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Incurables

Virginia Gil de Hermoso



A la memoria pura y querida de mi hijo «Luis Manuel.»

¡Cuántas veces en mis rodillas me oías leer las páginas de esta triste y breve historia de amor!

¡Cuántas veces me hiciste repetir los verdaderos nombres de Reinaldo, y Margarita, siguiendo con afanoso enternecimiento el hilo de un infortunio, que mi fantasía recogió para colocar como antítesis ante ese mundo positivista, cuyos vértigos alejan el alma de los castos ideales del amor!

Tú la sabías: Reinaldo y Margarita, existieron y me dejaron el tema tierno, que parecerá a los gigantes ingenios del siglo XX, algo así como una escena de palomas entre las nubes, o una canción de amor olvidada en un balcón de Verona, o una rítmica elegía recogida en la catedral de Teruel.

Conociste también, desventurado hijo mío, la publicidad de este librito ¡ay! entonces pensada para tantas vanidades de madre, que sobre tu blonda cabeza de adolescente surgían. Hoy que el triste azar, la fatalidad sombría, vienen a dar otro tinte y otro giro a mis ideas, salen mis «Incurables» a la luz del mundo que ha de juzgarlos, como un pálido reflejo de otro incurable dolor.

Quiera Dios que el trabajo de tu madre, hijo del alma, sirva para alcanzar lo que ella aspira, no una gloria literaria ni mundana, sino realizar la última de sus vanidades sobre el sepulcro donde descansará también mañana su cuerpo fatigado.

Mientras suena esa hora en la eternidad, ¡sombra adorada! que tal vez vagas en el límpido azul del firmamento, espera allá en la mansión de paz el alma de tu madre, que como la de Reinaldo, vivirá eternamente de rodillas sobre el césped de la tumba que guarda tus despojos.






ArribaAbajo- I -

Huérfana Margarita desde la cuna, fue acogida y educada por una hermana de su madre. Angela Lara de Cisneros colocó a la desgraciada niña en la misma cuna de su hija y con un mismo canto arrullaba el sueño igual y tranquilo de aquellos dos ángeles, que compartían en su regazo, el amor, las caricias y las bendiciones: estrechándolas en su regazo, nadie podía distinguir cuál era la hija de sus entrañas, pues las dos lo eran de su alma.

Doña Angela era viuda de un general desgraciado, notable por haber dado con su arrojo, triunfos a la causa que defendía, y con una vida de abnegaciones y lealtad, molde para formar héroes. El general G..., amigo íntimo de Cisneros, recogió su cuerpo ensangrentado para traerlo a un cementerio cercano. Sobre la cruz que colocó en aquella abandonada sepultura, donde iba a dejar al noble amigo durmiendo entre muertos extraños, resumió la vida del hombre y del soldado en este epitafio:

«General Carlos Mª Cisneros. -Vivió en el campo del honor.-Murió en el de combate.»

La pobre señora, por la influencia de algunos amigos, pudo conseguir una modesta pensión con que atender a sus necesidades, estrechó un poco su economía, y nunca pensó que Margarita pudiese privar a su hija de muchas cosas.

En una de las calles principales de Caracas, tenía una casa de regular aspecto, herencia de familia de su esposo;-aquí -decía ella- en este mi único haber, entre mis cuatro paredes, bien puede tener mi pobreza el vestido de la decencia.-

La huérfana nada aportaba: su padre Mauricio Sandoval, comerciante que había caído arrastrado en la quiebra de sus socios y despojado por sus implacables acreedores, había muerto de pesar, siguiéndole su joven esposa, flor apenas entreabierta que se dobló al viento de la tempestad; los labios de la madre apenas tocaron la frente de su hija al dejarla en brazos de su hermana.

Muerta su hermana Luisa, le quedaba a doña Ángela por única familia, «los angeles de su guarda» como ella, las llamaba y su hermana Berta, distinguida y hermosa, que casada con un joven español, vivía en Madrid con su esposo, enriquecido con una agencia de negocios importante.

Dª Ángela, cuando la presentamos a nuestros lectores representaba muy bien sus cincuenta años: en sus cabellos castaños abundaban los hilos blancos; peinábalos sin presunción, en bandas, sin ocultar la frente, lisa y plana, que parecía como una losa sobre la inteligencia; sus ojos grandes y obscuros tenían esa mirada que nada dice, que sólo tienen luz para los que saben mirar; en sus delgados labios vagaba siempre una sonrisa; en ellos no había contracciones ni curvaturas; parecía que ni las penas ni las alegrías habían dejado allí sus huellas; aquella fisonomía plácida era la trasparencia del alma sin pasiones, del cerebro sin luchas.

En la norma del deber formaba aquellas jóvenes almas que se abrían en la atmósfera sencilla del trabajo y la pobreza. Doña Angela soñaba para aquellas bonitas cabezas que veía siempre sobre una labor, dichas inmensas. «Las educaré, -pensaba,- como hacen los ricos con sus hijos, ¿por qué no? la pobreza no es un obstáculo hoy que Guzmán Blanco ha puesto la instrucción al alcance de todos: ellas son aplicadas y sus maestros dicen que inteligentes, y como son tan buenas mozas, la fortuna llegará a buscarlas. Las casaré muy bien; este es mi sueño; ver a mi hija casada y feliz y que no me la dejen pasar trabajos: este es mi primer deber; sobre el mundo entero mi hija; porque esto hubiera hecho Carlos si viviera, ¡el pobre la adoraba! y yo sabré cumplir el deber por los dos. Tengo que velar también por Margarita; su madre me la confió y es un ángel; mi hija es encanto lo que tiene con ella, ¡ya se ve! si Margarita sólo vive para ella, no tiene otro guste mayor que verla contenta; ¡con que paciencia le enseña sus lecciones y como la mima! No han tenido ni un disgusto entre ellas; parecen hermanas de verdad, y bien mirado, lo son en efecto, porque han mamado juntas la misma leche. ¡Dios me de vida para, verlas bien casadas!

Y en realidad, Elina y Margarita eran dos señoritas distinguidas; bellas, porque la naturaleza lo había querido así, éranlo aun mucho más por el contraste que formaban. Elina era rubia, elegantísima, con hermosos ojos azules. A encontrarla una ninfa del Rhin, la hubiera preguntado que genio había cambiado su morada de aquellas aguas azules a las margenes del Guaire. Margarita, tan gentil como su prima, era el tipo meridional en toda su pureza: todo en ella era harmónico; en su andar en sus grandes ojos negros, en su sonrisa, hasta en el dorso de sus lindas manos se veía que a toda belleza era superior el alma que la animaba.

Las dos habían estudiado la música; la vida estrecha de doña Angela no les permitía el lujo un piano; pero las lecciones del colegio y su genio, como decía la buena señora, las hicieron notables en el arte de Euterpe. Margarita, sobre todo, con su hermosa voz de soprano, era escuchada hasta por sus maestros con religioso arrobamiento; su timbre dulce y simpático llevaba las almas al sentimiento.

Un señor alemán, vecino de la casa hacía mucho tiempo, y que habla visto crecer a las niñas con cariñoso interés, había logrado, a fuerza de súplicas, vencer la delicadeza de doña Ángela para que aceptase trasladar a su casa el piano de su hijo Gustavo, que estudiaba por entonces en el Conservatorio de Milán.

-Me hacéis un servicio, -agregaba para vencer la susceptibilidad de la pobreza;- al piano puede entrarle polilla si no se toca, y además, con el piano aquí, cuando venga mi hijo, que es artista y maestro, ayudará con sus lecciones las dotes de las niñas.

Estas batieron palmas y acogieron la idea con entusiasmo, y doña Ángela cedió al fin: la pequeña sala de su modesta casa sufría grandes transformaciones para hacer sitio al harmonioso huésped. El mismo Sr. Finkler dirigió la instalación y un magnífico piano de Möors fue colocado entre las dos ventanas de la calle y adornado con las violetas y heliotropos del pequeño jardín de aquellas hadas.

Elina, nerviosa, recorrió el teclado y las notas claras llenaron de harmonías la salita: doña Angela, trenzando sus cabellos, contemplaba la alegría de su hija y Margarita le decía:

-¿No estáis contenta de verla satisfecha?

La casa de doña Ángela era modesta como su pobreza: por nada del mundo hubiera consentido deber en la tienda de Rodríguez o Santana una luz más de su casa.

-Se tiene lo que se puede, -decía;- por una vanidad no compro la vergüenza de un recibo devuelto.

Y así que aquella sala de sencillos muebles tuviera sólo el tinte de la poesía que la juventud esparce: una lámpara, brillante por la limpieza, colgaba en el centro; en dos pequeñas consolas de nogal como las butacas y el sofá, se veían otras dos lámparas de pie bronceado representando dos ninfas gemelas; tejidos de guipur, frivolitté, etc., labores primorosas de las manos de Elina y Margarita cubrían las mesas sin mármoles: jarrones de plantas naturales, en repisas de madera, llenaban los ángulos de la sala; cuadros dibujados por ellas representando las estaciones decoraban las paredes, donde estaban colocados también retratos de familia formando «pendant» con el arte y el amor. En aquella pequeña sala, cuyas ventanas solo decoraban cortinas de muselina blanca como las espumas del mar, sobre cuyo piso se extendía una simple estera de colores, había, cierto sello extraño sello que en balde hubiéramos buscado en esos grandes salones donde las alfombras de Persia apagan nuestras pisadas; ¿será que en las partes donde el lujo se ostenta y se afana por aglomerarse, el arte se apaga; o que nuestro espíritu, cansado de las vanidades, siente algo superior en esa atmósfera de modesta sencillez?

El Sr. Finkler vivía en la intimidad de aquella familia y sentía por Margarita una tierna predilección; era difícil desprenderse del ascendente de aquella niña.

De codos en su ventana, alumbrada por la brillante luna de una noche de estío, oyó la dulce voz de la joven y exclamó enternecido:

-¡Oh, así deben cantar los ángeles en el cielo!

De allí dató su afectuoso entusiasmo por la joven. Como buen alemán admirador de Haydn tenía por el arte un culto apasionado: a una instancia suya su hijo estudiaba la música; tenía el joven dotes artísticas y -«estos cauces cuando Dios los da hay que aprovecharlos»- decía él.

Esperábalo por momentos y oyendo a Margarita acariciaba como un niño el halago de oír aquella voz unida a la de su hijo, que según los informes de sus maestros, tenía timbre de tenor, impregnado de modulaciones sonoras.

Una balada de mi país cantada por esos gemelos del arte, pensaba, y su mente se cargaba de recuerdos.

El hilo eléctrico avisóle una mañana que a bordo del vapor italiano «Humberto» había tomado Gustavo; faltaba poco tiempo para recoger su corazón la compensación a tantos días sacrificados a su amor paternal.

Era rico y a su placer arregló el departamento de su hijo, consultando para todo a sus jóvenes vecinas, a quienes participó la alegría que le llenaba el alma.

-Las alegrías nos llegan a la par, buen amigo, -dijo doña Angela;- mi hermana me escribe de España que su hijo vendrá pronto a visitarnos.




ArribaAbajo- II -

Doña Ángela recibía con frecuencia cartas de su hermana en que le hablaba de Reinaldo, y en más de una ocasión le había manifestado sus temores, por la naturaleza de éste hijo tan tiernamente querido.

«Me asusta, -decía en una,- ver a Reinaldo tan soñador; es artista de genio y de carácter: nada hay en su naturaleza del positivismo del siglo; sufro temiendo para él escollos en la vida real, pues, es casi romántico. Como la fortuna se lo ha permitido, ha elegido su carrera por inclinación; compadezco a los padres que se ven precisados a dar carrera a sus hijos porque esta o aquella sea mas ventajosa, matando así en el alma del joven sometido, vocación, aspiración y tal vez genio.

»Yo soy feliz viendo a mi hijo extasiarse con su Jesús en el Getsemaní, o su Colón pensativo ante el mundo, que surge de sus sueños de inspirado.

»Cuando leí tu última carta, donde me dices que la huérfana de nuestra desdichada Luisa crece en gracias, que es precoz en inteligencia y suave como una paloma, me dije: «no la hubiera dotado mejor la fortuna; ¡pobre niña! hay que pensar en su porvenir.» Algunos días después fin a su estudio a ver un retrato de su padre y me llamó la atención un cuadro conmovedor: una niña en el albor de la vida, de grandes ojos negros soñadores, bella y triste, con las manos unidas, parece meditar sobre una humilde tumba que hay a sus pequeños pies; me acerqué conmovida y leí. «Huérfana»; me siguió enternecido y me dijo: -ya lo ves, no olvido a esa criatura, y si adquiero glorias, ella tendrá su parte; me ha inspirado su suerte y ese será mi cuadro de «exposición»; si fuese premiado, el producto será para la noble tía Ángela que ha guardado el modelo; ¿te agrada? -me arrojé a sus brazos y bendije a Dios en este hijo.»

Doña Ángela a su vez contestaba a su hermana y en su última correspondencia habíale enviado las fotografías de Elina y Margarita.

Seis meses después Berta escribía a su hermana en estos términos:

«Hermana mía: mi hijo sueña con el hermoso cielo de América; dice que el país de las eternas primaveras completará sus gustos y estudios de artista; él es inmensamente rico y su padre y yo de común acuerdo queremos que su suerte sea completa dejándole realizar los sueños de su imaginación, que tal vez sean los del corazón.

»Si mi instinto de madre no me engaña, hay algo más de sueños de artista en estos deseos. ¡Quiera el cielo que las realidades de la vida no sean nunca un contrapeso para la dicha de este hijo! Te lo confío, Angela, hermana mía; si por allá encuentra su felicidad, iré a compartirla: como tiene una naturaleza, excepcional, apenas comprensible en su condición de hombre, me preocupa mucho el amor que pueda sentir: en su corazón inmenso, como el cariño de su madre, viven todas las delicadezas de la ternura: su alma es capaz de la abnegación hasta el sacrificio. Pido a Dios que ese hijo sea afortunado en su primer amor, porque tengo la convicción que será el último de su vida; una decepción me lo mataría.

»Su viaje ha sido, pensado y hecho; después de leer tu carta y contemplar los retratos de Elina y Margarita, me dijo, sonriendo, como para prepararme a su pensamiento: «desearía ver si sus almas son tan bellas como sus rostros, y si no temiera afligirte con mi ausencia, principiaría mi excursión artística por esos mundos en la próxima primavera; ¿quieres?

»Después que obtuvo mi consentimiento, habló con su padre y partirá dentro de breves días: ¡vela por él como por tus hijas!...»

Doña Ángela leyó esta carta sosteniendo sobre sus hombros las hermosas cabezas de Elina y Margarita, que seguían con ansiosos ojos los caracteres que venían a levantar en sus jóvenes almas sensaciones inexplicables: ellas, acostumbradas a comunicarse sus impresiones más ligeras, se alzaron estremecidas de los hombros de doña Ángela que entregada a sus propios pensamientos no podía ver que el fuego del corazón subía a la frente de sus hijas. En cambio éstas, sin hablarse una palabra, sin buscarse la mirada, volvieron a sus ocupaciones favoritas y la imagen de aquel joven artista embellecida por el amor de una madre, vagaba ante sus ojos, flotando fantásticamente, entre los sueños de juventud y los primeros aromas de la ilusión.

Mientras tanto doña Ángela levantaba en su imaginación el castillo de las dichas.

-¡Qué pareja -pensaba- hará ese soñador de veinte y tres años con mi hija! Berta y yo hemos pensado en la unión de nuestros hijos y el destino viene a ser nuestro colaborador.

Como era creyente, se fue a la iglesia a dar gracias a Dios que tan pronto parecía atender a sus ruegos; el Sr. Finkler se le acercó y le dijo con su lengua más enredada que nunca por la alegría:

-¡Soy muy feliz! voy a la estación a recibir a mi hijo.

Las jóvenes desde la ventana lo vieron, al regreso bajar de su coche acompañado; saludólas con expresivo ademán y penetró en su lujosa morada seguido por el joven extranjero.

El Sr. Finkler vio a su hijo pasar indiferente frente a las dos jóvenes y pensó en las dulces emociones que la voz de la huérfana iba a despertar en aquel corazón que latía junto al suyo. Cruzó acaso por su mente, al abrazar a su hijo, el recuerdo de los amores de su juventud. ¡Oh, sí! la sombra casta y blanca de su esposa Hilda, muerta al entrar en la vida, la memoria de aquellas ternuras extinguidas de aquella felicidad interrumpida por la muerte, al cortar con su filo de hielo las fibras de un cuerpo adorable: el pasado levantó la idea melancólica sobre la fragilidad de las dichas humanas y por eso sus ojos se llenaron de lágrimas, que con temor supersticioso se apresuró a enjugar para no bautizar con ellas la entrada de su hijo en el mundo.




ArribaAbajo- III -

El Sr. Finkler hacía gala de la fortuna para dar a su hijo la comodidad del buen gusto, mil minuciosidades acudían a interpretar los deseos del joven, que con ojos cariñosos seguía los movimientos nerviosos de su padre, que atropellaba los criados para atenderle.

-Como para recibir un príncipe has preparado mi alojamiento; el amor que me tienes te ha hecho encontrar el gusto de lo bello, ¡oh, padre mío! holgada se encontraría aquí la mujer más caprichosa; no has olvidado un detalle y a tantas satisfacciones la de verte dichoso resume todo para mí.

El joven rodeó con su brazo derecho el cuello de su padre, que lo guió a su gabinete de estudio. Tapiz color de aurora, muebles de palo santo, lámparas doradas con pantallas de seda, que hacían aparecer como fantásticos los cuadros de la galería artística alemana, «que me traen al corazón con las melodías de sus fecundos genios los ecos del Danubio», decía el Sr. Finkler.

Gustavo descubrió el piano por uno de sus ángulos y dirigió una mirada de satisfacción a su padre, pero observó que el obsequiante no estaba contento y adivinó lo que le inquietaba: acercóse con ligeros pasos al elegante mueble y con mano firme recorrió sus teclas de marfil, que dieron sonoras harmonías.

-¡Magnífico, padre mío!

El noble anciano respiró; aunque amante, no era conocedor y temió ser engañado.

-El más tierno de sus obsequios habíalo colocado sobre el escritorio: un retrato de mujer; su celestial belleza asemejábala al ángel de la melancolía, su dulce y casto perfil se dibujaba en un lejano horizonte donde su mirada azul se perdía como un ensueño.

-¡Qué bella era mi madre! -dijo Gustavo enternecido.

-¡Y buena y dócil como un niño! ¡Mucho, mucho te le pareces, hijo, mío; tienes como ella el alma tierna; se diría que te la dejo al partir! -dijo el Sr. Finkler con la voz entrecortada por el llanto.

-Vamos, -dijo el joven besando los cabellos grises de su padre,- instálame en mi suntuosa morada.

Todo estaba lleno: el dormitorio Luis XV; la biblioteca, cuyas colgaduras color de bronce hacían resaltar los dorados armarios, era una enciclopedia de todos los ingenios del antiguo y nuevo mundo; la luz graduada penetraba por las ventanas que caían al jardín, cuyas acacias llegaban a besar los cristales.

El criado anunció la comida y como dos camaradas cogidos del brazo lo siguieron padre e hijo al comedor, adornado con sencillez del mejor gusto: nada faltaba, nada sobraba; decía el alemán -«el estómago no se distrae; nada da fantasía, esto es lo real.»

Ya de sobremesa, contábale a su hijo que tenía unas vecinas encantadoras, que una de ellas cantaba como un ángel y como quien promete una dicha agregaba:

-¡Ya la oirás!

Varios amigos llegaron a dar la bienvenida, las finas copas de baccarat circularon con espumoso champaña.

Gustavo narraba con facilidad.

-«La patria del arte», como la denominan los italianos; tiene grandes bellezas, -decía,- y confieso que, bajo aquel cielo siempre azul y en esa tierra, donde las flores tienen eternos aromas y matices encantadores, bien se puede completar la felicidad.

-Aquí no son menos bellas las flores, y el cielo es tan hermoso como el de Italia, -dijo un joven literato, modesto como su talento y cuyo nombre era ya conocido en el mundo de las letras, Silvio Montilla;- aquí la vida, si no fuera porque la interrumpe algunas veces el estruendo de las revoluciones, sería una eterna primavera.

Casi todos los tertulianos, jóvenes como Gustavo, no tardaron en prometer al joven placeres en su nuevo mundo: uno prometióle volver al día siguiente para llevarlo a los retiros y jardines de Caracas; otro reclamaba el derecho del teatro; aquel el Club, etc., etc.

Montilla, el más serio de los nuevos amigos, dijo sonriendo:

-Nada me dejan; sin embargo, quiero tener mi parte de introducción en el mundo que vamos a ofrecer; reclamo pues la noche del sábado para mí; recibe la señora Ibáñez, dama noble y distinguida, que da en sus reuniones cita a la distinción y la cultura, admira el talento, la entusiasma el arte y es el genio que preside sus reuniones.

Gustavo aceptó, y después de llevar a los jóvenes al jardín ofreciéndoles tabaco y café acabó de conquistar las simpatías de todos con su carácter franco y natural.

Horas después se despedían como antiguos conocidos. Cada uno fue fiel a su palabra, y de los jardines y teatros pasó Gustavo a los Clubs y admiró todas las bellezas de la sultana del Ávila.

Llegó su turno a Montilla, que cumplido y elegantemente vestido, entro a la hora de la cita a reclamar su compromiso.

-Listo, -dijo Gustavo apresurándose a tomar sus guantes.

El salón de la señora Ibáñez, estilo moderno, lujoso y elegante, se abría para dar paso a un extenso círculo de notabilidades artísticas, literarias y políticas. Laura de Ibáñez, vestida color de rosa, como su fina tez, de pie junto a una columna de mármol, sonreía graciosamente prometiendo horas felices y aceptando los homenajes de la cultura.

Gustavo, presentado por su nuevo amigo, fue acogido por la bella dama con la complacencia del coleccionista que ve aumentar su tesoro artístico.

El exterior simpático de Gustavo agradaba; su cabeza vigorosamente modelada, sus cabellos y bigote rubios, su frente elevada, y a pesar de su juventud surcada por un pliegue, que acusaba la concentración del espíritu o la tenacidad del carácter, su tez germánica y la claridad de sus grandes ojos azules daban un aire de distinción al hombre que al presentar la mano parecía llevar en su palma fina y sonrosada la sinceridad del corazón.

