lope de Vega da cuerpo definitivo a su «arte nuevo de hacer comedias», con lo que se consolida la renovación de todos los géneros a partir de sus raíces renacentistas y se puede dar por instaurada la cultura barroca, una cultura basada en el consumo masivo de discursos ideológicos apoyados en una fuerte teatralidad, una cultura que se apoyó sobre los pilares del pulpito, el escenario y el tipo de imprenta8. Sin embargo, a través de las distintas etapas marcadas en las cinco décadas iniciales de la centuria la producción impresa de poesía en Córdoba se mantiene con un regular y uniforme nivel de producción, apenas matizable si se desciende en el análisis a agrupaciones temporales más reducidas.

En la interpretación de esta realidad podemos incorporar tres enfoques: el que atiende a la debilidad de la industria y, más específicamente, al sesgo del mercado cordobés en el período; el que se centra en la estructura de la producción y sus elementos distintivos; y, finalmente, el que apela a la actitud mantenida por el poeta culto, en el marco del discurso específico de un género que pretende mantenerse -al menos, en algunas de sus manifestaciones- en el espacio cada vez más estrecho que dejan entre ellas las formas de la oralidad y los cauces de la imprenta.


- I -

La industria y el mercado de la imprenta en Córdoba vienen condicionados desde su origen por la pujanza del foco sevillano, cuya expansión, apoyada en gran medida en el comercio con las Indias, estuvo muy relacionada con el auge de la literatura de consumo, tanto la narrativa de ficción como las formas más popularizadas de la poesía. En ambos campos, los tórculos sevillanos y el activo comercio a orillas del Guadalquivir inundan el mercado de títulos y ejemplares, satisfaciendo en gran medida la demanda existente, ello si no es que debemos afirmar que es la propia oferta la que acomoda la demanda mediante las correspondientes expectativas de recepción. Con tal vecindad no podía competir, ni posiblemente se lo planteara, una ciudad incipientemente levítica, cada vez más alejada de las posibilidades de un desarrollo burgués9 y cuyas capas letradas estaban constituidas por el clero y, poco después de mediados del XVI, por los alumnos surgidos del Colegio de la Asunción, donde los jóvenes de la generación de Góngora recibieron la impronta de una educación jesuítica en la que la herencia humanista filtrada por la Contrarreforma mantenía el anatema y la distancia respecto a la ficción romance, incluida la poesía lírica, como lectura de consumo10.

Con este contexto no es de extrañar que la imprenta se inaugurara en Córdoba, en 1556, con una obra, De utraque copia verborum ac rerum, en la línea de la retórica latina de Erasmo, pero adaptada a la formación de la Compañía de Jesús y sus incipientes escuelas. De ahí y hasta finales del XVI, en lógica coherencia, sólo 51 títulos salen de las imprentas cordobesas, aproximadamente 1 por año de media, y en su práctica totalidad en forma de pequeños folletos vinculados a la actividad pastoral o litúrgica de la iglesia local. Como era de suponer, y con la muy relativa salvedad de una relación en verso sobre un caso de martirio, ninguna de las obras es un volumen de poesía. El panorama en los 50 años siguientes presenta un incremento sustancial de la producción impresa, triplicando el número de títulos, con la consiguiente aparición de obras poéticas, aunque no en número ni calidad significativas. Comencemos por el número: de los 143 títulos registrados entre 1601 y 1650, aproximadamente tres ediciones por año, sólo 15 pueden catalogarse como impresos poéticos, es decir, 1 cada tres años aproximadamente, y ello con un criterio generoso en la inclusión. La tendencia se invierte en la segunda mitad del XVII, pues hasta 1700 sólo se catalogan 86 ediciones, poco más de la mitad que en el período precedente, sin que el porcentaje de obras de poesía se altere sustancialmente. En resumidas cuentas, la trayectoria de la producción editorial cordobesa refleja en grandes líneas las oscilaciones de la cultura nacional en los llamados siglos de oro, con el movimiento de ascenso y descenso que lleva del humanismo a la decadencia barroca, lo que convierte en la etapa de mayor auge editorial las cinco décadas que hemos elegido para nuestro estudio y que, con el contrapunto de los períodos anterior y posterior, pueden mostrar con claridad las relaciones entre imprenta y poesía en el marco de la cultura del libro.

Conviene completar este primer acercamiento numérico con algunas consideraciones de carácter cualitativo. Comencemos por la actividad de los talleres de impresión. En la primera etapa, entre 1556 y 1600, Valdenebro registra la presencia en Córdoba de 6 impresores, pero con una desigual importancia. De un lado, encontramos la figura dominante de Juan Bautista Escudero, responsable de la mayor parte de la producción, debido a sus estrechas vinculaciones con el obispado cordobés, el principal proveedor de textos para la imprenta y, presumiblemente, el mayor consumidor de sus productos a través de la jerarquía eclesiástica de él dependiente, a la que se dirigían las pastorales, advertencias y textos litúrgicos que componen la práctica totalidad del catálogo de obras de este impresor y, por extensión, de la imprenta cordobesa del XVI. De otro lado, cobra cierto relieve la figura de Gabriel Ramos Bejarano por la singularidad de su presencia en Córdoba y por la importancia de su producción: su traslado de Salamanca a Córdoba se produce en virtud de una de las cláusulas del contrato de impresión que Ambrosio de Morales suscribe con él para dar a la luz las Obras de su tío, el humanista cordobés Fernán Pérez de Oliva, que comenzaron a imprimirse en la ciudad del Tormes para concluirse en Córdoba, lo que produjo algunas diferencias de estado en la edición, sobre todo en portada y preliminares; junto a esta obra, Morales encomienda al impresor la edición de la Crónica de Florián de Ocampo, que él mismo continuaba, lo que hace que en su conjunto Ramos Bejarano sea el responsable de la impresión de los títulos más importantes y voluminosos de la edición cordobesa del XVI.

Ello nos lleva a la consideración de las diferencias que se encubren tras cada unidad registrada en las entradas de un catálogo, pues los formatos y naturaleza de las obras eran muy dispares, entre el breve pliego suelto con textos de ocasión y el grueso volumen in folio con obras de alta dignidad humanística. Así, quizá resulte ilustrativo complementar el recuento de títulos con el de otra medida editorial más significativa: la de los pliegos que componían el conjunto de la edición. Siguiendo los datos de Valdenebro en las 46 obras del XVI que describe, un recuento de los pliegos de imprenta producidos arroja el resultado de 1283 pliegos y medio para el conjunto del período, lo que supone una cantidad aún más irrisoria que la del mero número de títulos. Baste recordar que un pliego era el equivalente habitual de una jornada de trabajo en un imprenta y que la media resultante de la producción de estos 45 años es de menos de 30 pliegos al año, lo que da una clara idea del volumen de trabajo y el ritmo de producción de las imprentas cordobesas, y ello sin considerar que títulos como los mencionados a propósito de Ramos Bejarano suponían un desequilibrio enorme en la estadística.

