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ArribaAbajo- XXII -

Listo Gustavo para su partida, anuncióla para el sábado, y la víspera, una tarde serena y triste, entró con la frente sombría: no encontró a Margarita y la hizo llamar por Julieta. La joven se presentó adorable en su sencillez.

Por la alteración de las facciones de Gustavo, comprendió que la hora había llegado.

-¡Ya! -dijo;- ¡qué espantosa será mi soledad sin el aliento de vuestra amistad! ¡Gustavo! ¡Gustavo! ¡qué duramente nos trata el destino! ¡qué le importaba realizar la felicidad de los seres que separa!

-Pero que están unidos por un lazo más sólido: el de la desgracia, y por el eterno de la fraternidad que ha podido elevar nuestras almas hasta el heroísmo. Margarita, casi soy feliz porque habéis elegido mi alma para viajar por el país de los sacrificios: voy a partir, os dejo a mi padre, no lo hagáis padecer, os quiere mucho y vuestras lágrimas son para él un suplicio; en compensación de las del hijo que le abandona, no aumentéis sus tristezas; cuando veáis su frente sombría, perdonadme este egoísmo, cantad y su pena se disipará; escribidme y no prolonguéis mi ausencia: vivo para vos, pero quiero vivir cerca de vos.

Margarita no tenía aliento: la separación de Gustavo la anonadaba, iba a quedar sola en el mar de su amargura, entre aquellos dos seres, que lejos de las pasiones de la vida no podrían comprenderlas ni medirlas a la distancia de sus montañas de cielo: por fin encontró firmeza para decir:

-Partid, amigo mío, aunque me mate la soledad, es preciso, este es el argumento de mi drama: os escribiré y os llamaré a tiempo.

¿Qué decís, Margarita? -dijo Gustavo admirado del enternecimiento de la voz.

-Digo que os llamaré a tiempo para el regreso de los novios... escribidles que las mujeres de vuestro país son seductoras... -Margarita se detuvo: la mirada de Gustavo tenía tristes reconvenciones.

-Excusadme, -agregó,- yo no sé coordinar lo que quiero decir, pero por Dios no me toméis nada en cuenta, tened compasión, ¿sabe acaso el que padece cuál es la nota para el ¡ay!?

Gustavo tomó sus manos, heladas como las de una muerta; así a la media luz del crepúsculo, la figura de la joven, poética y melancólica, como su alma, retenía a su pesar el encanto de la suya: la pureza del cielo, el efecto de aquella luz indecisa sobre la frente pálida de la que iba a separarse, tal vez para siempre, contribuía a la solemnidad del adiós.

¡Oh, Margarita! -dijo subyugado por el imperio absoluto del corazón,- os amo como nunca y como un sueño irrealizable, como el desahuciado a la casta prometida que va a esperar en el otro mundo mejor; ¡perdonadme si antes de partir os digo que mi alma se resiste, que el esfuerzo de la voluntad es sobrehumano!... ¡por vuestros sufrimientos medid los míos!...

-Merezco vuestras reconvenciones, -dijo Margarita mirándolo con sus dulces ojos llenos de lágrimas; perdonadme que haya querido aliaros a mi dolorosa peregrinación; yo bien comprendo que con una sola palma para la abnegación Dios la colocaría en las vuestras primero que en las mías!

-¡Pobre ángel! -dijo él atrayéndola sobre su pecho,- no temáis: el hermano que habéis elegido será digno de vos. ¡Cuidad de mi padre y oid bien esto: si necesitáis de un corazón dispuesto a sacrificarse por vos, llamadme y pensad siempre, que todas las aguas del Rhin con sus eternas brumas no podrán apagar el amor que os profeso! ¡adiós!

-¡Partid, por Dios! -dijo ella empujándolo y ahogada por el llanto.

Doña Ángela al oír la despedida de Gustavo, sólo pudo ver parte de su vestido en el corredor: ¡cuántas ganas tenía ella de decir al joven que su partida era una deserción!

-¿No volvéis mañana? el tren sale a las ocho...

-Prefiero no volver, sufriría más Margarita; avisadme el regreso de Reinaldo y Elina para venir a encender la antorcha de mi himeneo, y cuidad de los seres que os confío.

Aquella noche las cuentas del rosario de doña Ángela dieron muchas vueltas en sus dedos, era esta siempre la única manifestación de sus preocupaciones. Margarita sola en su lloró mucho. ¡Qué destino el suyo! ¡hacer sufrir a todos los que la amaban! Separada, de los que podían prestar consuelos a su pena, Berta, y Gustavo, quedaba entre dos deberes, a quienes se debía y cuya vida debía alegrar; ¡ella náufraga de toda dicha! Sus cuidados se redoblaron; fue ella la que exigió al Sr. Finkler que ocupara el puesto de Elina en la mesa:

-Vos estáis solo, allá no comeréis casi nada y aquí juntos no sentiremos tanto la soledad en que nos dejan; os prometo ensayar varias arias para que le escribáis a Gustavo que cumplo mis promesas.

No quería otra cosa el pobre viejo: en su casa estaba como entumecido: él amaba aquella niña dulce y desgraciada y quería cumplir muy de cerca las órdenes de su hijo; los cuidados de Margarita se redoblaron y ésta, si se quiere, era una distracción útil para el estado de su alma.

Así principiaron a vivir aquellos tres seres. Margarita sin violencias cantaba siempre; gustábale como a los pájaros dar al viento sus ayes, los dolores extraños sintetizados por el genio eran como un refugio para su alma solitaria.

Las cartas de Elina eran aguijones de su pena: por mucho tiempo quedaba pensativa. Con su cruz a cuestas caminaba serena al propio tormento, pero el de Reinaldo era un suplicio superior a sus fuerzas, su heroísmo se duplicaba buscando el medio de borrar en el alma de Reinaldo su fatal amor.

-Comprendo, -decía,- que la amargura del cáliz va envenenando mi vida, la pena, absorviendome el alma, devorará mi pecho, pero moriré tranquila si la dicha de los otros me sobrevive.

Un día, resuelta ya a romper los hilos invisibles que ataban su alma a la de Reinaldo, dijo a Elina al terminar una de sus largas cartas:

«...Gustavo dilata, no pensé amarlo tanto, pero hoy, lejos de él, me falta todo. Tengo miedo de que esas nieves de Europa vayan a helar su corazón todo mío: ¡me moriría! ¿por qué ahora que le quiero tanto se aleja de mí? ¡si él hubiera insistido para nuestra boda hubiera yo cedido! ¡Qué feliz sería yo viajando con él por países desconocidos, yendo los dos siempre unidos en el bajel de la dicha!...

»No me llames romántica ni apasionada, si tengo presentimientos tristes... ¡no, oh, no! Gustavo no puede olvidarme; ¡mi corazón se rompería de dolor!

¡Qué niña soy! todas estas cosas se me ocurren porque van ya seis meses de ausencia y apenas tengo dos cartas suyas.

»No digas nada a Reinaldo de mis males de amor; se reiría de mí, que blasonaba de ser poco sensible a estas grandes afecciones; ¡cómo me castiga Dios, poniéndome en el pecho esta pasión que es un tormento!...



Para su espíritu enfermo, combatido por tantos vendavales, el esfuerzo era extremado.

Gustavo la escribía siempre, no la decía una sola palabra de amor; pero en sus cartas venía el perfume de su alma, que era como una muda reconvención que daba tintes más oscuros a la vida infeliz de Margarita.

Decía en su estilo serio y afectuoso:

«Con honda tristeza, Margarita, pienso en vuestra soledad; cuando se tiene el alma llena de lágrimas, es necesario comunicarla para que no se ahogue en las ondas amargas del dolor. ¿Qué haréis, pobre niña, sin el pecho de vuestro hermano, acostumbrado a ahogar los propios ayes para oír el triste compás de los vuestros?

»Vivo por vos y para vos y no quiero que tengáis un solo sufrimiento que no venga a herir el pobre pecho mío: a costa de mi felicidad he adquirido este triste derecho. No lloráis sola, Margarita, y en el camino del infortunio no sois la única peregrina; idéntica es nuestra alforja y vamos unidos por la semejanza de los destinos: mi corazón tiene el derecho, os lo repito, por una de las burlas más crueles de la suerte, de recoger vuestras lágrimas. ¡A la luz del crepúsculo, de una ilusión desvanecida surgió la esperanza de vivir con vos en el mundo silencioso de los resignados!

»Acortad las horas de mi suplicio: la ausencia debilita las energías!...



-¡Qué alma tan noble! -dijo Margarita; ¿por qué Dios no permite a mi corazón el olvido de un amor ya culpable? ¡Señor, ya que no puedo enlazar a mi triste suerte esa naturaleza tan leal, haced siquiera feliz a este noble hermano de mi infortunio!




ArribaAbajo- XXIII -

Mientras tanto los seres que vivían en España veían pasar las estaciones sin que se le ocurriera a Reinaldo la vuelta a Venezuela.

Elina, a quien la maternidad embellecía, daba como el rosal sus mejores perfumes al primer brote que en su corola se mecía: con el encanto de la mujer que entreabre el santuario del templo en que va a oficiar, guiaba los primeros pasos de una preciosa niña: llamábanla Margarita y como un reflejo de los corazones que la amaban se parecía a la otra triste en sus grandes ojos pardos, su cabecita erguida, y su frente de nácar.

-¡Cómo se le parece! -decía Elina a solas;- ¡cuánto diera por que Margarita la viese! ¡qué consuelo no seríamos para ella en esos tormentos que Gustavo lo da! ¡infame! ¡quién lo hubiera creído viendo sus ojos azules que parecían reflejar un alma buena y honrada!

Reinaldo parecía olvidado de sus antiguas penas; la presencia de aquella niña era para él como un don del cielo: era ahora más amoroso con la madre; muchas veces, viendo la criatura en el regazo de Elina, pensaba que era un ingrato a los bienes de Dios, si no bendecía la dicha que sembraba en su camino: rodeábalas con sus brazos y mirando al cielo murmuraba:

-¡Perdón, Dios mío! ¡procuraré olvidar un mal sin remedio y vivir para estos seres que deben formar mi dicha!

Margarita parecía conocer el corazón humano; poco a poco fue sembrando la semilla del despecho, que no tardó en dar sus frutos. Reinaldo principió a ver el lado sano de las cosas: ¿cómo llorar eternamente la pérdida de una mujer que gemía de amor por otro? «¡Quede sepultada la pasión de mi vida!» Era otro hombre; le ocupaba solamente la dicha de los demás. Elina era muy feliz y bendecía a su hija que había venido a aumentar su ventura. El Sr. Solís, padre de Reinaldo, aunque austero y absorbido en el afán de los negocios, vio con placer el cambio de su hijo y sonreía satisfecho.

-¡Todo lo embellece este ángel! -decía besando los rizos de la linda nietecita;- ¡bendecido sea en el hogar el mensajero de las dichas y la paz!

Sólo Berta a pesar de la serenidad del cielo, no las tenía todas consigo; muchas veces la sorprendió su marido en largas meditaciones: ¿qué tenía su mujer? parecía reservada y cavilosa; ya no hablaba de su patria como antes y los seres que en ella dejó, eran como temas olvidados de su conversación.

Y sin embargo no cesaba de pensar en Margarita, tan sola allá para combatir sus males: sólo ella no creyó en el amor de la huérfana por Gustavo; para ella, aquellas eran escenas de un drama de lágrimas. Berta hubiera dado un mundo por poder consolar la soledad de aquel corazón desesperado, pero se estremeció a la sola idea de acercarse a Margarita: veía conjurado el peligro, se habían alejado de los escollos y bueno era no volver a surcar las aguas donde estuvieron a punto de zozobrar.

Llevaban ya casi tres años lejos de Venezuela y varias veces quiso Elina que Reinaldo la llevara a su país, pero encontró siempre inflexible la voluntad de su suegra.

Desde que los negocios les habían obligado a vivir en Madrid, pasaban todos los años en Barcelona una temporada: allí había nacido Reinaldo y Berta tenía por eso particular preferencia por la hermosa casa que habitaban. Una tarde que estaban reunidos en una azotea con vistas a la mar, azul y trasparente, dijo Elina:

-¡Parece invitarnos! ¡nada tendría yo que pedir a Dios si viera reflejarse en esas aguas un pedazo del cielo de mi patria! -y viendo la palidez de las facciones de su tía, agregó afligida:

-No toméis a mal este deseo, que es como una sed del corazón: quisiera (no os enojéis, madre mía) ver a Margarita, que tanto sufre: no la conocéis; ¡yo sí! ¡tiene un alma tan inmensa como corazón! ella amará una sola vez en la vida; desgraciada en su amor, Señora, ¿lo oís?... ¡Margarita se morirá!... ¡yo, hubiera podido resistir un golpe rudo, pero ella no!... yo quisiera...

Elina se detuvo alarmada por el estado de su tía, que hubiera caído al suelo si los brazos de Reinaldo no la hubieran sostenido; él la volvió con sus caricias.

Elina estaba asustada: le parecía que había incurrido en el enojo de su marido, pues por causa suya su madre se había emocionado. Reinaldo se alejó y ella lo vio acercarse a la pequeña, que jugaba entre barquillas de papel: vio que la alzó y la estuvo contemplando largo rato, le vio besar sus cabellos y dejarla suavemente en el suelo. La niña se volvió a las rodillas de su madre y con su voz de balbucientes arpegios dijo:

-Mamá, papá llola, tene medo... atí como Tom con agua, atí... -y la pequeña chocaba sus manitas de raso como para figurar que temblaban.

Berta se estremeció, la niña se fijó y dijo riendo a su madre:

-Lita tambén tene medo... -y mostraba las manos trémulas de Berta.

-No volverá a suceder, -dijo Elina entristecida;- tenéis razón, el suelo de la patria lo pisamos donde somos felices; no diré nunca más...

-Ven acá, hija mía, -dijo Berta,- no tienes culpa, la única culpable soy yo; al hablar tú de las penas de tu prima, ¡mira si estoy loca! que me pareció ver cruzar la sombra de mi hermana Luisa pidiéndonos cuenta de la suerte de su hija; ¿no es esto efecto de una imaginación enferma? No te preocupes más: te prometo que nos reuniremos pronto, aquí o allá; si Angela y Margarita se niegan a venir. Tienes razón, esa niña no debe sufrir sola, es necesario que nuestras almas vayan a sostenerla.

-¿Lo decís seriamente? -dijo Elina abrazándola; ¡qué buena sois! Y Reinaldo, ¿qué dirá?

-Allí viene: él mismo organizará nuestro proyecto.

Reinaldo entró ya sereno: sólo una ligera contracción de sus cejas denunciaba las luchas del pensamiento; se acercó diciendo:

-Pasadas las crisis de nervios no hay temor.

Berta colocó en la mano de su hijo la suya aristocrática, y dijo mirándole a la cara:

-He prometido a Elina la vuelta a Venezuela, caso de que Ángela y tu prima no quieran venir; ¿te comprometes a cumplir mi promesa?

-Vuestra voluntad es la mía, -contestó Reinaldo sin vacilar;- ante Dios como ante mi corazón he hecho el voto de hacer vuestra felicidad: ordenad; pero, por ese mismo Dios os suplico que no me dejéis ver nubes en vuestras frentes; -y acercándolas a su pecho las retuvo largo rato sobre su corazón.

-¡Qué feliz soy! -dijo Elina radiante, con su más hechicera sonrisa.

-Ese es hoy mi único anhelo, -dijo Reinaldo.

Berta guardaba silencio: la pobre madre tenía miedo; acercar su hijo a Margarita era como revivir sus tormentos pasados; podía Reinaldo descubrir el sacrificio de la niña. -¡Ay, Dios! -decía a solas en su cuarto, con la cabeza entre las manos. -Señor, ¿qué hacer? ¡Si una palabra descubriera el corazón de esa criatura! Yo también quiero verla; ¡cuánto no sufrirá la infeliz en su aislamiento! ¡pobre! ¡es necesario ir en su socorro!... ¡yo no sé por qué tengo tan tristes presentimientos!... ¡una nube que se pierde en el espacio, un ave que lo cruza, todo me parece un mal presagio! ¡Jesús! ¡que la fatalidad quede cumplida aquí, que una sola víctima sea bastante!

Escribieron a doña Ángela, proponiéndole el viaje y contestó en estos términos:

«Como me lo propones, mi querida hermana, bien quisiera hacer el viaje, estar con vosotros y ver a mi nietecita; esto sería quitarme la carga de mis cavilaciones y entrar ligera en la barca de mis deseos, pero tal cosa es imposible: Margarita se resiste y no puedo dejarla; ¿a quien? Ese malvado alemán con su cara de ángel ha marchitado mi Margarita. ¡Ella no es la que dejaste! Está muy triste y apenas come: no se la puede decir nada de Gustavo; un día lo culpé y me dijo: «Callad, es el alma más noble que he conocido, está sobre todos los seres creados.»

»¡No me explico cómo la ha hechizado! pero lo cierto es que los plazos se cumplen y ni siquiera escribe. El Sr. Finkler habla sigilosamente con ella; la quiere como siempre y ella con él no tiene igual. A pesar de sus tristezas endulza nuestras horas, ¡pobrecita! nos cuida a los dos y a la hora que salen las estrellas canta siempre para distraernos; pero con qué voz, ¡Dios mío! su acento parece algunas veces como un lamento. Hace pocas noches cantando «La estrella confidente» ¡oh, sí! ¡vi que lloraba! salí para hablar con el Sr. Finkler, ¿cómo crees tú que le encontré? sollozando como un niño en el corredor. No pude contenerme y le dije: «lloráis porque veis la obra de vuestro hijo, perdonadme que os lo diga, ¡pero la conducta de Gustavo no tiene nombre!»... «¡Oh, callad vos!... ¡si supierais lo que ese hijo vale lo llevaríais al cuello como un santo! ¡es tan digno de ese ángel que se pueden marchar al cielo juntos! no culpéis nunca a mi hijo, os lo ruego, porque entonces puedo perder la paciencia y...» Me dio la espalda dejándome suspensa: oculta alguna cosa; yo no sé lo que sea, pero Margarita se desmejora, está muy triste y Gustavo no vuelve y para mí, ni escribe: ella sí, escribe con frecuencia, porque yo he visto que le da cartas al Sr. Finkler.