Gustavo se inclinó ante la dama y acompañada de Montilla compartía con el elegante joven el murmullo lisonjero que le seguía.

En el comedor circulaban los helados en cristales de Bohemia, mientras en el salón se hablaba del arte y de los artistas, que como hijos de la gloria son señores del Universo.

Laura exigió de Gustavo como introducción su concurso al gracioso festín.

-¿Queréis? -dijo ella.

-¡Oh! mi complacencia es de ley y vuestra exigencia orden.

Con esa ligereza propia de la cultura llegó al piano, que bajo la presión de sus dedos dio sonidos claros y límpidos; su voz de tenor alzó el eco de pasión que Donizetti hizo eterno; el Edgard de Walter Scott tenía en aquellas modulaciones el grito del amor; los ayes del dolor, tales como surgieron volcánicos de las brumas escocesas.

El Sr. Finkler llegó a tiempo para saborear la satisfacción de la acogida que aquella sociedad daba a su hijo.

Margarita Sandoval y Elina Cisneros eran de los escogidos de aquel salón que hacía recordar a los franceses que por allí llegaban el gusto de Madama de Recamur.

Laura amaba a las jóvenes por su bondad, distinguíalas por sus virtudes, por su genio y por su belleza.

Viéndolas cruzar, precedidas por Laura, parecían hadas de un jardín de amores; un murmullo de admiración las seguía y hubo quien dijo:

-¡Parecen las tres Gracias!

-¡Torpe, esto es mejor! -dijo otro,- aquellas son soñadas y estas son hermosas realidades.

Elina se colocó en el piano, extendió sus blancas manos volviendo sus hermosos ojos a Margarita y preguntóle:

-¿Qué vas a cantar?

-El aria de Margarita.

El silencio se impuso y la voz de niña se alzó magnífica. Gustavo que conversaba distraído con Montilla, volvió el rostro admirado para ver de qué labios salían aquellos acentos, y sus ojos abarcaron la gentil figura que de pie junto al piano dominaba tanto por su belleza como por su genio. Vestida con un traje de muselina de la India, completaba su sencillo atavío con grupos de margaritas, blancas también como ella y que se abrían en sus negrísimos cabellos y en su cintura de diosa. Por la elegancia de su estilo, y la pureza de la harmonía, era la personificación completa de la Margarita de Gounod, reflexiva y adorable; ponía de relieve delicadezas y detalles admirables: ante los sonidos de su voz se sentía ese estremecimiento deleitoso con que el alma del artista, conmueve las fibras más delicadas del corazón.

Gustavo se dejaba arrastrar por el triple encanto del arte, la belleza y la juventud -¿daría aquellas niñas color a su destino?

Viéndolos valsar más tarde el Sr. Finkler sonreía de placer y decía:

-¡Si como los ha formado Dios los uniera! -y no pensó nunca que el corazón de una mujer fuese obstáculo para la dicha de su hijo, física y moralmente bello.




ArribaAbajo- IV -

Después de aquella noche que tan dulces impresiones dejara en el alma de Gustavo, el Sr. Finkler rogó a doña Angela, que permitiese a su hijo ser maestro de las jóvenes: vencida ésta por la cariñosa insistencia del amigo, cedió, y un jueves por la noche, entraron Gustavo y su padre y con ellos Mozart, Gluck, Beethoven, etc.; como buenos alemanes rendían culto a las glorias de su país.

Gustavo midió las aptitudes de las dos jóvenes y comprendió que entre ellas había grandes distancias. Margarita tenía el genio; Elina el estudio: esta última tocaba mucho y bien, con maestría y limpieza pero no podía impregnar las notas que arrancaba, de sentimientos que no comprendía. El genio es necesario al genio; los artistas se comprenden y se complementan, ellos, como razas privilegiadas, como civilizadores, necesitan agentes para ofrecer sus glorias al mundo entero.

Así era Margarita; con el sello divino de los elegidos, su voz tenía en las suaves melodías, ecos de melancólica tristeza; en las notas graves parecía traer desgarradoras revelaciones, y en los acentos de pasión venían como envueltos misteriosos ensueños: ella en su peregrinación al ideal, mundo visible para su naturaleza de artista, encontraba algo para venir a revelar a la tierra las grandezas y dolores el corazón humano.

Gustavo en aquellas melódicas intimidades comenzó a sentir el ascendiente poderoso que la superioridad de la mujer ejerce en un noble corazón; su mirada se dilataba sobre aquella blanca y angélica frente y el amor con sus velos de rosa envolvía ya sus ilusiones.

Doña Ángela estaba en la gloria; para sus proyectos Gustavo venía a medida de sus deseos, y no había hora en que, con la mejor intención del mundo, no atizara el fuego de aquel corazón: no hablaba de otra cosa que de Margarita y concluía siempre la apología que de la joven hacía con estas palabras:

-¡Oh, es un ángel! ¡dichoso el hombre a quien le toque esa perla digna de la corona de un rey!

-¡Qué feliz sería yo!! -se decía acariciando sus proyectos;- ¡qué feliz! si lograba casar a Margarita con Gustavo, tan bueno, rico y de buena familia: ¡no se puede encontrar mejor partido! Él está muy enamorado y Margarita... ¡vamos! ¡no lo verá con malos ojos, porque el mozo vale la pena! ¡Qué contenta se pondrá Berta cuando le escriba que va a ser dichosa la hija de la pobre Luisa! Y, si como lo sueño, Elina y Reinaldo se gustan... ¡pues no le ha de gustar mi hija, tan bella! Tengo para mí, que Berta ha trabajado allá para eso: yo me acuerdo, que el día que le anuncié el nacimiento de Elina, me contestó: «tienes una hija, Angela mía, y mi pequeño Reinaldo cuenta ya dos años; si algún día se amasen si pudiésemos unir sus destinos, completaríamos nuestra felicidad.» Un año después vino al mundo la pobre Margarita, y Berta llena de nobleza me dijo, entonces: «no solamente debemos pensar en la dicha de nuestros hijos; hay que buscar también la de la pobre huérfana.»

Así pues, llena de los mejores deseos, estableció su plan de campaña; no cesaba de hablarle, a Margarita de Gustavo. Para doña Ángela el matrimonio era el único norte de la mujer y por eso se atropellaba para que sus hijas llegaran al puerto, antes que principiaran para ellas las borrascas de la vida.

-Si me muero -decía- no quiero dejarlas abandonadas en esta época de liviandades... y ahora que la sociedad tolera tantos pecados... ¡no, no! tengo que ponerlas a salvo, y hay que apresurarse, no vaya a ser cosa que el Señor me saque del mundo a lo mejor del tiempo.

Su criterio era sano: como se ve, tenía el alma formada para el bien; la rectitud era su norma pero iba como todas las inteligencias estrechas a forzar el destino por el dominio de una sola idea.

Así las cosas, llegó el anuncio de la salida de Reinaldo.

Las listas de los periódicos, los avisos de las Agencias eran repasados con afán, hasta que al fin Elina leyó una noche en «El Tiempo» el nombre de su primo como pasajero en un vapor español.

-¡Hurra! -dijo el Sr. Finkler;- hay que preparar un buen recibimiento para el artista que viene a buscar impresiones y coloridos.

¿Durmieron esa noche aquellos seres? Las horas de la noche son lentas para el que espera.

La mañana anunció con su aurora sonrosada, sus puros aromas y sus aves cantoras un bello día de primavera. Doña Ángela y sus hijas desde el alba estaban de pie: era necesario arreglar muchas cosas; sólo tenían una criada llamada Julieta, que aunque lista, no bastaba al servicio.

Margarita estaba pensativa y por dos veces doña Ángela tocó sus sienes con maternal interés.

¿Te sientes mal, mi hijita? -le dijo.

-No siento nada, -contestó ella con dulzura; y agregó:-Elina, vamos a misa, ¿quieres?

Minutos después, vestidas sencillamente y cubiertas sus bonitas cabezas con blondas negras, llegaron a inclinarlas a los pies de la Virgen, la más dulce y discreta de las confidentes, que con sus bellísimas manos unidas parece retener las tiernas oblaciones de la tierra, y con su dulce y celestial mirada decir también a la mujer, casta o pecadora:-«Venid a mí que si soy la «Inmaculada», soy a la vez vuestra más dulce intercesora.» Ante esa áncora santa de las más grandes esperanzas como refugio de tantas infinitas amarguras, llegaron con unos mismos castos anhelos aquellas almas y con el símbolo de la oración en los labios.

En nuestras alegrías como en nuestras tristezas hay algo misterioso que nos impulsa a la plegaria; y es que el alma tiende siempre a su esencia: ¡Dios!

Entre ansiedades y alegrías corrió el día, parecía increíble que un solo ser tuviera en suspenso tantos corazones.

Elina se mortificaba y decía:

-Nuestra pobreza quizá haga arrepentir al primo de su viaje: acostumbrado a la opulencia le parecerá nuestra casa una buhardilla.

-¡Oh, no! -decía Margarita con su harmoniosa voz,- dicen que tiene un alma superior y para esas almas, la esencia es todo, y las formas de que se revisten las gentes, en marcos dorados u obscuros es para ellos igual: allí tenemos con que hacerle olvidar las privaciones del lujo; es artista y lo colocaremos en su centro: -y mostraba el único mueble lujoso que se ostentaba allí, el piano de Möors.

Llegó la noche, hora en que debía presentarse Reinaldo: un coche se detuvo a la puerta y doña Ángela con los ojos llenos de lágrimas esperaba en el umbral al hijo de la hermana querida: abrazada a él penetró en la sala: sentía que ya lo amaba como a un hijo, al presentárselo a las dos jóvenes que lo aguardaban trémulas y conmovidas




ArribaAbajo- V -

Reinaldo se apartó de los brazos de doña Ángela para presentar la mano a Elina que graciosamente se adelantaba extendiendo la suya suave y perfumada: el joven se acercó a Margarita, cuya extremada timidez dejaba siempre como paralizada su acción, que de pie y apoyada, en una silla aguardaba su turno, no hubiera podido dar un paso, su emoción era visible y el joven al tocar su hermosa mano la encontró helada y sin fuerzas para la expresión del cariño.

Retúvola Reinaldo entre las suyas y volviendo el rostro pregunto a su tía:

-¿Margarita, no es verdad?

-Esa es mi Margarita y esta mi Elina, mis ángeles guardianes, las flores de mi vida.

Como hombre y como artista apreciaba Reinaldo aquellos dos modelos que la naturaleza ofrecía a sus miradas: mientras él examina los detalles y admira el conjunto, aprovechemos para dar el retrato del hombre que ha de turbar para siempre la paz de aquel hogar. Alto, con esa estatura que marca la elegancia, tez ligeramente morena, la cabeza y el perfil notables como las de los modelos de Rubens, su boca de labios un poco gruesos tenía una ligera contracción melancólica al sonreír, su barba cortada a lo Boulanger, era como sus cabellos de un negro brillante, con su arrogancia y distinguidas maneras tenía él aire de un hombre superior. Fácil la palabra, su eco parecía traer la harmonía de un gran corazón; tenía acentos extraños, al hablar del arte y sus bellezas, diríase que su alma se contagiaba en el templo que penetraba.

Decía él: -Yo siempre he vivido bajo este cielo hermoso, pues los ojos de mi madre no han dejado de verlo, y ella me ha enseñado a amar su país, que es tan bello como lo describen.

La entrada del Sr. Finkler y su hijo interrumpió la conversación. Reinaldo acogió cortésmente a los amigos que doña Angela le ofreciera: aquellos tres hombres, que representaban el molde de esas razas que tienen esculpido en la frente el sello de la verdadera nobleza, de esa que como escudo de lo alto se lleva en el alma, vendrán a probarnos en esta triste historia, que la dicha casi siempre es un mito para los grandes corazones.

Pocas horas bastaron para entenderse: la cultura y la simpatía acortaron el tiempo, que entre gentes desconocidas marca la discreción para establecer la amistad: ellos encontraron que el talento fácil y brillante del joven español se imponía y seducía, y a su vez él, con la mirada magnética de sus ojos pardos descubrió y alcanzó la elevación de aquellas almas.

El Sr. Finkler se impacientaba; no podía avenirse a que los placeres de la conversación le privaran de sus goces melódicos.

-Doña Angela, diga usted, ¿no es verdad que la recepción está incompleta y que hace falta quien repique la alegría de la bienvenida?

Buscaba el apoyo de doña Angela, porque sabía que ella se daba prisa por lucir las dotes de sus hijas.

-Sois puntual a la costumbre y es necesario complaceros.

-¡Oh, señora! -dijo él abriendo el piano.- Usted sabe muy bien que yo soy incansable en el «arte de oír», y que si Dios me da en música mi parte de gloria, créalo, moriré contento.

Tocóle a Gustavo la introducción y eligió un lied de su país, melancólico y dulce, que retrata el genio reflexivo de esas razas que nacieron entre las selvas de la Germania.

Siguió Elina con una tarantela napolitana, alegre como el cielo transparente de esa patria de Masaniello, tierna y sentida como los cantos de pescadores que cruzan las ondas de sus lagos de plata.

La hermosa niña revelaba, al interpretar aquellas tiernas repeticiones, la plácida alegría que rebosaba en su alma diafanizada en sus bellos ojos azules.

El Sr. Finkler midió los últimos compases con la cabeza y dijo, dirigiéndose a Reinaldo:

-Para una bienvenida las harmonías alemanas y las notas itálicas son expresiones que contentarían a un emperador; y si Margarita completa...

-No, no, -dijo ella interrumpiéndole;- hay que reservar algo, -pues sentía que la emoción la turbaba y temía revelarla.

Pero el Sr. Finkler era tenaz y no quería dejar la recepción incompleta, sobre todo -decía- cuando falta lo mejor a lo bueno.

Margarita alzó los ojos para mirar a su primo y leyó en su mirada el deseo que sus labios no expresaban y más que por la mano del Sr. Finkler por un impulso extraño a su voluntad se acercó al piano; sin indecisiones, sin preludios brillantes y como quien quiere llegar pronto donde ha de terminar, principió uno de esos aires españoles, de dulces sonatas que preludia el amor bajo las celosías alumbradas por la luz de la luna, aires que viven impregnados de perfumes arábigos y que aun conservan acentos de las quejas moriscas. Reinaldo recogió en su alma todo lo que para él encerraba aquella música; sintió palpitar fuertemente su corazón al eco de la patria y de su hogar: la imagen de la madre adorada venía como a bañar su alma de aromas y en ellos nadaba la imagen de aquella niña gentil y delicada que acababa, de evocarle su recuerdo. Emociones nunca sentidas principiaron a llenar su pecho; y sus ojos, como su pensamiento no se apartaban de la peregrina cabeza cuyas líneas purísimas marcaban su dulce perfil.

La oportunidad de Margarita, que fue un obsequio directo para su primo y el aprecio que este hizo de lo que el llamaba «galantería española», medio paralizó la alegría de Gustavo; el mismo Sr. Finkler no acogió como otras veces el éxito de su predilecta, y sintió que por primera vez la música no halagaba sus oídos. Doña Angela comprendió que algo pasaba a sus amigos y lo atribuyo a que las notas españolas no eran del agrado de los hijos del Rhin.

Margarita sintió pesar, y aunque sin pecado, trató con la dulzura de su carácter de volver la alegría eclipsada por sobras de susceptibilidades; acercó su silla al Sr. Finkler, que con sus grandes pies colocados sobre un taburete miraba distraídamente las luces que oscilaban en los candelabros del piano, le habló de su fiesta, de los días de su rey y agregó con dulce sonrisa:

-¿Queréis invitar a Gustavo para ensayar juntos un dúo de Gounod como obsequio también al rey de la harmonía? ¿os agradaría?

Como se llevan los vientos las nubes que ocultan el cielo, las palabras de Margarita volvieron a la franca fisonomía del Sr. Finkler su natural animación y volvió a sonreír para hablar de la fiesta con entusiasmo.

-Quiero dar una cosa digna de mi rey: seréis de los nuestros, ayudaréis a organizar una fiesta que os servirá de introducción en esa culta sociedad de Caracas; aunque acostumbrado a lo bueno como estáis, lo nuevo tiene siempre mucho que ofrecer.

-Os lo prometo, -dijo Reinaldo inclinándose.

-Faltan pocos días, -dijo Gustavo levantándose,- hay que activar los preparativos para realizar lo que sueñas. Vamos hasta vuestro hotel, -agregó dirigiendose a Reinaldo.

-Con mucho gusto, a vuestras órdenes, -dijo Reinaldo, que por delicadeza rehusaba la hospitalidad que su tía le ofrecía.




ArribaAbajo- VII -

Doña Ángela y sus hijas, quedaron comentando las impresiones que en cada una había dejado la tertulia; luego las besó y las dijo:

-Me ha pedido permiso para agregar a los obsequios de Berta un recuerdo suyo, que para cada una de nosotras ha traído de su patria.

Después de rezar su rosario y de hacer la señal de la cruz a sus hijas para bendecirlas, se durmió.

En sus ligeras camas gemelas y tan blancas como sus cuerpos virginales y como la virgencita que las custodiaba, desde su nicho de marfil, las dos jóvenes se abrigaron mientras sus almas viajeras del infinito, cruzaban el mundo azul de las ilusiones.

¡Oh juventud! ¡alborada fugaz! tus dulces y encantadores sueños prometen las dichas de la vida, tus primeras emociones, como perfumes de rosas nuevas, vienen a llenar el corazón que se abre estremecido; ¿por qué pasáis de la mañana a la tarde como las flores? Si como los astros alumbráis las jóvenes almas ¿por qué al ocultaros, como aquellos no tornáis? ¿por qué, si os marchitáis, como las rosas, ¡ay! no renacéis?...

Las dos jóvenes, como las alondras, se despertaron con la aurora, abrieron sus bellos ojos que como el sol tenían también luces nuevas: los aromas de las tempranas lilas penetraban por la ventana que daba al jardincito cuidado con tanto esmero por ellas mismas.

Entró doña Angela cargada con cajas y pequeños bultos envueltos en hules y arpilleras; ellas saltaron de la cama y de prisa se vistieron.

-¡Perezosas! ¡venid a desatar!

Berta enviaba todos esos mil caprichos con que la moda, cómplice de la coquetería; embellece la mujer; abanicos, sombrillas, perfumes, telas y chales de escogidos colores para los rubios cabellos de Elina y para los negros de Margarita: una mantilla y un elegante traje de seda negra propio para los años de doña Ángela, que lo sacaba con gran cuidado de la caja. En un estuche de seda encarnada se leía: «Recuerdo de Reinaldo»; contenía dos pequeños relojes de señoritas; otro con alfileres de perlas y turquesas sosteniendo medallas de oro antiguo con la imagen de la Virgen: todo igual como para dos gemelas. En una caja de madera se leía: «Para mi tía»; doña Angela la abrió: contenía un cuadro igual al que Berta había descrito de la huérfana: la semejanza con Margarita pasmó a doña Ángela; ¿cómo podía el joven adivinar que aquellas facciones eran las de la niña a esa edad?-Cosas del genio, -pensaba, sin recordar que ella misma se la describía a su hermana en sus cartas; atada al cuadro con cordones de seda azul venía una cartera de piel de Rusia, conteniendo un crecido número de billetes de banco y una carta concebida en estos términos:

«Querida tía: con la aprobación de mi madre dedico a usted el producto de ese cuadro, que dará siempre a usted la satisfacción de una de las mejores acciones de mi vida, como me ha dado a mi un poco de gloria; esta, la pongo a sus pies para suplicarle acepte lo que le pertenece, pues la inspiración la recogí en esa tierna historia cuyo infortunio borró usted con un beso de amor: yo he cogido un laurel y una medalla, pero el mejor premio será para mi la aceptación que dé usted al ofrecimiento que le hago en nombre de mi madre, de esa noble mujer que tanto la ama.

»Acepte con el respetuoso homenaje el afecto de su sobrino

»Reinaldo Solís.»

Doña Ángela contó aquella fortuna y comprendió, ahogando las susceptibilidades, que ofrecida con tanta delicadeza no dejaba a la suya el derecho de rehusar. La carta de su hermana borró sus escrúpulos; acercó a sus labios la blanca frente de Margarita, diciéndole cariñosa:

-Si la acción que él elogia me la paga tu ternura todos los días, hija de mi alma, ¿qué mayor recompensa?

-¡Oh madre mía!-dijo la tierna niña echándote al cuello los brazos;- ni con mi vida entera pagaré esta deuda del corazón.

Pocas horas después entraron Gustavo y su padre y las jóvenes acudieron a las alegres voces del Sr. Finkler que las llamaba, entusiasmado; venía a organizar la parte artística de su programa.

-Es este el único goce que me reservo, todo lo demás es vuestro, no me andéis con rodeos porque... se acaba el baile...

-No, no, por Dios, -dijo Elina;- vamos con todos los Mozart que queráis.

Una noche, víspera de su baile, hablaba el con doña Ángela en voz baja. Los jóvenes hojeaban álbumes de vistas españolas traídas por Reinaldo, que con su acento harmonioso explicaba los sitios que recorrían con la vista. La luz daba de lleno sobre aquellas cabezas inclinadas que hacía más notable el contraste que formaban.

Mirábalos el-Sr. Finkler complacido y dijo quedo a doña Ángela:

-Si el sol de la dicha hiciera eterna una primavera de amor para ellos, nuestro invierno sería menos crudo. Voy a haceros una confidencia: Gustavo ama a Margarita y si ella quisiera hacer la dicha de mi hijo, la mía sería completa; el baile más que nada tiene este objeto; él la hablará y si como presumo y quiero, ella le corresponde, ¿cómo no amarlo?, trataremos de que ese arrogante primo sea el compañero feliz de Elina, pues me parece ver ya en ellos la corriente eléctrica de la simpatía.

Doña Ángela sonrió gozosa; era ese su sueño de ventura y encontraba un aliado voluntario; sin embargo, aunque invitada lealmente a la confianza, no le permitía su discreción la franqueza en asuntos tan problemáticos, así que contestó:

- Soñáis cosas no pensadas y viajáis como en un país por el porvenir. Dios sólo ata las almas allá arriba y a ese soplo se inflaman los corazones y nada influye la voluntad humana en los destinos.