En la etapa que nos centra, entre 1600 y 1650, el número de impresores se repite, 6, pero su naturaleza y la del conjunto es sustancialmente distinta a la mostrada en el período anterior. No falta un impresor ambulante, al que habría que sumar la alternancia de Ramos Bejarano entre Córdoba y Sevilla, siguiendo los avatares de la actividad editorial. No obstante, su recurrencia le otorga una suerte de continuidad, que adquiere plena estabilidad en el caso de Francisco de Cea y el taller de Andrés de la Barrera y su viuda. Lo que no cambia es la persistencia de una suerte de hegemonía, que en este período representan el citado Francisco de Cea y, en especial, su hijo y continuador, Salvador de Cea Tessa, ya que, ciñéndonos al período 1619-1650, entre ambos publican 87 títulos, es decir, más de la mitad del conjunto de la producción de medio siglo y un número prácticamente idéntico al de los títulos publicados en la segunda mitad de la centuria, sin contar con que, como veremos, sobre todo a Salvador se le debe la parte más importante de las obras en verso del período.

En cuanto al volumen de la obra impresa, y a falta de un recuento pormenorizado de los pliegos publicados, baste recordar el dato significativo de que un solo libro de poesía publicado en estos años, el de Colodrero Villalobos, cuenta con 46 pliegos, o, lo que es lo mismo, el equivalente a la producción de año y medio de todas las imprentas cordobesas en la etapa precedente. Dado que esta cronología constituye el marco de estudio, el análisis cualitativo de la producción será abordado con cierto detenimiento más adelante.

No se puede concluir, sin embargo, el análisis sin incorporar un factor que no, por conocido, puede quedar al margen11. Se trata de la necesaria distinción entre el papel del impresor, mero oficial de un arte mecánica, que se limita a reproducir por encargo el material que le es suministrado, y el del editor o, más propiamente en la terminología de la época, el librero, el verdadero productor, que selecciona y determina los textos que pasarán a la estampa, en función de unos intereses corporativos (como el caso de la iglesia), ideológicos o meramente comerciales, siendo en estos casos una figura generalmente asociada a la del mercader de libros, es decir, al propietario de un puesto de venta de libros, que puede alimentar no sólo con obras existentes en el mercado, sino también con las generadas por propia iniciativa y arriesgando en ello la inversión de un capital. En el caso cordobés, en mayor medida en el siglo XVI, cuando se establecen las bases de la actividad tipográfica, destaca la falta de un verdadero motor industrial y/o cultural, que es sustituido por el papel casi hegemónico de la iglesia y, a remolque, de la educación, que viene a ser una extensión de la actividad de aquélla; y no está de más recordar que en ambos casos la producción se establece para un público muy determinado, un verdadero mercado cautivo, si podemos aplicar los conceptos de la moderna economía. En este panorama destaca con carácter excepcional la iniciativa de Ambrosio de Morales, que sintetiza en su figura la del creador (bien que hablemos de materia historiográfica), el erudito promotor y el editor en la tradición humanista, aunque sin el soporte comercial que los europeos encontraron en las imprentas venecianas o antuerpienses. Evidentemente, la poesía no encontraba acomodo en estos estrechos márgenes, a la espera del tímido apunte de la centuria siguiente.

Las características de la (ausencia de) industria editorial no pueden desligarse de las propias del mercado, que orienta con su demanda y consumo la iniciativa de aquélla. Como queda señalado, el principal consumidor de letra impresa a lo largo del XVI y bien entrado el XVII es el clero, tanto el cabildo como la jerarquía episcopal, lo que determina una producción ad hoc, en la que se identifican publicación y consumo, en forma de constituciones, decretos y textos litúrgicos o paralitúrgicos. Caso distinto es el de las librerías conventuales, cuyos fondos se nutrían de una producción nacional y europea, que sobrepasa con mucho, por su propia naturaleza y diversidad, los límites de una producción local. Los fondos: que conservamos de estas bibliotecas monásticas en la Biblioteca Pública procedentes de la desamortización bastan para refrendar esta imagen, confirmando de paso el predominio de la cultura religiosa y latina y la lógica ausencia de la poesía12, por lo que tampoco cabe esperar de estos focos culturales una función de demanda para este tipo de producción.

No era sustancialmente distinto el caso de los centros escolares, singularmente el mencionado Colegio de la Asunción, pronto controlado por los jesuitas y vinculado con su magisterio al de Santa Catalina y al seminario de San Pelagio13. Los fondos que actualmente se conservan, con las lógicas diferencias entre los dos siglos y a la espera de una catalogación más precisa de su procedencia, manifiestan el mismo sesgo que en el caso anterior: se trata de manifestaciones de una cultura de carácter internacional, cuyos fondos librescos proceden de los grandes centros editoriales europeos, desde donde se difundían para todo el continente, destacando, como cabía esperar, las grandes imprentas de Italia, Amberes y Lyon. En ocasiones, como en este mismo volumen ha expuesto Julián Solana a partir de su estudio de una obra cordobesa no catalogada por Valdenebro, la actividad docente de los jesuitas genera una producción específica de ámbito más o menos local, ligada a los desarrollos particulares de la ratio studiorum, generalmente en forma de antologías de textos clásicos para el uso de los estudiantes.