»Venid vosotros, quizá la reanimaréis; ayer la encontré llorando en su cuarto y la dije: «¿no te dice nada el corazón? Elina regresa.» «Elina va al volver», dijo como asustada; «sí, ¿no estás contenta?» «No quisiera volverla a ver, ella esperaba encontrarme feliz y mi dicha...» se puso a llorar y a pesar de mis ruegos no quiso decir la causa de sus lágrimas. Sin embargo, después se alegró y con el gusto que tiene para todo, arregla la casa para vuestro regreso; a mí me parece que con vuestra llegada todo renacerá aquí. El único que no está contento es el Sr. Finkler cuando le dije que volvías; me contestó con su franqueza de marino: «no quiero verlos, ¿a qué más daño?...» está como loco, gruñe a la sola idea que lo aparten de Margarita. Según le oí, anoche puso cablegrama a Gustavo, ¿qué misterio tendrá este alemán?... Venid, pues, casi puedo deciros que vuestra presencia es necesaria aquí. Bendice mis hijos, a quienes como a ti quiere con el alma, tu hermana,

Angela.»




ArribaAbajo- XXIV -

Esta carta decidió la situación y la misma Berta se dijo:

-¡Sería un crimen no volar en socorro de esa desdichada! ¡Cúmplase la voluntad de Dios! El poder de nuestras voluntades no alcanza a nuestras pasiones, pues sólo podemos dirigirlas, no dominarlas.

Los preparativos del viaje se hicieron prontamente. Elina no cabía en sí de gozo y enseñaba a su linda pequeñuela mil monadas con que encantar a su abuelita. Berta estaba como sugestionada por una voluntad superior; hacía y deshacía sus maletas a todas horas. Sólo Reinaldo estaba sereno: arrastrado por la corriente, no hacía resistencia; sabía ya de qué color, de qué tamaño eran las ondas del destino, porque en sus primeras luchas dejó las fuerzas en el recio empuje de sus aguas amargas.

Alguien lo dijo: que cuando se lucha por ambición, por gloria, por interés, los mismos escollos sirven de aguijón; mayor nos parece la gloria, se nos agranda la ambición, el interés se dobla en una lucha fuerte; el espíritu cobra alientos en los reveses y empeña su actividad, campo abierto a todas las pasiones, pero cuando entra en la partida se juega el corazón, el primer naipe adverso es como un vaso roto por el que se nos va toda la sangre, las energías quedan debilitadas y sin calor la entraña enferma; vivimos como esas plantas débiles a las cuales todos los vientos doblegan.

Así para Reinaldo, la vida de los que amaba impulsaba la suya; había ligado su suerte la de aquella niña, que risueña caminaba a su lado esperando con sus claras pupilas fijas en las suyas las dichas prometidas.

-¡Caminemos, -decía él una tarde que solo en la azotea veía las ondas del mar dilatarse hasta tocar el horizonte azul;- caminemos! de flores o de espinas la senda de la vida hay que cruzarla; el destino nos empuja como a las nubes el viento y nuestra resistencia es siempre inútil para evitar sus leyes. A veces me parece que los blancos sudarios del olvido van a envolver mi pasado y que al fin mi planta rebelde va a traspasar el umbral risueño de la ventura: esa hija adorada da a mi vida encantos indecibles, es un amor nuevo bajo la forma de una criatura angelical; su risa, su llanto, vienen a despertar en mi corazón cuerdas que aun no habían vibrado; su aliento puro como la leche del seno materno, impregna mis horas de olores que sólo las rosas dan al rosal que las sostiene. ¡Oh, sí! algunas veces siento que mi alma naufraga en el mar de otras dichas acaba de ser salvada por esa pequeña tabla que la Providencia ha puesto en mi camino Un amor desdeñado no puede detener el curso de mi vida. ¡Pobre Margarita! ¡hoy cruza ella la calle de amargura que atravesé bajo su mirada indiferente con mi cruz a cuestas!... Pero yo no sé por qué me resisto a creer que es a niña se consuma de amor por Gustavo cuando éste se desvía: ¡qué misterio tan incomprensible es el corazón!... y en las mujeres esta víscera donde parecen concentrar su vida entera, tiene profundidades que el ojo humano no alcanza a descubrir!... Yo mismo me he sentido muchas veces turbado ante los ojos de Margarita; ¡cuántas veces no me ha parecido leer en ellos la agonía de su alma!... Una tarde me detuve y casi no acerté a hablar; parecióme ver en ellos una súplica... ¡Cuántos delirios tienen las almas que batallan!... La noche de mi boda al estrechar su mano creí también que en nuestras almas había fibras que resonaban como cuerdas templadas al unísono... ¡qué de locuras!...

-En vísperas de viaje, -dijo Elina a su espalda,- no se medita.

-Es verdad, dijo él volviéndose; -la actividad allana los obstáculos, y prueba de ello es que hasta el océano parece someterse al imperio de vuestra voluntad, señora mía; sus aguas serenas os esperan.

La tertulia de la noche se prolongó: eran las únicas horas de que el Sr. Solís podía disponer para sus afectos: para aquel hombre honrado y trabajador, aquellas horas de infinita ternura, de intimidades, de expansiones familiares, eran como una recompensa a sus diarias faenas en las rudas luchas del comercio.

Esa noche estaba silencioso, su tristeza no tenía disimulo; no podía avenirse a quedarse siempre solo, a privarse de aquellas noches que eran la miel de su vida; de las caricias de la nietecita, que sabía subirse sobre sus rodillas y jugar con su barba gris y alisar las arrugas de su frente. ¿Qué empeño tenía su mujer en turbar aquella paz? Berta, siempre tan discreta y acertada, ¿por qué lo embrollaba todo ahora con esas idas y venidas de un clima a otro?

Le desazonaban las cavilaciones de su esposa, pero; acostumbrado a someterse a sus deseos, no tenía voluntad para expresar los suyos.

-Estos viajes -decía- lo trastornan todo, pero ¿quién replica? Las mujeres hacen siempre su gusto a pesar del mundo entero; estas han dicho que se van y se irán, a pesar de todos los contratiempos y todas las voluntades.




ArribaAbajo- XXV -

En Caracas la vida era igual para los seres que esperaban.

Una mañana que doña Ángela y Margarita regresaban del templo, Julieta las recibió contentísima, diciéndoles:

-La niña Elina está en La Guaira, allí está el alemán con un telegrama... ¡ay, Dios! niña Margarita, ¿qué tiene? y la criada corrió para cogerla, pero tropezó con el Sr. Finkler, que la sacudió por un brazo diciéndole:

-¡Entrometida! ¿quién te mete a dar una noticia así?... ¡anda, babieca! busca un poco de agua y valeriana... ¡corre! -y la llevó a empujones hasta la puerta.

-¡Güa! -dijo Julieta sacudiéndose;- ¡mira el alemán tan fresco! ¡lengua de trapo!... el entrometido es él que cree que la niña Margarita es su hija de verdad... ¡hujúm!...

-Margarita, hija mía, -decía doña Ángela,- vamos, vuelve en ti... ¡qué pálida está, Sr. Finkler!

Margarita abrió los ojos, y fijándolos interrogadores en el Sr. Finkler, díjole a media voz:

-¿Viene él?

Doña Ángela la oyó y dijo al Sr. Finkler:

-¡Cree que es Gustavo! ¡pobre muchacha! ¡ese hombre la matará!

El Sr. Finkler dirigió una mirada de lobo a doña Ángela y contestó a Margarita afirmativamente.

-Vamos a preparar las habitaciones; si queréis, -dijo a su tía,- recibidlos en la estación; podéis ir, que yo lo arreglaré todo.

-No: aguardaremos aquí todos juntos.

Como lo anunciaba el telegrama, llegaron los viajeros en el tren de la mañana; doña Ángela, trémula de alegría, salió con los brazos abiertos. Reinaldo bajó la pequeña en brazos y Elina saltó sola, ligera y elegantísima.

-¡Madre mía! ¡qué felicidad! ¿y Margarita? -No aguardó informes y entró corriendo y llamando a gritos:- ¡Margarita! ¡Margarita!

Penetró en la antesala y allí encontró a la que buscaba, desvanecida, y tan pálida, y enflaquecida que Elina sintió que la sangre se le helaba en las venas.

Berta tiró sobre un sofá sus efectos de viaje y quiso tomar a la joven en sus brazos, pero el Sr. Finkler se opuso fuertemente: tenía rabia a todos y les dijo con bruscas maneras:

-Salid, que la vais a matar; dejadme solo con Elina, -a quien hizo seña para que la sostuviera abrazada, aplicó luego a sus delicadas sienes un poco de agua de Colonia y empapando en el líquido su pañuelo lo acercó a la nariz de Margarita, que empezó a dilatarse.

-Mirad, Margarita, en brazos de quién estáis.

-Margarita de mi alma, ¿no estás contenta de volver a verme? -dijo Elina.

Ella se apretó el corazón con las manos y después se arrojó llorando en los brazos de su prima: luego colocó sus manos en los hombros de Elina y dijo tristemente:

-¡Cuanto ansiaba verte! ¡casi cuatro años!... ¡qué hermosa estás!...

Elina estaba cortada: el brillo de los ojos de los ojos de Margarita la tenía como magnetizada.

-Pueden entrar todos, -dijo la joven;- ya estoy bien: estos nervios me están jugando siempre malas pasadas.

Doña Ángela entró la primera sin lograr que la pequeña se dejara guiar por ella. Margarita corrió al verla, la tomó en sus brazos, la alzó hasta sus labios sin que hiciera resistencia, volvió la joven el rostro hacia Elina, y dijo:

-¡Qué cosa tan linda! ¡Dios te la bendiga!

-¿Te gusta tu tiíta? -dijo Elina acariciando sus rizos confundidos con los de Margarita.

-Eta tí, -dijo alzando sus lindos ojos hasta el rostro de la joven;-bonita... eta ota no... veja... -y torció su boquita señalando a doña Ángela.

¡Bien hecho! -dijo el alemán para sí;- esta chica va a ser mi aliada.

Margarita la besó enternecida, diciéndole:

-Vamos a ser grandes amigos, ángel mío; ¿me la cedes, Elina?

Así, con su hija, la vio Reinaldo al entrar; se quedó un rato contemplando aquel dulce y pálido semblante, reflejo fiel de un sufrimiento prohibido, tristemente soportado: los latidos de su corazón podían contarse: se había separado de ella creyéndola feliz y la volvía a ver triste como las sombras de la tarde, doliente y embellecida con las pálidas galas de la desdicha. Mucho se conmovió al ver a su hija en el regazo de Margarita; la semejanza era marcada. Reinaldo entraba cuando ella se inclinaba para acariciar a la niña; se quedó como cortada y los colores de sus bellos días volvieron, por un momento a sus mejillas, tendióle su mano fría y dijo:

-¡Bien venido seáis! vuestra felicidad viene a alegrar nuestra casa desierta; -él nada decía; ella continuó tomando entre sus manos de azucenas el rostro de la niña;-¡que ángel tan bello tenéis!

-Se os parece mucho, -dijo él sin poder apartar sus ojos de las sienes que principiaban a hundirse.

El cartero tocó y el Sr. Finkler, que salió a atenderlo, regresó muy contento, y dijo entregando una carta a Margarita:

-Todo viene junto. Gustavo anuncia su salida, estará aquí dentro de pocos días. Dios no quiere que yo os tenga envidia, doña Ángela, y por eso reparte la dicha entre los dos.

Margarita, con el pretexto de leer la carta de Gustavo se retiró a su cuarto, y en realidad era para soltar a su pobre corazón el dique de sus lágrimas, para romper las ligaduras de aquel disimulo que era para ella un peso insufrible.

-¡Ay Dios!... -dijo arrodillándose ante su Virgencita;- ¡yo no hubiera querido volverlo a ver y se viene a meter en este mi mundo sombrío de dolor, como para que sus dichas sean las heces de mi amarguísimo cáliz! ¡piedad, Señor! ¡mis votos están cumplidos, mi sacrificio no ha sido estéril, pero perdonadme que no pueda sustraer mi naturaleza de sus pasiones humanas; yo no puedo impedir que las espinas rompan mi carne hasta sangrarla!... ¡sufro mucho!...

-¡Pero no sola! -dijo una voz gimiendo, y dos brazos cariñosos la estrecharon. Era Berta que la había seguido.

Margarita se estremeció y dejó que el torrente de sus lágrimas corriera.

-¡Ay Señor! la pena, aun cuando se comparta, no divide su amargura. En estos años he vivido al borde de un abismo, mi propio corazón; ¡cuántas luchas y tormentas! ¡cuántos pensamientos desoladores! ¿tenía yo el derecho de herir así mi propia existencia de arrastrar a las aguas negras de la desdicha la vida de otro corazón?... muchas veces, señora, he tenido remordimientos; paréceme que he estado ebria de sacrificio y que en el vértigo de mi abnegación he arrastrado muchas almas formadas para la dicha. ¡Que Dios me perdone! ¡pero contando mis horas solitarias tan largas como mis dolores, he sentido como un fardo pesado para mi corazón la dicha de los seres que ampararon mi orfandad!... ¡oh, madre mía, perdón!...

Berta no podía hablar; inclinada sobre la frente de la joven bañábala con sus lágrimas.

-Os dejo leer así en mi corazón, -dijo Margarita levantándose y tomando entre las suyas las manos de Berta;- por qué venís piadosa a verter en sus heridas el bálsamo de la compasión; por qué en una noche de agonía sorprendisteis mi secreto, y también... para que después... cuando yo esté muy lejos le digáis, si su dicha se interrumpe, que la pobre Margarita era digna de él... que los ayes de su dolor rompieron a una las figuras del corazón reblandecidas ¡ay! por las lágrimas, ¡oh, señora! ¿por qué habéis venido?... ¡él principiaba a habituarse a su felicidad como yo a mi pesar!... ¡ahora le he vuelto a ver y en los esfuerzos de este combate mis días se precipitarán! ¿por qué habéis venido a interrumpir la seriedad de mi desdicha?... Perdonad, ¡yo no sé lo que digo! -Recogió sus cabellos desgreñados, tirándolos hacia atrás al alisarlos con sus manos.-

Vamos, -dijo,- mi tía recela de mis tristezas que supone hijas del desamor de Gustavo; ¡noble y valiente corazón! ¡defendedlo, amadlo, porque es el único que ha compartido mi amargura!

-Pero, ¿es verdad su abandono? -dijo Berta con temor.

-No juzguéis ligeramente ese noble carácter, interrumpió la joven, -a no ser porque sólo ama una sola vez en la vida y porque yo había llenado mi alma prematuramente, hubiera amado a Gustavo: él reúne perfecciones morales que le colocan sobre el nivel de los humanos; su alma llega sin esfuerzo hasta la heroicidad: ¡las espinas del camino, si me han herido, oídlo bien, gracias a él no me han envenenado! Muchas veces he pensado unir mi suerte a la suya, pero he meditado, ¿cómo por única compensación voy a atar su vida a un cadáver, que sólo espera ser trasladado del sepulcro de los vivos a su nicho de muerte? Por mi voluntad está ausente y pasa a los ojos de todos por un novio desdeñoso: ¡esto me sirve de pretexto para llorar libremente y hasta para morir! Si Reinaldo comprendiera de qué mal voy a morir, ¿creéis que me olvidaría, que podría ser feliz, lo creéis, Señora? Mi sacrificio, si él lo conociera sería estéril y entonces sólo habría labrado con mi propia desdicha la de todos. ¡Gustavo, pues, sólo ha aceptado el lugar que yo le he designado en la nave oscura de la desgracia para surcar juntos las aguas amargas, después de haber dejado levantada en la ribera opuesta la tienda de la dicha ajena!

Berta no encontraba cómo curar las heridas que se abrían ante sus ojos; tenía miedo: aquella pálida y frágil niña que se pasaba por la frente sus manos heladas, tenía una actitud conmovedora, ¿qué palabra no era allí inútil? ¿qué consuelo no iría a perderse en aquella alma desierta?

-¡Pobre hija mía! -dijo al fin acercándola a su corazón,- nuestra ignorancia ha tejido el velo espeso que ha ocultado el sol de tu felicidad.

-¡Ay no, señora! la aguja del destino, inexorable como la fatalidad lo ha marcado así: en la fuente de la dicha no beben todos los humanos.

Unos golpes suaves se oyeron en la puerta junto con la voz de Elina que llamaba a Margarita. Ésta se levantó y dijo a media voz a su tía:

-¡Elina, Dios mío! querrá las confidencias de mis amores desgraciados, ¿qué haré? ¡pobre Gustavo! Entra Elina, -dijo alzando la voz.

Elina entró con su hija en los brazos.

-¿Quieres venir conmigo, lindura? -dijo Margarita extendiendo sus manos.

La niña sonrió reclinando la cabecita sobre el hombro de su madre: conquistóla fácilmente Margarita.

-Ven: vamos a ver la cama que tu mamá dejó aquí cuando se fue ¿quieres dormir en ella y te contaré cuentos bonitos? cantaré, para dormirte y te levantaré para ver los pájaros...

-¿Zon bonitoz? -dijo la niña, atenta al programa de su nueva vida.

-¡Lindos! -dijo Margarita,- con plumas de colores y cantan también, ¿quieres quedarte?