-Tengo miedo, -dijo el amoroso padre,- si esa angélica niña no ama a mi hijo, la vida de ese corazón será un sollozo eterno; él es de esos seres que consagran a una sola afección la vida, entera y, feliz o no, esa niña, será la única mujer digna de su alma: lo siento así y padezco mucho viendo esos labios de rosa que han de pronunciar la sentencia de mi hijo: doña Ángela, ayudad a la felicidad de un padre que os pide para su hijo la mano de Margarita.

Doña Ángela se sintió muy conmovida ante la solemnidad de aquella demanda y dijo:

-Creedme, mi excelente amigo, si en mis manos estuviera Margarita sería la esposa de Gustavo.

-No le digáis a ella una sola palabra, me refería Gustavo.




ArribaAbajo- VIII -

Margarita y Elina terminaron sus tocados de baile, frescas y sencillas como flores de primavera, nada más seductor que el contraste que ofrecían y nada más notable que su belleza. Conducidas por su primo, en cuyo brazo se apoyaba doña Ángela, llegaron a la casa del Sr. Finkler.

El desfile de coches y la entrada de las gentes dificultaba un poco el paso. Los diplomáticos y los ministros saludando al Sr. Finkler, obstruían las entradas de tal modo que a no venir Gustavo en su ayuda, difícil le hubiera sido a Reinaldo penetrar hasta el salón. El Sr. Finkler ofreció galantemente el brazo a doña Ángela: estaba rejuvenecido, el frac mejoraba las condiciones de su talla mediana y gruesa, su fisonomía de antiguo germano tenía cierta expresión graciosa que hacía olvidar las irregularidades de sus facciones, y sus ojos siempre plácidos, siempre muy abiertos como para asomar por ellos su alma inmensa.

Gustavo acompañaba al aproximarla a una silla, la dijo:

-Mirad vuestro programa de baile: a petición mía la introducción es el precioso vals de Waldteufel «Mon Rêve» porque quiero abrir el baile con vos, ¿aceptáis?

Ella volvió los ojos y vio a Reinaldo que conducía a Elina al salón, creyó que formaban ya una pareja, ahogó un suspiro y contestó Gustavo:

-Como queráis; tenéis derecho a todas las complacencias.

El Sr. Finkler paseaba llevando del brazo a Reinaldo; presentábale a algunas damas elegantes y le decía al oído:

-Os muestro las bellezas que ha dado la naturaleza: ahora, veréis las bellezas del arte: ya veréis mi galería; primero el placer al hombre y después al artista.

-Todo es arte y sentimiento, -dijo Reinaldo,- el alma tiende a la humana belleza como a la artística: ante aquélla queda estremecida y absorta y ante la otra muda de admiración.

En realidad la suntuosa morada del alemán era un tributo al arte: la Música, la Poesía, la Pintura y la Escultura, parecían presidir talladas en mármoles itálicos, elegantes centros de camelias y rosas, que llenaban de perfumes el ambiente; todo aquel lujo soberbio y artístico tenía la severidad del estilo germánico; aquello era el conjunto hermoso de cuanto ofrecen los progresos del siglo, y a todo el esplendor del arte, se unían esas noches de gala que tiene Caracas cuando el beso de la luna abre sus heliotropos, sus pálidas y sus nevados lirios.

Cruzaban ya el salón gentilísimas parejas; el ruido de la seda y el aroma voluptuoso que se cernía en el espacio anunciaban la juventud y la belleza, que su deslizan en ese tejido transparente de ilusiones y de esperanzas, que en una noche de baile forman los hilos magnéticos del amor.

Elina sonreía de placer; prendida graciosamente su dorada cabellera; su traje azul con su corpiño de baile dejaba descubierta su bellísima garganta; sus torneados hombros, sus brazos de forma correctísima, a la luz de las bujías parecía de raso; su juventud y su hermosura tenían nuevos encantos, su mirada azul, intensa, aguardaba o buscaba las dichas que esperaba de la vida.

Margarita, casta y dulce como la flor de su nombre, vestía color de rosa pálido, con la naturalidad que era en ella su mejor encanto, abarcaba con sus grandes y rasgados ojos aquel conjunto seductor: menos bella que su prima, ganábala en gentileza, y la serena distinción de su figura la asemejaba a una pálida virgen de Correggio; sus bellísimas manos aprisionadas por la cabritilla deshojaban una de las margaritas del precioso ramillete que Gustavo le ofreciera al entrar; podían deslumbrar, electrizar otras mujeres por su belleza, pero ante esta inmaterial, se sentía el alma sujeta por un encanto nuevo o inexplicable: el espíritu de aquella niña llenaba su ser de purísimas seducciones.

Laura de Ibáñez, graciosamente encantadora, seguida de su eterno admirador Montilla, vino al encuentro de Margarita, y con su argentina voz anunciabale bromeando que Gustavo parecía dispuesto a caer a sus plantas; ella se puso grave y dijo a su amiga:

-¡Oh, no ultrajéis la amistad más santa!

Reinaldo interrumpiólas y acercándose a Margarita la dijo:

-¿Queréis conducirme en este mundo, nuevo para mí? ¿queréis dirigirme en los primeros compases del vals que va a empezar?

-Gustavo me ha pedido el primer baile y sus privilegios de amo de casa me han obligado; ¿por qué no me lo dijisteis antes? -dijo ella turbada.

-¡Es verdad! -dijo él contrariado;- voy a ver si soy más afortunado con Elina.

La orquesta con sus acordes, anunció a los bailadores el turno prometido.

Margarita bailaba con esa gracia no aprendida que tanto distingue a las hijas del Guaire; parecía que sus pequeños pies apenas si tocaban las alfombras. Reinaldo seguía pensativo y distraído la gentil pareja; la voz de Elina lo volvió a la realidad: -¿no bailáis? -preguntóle.

-¿Cómo no? -dijo,- pero esperaba ver el compás de los demás para seguirlo; por lo demás, vos me guiaréis.

Después del vals Gustavo condujo a Margarita a un saloncito, preparado tal vez por él para aquella hora de sus confidencias; colocándose a su lado en un sofá color de rosa, la dijo:

-Quiero hablaros, Margarita, como corresponde hacerlo a nuestras almas: con lealtad. Soy uno de esos seres que consagran la vida entera a un solo sentimiento: os amo, y unir mi destino al vuestro, sería tomar en la tierra la parte de dicha que Dios concede a los mortales; os ofrezco una vida de amor: en mi país la vida del corazón se sobrepone a todo y siento que vos tenéis el hilo de la mía en vuestras lindas manos; no sé si podré hacer vuestra felicidad, pero sí, os aseguro, que si un amor perfecto puede alcanzarla, la vuestra sería también perfecta: no me contestéis, reflexionad, -agregó viéndola tan turbada.

Ante aquel acento tan sincero, ante aquella mirada tan leal, el alma de la joven se conmovió.

-Yo no conozco los afectos que expresáis, Gustavo, me sorprende ver vuestra amistad cambiada en otro sentimiento: ¿qué puedo contestaros en mi ignorancia? Vuestro amor necesita otro igual; ¿cómo ofrecéroslo, si apenas sé de esas pasiones lo que os oigo?

-Pero dejadme vivir entonces, dejadme esperar, -dijo el joven.

La llegada de algunas parejas interrumpió la contestación de Margarita, que sintió alivio viendo terminadas aquellas confidencias que tanto la martirizaban: suplicó a Gustavo que la condujese al lado de doña Ángela.

Elina cruzaba ligera y alegre del brazo de su primo, y al ver a Margarita cerca de su madre se acercó alarmada, diciéndole: -¿Te sientes mal?

Ella, todavía asustada, le contestó: -No, el calor y el baile me han fatigado un poco y nada más.

Reinaldo, que la miraba extasiado, le preguntó:

-A pesar de eso, ¿aceptaréis ahora si os invito para valsar?

-Sí: tengo tiempo para descansar y mucho gusto también en complaceros.

La distinción de Reinaldo le granjeaba generales simpatías y muchos hermosos ojos se agrandaban buscando en vano un detalle que interrumpiera la irreprochable corrección del joven.

La animación que en esos centros de cultura nunca se excede, era ya general y cada cual borraba de su mente las preocupaciones, las tristezas y las amarguras de la vida.

Llenas estaban las pequeñas mesas donde se inclinaban las cabezas grises, buscando distracción en esos juegos que la sociedad acepta y que son en noches como esas, refugio de los desterrados de la danza.

Los preludios anunciaron a los bailadores la invitación al vals y las notas inmortales de Juventino Rosas en su cadencia «Sobre las olas» parecían el arrullo del amor que invitaba al ensueño.

Reinaldo se acercó a Margarita, que se levantó para seguirlo.

-Al fin puedo llegar hasta vos: si yo os dijese que desde que salí de mi país he soñado con uno de estos instantes, ¿lo creeríais?

-Parecéis tan sincero como leal y no opongo ninguna duda a lo que afirmáis.

-¿Por qué no esperasteis mi invitación para el primer vals? ¿no pensasteis en que yo pudiera hacerla o no la deseabais?

-Os vi con Elina y se me figuró que erais ya su pareja, que vuestra elección estaba hecha.

-Bailemos, -dijo enlazando el talle esbelto de la joven.

Así tan cerca de ella, podía admirar su casto perfil, las líneas de sus cejas, las negrísimas pestañas que velaban sus pupilas, que tímidas evitaban sus miradas.

Detúvose otra vez para dejarla descansar y la llevaba sin sabor a donde; ¡qué de cosas tenía que decirle! y sin embargo, se sentía como cortado; la sencilla timidez de Margarita le intimidaba, al fin la dijo:

-¿Queréis darme una de esas flores que lleváis en la mano?

-¡Oh! ¡de estas no! -dijo ella prontamente;- pero si queréis lleguemos hasta el pabellón de flores y os escogeré una igual.

-¿Y por qué de estas no? quiero de las vuestras.

-Son las mismas; al llegar, Gustavo me ofreció este ramillete de flores escogidas por él, ya veis que no tendría mérito y la que os ofrezco la escogería yo misma para vos; ¿queréis?

Reinaldo escuchó la delicadeza de la niña conmovido:

-Así la quiero.

Con sus dedos entorpecidos por los guantes, torció la rama de una margarita; al presentarla volvió un poco el rostro pero sin descubrir las miradas, y preguntó:

-¿Preferís ésta a una camelia?

-¡Esta! esta lleva vuestro nombre.

-Yo llevo el suyo, -dijo sonriendo;- ¿queréis deshojarla para leer?...

-No, -dijo él en voz muy baja;- otra Margarita me dirá mi destino; ¿queréis que fije la dicha en las hojas de esta flor?

-En verdad, -dijo ella,- sería muy pasajera, pues como todas las flores se muere prontamente.

-Sin embargo, -dijo él,- hay algo que para nosotros puede darle una vida eterna si la convertimos en símbolo de...

Gustavo se acercó: ellos no se habían dado cuenta que el vals había, terminado hacía rato.

-Señorita, -dijo Gustavo inclinándose,- mi padre reclama la parte que le corresponde y espero que reposéis para complacerle; después -agregó dirigiéndose a Reinaldo- vendrá una cuadrilla y me complaceréis siendo con Elina mi vis-a-vis, pues yo la dirigiré con Margarita.

Minutos después el silencio sucedió a ese creciente rumor de alegrías y Margarita de pie a un lado del piano y Gustavo del otro aguardaban la inclinación de la hermosa cabeza de Elina para cantar el dúo de Fausto y Margarita.

Las notas de pasión tenían esa noche en los labios de la joven una expresión sin igual; al timbre delicioso de su voz iba unido el eco de un corazón enamorado; sus miradas iban también como perdidas a encontrar los ojos que la contemplaban. Margarita estaba encantadora: como el pájaro que arquea la garganta para dar al sol el himno de alegría, erguía ella la suya para dar acentos, que al pasar por sus labios de rosas parecían traer ecos de aquellas sirenas que en mares remotos tenían encantados a los argonautas.

Terminó el dúo y todos rompieron las fórmulas de la etiqueta para aplaudir como en el teatro.

Laura de Ibáñez se adelantó al deseo del Sr. Finkler y deteniendo a las dos jóvenes que se separaban del piano, dijo a Margarita:

-Si no estáis muy cansada os suplico que cantéis «La Estrella Confidente», ya que esta noche tenéis la garganta como los ruiseñores de mi jardín.

Elina preludió y Margarita entonó esa dulce meditación a la estrella de la tarde.

Reinaldo la escuchaba estremecido y hubiera querido interrumpirla sin saber por qué; los adioses de Margarita se apagaron y el Sr. Finkler se acercó a ella para decirla enternecido:

-Si como el encanto me dieras la dicha, te bendeciría toda la vida; esto sólo hace hermosa mi fiesta.

Sólo Reinaldo no se acercó a la joven; ella temerosa fue hacia él, que silencioso estaba de pie cerca de una ventana.

-Parecéis disgustado, -dijo al sentarse;- ¿qué tenéis? ¿no os gusta el canto?

-Mucho, -dijo él a media voz,- y os suplico que cantéis siempre «La Estrella Confidente».

-Procuraré complaceros, -dijo ella en el mismo tono,- pero noto en vos algo extraño; ¿pensáis acaso en España?

-Margarita, -dijo Reinaldo sin contestar la pregunta;- ¿habéis soñado alguna vez con la dicha?

-Es el sueño de todos los humanos, -contestó ella sin corresponder a las miradas de su primo.

-¿La encontraríais en el amor de un hombre?

-Correspondiéndole sí.

-Gustavo os ama, a las claras se ve: ¿le amáis?

Ella se atrevió a levantar ojos como para que leyera en ellos y guardó silencio, limitándose a mover negativamente la cabeza.

Pero contestad con los labios, -dijo él reanimado por aquellos fulgores.

-No, -dijo tan bajo que él más bien adivinó que oyó.

-Oíd, Margarita; como os he soñado os encuentro: desde que salí de mi país sólo he tenido un pensamiento: vos; parecíame que me estabais destinada: dicen que hay almas afines y que el amor es el soplo del Señor para acercarlas; ¿qué pensáis de esto?

Ella no contestó, pero el ligero temblor de sus labios y el color de sus mejillas denunciaban el crecimiento del corazón.

-Contestad, Margarita, si os invito para andar juntos el camino de la vida y bendecir a la luz de las estrellas el Dios que ata nuestros destinos; si os ofrezco un amor bendecido por mi madre, ¿tendría la misma suerte que el de Gustavo?

Los compases de la cuadrilla se oían ya, pero antes Reinaldo leyó en aquellos grandes ojos lo que los labios no decían y así que alegre ofreciera graciosamente su brazo a Elina que se acercaba con Gustavo y más bien dirigiéndose a Margarita dijo:

-Cuando la dicha llega oportunamente casi es completa y voy a disfrutarla.

En el curso de las figuras Margarita notó algo extraño en las miradas de su prima y la vio distraerse en el baile donde ella más lucia.

Reinaldo y Gustavo no se fijaban sino en Margarita, que estaba como cortada ante la seriedad de Elina.

A las tres de la mañana doña Angela, ajena todavía a aquel prólogo de pasiones, se retiraba, por más que insistieron en hacerla detener: Elina se negó tenazmente, y abrigada como Margarita en finas pieles de marta, dejó el salón lleno aun de aromas y alegrías.




ArribaAbajo- IX -

Las jóvenes no se comunicaron sus impresiones, como otras veces: la reserva era ya el principio de la separación de aquellas almas.

Los días a los días sucedíanse y doña Ángela notaba que su hija estaba contrariada y que apenas comía: ¿padecería? Un día viéndola pensativa llamó a Margarita y la dijo:

-¿Sabes tú si Elina tiene penas?

-No sé, -dijo Margarita afligida;- no me atrevo a interrogarla; huye de mí y no quiere contestar a mis preguntas.

Doña Angela hizo sus observaciones y aunque de escasa inteligencia, púsose en la pista del secreto de Elina.

-¡Quiere a su primo, no hay duda.! está celosa... y yo no quiero que mi hija sufra... Reinaldo vacila entre las dos. Si Margarita tiene a Gustavo, el otro será para mi hija... ¡no faltaba más! ¡que yo deje padecer a mi Elina! ¡nunca!... ella sobre todo; arreglaré las cosas, conozco a Margarita y la hablaré con franqueza; ella misma los acercará: nos debe todo y en obsequio de la verdad es muy buena y nos quiere; sí, yo estoy segura que hará todo por la felicidad de Elina.

La casa antes animada se volvía triste, y para colmo de penas doña Ángela enfermó; las dos jóvenes olvidaron sus propias preocupaciones para velar juntas cerca de aquel lecho.

Margarita era una asidua enfermera; era siempre la que se quedaba si se ofrecía una atención fuera. Las dolencias se acentuaban y la fiebre era ya intensa; a juzgar por las prescripciones del médico, doña Ángela estaba «de cuidado».

La tarde caía y el estado de la enferma las tenía muy inquietas; el médico recetó unas cucharadas y les dijo:

-Tranquilidad tranquilidad: el sistema nervioso está muy alterado; no la contrariéis, sobre todo evitadle emociones, no sea cosa que se vaya a destruir en un momento el trabajo empezado; esto es como una red que tejemos que al romperse un hilo se van todos; mucho cuidado y ánimo, no os alarméis, que en un lecho donde velan ángeles como vosotras, el mal es pasajero; volveré más tarde.

Ellas se acercaron la una a la otra y Elina preguntó a Margarita:

-¿Qué tendrá? está muy postrada; tengo miedo a ese sueño tan largo que tiene.

-Es debido a la fiebre, -dijo Margarita;- cuando la levanté para darle la medicina, ardía su cuerpo; tengo esperanzas que estas cucharadas la mejorarán; ¿se las damos? son las siete; ¿o le damos leche?

-La medicina será mejor, -dijo Elina,- y acercó la luz para medir la cucharada que ya tenía en la mano Margarita; con las más delicadas precauciones se la dieron y volvieron a sentarse en el sofá que había cerca de la cama de doña Ángela.

La criada asomó su lustrosa cabeza y dijo:

-Allí hay visita.

-Anda tú -dijo Margarita,- yo velaré y si hay novedad te llamaré; déjame a Julieta en la puerta.

Tomó un almohadón de seda encarnada, lo colocó sobre un brazo del sofá y descansó en él su cabeza.

La medicina había calmado la agitación de la enferma y su sueño tranquilo parecía ya una mejoría. Margarita luchó un rato con el que la vencía a ella y al fin se durmió como pudiera hacerlo un niño.

La puerta giró suavemente y Elina entró seguida de Reinaldo: el joven había exigido ver a la enferma y como era natural este deseo, Elina no se opuso y lo introdujo, creyendo encontrar a su prima despierta.

Elina se acercó de puntillas, entreabrió las cortinas del lecho y volvió a cerrarlas cuidadosamente. Reinaldo había visto ya lo que buscaba, a Margarita, adorable en el abandono del sueño: el suave perfil de la joven se destacaba en el fondo rojo que le servía de almohada: sus trenzas hermosas caían pesadamente hasta el suelo; uno de sus pequeños pies se descubría fuera de su vestido y su tamaño marcaba la distinción que los aristócratas dan a esta extremidad; aquella niña dormida, tenía sujeta el alma de Reinaldo como por hilos magnéticos y hubiera dado un mundo por acercar sus labios a la mano que extendida en el almohada parecía hecha de lirios.

-¿La llamo? -dijo Elina en voz baja.

-¡Oh no! -dijo él;- sería un pecado. Si no queréis seguir su ejemplo esperaremos fuera, donde me parece que oigo la voz de Gustavo y de su padre.

-Alguna debe velar, -dijo Elina,- así acompañada no sentiré las horas; vamos.

Algunos minutos después doña Ángela se incorporó y viendo a Margarita en el sofá la llamó débilmente: ésta se levantó sobresaltada.

-¿Queréis algo? -díjole cariñosa cubriendo el pecho de la enferma.

-¡Ay, hija mía! cómo te molesto; pero tengo mucha sed; dame agua fría, muy fría. ¿Y Elina? -preguntó.

-Está fuera; creo que allí está Reinaldo.

Margarita dio a su tía el agua indicada por el médico y después se sentó a su lado, alisándole con sus afilados dedos los cabellos grises y con voz acariciadora la dijo:

-¿Sentís mejoría?

-No, mi hijita, me siento muy postrada, debo estar muy grave para sentir este quebranto, y lo peor es que no quiero morir antes de dejar asegurado el porvenir de mi hija, y el tuyo; acércate más, hijita: ya que estamos solas hablemos seriamente; ¿quién me dice que mañana podré hacerlo? Oye bien: voy a exigirte una promesa: ofreceme que si yo muero pondrás cuanto esté a tu alcance para que mi hija sea feliz; yo creo que ella quiere a su primo y que ésta es su tristeza, porque creo que él está enamorado de ti; el sueño de toda mi vida, como el de mi hermana, ha sido unir esos dos corazones.

La sangre de Margarita se helaba en sus venas y el grito del terror quedó en su corazón.

-Prométeme, -continuó doña Ángela agitándose,- por la memoria de la que te dejó en mis brazos, que si yo muero serás para mi hija lo que yo he sido para ti; ¿por qué lloras? -agregó con voz muy débil,- ¿por qué voy a morir? ¿por qué te dejo? ¡Ay, no, mi hija, tú verás como también he pensado en ti... ay!... colócame esta almohada;... pero, ¿me prometes formar la dicha de mi ángel con su primo?

Margarita gimió y doblando como el ave herida su cabecita en aquel seno que la había amparado, dijo con voz entrecortada por los sollozos:

-¡Ay Dios! vivid o morid tranquila que, aun a costa de la mía, haré la felicidad de Elina.

La joven parecía transfigurada; tenía en su actitud la silueta delicada y dolorosa de aquellas vírgenes cristianas que inclinaban la frente para recibir la corona del martirio.

-En cuanto a ti, -prosiguió cada vez más débil la enferma,- ¡ay! mi querida Margarita, que has llenado de flores mi hogar... que has sido para mi hija una hermana cariñosa... he pensado también en tu porvenir. Gustavo te ama, es noble y bueno... su padre me ha pedido tu mano para él... serás feliz y yo bajaré a la tumba tranquila... porque mis ángeles tendrán protección... ¿serás tú dichosa con Gustavo?

Margarita se incorporó y dijo con voz tan débil como la de la enferma:

-No habléis mucho ni os agitéis, que el médico prohíbe las impresiones, quietecita; cuando os levantéis arreglaremos el palacio de las dichas.