Finalmente, debemos preguntarnos por el papel de los lectores particulares, es decir, del grueso de la población alfabetizada y con medios para la adquisición de libros en cantidad variable. Por desgracia, chocamos con la práctica ausencia para la Córdoba de los siglos XVI y XVII de inventarios post mortem conocidos, la fuente habitual para el conocimiento de las prácticas de lecturas de las capas más amplias de una sociedad14. Son muy raros los conservados en los archivos notariales y carecemos de ediciones o estudios de los pocos que pueden rastrearse. No obstante, cabe extraer alguna conclusión -al menos, en clave de hipótesis- de este hecho, que podemos leer no tanto como índice de una realidad material (no es que no hubiera libros en las casas cordobesas), sino como síntoma sociocultural de la vigencia de unos valores, o de la falta de ellos, ya que el papel del libro, al margen de su realidad objetiva, se relativiza como signo de prestigio social o como mercancía valiosa en una venta en almoneda, los dos motores fundamentales de la inclusión de inventarios bibliográficos en los testamentos o legados. Si ponemos en relación esta realidad sociocultural cordobesa con los perfiles de la producción, podemos percibir la correspondencia entre la falta de bibliotecas constituidas y el alto porcentaje de la producción -y, consecuentemente, del consuno- destinado a materiales de carácter degradable y fungible, como los pliegos sueltos y otros formatos menores, generalmente de valor coyuntural o circunstancial, que son factores que explican su escasa, por no decir nula, conservación.

En su conjunto, podemos hablar en lo que toca a la industria y el mercado de la imprenta de la falta de consolidación en el entorno cordobés de unas prácticas de producción impresa y de lectura de amplia base; entre ambas carencias, se veía apresada la poesía, carente de dignidad cultural y, consiguientemente, de mercado, por lo que, en sus manifestaciones más populares, continúa vinculada a las formas de la oralidad o, subsidiariamente, al cauce impreso de los pliegos y las formas editoriales más deleznables y efímeras; en paralelo, en sus formas más cultas y aristocráticas, propias de círculos estrechos y cerrados, persiste junto a la forma primaria de la oralidad el funcionamiento privilegiado del manuscrito, ya sea en la forma del cartapacio de acarreo, ya sea al modo del exclusivo códice elaborado por copistas profesionales.




- II -

Hora es ya de avanzar en la consideración cualitativa de la estructura de la producción editorial cordobesa en las cinco primeras décadas del XVII en lo tocante a la poesía. Los datos numéricos son reveladores: de los 143 títulos publicados en este período, sólo 15 (aproximadamente el 10 %) son de poesía; en éstos términos, sin embargo, las cifras no son pertinentes, pues muestran en términos relativos una semejanza básica con lo que ocurre en la generalidad de la imprenta española de este siglo. Lo que distingue la producción cordobesa, al menos de los mercados más dinámicos del momento, es la naturaleza misma de estos títulos, pues su estructura, como se aprecia en la relación incluida al final, relativiza notablemente el porcentaje mencionado. Como se puede apreciar, la serie de quince títulos está compuesto por dos auténticos libros y trece pliegos, 7 que podemos considerar «de autor» y otros 6 de carácter recopilatorio. En términos de producción tipográfica, los dos primeros títulos representan un total de 52 pliegos y medio, una cuarta parte más que los que suman el conjunto de los restantes títulos. En el apartado de «pliegos de autor», títulos y unidades tipográficas coinciden: son siete los pliegos que componen otros tantos títulos; la proporción se quintuplica en el tercer apartado, ya que los seis títulos dan como resultado 34 pliegos editoriales y medio, aunque a este número convendría restar o, al menos, distinguir en su conjunto los 16 pliegos y medio correspondientes a una relación de fiestas, esto es: un solo título, y en el que la poesía sólo es un componente más y no el más abundante, ocupa prácticamente la mitad de la extensión tipográfica del subconjunto. En resumidas cuentas, lo que la indagación en las cifras ofrece es una imagen de mayor debilidad editorial que la simple consideración del número de títulos, con un predominio de poesía de consumo en la que su modalidad genérica y estilística se corresponde estrictamente con el carácter popular, cuando no vulgarizado, de su formato.

En otros términos, si subdividimos la producción por espacios cronológicos, comprobamos que hasta la muerte de Góngora, casi en el ecuador de esta mitad de siglo, se publican 8 títulos: un libro, 4 pliegos «de autor» y 3 recopilatorios; en paralelo, en los 23 años restantes son 7 los títulos que aparecen: 1 libro y 3 pliegos de cada una de las categorías establecidas. Ello parece indicar que nos encontramos con una producción, si no muy abundante, al menos de apreciable regularidad; pero esta imagen se desvanece si precisamos más las fechas, ya que todos los títulos se concentran entre 1610 y 1635, es decir, el cuarto de siglo que se sitúa en el centro del período y sigue tomando como eje significativo la desaparición (primero de su escritura y luego de su vida) de Góngora. Conectando con lo apuntado en el apartado anterior, lo que esta cronología denota es la persistencia a lo largo de la primera década del XVII de la ausencia de títulos de poesía confirmada en el XVI y el apunte de la decadencia que en términos de producción hemos observado en la segunda mitad de la centuria, con el reinado de Felipe IV.

Por lo que toca a los impresores, conviene resaltar que 9 de los 15 títulos proceden de las mismas prensas: las de Salvador de Cea, incluyendo los dos libros, lo que lo convierte, por obras y extensión, en el dominador absoluto del mercado en sus años de producción. Sus impresos se sitúan en todas las categorías, pero no cabe ver en ello tanto el resultado de una dinámica iniciativa editorial, como el síntoma de una notable capacidad mecánica. Ello se pone de manifiesto si atendemos a la naturaleza material y editorial de los dos libros de poemas; en ambos podemos apreciar una rotundidad tipográfica, puesta de manifiesto en la ocasión apropiada, pero uno y otro denotan también que se trata de respuestas a estímulos muy singulares, que, como tales, no hallaron arraigo ni continuidad en el circuito de producción editorial cordobés: el de Antonio de Paredes es un volumen póstumo, surgido de la iniciativa de su círculo de eruditos amigos y ricos mecenas, mientras que en el de Colodrero, como se hace expreso en sus preliminares, podemos ver la influencia del Parnaso madrileñista con el que se relacionaba su autor, formado por los continuadores de los Padilla, Maldonado, Liñán y el propio Lope de Vega, quienes estaban consolidando una incipiente profesionalización; así se revela en el hecho de que Colodrero eligiera la corte para la publicación del resto de sus volúmenes de poesía.