-¿Quieres amorcito, -dijo Elina,- te gusta la niña?

-Ti, bonita... la quiero muto, -y rodeó con sus bracitos el cuello de la joven que la besaba enternecida.

-Para todos es igual la atracción de esta criatura -dijo Berta retirándose.




ArribaAbajo- XXVI -

La unión de las dos Margaritas quedó sellada: la niña no se le apartaba y era admirable ver aquella pequeñuela, con la cabecita pensativa oyendo cantar a su predilecta; parecía comprender y se diría que quería retener todo lo que su oído percibía con agrado. En las tardes serenas viéndolas en el jardincito unidas de la mano parecía que eran flores de una misma planta.

El Sr. Finkler no disimulaba su descontento y sólo la llegada de Gustavo vino a despejar su frente.

La serenidad de Gustavo estuvo a prueba, con la acogida glacial que le hicieron: doña Ángela le dijo en voz de reproche:

-¡Al fin llegáis! ¡yo no sé si para bien o para mal!... Ya veréis vuestra...

Berta lla interrumpió tendiendo al joven sus dos manos diciéndole en voz dulce:

-Sed bienvenido; llegad, amigo mío, cerca de los corazones que os aman.

El joven se repuso y siguió a la noble dama, que lo guiaba al sitio donde le esperaba Margarita: con la ternura de la joven fue compensado de la dureza de los otros; pero, ¡ay! se quedó pasmado al ver los estragos de la pena en aquel bello semblante. Ella le atrajo al sofá donde estaba sentada, lloró largo rato en silencio y después fijando en él sus tristes ojos dijo:

-Me encontráis muy cambiada, lo leo en vuestros ojos. La pena es más activa que la anemia: vuelvo ahora a las violencias, al disimulo y a esta constante lucha que me agota. Os acusan de mis males y esto es lo más doloroso de mi martirio; ¡acusaros a vos, el más noble de los nacidos; a vos que habéis sido en la vida de la pobre huérfana la única fuente de aguas claras!; ¡todas las otras han llegado hasta sus labios turbias y amargas! ¡Cuánto deseaba volver a veros, a vuestro lado me siento fuerte, por eso os he llamado; somos como dos viajeros que se han encontrado en el fondo de un valle triste y que con igual dosis de desaliento, hacen juntos la jornada y vamos los condenados enlazados a la misma cadena!

Gustavo, estaba anonadado; el enflaquecimiento, la palidez de Margarita no le asustaban tanto como sus frases; parecía al oírla que todo se le había roto en el pecho.

Margarita, -dijo venciendo su emoción,- no os atormentéis, yo no soy infeliz: amo el pesar que me acerca a vos; me ha hecho vuestro hermano y cualquiera que sea la faz que el destino me señale, a vuestro lado es más que una parte de dicha lejos de vos: ya estoy a vuestro lado y olvido mis quebrantos pasados, dejadme consolaros y estaré contento; vuestros sufrimientos hacen más surcos en mi alma que los míos.

-Padezco por la actitud de mi tía para con vos; Reinaldo y Elina, os guardan...

-¡Qué importa todo eso! -interrumpió Gustavo,- si en cambio vos estáis satisfecha y puedo seguir siendo el único que recoge las impresiones de nuestro ánimo: además, llevo en vuestra obra la mejor parte: vos no dais al objeto de vuestro culto la felicidad y yo al mío doy todo lo que pueda endulzar su desgracia, consolar su infortunio. Las esperanzas del amor, Margarita, cuando sólo tienden al placer, son tan transitorias como la dicha misma que dan a los sentidos. La belleza de vuestro cuerpo, no es la que ha despertado en mi alma el sentimiento que la domina, es la elevación de la vuestra y a medida que la veo surgir de su cárcel, engrandecida por el sufrimiento, sublime en su abnegación, os amo más, y de ahí que sin esfuerzos siga el curso de la vuestra. Yo no tengo otros dolores que los que os afligen y si pudierais renacer a las alegrías de la vida me veríais dichoso sin pensar ni esperar otras felicidades.

Margarita le miró como ella sola sabía mirar y dijo colocando sa mano en la suya:

-¡Qué noble sois! ¡Cuánto diera por poder realizar vuestra dicha soñada! ¡Con otro cualquiera yo tal vez me hubiera resuelto a cumplir el programa de la vida de la mujer, programa que le señalan la sociedad y las leyes divinas y humanas; hubiera sido una fiel y digna esposa; pero, con vos que reunís todas las grandezas del sentimiento, no! ¡yo no podría sentir latir vuestro noble corazón junto al mío, herido por mi mal incurable!

-No os agitéis, Margarita, -dijo Gustavo que había retenido las manos de la joven y la sentía arder;- vamos, el aire principia a cambiar y puede haceros mal.-Colocó suavemente la mano de la joven en su brazo.

Berta, Elina y la pequeña se les reunieron, ésta última se lanzó a las rodillas de Margarita que la alzó y acercándola al rostro de Gustavo le dijo:

-¡Amadla por los dos! -Veremos cómo cumplió Gustavo.

La niña pasó de los brazos de Margarita a los de Gustavo sin violencia y se dejó llevar hasta el comedor: allí quedó largo rato sobre sus rodillas oyendo las promesas que éste le hacía y desde ese día fueron grandes amigos. Vio a Margarita tratarlo con tanto cariño y principió a hacer lo mismo, muchas veces era ella la que corría a su encuentro para tranquilizarlo: trataba de imitar a Margarita por agradarlo, y cuando le oía decir «¡la semejanza es extraordinaria!» se reía contentísima y ufana besaba a su Maita, como la llamaba.

Reinaldo y Elina, no podían vencer el resentimiento que contra Gustavo abrigaban. Reinaldo le huía y esta reserva alejaba a Gustavo que casi se sentía contento: el joven se libraba así de una explicación que lo hubiera obligado a faltar a las leyes del honor, mintiendo o a las prescripciones impuestas por la mujer a quien su adoración consagraba el culto de la obediencia.

Gustavo ayudaba a Margarita a corregir a la pequeña, y por conquistar los juguetes que el joven le ofrecía como premio, dejaba los defectos de su pronunciación: los esfuerzos triunfaban y poco a poco las frases iban saliendo claras, celebrando ella misma, con risas cristalinas sus felices ensayos

Elina iba también reconciliándose con Gustavo por su hija.

El tiempo pasaba y el cambio que todos esperaban no llegaba, y Gustavo, con harto descontento de ellos, no hablaba nunca de bodas. Margarita era la única serena y parecía una enferma feliz.

Una noche en que la lluvia retenía a todos en la casa, la pequeña Margarita dijo a su madre:

-Mamá, toca piano, pide tú a Maita que cante; ella no me quere ya.

Margarita la oyó y se le acercó diciéndole con voz cariñosa:

¡Ingrata! ¿así me pagas?

-Zí, -dijo la niña resentida,- no me hizizte cazo, llorazte mucho; ¿no te acuerdas? y no quizizte dezir por qué llorazte.

Reinaldo volvió los ojos a Margarita y sorprendido vio que los reproches de la niña la turbaban; su dulce rostro alumbrado por la lámpara encendida tenía la palidez de un cadáver: los ojos de Reinaldo la dominaban; había en ellos una interrogación conmovedora, algo de los pasados días que la hicieron estremecer; se inclinó turbada y dijo a la mimada:

-Ven, voy a cantar para ti; después Gustavo te cantará también; ¿quieres? ¿estás contenta?

-¿Él canta? -dijo ella admirada.

-Sí, bien mio; invita pues a mamá para que me acompañe.

Elina muy contenta corrió al piano; desde su llegada era la primera vez que se encontraban todos reunidos y que como en pasados y felices tiempos iban a oírse los acordes de voces e instrumentos; volvió el rostro a Margarita pregruntándole:

-¿Qué vas a cantar? ¿quieres cantar «La Estrella Confidente»?

-¡Esa no!... -dijo ella estremecida; sentía la mirada de Reinaldo que la contemplaba lastimado de una desdicha que no conocía. Él estaba también muy turbado y no podía desterrar los recuerdos que a su pesar lo envolvían.

-¡Cuántas flores hubiera yo sembrado en el camino de esa vida que se extingue! -pensaba él;- su alma sufre, padece las torturas que han atormentado la mía, cuyo largo gemido no han podido apagar los ecos de mis otros amores.

Débil ante las memorias que en tropel se alzaban evocadas por la dolorosa expresión del rostro de Margarita, que de pie cerca del piano iba a cantar, como en el tiempo de sus dichosas esperanzas, para hacerse firme se acercó a su hijita y la sentó sobre sus rodillas, diciéndole:

-Con papá oyes mejor, hija mía.

-Beno, -dijo acercando a sus labios un dedito de rosa, y agregó, -chist, papá, oye a Maita.

Ella la oyó, sonrióla, y dijo.

-Para, ti, mi hijita: vamos, Elina, acompañame la romanza de la Saboyana.

-¡No, no! -dijo Elina- ¡qué antojos, Margarita! ¿te acuerdas de la primera noche que la oímos?... yo no la sé tampoco... ¡deja quietos los nervios!

-¡Niña! -dijo ella,- si después la he cantado muchas veces y mis nervios están ya familiarizados con los ayes de la pobre saboyana. Venid, Gustavo, acompañadme vos, que sois el maestro.

El joven se acercó contrariado y al recorrer el teclado, dijo bajo:

-¡Margarita, por Dios! no pongáis a prueba vuestras fuerzas, ¿a qué conduce todo esto?

-¡Al placer de los tristes, recorrer el diapasón de los ayes en las notas de los recuerdos!

-¡Sea! -dijo Gustavo y pensó:- estaré alerta, ella se desprende de algunas preocupaciones ¿a qué obedecerá? -la dirigió aun una mirada suplicante, pero ella insistió y las notas gemidoras empezaron.

-Tiene razón, Margarita tiene muchos caprichos, -dijo Elina al Sr. Finkler.

La voz de la joven se alzó triste, pero firme: su alma se abría entera en aquellas melancólicas melodías; ella tenía necesidad de aquel consuelo: pensaba que esas notas más tarde evocarían su recuerdo en los seres que la escuchaban, ¡triste egoísmo del infortunio! quería grabar su imagen en la memoria de los otros y ella misma veía su pálida sombra en la de la doliente saboyana.

En su acento había sollozos, parecía el último gemido de una tórtola que expira: nada tan semejante a su propio dolor como la tierna historia de María, y Margarita con sus grandes ojos vueltos al cielo parecía buscar el alma, mártir que en nostalgia de amor dejó la vida sin volver a la patria.

Berta y Elina se apretaron las manos frías por la impresión que no se atrevían a comunicarse y sus ojos llenos de lágrimas apenas si distinguían los dibujos de las alfombras que pisaban. El señor Finkler se sonaba con estrépito lejos de todos: -doña Ángela miraba a Margarita con lástima y a Gustavo con rencor.

Gustavo al terminar se levantó prontamente y dijo conmovido a Margarita: -¡Cruel!

En Reinaldo nadie reparaba; tenía el rostro oculto entre los rizos de su hija como si prolongara el placer de las caricias; no contando con la indiscreción de la niña, quería ocultar su agitación; al acercarse Margarita, la única serena en aquel extraño escenario, ella le dijo:

-Cógeme tú, Maita, papá tene fío, tembla.

Reinaldo levantó los ojos, en los que se leía un pesar intenso. Margarita sintió que el grito de su corazón llegaba a sus labios: pero no; no podía perder en un momento la dolorosa labor de tanto tiempo: había cansado sus ojos hilvanando los hilos de su vida pana resguardar a Elina del riguroso frío de la desdicha y no podía romper con sus propias manos el manto de felicidad que ella misma había tejido con las fibras que una a una había arrancado de su alma.

Era pues necesario, llegar hasta el fin ¡faltaba tan poco! Lo único que tenía vida activa en ella era la voluntad y supo emplearla para alejar la atmósfera glacial que parecía envolver a todos en el obscuro velo del presentimiento.

-Vamos a ver si tu amigo completa la velada, -dijo tomando a la niña y dejándola sobre las rodillas de Gustavo; después se acerco resueltamente a Reinaldo sentándose a su lado. Tenía que cumplir allí dos deberes: borrar su imagen matando toda sospecha en el alma de su primo y rehabilitar a Gustavo en el concepto y la estimación de todos.

-Tengo que haceros una súplica, -díjole;- Gustavo hablará con vos para fijar el día de nuestra boda, quiere que sea a principios de Febrero ¿queréis persuadirlo que la retarde hasta Mayo? Yo no me siento bien y haría una novia muy pálida, y muy triste cuando deseo aparecer todo lo feliz que soy.

-¿Él quiere realizar la boda? -dijo Reinaldo dudando.

-Sí; creíais lo contrario, ¿no es verdad? y por eso estáis, como mi tía y Elina, tenazmente reservados con él; tenéis razón; yo misma he dudado y ese tiempo de dudas y de ausencia es el que me ha aniquilado, pero hoy ya segura de su amor y de su fe, espero vivir para cumplir las dichas prometidas, ¿lo dudáis? ¿creéis que no podré vivir? -agregó viendo que Reinaldo la miraba fijamente como tratando de leer hasta el fondo de su alma.

La pobre estaba muy turbada, como el pajarillo que con el ala rota hace esfuerzos inútiles para emprender el vuelo, ensayaba ella los suyos para librarse del poder de aquellos grandes ojos. Era preciso a toda costa preciso, salvar la felicidad de Elina, la de él mismo tan comprometida en aquel instante.

-Estáis como asombrado, -dijo,- ¿será de verme enamorada hasta el extremo? ¡cuánto os habréis reído de mis alardes de ayer! Pero ahora os comprendo que las mujeres vivimos únicamente por el corazón, que fuera del amor, para nosotras la vida sería un desierto donde iríamos a morir como un espino...

-¡Es verdad! -dijo Reinaldo.

Elina se levantó del piano y se acercó al grupo.

-¿Quieres, -dijo Margarita, tomándola, una mano,- ser tú también mi aliada contra los proyectos de Gustavo, que aunque realizan mis anhelos, no quiero hacer las cosas con tanta precipitación?

Reinaldo expuso a Elina los deseos y la modificación de Margarita.

-¿De veras? -dijo Elina contenta- yo le tenía ya aversión por lo que te ha hecho sufrir, pero ahora estoy convencida que te ama; mi tía dice que Gustavo tiene un noble carácter y un alma muy elevada.

-¿Dice eso mi madre? -preguntó Reinaldo admirado. -¡Cómo! -pensó,- ¿mi madre no tiene reproches para el que ha torturado el alma de esta pobre niña, ella, que la quiere tanto y es tan justa y severa? ¡no comprendo!

Margarita le insinuó de nuevo:

-¿Me hacéis la promesa?

-Lo que vos queráis es orden para todos nosotros, ¿no es eso? -dijo él consultando a Elina.

-Sí, sí, -dijo ésta abrazando a la joven,- en plena primavera la dicha tendrá para vosotros perfumes de heliotropo.

-¡Si lo quiere el cielo! -dijo Margarita y agregó con triste sonrisa viendo a Reinaldo,- ¿queréis hacerme otra promesa para completar mi felicidad?

-Hablad, -dijo éste.

-Prometedme, que prósperos o adversos los acontecimientos de nuestra vida seréis para Gustavo un amigo, un hermano.

Reinaldo la miró sin contestar; ella continuó:

-Es digno de vuestra amistad; su alma tiene todas las grandezas; en su corazón no hay una sola fibra debilitada para el bien; si yo no os conociera, diría que él es el único en el mundo que la perfección: quiero pues que os conozcáis, que os apreciéis y estoy segura que os amaréis.

Sólo me reservaba de Gustavo porque creía quo os hacía infeliz, siendo lo contrario, será tanto y más de lo que deseáis.

Gustavo estaba en el piano a instancias de la pequeña, que al fin se había quedado dormida en una silla que había colocado cerca para oír mejor a su amigo.

-Gustavo, -dijo Reinaldo acercándose con una de sus mejores sonrisas,- la mimáis demasiado y os deberemos muy malos ratos.

-No lo creáis, es blanda y dulce, el cariño es su mejor dirección ¿no es verdad, Margarita? -dijo volviéndose.

-Sí que lo es, -dijo ésta,- vos sólo lográis de ella cuanto queréis por la dulzura con que acogéis sus exigencias.

-Tenéis el privilegio de conquistar, Gustavo, -dijo Reinaldo,- privilegio que sólo alcanzan los seres superiores y puesto que los que me son queridos os aman debo yo también abriros mi corazón.

Habló largo rato con él y terminó diciéndole:

-Como quiero conquistar vuestra simpatía os dejo en libertad de decidir con Margarita vuestra futura felicidad.

El cambio de Reinaldo conmovió a Gustavo: había adivinado de dónde partía aquella brisa que se llevaba una nube de su vida, y murmuro:

-¿Cómo no amar a esa tierna criatura?

Reinaldo se retiró a su cuarto, necesitaba estar solo, no podía explicarse lo que sentía. Margarita era siempre un misterio.

-Esa niña, -pensaba,- que se moría de pena por la ausencia prolongada de su amante al ir a realizar su boda es quien la aplaza, ¿qué hay en ella que parece obscurecer sa felicidad? Esta noche cuando cantaba, más que una mujer feliz parecía un alma desolada que recorre los mundos sombríos del dolor... Yo no sé por qué la siento siempre tan ligada a mi existencia: las notas de su canto que parecen gemidos vienen a resonar aquí y levantan mis dolores adormecidos: vi lágrimas en sus ojos y siento como que son de mi propio corazón, ¿qué poder hay en ella, que así me sujeta? ¡Qué pálida y qué débil se va quedando! ¿no atajará la dicha esa alma que se escapa?