Doña Angela quiso hablar, pero la joven acercó a sus labios uno de sus dedos de nácar y la dijo, forzando una sonrisa que más bien era una mueca de llanto:

-¡Chist!...




ArribaAbajo- X -

Margarita al llegar a su cuarto se hundió en el lecho; los sollozos la ahogaban.

-¡Será un sueño! ¡Me parece estar bajo el sopor de una pesadilla! ¡Elina enamorada de Reinaldo y mi tía exige su dicha.!... ¡y yo!... ¡y yo, desdichaba que le adoro y me siento amada! ¡Jesús mío!

¡tendré que renunciar a mis esperanzas y a mis sueños de ventura! ¡Será que el viento de la desdicha que bañó mi frente al nacer me empujará hasta la tumba! ¡Madre, madre mía! ¿por qué no me llevasteis a esas alturas donde no hay padecer? ¡si vivierais hubierais leído en mi corazón como mi tía en el de su hija! ¡ay! ¡para ella ha sido el mío un libro cerrado! ¡Qué cosa tan triste! ¡Cuántas espinas pone el deber en mi camino! ¡Ilumíname, virgen mía! -dijo la pobre niña arrodillándose a los pies de su virgencita a quien noches antes había confiado y encomendado sus castísimos ensueños.

¡Triste suerte la de aquella niña! todo se lo debía a su tía; ella, sin hogar y sin amores había encontrado como el pájaro perdido, abrigo en un nido extraño, un corazón que la amara hasta imponerse sacrificios: la deuda era inmensa, sagrada y el acreedor estaba de pie.

Almas como las de Margarita no vacilan aunque se rompan en las recias sacudidas de la tormenta;

esas almas se adelantan a la lucha como para encontrar en el combate el fin que presienten.

Ella acercó a sus labios el amarguísimo cáliz de lágrimas, ¡vaciló y dudó!...-¡se sentía tan amada!... pero al fin la frente ya serena para siempre, y dijo:

¡Más amargo sería el remordimiento! ¡viva mi tía!... ¡sea Elina feliz, aunque vaya yo a morir como las algas en el fondo del mar!... ¡amor mío! ¡queda en mi corazón y ni mis ojos, ni mis labios te delatarán jamás!

Lloró mucho y el llanto alivia la pena cuando es cruda.

El reloj dio la una; se levantó, se lavó los ojos con agua fresca y pasó por ellos una fina mota de polvos de Lubin antes de ir al cuarto de la enferma.

Doña Ángela deliraba tratando de levantarse y Elina hacía esfuerzos para volverla a la cama, al ver a Margarita díjole asustada:

-Anda, que ya no tengo fuerzas, ayúdame.

Después que lograron calmarla, Elina se arrojó llorando en los brazos de Margarita y dijo:

-¡Qué miedo tengo! mamá cree morirse, porque me decía unos minutos antes de entrarle la fiebre: «¡Hija mía, mi Elina, quiero que seas feliz a toda costa, moriría desesperada si te dejara desgraciada!» ¡Ay, Margarita! ¿qué haremos sin ella que tanto nos ha amado?

-Es verdad, -dijo la huérfana,- pero no te aflijas; ella vivirá y tú serás feliz: duerme ahora un rato que yo voy a velar.

Elina se durmió bajo la mirada de aquellos ojos tan bellos y tan grandes que tenían ya toda la tristeza de un crepúsculo de invierno.

Margarita los elevó al cielo y dijo:

-Dormid tranquilas, almas que habéis amado a la pobre huérfana: no faltaré a la hora de la prueba: aun rompiendo todas las fibras de mi corazón y sobre la ruina de mi dicha muerta, se alzará la de Elina. ¡Señor! ¡Señor! oid mis votos y dadme valor para el sacrificio.

La enferma se despertó al amanecer; Margarita acudió solícita.

-¿Cómo, os sentís? mejor, ¿no? El médico encarga tranquilidad, quietud: hay que obedecer para no perturbar la naturaleza.

La joven iba y venía, sin cesar de hablar.

-Aquí está la cucharada, tomadla... así. Elina duerme tranquila, si ella sospechara que nosotras nos ocupamos de su felicidad no estaría allí tan perezosa. Tratad de reponeros pronto para seguir con ellos nuestras observaciones. En cuanto a mí, lo he pensado y estoy dispuesta a seguir vuestras indicaciones: tengo cariño a Gustavo, y ya que dais vuestro consentimiento y él quiere hacerme su esposa, lo seré. ¿Estáis contenta?

Doña Ángela sonrió y quiso hablar; Margarita no la dejó:

-Hay tiempo para todo, quietecita ahora.

Quedó la enferma adormecida hasta la llegada del médico que la pulsó y dijo:

-Vamos, vamos, esto ya es otra cosa; ya no tenemos alteraciones y ese corazón principia a regularizarse: ya estamos a flote, doña Ángela.

La mejoría se fue acentuando y días después la convaleciente daba los primeros pasos por la galería; diríase que el afán del espíritu, las inquietudes del corazón eran los agentes de los males que la aquejaban.

Su egoísmo había puesto a prueba el alma de la joven, la había empujado, sin detenerse a pensar en la suerte de los otros; ¿cruzó por su mente el sacrificio de Margarita? a nadie lo dijo nunca: extraviada en el camino del deber seguía el de la vida, sin darse cuenta de las fibras que como el viajero que al andar no ve las plantas que huella.

Muchas veces vio sombras en la frente de Margarita, pero como ésta trataba de alejarlas desaparecían también sus preocupaciones; tranquilizaba su conciencia de cristiana limitada, con mil reflexiones sobre los deberes que tienen las madres para con sus hijos, ante Dios y la sociedad.

La convalecencia no fue lenta y pronto se vieron otra vez reunidos en la pequeña sala; pero las veladas no tenían como antes animación; cada uno llevaba el reflejo de una inquietud.

Reinaldo estaba inquieto, Margarita reservada, Gustavo disgustado, Elina recelosa, doña Ángela en acecho y atisbando la ocasión de hablar a Gustavo de Margarita y a Reinaldo de Elina; ella quisiera que sus elogios fueran las pequeñas tenazas para atizar el fuego en aquellos corazones; sólo el Sr. Finkler meneaba la cabeza al abarcar con la mirada de sus ojos tan grandes y salientes, las de aquellos seres allí pensativos.

-¡Oh! -pensaba, el pobre viejo;- ¡no es esta la actitud de la juventud alegre y feliz!

Como el marino que ve tomar al barco un rumbo peligroso, cruzaba los brazos ante la lógica desesperante de las imposibilidades: su razón no daba en él por qué las cosas no son como naturalmente debieran ser.




ArribaAbajo- XI -

Una noche que Gustavo tocaba distraído una melancólica melodía, Margarita le preguntó:

-¿Tiene letra esa romanza, Gustavo? ¡qué bonita es!

¿Os gusta? la aprendí de un modo extraño: tiene una historia. La noche después del baile de mi padre, al pasar por la plaza de Santa Teresa, el eco triste de un organillo me detuvo; acerquéme para ver qué aire marcaba; el mozo que tocaba tenía la cabeza echada sobre la caja harmonioso: «Amigo, -le dije,- si tenéis sueño dejad la tarea. -Yo no duermo, -contestóme con voz insegura, y a la luz del farol vi que lloraba.-¿Tenéis penas? -¡Y muy hondas! -¿Y las acompañáis? -¡Las vendo!» -dijo, y su voz ahogó un sollozo. Yo estaba interesado y al fin conseguí que me contara su pena.- «Parecéis bueno, -me dijo,- y sobre todo, quejarse es un consuelo; oid, y si sois poeta tendréis para un poema. Soy saboyano y ya sabéis que nosotros viajamos como las golondrinas: dejamos el hogar mi hermana y yo una mañana de invierno, ella más triste que la casa que dejábamos y envuelta su bonita cabeza en la pañoleta de mi madre, que la había mojado con sus lágrimas antes de ponérsela... María abrazó a mis otros hermanos y dijo a Luisa que la seguía en edad como en belleza: «dile a Simón que no me olvide, me mataría la pena en tierra extraña: avisa cuando vuelva.» Simón era un primo nuestro, que estaba comprometido con mi hermana María, a quien ésta adoraba, pero, que como nosotros había dejado la Saboya para ir a emprender en suelo extraño la lucha por la vida, que entre nosotros ¡ay de

mí! es casi estéril, pues muchas veces la dejamos en ella: viajamos y viajamos y el tiempo pasaba como nosotros por las tierras que dejábamos; mi pobre hermana siempre triste, pensando en sus amores. Mi madre dijo al fin en una carta, que Simón había llegado muy gallardo y con algunos ahorros, sino rico. Luisa nada decía. María daba vueltas a las cartas, le parecía que habíamos saltado algo y silenciosa volvía a meditar. ¡Pobre! viéndola mirar tristemente al cielo parecía una virgen desterrada. ¡Meses después llegó una carta de mi madre, lacónica, pero mortal! decía.: «¡Volved; Luisa que está ya tan crecida y hermosa como María, se casa, con Simón!...» Yo no leí más, el temblor de mi pobre hermana, que leía también, sobre mi hombro, me detuvo... sigue, -me dijo con un sollozo,- ¡lo presentía! Desde ese día principió a enflaquecer; se fue poniendo como una niña de cera y por más que luché no quiso volver a la Saboya: y después de un proceso lastimoso y miserable, ha muerto tan tristemente como había vivido. ¡Pobrecita María! ¡se ha quedado muerta al principiar a llorar!... y, ¿sabéis por qué toco?... ¡para tener con qué enterrarla!... Toco su romanza favorita, ¡la que ella tantas veces cantaba en las esquinas para ganar el pan!... ¡la toco mientras ella está allá solita, fría y a obscuras, sin que una mano cariñosa vaya a echar sobre su cuerpo consumido un poco de agua bendita! ¡Pobrecita! ¡cuando se le cerraron las puertas de la dicha fue a tocar las del cielo! Esta romanza es la que se me ocurre tocar para pedir para su entierro, porque me parece que está en ella su alma! ¡Cierro los ojos y la veo como otras veces, de pie con su pálida vuelta al cielo que la esperaba! ¡Ay, Señor! ¿no es verdad que es muy extraño encontrar entre seres vagabundos como nosotros una criatura que se muera de amor y de tristeza?...

-¡Muerta por amor! -dijo Margarita volviéndose para mirar a Reinaldo que la contemplaba enternecido, pues durante el relato de Gustavo había seguido las impresiones de su dulce fisonomía. Sus ojos se velaron como para ocultar la luz que pudiera iluminar a su primo y turbada dijo a Gustavo:

- ¿Qué hicisteis al fin?

-Consolar su miseria que era lo que estaba mi alcance, porque en cuanto a su pena, ¿cómo? -Mirad,-le dije,- como el alma de vuestra hermana está en la romanza, que a mí me ha conmovido, quiero ayudaros: enterrad a María y después que estéis sereno venid a mi casa, con el organillo para poner al piano esa romanza.-Tres días después vino muy pálido y me dijo: -Gracias a vos la pobre María tiene sepultura cristiana y mi pena es menos honda: si algún día vos la tenéis, pensad en que hay allá arriba quien ruegue por vos y aquí abajo quien quiera compartirlas. ¡Dios os lo pague! la dejo durmiendo aquí su sueño eterno; ya no sufre y me voy a consolar a mi madre.

El organillo estaba en la calle y por largo rato tocó la romanza para que mi oído la conservara: cogió luego su carga y al pasar me dijo con tristeza: «tiene letra: os la mandaré; Dios os guarde», y se fue, no sin volver la cabeza muchas veces para saludarme. El saboyano me hizo impresión: habla con facilidad y tiene sentimiento. Si la letra es tan bonita como la música os la dedico desde ahora.

-Sois muy bueno, Gustavo, -dijo Margarita,- y os digo como el saboyano: «Dios os guarde».

-Y me libre de las penas de María, -dijo él en voz baja.

Reinaldo se mordió los labios; se acercó a Margarita diciéndole:

-Cantad algo para disipar las impresiones de esa triste historia.

Margarita continuó sentada y distraída rompía las hojas de un lirio que tenía entro sus dedos.

-Margarita, -insistió Reinaldo,- ¿viajáis por la luna? venid, -agregó ofreciéndole la mano.

Ella se levantó sin tocar la mano que se le extendía, y se acercó al piano. Reinaldo la siguió.

-Niña, por Dios, que extraña estáis, tranquilizadme ¿no sabéis que os amo y que me vuelvo loco ante vuestra inexplicable reserva para conmigo? ¿tenéis alguna queja?

Margarita se sentó al piano estremecida; el sacrificio era superior a sus fuerzas: ¡se sentía tan amada!... y para un alma como la suya, era casi imposible desprenderse de la seducción de aquel acento: debilitada por la pena iba quizá a revelar su secreto cuando la voz de doña Ángela la volvió a la realidad:

-Canta, hija mía, para reanimar mi corazón enfermo.

Reinaldo parado junto a ella insistía, -tenéis quejas, Margarita.

-¡Sí, de mi suerte! -contestó con voz apagada; sus manos cayeron sobre el teclado y quiso principiar un canto, pero al levantar la voz rompió a llorar y se cubrió el rostro con las manos.

Elina corrió a su lado y acercó a su pecho la cabeza de la joven, diciendole:

-¿Qué te pasa, Margarita? ¿te sientes mal?

Por un esfuerzo de la voluntad alzó su dulce rostro para tranquilizar a su prima, trató de sonreír y aquella sonrisa daba a su rostro el tinte que un rayo de sol da a un cielo lleno de sombras.

Reinaldo la miraba angustiado; ella, sin mirarlo, hizo girar el taburete del piano y dijo a Gustavo:

-Vos tenéis la culpa, la historia del saboyano me ha dejado nerviosa, para castigaros vais a cantar conmigo un dúo de Ruy Blas, que Elina nos acompañará.

Gustavo se inclinó y colocó en el atril la música pedida. Elina preludió y riéndose, dijo:

-¡Cuidado con los nervios!

-No, no; ya los rompí: principia.

Como si quisiera borrar las impresiones de aquella historia cantó, como cantan las aves que animan las selvas, aun cuando sean sus notas de dolor. Reinaldo no apartaba de ella los ojos, oculto detrás de una cortina, le pareció ver brillar lágrimas en los de la joven. Trató de acercársele al terminar el canto, pero ella lo evitó colocándose entre su tía y el Sr. Finkler. No la comprendía y despechado y coloso se retiró temprano, con el pretexto de escribir a su madre.




ArribaAbajo- XII -

Margarita al centrar en su cuarto se dejó caer en una silla; estaba quebrantada y abatida, así la encontró Elina que cuidadosa la había seguido; se acercó y la rodeó con sus brazos; ella rompió a llorar.

-Pero, ¿qué tienes, Margarita? Algo extraño te pasa., ¿no me lo quieres decir a mí? Elina se sentó a los pies de la joven y colocando sobre sus rodillas las blancas manos cruzadas, insistió -¿no quieres?

-¿Por qué no? -dijo,- ¿a quién mejor que a ti?

Margarita se animaba con la esperanza de que tal vez su tía se había engañado respecto a los sentimientos de su hija y resueltamente quiso leer ella misma en aquel corazón, aunque leyera su sentencia.

-La enfermedad de mi tía me ha llenado de sustos, ¿qué sería de nosotras sin ella? Nunca se me había ocurrido seriamente y a la hora de fijar el destino me pongo tan nerviosa como si fuera a cometer un crimen. Reinaldo... Elina se puso tan pálida que Margarita no necesitaba otra confesión, sin embargo, como quien quiere apurar hasta las heces del veneno, -agregó valientemente:

-Reinaldo, me parece que está un poco enamorado de ti y Gustavo quiere casarse conmigo; mi tía dice que estas bodas la harán feliz, ellos lo serán también, pero... separarnos ¡es tan triste!...

-¿Amas tú a Gustavo, Margarita? -preguntó Elina tratando de leer en el alma de su prima.

-Sí, -dijo Margarita sin vacilar;- siento por él un dulce afecto; es noble, distinguido y me ofrece todo lo que puede dar encantos a la vida... vamos, ahora tú amas...

Elina no la dejó concluir, se arrojó en sus brazos y le dijo muy bajo:

-¿A Reinaldo? ¡Me parece que sí! Perdóname, mi dulce Margarita, yo creí que tú le amabas y tenía celos y te acusaba sin saber por qué.

Y Margarita como quien se aplica un hierro ardiendo a la herida, preguntóle:

-¿Le quieres mucho?

-Nunca he sentido por nadie lo que siento por él; es más, me parece que hace mucho tiempo que lo llevo aquí, -y la joven señaló el corazón.

Margarita alzó los ojos al cielo en actitud, resignada y besó la frente de Elina.

-Serás muy feliz, -dijo,- y quiera Dios que nunca sepas de qué tamaño son los dolores de la vida; durmamos pensando en que como dos palomas vamos a alzar el vuelo juntas. Hasta mañana.

Elina no tardó en dormirse, acariciada por tantas y tan hermosas esperanzas.

Margarita amaba a Gustavo y nada podía perturbar la dicha soñada.

Dormida su prima, salió Margarita y fue a sentarse en el jardincito; allí podía llorar a solas sus ilusiones desvanecidas, sus esperanzas destruidas y sus amores muertos.

-La lucha es grande para mis fuerzas; el alma se resiste a penetrar en las sombras de la desdicha; pero, ¿qué hacer? Cuando se tiene en la nave de la vida por piloto el deber, sólo a su impulso podemos detenernos en las riberas azules de la felicidad. ¡Qué triste es arrancar con propia mano del libro de la dicha la página de la esperanza!

Reinaldo a su vez era presa de idénticas impresiones: a la luz de la luna, de codos en la ventana de su cuarto, buscaba en sus recuerdos algo que pudiera explicarle la esquivez de Margarita. Su pensamiento se torturaba por encontrar la clave de aquel enigma.

-¡Oh! -decía,- sólo por ella he soñado glorias, sólo en ella he pensado al emprender mi viaje mi esperanza más hermosa ha sido despertar en su corazón el sentimiento que abrasa, el mío ¿qué tendrá? Si ella ha alentado mi corazón, si yo he visto en una noche de baile su alma entera en sus ojos serenos ¿por qué, pues, se reserva hoy hasta el extremo de huirme? Yo debo tener una explicación con ella, debo decirle el estado de mi alma, y si se muestra indiferente a estas angustias, me alejaré para siempre y trataré de olvidarla lejos de un mundo donde ella esté. Pero, ¿qué estoy diciendo? ¡qué loco soy! Si donde quiera que vaya, la llevaré siempre aquí, -y colocó las manos sobre su pecho inquieto.

En sus insomnios aquellas almas se cruzaban unidas en el dolor mutuo mientras la luna pálida pasaba por el cielo sereno dando a la tierra sus dulces claridades.

Corrían los días y Reinaldo no podía vencer la marcada esquivez de Margarita; hablaba con Elina, y sin saber por qué, no se atrevía a contarle, ni a confiarle su pena.

Un día Reinaldo encontró sola a doña Ángela y quiso ver si ella conocía el cambio de la joven y para sondearla la habló de su carácter y de su bondad: Doña Ángela alentada por estas insinuaciones le dijo confidencialmente:

-Si supierais... vos soy de la familia y debéis saberlo todo. Gustavo la adora, el Sr. Finkler me ha pedido su mano y yo creo que Gustavo puede hacerla feliz, ¿no os parece que debemos ayudar esa felicidad?

Reinaldo no contestó; se ahogaba. ¿Sería aquel el secreto de Margarita? ¿amaría a Gustavo? pero, ¿por qué no decírselo, siendo tan fácil y natural el camino de la verdad? Mientras en su despecho detestaba a su joven rival, pensaba con noble justicia que era digno de ser amado; su distinción, sus cualidades, su gran corazón, tantos privilegios debían acercarlo al santuario de la dicha, pero, no podía remediarlo, el pensamiento de aquella unión le volvía loco.

-¿Pensáis como yo? -insistió doña Ángela volviendo el rostro para ver a Reinaldo.

-¿Lo quiere Margarita? -preguntó éste esquivando la mirada.

-No tanto como eso: ella no ha resuelto; pero a mí me parece que sí lo quiere.

Reinaldo cobró aliento y resolvió vencer todo obstáculo para una explicación con Margarita. ¿Cómo juzgar la conducta de aquella niña?

Oyóse la voz de Elina y su risa harmoniosa; poco después entraron las dos niñas seguidas del Sr. Finkler.

Reinaldo las aguardó extendiendo sus dos manos y al ver en las suyas libros religiosos, preguntóles:

-¿Venís del templo del Señor? ¿os acordasteis de pedir a Dios por los que padecen? -y su mano estrechó más largo tiempo la de Margarita,

El Sr. Finkler se acercó a doña Margarita:

-Vamos a ver, señora; el club alemán da un pequeño concierto improvisado; me he comprometido a conquistaros para que Elina y Margarita asistan a él; espero que no me dejaréis desairado y que me ayudareis a vencer a Margarita que no quiere ir: ¡se ha puesto caprichosa!

Margarita miró con ojos suplicantes a su tía.

-Ven acá, -dijo ésta,- ¿te sientes mal?

-No tiene nada, -dijo el Sr. Finkler,- van conmigo y con su primo porque yo quiero presentar al señor.

-Iba a suplicároslo, -dijo el joven.

-Sola no puede ir Elina; si Margarita conviene, contad con ellas por mi gusto.

Margarita al fin cedió; ¿qué le importaba todo aquello?

Por la tarde, como no quería arreglarse, Elina peinó sus cabellos y le eligió para que llevase un elegante traje de seda negra; segura de su belleza le gustaba realzar la de su prima y procuraba hacer más notable el contraste que ambas ofrecían.

-Así con tu garganta descubierta estás seductora y tengo lástima de Gustavo: ayúdame tú ahora; ¿me pongo mi traje rosa? -dijo abriendo un ropero.

-Te sienta mejor el azul, que es el color del cielo y de tus ojos, -dijo Margarita;- ¿quieres que arregle para tus cabellos grupos de miosotis o campanillas?

Elina se sentó frente al espejo, y dijo riendo:

-Te entrego mi cabeza.

Margarita recogió los finos y abundantes cabellos de Elina y los levantó buscando la forma que mejor cuadrara a su peregrina cabeza: terminado el peinado, Elina volvió el rostro y dijo dándole un beso:

-¡Cómo me embelleces! ¡qué buena eres y cómo te quiero!