¿Qué relación ofrece este panorama de ausencias y excepciones con el conjunto de la poesía española durante el siglo que transcurre hasta la muerte de Góngora? Repasemos, en primer lugar, el estado de la poesía impresa en estas décadas en España. En primer lugar, nos encontramos con la gran antología formada por las Flores de poetas ilustres (1605), de Pedro Espinosa, que representa una apuesta combativa por la renovación de la poesía, en la que autores como el creador de las Soledades ven en letras de imprenta los poemas que ellos mismos no van a editar. Al lado de esta recopilación de la poesía más novedosa, acceden a las prensas y a los lectores los versos de los poetas que murieron inéditos en el siglo anterior, es decir, la poesía sobrepasada por la creación, pero vigente en el consumo y nimbada ya por un cierto prestigio culto: Diego Hurtado de Mendoza, Sá de Miranda, Figueroa y, poco después, fray Luis de León, a los que cabe sumar nuevas ediciones de Camoens y Herrera. En cuanto a la aparición de volúmenes individuales de la poesía reciente, destaca la asiduidad de impresiones de poesía religiosa, con autores como el reeditado Alonso de Ledesma o Juan de Luque. Junto a ellos, se va imponiendo la recurrente presencia de autores tendentes a una creciente profesionalización, con la figura señera de Lope y, en su estela, los poetas que simultáneamente cultivan otros géneros más directamente vinculados a la comercialización y el mercado, como el teatro, con nombres como los de Juan de la Cueva o Rey de Artieda, o la novela cortesana, con el ejemplo de Castillo Solórzano, como ocurriera con los ya citados poetas que, en los años finales del siglo anterior, protagonizaron el despegue y la consolidación del romancero nuevo. Finalmente, en los años que marcan el primer cuarto del XVII, debemos sumar las obras de Diogo Bernárdez, Luis de Ribera, Medrano, Jáuregui, Villegas, Soto de Rojas o Salcedo Coronel, más conocido por sus ediciones y comentarios gongorinos, tras las huellas de la aparición de su primer volumen de versos, el casi coetáneo de la muerte del poeta Obras en verso del Homero español, que marca una auténtica frontera en la evolución de la poesía culta en sus relaciones con la imprenta.

Frente a este incipiente auge editorial, la orientación de la producción cordobesa sigue dominada por las marcas del pasado. En su práctica totalidad, y salvo las dos excepciones citadas, la imprenta cordobesa muestra con su relativa abundancia de pliegos sueltos un predominio de soportes ágiles, baratos y populares; en correspondencia, la poesía que se publica corresponde a formas en las que domina el componente de oralidad o de comunicación directa, como en el caso de la relación de fiestas; en resumen, se trata de formas poéticas ligadas a la fiesta, la celebración y las formas barrocas de sociabilidad, incluida la liturgia15. Frente a las formas que va adoptando la lírica en su sentido moderno, orientada a la comunicación interindividual entre el poeta y el lector, persiste una poesía signada por la dialéctica de etapas anteriores entre las manifestaciones efímeras y presenciales, en la que el fenómeno poético constituye una práctica compartida en presencia, como en las fiestas, las justas o la poesía mural, y la perdurabilidad que proporciona la imprenta, que impone una comunicación diferida y en ausencia, en la que se impone el papel desempeñado por el autor y, en mayor medida, por los mediadores: recopiladores o relatores.

La situación contrasta con la que, en los mismos años y el mismo marco, conoce la prosa, que alcanza una apreciable regularidad en su acceso a la imprenta desde la pluma de los autores cordobeses. Tal es el caso de las varias relaciones debidas a Juan Páez de Valenzuela, con motivo de distintos sucesos y celebraciones, de los tratados profesionales de Alonso Carrillo (editor de la poesía de su hermano en la imprenta madrileña) o de las obras de los humanistas Díaz de Rivas y Martín de Roa, ligadas en su mayor parte a las antigüedades locales y la devoción popular, como las vidas de santos. En todos estos casos se trata de obras compuestas para mercados muy específicos y determinados y que gozan de una cierta consideración socio-cultural. Un significativo contrapunto es el que por estos años establecen los Casos notables de la ciudad de Córdoba, de amplia difusión manuscrita, como solía ser frecuente en este tipo de obras, multiplicadas en la transición entre los dos siglos, como una suerte de territorio intermedio entre la historiografía de raíz humanista y el gusto popular por la narraciones de curiosidades y hechos extraordinarios, alimentado poco después de manera más satisfactoria para el lector por la novela cortesana16. Como conclusión de este repaso, podemos apuntar que, en el marco de una industria editorial débil y falta de consolidación, la poesía acusa el desfase con los otros géneros derivado de su orientación estética, de sus diferencias con los demás discursos escritos y su carácter retardatario respecto a la acomodación a las nuevas dinámicas del mercado lector, como cabía esperar de una situación provinciana en la que los autores cultos acentúan sus rasgos de aristocratismo y rechazo de los modelos comunicativos, incluida la imprenta, teñidos de popularismo.




- III -

Vemos, pues, que las relaciones entre imprenta y poesía se configuran como el resultado del encuentro de vectores específicos nacidos en cada uno de estos elementos y establecidos en el espacio común denominado mercado. Alguno de estos vectores deriva directamente de las circunstancias materiales de la imprenta y de su desarrollo, pero a ello hay que sumar necesariamente los que surgen de la conceptualización misma de la poesía, si es que es posible aislar ésta del condicionante de las circunstancias materiales en las que se inserta; mantengamos en este caso una división metodológica.

La actitud culta respecto a la imprenta en lo que toca a su consideración como soporte de la poesía se enmarca en un conjunto de valores ideológicos y culturales, que no resultan hegemónicos ni estáticos, sino que se van modificando en función de la cronología, pero también de las diferencias de niveles o planteamientos estilísticos, estableciendo relaciones de desplazamiento, de oposición o de pacífica convivencia entre las dos actitudes básicas: la de la aceptación entusiasta del nuevo instrumento y la de su rechazo total.

Es un dato irrefutable que el establecimiento de la poesía renacentista en España es inseparable de una edición, la que aparece en 1543 en la imprenta barcelonesa de Carles Amorós bajo el cuidado final de la viuda de Boscán. En sus páginas se fija y extiende el modelo canónico representado por Garcilaso, con todo su influjo lírico, pero también resulta determinante el hecho mismo de la existencia del volumen y la cuidada mecánica de su articulación en cuatro libros, al tiempo perfectamente clásica e inquietantemente renovadora. Los hechos posteriores confirman esta observación: hasta 1569 se suceden 12 ediciones, a un ritmo bianual, en el que se alternan impresiones legales, piratas, contestadas o ampliadas, sumándose a la lista de lugares de publicación diversas ciudades españolas más Amberes y Roma; a partir de este año emblemático, en que Garcilaso «se divorcia» de Boscán son dos las ediciones sueltas de la poesía del toledano, antes de que, en 1574, se inicie la serie de sus ediciones comentadas, que lo convierten definitivamente en un clásico en legua vulgar. Hasta final de siglo aparecen seis volúmenes anotados, con un significativo desequilibrio entre la escolar y sencilla edición del Brocense, con cinco apariciones, y el revolucionario comento herreriano, que no pasó de la edición de 1580. Esta trayectoria de medio siglo, desde la princeps a la definitiva canonización, convierte la imprenta en el campo de batalla privilegiado de la extensión de la nueva poesía y la hace una marca distintiva, que acostumbra progresivamente al lector (y, quizá, más lentamente al autor culto) a este medio, con sus específicas connotaciones discursivas y genéricas.