Elina entró, contóle, a su marido que Gustavo había convenido en aplazar su boda y que mientras tanto irían a buscar mejores aires para Margarita en una posesión que tenía el Sr. Finkler en las afueras de Caracas.




ArribaAbajo- XXVII -

Al beso de la hermosa primavera todas las plantas renacían, pero para aquella pobre flor humana no había soles ni brisas que volvieran a sus mejillas los colores perdidos. Margarita no mejoraba y por más que ella ocultaba victoriosamente y con animosas sonrisas su mal, lo denunciaba algunas veces la expresión dolorosa, que tomaba su semblante ¡desdichada! el mismo esfuerzo que hacía para dominarse lo causaba un sufrimiento atroz.

Las secretas conversaciones con su tía Berta, la intimidad cariñosa, la especie de culto que ésta tenía por Margarita, eran un enigma para Reinaldo; eran como velos corridos a su penetración.

Una tarde que Margarita conversaba largamente con Berta, fue interrumpida por Elina, que resuelta quería apremiarla para fijar su boda.

-Estamos a fines de Abril, querida mía, y Gustavo se impacienta...

-¡Oh, no! -interrumpió la joven,- espero mejorarme, ¿cómo quieres que a los perfumes de mi boda se mezclen olores de drogas? Yo deseo curarme y si Dios lo permite, seré feliz; si no, ¿cómo oponernos a su voluntad?

-No quieres ni un atemperante para ayudar la naturaleza, -dijo Elina afligida.

-He aceptado algo mejor, -dijo ella resuelta,- un viaje por mar. Mi tía quiere regresar a España y si no te opones y tengo el beneplácito de Gustavo, la acompañaré, hoy que quedas tú para cuidar a mi tía Ángela.

-De antemano convenido, -dijo Gustavo que entraba con su padre,- pero, eso sí, permitiéndome acompañaros.

-No me dejéis, -dijo el Sr. Finkler a media voz a su hijo,- no quiero perder ni un minuto de ella.

Sólo Margarita lo oyó y lo miró con tan cariñosa tristeza que hizo brotar lágrimas de los ojos del pobre viejo.

-Amigo mío, -dijo a Gustavo,- si vuestro padre nos acompaña la partida está completa y lleno el concepto público; ¿no es verdad, tía?

Como se convino se hizo. Berta se encargó de todo con el Sr. Finkler, que no perdía un detalle para las comodidades de Margarita; ésta parecía siempre extraña al movimiento, vivía muy lejos del mundo real, sumergida en el piélago de sus tristezas.

-Tengo miedo, Reinaldo, -decía Elina;- ¿no la ves? se va quedando como la hermana del saboyano, como una niña de cera.

Reinaldo no le contestó y según su costumbre fue a buscar a su hija para el paseo; la encontró rebelde a toda sujeción de vestido; al ver a su padre corrió hacia él.

-¿Qué tienes? -dijo éste.

-Maíta no me quiere, ez mala, papá, llora mucho, no la dejez ir... ¡no quero!

-Ángel mío, te quedas con tu padre, -dijo él conmovido hasta el fondo del alma.

-¡Pero tú no eres Maíta!... anda., papá, dile que no... pero anda, papá; -y arrastraba a Reinaldo hasta el sitio en que estaba Margarita; ella se estremeció, trató de sonreír y sus dientes de perlas apenas lograron hacer resaltar la palidez marmórea de su rostro.

-¿Por qué llora? -preguntó.

-Por vuestra partida: ella interpreta el sentimiento de todos.

-También sufro yo, pero es necesario a mi salud; ¿deseáis acaso verme morir?

-No, vivir y ser feliz.

Margarita tomó la niña en sus brazos y le dijo cariñosa:

-No quiero que llores, amor mío, vamos a vestirte y pasearás conmigo y con Gustavo.

Peinó sus sedosos cabellos y con su dulzura de ángel fue convenciéndola hasta que al fin se avino y se resignó a esperar todo lo que ella le ofrecía.

Las horas que preceden a una separación son siempre tristes; la pobre Margarita sentía muchas cosas en su alma; el exceso de sentimiento la ahogaba; iba a dejar su patria, a separarse, acaso para siempre, de los que amaba; de aquellas que habiendo amparado su orfandad no supieron en su alma y la dejaban morir de dolor; ¡ay! ellas ignorarían siempre que su deuda aunque inmensa estaba saldada y... ¡a qué costa!

Todos quisieron conducirla hasta el puerto. Margarita no conocía el mar: para ella era un espectáculo nuevo que despertaba su admiración; estaba como bajo el poder de una sugestión; parecía feliz al emprender el viaje y en cada corazón, a pesar de la hora dolorosa de la despedida, brotó una esperanza: el viaje le haría bien.

-Te volveremos a ver buena y feliz, -dijo Elina al acercarse al muelle.

-¡Así lo espero! -dijo ella abrazándola.

Su despedida fue conmovedora.

-¡No me olvidéis! -dijo ella-en un sollozo abarcando con sus ojos llenos de lágrimas el grupo que dejaba en el muelle.

El llanto de la pequeña daba al traste con la serenidad de todos.

-No te la llevez, Guztavo... táela... Maíta, ven... papá, zi ze van todoz... quedamoz zolitos... no... no quero... papá...; -los gemidos la ahogaban.

Margarita veía la palidez de Reinaldo, sufría su mismo dolor; pensaba ella tristemente en la soledad de aquel pesar que a nadie podía confiarse: ¡y él, el desdichado! ¡cuánto hubiera dado por tomar entre sus manos aquella cabecita inclinada y besar su frente pálida, siquiera una vez!

El bote arrancó, y Margarita, medio desvanecida en el hombro de Gustavo agitó su pañuelo y gritó:

-¡Adiós, Elina!... ¡Adiós, hermana mía!...

Pudo ver por largo rato el silencioso grupo; vio a doña Ángela abrazar a Elina, las vio alejarse tristemente, mientras Reinaldo continuaba inmóvil con su hija en los brazos; al fin lo vio alejarse. Bajo las melancólicas luces de la tarde estuvo contemplando desde la balaustrada del vapor la tierra que dejaba, ¡tal vez para siempre!

Gustavo intentó separarla.

-Esto os hace mal, Margarita, el aire de la noche va cayendo frío y húmedo.

Ella volvió los grandes ojos suplicantes, cuyo brillo denunciaban su estado febril.

-¡Por Dios, amigo mío, dejadme contemplar, hasta que la oscuridad me los oculte, los sitios que mis ojos no han de volver a ver jamás! ahora que ya no tengo que hacer esfuerzos para contenerme, dejadme evocar, al dejar la patria, las imágenes de mi niñez, cuya felicidad pago tan caro! ¡dejadme recordar, dejadme llorar, ya que el consuelo no puede penetrar en mi corazón, ya que el desaliento triunfa de mi valor! ¡Ay! ¡yo, que había pensado dormir mi sueño eterno cerca de mi madre, me voy a morir en tierra extraña, y hasta en la tumba voy a estar solitaria! ¡Mi estrella no ha tenido luces, Gustavo, y ya veis que hasta le niega a la cruz de mi sepulcro sus resplandores! ¡brillo sólo un momento sobre mi frente para dejar después en eterna oscuridad el cielo de mi esperanza! ¡Adiós Caracas! -dijo al ver que se apartaba ya;- ¡adiós tierra querida y bella; no volveré a ver tus calles bulliciosas ni a pisar las arenas de tus jardines; no dormiré bajo la luz de tus estrellas; tus violetas y heliotropos no se marchitarán sobre mi tumba! ¡adiós! ¡allí se quedan los afectos de mi corazón, que se lleva solamente los recuerdos y los dolores! ¡ay de mí! ¡que lo han envenenado! Elina, hermana mía, te he visto por última vez; ¡adiós, causa inocente de mi martirio, que no sepas nunca que tu felicidad me mata! ¡Oh, Gustavo, se acabó!... ¡ya no los veré más!... ¡mi adiós es eterno!...

Berta, el Sr. Finkler y Gustavo estaban como sobrecogidos y lloraban al lado de la joven sin decirla una palabra; aquella desdicha sin remedio, aquella explosión de un dolor por tanto tiempo comprimido, revelaban el combate sin tregua de un alma desolada a quien la esperanza había abandonado.

Gustavo estremecido la tomó en sus brazos.

-Margarita, -le dijo,- calmáos en nombre del cielo; os debéis también a mi corazón que despedazáis...

-Perdonadme, Gustavo, es la última llama de una luz que se apaga; la muerte ha herido ya algo en mí: estos son mis estertores; ya el Dios clemente va a tener piedad de mi alma triste.

Para todos los pasajeros aquella joven y bella enferma era interesante; atraía la atención por la gracia de su talle, por su andar de ligero paso, de suave movimiento en que tanto se conoce la distinción de la mujer; el abrigo que la cubría hacía resaltar la belleza notable de sus dulces facciones. Gustábale pasear sobre cubierta y perder su mirada intensa en aquella mar azulada; algo decían a su corazón los cantos marinos, se figuraba, que tal vez bajo su tosco aspecto algunos de aquellos pobres ocultaban como ella un pesar.

Desde que se había separado de su familia se encontraba dueña de sí misma y aunque el sufrimiento era más doloroso se revolvía en su corazón sin violencias; su naturaleza estaba al fin libre del disimulo que tanto repugnaba. Hablaba con Gustavo de su pasado, que aun cuando estaba para ella entre las cosas perdidas, sentía un triste gozo en evocar los recuerdos que lo constituían. ¡Extrañas contradicciones! lo que debiera aumentar parecía alejar su tristeza. Hablaba con naturalidad algunas veces, como si tratara de evitar a Gustavo el espectáculo de sus dolores, como si quisiera compensar los esfuerzos del joven, que eran para ella alientos que vigorizaban su ánimo enfermo. Gustavo se sujetaba al martirio de un amor sin esperanza, por el solo hecho de amar mucho; su sacrificio no hacía feliz a nadie, y sin embargo, sonreía y nunca encontró ella en sus labios la sombra de un reproche, ni el eco de una queja; ante aquel espíritu a quien el vendaval de la desdicha no inclinaba, se sentía valiente y su corazón se bañaba en aquellas ondas de abnegación fervorosa.

Margarita llegó al fin al término del viaje animada por felices impresiones: el cambio la mejoraba, era indudable, y Berta y el Sr. Finkler cambiaban miradas llenas de esperanzas; ¡es tan hermosa la juventud y se puede esperar tanto de su fuerza!

Así llegaron a pisar la tierra española.

El Sr. Solís, impaciente, los esperaba, en Barcelona y de allí partieron en el primer tren a Madrid. Las novedades de un mundo nuevo eran una tregua que encontraban los dolorosos pensamientos de la joven.

El Sr. Solís la acogió con la simpatía que despiertan la belleza y la desgracia.

-Excedéis -dijo cariñoso- a todo lo que de vos se habla y ahora sí me explico cómo es que nadie escapa al encanto de amaros; ¿os sentís mejor?

-¡Oh, sí, mejor! y animada por la esperanza y el deseo de curar mis males, que se alejarán pronto.




ArribaAbajo- XXVIII -

Los que habían quedado en Caracas contando los días de la ausencia, no podían dominar sus dolorosas inquietudes, sus largas tristezas, silenciosas como las horas que pasaban. Doña Ángela no cesaba de preguntar qué grados tendría la temperatura de Madrid. Elina tejía y murmuraba muy quedo, enjugando sus lágrimas.

-¡Pobrecita! ¡como no se vaya a morir allá tan sola!

Reinaldo se engolfaba en los periódicos, que parecían absorberlo, o se salía a la calle; la atmósfera melancólica de su casa impregnaba su espíritu. La linda pequeñuela parecía sorprendida de que nadie pensara en distraerla.

Una noche que el silencio era mayor, se acercó de puntillas a su padre y le dijo a media voz:

-Papá, ¿noz vamoz a quedar azí zempe quetezitoz?

-No, hija mía, -dijo él colocándola sobre sus rodillas;- ¿qué quieres tú? ¿pasear? ¿jugar?...

-No, -hizo con la cabecita.

-¿Qué quieres entonces?

-Que me digaz cuándo vene Maíta y por qué Lita ze la llevó; que le digaz que ezté alegue y que cante como Maíta para dormirme; que llamez a Guztavo, que él zi ze ponía contento para jugar conmigo y me tai muchoz dulcez y muñecaz; ¿no laz vizte, papá?

-Sí, alma mía; ¿quieres que te lleve a«La India» a buscar dulces, o al teatro?

Estas escenas eran frecuentes y a de pesar de todo aquel eco argentino no lograba romper el hielo de la tristeza: al fin, después de muchos días, las cartas de España llegaron como brisas bienhechoras a llevarse las nubes de aquel cielo.

Berta escribía de Madrid:

«Elina, hija mía: Inspiración del cielo fue la idea del viaje. Margarita mejora, y aunque los médicos sacuden la cabeza, yo tengo esperanzas: me parece que con su extrema juventud, el cambio de clima y el esfuerzo cariñoso de todos, puede retenerse esa vida, que como una navecilla parecía próxima a perderse entre las brumas de lo insondable. ¿Volverá nuestra Margarita a ser lo que era? ¡Dios lo quiera!

»Ha salido a conocer Madrid; espontáneamente ha querido ir al teatro, y a la Castellana, como si quisiera buscar en los placeres medios de olvidar sus padecimientos.

El Sr. Finkler y Gustavo no se le apartan; ¡qué hombres! ¡cómo la quieren! No se sabe cuál de los dos es el amante, pues los dos lo parecen. Margarita es mi pozo de afectos para ellos; se ve que está feliz cuando los tiene a su lado; los dos la pasean uno de cada mano. Hace pocas tardes la encontré así en el jardín y al verme dijo: «tía, por ellos no hay espinas a mi paso; un corazón es muy poco para compensar tan abnegada ternura,»

»¡Qué mal habíamos juzgado a Gustavo! ¡vive para Margarita! ¡qué alma tan grande!

»Escribo deprisa para tranquilizar vuestras inquietudes. Margarita lo hará después de: estad tranquilos que os amamos.

»Cuida mucho a mi hijo, hazlo feliz y mis bendiciones con mi afecto son para esa dulce trinidad de mi corazón.

Con Ángela te abrazo. Ricardo os bendice como tu madre.-Berta.

Bajo estas indecisas esperanzas revivieron los corazones de todos.

Pasó la primavera y las cartas de España eran siempre tranquilizadoras. Elina volvía a la vida pura de su felicidad: las gracias de su hija la hacían olvidar los males ajenos y la risa de sus labios de rosa principiaba a resonar alegre como otras veces.

Reinaldo, acompasado como un reloj, cumplía su tarea de dar siempre color al cielo de su hogar y alcanzaba la dicha prometida al hacer la de los otros: dejábase amar por aquella niña que había atado a su destino; deslizaba su vida por el lago azul de aquellos afectos y estaba ya como anclado en el puerto de la tranquilidad; una mujer amante, bella y fiel, una hijita adorada, era más de lo que podía esperar un desdichado en el camino del infortunio. Reinaldo no era feliz, pero tenía alegrías y esperanzas.

Doña Ángela, pendiente de la dicha de su hija, veía dormir tranquila en el lecho de flores que le habían formado sus deberes de madre.

Reinaldo, cuando las veía inclinadas sobre la pequeña cabeza de su hija, sentía que llegaban hasta su corazón las ondas de aquella ternura; tan dulces realidades borraban muchas veces sus tenaces recuerdos pero ¡ay! otra vez el hilo de la fatalidad iba a atraerlo.

A mediados del mes de Julio y en una de sus más hermosas mañanas, cortaba flores para su hija, cuando un criado le entregó una carta; interrumpió su ocupación para leerla; se quedó muy pálido, y como paralizado; la voz de la niña le sacó de su estupor:

-¿Te hireron laz ezpinaz, papá? ¡zon malaz!

Él la miró asustado: parecíale que la niña había leído en su corazón y no se fijó en que las rosas cortadas se habían escapado de sus manos y rodaban dispersas por el viento.

-¡Sí, hija mía: muy duramente! -dijo él contestando más bien a su pensamiento.- Vamos a donde está tu madre.

La carta era del Sr. Solís para Reinaldo y le anunciaba que había sido engañado por el socio a quien había llamado su hermano, y que éste había huido llevándose valores inmensos:



«... Es necesario -le decía- que vengas: me siento cansado y estas luchas debilitan mi cerebro y mi organismo. Nada sabe tu madre de mi desastre financiero y trato de ocultarle mis físicos y morales; tú eres hombre y debes arrostrar erguido las tormentas y venir a disputar y a salvar lo que es tuyo: el honor y la fortuna de tu padre; vente pues sin pérdida de tiempo.

»Nada digas a tu madre; esta pobre niña enferma absorbo todos sus días y sus noches y por más que Berta llore sin cesar, sus lágrimas ¡ay! no reanimarán la planta que se muere. Margarita no vivirá mucho tiempo, y a pesar de los esfuerzos de la ciencia y de los cuidados de Berta y sus amigos, este ángel se irá al cielo. Ayer me dijo el médico: «la ciencia es ya impotente: la tisis domina esa tierna naturaleza y no hay medicina que ataje su curso: se diría que esta niña ha padecido penas muy hondas que han destruido prematuramente su organismo.» Berta sabe todo esto y no me explico el por qué del empeño en ocultar el mal de esta niña, que tal vez reviviría al calor de los afectos.

»Sin pérdida de tiempo te espera tu padre.-Ricardo Solís.»

Reinaldo explicó a Elina con precauciones la situación mercantil de su padre y díjole:

-Prepara a tu madre para que partamos por el primer vapor que nos conduzca a España.

Tres días después nuestros viajeros, silenciosos y tristes, entraron en un vapor francés.