-¡Quiéreme más, y aun así, no alcanzas a pagar todo lo que te doy!

Dos lágrimas brotaron de sus ojos, que Elina no pudo ver, porque tenía el rostro sobre el hombro de la joven.




ArribaAbajo- XIII -

Las dos jóvenes estaban de pie cada una al lado del sillón de doña Ángela, cuando entraron sus caballeros a buscarlas. El Sr. Finkler dijo a Reinaldo:

-¡Soberbias! ¡cómo me van a envidiar! ¿qué dice usted, caballero: habrá en España quien compita con ellas? ¡Ay! doña Angela, ¡si yo fuera joven! ¡si yo tuviera veinte años!... ¡Pero como soy un viejo, me las llevo al concierto y me -pondr6 como un perro gruñón!... ¡que nadie me las toque!... ¡eh!...

Todo esto dicho en su acento extranjero y en su mal castellano, hizo mucha gracia y Elina rió alegremente; sólo Margarita parecía turbada y distraída: doña Ángela la miró fijamente unos momentos y ella se volvió para ver a Elina.

-Podéis acompañarla, pero, ¡mucho, cuidado! -dijo el Sr. Finkler a Reinaldo presentándole a Elina. Reinaldo sonrió para ocultar su despecho; sus ojos, como su pensamiento, como su alma entera se iban en pos de aquella niña pálida que parecía agobiada bajo el peso de un secreto pensamiento.

Elina, trémula y cortada, miró al joven vacilar: ¿acaso no quería su primo darle el brazo? ¿qué aguardaba?

El desdichado esperaba una mirada de Margarita para dar al traste con todos los planes del Sr. Finkler, pero aquellos ojos permanecieron en los caballos grises de su tía, que acariciaba la mano izquierda.

-Tengo miedo de tocaros, -dijo al fin a Elina,- temo al miraros faltar a la ordenanza.

-¡Hum! -hizo el Sr. Finkler ofreciendo su brazo a Margarita, que se dejaba llevar con la natural dulzura que tanto la distinguía.

Principiaban a llenarse los salones cuando entraron las dos jóvenes.

Laura de Ibáñez, que hizo sitio a su lado para ellas, notó la palidez de Margarita, pero como mujer fina y discreta guardó silencio, limitándose a estrechar su mano, tratando con su mirada inteligente de leer en aquel melancólico semblante.

Ante aquella alegre concurrencia, que parecía olvidar los azares y las luchas de la vida, ocupada sólo del placer de la hora presente, entregada a esos goces que el mundo y sus sociedades se han formado como para buscar un contrapeso a las desdichas terrenales, Margarita parecía una planta de extraño suelo.

Nunca nos sentimos más solos en nuestras tristezas como cuando vemos la fría indiferencia de los otros; ¡a qué larga distancia se sentía la pobre niña de aquella alegre juventud! ¡cuánto hubiera dado por huir de aquellas luces brillantes y de esos ruidosos placeres que parecían retener a los otros que cruzaban risueños!

Los primeros acordes llamaron a los sitios designados. Gustavo y Reinaldo, aunque separados por un instinto celoso, entraron los primeros cogidos del brazo. Elina saludó con la cabeza. Margarita, que conversaba con su amiga Laura, vio a ésta sonreír e inclinar graciosamente la cabeza, pero no volvió

la suya.

El compatriota del Sr. Finkler, en cuyo obsequio era el concierto, ocupó el piano, dando la preferencia a su innovador Wagner ejecutando el «Lohengrin».

-¿Qué vais a cantar? -preguntó el Sr Finkler a Margarita, orgulloso de presentarla como joya propia al conducirla horas después al piano.

-El «Ave María» de Gounod; pero haced que me acompañe Elina para que me dé aliento; puedo haceros quedar mal, estoy muy nerviosa.

Decía verdad: su palidez que resaltaba el traje negro era notable, a los reflejos de las luces parecía de nácar.

-Tengo miedo, -dijo bajo a Elina,- si vacilo no te detengas y repite el compás perdido que yo te sigo.

-¡Boba! -dijo Elina,- si esto te lo sabes como el Padre-Nuestro.

Margarita se sonrió; su voz un poco insegura al principio se afirmó y dio a las melodías un ritmo singular; hubo un instante en que pareció dar en una nota toda la expresión íntima de un padecer oculto e insufrible, fue como un sollozo; con sus grandes ojos vueltos hacia el cielo parecía un ángel que nostálgico canta las reminiscencias de su patria celestial.

Reinaldo se acercó al terminar la joven, y dijo al Sr. Finkler que estaba ya al lado de Margarita:

-Si me lo permitís conduciré a Margarita a un sitio donde el aire pueda reanimarla; su palidez asusta.

-¿Es que en realidad estáis enferma? -dijo el Sr. Finkler alarmado.

-No, -dijo tranquilizándolo con una sonrisa,- un poco de mareo producido por el calor y la fatiga. ¿Vienes Elina? -dijo queriendo detener a la joven al ver que su primo la conducía fuera del salón.

Elina no la oyó y ella tuvo que seguir la voluntad que la arrastraba.

¿Tenéis miedo? -dijo él.

-No: con vos nada tengo que temer.

La condujo a uno de los pequeños salones de descanso y ofreciéndole sitio en un sofá, la dijo sentándose a su lado.

-Estáis fatigada: descansad lejos del ruido de los otros.

Comprendió Margarita que el momento de prueba había llegado; que ella misma debía decidir el destino; hubiera dado un mundo por eludir aquel compromiso; quería llamar a los que pasaban, pero, que extraña no parecería su conducta y también pensaba que su primo se resentiría; esperó pues resignada todo el rigor de la suerte.

Reinaldo, llegado el momento tan ardientemente deseado, no encontraba cómo dar salida a aquel oleaje de pasión que hacía palpitar desordenadamente su corazón.

Aquel semblante con su adorable palidez de luna; las manos cuya belleza no podía ocultar la cabritilla y que agitadas por un ligero temblor nervioso trataban en vano de seguir con el abanico el compás de un vals de Strauss que la orquesta ejecutaba, todo le hacía ver que la joven como él luchaba con una emoción visible.

-¿Por qué esa turbación, Margarita? ¡estáis muy cambiada! ¿queréis explicarme la causa de vuestras reservas?

Ella quiso hablar, pero no pudo; le latía de tal modo el corazón, que parecía romperle el pecho.

-Conocéis mis sentimientos, sabéis que os amo y que anhelo unir vuestra suerte a la mía: ¿me habré engañado si he leído en vuestros ojos mi dicha?

Ni una palabra dijeron los labios de Margarita.

-Pero hablad, aun cuando sea para decir que no me amáis.

-Sabéis -dijo ella apenas- que Gustavo ha pedido mi mano y yo ofrecido aceptar su petición.

Reinaldo se levantó y dio algunos pasos.

Nos vamos... -dijo ella alentando.

-Esperad un momento para que decidáis mi destino: me habíais dicho que no amabais a Gustavo.

-Pero como no amo a nadie y él es bueno y le tengo algún cariño, concluiré por corresponderle, -dijo sin levantar los ojos.

-¿Sabiendo que yo os amaba alentabais mi pasión y preferís luego a Gustavo?... -y ciego de dolor y de celos agregó con voz sorda: -¡Sois, pues, como todas las demás!

Ella ahogó un sollozo, el corazón iba a hacerle traición, pero un esfuerzo de la voluntad la repuso y se alzó para afrontar la realidad.

-Os habéis equivocado...

-Torcéis mi camino, -la interrumpió él,- me cerráis las puertas de la dicha; mis sueños, mis esperanzas huyen como espantadas al soplo de un desencanto; sois vos la primera y la única mujer que ha vivido en mi alma, y sois vos también la que en el libro de mi vida dobláis la hoja del amor. Me alejaré, volveré a mi país al lado de mi madre; si alguna vez probáis las amarguras y echáis de menos un afecto, pensad en el mío.

Su voz tenía el acento doloroso, mezcla del despecho y la tristeza.

Margarita leía en aquel corazón, como en el suyo, que se rompía: con una sola palabra podía calmar aquella tempestad en el pecho de Reinaldo, pero el sacrificio estaba ya resuelto; guardó pues absoluto silencio, que Reinaldo interpretaba a su modo. La contempló fijamente unos momentos, como si quisiera grabar en su memoria la imagen de la mujer que a pesar de todo amaba con locura.

-Volvamos al salón, -dijo al fin,- os echará de menos allá.

Ella se levantó prontamente y al apoyarse en su brazo dijole a media voz:

-¡Olvidadme! ¡sufro tanto como vos!

En el salón Elina paseaba apoyada en el Sr. Finkler, que al ver a Margarita se acercó a ella diciendo a Reinaldo:

-Caballero, los ruiseñores no se aprisionan.

-Es verdad, -dijo él, y se apartó, para aislarse de aquella multitud que se agitaba; sólo quedó por mucho rato viendo girar aquel mundo alegre.

-¡Cuántas veces -pensaba él- he discutido con los que censuran estos placeres que la cultura establece y hermosea; con los que creen por sus gustos, sus años o intransigencias que el alma no tiene parte en ellos! ¡Cuántas veces he dicho que el alma vivía y revivía aquí! ¡Oh, es necesario padecer para sentir lo inútil del placer! ¡El placer! ¡apenas es un paréntesis abierto a la vida: puede aquí el magistrado descansar del cortejo fatigante y vergonzoso que la lisonja coloca en sus antesalas; el político del peso abrumador de sus ambiciones; el comerciante, de la aridez del «debe» y del «haber»; el rico del imantado afán de sus riquezas; el otro del tesón doloroso de sus miserias; pero el desdichado, al acudir a la cita de la cultura, no puede dejar la alforja de sus tristezas a la puerta del placer; los acordes de la música no ahogan las palpitaciones del corazón, el alma no rompe aquí sus cadenas y sólo puede, como el prisionero, dejar caer sus grillos para no sentir su ruidoso peso!

-Se acostumbra eso en España, -dijo el Sr. Finkler que se acercaba con Elina y Margarita.

Esta interrumpió a su viejo amigo:

-Tengo mucha sed; ¿queréis calmarla?

-¡Oh, sí! tomaréis un poco de «Rhin» y reanimaréis vuestras mejillas: estáis muy pálida.

Y no me exijáis más canto: tengo una extraña opresión.

-¿Queréis retiraros? -dijo él alarmado.

-No, porque disgustaría a Elina que tan dichosa parece.

Esta no se daba cuenta de nada, apoyada en el brazo de su primo daba vueltas al salón.

Gustavo distrajo a Margarita de sus tristes pensamientos y por una delicadeza que la joven supo agradecer no la habló una sola palabra de amor.




ArribaAbajo- XIV -

Las impresiones de aquella noche triste para el alma de Reinaldo alejaron de sus párpados el sueño: todo aquel edificio construido bajo el mágico encanto de tantas esperanzas rodaba en un momento al soplo mortal del desengaño; ¡tantos y tantos ensueños de su alma desvanecidos! Los celos levantaban en su corazón un dolor punzante, el despecho, como un tempestad, le ahogaba y su voluntad no podía acallar los gritos de su alma enamorada.

Su imaginación la hacía ver a Gustavo como rival preferido: ¿por qué le prefería Margarita a él? si es verdad que el joven alemán era digno de ser amado, ¿por qué no había sido preferido desde el principio? ¿era aquello el juego de una coqueta?... ¡Oh! ¿cómo imaginarse en aquella niña angélica el alma fría de una mujer sin corazón?...

-Las últimas palabras de Margarita eran para él un enigma: «olvidadme: sufro tanto como vos.». ¡Qué misterio tan impenetrable es el corazón de una mujer! ¡En tanta juventud, tanto artificio! Todo lo pensaba para su mal menos la realidad: las ondas del despecho le arrastraban...

Y siempre así, los humanos cruzándose en el camino de la dicha; aquellos seres apartados para siempre, estaban más que nunca unidos por un mismo sufrimiento.

Transcurrieron los días y volvieron a encontrarse, a verse con igual frecuencia; pero ni sus frentes ni sus labios delataban sus insomnios ni sus luchas.

Las veladas eran tristes y sólo Elina era como un rayo de sol en aquel cuadro sombrío.

Doña Ángela en su egoísmo y con su escasa inteligencia, trataba de dar a las cosas el giro que ella quería; con un afán y una tenacidad digna de mejor causa, explicaba que el agotamiento de las fuerzas físicas de Margarita había venido de un baño que la niña se había dado y la había resfriado.

La concentración de Reinaldo y de Gustavo la alarmaba, pero ella misma trataba de tranquilizarse y decía: «timideces de enamorados; yo me acuerdo de los días de mi juventud; ¡cuántas veces no vi a Carlos sin atreverse a declararme su amor!» Y así que procurara alentar a los jóvenes con sus complacencias; dábales campo para explicaciones y trataba de dejar la conversación en un pie que les fuera fácil acercarse.

En su afán fue hasta España a buscar de aliada a su hermana; oculta de sus hijas escribióle y anticipando los acontecimientos le decía: «Un joven rico, noble y buen mozo me ha pedido la mano de Margarita, a ésta no le disgusta, y así, es esta una boda que puede anunciarse. Reinaldo parece un poco enamorado de Elina, y ésta se inclina a él, que tiene como miedo de declararse, síntoma de verdadero amor. Aliéntalo tú como madre. ¡Ay! ¡qué felices si logramos ver realizados nuestros sueños en la unión de nuestros hijos! ¡Si los vieras juntos! parecen nacidos el uno para el otro.

»No digas nada: las niñas no saben que yo te escribo estas cosas, pero yo creo que no te las debo ocultar para que apoyes la inclinación de nuestros hijos»...

Cerró la carta y murmuró: «Berta lo arreglará todo... esto no es pecado... Margarita tiene a Gustavo, además, ¡nadie se muere de amor! en las novelas nada más; sobre todo, Dios ve mi intención... ¡la felicidad de mi hija, aun cuando me cueste la propia vida!...

Una noche que Elina y el Sr. Finkler habían logrado dar a la tertulia un sesgo casi alegre, decía Elina a Reinaldo desde el piano:

-Voy a ver si unos aires españoles disipan vuestro aire taciturno.

El Sr. Finkler pedía por Dios y a Gustavo y a Margarita:

-Una limosnita de una balada de mi país para combatir la nostalgia de su ausencia.

Todos rieron y la misma Margarita le tendió la mano sonriendo, y dijo:

-Aguardad, hermano.

-¿Cantamos a Fausto? -dijo Gustavo acercándose.

-¡No, no! algo nuevo: ensayemos a Marta.

Como las aves que con la medida del martirio cantan mejor, dio ella en largas espirales todo el sentimiento, que inundaba su alma.

El Sr. Finkler la abrazó y la dijo enternecido:

-¡Dios se lo pague, niña! ¡lastima que se haya puesto tan caprichosa!

Margarita, después de aquel esfuerzo, tenía ganas de llorar: fue a sentarse a la ventana, Gustavo la siguió.

Elina tejía cerca de la luz que daba de lleno en su semblante; sus ojos bajos daban a sus facciones la expresión de una virgen dormida. Reinaldo que la miraba recogía como artista aquellas líneas dignas de la estatutaria.

-¿Sabéis que pienso partir dentro de breves días? -dijo sin dirigirse a nadie.

Elina palideció y sus manos temblorosas enredaron el hilo.

Reinaldo quedó sorprendido; el efecto era visible ¿por qué su partida hacía temblar a aquella niña?

-¡Tan pronto! -dijo ella reponiéndose y alzando hasta él los ojos llenos de esa humedad que anuncia el enternecimiento. Reinaldo pudo leer en ellos abiertamente y sintió ante aquella alma que se abría buscando la suya, las tristes e inexplicables contradicciones del corazón: sintió lástima grande por aquella criatura a quien le estaban reservadas las torturas de un mal sin remedio: él no podía amarla y era incapaz de fingirlo.

-¡Oh, no! -pensó,- ¡ni aun aconsejado por el despecho se puede profanar un sentimiento! la ausencia borrará lo que tal vez sólo está en la imaginación -y agregó en voz alta:

-El vapor español llega el 23, estamos a quince: sale el 24: espero cartas de mi madre para resolver si tomo ese vapor. Ella quiere esperarme en París.

Gustavo y Margarita nada habían oído empeñados en una conversación, animada, porque el joven tenía el tacto de no hablarla de amor; ella se entregaba a identificar sus gustos por las artes. Margarita comprendía que la delicadeza de Gustavo era un respeto a las tristezas que adivinaba y estaba casi alegre porque la libraba de un suplicio.

Reinaldo interpretaba, en su despecho, aquello por felicidad: esas equivocaciones iban formando los eslabones de su desdicha.

Margarita se acercó a doña Ángela, quien con acento de despecho la dijo:

-¿Qué te parece? Reinaldo se vuelve a España.

-¡Ya! -dijo Margarita con gozo y pensó que no amaría a su prima; se iba libre; era él quien desbarataba los proyectos de su tía; ¡bendito sea Dios! ¡aun podría esperar! Su frente estaba serena y sus labios encontraron sonrisas. Reinaldo se irritó, la alegría de Margarita le hacía daño; ¡qué misterio encerraba la conducta de aquella niña! ¡parece increíble, -decía,- que bajo esa apariencia de ángel se encuentre una mujer sin corazón!

Sin saber lo que hacía la estuvo contemplando largo rato y después tomó su sombrero para salir, no sin tomar antes la mano de Elina y decirle tristemente:

-¿Vos si recordaréis alguna vez al viajero?




ArribaAbajo- XV -

Al fin la agencia anunció la correspondencia. Reinaldo recogió la suya y sin atender a los saludos del Sr. Finkler tomó la acera opuesta para no detenerse; tenía prisa por llegar al hotel y ver qué le decía su madre; sentir las palpitaciones de su gran corazón en aquellas líneas.

-¡Pobre madre! -dijo;- ¡tus bendiciones no han podido preservarme de las penas!

Abrió con nerviosa mano la carta, que junto con él leeremos:

«Tu carta, hijo mío, trae como un sello de tristeza, que por más que se quiera no se oculta a los ojos de una madre. Sin haber terminado el tiempo fijado para tu excursión, quieres volverte a España: ¿acaso estás ya cansado de los sitios que apenas has pisado? ¡y yo que había tenido la esperanza que en esa hermosa patria mía encontrarías la felicidad del corazón! ¡cuánto hubiera amado a una hija en una compatriota! deseaba más, que una de tus primas hubiera sido la elegida de tu alma. Ángela y yo, cuando vosotros estabais aun en la cuna, soñábamos en formar de nuestros hijos una sola alma, un solo corazón: ¿nada dice hoy al tuyo esa hermosa niña educada por una madre ejemplar? Mi pobre hermana achacosa y débil moriría contenta si pudiera dejar en el mar de la vida esa frágil navecilla dirigida por un hábil piloto. Las suertes no se empujan, pero si Dios me diese el poder de unirlas, tomaría vuestras manos y convertida en ángel guardián al soplo de mis bendiciones os llevaría al país de la felicidad; pero estos son deseos locos de quien ha soñado dos felicidades en una: para tu madre, hijo mío, la esencial es la tuya que pido al cielo.

»Sé que la hija de Luisa por su gracia; ha atraído a un joven muy distinguido; mucho me alegra la dicha de esta huérfana: ¿no te invita este ejemplo? ¡Con cuánto gusto no volvería yo a ver el cielo de mi patria si bajo su azul se cobijara la felicidad de mi hijo!

»Tienes nuestra licencia para tu libre elección y tanto tu padre como yo, pensamos que es tiempo que principies a pensar en lo serio de la vida...»

Reinaldo dejó la carta sobre la mesa y apoyó la cabeza entre sus manos. ¡Si su madre lo viera! ¡a él, el soñador que con un suspiro de amor en los labios, navegando en el mar de la esperanza había venido a encallar en el banco de hielo del desengaño! ¡Oh, esa niña ha jugado con mi corazón como un niño con un pomo de cristal, hasta romperlo! El cielo de mi vida queda sin luz, ¿qué objeto tendré ahora?... ¡perdón, madre mía, perdón, te olvidaba! ¡viviré para ti y nunca verás en mi pliegue de mi frente la preocupación del pensamiento y ni en la contracción de mis labios la agonía del corazón! «¡Mi felicidad a toda costa!» ¡Imposible ya! ¡pero en cambio de la mía, la tuya! -Vamos, -dijo al fin,- intentaré acercarme a Elina, y si como presumo, esa niña inocente me ama, ¿a qué más puedo aspirar que a la felicidad de los demás? Y así el orgullo de Margarita quedará también herido: ¡dicen que las mujeres son vanidosas y ella se resentirá de mi filosofía, de mi aplomo, al cambiar un amor por otro!... pero, ¡qué necio soy!... ¡que me vuelven loco de dolor y de celos!

Por la tarde se vistió y salió como quien ha tomado una resolución. Fuera de su hora de costumbre llegó a la casa de doña Ángela, que había salido con Elina. Margarita estaba sola, sentada en el patio cerca de unas lilas; se detuvo a contemplarla; miraba ella al cielo y su pensamiento parecía perderse en el espacio como las nubes que lo cruzaban.

Al verla perdió su serenidad, pero se repuso, y levantando su arrogante cabeza pensó: -¿Quién mejor que ella para el consejo? -y se acercó resuelto.

Margarita, aunque lo había adivinado, no volvía la cabeza. Si Reinaldo no hubiera estado tan turbado, mucho le hubiera dado en qué pensar la palidez de la joven.

-Si interrumpo vuestras meditaciones, me retiro, -dijo con voz que no parecía la suya.

-No, -dijo ella,- entretenía el pensamiento con las nubes.

El silencio reinó entre ellos ¡ay! aquel muro de hielo no podía apagar el fuego de sus corazones. Los ojos de Margarita no se apartaban de las lilas y abrigaba las manos frías entre sus brazos cruzados.

-No vengo a importunaros con mis amores desdeñados, -dijo al fin resueltamente Reinaldo;- pero escuchadme y vos que tales heridas causáis, ayudadme a buscar el bálsamo para que no sangren más. No hay una sola impresión en mi ánimo a que no hayáis estado ligada estrechamente; ¡cuántas veces mirando las estrellas he querido cruzar con vos el mundo, estremecidos contando las palpitaciones del corazón enamorado! ¡he soñado y esperado tanto!... ¡que al fin se me agotaron las esperanzas y los sueños! ¡y mi dicha, como un paisaje de esas nubes que contempláis se fue a hundir en al ocaso de aquél que las dorara!...