No obstante, esta marcha de los acontecimientos sólo viene a ratificar históricamente el planteamiento que ya podíamos encontrar inserto en el volumen inicial, esbozado de forma más o menos explícita en sus componentes paratextuales, pero actuante en la configuración del volumen en todos sus aspectos, desde los estrictamente retóricos a los pragmáticos en su sentido menos literario. Detengámonos un momento en los fundacionales preliminares del inaugural volumen.

La dedicatoria «A la Duquesa», la misma a la que se dirigirá la esencial epístola que sistematiza todos los rasgos de la nueva poética, mantiene la línea medievalizante (también clásica) de la elección de un destinatario aristocrático, de un receptor interno privilegiado, cuyo lugar de preferencia en el volumen y en el discurso poético establecido sólo confirma el ostentado en la realidad social por la persona histórica que se proyecta en la página impresa. Sin embargo, a diferencia de los habituales modelos precedentes (sólo rotos desde fines del XV por los libros, impresos, como es sabido, en los que se encauzan las narraciones sentimentales, con autores ya tan profesionalizados como Diego de San Pedro o Juan de Flores), aparecen dos mareas singulares en el destinatario: de una parte su inhabitual condición femenina, de otra, menos apreciada pero no menos radical, su separación de la función de mecenazgo. La duquesa de Soma no es el comitente ni quien sufraga la edición, no hay un vínculo económico (feudal o liberal) entre el poeta y su receptor. Es más, este receptor al internalizarse y textualizarse se idealiza, proyectando no una realidad histórica, sino un espacio ficcional de comunicación, en el que se conforman los rasgos que el poeta quiere destacar en la misma. De ahí dos hechos llamativos: a diferencia de las dedicatorias habituales, la enderezada a la duquesa se encauza en forma de poema y con la clasicista y novedosa forma de los endecasílabos sueltos; además, la composición se inicia con una pregunta que, pese a su apariencia, tiene poco de retórica: «¿A quién daré mis amorosos versos, / que pretenden amor con virtud junto / y desean también mostrarse hermosos?». La conjunción de utile et dulce confirma que la cuestión del destinatario de los poemas es esencial y que su caracterización excede con mucho a la de la individualidad de la duquesa17.

La respuesta está en el más extenso prólogo «A los lectores», en el que la sustitución de la voz del autor por (presumiblemente) la de la viuda libera a los tópicos que en él se encierran de su valor de convencionalidad, para subrayar lo significativo de sus afirmaciones. Destacaré cuatro frases. En primer lugar, se afirma que Boscán llevó a cabo la edición «forzado de los ruegos de muchos que tenían con él autoridad para persuadírselo» (en todos los casos, la cursiva es mía); el tópico de modestia construido sobre la obediencia debida combina en la semántica de sus elementos el principio de fuerza y el de auctoritas, desplazando sutilmente la focalización desde la dependencia feudal al reconocimiento del prestigio casi autorial; pero los desplazamientos no acaban aquí. Más adelante, disuelve la unidad del destinatario perteneciente al círculo aristocrático con la apelación, entre el locus horaciano y el sentido medieval, a un público amplio que puede extraer una utilidad de su texto: «el gran bien que se sigue de que sea comunicados a todos tal libro». En este desplazamiento se revierte el principio de auctoritas al propio poeta, que reclama su paternidad de la obra y su posesión exclusiva, fijada precisamente al sancionarla y fijarla mediante la imprenta, a la que acude ante «el peligro que había en que sin su voluntad no se adelantase otro a imprimirlo». La autoridad, o lo que es lo mismo, la autoría se reclama en el prólogo, como corresponde, apelando a dignos argumentos de rigor filológico, del respeto al texto mismo, cuya autoridad (es decir, cuya autenticidad) es correlato de la del propio autor, que utiliza la impresión cuidada por él para que «se acabasen los yerros que en los traslados que le hurtaban había». La referencia a las copias manuscritas (los «traslados») parecería apuntar al típico cuidado filológico del humanismo en su preocupación por la integridad textual, aunque ya se apunta una dialéctica (manuscrito/imprenta) en la que Boscán manifiesta sin ambages su decantación, y ello no sólo por razones de interés por la fijación del texto18; la apelación al «hurto»19 no sólo marca las fronteras entre dos modos de concebir la difusión de la poesía (la tradicional y la autorial), sino que desplaza la cuestión a un plano jurídico, en el que se impone un sentido de derecho de propiedad (sólo desde el mismo puede entenderse el concepto de hurto), que, de retorno, acentúa la bisemia de los «yerros», los cuales, sin dejar de ser los errores mecánicos de copia, se convierten también en delitos o pecados contra la autoridad, en este caso la que emana del derecho de propiedad.

La sanción definitiva de este latente planteamiento prologal la establecen las palabras de un privilegio real, emitido nada menos que por «Nos, don Carlos», en el que toda la cuestión anterior se expresa ya en inequívocos términos jurídicos. El emperador, como orgullosamente se refleja en las páginas preliminares del volumen, otorga, «so incorrimiento de nuestra ira e indignación y pena de mil florines de oro del que lo contrario hiciere», «licencia, permisión y facultad a vos, doña Ana Girón de Rebolledo, viuda del dicho Juan Boscán». Las palabras, que hoy nos pueden parecer gastadas por repetidas, muestran en este momento auroral unas aristas diamantinas: con «licencia, permisión y facultad» el trono, la máxima instancia de autoridad política, da al autor/editor el visto bueno y la autorización (nótese la recurrencia semántica) para imprimir su obra, pero también el privilegio para hacerlo en exclusiva, convirtiendo la autoridad en un «derecho de autor» en el sentido de un derecho de propiedad, que, como tal, puede legarse como cualquier otra posesión y transmitirse a la viuda, que lo sigue disfrutando bajo el manto protector de un permiso establecido en términos jurídicos en los que la ira del monarca cuenta con la contrapartida de la sanción económica, a las puertas de una legislación definitiva que regule la imbricación de imprenta, mercado y lectura a partir de mediados del siglo.