Sólo la niña palpitante de alegría decía:

-Como ze van a volver locoz cuando me vean Guztavo y Maíta: elloz cantarán y no eztaremoz maz triztez; ¿no mamá?

-Sí ángel mío; ojalá tu voz fuera un presagio feliz.

Reinaldo llegó a Madrid, con la ansiedad del que quiere conocer el mal antes de combatirlo: encontró a su padre sereno, pero sintió las grandes palpitaciones de su corazón al abrazarlo; su voz trémula al decirle al oído «mucha reserva», acusaba también una gran emoción.

Largo rato estuvo Berta sobre el pecho de su hijo; se diría que quería librarlo de un peligro al arrastrarlo fuera del sitio en que estaban reunidos.

Doña Ángela, y Elina sobre todo, tenían a Margarita sofocada con sus besos; ésta estaba muy pálida.

-Os vuelvo a ver, -dijo muy sorprendida;- pero, ¿cómo habéis venido?

-Yo misma no lo sé; Reinaldo se cansó de Caracas y quiere vivir cerca de sus padres; ¡ingrata! -agregó Elina;- ¿no querías que viniéramos?

-¡Oh, no es eso! ¡pero hubiera deseado que hubieseis encontrado feliz no así!

Berta había perdido su serenidad y a penas, con gran asombro de su hijo, sí podía disimular su descontento.

En realidad, aquella inesperada aparición sacaba a todo el mundo de quicio, pues los viajeros ni aun desde Barcelona se anunciaron y supieron su llegada cuando los tenían entre los brazos. Reinaldo, por seguir las instrucciones de su padre, daba a su viaje el carácter de una sorpresa premeditada.

-¿Por qué habrán venido? -decía Berta;- ¿será pues inevitable la fatalidad?

El Sr. Finkler y Gustavo, después de los cumplidos, conversaban contrariados cerca de una ventana; la expresión de sus rostros nada tenía de tranquilizadora; sus ojos estaban fijos en el pálido rostro de Margarita, que los tranquilizaba con su más dulce sonrisa.

Las manos diáfanas de la enferma acariciaban la cabecita de la niña sentada sobre sus rodillas y ésta estaba como sorprendida; algo sentía que no podía expresar; sus lindos ojos tenían una expresión conmovedora y no los apartaba de las facciones de su amiga. Margarita le preguntó:

-¿No me conoces, alma mía, que me ves con esos ojos tan extraños?

Ella no contestó y se inclinó a su madre ocultando el rostro entre su seno; ésta le preguntó:

-¿Qué tienes, hija mía?

-Láztima de Maíta, -dijo en voz baja;- llévame donde eztá papá; Gustavo no me quere, no me haze cazo, mamá, todoz tenen medo... tú tambén... entonzes tengo que llorar y tú dizez que loz niñoz lloronez ze ponen feos... ¿que tene Maíta? ¿eztá enferma?

-Sí, mi hijita, pero se curará ahora con nuestra venida; de no verte estaba triste; ya verás como vuelve a ser bonita.

-Zempe eztá bonita: pareze virgen, ¿no, mamá? ¿Y porque Maíta ezta enferma Guztavo eztá bavo conmigo?

-No es bravo, está triste porque él la quiere mucho; vamos cerca de tu amigo y veras cómo te quiere siempre.

Elina salía cuando Reinaldo entraba y no pudo ver la alteración de sus facciones al saludar a Margarita: él tomó su mano que abrasaba y dijo conmovido:

-¿Por qué habéis ocultado a Elina vuestros males? como hermana vuestra, ¿no tenía el deber de estar a vuestro lado?

-Es verdad, -dijo ella sin alzar los ojos,- pero no quería atormentarla; ahora sí, que estoy cierta de curarme.

Reinaldo estaba asombrado; la joven era una sombra que parecía sostenerse por un soplo celeste: su belleza tenía ya el tinte de lo inmaterial; parecía una de esas vírgenes cristianas que han inmortalizado al Ticiano: sus cabellos negros recogidos con ese abandono del sufrimiento sobre una nuca delicada dejaban libre su frente pensadora, haciendo resaltar su tez pálida y satinada como las hojas de una camelia; su nariz fina y trasparente se dilataba con el aliento, que a intervalos y penosamente levantaba su pobre pecho consumido y oculto por los encajes del vestido. Todo la asemejaba a una flor cultivada por la desdicha. ¡Pobre niña! Su espíritu superior luchaba con las tristes realidades de la vida. Sus bellos ojos, agrandados por el sufrimiento, tenían aun la luz de sus bellos días y sus labios de purísimos contornos ensayaban en vano las sonrisas que el pesar le había robado.

Nada es tan peligroso para el amor como el sufrimiento; la dicha puede extinguirse y la imagen de una mujer alegre y feliz se borra fácilmente del corazón del amante; pero la sombra pálida de la amada, triste y doliente, surge eterna en el alma del mismo modo que viven en la memoria del que ha quedado ciego, las luces crepusculares.

La velada fue triste y la misma pequeñuela se quedaba temerosa entre todos, viendo que el eco puro de su alegría se extinguía en aquel silencio.

Conturbados los espíritus, todos reservaban sus impresiones; se diría que recelaban los unos de los otros; tal era el empeño en ocultar su afán.

Reinaldo y su padre para mejor obrar en sus negociaciones, dispusieron trasladar la familia a una preciosa quinta que poseían en las cercanías de Madrid. La quinta de ***, había sido comprada a un conde que la había construido y embellecido a su capricho de rico; tenía vistas magníficas jardines deliciosos, y aires blandos y puros; la casa era como un albergue de seres felices y el conde, su antiguo dueño, lo fue allí mucho tiempo, dejando todo el lujo que había sido testigo de sus dichas. Allí, pues, fue la familia y Margarita pareció reanimarse a la vista de aquella naturaleza que las acogía con tanta gala.

El Sr. Finkler y Gustavo las instalaron y convinieron en ir diariamente a pasear a su querida enferma.

Reinaldo y su padre trabajarían al fin libremente: de mutuo acuerdo querían librar el espíritu de Berta de las inquietudes que a ellos los dominaban. Libres de ojos amantes empleaban todo el tiempo en las operaciones del equilibrio.

Días de luna, noches enteras sin sueño alcanzaron el éxito y la casa pudo salvarse sin que nadie se enterara de sus vacilaciones.

Algunas semanas después el. Sr. Solís contaba a su esposa, que emocionada lo escuchaba, la terrible crisis que había atravesado; cómo sin decirla nada había llamado a su hijo precipitadamente; cómo éste con un vigor y una actividad increíble había detenido el rayo sobre su cabeza.

Berta alzó los ojos al cielo; ¡todo lo comprendía ahora! y sí bendijo a Dios por haberlos salvado de la ruina, sollozó mucho tiempo leyendo en los inexorables decretos de la fatalidad.

Reinaldo anunció a sus padres reunidos en la quinta, que tenía noticias que comunicarles: suplicóle Berta por teléfono que invitase a Gustavo y a su padre para que vinieran con él.

Al día siguiente bajaron los tres de su coche de viaje; toda la familia los aguardaba al pie de la escalinata, menos Margarita a quien un poco de fiebre retenía en la cama.

Gustavo y su padre se miraron tristemente.

-Ella es la que ha querido veros, -díjoles Berta,- esta mañana me dijo: «tía, llamad a mis amigos; me siento mejor cerca de ellos, tanto que no quisiera que se apartasen de aquí.» Para satisfacerla os he hecho arreglar habitaciones cómodas pues no dudo que accederéis a los deseos de todos. Voy a decirle que estáis ya aquí.

-¡Pobre ángel! -murmuró el Sr. Finkler,- ¡y cuando se vaya al cielo!

-¡Pobre mártir! -pensó Gustavo.

Mientras Reinaldo contaba a su padre cómo la policía secreta había detenido al socio fugitivo, asegurándose por los papeles de su cartera que los valores hurtados estaban depositados en un banco de Londres bajo firma anónima, y bendicen al cielo por la vuelta de crédito y fortuna, penetremos con Gustavo y el Sr. Finkler en el saloncito de la joven enferma, quien al verlos reanimó su rostro que adquirió una tierna expresión de alegría y extendió sus dos manos, que abrasaron las heladas de aquéllos.

El médico estaba a su lado y sonrió al tomar el pulso de la joven.

-Con emociones como estas, -dijo,- los enfermos se vigorizan y aman la vida.

Poco después, aparte e interpelado por el señor Finkler, movió tristemente la cabeza, y dijo:

La caída de las hojas influye fatalmente sobre estos males que destrozan esos frágiles pechos, temo mucho que con ellas se vaya esa bella criatura, ¡lástima!

El Sr. Finkler ocultó el rostro como si quisiera escapar a la fatalidad que se le anunciaba.

-¡No lo digáis a mi hijo! -murmuró.

Cuando el otoño entró con toda la poesía sus tristezas, miraba el cielo como si quisiera detener las nubes opalinas que eran ya presagios de aquel duelo de su alma.

Aceptaron padre e hijo el hospedaje en la quinta para no apartarse de aquella a quien una voluntad inflexible iba a llevarse dentro de poco tiempo para siempre.

Así corrían los días y las brumas de la atmósfera no eran tan espesas como las de aquellas almas.

Algunas veces iban a Madrid por un quehacer, pero inmediatamente regresaban y nunca la noche los cogió allá.

Berta iba también otras veces acompañada de su esposo Reinaldo; otras, doña Ángela a compras con al niña; sólo Elina no quería dejar ni un minuto a Margarita; con esta ternura sentía la enferma dulces compensaciones y pensaba:

-¡Pobre Elina! ¡si supiera!




ArribaAbajo- XXIX -

En una de esas tardes melancólicas de Noviembre, los rayos del sol pálidos y sin calor apenas si llegaban hasta la tierra como en sutiles gasas grises; la última golondrina gorjeaba con el ala tendida en el espacio; aún se sentían los últimos perfumes de las flores, que desprendidas de sus tallos rodaban marchitas por los besos del cierzo; las aves entumecidas gemían en el fondo de las selvas. Las nubes plomizas iban cubriendo el horizonte, en esa hora en que la campana de una aldea cercana dejaba oír sus broncas voces al balancearse en el espacio como para atraer al pensamiento humano a un piadoso recogimiento; en esa hora, el espíritu temeroso vagaba en profundas meditaciones y dominado como por fluidos magnéticos dejaba subir a los cielos la purísima oración, que mezclándose a los tañidos del bronce cristiano iba a llevar a la Altura los suspiros de la tierra...

Como evocadas por las vibraciones de la campana, Elina y Margarita aparecieron en la escalinata de mármol. Elina se detuvo indecisa contemplando el cielo invadido por las nubes; sentía en su piel los glaciales vientos de la estación; tomó en las suyas frescas y hermosas las tibias y enflaquecidas manos de su compañera y dijo:

-Margarita, es una imprudencia con este viento helado salir a respirar el aire del jardín.

-No temas, mi querida Elina, la atmósfera de mi alcoba me ahoga; siento la necesidad de respirar aires nuevos; vamos, -añadió con triste sonrisa,- vamos hasta el banco que está cerca del olmo, y apoyándose en su gentil compañera mostraba con su dedo de nácar transparente el banco, que a pocos pasos y en una calle de árboles parecía invitar al descanso,

La joven a quien el esfuerzo de la voluntad y el pequeño trayecto habían fatigado, se dejó caer.

El contraste que ayer aumentaba en ambas la belleza, se marcaba hoy más tristemente. Margarita pálida, doliente, próxima a desaparecer, llevaba como las vírgenes romanas consagradas por Numa, una vestidura de cachemira blanca que flotaba al andar, parecía la dulce Ofelia de Shakespeare, que víctima delicada, de un amor funesto va a dar con su pasión y su desdicha en los hielos de la muerte. Triste como una ilusión desvanecida, tenía la melancólica belleza de una tarde de invierno.

Elina de pie a su lado mostrando en su peregrina cabeza las líneas de un perfil inimitable, en sus hermosos ojos ese color del mar cuando retrata un cielo azul, con sus formas perfectas, marcadas deliciosamente por una bata de lana azul ceñida a la cintura, hermosa y majestuosa podía resistir el examen del más apasionado amante de la estética: era digna del cincel de Fidias.

Margarita atrajo a Elina hasta su seno, apoyó sus labios largo rato sobre su frente y luego como impulsada por algo dijo:

-Escucha, Elina, puedes dejarme sola unos momentos; los aires nuevos, ya lo ves, han fortalecido mis nervios, excitados por el encierro. Vuelve ahora al salón y evocando los recuerdos de nuestros días dichosos, acompáñame en el piano aquella «Estrella Confidente» con que tantas veces hicimos palpitar los corazones. A pesar de las nieblas, ¡mírala! -y la joven señalaba en un punto la estrella de la tarde solitaria y errante,- mírala, Elina, acude a la cita de mi alma, como fiel confidente de sus tristezas: anda pues, que yo desde aquí mirándola uniré mi voz a las notas del piano.

Elina sintió un extraño estremecimiento ante la emoción de Margarita y aquella rara exigencia: y reteniéndola dulcemente dijo:

-Pero, espera que venga Gustavo y la cantaras allá junto al piano y con él, al calor de las luces; sólo esperamos a mi tía y a Gustavo para comer; no deben tardar, ¿quieres esperar?

-Es que quiero aprovechar la mejoría que siento y el deseo de cantar.

-Como quieras entonces; pero me entristece, Margarita, esa tenacidad que muestras hoy contra las prescripciones del médico, y ahora, ¿por qué te empeñas en evocar recuerdos de otras épocas?

-¡Caprichos de enferma! que quiere apartar las fórmulas de la ciencia para probar la medicina del corazón.

Elina vencida por la dulce, pero firme tenacidad de Margarita cedió y su delicada silueta se perdió entre los árboles.

Poco después a espaldas de la joven se dibujó con las últimas luces de la tarde la forma elegante de un hombre, que ella no podía ver por impedirlo el tronco del árbol en que descansara el banco. Era Reinaldo, que alarmado por el estado febril de la enferma y por los informes que le acababa de transmitir su joven esposa, venía temeroso por lo que creía exaltación nerviosa.

¡Quien le hubiera dicho que ese momento iba a cambiar los días de su vida y a precipitar los últimos de aquella joven enferma, que parecía en el jardín una blanca aparición!

Las notas del piano resonaron en el espacio: como atraídas por las brisas y retenidas por el silencio llegaban claras a los oídos de Margarita, que había medido bien la distancia. Las harmonías arrancadas por Elina gemían ya esperando la tierna confidente.

La voz de Margarita se alzó grandiosa, parecía imposible que de aquel frágil pecho salieran corrientes de harmonía; la enamorada queja:

«Astre d'amour. O toi qui vogues dans les cieux tranquiles.»

tenía en los labios de la joven lamentos infinitos, en aquellas melodías había como sollozos contenidos... ¿qué tenía Margarita? ¿era acaso -pensaba Reinaldo- como el cisne que presintiendo su fin cercano lanza a las ondas de la laguna los ecos de su agonía?...

Ella tosió y después de reponerse dijo con voz llena de lágrimas:

-¡Hubiera querido dejar mi último aliento en este último adiós!

Con uno de sus pequeños pies removía las hojas secas para verlas huir al impulso de los vientos.

-Como estas hojas, -dijo,- que nos anuncian que todo muere, voy también lanzada por los vientos del infortunio a merced del destino que me conduce a la tumba.

Reinaldo, al oír aquellas frases empujadas por un frío desaliento del alma, sintió que algo glacial penetraba en sus venas y que en su pecho se levantaba esa inquietud del presentimiento que anuncia la fatalidad.

El elegante busto de Elina se dibujó en la ventana y su voz cristalina llamó a Margarita.

-¡Pobre Elina! -murmuró tristemente,- ignora que me muero de dolor y quiera Dios que sea eternamente un secreto para su corazón el sacrificio que en aras de su felicidad ha hecho el alma mía. Yo que había soñado tantas veces con mi corona de azahares y mi velo nupcial, veo hoy esos símbolos del amor y la pureza convertidos en tristes testimonios de mis fríos desposorios.

Su voz tenía, el quejido de la tórtola. Reinaldo tenía la cabeza metida entre las manos y escuchaba sobrecogido de terror y sentía, que así como esas antorchas que sacude el viento, algo oscilaba en su alma.

-¡Qué tristes son las sombras de la tarde! -prosiguió Margarita- ¡y qué largas las del sufrimiento! ¡qué largas para el corazón a quien la esperanza no reanima sus muertas ilusiones! ¡Dios mío, tened piedad de mí! ¡dadme ánimo para contar la última hora de mi vida! ¡ay! ¡yo he sido destinada desde la cuna a los grandes sacrificios del corazón como a sus grandes infortunios!

El sentimiento nunca extinguido, al choque de aquellas penas hondísimas, tan noblemente concentradas y que la fatalidad le revelara, surgía inmenso en el alma de Reinaldo, sublime como la mujer que lo inspirara. Ciego por la desesperación, sin medir ni meditar lo que hacía, se acercó a Margarita, dobló las rodillas como pudiera hacerlo ante un altar, tomó entre las suyas una mano de su amada, que con tanta resignación se moría y dijo con acento triste:

-¡Niña cruel! ¡no teníais el derecho de atarme al carro de vuestro sacrificio! ¡Margarita, mi Margarita que recobro cuando voy a perderla! Oídme: ¡os amo como nunca y puedo decíroslo a la faz del cielo sin ser infiel a la compañera que me habéis dado!