Mi madre sueña ahora... ¡y yo que no tengo ya sueños, debo vivir para los de mi madre! ella quiere que busque la felicidad en el amor de una mujer, ¿qué pensáis vos de Elina?

La sangre se heló en el corazón de la joven, ¿con que siempre habría cruz y victima? ¡era necesario subir al Calvario y extender el cuerpo palpitante!...

-Permitidme para concluir, Margarita, dirigiros una súplica en nombre de la felicidad de mi madre; decidid vos, -y agregó ruborizándose,- ¿creéis que Elina tiene alguna inclinación hacia mí? y después ¿creéis que puedo ofrecerle una vida llena con el recuerdo de otra mujer? ¿puedo ofrendar en el altar de su dicha un corazón como el mío?

Margarita aceptó aquella faz nueva de que se revestía el dolor para aniquilarla: sil alma buscó energías para afrontar los tormentos de su martirio, y de aquí que otra vez se alzara transfigurada sobre la peana de su cruz para quitar uno por uno los escrúpulos a su primo.

-El recuerdo de un amor imposible, -dijo,- se extingue al fin y el espectáculo de mi felicidad borrará las huellas que haya podido dejar en vuestra alma. El amor de Elina será para vos, como el rayo de sol que va a llenar de dulces claridades el obscuro calabozo del prisionero: vuestra alma elevada, en una atmósfera de adoración y de fuerza encontrará al fin su nivel: ella os ama, y de pie en el umbral de la esperanza os ofrece la mano para surcar el mar de la vida, en busca de la isla que se llama «felicidad», salvad, pues, esa distancia que bien pronto el amor acortará.

Se detuvo; aquel sufrimiento tan anticipado en su alma, tan inesperado en su vida, daba a su semblante una expresión extraña; sus ojos pardos tan bellos se agrandaron con el esfuerzo de la voluntad que domina; sin dudar un momento colocó las espinas de su corona. Bajo la luz indecisa de aquella tarde, entre el perfume de las flores, la hermosura del cielo, viendo allí enamorado y triste a su amado, ella pensó que el soplo de la fatalidad era de muerte para su corazón. Ante la idea de que para siempre lo separaba de ella, rechazó el torrente de lágrimas hasta el fondo de su alma, alzó la frente y fijando los tristes ojos en las lilas que no veía, prosiguió:

-Yo no podía amaros: mi corazón no ha sido formado para las grandes afecciones; consiento en casarme con Gustavo porque él no me exige más de lo que puedo dar; por nuestra identidad de gustos y porque es bueno y me acepta tal cual soy.

Sin vacilar se despojaba de su perfección moral, como la virgen que ante los altares cristianos alarga la gentilísima cabeza para que rueden sobre las losas sus perfumados cabellos, galas de que se desprende para acentuar el sacrificio.

Reinaldo pudiendo apenas dominar su emoción la miraba en silencio; ella continuó:

-¿Queréis mi consejo sincero? helo aquí: casaos con Elina: ella alfombrará de flores la senda de vuestra vida: a fuerza de amaros ella encontrará el camino de vuestro corazón y quedará borrada la imagen que van a envolver las brumas germánicas; detrás de las desvanecidas surgen otras risueñas, seguid impulsado por ellas y llegaréis a la más hermosa de las realidades: llegará un día en que al recobrar la paz, conoceréis la dicha de amar y ser amado.

La actitud serena de la joven y su voz dulce y apagada formaban contraste con la alteración de sus facciones: no habló más, tenía miedo de llorar ¡ay! el palacio de su dicha derruido, el ideal de sus sueños, desvanecido, ¡separados!

Reinaldo se encontraba inquieto, para, él, aquella niña era un misterio y mal aconsejado por su despecho, dijo:

-Tenéis mucha razón, no pudiendo los corazones entenderse estarían los seres muy lejos de la dicha, equivocaríamos el camino si lo emprendiésemos juntos: seguid en paz y perdonad las impresiones que hayan podido causar las de mi ánimo en el vuestro; sea Elina, como lo manda el destino, la fuentecilla a donde vayan a apagarse los tormentos de mi pecho.

Se oyeron las voces de doña Ángela y Elina en el zaguán y Reinaldo se adelantó para recibirlas: su resolución estaba tomada.

Margarita permaneció un momento sin acción, después lanzó un largo gemido y dijo cubriéndose el rostro con las manos:

-¡Al fin!... las lágrimas deben correr porque si no ahogarían el corazón.

Lloró mucho y largo rato su dicha ya perdida. ¡A qué duras pruebas estaba su alma sujeta! ¡Pobre niña! ¡tan tiernamente amada! ¡y por sus propias manos rompía los hilos blancos de sus esperanzas! ¡Si al menos pudiera, en esta larga violencia, verse libre en sus tristezas para entregarse a ellas!

Oyó la voz de Elina que la llamaba; la esperó sentada enjugando precipitadamente sus ojos, las sombras del crepúsculo ocultaban la descomposición de su rostro.

-¡Margarita de mi alma, al fin soy feliz!

-¿Te habló el primo?

-Sí, apenas llegué me sorprendió el aire que tenía Reinaldo, el brillo de sus ojos me asusto: se acercó a mí y reteniendo entre sus manos la mía, dijo con una voz que apenas le oí: «Elina, no quiero partir solo: ¿queréis ser mi compañera y llegar a los brazos de una madre que os bendecirá si dais un poco de felicidad a su hijo?» No contesté y él continuó como haciendo un esfuerzo: «¿Queréis darme un poco de amor?» Contesté que sí con la cabeza; insistió entonces: «¿Me amáis pues?» Cobré valor ante el tono triste de su voz y dije: «Desde antes de conoceros.» Díjome enternecido:. «No sufriréis más: ¡os haré feliz!» me dejó para acercarse a mi madre y corrí para contarte mi dicha.

Margarita la abrazó; alzó los ojos al cielo como para ofrecer el sacrificio, que al renunciar a las dichas de la vida hacía sobre la cabeza de su prima: ¡Sea para ella siempre un secreto, la amargura de mi corazón!

-Lo sabía ya, -dijo al fin,- me lo confió todo, tenía miedo de hablarte, ¡yo lo alenté! ¿lo quieres mucho?

-Como a nadie he querido, ni tú a Gustavo, -agregó tratando de levantar a Margarita.

-No, -dijo ésta;- más tarde voy a engalanarme para decidir al mío: aguárdame allí.




ArribaAbajo- XVI -

Margarita fue a arrodillarse a los pies de su Virgencita: iba a buscar allí consuelos, iba a pedírselos a Dios, que delante de esos grandes dolores nos ofrece como aromas del cielo grandes esperanzas: allí iba a ofrecer como un holocausto el sacrificio de sus dichas.

La plegaria fortifica y el alma al acercarse a las claridades del infinito recobra algo de su esencia inmortal. La religión tiene dulces consolaciones que hacen de la pena aguda una tristeza. Margarita se levantó fortalecida para el combate, dispuesta a vencer, si no el amor, que era imposible, a arrancar del corazón el dolor que lo invadía.

Acercóse a un espejo y encontrándose muy pálida, humedeció su cara con agua muy fría para atraer la sangre a sus mejillas, suavizándolas después con polvos color de rosa, y rosa fue también el traje que vistió para animar su tez: apenas había concluido, cuando entró doña Ángela diciéndole:

-Abrázame, hija mía, porque soy muy feliz.

-¡Ay! -pensó ella;- a medida que mis dichas van desapareciendo, los otros cuentan las suyas.

Salió con su tía y felicitó a Reinaldo y a Elina juntos, y rió con el Sr. Finkler que estaba radiante de alegría, porque le parecía que aquella boda era un paso andado para la felicidad de su hijo.

Margarita tocó algunas piezas acompañada de Gustavo, pero tenazmente se negó a cantar.

El equipo de Elina principió y era Margarita la que más esmero ponía en estas galas. El Sr. Finkler hubiera querido allanar todo para la realización de esa boda, que le quitaría un peso de encima, pues creía que Reinaldo era demasiado peligroso como rival y había pasado muchas noches sin sueño, buscando el medio de dar a las cosas el giro que tan favorablemente para sus proyectos tomaban por sí solas; sin embargo, muchas veces se interrumpía su alegría, porque Reinaldo era un novio distraído, porque una vez lo sorprendió contemplando un retrato de Margarita: otra tarde lo vio seguir con la mirada por largo rato a la joven, que paseaba con Gustavo. Pero lo que más alarmaba sus esperanzas era la misma Margarita: una vez se quedó pensativo toda la noche porque vio dos lágrimas en los ojos de la joven, que se apresuró a enjugarlas; mayor hubiera sido su desaliento si se hubiera fijado en la dirección de sus ojos. Reinaldo abrió un precioso estuche de terciopelo azul y sacó de él dos anillos, colocando uno en el dedo de nácar que Elina le presentaba y a su vez ésta colocaba el otro en la mano izquierda de Reinaldo: aquel símbolo de la eternidad de los afectos que ataba ya dos suertes era para Margarita un hilo de la suya que se rompía. El Sr. Finkler se preocupaba más y más: había alguna cosa inexplicable para él.

Gustavo, como su padre, estaba receloso: la actitud de Margarita lo intimidaba.

Viéndola sola una tarde en el cenadorcito de las lilas, que había llegado a ser su sitio de preferencia, se acercó y con esa delicadeza que sólo los grandes corazones encuentran en las difíciles circunstancias, le dijo:

-Si a la amistad le fuera dado penetrar el pensamiento, el vuestro sería transparente para mí; si la felicidad llenara de claridades vuestra vida, respetaría esa reserva y no trataría de acortar la distancia a que queréis colocaros; pero como me parece adivinar que tenéis sufrimientos, vengo a preguntaros si queréis dividirlos.

Ella alzó los ojos, y leyó en los claros del joven tanta lealtad, que enternecida dijo:

-Tenéis derecho a ello, Gustavo: vuestra lealtad reclama la mía y al completarla llenaré como un deber imperioso de esa amistad. Nobleza obliga, y por lo tanto debo ser con vos más que con nadie, franca y leal; os debo explicaciones, pero permitidme aplazarlas: aguardemos que la dicha de los otros se realice para entonces, yo misma os invitaré a escucharlas: os suplico que no os impacientéis, -dijo sonriendo levemente.

-Como gustéis, Margarita, -dijo Gustavo mirandola fijamente, tratando de buscar en aquellas sienes el pensamiento que las quemaba.

Después de un breve silencio, Margarita, como si temiera que el joven insistiese, dijo con voz muy tranquila:

-¿Queréis que vayamos a repasar las rapsodias de Litsz que habéis traído?

Él se inclinó para seguirla.

Elina vino corriendo hacia Margarita diciendo:

-¿Sabes? mi tía salió de España y estará aquí dentro de pocos días.

Sólo Gustavo notó el ligero estremecimiento de la joven.

Reinaldo no tenía en el rostro la natural expresión del que espera una alegría; era esto debido a los temores que abrigaba: iba a ver a su madre; ¿cómo ocultar su pesar a la mujer que estaba acostumbrada a leer en su-corazón? ¿cómo llegar a sus brazos fingiendo una felicidad que-no sentía? Violento era el esfuerzo y en lo sucesivo tendría que gastar las energías de su alma para concluir la obra empezada y ofrendar en el altar de las ajenas dichas la suya propia.

Una mañana llegó Reinaldo en un coche: su madre estaba en La Guaira y quería aprovechar el tren de la mañana para encontrarla. Doña Ángela y Elina quisieron acompañarlo: aquélla dio a Julieta las últimas órdenes y subió al coche.

-La pobre Margarita está quebrantada, y además, alguna debía quedar para arreglar la casa... Oye, Julieta, dile a la niña Margarita, que las llaves están en el bolsillo de la bata que tenía puesta, que nos espere a la tarde en la estación. ¡Dios mío! -dijo al arrancar el coche;- ¡parece un sueño! veinticinco años sin ver a mi querida Berta y al fin me da el cielo, muchas felicidades en una.

Mientras tanto, la pobre huérfana, libre de todo disimulo, se entregaba a sus íntimas tristezas; vertió todas las lágrimas que oprimían su corazón y con profunda melancolía recorrió el campo desolado de sus esperanzas: fortalecida por aquel desahogo, encontraría nuevas fuerzas para la lucha interior, que era su más penoso trabajo.

Después de largas y dolorosas meditaciones, empleó el resto del tiempo en las ocupaciones de la casa; con el mejor gusto arregló la habitación destinada a su tía: en aquella encantadora y modesta habitación, la rica dama no echaría de menos las suntuosidades de su morada.

A las cuatro empezó a vestirse lentamente; se esmeró en su tocado; quería parecer bien, por una triste puerilidad quería agradar a la madre de Reinaldo y debía conseguirlo; con su traje de muselina de la India color crema, de forma lisa, cuerpo ceñido a la cintura por una cinta de terciopelo negro, abiertos los delanteros sobre una camisilla color de paja, su distinción era extremada: el pelo recogido en una sola trenza caía a lo largo de su espalda, un sombrero blanco, de alas anchas con grandes plumas a lo mosquetero completaba su elegancia.

El Sr. Finkler llegó en su coche a buscarla y acompañarla con el cuidado de un padre. Gustavo se reunió a ellos en la estación donde el tren se anunciaba ya con sus ruidos y sus penachos de humo que en largas espirales se perdían en las nubes.

Gustavo alcanzó a ver el rostro de Elina, que sonreía.

-Acerquémonos, -dijo a Margarita.

Pero ésta se había quedado inmóvil y ligeramente pálida: había visto de pie en la pequeña plataforma cerca de las escalerillas a Reinaldo que la miraba con apasionada admiración, sus ojos tenían siempre para ella, la misma expresión magnética que tanto la conmovía.

El tren se detuvo y Reinaldo ofreció a su madre la mano para bajar.

Allí está Margarita, -dijo Elina, llamándola.

-¿Es aquella Margarita? -dijo Berta;- ¡deliciosa criatura! -Y volvió prontamente a buscar el rostro de su hijo porque había sentido un estremecimiento en la mano que sostenía la suya, pero éste sonrió con la mayor naturalidad y dijo a su madre:

-Es muy bella, ¿no es verdad?

Berta estrechó a la joven entre sus brazos y le dijo:

-¡Cómo te pareces a la pobre Luisa!

Berta acogió a los amigos de su hermana, al presentárselos, como de la familia.

Una vez en la casa, Berta, ayudada por Elina, se despojó de sus abrigos de viaje: de estatura elevada conservaba reflejos de una gran belleza: su tez blanquísima hacía más notable la expresión de sus ojos negros, que tenían ese brillo singular que dan las luces de la inteligencia: su boca, aunque de labios descoloridos, se animaba al mostrar sus blancos dientes: el óvalo de su rostro era perfecto y se completaba harmoniosamente con las líneas puras de la cabeza, en cuyos negros cabellos principiaban a mezclarse los hilos de la nieve de la vida; a todas luces era una mujer distinguida en quien la cultura había completado las dotes naturales.

Elina y Margarita desprendieron también de sus sombreros los largos alfileres; Berta se acercó a ellas y colocándolas juntas dijo al Sr. Finkler que las miraba:

-¡Adorable contraste! ¡no hay que escoger!

-¡Las dos! -dijo él riendo;- yo no las separo de mi corazón;- y unió la acción a la palabra.

Margarita condujo a su tía a la habitación que le estaba destinada; seguíala ésta admirando sus movimientos bajo la luz que llevaba en la mano que la envolvía en su suaves claridades. Ayudóla Margarita en los preparativos de tocador, abrió las maletas y colocó en orden todo lo que pudiera necesitar, anticipándose a sus deseos.

-¿Necesita algo más? -dijo antes de retirarse.

-Sí, -dijo;- ven acá, que me quieras y que veas en mí a tu madre, a quien yo adoraba: ¿será así?

-¡Oh, sí, señora! -contestó; y dos lágrimas que no pudo, ocultar por tener Berta su cara entre sus manos asomaron a sus ojos.

-¿No eres feliz? -dijo ésta sorprendida atrayéndola a su seno.

-¡Mucho! Pero siempre el recuerdo de mi madre... qué sé yo... se me figura al veros que como vos sería ella; -y separándose dulcemente agregó: puede servirse la comida.

-Sí, hija mía, ya te sigo.

Reunidos en el pequeño comedor, Margarita servía los platos ayudada por Gustavo colocado a su lado. Reinaldo estaba entre su madre y Elina, el Sr. Finkler y doña Ángela ocupaban los testeros de la mesa.

Berta notó que sólo ella, Elina y doña Ángela reían. Margarita no alzaba los ojos de su plato y tomaba a pequeños sorbos la sopa, cuyo calor no lograba dar color a sus labios pálidos. Gustavo, atento a sus menores movimientos, evitábale inconvenientes en el servicio.

Berta comprendió que la huérfana era el eje de la casa.

Doña Ángela rebosaba de dicha y quería que su hermana no echaría de menos su cocina española.

El Sr. Finkler miraba tristemente a Gustavo y Margarita; golpeaba con el cuchillo el cristal de una copa, siguiendo el compás de un aire que no se oía; contra su costumbre, se olvidaba de llenar su copa.

Reinaldo apenas si oía la conversación de Elina, servía a su madre distraída mente, y ésta observaba de reojo a Margarita; la veía que era objeto de atención; haciendo un esfuerzo dijo al Sr. Finkler alargándole su copa:

-Amigo mío, despertad: nos dejáis perecer de sed.

Todos se reanimaron con el Rhin, ofrecido por el Sr. Finkler como obsequio a la viajera.

Margarita continuó su papel, olvidado por un momento, y la animación hizo a Berta olvidarse de sus observaciones.

Reinaldo tenía miedo sabía que era difícil engañar a su madre, que estaba acostumbrada a leer en su corazón como en un libro abierto; sabía también que con su gran corazón y su inteligencia todo lo transparentaba. Por la primera vez de su vida iba a cerrar su alma a los ojos de su madre. Observaba con un triste enternecimiento la admiración y la ternura de Berta por Margarita, y cuando la veía entre sus brazos apartaba los ojos y pensaba que así unidas vivían en los sueños de su corazón cuando se despertó en el mundo de las realidades.




ArribaAbajo- XVII -

Fijado el día 15 de Septiembre para el matrimonio activáronse los preparativos.

Reinaldo tenía prisa, quería que los encontrara el invierno en Niza.

Acostumbrada Berta a las suntuosidades españolas quiso darla también a las bodas de su hijo.

Reinaldo alquiló una lujosa casa y su madre encargó de decorarla lujosamente.

Margarita se anticipaba a todos los deseos y su gusto era consultado con preferencia.

Berta estudiaba a aquella niña, en la que observaba singularidades inexplicables; veíala palidecer y desfallecer sin causa conocida; parecía unas veces que una voluntad superior la arrastraba, y se doblegaba; volvía como sorprendida de aquella debilidad que a toda costa quería ocultar: Margarita, a no dudarlo, tenía un misterio y la curiosidad de Berta pugnaba por levantar el velo la cubría.

Como se había fijado el 15 de Septiembre, los salones de la suntuosa casa se abrieron; en el principal como en todos, el buen gusto competía con la severidad: la mujer que había dirigido su organización, no había olvidado un detalle y acostumbrada a separar lo verdadero de lo falso, nada había dejado allí sin tonos; todo estaba admirable y en todas partes esas maravillas que sólo encuentran los hijos mimados de la fortuna.

La luz eléctrica reflejábase en las lunas de Venecia. Reinaldo, su madre y doña Ángeles esperaban a los convidados a la entrada del salón; la ola de encajes y aromas principió a las ocho de la noche; una escogida concurrencia íntimos amigos circulaba esperando la novia.

Las dos jóvenes eran muy queridas; todos celebraban el brillante matrimonio de Elina; la modestia y la bondad de las jóvenes habían salvado el escollo que siempre encuentra la belleza. Cuando Elina apareció, la admiración fue unánime; la joven bajo su velo de tul parecía una ondina besada por las espumas del mar; el traje de seda blanca con bordados de plata ceñía su talle escultural; a un lado se abría como un abanico de crespón de la China rodeado de guirnaldas de azahar, que desde la cintura venían a unirse a la cola del vestido; el cuello descubierto oscurece a las flores que lo besan: su larguísimo velo está sujeto por una pequeña diadema de las simbólicas flores del amor; sus grandes ojos parecen pedazos de cielo azul entre copos de nieve; estaba encantadora su hermosura resplandecía bajo sus virginales atavíos.

Reinaldo la contempló largo rato: su mirada de admiración tuvo el poder de conmover dos corazones: el de su novia, que se estremeció de amor y felicidad, y el de su madre, a quien aquella mirada quitaba un peso de encima: cavilaba con las distracciones de su hijo, que acababa de abrir horizontes a las esperanzas de futuras felicidades; no había duda: su hijo amaba a Elina.

Los coches aguardaban. El Sr. Finkler llenaba cerca de la que amaba como a hija las veces de padre y conducía a la joven, a quien envolvía la hermosa trinidad de dones: juventud, hermosura y felicidad, con su cortejo castísimo de ilusiones y esperanzas. Doña Ángela estaba en el quinto cielo, apenas si podía andar; no tenía ojos sino para su hija; no pensaba en otra cosa que en aquella ventura, y si había cruzado por su alma alguna preocupación sombría, aquel instante las borraba todas.

Reinaldo, arrastrado por la fatalidad, no pensó que levantaba el primero la muralla entre él y su amor.

Gustavo con la frente pálida conducía a doña Ángela: trató de inquirir de ella por qué Margarita estaba fuera de aquel círculo.

-¡Pobrecita! -dijo ella; y su frente se oscureció. -Nada es completo: a última hora de tanto ufanarse y llorar por la ausencia de Elina, la cogió una jaqueca y no ha podido moverse: tranquilizaos, pronto se repondrá; tomó antipirina y a la vuelta estará de pie... Con este ejemplo, pronto será vuestro turno...

Berta seguía a su hijo contando las palpitaciones de su corazón sobre el que apoyaba su mano: pensaba en la huérfana que tan misteriosa encontraba: para ella la jaqueca era un pretexto; pero ¿por qué, y para qué? Empezaba a tener miedo.