Es evidente que, como en otros aspectos de los planteamientos poéticos contenidos en el volumen y definitorios de su carácter, esta formulación editorial no contó con una aceptación inmediata ni unánime, sino que generó rechazos y omisiones; sin embargo, la semilla estaba sembrada y, lo que es más determinante, vinculada a una renovación poética, cuya evolución estaría ligada a lo largo de la centuria siguiente a las posiciones de los autores respecto a la imprenta. Hasta bien entrado el siglo XVII los autores cultos, entendiendo por tales los herederos directos del legado de Boscán y Garcilaso, aun sin incurrir en la vertiente cultista, siguieron manteniendo sus distancia respecto a la imprenta, convertida en ocasiones en una posición casi militante, que se convierte incluso en argumento o motivo poético, como aparece en algunas epístolas (nótese la raíz horaciana) destacadas en el paso entre los siglos XVI y XVII. Ya en esta centuria el refinado Bartolomé Leonardo de Argensola contesta con rotundidad a Femando de Ávila en un clásico intercambio poético en el que el corresponsal le pide una explicación sobre su resistencia a publicar sus versos, «que ya, por avaricia o ignorancia, / no hay ingenio, no hay arte que no afrente / si no se mezcla en pública ganancia» (vv. 82-8420); la respuesta del rector de Villahermosa es inequívoca en su rotundidad, sancionada por una actitud que mantuvo hasta su muerte:


Cuando sostuve en otra edad más firme
ciencias prolijas, de su estudio ingrato
pudieron esos versos divertirme;
mas para ornarlos no pasé ni un rato
dándoles energía, o reprimiendo
el follaje ambicioso del ornato.

(vv. 76-81)                



En virtud, pues, desta verdad, te pido
que esas mis juveniles diversiones
condenes al silencio y al olvido.

(vv. 100-102)                



¿Remitiréme en esto a mi noticia
o al público; favor? La atenta dama,
si su hermosura examinar codicia,
aunque la envidia y las lisonjas ama
de la opinión común, para el examen
¿ocurrirá al espejo o a la fama?

(vv. 115-120)                


Paradójicamente, la afirmación inicial (tan frecuente en los poetas dedicados a una actividad culta; recuérdese a fray Luis) sobre el descuido de la escritura lírica, fruto únicamente de una diversión respecto a las grandes obras emprendidas, se complementa con la orgullosa negativa de entregarlos a la «opinión común»: quien no rehúye compartir sus versos con los cultos y aceptar su juicio rechaza el dictamen del público, el veredicto del mercado, encastillado en la propia opinión, que sabe coincidente con la de su círculo inmediato, para quien escribe sus textos y a quien los encamina en el cauce del manuscrito; la adopción del modelo epistolar es en sí misma la manifestación más clara de este discurso, en que se implican las marcas formales y argumentales con las pragmáticas, incluyendo la propia elección del soporte comunicativo21.

Acerquémonos ahora con las palabras de Barahona de Soto, si no a la cronología, sí al marco geográfico que nos ocupa y, de paso, al modelo poético cultista dominante en la Córdoba de las primeras décadas del XVII. También en un intercambio epistolar el poeta lucentino contesta a Gregorio Silvestre una petición similar a la que recibiera Argensola: dar sus versos a la imprenta; y la respuesta es igualmente paralela:


Tus obras quiero que otro las defienda,
Silvestre, y que las cante ajena lengua,
y que para escucharte un mundo atienda.
Que publicar, lo que yo alcanzo, es mengua
y, con ser necedad, es gran locura,
pues cuanto crece más en sí más mengua.

(vv. 52-5722)                


Aunque la epístola contiene un furibundo ataque contra los poetas que incurren en un amaneramiento de cultismo excesivo, Barahona lo hace desde la posición del poeta erudito, al que recomienda la lectura y la consulta constante de las fuentes de autoridad. Este rasgo enmarca con total exactitud en los límites últimos del humanismo renacentista y su concepción poética, que rechaza la divulgación de su saber en lo que toca a la poesía lírica y, concretamente, su difusión impresa, ya que su esencia se diluiría ante un público extenso y heterogéneo.

La formulación más contundente de esta actitud la encontramos en las palabras, casi auténtica consigna, de Luis Carrillo y Sotomayor, recogidas en un tratado, el Libro de la erudición poética, que, además de ser una reflexión que se convierte en el epítome de las posiciones cultistas, sólo es editado póstumamente por el hermano del poeta. Allí el joven poeta cordobés fallecido en 1610 afirma sin paliativos (y con una sintaxis marcadamente latinizada): «engañóse, por cierto, quien entiende los trabajos de la Poesía haber nacido para el vulgo»23. Mientras resuenan junto a estas palabras los ecos de la formulación (otra vez) horaciana odi profanum vulgo et arceo, contrasta el recuerdo de la casi contemporánea afirmación de Lope relativa a las comedias (género ya definitivamente comercializado): «porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto». La evidencia es que la poesía lírica en manos de estos autores sigue un camino de difusión completamente ajeno al de los que hoy consideramos otros géneros literarios contemporáneos.

La situación no era el resultado de un menosprecio de la poesía como el que había impregnado la actitud humanista del siglo anterior, representada ejemplarmente en la actitud de fray Luis respecto a sus odas romances. Todo lo contrario. En el primer cuarto del XVII el rechazo de la imprenta lo era de lo que la misma representaba de divulgación, esto es, de vulgarización, según el juicio contemporáneo. Por esta razón, el silencio editorial de los poetas pudo convivir con el inicio de las más exaltadas defensas de su arte, en paralelo a la aparición de tratados como el de Carrillo. Buen ejemplo de ello es el poco conocido Panegírico por la poesía, impreso en Montilla sin nombre de autor24, aunque, paradójicamente, con una elogiosa dedicatoria a Olivares, lo que sólo adquiere sentido en el marco de una relación personal, en la que el autor entrega directamente la obra al poderoso como si se tratase de un manuscrito. Sus argumentos (el origen sagrado y la antigüedad de la poesía, los favores concedidos a los poetas o la dignidad de los cultivadores de este arte, con la dialéctica entre antiguos y modernos) pertenecen al acervo común de los utilizados en estas fechas en la reivindicación de otras artes, como la pintura. Precisamente, la defensa de la liberalidad de ésta se basaba justamente en su distancia del mercado, en su concepción ajena a la comercialidad y expresión de la idea del artista. En esta línea, no sorprende comprobar que los autores más citados por Vera y Mendoza, el autor del Panegírico, son ingenios andaluces y principalmente sevillanos, en su práctica totalidad desconocidos para nosotros y, en cualquier caso, inéditos en la fecha de publicación del opúsculo. Esta tendencia culmina en la inclusión de un soneto debido a Felipe IV, lo que refleja el ideal de una práctica poética aristocrática, alejada de la profesionalidad y encauzada en el circuito comunicativo del manuscrito.