El desgraciado se estremecía ante su mal sin remedio; las manos de la joven se helaron entre las suyas y su cabeza rodó desvanecida. Reinaldo la sostuvo, estaba hundido, le parecía que aquella emoción demasiado fuerte podía romper el hilo, delgado ya, de esa vida tan preciosa; ella abrió al fin sus grandes ojos, tenía miedo al ver su labor destruida por el soplo fatídico de lo inesperado: se repuso, trató de reunir sus escasas fuerzas y murmuró:

-¡Dios lo ha querido! -Reaccionada por la fiebre, apoyó resueltamente sus pálidas manos sobre su pobre pecho consumido y agregó:

-A pesar de mis dolores y los vuestros, no me arrepiento de haber labrado la dicha de los otros; esa ha sido la compensación de mis infortunios. Ahora, que ya mis ligaduras terrenales van a romperse, ¡y que Dios perdone el alma que se va! quiero deciros que por esta sola hora de dicha me parece que he vivido feliz; si mi esperanza tiene ya las alas rotas y no puede cambiar la realidad ¿qué importa que leáis en el alma, atormentada? Me amáis: ¡lo sé! -dijo con el encanto de su lealtad;- ¡yo también os he amado mucho! ¡ay de mí! ¡aun cuando no he tenido el derecho de amaros! La voluntad, si me ha impulsado para obrar, no ha podido transformar el corazón; ¡puede ella dominarlo, pero no vencerlo! ¡Oh Dios! ¡cómo trastorna esté momento tantos planes! yo no sé qué pensar, si es fatalidad o el ángel de la piedad que empuja nuestros destinos.

Reinaldo reunía todas sus fuerzas para soportar la del dolor que hería en la mitad del pecho: ocultó el rostro y dijo con voz sorda:

-¡Qué ciego e insensato he sido! ¡qué amargo destino! ¡la he dejado morir como ha vivido, entre ondas de lágrimas! ¡morir! ¡Dios mío! ¡esto es horrible!

-Para mí -dijo ella tristemente- el asilo del descanso es lo mismo que para el náufrago, que después de su largo batallar con las olas ve surgir la tierra apetecida.

Reinaldo sintió fatigosa su respiración: parecióle, que su estado febril aumentaba; sus manos abrasaban.

-El aire puede haceros daño, Margarita.

Ella no contestó, y después, como si quisiera decir todo lo que había callado por tanto tiempo y desocupar el alma antes de su ascensión, dijo con delirante expresión:

-Reinaldo, ¡qué largo padecer desde que las antorchas de vuestra felicidad prendieron las galas de la mía! Desechar vuestro amor me ha hecho mucho daño. ¿Os acordáis de aquella tarde en que bajo las ondas del crepúsculo pintabais la vida de vuestros sueños de amor? ¿todo lo que guardaba vuestra alma para la mujer que la llenara? ¿os acordáis? al oíros sentí un estremecimiento extraño; algo como cuerdas templadas al unísono vibraron en mi pecho; sólo la fuerza que me sujetaba al deber pudo reprimir el deseo de tomar vuestras manos y deciros: «vamos lejos del mundo de la desgracia, alumbrados por las estrellas hagamos el camino hasta encontrar la realización de los sueños del corazón.» ¡Ay! no fue el pudor que selló mis labios, no fue, como creíais, otro amor que me llenaba el alma: era la sombra de Elina doliente, ¡ella os amaba! ¡eran las ilusiones y las esperanzas de mi tía que cruzaron desvanecidas ante los resplandores de mi dicha! ¡y mi alma, como la flor que se pliega a los besos del sol abrasador, se dobló al calor del sacrificio! ¡ay! ¡apenas percibí el aroma de las rosas de amor cuando ya sus espinas habían ensangrentado mis plantas! ¡cuántas tempestades en mi corazón!

Margarita se detuvo;. el hablar la fatigaba; tosía mucho. Reinaldo se alarmó y quiso llamar; ella lo detuvo y con un gesto adorable de tristeza cruzó sus brazos como el ave herida que deja caer sus alas fatigadas. Reinaldo no se atrevía a nada, temía aumentar su emoción, verla desaparecer; tenía el alma rota y no encontraba como atar sus hilos dispersos, quería morir allí a los pies de aquella mártir que había desconocido.

¡Y cuántas no pasan y mueren así, sin que el mundo vea la palma que llevan en las pálidas manos! ¡sin que nadie descubra las huellas ensangrentadas que dejan sus pequeños pies en el camino andado!

Margarita se repuso y dijo con voz en que se notaba ya el cansancio:

-Como voy a guardar dentro de poco tiempo un eterno silencio, dejadme deciros, ahora que sabéis de qué mal voy a morir todo lo que tengo dentro del alma. Conservad, vos a quien tanto he amado, una memoria larga y triste de mi vida: sólo en el seno de la muerte hago esta confesión suprema; ¡ay! yo debiera morir sin que mis gritos de dolor os hubieran hecho conocer el estado de mi corazón, pero la fatalidad lo ha dispuesto de otro modo; perdonadme si de hoy más mi pálida sombra va a turbar la claridad de vuestra dicha.

-¡Perdonaros! -dijo él lleno de una profunda compasión,- cuando vuestro dolor me arranca del alma la confesión que ni aun a mí mismo había querido hacerme! Las esperanzas todas de mi vida, os lo dije una noche, Margarita, llenaban mi alma al encontraros, y la noche de mis bodas, desahuciado, empujado por vos, pronunciaron mis labios el decreto de muerte de esas esperanzas! Habéis vivido siempre en mi alma, y si he hecho la felicidad de Elina, ha sido como sugestionado por vuestro espíritu que vivía en mí. La bondad de Elina y su completa ignorancia de las pasiones, han hecho todo; mis abstracciones del mundo real, mis eternas melancolías han sido para ella efectos de otras causas, pero nunca vio vagar vuestra imagen en mi corazón, imagen cuyo culto ella misma sostenía en mi alma con vuestros recuerdos, que tienen en su pecho altar, ¡porque os adora!¡Oh! no temáis, mi pobre Margarita, la felicidad de Elina no se destruye porque yo haya sorprendido vuestro secreto: ¡nada cambiará en su alma ni en su vida! ¡pero vos, desdichada! tendréis el consuelo de no vivir sola en ese mundo de dolores, nuestras almas marcharán unidas hasta encontrarse en el seno del Eterno. Yo os juro concluir vuestra obra: Elina vivirá feliz; ni una sola sombra descubrirá en mi frente la del pesar que me va acercando a vos; no caminaré ya entre sombras; vuestro amor purifica mis fatales errores: por gratitud habéis ofrecido vuestra felicidad, vuestra vida; seguiré vuestro ejemplo, alma mía, ¡hoy más feliz que ayer, pues sé que soy amado! ¡Cuánto hemos padecido! -dijo acercando a su pecho las manos frías de la joven.

Ella, al sentir tan cerca las palpitaciones desordenadas de aquel gran corazón, murmuró débilmente en un gemido:

¡Oh, Dios piadoso, morir así!

Reinaldo, enloquecido, arrastrado por aquella situación tan extraña y viendo aquel dulce y pálido semblante, que lleno de lágrimas se volvía hacia el cielo, cayó de rodillas a los pies de la joven y gritó:

¡Margarita! ¡Margarita! ¡tomad mi alma, pero vivid!

-Reinaldo, -dijo Elina- no le consientas a Margarita estar más tiempo en el jardín.

La voz de Elina hizo volver a la pobre desahuciada a sus muros de dolor, a sus desgarradoras realidades: sintió el peso de los eslabones del deber, y agotadas las fuerzas ficticias que la habían sostenido, desplomóse sobre el banco.

-Margarita, ven, -repitió Elina,- ya siento rodar el coche de Gustavo.

Margarita oyó este nombre y se incorporó débilmente, atrajo con una mano a Reinaldo y dijo apenas:

-¡Lo había olvidado! ¡alma noble!... ¡amigo fiel!... ¡conocía mi amor y ahogando el suyo!... ¡me ayudaba a padecer!... ¡os lego un hermano!...

No pudo más: otro síncope la invadió.

¡Elina! ¡Elina! ¡ven pronto! ¡Margarita se muere! -gritó Reinaldo.

Pero antes que todo llegó Gustavo corriendo; al bajar había oído los gritos de Reinaldo; levantó en sus brazos a Margarita, a quien Reinaldo no se atrevía a tocar: el joven sollozó: la enferma no pesaba una pluma.

Llevóla hasta su alcoba como si fuera un niño, la dejó sobre el lecho al cuidado de las mujeres y llamó por teléfono a su padre.

-Ven, padre mío, volando trae médico... Margarita...

Horas después llegó el médico con el Sr. Finkler; la joven se había incorporado en el lecho abarcándolo todo con sus tristes ojos.

-¿Habré soñado? -pensó,- nada preguntaba.

El médico la pulsó y examinando la expresión de su rostro movió tristemente la cabeza:

-¿Me encontráis muy mala? -dijo ella.

-No es eso; pero habéis cometido alguna imprudencia y eso nos trastorna un poco.

-Estuvo en el jardín toda la tarde, de allí vino desmayada, -dijo Elina.

El médico recetó un calmante. ¡Santo recurso de la humana ciencia ante lo irremediable, el mal que no se puede curar se alivia! luego llamó a Gustavo y le dijo:

-Aquí se me oculta algo; el aire del jardín no es bastante para producir una crisis como ésta: ha debido sufrir una emoción muy fuerte, y esto es lo que ha venido a precipitarnos: vivirá horas.

Gustavo se sentó para ocultar el dolor que le embargaba.

-Sed hombre, -dijo el doctor,- no os aflijáis así: llamad inmediatamente a un sacerdote, puede sorprenderla otra asfixia y no salir de ella. ¡Lástima de niña! ¡bella como una flor se muere así también! consolaos, amigo mío, vuestra prometida la reclama el cielo.

Gustavo no quiso decir nada a su padre y llamó a Berta para obrar antes que llegara la hora triste: ésta alzó los ojos al cielo, bien veía llegar el mal; las facciones de aquel dulce rostro se iban quedando como si fuesen de marfil.

Margarita, al ver a Gustavo hizo un movimiento y con su mano diáfana le llamó.

-Sentaos, quiero hablaros, -Gustavo obedeció.

-Soy yo, amigo, la que debo preparar vuestro corazón para mi eterna ausencia; me habéis amado y yo en cambio todo el amor que quedaba a mi pobre corazón herido os lo he dado también; habéis compartido mi triste vida, y me llevo de vos, mi noble hermano, el mejor y más puro de los recuerdos, de aquellos que no perecen porque se van con el espíritu viajero. Sé que voy a morir y antes de llamar a un sacerdote para abrir mi conciencia, quiero, -dijo inclinándose para coger sus manos,- que me perdonéis los sufrimientos que os he causado. Sí, Gustavo, cerca de la tumba es donde vemos con claridad el camino que hemos andado, cerca ya de ese misterio, que vamos a descifrar distinguimos las huellas que dejamos atrás; yo he tenido el vértigo del sacrificio y ciega, empujada por la desdicha ¡poder absoluto que ha combatido mi vida! ¡até la vuestra a mi carro de dolores! perdonadme, y no conservéis de la pobre Margarita otro recuerdo que el que quiere dejaros. ¡Voy a rogar por vos, tanto, tanto, allá arriba, que Dios os dará la felicidad que merecéis; no lloréis tanto, no aflijáis el alma que se va! habladme, amigo mío; ¿me perdonáis?

-¡Todo! -dijo el joven ahogado, besando con tristeza sus manos enflaquecidas.

-¡Sellad vuestro perdón con un beso de paz sobre mi frente! Oíd ahora; -y le contó, interrumpida por la tos, por el cansancio otras veces, cómo Reinaldo había sorprendido su secreto y los detalles de la dolorosa escena del jardín.

-¡Todo lo comprendo ahora! -dijo Gustavo doblegado de lo Alto;- el médico preguntó si habíais sufrido alguna agitación y...

¡Sí! ¡sí! -dijo ella,- todo eso me precipita; pero bien sabéis que la muerte es una amiga que llega a consolarme. ¿Dónde está Reinaldo? os dejo la tarea de consolarlo; sed humano: yo os miraré desde Allá: creed, Gustavo, los que sufren pacientemente su martirio, obtienen en el cielo las gracias del Señor. Antes de traer el sacerdote llamad a mi tía Berta y acercaos a Reinaldo.

Gustavo salió como ebrio.




ArribaAbajo- XXX -

Margarita continuaba tranquila con sus grandes ojos abiertos fijos en el cielo: así la encontró Berta cuando entró de puntillas; ella no la sintió sino cuando se inclinó para verla.

-¡Ay, tía! -dijo con voz que marcaba los gemidos;- ¡cuántos dolores voy a dejaros!

-¡Reinaldo sabe todo! ¡curadlo!

Berta se alzó estremecida; todo lo olvidó y gritó:

-¡Dios mío! ¡tened piedad de mí! ¿dónde, dónde está mi hijo?

-Aquí estoy, madre mía, -dijo Reinaldo que acababa de entrar con Gustavo.

Berta corrió a sus brazos y estalló en sollozos, apartándolo como si quisiera librarlo de un peligro.

-Madre, ¿qué tienes? ¿por qué esa inquietud, ese llanto? ¿cómo sigue Margarita?

-Mejor, -dijo ésta débilmente,- y quisiera dormir.

-¿Queréis que vele yo? -dijo Gustavo.

-No, dormid todos y dejad a Elina en mi cabecera; ¿se durmió la niña?

-Sí, en mis brazos; porque le hablo de vos no quiere separarse de mí.

-¡Pobrecita! -dijo Margarita a media voz;- ¿qué hará mañana?

Elina entró sin hacer ruido y como tratando de ocultar el rostro.

-¡Has llorado, -dijo la virgen atrayéndola y tomando entre sus manos, que ardían, aquel hermoso semblante lleno de salud,- tienes los ojos encendidos! Es natural; esta vez la separación es eterna: pero yo quiero dejarte consolada.

-¡Nunca! ¡nunca me consolaré de perderte! ¡Dios mío! ¡Margarita, no hables así!... -dijo Elina sollozando...

-¿Por qué llorabas al entrar? ¿está allí el sacerdote?

-¡Sí! -dijo Elina con la cabeza, y de nuevo se echó a llorar.

-No llores, el cura no me aflige; el médico del cuerpo se ha retirado, ya nada tiene que hacer aquí; este que viene a visitarme ahora sí está seguro de salvar lo que le corresponde a él; ¡ay, Elina! ¡cuántos y dulces consuelos nos ofrece nuestra religión al separarnos de la tierra, donde dejamos todo lo que amamos! Déjalo entrar: viene a fortificar mi alma; pero antes, Elina mía, ven acá; ¡quiero que me perdones!...

-¡Qué!... ¡Margarita de mi alma! ¡si nunca me has dado un pesar! el único, ¡Dios mío! ¡es este que sufro ahora!

-Pero siempre... cualquier cosa... y aunque nada sea, dime que me perdonas.

-¡Entonces con el alma te perdono! ¡ay! si sólo me has querido y mimado siempre.

La enferma retuvo largo rato sus labios sobre la frente de Elina, que lloraba sin consuelo.

-Que entre el ministro del Señor, -dijo luego,- hay que andar presto.

El cura se acercó, y ella, incorporada en el lecho, abrió su alma.

Los ángeles más blancos del Señor sostenían el libro de aquella vida que el cura ojeaba, marcando en ella las páginas de su martirio; aunque familiarizado por su largo ministerio con actos de aquella naturaleza, estaba conmovido; aquella era tal vez la primera penitente que llegaba a él con exceso de purificación. Ella inclinó la cabeza para la absolución y en su mirada límpida, en su frente casta y bella se veía ya el ángel que había cruzado el mundo con sus alas blancas.

El cura salió conmovido: al verlo interrumpióse el ruido de los sollozos, todos alzaron los ojos interrogándole.

-Está tranquila: tened todo listo, volveré al amanecer y salió dejando esa estela de amor y de bondad que dejan en las ondas humanas los verdaderos agentes de Jesucristo.

Sus tías y Elina velaban a su lado. Gustavo era el centinela incansable en aquella estancia de dolor: así lo encontró la aurora del último día de su amada.

Al amanecer Margarita pidió que adornasen con flores su cuarto y suplicó a Elina que la vistiese un peinador de muselina blanca.

-Quiero estar en mi última comunión como en mi primera, ¿te acuerdas Elina? igualitas y asustadas fuimos a la mesa santa, ¡cómo nos animaba con sus sonrisas el padre Olegario! ¡Cuánto hubiera dado porque su mano acercara ahora a mis labios la última hostia!... ¡Si algún día lo ves... dile que en mis últimas horas..., no le olvidé!

-¿Quieres que trence tus cabellos? -dijo Elina llorando.

-No, después, -dijo ella sin mirarla,- cuando ya no me moleste el peine... o si quieres cortarlos... no te aflijas, esto había de suceder... prolongar mi vida sería alargar mi martirio... sufro mucho, estas sofocaciones me dejan sin fuerzas.

Elina concluyó de vestirla llorando a cada paso viendo la destrucción de aquel cuerpo en otro tiempo lleno de gracias; se acercó después a Berta que estaba como petrificada en un sofá y le dijo:

-¡Ay tía! ¡qué dolor! ¡está desconocida la pobrecita!

La mañana se anunció triste, como las almas que sufrían; el sol no lograba romper la atmósfera gris y espesa, las nubes casi tocaban las copas de los árboles. La naturaleza parece que algunas veces también se conmueve con los duelos humanos.

El cura entró con el copón sagrado, sin aparatos con la sencillez de la verdad, con la serenidad de la fe, la sonrisa de la esperanza y la unción del amor único.

Los últimos sacramentos fueron administrados a la enferma que estaba más blanca que los encajes sobre que descansaba su cabeza; el mal que consume su vida no ha podido destruir la dulzura de su rostro, sus cabellos negros y sus grandes ojos interrumpen las líneas delicadas que la hacen parecer una estatua de nieve; la combustión de su pecho pide sin cesar el aire que dilata su fina nariz, afilada y azulada ya; tenía unidas sobre el pecho sus manos que sostenían un pequeño crucifijo de marfil.