Ante la Ley como ante Dios, las voluntades y los destinos de aquellos dos seres quedaron unidos; ¿fue acaso temor de su preocupación? pero parecióle que la voz de Reinaldo estaba trémula al pronunciar el juramento. No se engañó su instinto de madre: Reinaldo, ante los hombres no se inmutó; a ellos no les es dado leer en los corazones; pero ante Dios sí, porque, aun cuando fuera, por la ajena felicidad, era un sacrilegio el juramento y el engaño a la inocencia de una casta esposa.

Terminada la ceremonia volvieron a los salones a recibir los parabienes. Berta la primera, atrajo a su seno aquellas dos cabezas y emocionada dijo:

-Si después de la de Dios, la bendición de una madre puede dar la felicidad, recibidla...-Su voz se ahogó, el estremecimiento de su hijo la dejó helada: siguió la dirección de sus ojos y vio a Margarita que apoyada en el marco de la puerta los buscaba con su triste mirada.

Con la nacarada palidez del sufrimiento la joven estaba seductora: su vestido, que Berta había hecho confeccionar para ella, era de muselina de seda blanca sobre un fondo de tafetán; una cinta ancha de moaré blanco recogida a la cintura y que caía en bandas por detrás, marcaba la flexibilidad de su talle de diosa; adornada con margaritas, sus flores predilectas, tenía su belleza una expresión angélica, acentuada por sus bellos ojos agrandados por la palidez; sus brazos salían de unas mangas recogidas por encajes y cintas, su forma torneada las marcaba la cabritilla que los cubría; llevaba en el izquierdo un precioso brazalete que tenía escrito en brillantes pequeñísimos la palabra: «Remember», regalo que Reinaldo le hiciera en nombre de Elina, como un recuerdo a su juventud pasada juntas. Margarita comprendió el valor de aquel recuerdo, pero su rostro no reveló las palpitaciones de su corazón.

Al contemplar el grupo que se ofrecía a sus ojos, la joven se tambaleó un poco, pero la de vencerse era una de las cualidades que había, adquirido en el sufrimiento su alma superior: sonrió levemente y se dirigió a ellos. Bajo las suaves ondulaciones de su traje parecían sus pies blancas palomitas que asustadas andan como a escondidas.

Berta la miró enternecida; nunca le había parecido tan bella. Antes de abrazar a su prima; extendió su mano a Reinaldo sin decir una palabra: él sintió bajo la luna cabritilla la frialdad de aquella pequeña mano; la retuvo y la estrechó ligeramente inquieto; también sentía él debilitarse su energía ante esa niña que era ya un imposible, mayor aun que el de olvidarla.

¡Sarcasmos de la suerte! ¡tan dignos uno del otro, estaban ya separados para siempre, aunque íntimamente unidos por las mismas dolorosas huellas!

-¿Seguiréis pronto nuestro ejemplo? -preguntó trémulo Reinaldo.

-Tal vez, -dijo mostrando sus dientes de perlas, y tomando las manos de Elina la dijo sin alzar los ojos:

-¡Tu felicidad me es cara que la mía! ¡dime eres dichosa!

Elina la abrazó y se alarmó, sintiendo que la joven temblaba un poco.

-¿Qué tienes?

-¡Nada! el temor de perderte... ¡la idea de la separación!...

-¡Oh, no! mi querida Margarita, te quiero más que nunca si te apartara de mi corazón la felicidad sería incompleta para mí.

Berta se preocupaba más y más con sus observaciones; el misterio se iba descorriendo ante su mirada de mujer: tomó de la mano a Margarita y la condujo al extremo del salón: Gustavo las siguió y la discreta dama pretextando atenciones los dejó solos diciendo:

-Aprovechad el tiempo y... el ejemplo.

Gustavo ofreció su brazo a Margarita que se apoyó en él como si fuese para ella un refugio en tantas luchas.

-Margarita, -dijo serio y triste,- la dicha de los otros viene a despertar los sueños de la mía: ¿queréis realizarlos? ¿por qué os amuralláis en un silencio profundo cuando yo hago alusión a mis esperanzas? ¿no queréis compartir mi vida?

-Amigo mío, -dijo ella,- os he prometido ser franca y la hora de nuestras confidencias se acerca; prometedme esperar unos días más y os ofrezco abriros mi corazón de par en par. He allí vuestro padre; nos busca.

-Como para los pulmones el aire, la harmonía es necesaria a mi padre.

Los dos jóvenes entraron en el salón precedido por el Sr. Finkler; significativas miradas se fijaron en ellos y algunas parecían felicitar a Gustavo: él se sonrojaba un poco; Margarita no perdía su graciosa serenidad, que parecía alentar las alusiones a su futura dicha. ¿Qué le importaban las gentes? desde aquella noche quedaban rotos los hilos del mundo para ella; al penetrar en el valle triste de su infortunio, renunciaba a las preocupaciones, a los placeres; las ficciones de la vida dejábalas atrás como a sus esperanzas.

Ella misma tenía deseos de cantar, y más que por ajenas insinuaciones por su propia voluntad se acercó al piano arrastrando a Gustavo. El canto, para su alma demasiado llena con el exceso de la tristeza, era un auxiliar, un desahogo. La música tiene el poder de entrar en nuestras almas. así puede decirse: acaricia las horas deliciosas de la dicha, y en las tristezas infinitas parece levantar los ecos melancólicos del lamento.

Margarita, alzó sus bellos ojos, su garganta se irguió y su voz de plata lanzó las notas claras de su canto. Algo había en sus vibraciones que enternecía.

Gustavo volvió el rostro para verla;-estaba, turbado hasta el fondo del alma; aquel acento le daba miedo. Margarita parecía sentir únicamente, diríase que el pensamiento huía como espantado del dolor del corazón: la voz gemía y nunca tuvo más fiel interpretación la poética Margarita de Guonod.

Reinaldo no pudo ver la emoción de Margarita porque había inclinado la cabeza: tenía miedo de que Elina viese la suya; pero sí vio a su madre acercarse a la joven y oyó a Gustavo que decía a las personas que rodeaban a Margarita: «el calor es sofocante y la ahoga; permitidme llevarla a tomar el aire»; vio también que se la llevaba.

-¿Queréis que vaya a ver qué ocurre a Margarita? -dijo Elina.

-Gustavo la reanimará, -dijo él,- dejadles libertad; además, os debéis a nuestros invitados.

-Gracias, amigo mío -dijo Margarita a Gustavo ya lejos de las gentes; y como quien ha meditado algo que debe hablar unió resueltamente sus manos y agregó:- Debo empezar por confiaros...

-Aguardad, Margarita; no os agitéis, descansad y después, como lo hemos convenido, hablaremos; contad desde luego, pobre niña, con mi afecto fraternal que sabrá sobreponerse a todos los demás, -dijo Gustavo con una noble tristeza.

Margarita comprendió que la había adivinado, que conocía su secreto y lo miró con admiración.

-¡Qué noble sois!-dijo;- ¡merecéis la felicidad que os niega el cielo!

-Venid, Margarita, la curiosidad se agita y es preciso calmarla.

Y los dos, transfigurados por el mismo pensamiento, volvieron a las escenas de la vida.

¡Cómo el destino separa los seres que unidos completarían la dicha humana!

Pocas horas después, la animación restablecida por el baile hizo variar las conjeturas.

Margarita valsó con Gustavo, que parecía un amante feliz.

Sólo Berta meditaba y por los hilos que ataba tenía ya como descorrido el velo del misterio que tanto ansiaba conocer.

A las dos los convidados principiaron el desfile y las despedidas. Las luces se almenaron y Berta besando la frente pálida de Margarita le dijo:

-Acabo de besar a mis hijos; ¿queréis hacerme compañía para no sentir los preludios de una separa sión?

-Soy vuestra: pero dejadme ayudar a mi tía en su primera noche de soledad.




ArribaAbajo- XVIII -

Margarita, vestida con un peinador de muselina blanca, sus cabellos desmesurados y los ojos enrojecidos por el llanto penetró en el aposento de la noble señora, que la esperaba resuelta a romper su secreto: las fuerzas de la joven parecían agotadas y se dejó arrastrar hasta la vista un pequeño sofá; Berta la rodeó con un brazo; tenía hasta miedo de sondear aquel corazón.

-Me parece que sufres, hija mía, y por eso he querido tenerte a mi lado.

Berta se detuvo: la contracción de aquella linda boca le hacía daño; su alma se llenaba de tristeza ante aquella pobre niña sola, huérfana y aislada; ante aquella pena devorada con tanta resignación no pudo resistir y colocando la cabeza de la joven sobre su corazón dijo:

-¡Pobre tórtola herida! ven a llorar aquí; abreme tu alma; hazte el cargo que soy tu madre, a quien tanto amé.

Pasábase Margarita la mano por la frente como para refrescarla del ardor del pensamiento; ¡triste síntoma de una pena insufrible y heroicamente soportada! Alzó sus grandes y tristes ojos para mirar a su tía: aquella oferta imprevista, ¿era un refugio o un peligro? leyó en aquella mirada clara una tan afectuosa compasión, que arrojó en sus brazos vencida por su extremo desamparo y por la dulce violencia de aquel gran corazón. Tenía henchida de lágrimas el alma y por aquel dique roto brotaron a torrentes. Berta la dejó llorar sin hablarla para no aumentar su enternecimiento.

-¡Ya está! vamos, hija, cálmate, -dijo al fin.

-Perdonadme, -dijo la pobre enjugando las lágrimas con la manga de su vestido; no ha sido culpa mía, pero sí puedo aseguraros que no sucederá más.

-Déjame ver ahora el tamaño y el color de tu pesar, -y viendo que la joven hacía un movimiento negativo con la cabeza, agregó valientemente como quien aplica el hierro a la herida que se quiere curar,- ¿amas a mi hijo, desgraciada?

-¡Y tanto, -gritó la niña en un sollozo,- como soy amada por él!

-¿Desde cuando?

-¡Desde antes de vernos y después y siempre!

-¿Te lo dijo él? a-alentó apenas la madre.

-Sí, -hizo la joven con la cabeza.

-¡Niña! ¿y por qué no aceptaste su amor?

-Oid, -dijo Margarita:- como guardaréis el secreto voy a confiároslo todo porque mi alma necesita también esta expansión: nos amábamos, pero Elina también lo quería; dulce y casta la pobre nada me dijo, pero a mí me pareció que había cambiado conmigo desde la llegada de Reinaldo; mi tía comprendió lo que pasaba en el corazón de Elina; para una madre es siempre transparente el corazón de su hija, ¡y yo... no lo era suya! ¡Ciega por su amor materno no se fijó tampoco en que nuestras almas, como las ramas al soplo del huracán, se doblaban al peso del pesar! Ella enfermó de gravedad y una vez en que creyó morir me hizo la espantosa revelación y me exigió velar por la felicidad de su hija y al mismo tiempo me pedía que aceptara el amor de Gustavo. ¡Jesús! ¡he sufrido mucho sin hallar a quien confiarme! Tenté el último recurso: traté de seducir a Elina para ver su corazón; era verdad: ¡Elina amaba a Reinaldo!... ¿qué tenía ya que hacer? A ellas las debía todo: yo, pobre huérfana desvalida encontré bajo este techo amor y piedad: yo no he conocido las lágrimas sino por mi fatal amor: en el seno de mi tía he pasado la infancia, por ella feliz,: esa niña que me ha llamado su hermana, lo ha sido en efecto y jamás sintió celos porque yo compartía los besos de su madre; ¡con cuántas privaciones y tanto amor no nos ha educado ella!¡cómo podía yo herir seno que me había abrigado! ¡El deber me dictó mi conducta, y ahora, estamos en paz! les doy lo que me han dado ¡la vida!

-Pero, niña, -dijo la pobre madre llorando- ¿por qué arrastrar en tu gratitud la felicidad de mi hijo?

-¡Ay! -dijo Margarita con una tristeza profunda en la que se notaba un dejo de coloso despecho:- ¡él será feliz! ¿no veis qué pronto aceptó el bálsamo para su herida? En cambio, yo no me casaré nunca; no voy a vivir frente a frente con un lago cuya imagen no está en mi corazón. No sabéis lo que me cuesta rechazar el amor de Gustavo ¡noble corazón digno de un amor feliz! ¡Para él, si yo aceptase sería la vida un lago de ondas azules, pero yo no puedo llevar al altar de Dios una fe mentida y al hogar un corazón enfermo e incurable! Vos sola conocéis mi secreto; guardadlo: no vayáis a destruir mi labor tan dolorosa, ni a turbar la felicidad de vuestro hijo: dejadme doblegar al peso de mi destino; compadecédme, amadme un poco para encontrar siquiera un rayo de luz en esta noche de mi vida! Llorando en vuestro seno me parecerán menos sombrías mis horas de soledad.

Berta tenía un gran corazón; pero nunca sus fibras sensibles habían vibrado con tanta fuerza como ahora ante el quejido de aquella pobre avecilla: ante aquella alma desesperada como la de una mártir cristiana, firme a la hora del sacrificio. La sencillez de Margarita en su insufrible dolor la asustaba, parecíale que la joven estaba segura que los días de su cautiverio de pena serían cortos.

Tomó Berta entro sus blancas manos la cabeza de Margarita y mirando aquellos ojos tan bellos y serenos, con voz llena de lágrimas dijo:

-¡Oh! ¡cuánto te hubiera amado! ¡cuánto te quiero! ¡qué burlas tan crueles tiene el destino! ¿por qué separaros? ¡ay de mí! ¡si mi hijo te ha amado te amará hasta el fin de sus días! En el camino del sacrificio, hija mía, has excedido el esfuerzo humano; ¡ese es el heroísmo! pero tus escrúpulos han turbado otra vida y tal vez Reinaldo no llegue a hacer feliz a Elina ¡si esa desventurada llega a descubrir a qué costa es hoy feliz!...

-¡No me lo digáis! no me quitéis el único consuelo a que me acojo, ¡oh no! ¡Reinaldo la amará! mi recuerdo se borrará de su memoria como el sueño de una noche.

La joven hablaba con voz dulce, pero firme, aquella confesión arrancada a su sinceridad no debilitaba un momento el vigor de su alma; sólo dos seres tenían derecho a ella: la madre de Reinaldo y Gustavo: sólo ellos podían ver los combates de su corazón.

-No me había engañado, hija mía, -dijo Berta- y ahora, ¿cómo llevarás la vida a mi partida? ¿quieres venir conmigo a España?

-¡Ay, Señora! -dijo la joven con desaliento- bien quisiera alejarme, dejar por mucho tiempo los sitios donde he padecido tanto, pero dejaría sin fuerza mi sacrificio faltando a mis deberes, hoy más que nunca marcados al lado de mi tía. Elina sigue a su esposo y la tristeza podría mataren la soledad el corazón que dio vida al mío: aquí me quedaré; si la fatalidad ha podido herir mi alma nunca el remordimiento la emponzoñará. Partid sin inquietudes y cuando penséis en la pobre Margarita, recordadla con enternecimiento, pero pensad siempre, que si lleva en el pecho un amor desgraciado, lleva en cambio la única y verdadera, felicidad del alma ¡la paz de la conciencia!

El reloj dio las tres y media y Berta, tan triste como la joven, dijo:

-Vamos a ver, hija, si llega el sueño a calmar las fatigas de nuestras almas.

Obligó a Margarita a ocupar un pequeño lecho que había arreglado junto al suyo.

Berta no pudo dormir: se encontraba culpable; sí, ella había contribuido a la desgracia de aquella pobre: ella, cuyas sospechas se habían levantado, ¿por qué no indagó? ¿por qué no habló? Su hijo, su Reinaldo, si ella le hubiese exigido unta confesión se la habría hecho, ¿por qué había huido de sondear antes aquel misterio? Sí, se encontraba culpable: a ser más resuelta hubiera evitado la separación de aquellos dos seres tan dignos uno del otro; veía la felicidad de Elina expuesta a un derrumbamiento; si llegara a descubrir la verdad ¡ay! sería, como un soplo de muerte sobre sus ilusiones y su ventura!

Reinaldo, su hijo adorado era infeliz, y ella había podido evitarlo, ¿de qué le habían servido sus intuiciones de madre? ¡Oh! -decía,-¿es así como he velado por esa dicha tan cara, que he visto las alas negras de la desgracia sobre su frente y nada he hecho para evitarla?... Berta no podía conciliar el sueño y se admiraba de ver a Margarita dormida como en sus días de niña pero como un niño que se queda dormido con una contrariedad; su pecho lo levantaba un sollozo, ¿cómo podía dormir?

Berta aprendió, tanto en aquel sueño, como en sus dolorosas meditaciones, que la pena cuando no intranquiliza la conciencia no quita a la naturaleza sus derechos.

Al rayar el alba Margarita abrió los ojos tristes a la nueva luz que venía a bañar su frente pálida; vio a su tía que estaba apoyada en la ventana. Levantóse y acercándose cariñosamente le dijo:

-¡Tan temprano levantada! ¿os sentís mal?

-No, hija mía, muy triste con el pensamiento de tantos errores y a la vez midiendo la impotencia humana para conjurar los males.

-No pensemos más en lo pasado: el sufrimiento es fardo pesado al principio y después la costumbre nos lo hace ver como un compañero triste y nada más.

¡De quien había aprendido aquella niña esa filosófica resignación!

Presentó la frente a Berta, recogió graciosamente su vestido y dijo:

-Voy a ver a mi tía; ¡pobre! hoy estoy sola para ayudarla, al concluir vuelvo para atenderos; y salió ligera como quien no siente el peso de las penas.

-¡Qué alma tan grande en una criatura tan débil! -dijo Berta;- ¡no se la puede olvidar, vivirá eternamente en el alma; de Reinaldo! Y si él llega a descubrir el hermoso de ese corazón, el sacrificio llevado a cabo con tanta sencillez! ¡cielo santo, que no llegue ese día!




ArribaAbajo- XIX -

Algunos días después Reinaldo propuso a su madre acompañarlos a Italia para después regresar por Francia a España.

-Como queráis, -dijo ésta,- pero, eso sí, activemos nuestros preparativos.

Una tarde que Berta había salido con sus hijos a devolver visitas y que doña Ángela rezaba su ejercicio cotidiano en la Merced, Margarita sola recorría distraídamente las teclas del piano cuando entró Gustavo; ella le oyó, fue hacia él con sus dos manos extendidas y le dijo, con el acento que sólo ella tenía:

-¡Aguardaba esta hora de nuestras confidencias como el ciego la luz! venid, -y lo dirigió bajo unas magnolias que daban sombra al patio. Aquí ,-siguió- nadie interrumpirá nuestra conversación, pues viéndonos juntos se figurarán, que como novios, hablamos de nuestras esperanzas.

El la dejaba hablar, venía resuelto a decidir, no su suerte pues ya la conocía, pero sí la de aquella huérfana, que aislada en su propia pena tenía necesidad de un apoyo decidido; iban pues a encontrarse frente a frente aquellos dos seres dignos uno del otro y a quienes sólo faltaba para la harmonía de la vida el nivel del amor mutuo.

La lana llena asomaba por el oriente y su luz de plata bañaba a la joven, ¡qué bella estaba! tenía como reflejos celestiales; allí con su vestido blanco, idealizado por el sufrimiento parecía una visión. Gustavo no podía hablar; Margarita principiaba a impresionarlo. Ella se sentó invitándole a colocarse a su lado; por un momento sus bellos ojos llenos de lágrimas se fijaron en el disco de la luna y volviéndolos lentamente hacia su amigo, dijo con voz trémula:

-Conozco vuestros padecimientos; somos gemelos del mismo mal: a no ser porque la fatalidad separa nuestros destinos, la felicidad humana no sería un mito: tenéis el alma tan inmensa, como noble el corazón y amáis a la pobre huérfana hoy más que ayer porque sabéis que es desgraciada. Yo no puedo corresponder a vuestro amor, Gustavo, mi lealtad me aleja de vos; habéis adivinado que amo a otro, pero lo que no sabéis, es que soy amada por él y que en aras de la gratitud he sacrificado estos dos amores; por mis propias manos he roto los hilos de mi vida, renunciando así a la miel de la vida. El deber imperioso se alzó ante mí y en ese altar quemé el bajel de mis esperanzas. Por lo tanto, yo no puedo ofreceros dicha alguna, pero en cambio vos podéis darme la única que puedo encontrar sobre la tierra: ¿queréis ser mi hermano? ¿queréis ayudarme en esta labor de dichas ajenas?

Gustavo ocultó el rostro entre las manos: Margarita respetó aquel silencio: lo comprendió.

-Vos siquiera, -continuó,- tenéis quien os consuele, quien os comprenda, pero yo, que, como una tórtola errante gimo en las soledades de mi vida... -no pudo seguir, el llanto la interrumpió; Gustavo se repuso y tomando suavemente su pequeña mano, dijo:

-Llorad en el pecho de vuestro hermano, Margarita; desde hoy no estaréis sola. Renuncio por vuestra voluntad a la dicha soñada, pero no me quitéis nunca lo que me queda: la de amaros; la de velar por la hija de mi madre si existiera; la misma pena nos ha hecho hermanos, dejadme pues amaros sin esperanza de otras dichas y ser lo que queráis que sea.

-¡Qué bueno sois! iba a suplicároslo: tengo algo que exigiros; prometedme someteros y cumplir fielmente mis deseos.

-Os lo prometo.

-Escuchad: para la dicha de Elina es preciso que figuréis ser mi prometido y yo vuestra alegre-novia; una vez convencidos de nuestro mutuo amor, marcharéis a vuestro país antes de la boda: quedaré aguardándoos, pero... no volveréis; escribiréis fríamente, de tarde en tarde; vuestra decepción cambiará mi vida y gracias a esto, mis tristezas tendrán un motivo, se acabarán las violencias y podré romper este antifaz que tanto mal hace a mi naturaleza.

-¡Margarita! ¡Margarita! -dijo Gustavo incorporándose prontamente y con voz ronca- ¡qué me proponéis! ¡la prueba es superior al esfuerzo humano y no está al alcance de un caballero!

-No lo penséis así; tenéis que iros de todos modos, ¿no es verdad? ¿qué os importa fingiros mi prometido y no volver mientras que yo no os llame? ¡Ved que la exigencia brota del abismo de un alma desesperada; no os neguéis a dulcificar mi cáliz, completando mi sacrificio con la apariencia de la verdad! ¡Me habéis prometido ser mi hermano!...

-¡Imposible! perdonad, Margarita; no insistáis, hay leyes...