Cuando los versos líricos surgidos de esta actitud acceden a la imprenta lo hacen en circunstancias extraordinarias, como en las ediciones póstumas, que, más que excepciones, representan la confirmación de esta negativa del poeta a imprimir su obra en vida. Tal es el caso de uno de los dos libros de poesía editado en Córdoba en el período, la breve colección de textos editados por sus amigos a la muerte -bien que prematura- de Antonio de Paredes. Como ya he estudiado en otra ocasión25, la profusa acumulación de preliminares paratextuales son significativos, al tiempo, de la afirmación de un círculo selecto de relaciones literarias y sociales y de la voluntad de dirigir una lectura lejos de los derroteros de la divulgación. Las aprobaciones de Hernando de Soria Galvarro y Lope de Vega, el prolijo prólogo del licenciado Andrés del Águila, justificando la edición y autorizando los textos con profusión de citas clásicas, y el prólogo dirigido a Pedro de Cárdenas y Angulo (amigo y coautor de textos de Paredes, y posible mecenas de la impresión) suponen una cuidada escalera de ascenso, una suerte de arco iniciático, que sólo deja al alcance de los cultos la lectura o, dicho de otro modo, orienta firmemente una lectura culta de los poemas. En otro orden de cosas, las diferencias de estado que se aprecian en algunos ejemplares conservados de la edición (valga el contraste entre el conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid y el que se guarda en la biblioteca procedente del antiguo colegio cordobés de la Asunción26) ilustra algunas de la rémoras de la imprenta en Córdoba. La modificación de los preliminares, con la inclusión de los textos correspondientes a algunos de los trámites burocráticos procedentes de la capital del reino27, no sólo modifica el pliego inicial, sino que conlleva variaciones en la fecha de portada, que oscila entre 1622 y 1623. La evidencia es que una imprenta local y provinciana como la cordobesa del período no podía competir en un mercado que tendía a la profesionalización y una progresiva comercialidad, lo que alimentaba el círculo vicioso de causas y efectos que mantenía a la poesía alejada de la imprenta.

El volumen de Paredes nos sirve también para documentar la existencia de un círculo culto al que se sentían adscritos los ingenios cordobeses y en el que enmarcaban sus más o menos ocasionales ejercicios líricos. En sus páginas hay huellas o referencias a Díaz de Rivas, Agustín Calderón (quien dejó manuscrita la Segunda parte de las Flores de poetas ilustres de España, c. 1611), Vaca de Alfaro, Martín de Saavedra Caicedo, hermano de Cárdenas y Angulo, y, sobre todo, de éste. No sólo aparece Cárdenas como dedicatario de la edición y autor de la preliminar elegía conmemorativa del amigo muerto, sino que también comparte autoría de poemas con Paredes y aparece como destinatario interno de algunos de ellos, a veces con el nombre de Cardenio, ilustrativo con sus ecos pastoriles de un hábito académico, propio del círculo aristocrático al que pertenecían todos los mencionados. Así, y en relación con las variaciones de estado antes apuntadas, puede encontrarse una explicación plausible a la ausencia de tasa y privilegio en el volumen (por no mencionar el nobiliario escudo de la portada), propia de una impresión pensada por y para un círculo selecto y no fruto de las habituales prácticas comerciales de un librero.

La imagen resultante es la de la persistencia en el marco cordobés de los canales manuscritos para la difusión de la poesía, ratificada por diferentes datos. De un lado, la probable existencia en la ciudad de un taller dedicado en exclusiva a la elaboración de copias manuscritas de la poesía de Góngora, lo que condice con el hecho de que la mejor «edición» del poeta en su cronología sea un códice manuscrito, el debido a Chacón, el único testimonio con la autoridad expresa concedida por el autor y manifestada en las indicaciones marginales que acompañan a los textos. En definitiva, nos encontramos ante un auténtico libro único28, con todas las marcas de una edición: portada, retrato del autor, preliminares con la vida del autor, cuidado caligráfico, estructura dispositiva, anotaciones..., todos los rasgos propios de la edición de un clásico romance. Por lo demás, cada uno de sus elementos apunta a su carácter aristocrático, pues tal, era la naturaleza de su comitente (el señor de Polvoranca), de su destinatario real y expreso (el Conde Duque de Olivares; por cierto, el mismo al que se dirige el Panegírico de Vera y Mendoza), de su soporte material (una delicada vitela) y de su primor caligráfico, más propio de un lujoso impreso que de un cartapacio al uso para la recopilación de poemas de uno o varios autores.

De otro lado encontramos la paralela elección del cauce manuscrito para algunas de las participaciones que, de forma más o menos directa surgidas del círculo culto cordobés, engrosaron la polémica despertada por la aparición de los poemas mayores de Góngora29. En ese apartado podemos incluir la conocida como «carta en respuesta» y los textos, de diversa tipología, de Antonio de las Infantas, Martínez de Portichuelo, Vaca de Alfaro y Díaz de Rivas, en otros casos tan asiduo de la imprenta. Es cierto que no sólo fueron los autores vinculados a Córdoba los que eligieron este cauce, en el que también se difundieron textos de Lope, Jáuregui y Cáscales, pero no deja de resultar significativo el carácter casi exclusivo que adquirió esta modalidad entre los coterráneos de Góngora, aún después de que los comentarios impresos de Pellicer o las ediciones comentadas de Salcedo Coronel consagraran el carácter canónico del texto gongorino y su familiaridad con la imprenta. La impermeabilidad del entorno estudiado vuelve, con ello, a ponerse de nuevo de manifiesto. Y bastan, probablemente, los síntomas. Hora es ya de extraer algunas conclusiones.