Todos estaba de rodillas cerca del lecho con los semblantes contraídos por el pesar; la voz del cura resonaba melancólica con las preces y las exhortaciones; después de la Extrema-unción, que recibió con la angélica dulzura del resignado, murmuró con voz que se le notaba un pequeño temblor:

-Rogad por mi, que voy a hacerlo por vosotros.

Quedó largo rato como dormitada y uno a uno desfilaron de puntillas, quedando sola Berta.

Los gritos de la niña la despertaron, pugnaba por entrar y Gustavo la detenía.

-Dejadla entrar un momento y se la llevan después; ¿se impresionará, tía?

Berta se levantó y llamó a Gustavo, que entró con la niña en brazos, la colocó sobre sus rodillas, al ocupar la silla que cerca del lecho le designaba Margarita, diciéndole:

-Allí está Maíta, turbulenta; ¿no ves que está enferma?

La enferma tomó una de sus lindas manitas, la besó y dijo enternecida:

-¿Me quieres mucho?

-¡Mucho! -dijo ella deslizándose de las rodillas de Gustavo y doblando su cuerpecito sobre el lecho empezó a contarlo como otras veces sus incomodidades; ella la veía triste.

-¡Inocente! -dijo.

-Levántate, Maíta, quero que te pongaz bena, nadie me haze cazo, mamá llora zempe, papá...

-¡Maluca! -la interrumpió Gustavo, yo no te tengo todo el día a cuestas.

-¡Qué gazia! que me pongo a llorar y te voy a buzcar al jardín; ¿no te enconté ezta mañana abazado en el banco con tu papá?

Margarita estrechó la mano de Gustavo contra su corazón.

-¡Qué dolor! -dijo.

Este ocultó el rostro, y la niña, creyendo que lo había disgustado, se abrazó a él.

-¿Te vaz a quedar bavo conmigo?

-No, hijita -dijo Margarita, y agregó:- ¿quieres mucho a Gustavo?

-¡Mucho! ¡mucho! -dijo, y tratando de verle la cara preguntóle:- ¿te guzta?

-Oye, -dijo Margarita atrayéndola,- de hoy en adelante vas a quererlo más... serás tú su Margarita;... cuando la otra se vaya... lo consolarás...

-¡Por Dios, Margarita!

-¿Qué edad tenéis, Gustavo? -agregó como acariciando una esperanza.

-¡Veintitrés años de haber nacido y un siglo de sufrimiento!

Ella lo envolvió en una mirada de ternura y dijo:

-¡Qué triste es la vida!... protegedla, Gustavo... si algún día... -No pudo concluir; su fisonomía se descompuso; -llevadla fuera... que no vea... bendecidla... ¡ay! tía, poco resta...

-¡Llevadla y volved! no llaméis, -dijo la pobre madre que quería evitar a su hijo el espectáculo de aquella muerte.

Reinaldo entró alarmado porque vio salir deprisa a Gustavo; Berta, que sostenía a Margarita, lo oyó y se estremeció; él cayó de rodillas junto al lecho, no podía apartar los ojos de aquel rostro que tenía ya los tintes del cadáver: pasada la sofocación abrió los ojos inmensos, y sobre su faz pálida parecían de terciopelo.

-¡Aun en la tierra! -dijo muy bajo.

Vio a Reinaldo de rodillas y le tendió su mano ya desfallecida.

-¡Adiós! -le dijo;- no destruyáis mi obra... la felicidad de Elina... después... que ya esté helada... recoged de mi pecho... este crucifijo... que tanto... he besado... y a quien he pedido... fuerzas para... dejaros... Amad a Gustavo... en memoria mía... consolaos... sin olvidarme... voy a esperaros... allá en el país... de las recompensas.

Reinaldo estaba tan pálido como la enferma; el sollozo de su alma no llegaba a sus labios; el grito de la desesperación le rompía el pecho.

Berta lo levantó enlazándolo en sus brazos.

-¡Oh, madre mía! ¡ese gran corazón se ha extinguido entre las sombras de nuestros errores! ¡pobre! ¡y muere bendiciéndonos!

Margarita quedó unos momentos aletargada; habló después a Elina en voz baja y apenas perceptible después. Nunca dijo Elina lo que en aquella hora suprema le dijera su prima; llamó ésta por señas al Sr. Finkler, su viejo amigo, que casi no podía andar.

-¿Porqué voy... a morir... no queréis... abrazarme?... ¡será el último! -Su voz se apagaba.

Doña Ángela se acercó, tomó entro sus manos trémulas aquella cabeza que en su seno se había erguido y dijo con voz entrecortada:

-¡Duerme en paz, hija de mi alma, y que tu pobre madre te reciba en el cielo!

-¡Así sea! -dijo ella;- ¡le diré... que he... sido... para vos... una buena... hija... obediente y... sumisa... a...dios!...

Todos cayeron de rodillas y el sacerdote elevó su voz conmovida para dar el aroma de la oración al espíritu, que después de una triste peregrinación volvía a su patria celestial.

Por un esfuerzo sobrehumano se incorporó en las almohadas, sus ojos se abrieron inmensamente, para todos tuvo una mirada, detúvola en Reinaldo que la contemplaba esperando aquella última expresión, entonces ella, como deteniéndose en el dintel de la eternidad, extendió su dedo diáfano hacia el cielo, cuya dirección tomaron sus ojos, y dijo: «¡Hasta la vista!», después... su cabeza rodó como un lirio cortado, un estremecimiento agitó su cuerpo, luego... ¡nada!... ¡nada!... ni su voz... ni su aliento... ¡estaba muerta!...

Elina, como cuando era niña, se arrojo en los brazos de su madre para consolarse y guarecerse de su primer dolor.

La escena que siguió a la última hora de Margarita, es indescriptible.




ArribaAbajo- XXXI -

Reinaldo obtuvo de la autoridad civil la licencia necesaria para dar sepultura en la quinta al cadáver de Margarita, y con permiso de la autoridad eclesiástica convino con su padre en formar allí el panteón de la familia. Él mismo eligió el sitio, escogiendo el más bello como si se tratara de levantar un templo; ocupóse activamente de los preparativos en todo lo relativo a la triste ceremonia. Luego se encerró en su cuarto: quería estar solo para desahogar su corazón del peso que lo oprimía; allí no había testigos de su debilidad; allí en aquellas horas de amargo desaliento descorrió el velo lúgubre de su pecho para mirar el abismo de su dolor y medir la nada de la criatura humana.

El reloj dio las doce de la noche y el sonido metálico de la campana lo volvió al mundo de otras realidades: en el silencio oyó el llanto de los seres a quienes debía consolar; siguió el impulso y se dirigió al sitio donde se oían los gemidos.

La alcoba de la enferma se había convertido en capilla mortuoria: la blanca luz de los cirios daba de lleno en el marmóreo semblante de la joven, que había recobrado su belleza con la majestad de la muerte; sus párpados caían naturalmente, diríase que dormía; sus labios tenían ya tintes violáceos, pero no habían perdido sus líneas adorables, no estaban ya comprimidos por el sufrimiento; en su seno de virgen descansaba el crucifijo de marfil, ¡sostenido por sus manos tan bellas! las uñas, tan cuidadas siempre, habían sustituido su color de rosa por el azulado que marca la descomposición cadavérica.

A pesar de los reflejos pálidos de la muerte, tenía el mismo encanto que en vida hacía superior su belleza. Reinaldo, inmóvil en la puerta contemplaba el cadáver mudo de desesperación. Los recuerdos se amontonaban en su mente como las nubes en una atmósfera tempestuosa: recordaba el baile del Sr. Finkler en que había visto a Margarita vestida, color de rosa, alegre, feliz prometida para el amor y los castos anhelos, su voz de ruiseñor, el pudor que encendió sus mejillas a las primeras frases de su amor, la casi confesión del secreto que la llevaba a la tumba ¡ay! que iba a encerrar también para siempre aquellas dulces facciones descoloridas e inmóviles.

Ante la paz de aquel reposo eterno recobró su valor.

-¡Pobre! ¡y querida mártir! -pensó;- ¡no supe adivinarte, pero sabré imitarte! ¡Duerme en paz, que yo sabré encontrar la escala de tu ascensión al cielo!

Gustavo estaba a los pies de la muerta, sitio que no había querido dejar.

-A sus pies he vivido, -dijo tristemente,- no me quitéis el consuelo de besarlos mientras no me los oculte la tierra.

El Sr. Finkler estaba hundido en un sillón; de vez en cuando se acercaba, dejaba muchas lágrimas sobre los negros cabellos de la joven y decía:

-¡Oh, mi ruiseñor querido! ¡te quedaste mudo para siempre! ¡a quién amará ahora tu viejo amigo!

Doña Ángela rezaba y lloraba: su tristeza era profunda; en su dolor, muy sincero, había también cierto temor: las miradas de su hermana, frías para ella, la cortaban, y más de una vez también el aire del Sr. Finkler le había chocado, pero en fin, como el dolor tiene fases distintas, no daba gran importancia a estos pequeños pormenores que la dolorosa realidad le hacía olvidar.

En el semblante de Berta la pena hacia estragos: estaba consumida, había momentos en que sus labios se contraían como por una convulsión de dolor insufrible y sollozaba desesperadamente: diríase que el martilleo de un pavoroso pensamiento taladraba el alma.

Elina estaba inconsolable; arrodillada cerca de Margarita, tenía entre sus manos temblorosas los cabellos de la virgen, tomó las tijeras para cortarlos, pero tenía miedo, le parecía una profanación. ¡No puedo!... -dijo sollozando.

Reinaldo se acercó: Berta lanzó un gemido.

-Permíteme, Elina, -dijo él inclinándose,- yo haré lo que tú quieres.

Tomó los sedosos cabellos que por primera vez tocaban sus manos, y como si el hierro desgarrase su alma, cortó, estremeciéndose. Elina los recogió silenciosamente.

Reinaldo así de rodillas contemplaba de cerca la serena majestad del semblante adorado. ¡Ella no padecía ya! Como el junco que se dobla al impulso del viento, se había rendido su alma al soplo intenso de un dolor incurable; ¡pobre barca, que no había tenido fuerzas para resistir las olas impetuosas del dolor y se había hecho pedazos en las duras rocas del infortunio!

Dignos de ella eran los duelos que dejaba Margarita.

A la tarde siguiente, antes de conducirla a la última morada, otra escena conmovedora vino a dar tintes de infinita tristeza a la elegía de tanto corazón.

La niña; escapada de su retiro por un descuido, entró corriendo; quedó como sorprendida ante el lloro que oía; vio a Margarita tendida ya en su urna blanca y se acercó sin que nadie se atreviese a detenerla; volvió su linda cara hacia Elina, preguntando con los ojos muy abiertos:

-¿Por qué eztá allí acoztada, mamá? ¿eztá dormida?... ¡llámala, yo no quero que derma, llámala! -y viendo que todos lloraban rompió a llorar también, gritando y empinándose para ver a su amiga.

-¡Maíta!... ¡Maíta!... ¡levántate!... ¡ven, llámala tú, mamá!...

-¡Hija de mi alma! -dijo Elina tomándola en sus brazos.- ¡Maíta está en el cielo!

-¡No, no! ¡allí ezta mamá! ¡Guztavo, cogeme tú, llámala, a ti te oye!...

Gustavo se ahogaba, se acercó y se la llevó fuera besandola como un loco.

Dos horas después el cuerpo de la pobre mártir era llevado en hombros; la naturaleza también tenía lágrimas para la tumba que se abría: una fina lluvia hacía más espeso el aire de aquella tarde fría, como las almas y como el cadáver que llevaban; la campana de la vecina ermita resonaba tristemente y bajo el eco de sus vibraciones desfilaba el fúnebre cortejo. ¡Cuán sola iba a la tumba! Quién hubiera pensado que aquella Margarita de los salones, bella, festejada, y feliz, con sus arpegios de calandria y con los perfumes de una juventud en flor, viniera a caer marchita en plena primavera ¡ay! ¡y a dormir solitaria bajo unos árboles! ¡Sólo las aves fatigadas vendrían a detenerse sobre la cruz de su sepulcro! ¡sólo las hojas secas vendrían a pegarse sobre la tierra que cubre sus despojos!

Después... todos se retiraron. El señor Solís se llevó al Sr. Finkler y detrás de ellos siguieron el cura y los sencillos trabajadores de la quinta.

Reinaldo y Gustavo quedaron solos cerca del sepulcro que encerraba las esperanzas del uno y el remordimiento del otro y el amor de entrambos; allí terminaban sus rivalidades secretamente guardadas; una misma imagen flotaba ante sus almas enlazadas por el mismo recuerdo, atormentadas por idéntica pena; allí iban a cumplir el voto hecho al corazón que se había roto en la muralla de lo imposible.

Gustavo se acercó a Reinaldo y con acento enronquecido por el pesar le dijo:

-He prometido ser vuestro hermano y aquí, junto a esa tumba que se cierra y tal vez bajo la mirada del ángel que lloramos, quiero abrir el corazón a esta nueva afección, ¿queréis ser fiel a esa promesa? ¿queréis llorar en el mismo seno que ha recogido por mucho tiempo las lágrimas silenciosas de la pobre desaparecida?

Reinaldo abrió sus brazos y por largo rato palpitaron juntos aquellos grandes corazones.

-Por ella he conocido la nobleza de vuestra alma; habéis tenido la mejor parte de su vida; fuisteis la roca hospitalaria que dio abrigo a esa pobre tórtola herida por la tempestad; aunque amarga, esta felicidad os deja conmovedores recuerdos; pero; ¡yo desdichado! que no conocí el perfume de la flor; que ciego no vi la luz de la estrella que debía iluminar mi senda; que sordo no percibí el sonido del ritmo delicado que se perdía en el valle del amor; ¡yo, que he podido beber en mis labios la esencia de su vida, allí extinguida, me quedo al borde de esa tumba como el marino, que la orilla del mar ve hundirse su bajel en las ondas amargas por no haber visto el cielo antes de hinchar sus velas! Venid, hermano mío, seréis el legado santo de ese gran corazón, cuyas palpitaciones, aun así helado, sentimos estos consuelos que nuestras almas reciben.

-Hablaremos de ella,-dijo Gustavo.

-Y me contaréis uno por uno sus padecimientos, y me diréis si alguna vez no quiso rescatarse de la esclavitud del...

-¡Nunca! -interrumpió Gustavo,- arrastraba las cadenas del pesar sin ruido para no interrumpir la dicha ajena.

-¡Dónde encontraré la fortaleza de ese espíritu de mártir!

-¡En los mismos altares donde oficiaba Margarita, en los del deber! -dijo solemnemente Gustavo.

-Tenéis razón: ¡me debo a Elina, a mi hija, a mi madre!... ¡gran Dios! ¡gracias, hermano mío, principiáis vuestra tarea, traéis la oveja al redil!

-Vamos, es preciso... mi padre espera y a vos los vuestros.

-Esperad -dijo Reinaldo,- juradme sobre esa tumba, que si algún día... dejo de ver la luz del sol velaréis por mi hija, y quitaréis las espinas de su planta.

-Os lo juro, y antes que a vos lo había ofrecido a Margarita.

Pesarosos dieron la espalda a la que tanto habían amado; volvieron a la quinta y noche sin sueño fue para ellos aquella en que la joven principiaba a dormir el suyo eterno en aquellas soledades sin ecos.




ArribaAbajo- XXXII -

Los días que siguieron a la muerte de Margarita fueron de mortal desaliento para todos, los semblantes marcaban los insomnios y las tristezas, nadie se atrevía a pronunciar el nombre de Margarita por no romper el dique de las lágrimas.

La misma pequeñuela parecía penetrarse y sentir el peso de aquella atmósfera de duelo, sólo a Gustavo, de quien era inseparable, decía algunas veces a media voz:

-¿No vene Maíta? ¿dónde está Maíta?

-¡Con los ángeles en el cielo! -contestábala besando sus mejillas como agradecido que no olvidase a quien tanto había amado.

Era ella siempre la que ayudaba a cortar las más hermosas flores, que se renovaban sin cesar sobre la tumba de Margarita.

Reinaldo tenía valor para consolar a Elina; con amorosos cuidados alejaban los temores de su madre, ésta dudaba y muchas veces miraba las pupilas de su hijo como para leer en su alma, pero aquella transparente superficie jamás le delató el fondo obscuro de su incurable mal.

Había encontrado un refugio en el trabajo, comenzó un cuadro que debía ser su obra maestra, en que la figura de una mujer no era la figura ideada por artista: la imagen de Margarita en su lecho de muerte, eterna en su corazón como en su pensamiento, surgió en el lienzo, era aquel su grito ahogado, el recuerdo único de aquel dolor sin esperanza que llevaba en el alma y que como un filtro envenenaba su existencia.

Era el último adiós de Margarita, las últimas palabras dirigidas a él y esculpidas en la eternidad de su memoria, era el grito único también de aquella alma martirizada que daba la cita para el cielo al romper las ligaduras terrenales.

Copia perfecta de aquel momento terrible era el cuadro de su inspiración; la joven tenía su misma actitud doliente y conmovedora, en la mirada la expresión única de sus bellos ojos, con su peinador de muselina blanca parecía emprender la ascensión envuelta en sus blancos cendales de virgen y con su dedo, de marfil señalando el infinito parecía deletrear la profecía.

Pasaba el desdichado horas enteras en la contemplación de su obra, y a nadie permitía la entrada en aquel estudio que él había convertido en santuario.

Un día que había prolongado sus horas de trabajo, Gustavo forzó la consigna y empujó débilmente la puerta entornada, Reinaldo se presentó prontamente como para impedir la entrada.