Ella no le dejó concluir, tomó con sus dos manos estremecidas el brazo de Gustavo y le dijo:

-Fijaos bien en que lo único que vais a sacrificarme es la opinión que van a formar de vos; además, -agregó muy bajo como con temor de que la oyesen,- yo siento que los hilos de mi vida están rotos ¿quién os dice que habrá tiempo para todo ese drama? ¿queréis verme morir desesperada y contribuir a que mis pocos días de mundo sean sombríos?

Gustavo estaba en un suplicio. Margarita lo tenía impresionado.

-No habléis así, por Dios; he prometido vivir y morir por vos y del modo que sea es igual: será como queráis, -dijo turbado.

-¡Dios os bendiga! ¡el corazón de esta pobre huérfana ya no está solo! Vuestro sacrificio es igual al mío y de hoy más vamos a vivir unidos por el mismo pensamiento. Gustavo, hermano mío, ¡qué digno sois de ser amado! -dijo tomándole una mano.

Él la retuvo entre la suya sin mirarla; ¡su pobre mano estaba helada!

-Vamos, -dijo ella,- tendremos tiempo de hablar: siento la voz de Elina y esto solo aguardamos para comer: quedaos con nosotros.

Se apoyó en su brazo y así, como feliz y con la confianza del amor penetró en el comedor, donde Reinaldo oía distraído una historia que hilvanaba, doña Ángela.

El resto de la noche estuvo Margarita encantadora, rió y estuvo alegre, suplicó a Elina que le acompañase al piano aires olvidados. Gustavo temió que aquella animación fuese febril; doña Ángela, como quien bota un fardo pesado, buscaba los ojos de Berta para decirle: «no lo había dicho yo», pero su hermana oculta por una cortina, lloraba ante el esfuerzo de la joven, para ella, aquellas alegría de Margarita eran como las galas sobre un cadáver, esto y las sombras de la frente de Reinaldo eran espinas para su corazón.

Gustavo se levantó, y como el marino que iza la última vela, tomó de la mano a Margarita, y la dijo:

-Venid, señorita, día de alegría es víspera de pesar; ¿sabéis, -agregó dirigiéndose a Reinaldo y a Elina,- que vuestro viaje agita mis alas y quiero también ir a Europa?

-¿Conmigo? -dijo Margarita con una candidez admirable.

-No, -dijo Gustavo,- antes de mis bodas; para éstas habrá que esperar. Elina debe prender los tules virginales de la cabeza de su prima, ¿os comprometéis a ello?... estamos al terminar Septiembre, ¿será vuestro regreso?...

-A mediados del año entrante -dijo Reinaldo, como aliviado de un peso.

-Tengo entonces tiempo hasta para recorrer las montañas de la Suabia y recoger de los libros parroquiales de Berlín mi partida de bautismo, indispensable para el santo yugo, y dejar por allá mis últimas impresiones de soltero: no digáis nada a mi padre, que ignora aún mis deseos, y no quisiera formular un proyecto sin tener antes su consentimiento.

Reinaldo miré largo rato a Gustavo: no lo comprendía; ¿sería Gustavo como los ingleses, flemático? Joven, rico, enamorado y con una novia adorable, no comprendía que prefiriera viajar solo. Gustavo tuvo miedo ante aquella mirada leal, que parecía sondear su corazón, y por un movimiento instintivo se llevó la mano al pecho; allí tenía el secreto doloroso y temió que los ojos del rival lo descubriesen; rehuyó las miradas escrutadoras y varió la conversación para distraer a Reinaldo.




ArribaAbajo- XX -

Al fin partieron Reinaldo y Elina y con ellos Berta, que se había desprendido de Margarita con un profundo enternecimiento, y de su hermana con frialdad; no podía perdonarle que por un ciego egoísmo hubiera roto la copa de la felicidad de los otros.

Reinaldo no dio muestras de ninguna emoción pero estuvo mucho tiempo solo y pensativo en la proa del vapor viendo la tierra que dejaba atrás; allí quedaban los sueños de su vida: había llegado joven y feliz y se sentía envejecido y desdichado.

-¡El destino nos burla y el corazón nos engaña! -dijo a media voz,- de tantas ilusiones como trajo aquí mi mente, que distintas realidades llevo... yo no sé como hacer para ocultar a los ojos de dos mujeres amantes esta tristeza que me llena el pocho! ¡Dios mío! a veces me parece que he aceptado demasiado pronto esta cadena y que en este largo viaje las flores que voy a sembrar en el camino de los otros, serán espinas punzantes para mi corazón.

Vio venir a Elina y a su madre abrazadas y se repuso hasta encontrar una sonrisa; la primera se colgó de su brazo: las lágrimas de la despedida no dejaron huellas en sus mejillas.

-¿Ya estás contenta? -dijo él.

-A tu lado lo olvido todo; sin embargo, cuando pienso en Margarita quisiera volverme o llevarla aquí, ¡la quiero tanto! ¡qué triste la dejamos! ¿no la viste? ¡qué pálida estaba! ¡Pobrecita! ¿tú sabes lo que me dijo bajito?: «¡ámalo mucho y hazlo feliz!»

Berta se asustó; Elina no pudo ver la emoción de su marido porque volvió a llorar al pensar en Margarita.

Reinaldo estuvo pensativo toda la tarde y veló hasta que la inquietud de su madre lo hizo recogerse.

Mientras tanto, los que allá se quedaban sufrían la dolorosa impresión de la tristeza: la noche fue de recuerdos, interrumpidos por los sollozos de Margarita. Doña Ángela, a quien el exceso de la dicha ahogaba todo otro sentimiento, respondía a Margarita:

-¡Auguras males! ¡a qué empañar con lágrimas su felicidad! ella se va contenta, sigue a su marido, como lo manda Dios; mañana serás tú; cálmate y no me atormentes con tanto lloriquear.

Gustavo era el único que tenía ascendiente sobre el ánimo de la joven; la llevó lejos de su tía, y la dijo:

-Agotáis mi valor con vuestra pena, Margarita, ¿acaso titubeáis? ahora más que ayer necesitáis la entereza del corazón; no tenéis el derecho de hacer dolorosa la ausencia de su hija a la que os ha servido de madre; os debéis a mi padre, que os ama tanto como a mí, y a quien si no queréis hacer feliz no debéis lastimar con vuestras tristezas, no le adelantéis la hora de su decepción, ¡pobre padre! ¡bien quisiera evitarlo este pesar! Sobre todo Margarita, llorad en el seno de vuestro hermano; juntos lamentemos el rigor de nuestros destinos, pero no quebrantéis mi valor con la desesperación; mi alma necesita de vuestro ejemplo para imitarlo.

Margarita inclinó la cabeza, unió sus dos manos y tendiéndolas al joven dijo:

-¡Tenéis un corazón muy hermoso! ¡alentadme a seguir con la cruz! ¡ay de mí! ¡vos también partiréis y entonces!... ¡Dios mío!...

-Mi padre quedará a vuestro lado.

-¡Un suplicio más! ¡mayor esfuerzo! ¡su ternura es penetrante!...

-Para realizar vuestros proyectos mi padre debe saberlo todo.

-¡Qué horror! ¡no, no!...

-Todo lo contrario, os quiero dejar un apoyo: lo prepararé y a vuestro ejemplo le ocultaré mi sufrimiento, le diré que... no os quiero porque amáis otro hombre, y él, viendo mi. resignación, la imitará y con la ternura que os tiene cumplirá gustoso la obligación que le dejó de velar por vos: tengo que haceros dos súplicas: escribidme siempre, y cantad cuantas veces quiera mi padre; ¿es mucho exigir?

Ella estrechó las manos del joven y bañándolas con sus lágrimas dijo:

-¡Qué digno sois de ser amado! ¡Si os hubiera conocido antes! ¡Oh, si las bendiciones y las plegarias de una pobre huérfana pudieran traer la dicha sobre vuestra cabeza!...

Y los dos volvieron a ocuparse de doña Ángela y el Sr. Finkler.

La vida siguió en la casa triste su curso natural y poco a poco iba llegando la costumbre de no ver a los ausentes.

Otra tarde que Margarita estaba sola sentada junto a las magnolias, llegó el Sr. Finkler muy pálido y con el pecho lleno de suspiros; ella, comprendió que Gustavo le había contado todo y se levantó para esperarlo; estaba muy conmovida; él se acercó, tomó su cabeza de virgen, la colocó sobre su pecho y le dijo llorando:

-¡Heroica criatura! ¡ahora te quiero más! ¡pobre hija mía! Gustavo y yo estamos aquí para amarte y comprenderte. En el pecho de este viejo hay mucha ternura; si no puedo consolarte lloraré contigo; pero ¿por qué no te has de consolar? eres joven, bella y buena sin igual... ¡Dios premia!... y se sonaba con estrépito para ocultar su turbación.

Margarita se arrojó en sus brazos, como para dar cabida en aquel noble pecho a todo el sentimiento de su alma; él le pasaba las manos trémulas por la cabeza.

-¡No os aflijáis! vamos, Gustavo me lo ha dicho todo: él partirá para complaceros y yo me quedaré para volar por vos... ¡vamos! ¿no estáis contenta de vuestro viejo amigo?...

-Con seres como vosotros la pena no es tan cruda; ¿cómo podré pagaros? -y la joven le besaba las manos.

-¡No, no, mi hijita! ¡aquí sobre mi corazón! -y miró al cielo como para preguntarle por qué daba a aquella criatura penas mayores que su fuerza.

La joven recogió sus cabellos destrenzados y levantando los ojos hasta aquel bondadoso semblante, díjole:

-Me siento muy consolada a vuestro lado; no hablemos más de esto y pensemos en que es el cielo quien pone obstáculos a las felicidades humanas; creedme, aunque sufra mi corazón, está como aliviado con el bálsamo de vuestro afecto, respiro con libertad.

-Gustavo se marchará después del invierno, ¿no es eso? -dijo el Sr. Finkler.

-Si no os oponéis y quedo yo ocupando su lugar en vuestro corazón.

Él nada dijo, desde que sabía que la joven amaba a Reinaldo vio disiparse en las brumas del desengaño sus esperanzas más risueñas.

-Vayámonos, -dijo Margarita;- mi tía nos busca.

-Ella es la culpable de este enredo; quiso hacer las cosas a su modo y os ha sacrificado; con intención o no, nos ha perjudicado a todos, y ella duerme tranquila y mientras vos os morís de pena, ¡y yo!... -dijo el pobre,- ¡de desesperación! ¡su hija se pasea dichosa por las orillas del Tíber! ¡oh, Señor! ¡Dios de los buenos, cómo permites estas cosas!...

Margarita lo calmó diciéndole cariñosamente:

-No habléis así; yo estoy resignada y sólo me atormenta las penas que os doy; de lo Alto vienen mis pruebas y si el Señor las acorta iré a recoger mis dichas allá; Él tiene recompensas muy bellas para los que sufren pacientemente su destino. Vamos.

Él la siguió temeroso, le parecía que la pena iba a romper el pecho de aquella niña como la llama el cristal.

De todas estas circunstancias resultaba que cuando aquellos seres se reunían por la noche, las frentes estaban sombreadas por las tristezas del corazón. Margarita sentada siempre cerca de Gustavo, no podía, a pesar de los esfuerzos de su voluntad, vencer su dolor; su corazón, sus pensamientos estaban siempre lejos; sólo su pena estaba allí llenándole el alma; aquella vida de combate la aniquilaba, sujeta por tanto tiempo a una dolorosa violencia durante la estancia de Reinaldo y Elina; hubiera querido ahora, que ya su ma1 estaba consumado, entregarse a sus meditaciones, no tomarse más el trabajo del disimulo que tanto le repugnaba pero su tía estaba allí y muchas veces, cuando se quedaba inmóvil y silenciosa, la miraba con ojos asombrados; ¿qué hacer?

Los días, transcurrían y al fin los viajeros pasaban tierra firme: estaban en París. Elina escribía deslumbrada, le parecía su vida un cuento de hadas: era muy feliz. «Reinaldo -decía ella- aunque la vida de París parece aburrirle, pues está siempre pensativo, se olvida de sí mismo para atender mis deseos. Ayer fuimos a la ópera, cantaban el Fausto y al oír el aria de Margarita en el torno, me enternecí, volvíme para hablar con Reinaldo, lo encontré muy pálido y me dijo emocionado: -Margarita tiene el privilegio de vivir en todos los corazones; mira a mi madre y pregúntale en quien piensa. -Es verdad, -dijo mi tía,- se me figura oír a nuestra Margarita. -Nos volvimos a nuestro hotel; regresamos todos muy tristes: no volveré al teatro, pues los recuerdos me afligen. Reinaldo piensa como yo, pues hoy sin decirme nada ha retirado el abono...»

Un placer amargo, llenaba el alma de Margarita, que se sentía culpable por aquel sentimiento; ¿no era ya aquel hombre un imposible para ella? ¡pobre niña! su alma purísima rechazaba la sombra del pecado, ignoraba que sentir no es consentir, que lo primero no es culpa,; ¿puede una voluntad, por firme que sea dominar el impulso del corazón hacia el amor? No. Quien diga lo contrario no sentido. La voluntad sólo tiene imperio para acabar el sentimiento, pero no para ahogarlo; quien combate una pasión la santifica, y dicen voces santas, que vencerse es una virtud que nos eleva sobre el justo.




ArribaAbajo- XXI -

Pasado el invierno y comprendiendo Gustavo que las energías de la joven se rompían en el esfuerzo del disimulo constante, resolvió allanarlo todo con su viaje y resuelto se adelantó una noche y dijo a doña Ángela:

-¿Sabéis que antes de entrar en la vida seria pienso dar una vuelta por mi país?

Doña Ángela se volvió bruscamente y miró largo rato a Gustavo, y después se volvió para ver a Margarita, que conversaba tranquilamente con el Sr. Finkler.

-¿Lo sabe ella? -preguntó a media voz.

-Sí: consiente de buena gana; no quiere separarse de vos mientras no regrese Elina y para entonces será el mío.

A doña Ángela no le hacía gracia el viaje, pero guardó silencio y principió a quedarse pensativa como los demás.

Gustavo notició a la joven su resolución y agregó con amargura:

-Como lo queréis, tendréis pretexto para vuestras melancolías y libertad para el pesar.

-¡Oh, hermano mío, cuán bueno sois! ¡tenéis en el alma todas las delicadezas!

-¡Lo he aprendido de vos!- y añadió tristemente: -ya que mi humana felicidad se pierde en lo imposible, me acojo a la que está a mi alcance: ¡la de vivir con vos en un mismo martirio!

-¡Es verdad! ¡es verdad! ¡Dios mío! ¿por qué no permites a mi corazón otro amor? ¡Si el tiempo llegase a borrar la huella de éste que llevo aquí, seré vuestra esposa: comprendedme, Gustavo; a vos tan noble, tan leal, os debe llegar una mujer con el alma y el pensamiento llenos de vuestra imagen y no una prometida como yo con el pecho roto por un amor imposible! -dijo llorando.

-No os aflijáis: yo no soy infeliz, vuestra ternura y confianza valen para mí tanto como un amor, ¿no soy vuestro hermano? ¿no voy de todos modos a consagraros mi vida que aceptáis?

-Gustavo, ¡me superáis! ¡valéis más que todos los seres juntos! vuestro sacrificio es superior, yo pago una deuda de amor, vos no me debéis sino penas...

-Terminemos, -dijo él,- mañana nos arreglaremos y acordaremos nuestra separación, que espero no será la de nuestras almas.

Las inquietudes del pesar sólo puede medirlas quien las ha sentido; sólo quien haya contado las horas sin dormir por un inmenso dolor puede comprender el aniquilamiento de la naturaleza, que no puede sustraerse a los tormentos que la arrastran, las fatigas del alma, que aunque recta y firme se rompe al duro choque del sufrimiento.

En aquella vida de tristezas que parecían tener un mismo compás no había otra alteración que las cartas de Elina, que venían a dar un grado más al dolor de Margarita.

Elina sola escribía. Doña Ángela leía y releía las cartas trazadas por la mano de su hija; diríase que encontraba un consuelo interior y que las sombras de su frente se alejaban, pues muchas veces se le oía decir al concluir: -La verdadera satisfacción de la madre es dar la felicidad a sus hijos y así, mi conciencia como mi corazón están tranquilos porque mi deber está cumplido: mi hija es feliz; ¡Dios lo ha querido, bendito sea!

-¡Ahora quiere meter a Dios en su embrollo! -dijo el Sr. Finkler por lo bajo a su hijo,- ¡bueno iría el mundo si Dios se pusiera a ayudar a las viejas casamenteras!...

Una vez que Margarita daba vuelta a una carta de Elina, sin abrirla le dijo doña Ángela:

-¡Pero, niña! ¡no has abierto la carta! ¡qué poca prisa!... vamos a ver que te cuenta mi hija.

Margarita venció el temor que aquellas líneas daban a su corazón y leyó:

«Niza, Enero 24 de 187...

»Al fin, mi querida Margarita, estamos bajo el hermoso cielo de Italia. Todo lo que se nos ha pintado es nada en comparación de lo que se ve. ¡Cómo no ha de ser esta la patria de las artes, si los hijos de esta tierra privilegiada, beben a raudales la luz en este cielo hermoso; si para reunir las harmonías de la belleza sus artistas sólo tienen que copiar las de la naturaleza!

»Ayer, paseándonos por un bosque de limoneros en flor, pensé mucho en ti y así se lo dije a Reinaldo: «qué bobo es Gustavo; debiera casarse y venirse aquí; ¡si viniera Margarita que tanto ama estas cosas! ¡cómo me gustaría ver la mirada de sus grandes ojos abarcando este panorama de luz!

»Como nada debo ocultarte, he de advertirte que Reinaldo no está muy satisfecho de Gustavo; quizá no le guste el plazo que éste se ha tomado, siempre que de esto se habla queda por mucho tiempo pensativo.

»No quiere verme triste: ayer, pensando en nuestras horas felices, fuí al piano y me entretuve en aprender aires populares que cantan aquí, los lazzaroni; queriendo ahondar mis recuerdos principié a tocar tus arias favoritas, me enternecí, y al volverme para decirle: «me parece ver a Margarita», estaba de espaldas apoyado en la ventana y con la frente entre las manos; al eco de mi voz volvió el rostro y me pareció contraído: por nada quiere que esté triste.

Corrí hacia él llorando y le dije: -¿te contraría mi tristeza o es que también te afligen los recuerdos? -Las dos cosas, -me contestó;- pienso en mi patria y en mi madre como también en el destino de esa niña por quien debemos volar, pero lo que más me contraría, es que agites recuerdos que te hagan sufrir: te suplico los suprimas de nuestro programa de viaje: sé feliz, cuanto se puede ser en la humana vida: tu dicha constituye la mía; si logro apartar las sombras de tu cielo y los abrojos de tus plantas, habré cumplido la misión que se me ha encomendado y realizado la única aspiración que tengo en la vida.

»-Soy tan dichosa -le dije,- que tengo miedo que este sueño se disipe; no volveré a estar triste. -Perfectamente, -agregó;- procura evitarme todo aquello que pueda levantar los recuerdos: así lo he hecho: pero si pasamos por algún sitio donde se oye una voz de plata (cosa muy frecuente en Italia) se emociona y procura alejarme; se me figura algunas veces que tiene celos de mi cariño apasionado por ti; por esto, para, recordarte más, me prendo y me visto a tu gusto, uso tus colores, tus perfumes; se sonríe tristemente y algunas veces retiene mi cabeza sobre sus labios y me dice: -Copias a tu prima y te sienta muy bien: tienes razón, ¡debes amarla mucho! y su acento tiene algo de despecho; pero cuando me quedo sola, me doy el gusto de pensar en Caracas, en mi casa; me figuro ver las cuatro cabezas bajo la rosada luz de la antesala: mamá queriendo que el tema de la conversación sea Elina; el Sr. Finkler buscando harmonías para sus insaciables oídos; Gustavo pendiente de tus ojos, y tú, mi Margarita, para todos, siendo allá el ángel de amor y aquí el guardián de tu hermana, pues no tengo un pensamiento mío a que no estés ligada.

»Ya hace seis meses que salimos de Caracas y no hay día que no eche de menos nuestras costumbres, nuestra lengua, las brumas del Ávila las caras amigas, etc.: daría lo que me pidieran por estar en mi casa ver a mamá fatigosa con Julieta y fatigándola, verte a ti, recorriendo las violetas más hermosas para el vaso de la Virgen; ¡qué falta me hace besar antes de dormirme sus rosados pies sobre los que dejé mi rosarito de mi primera comunión! ¿No te acuerdas lo asustadas que estábamos esa mañana? ¡Qué día tan feliz!...

»No sé cuándo será nuestro regreso, pues Reinaldo habla de visitar a Nápoles, Venecia, etc.; según él daremos la vuelta al mundo; ¡si tu estuvieras aquí!

»Háblame de Gustavo; no debiera esperar nuestro regreso para la boda: la felicidad no se aplaza; ¡qué bueno que nos sorprendierais por estos mundos!

»Reinaldo dice que no debéis esperarnos porque estaremos mucho tiempo en España, (ya sabrás por qué manía te lo dirá). ¡Cómo voy a pasar este trance, tan lejos! pero Reinaldo quiere que, ya que su padre no ha presenciado su matrimonio, tenga la dicha de presenciar nuestra felicidad que Dios quiera sea eterna.

»Mi tía se separó de nosotros en París y está ya en Madrid, donde nos esperará.

»Siento a Reinaldo que regresa. Pienso mucho en ti: cuida a mamá por las dos.

»Hasta otro correo: recibe el alma de tu hermana.-Elina»

Margarita quedó largo rato pensativa: la carta aquella venía a aumentar sus males. Reinaldo sufría y ella encontraba superior a sus fuerzas el dolor de su amado. ¡Pobre niña! ¡qué temprano veía el lado sombrío de la vida! Serena ante el propio tormento, iba gastando las fuerzas de su alma en el laboratorio sublime del sacrificio y a la vez purificándola en las ondas celestes de la abnegación.

Las espinas de su corona, debían arrancar sangre a sus sienes. ¡Sí! ¡era preciso que Reinaldo la olvidara! ¡era preciso que aquel mismo consuelo que acercaba sus almas, teniéndolas unidas por un mismo sufrimiento como por un hilo magnético, se rompiera, desapareciera!

-Esperaré -dijo- la ausencia de Gustavo para escribir.



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