En la línea apuntada al inicio de estas páginas, se tratará de conclusiones que no concluyen mucho, más bien, líneas de reflexión a partir de hechos más o menos conocidos y concretados en un caso delimitado local, cronológica y culturalmente. En primer lugar, hay que insistir en la complejidad y heterogeneidad de un panorama, el de las oscilantes relaciones entre imprenta y poesía en los siglos de oro, marcado por factores de muy diversa índole: comerciales, ideológicos o estrictamente poéticos, pero que afectan todos ellos al soporte impreso, bien enfoquemos éste como industria, bien lo hagamos como cauce de comunicación, que, en el caso de la poesía, puede llegar a interferirse con su propio contenido.

En segundo lugar, comprobamos la necesidad de relativizar los datos estrictamente cuantitativos (que sustentaron metodológicamente los acercamientos iniciales al estudio de la producción impresa y su consumo lector), mediante la adecuada contextualización que reponga los valores cualitativos que, en definitiva, son los que definen el fenómeno cultural. Un libro (Pero Grullo dixit) es algo que se escribe y que, a veces, hasta se lee, y no sólo un número que computar en un inventario, por mucho que éstos nos permitan completar y matizar la visión de los procesos culturales.

En tercer lugar, y sobre todo en lo que toca al espacio específico de la poesía y a la cronología que nos ocupa, se impone que la cultura del libro no es la CULTURA en exclusiva, sino sólo una parte de ella y en ocasiones no la más importante. En nuestro caso no podemos prescindir de la convivencia del impreso poético con otras formas de comunicación y de existencia misma de la lírica, formas festivas y académicas (como justas y celebraciones), cauces manuscritos y aun formas de pura oralidad, como los romances o villancicos cantados popularmente. Más concretamente, podríamos hablar el impreso poético autorial como de un espacio intermedio entre el manuscrito colectivo, el cartapacio de varios de sesgo popular, y el manuscrito culto, concebido para un marco interpersonal y altamente subjetivo. Entre ambos extremos pueden incluirse todas las formas (pragmáticas, genéricas, estilísticas y métricas) que adquiere la diversidad de la lírica áurea. De todas ellas el impreso poético (antes de su regularización cómo cauce específico y primario) puede llegar a actuar simplemente como un reflejo subsidiario, como un apoyo o una constatación documental, que nunca podría suplantar a la realización primera y esencial para la que fue concebido el texto, entendiendo este término en un sentido lato. Sí se apuntan ya en estas realizaciones, en todo el arco que se abre entre las relaciones de fiestas o la edición del volumen póstumo para honra del amigo, el valor de la imprenta (como el renacimiento reivindicara para la poesía) para preservar contra el olvido, para convertirse en una de las fuentes de la memoria y, de paso y de una forma más lenta, para contribuir a una democracia cultural, al pleno y más positivo sentido de divulgación del saber. Virtudes por sí mismas y en conjunto suficientes para seguir dedicándole nuestra atención.








Relación de impresos poéticos cordobeses (1600-1650) en el catálogo de Valdenebro



    • Libros

    • 118. Antonio de Paredes, Rimas, Salvador de Cea, 1623 (8.º, 4 h. + 48 f.)
    • 138. Miguel de Colodrero Villalobos, Varias rimas, Salvador de Cea Tesa, 1629 (4.º, 8 h. + 176 p.)


    • Pliegos de autor

    • 73. Beatriz de Aguilar, Romances compuestos por la Madre B. de A., en agradecimiento de algunas mercedes señaladas, que Dios la hizo, Francisco de Cea, 1610 (4.º, 6 h.)
    • 76. Juan de Escobar, Historia del muy valeroso Cavallero el Cid Ruy Díaz de Bivar, en Romances en lenguage antiguo. Recopilados por..., Francisco de Cea, 1610 (¿12.º?)
    • 82. Alonso Muñoz, Epitafios, elegías y epigrammas con dos Gerogliphicos, sacados del libro que se imprimio del insigne Tumulo y Obsequias que en esta ciudad de Cordova se hizieron por la serenissima Reyna Margarita de Austria..., viuda de Andrés Barrera, 1612 (4.º, 6 h.)
    • 110. Simón Herrero, Aquí se contienen quatro Romances muy curiosos, los tres primeros de cómo degollaron a Rodrigo Calderón..., viuda de Juan Martín, 1621 (4.º, 4 h.)
    • 148. Relacion breve de el origen y Martirio de los Sanctos, que padecieron en la ciudad de Cordova, en la persecucion de los Moros... Compuesta en cinco Romances por un deboto de los sanctos Martires, Salvador de Cea, 1632 (4.º, 4 h.)
    • 150. Tres Romances en que se describen las cruzes que desde el mes de Mayo de este año [...] se van poniendo en el Campillo del Rey, que oy llaman Campo Santo, donde padecieron infinitos Martires en tiempos de los Moros [...] A don Damian de Argenta y Valenzuela [...] Compuestos por un aficionado suyo..., Salvador de Cea, 1632 (4.º, 4 h.)
    • 158. Pedro de Estrada, Liras a la vida del Hombre..., Salvador de Cea, 1635 (4.º, 4 h.)


    • Pliegos recopilatorios

    • 84. Relacion de las honras que se hicieron en la ciudad de Cordova, a la muerte de la Serenissima Reyna Señora nuestra, doña Margarita de Austria..., viuda de Andrés Barrera, 1612 (4.º, 1 h. + 30 f.)
    • 90. Juan Páez de Valenzuela, Relacion brebe de las Fiestas, que en la ciudad de Cordova se celebraron a la Beatificacion de la gloriosa Patriarcha santa Theresa de Jesus [...] Con la justa literaria que en ella uvo..., viuda de Andrés Barrera, 1615 (4.º, 20 h. + 45f. + 1h.)
    • 135. Relación de las fiestas que se celebraron en la ciudad de Cordova a la gloriossa Santa Teresa de Jesus..., Salvador de Cea, 1627 (Fol, 4 h.)
    • 137. Letras y villanciscos que se cantaron en la Santa Iglesia de Cordova. Año de 1628. La noche de la Natividad..., Salvador de Cea, 1628 (4.º, 4 h.)
    • 146. Letras que se cantaron en la sancta Iglesia de Cordova, en los maitines del Nacimiento de Nuestro Señor Iesu Christo del Año de 1631, Salvador de Cea, 1631 (4.º 4 h.)
    • 157. Oratio ad Agustinianae Patres Eremi Comitia baeticae Provincialia Granatae celebrantes. Die 28 Aprilis. Anni 1635. Concinnata et habita a F. Josepho de la Barrera, Salvador de Cea, 1635 (4.º, 16 f.)


 
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