-¿Os reserváis de mí también? -dijo en tono de triste reconvención.

-Escusadme; tenéis derechos a conocer mis secretos. Venid.

Condújole al centro de la pieza, nada misterioso vio que justificase las reservas de Reinaldo y giró como para interrogarle.

-Esperad, -dijo abriendo una ventana,- voy a graduar la luz.

Los rayos de un sol pálido que iba ya a hundirse en las sombras de la tarde vinieron a caer sobre la cortina que cubría un caballete alzado en un ángulo de la pieza. Reinaldo descorrió la cortina ante los ojos atónitos de Gustavo, que lanzó un grito de dolorosa admiración, extendió sus dos manos como para tocar la casta imagen y cayó de rodillas.

-¡Ella! -exclamó, y estuvo contemplando largo rato la angélica figura, divinizada por el amor, por el genio y por el dolor!

-Ella ha vuelto a su patria, -dijo levantándose, y yo voy a volver a la mía; vengo a comunicaros nuestra partida.

-Os vais, -dijo Reinaldo con tristeza,- ¡no lo había pensado!

-Es forzoso; mi padre se consume en la inacción y tal vez las nieblas del país devuelvan el vigor a su naturaleza y la alegría a su carácter. Nada podía objetar Reinaldo, y quedó pensativo.

-¿Por qué no viajáis también? -dijo Gustavo,- llevad a Elina lejos de estos sitios, que como es natural, aumentan su tristeza; ama los viajes, es impresionable, y aunque las escenas dolorosas no se borran jamás del corazón, el tiempo como el cambio de impresiones son calmantes que alivian; y después, creedme, ésta llega a ser una amiga resignada a quien amamos.

-Quizá tengáis razón y si Elina quiere, seré la nave cuya dirección la lleva el viento.

Una vez decidida la partida de Gustavo y su padre, Elina se animó, ¿cómo vivirían sin ellos? qué sombrías no serían los penas en aquella soledad.

Doña Ángela y Berta la alentaron, sobre todo la última, a quien le parecía alejarían del pecho de Reinaldo, las desgarradoras luchas del dolor creía lo que deseaba, porque bien sabia ella que hay en nosotros mismos un tenaz perseguidor de nuestra dicha; el pensamiento, que lleva siempre la memoria al suplicio de los tormentos sufridos; agitador incansable que hace de centinela en el dintel de nuestros recuerdos.

-Él es muy joven,-pensaba,- tal vez los cambios, los placeres de mundos desconocidos influyan en su naturaleza artística, además, cuando se lucha con el mal frente a frente el ánimo se incita, pero, ante lo irremediable, el espíritu cede y tiende, como el enfermo, a buscar la medicina que ha de detener el mal que vicia su naturaleza; ¿por qué me atormento tanto? Su vida tiene todavía resortes muy hermosos.

-¿Qué haréis tan solas? -dijo Elina dudando todavía.

-Ir y venir a Madrid y esperar vuestro regreso, -dijo Berta que estaba casi alegre.

La pequeña estaba loca de contento.

La víspera de la partida Reinaldo y Gustavo renovaron sobre la tumba de Margarita sus promesas y Elina dijo a Berta colocando sus últimas flores sobre aquella tierra recién movida:

-¡Ay, tía, no la dejéis sola!

El Sr. Finkler gruñía ante las demostraciones de doña Ángela:

-Si por algo me alejo contento es por ella -dijo,- no quiero verla más; aunque Gustavo diga lo que diga, ella tiene la culpa, sí señor, la tiene, ¡sin intención, o con ella, la mató!

La niña, sin interrumpir el silencio de las tristezas, se acercó a Gustavo.

-Oye, -le dijo quedo, pegó sus labios de rosa al oído de su amigo y le preguntó: -¿Eztá allá donde vamos?

-¿Quién?

-¡Maíta!... ¿la vamoz a buzcar?




ArribaAbajo- XXXIII -

Reinaldo había resuelto ir a Berlín por no separarse de sus amigos; ellos habían amado a Margarita y guardaban como él los aromas de su recuerdo; sólo Gustavo tenía derecho de hojear las páginas de aquella alma desesperada.

Los países que visitaban no levantaban en el espíritu de Reinaldo ningún entusiasmo, para él todos los cielos tenían el mismo matiz sombrío de su incurable dolor.

Elina mejoraba notablemente; sus vestidos de luto realzaban su belleza; su pena tenía ya otro carácter, era madre y los cuidados y las gracias de su hija principiaban a traer sonrisas a sus labios; ¡la vida principiaba a cerrar el doloroso paréntesis abierto por la muerte! Reinaldo redoblaba sus atenciones, como si quisiera compensar la del amor que le faltaba; afectuoso y bueno se vencía para no turbar la paz de su alma. Las meditaciones de Reinaldo no turbaron nunca el sueño de Elina, jamás pensó que la casta sombra de Margarita era la que cruzaba por aquella frente pensativa.

Reinaldo y Gustavo en sus largos paseos solitarios, confiaban al Sr. Finkler la dirección de Elina y Margarita; esta última se ponía contentísima., colgábase de la mano del viejo y decía:

-¡Vamos puez: pero no como elloz, que pareze que van zempre con un enterro! Zi zena una caja de múzica... vamoz a caza... zi canta una mujer... ze quedan mudoz... y entoncez... el aire ez malo... y aunque ezté el zol claro... ¡vamoz a caza!... ¡ze han puezto boboz!

Tres meses llevaban ya en Berlín. El Sr. Finkler había encontrado dulces consuelos en sus hermanas, casadas todas. Amante siempre de lo bello se apegó cariñosamente a su sobrina Hilda, hija de su hermana Isolda; aquella niña bella y blanca como las espumas del mar, hubiera sido para él la realización de sus felicidades entorpecidas por la fatalidad.

-¡Oh, cuánto la amaría si ella levantara el corazón de mi hijo!

Una vez que intentó hablar a Gustavo, el joven con voz triste, pero firme:

-Desengañáos, padre mío, y perdonadme, no me casaré nunca; mi corazón ha muerto para el amor en el mundo de los vivos; a las primicias del amor de esa casta niña, ante el altar de sus ilusiones sería un triste sarcasmo la ofrenda de un corazón helado por el recuerdo de una muerta. Dejadme vivir para vos, para los seres que amó tanto Margarita y para hacer el bien, que será la ocupación de mi vida.

El pobre viejo abrazó a su hijo enternecido y alzó los ojos al cielo, ¡otra vez rotas sus esperanzas y desvanecidas sus dichas! Comprendía el dolor de Gustavo, pues él mismo sentía que se le llenaba el alma de tristeza ante el dulce recuerdo de Margarita.

-¡Pobre ángel! ¡es verdad, es verdad! ¡no se puede olvidar!

Gustavo había exigido a Reinaldo que llevase el retrato de Margarita para que un escultor la tallase en mármol, pues deseaba colocarlo en el sepulcro de la joven.

Reinaldo había accedido y una mañana entró Gustavo en el cuarto de su padre y la dijo:

-Vestíos y venid, padre mío; voy a entristeceros, pero debéis ver el recuerdo que dedico a nuestra Margarita: porque fue nuestra, ¿no es verdad? mientras vivió en el mundo de los tristes.

Poco después entraron con Reinaldo en la casa del escultor; los mármoles tallados rodaban por donde quiera; niños dormidos, ángeles silenciosos, vírgenes de rodillas, todo ese desorden sorprendente del genio y del trabajo llenaba un salón extensísimo. Los discípulos rodeaban al maestro, quien al ver a Gustavo se dirigió a ellos con los brazos abiertos, díjole éste algunas palabras en voz baja e hizo señas a un adolescente y dijo:

-Conducid a los señores a la cámara azul.

Guiados por el joven penetraron en aquel santuario del arte: allí, destacándose sobre un pedestal de mármol, cuatro ángeles sostenían un lecho y en él, medio recostada, se veía la imagen de una mujer bella, señalando con el índice de su mano derecha el cielo, y cuya mirada también se perdía en las alturas; en el espacio que dejaban dos ángeles se leía en letras de relieve:

MARGARITA

-¡Oh! ¡oh! -dijo el viejo conmovido como aquel día;- ¡qué memoria tan perfecta es la del corazón!

-Y su pena se deshizo en lágrimas: era ella misma su dulce Margarita, sus nobles facciones esculpidas en la piedra tenían toda la majestad de su belleza íntima.

-¿Os la lleváis? -dijo tratando de serenar su voz.

-¡Sí, padre mío, es el recuerdo que dedico a mi prometida!

-Pero cómo pudo el escultor adivinar...

Gustavo iba a hablar pero Reinaldo le hizo señas de guardar silencio.

Entonces el joven hilvanó una explicación dejó satisfecho al anciano, que seguía contemplando la escultura de la que había amado con toda su ternura paternal.

Cuatro mozos trajeron cajas de maderas y allí en fragmentos numerados, fueron colocando todas las partes de aquella obra del arte y el amor.

Acercándose el aniversario de Margarita, por un mismo impulso resolvieron regresar a España a la cita dolorosa sobre los restos adorados.

Gustavo suplicó a su padre que esperase su regreso en Berlín, y convencido y vencido por el tierno razonamiento de sus hermanas, aceptó el puesto que en el hogar ajeno se le ofreciera.

El Sr. Finkler vio partir a sus compañeros con tristeza, no sin que sintiera humedecerse sus ojos al besar la pequeña, que abrazada a su cuello lloraba desesperadamente.

-¡Creía muerta mi ternura, -dijo él,- y la de esta muñeca me llega al corazón!




ArribaAbajo- XXXIV -

Una mañana clara de Septiembre, un coche de viajo se detuvo en la quinta de ***, bajando el primero Gustavo, que ayudó al Sr. Solís que en Barcelona se les había reunido Reinaldo apeó a Elina y a Margarita que venía muy crecida y anunciando ya en su fisonomía los rasgos de la belleza.

Doña Angela y Berta aguardaban en la escalinata; la última sintió frío en las entrañas al estrechar a su hijo entre los brazos, sus temores, sus presentimientos de madre no eran quiméricos: la palidez enfermiza de aquel semblante le denunciaba el mal que no se combatía; ¡qué elocuencia tan dolorosa tenían sus sonrisas!

Las meditaciones de la pobre Berta eran más prolongadas.

-Mamá, -dijo un día la niña, que hablaba ya muy claro y cuyo acento tenía algo de pajarillos;- yo quiero volverme, aquí tendré que dormirme siempre: hasta Gustavo, con sus cajas y trabajadores todo el día, no quiere que nadie vaya donde él está.

-Eso es, mi hijita, porque está arreglando el sepulcro de su prometida, pues se acerca el aniversario de su muerte.

-¿Maíta era su novia?

-Sí, la adoraba; nadie llenará en su corazón el vacío que ella ha dejado.

Reinaldo entró y al verla tan quieta y pensativa preguntóle:

-¿Qué tienes bien mío, estás enferma?

-No, -dijo con un gracioso movimiento,- no tengo nada, pero si todos están tristes, ¿cómo voy a estar alegre?

El día veinte de Noviembre, aniversario de la muerte de Margarita, tuvieron lugar sus últimas honras: el túmulo dedicado a Margarita estaba ya colocado sobre la tierra que guardaba sus despojos.

Todos se estremecieron al ver la soberbia escultura.

-¡Es ella! -dijo Berta arrojándose en brazos de su hijo; con una intuición dolorosa comprendió que él era el genio que había grabado aquel recuerdo.

Reinaldo, pálido y sereno, miraba al cielo.

-¡Es la misma Señorita! -decían los criados.

-¡Es la niña Margarita! ¡Jesús, doña Ángela, parece que sale de la tumba! -decía Julieta.

Lágrimas y flores fueron los sufragios; el sacerdote enternecido ante la sencilla y tierna ceremonia bendijo aquella blanca e inmutable sepultura, que guardaba los restos de la que fue sólo una primavera, flor galana y a los que la mano del tiempo debía mezclar mañana con el de la tierra.

De rodillas durante la ceremonia se vio a la niña, como un ángel plegar sus blancas alas, en actitud silenciosa habíase colocado cerca de Gustavo con un ramo de flores, que según su costumbre había cortado para él.

-Toma Gustavo, para que le pongas a Maita, dile que yo las cogí.

Él la tomó en sus brazos y alzándola díjole enternecido:

-¡Ven a ponerselas tú misma y pídele a la sombra casta de la que tanto te quiso, que ruegue allá en el cielo te dé Dios la felicidad que le negó a ella!

Los celajes de la tarde morían y sólo daban a la tierra luces indecisas, la campana vibraba aún; todos aquellos eco s perdidos de los árboles y de las aves, venían a revivir en el alma del infeliz Reinaldo el recuerdo de la tarde aquella en que oyó confidencias de un alma enferma, que después y como pesarosa de sus revelaciones había ido a buscar su perdón ante el Juez Supremo.

Todos volvieron a la quinta mudos; solos quedaron Gustavo y Reinaldo ante la muerta y ante el piélago de los recuerdos.

Gustavo triste, ¡muy triste! pero resignado; él la había consagrado su vida; viva, la había amado sin esperanza, y muerta, continuaba del mismo modo consagrándola el culto de su alma.

Reinaldo atormentado por errores de que no podía disculparse él mismo, acusábase de aquella muerte y su dolor era sombrío; después de una larga meditación dijo:

-Escuchadme, Gustavo: tenéis consuelos que yo no tengo y podéis sobrevivir a vuestra pena; prometedme pues, que a la hora de la cita, que os doy al pie de esta tumba, vendréis a colocar mi cuerpo consumido junto a los restos de lo que ella fue, después... ¡se encargará el tiempo de mezclar las cenizas de nuestros corazones y Dios de reunir nuestras almas allá arriba! Yo no quiero que Margarita, como la Atala de Chateaubriand, como la pobre saboyana... ¿os acordáis? ¡quede durmiendo sola en tierra extraña!

Gustavo conmovido hasta el fondo del alma, lo miraba como reconviniéndole.

-No os alarméis, -continuó Reinaldo,- por mi cerebro no ha cruzado la idea del suicidio, los soladores pensamientos no lo han desquiciado, como tampoco la fuerza de la desesperación, ni la tempestad de la desdicha han roto en mi alma las creencias y por eso mismo desde que he perdido toda esperanza de felicidad en la tierra he puesto en el cielo. La ventura de Elina me ha sido encomendada y ella recogerá los últimos esfuerzos de mi corazón, yo os juro, que sólo al helarse, dejará de dar a esa dulce niña el amor de que es capaz. Un alma, que vivió como proscrita entre nosotros, me ha mostrado el camino del sacrificio y sabré llegar pero como ella dejaré también la vida en el combate. ¡Duerme en paz, pobre mártir! -dijo mirando la imagen de la joven,- ¡mi alma sigue tus huellas!

Gustavo se olvidaba de su dolor ante el penoso abatimiento de Reinaldo.

El cielo, poco antes nublado, descorrió su manto de luces y la luna llena asomó su disco brillante sobre la loma de la montaña, sus rayos de plata vinieron a bañar el sepulcro, y la blanca imagen con aquella luz pálida adquirió la belleza mágica de una tristeza melancólica; parecía sentirse el aliento virginal, y era que las flores, las margaritas y los lirios que Gustavo había hecho sembrar cerca de la tumba, se abrían a los besos de la noche.

A la luz de la luna vio Gustavo el semblante de Reinaldo, sin el antifaz del disimulo; tenía el aspecto de un cadáver, ¡cómo había hecho estragos el mal en tan corto tiempo! ¡Reinaldo no caminaba, corría a la muerte!

-El dolor, como el agua estancada, se le ha congelado en el pecho, -pensó Gustavo.

Bien lo había dicho su pobre madre, que el amor sería único para su hijo, y que la pena sin lucha había agotado su naturaleza y así, como esas débiles ramas que las turbias corrientes arrastran, se dejaba llevar por las ondas del dolor, que como un beneficio del cielo le quitaba de encima el peso de la vida.

-Gustavo, -continuó Reinaldo con voz lenta,- bien lo sabéis: voy a morir como la planta a quien faltan los rayos del sol; la savia de mi vida la ha secado el fuego del dolor; vos viviréis: velad por mi hija, haced que Elina la eduque perfectamente, estudiad su corazón, y si algún día ama, dejadla, que amará a un hombre digno de ella, no torzáis la vara de su destino: juradme por la memoria de Margarita, que la felicidad de esa otra Margarita, será un depósito para vos.

-¡Os lo juro! -dijo Gustavo sobrecogido; tenía miedo, parecíale que Reinaldo agotaba las fuerzas últimas de su alma.

-Esperad, -dijo viendo que Gustavo lo tomaba del brazo para marchar,- no he concluido y no sé si tendré tiempo: ¡consolad la pena de mi madre!... su voz la ahogó un gemido;-¡ay, es mi gran pesar! todos los corazones pueden consolarse, pero ¡el de mi madre!... ¡ay de mí!... ¡estas son las heces de mi cáliz!... ¡madre mía, perdón, si he olvidado tu amor entre estos témpanos de hielo que me cercan!... ¡Decidle, Gustavo, que era ya muy desdichado! ¡yo debiera vivir! ¡Cuando pienso en el dolor de mi madre, amo la vida, pero la onda arrastra ya, no tengo fuerzas para combatir y estoy tan fatigado, que veo el lecho de piedra como un refugio!

-Vamos, Reinaldo, el aire está helado.

-¡Hasta la vista, Margarita! -dijo Reinaldo dirigiéndose a la escultura.

Sobre el hombro de la estatua se detuvo un ruiseñor y sus cantos parecían corresponder a las fases del infeliz: sus harmoniosas notas estremecieron los corazones que allí gemían.

-¿Sois supersticioso, Gustavo? ¿no os parece que el alma de la que llevaba esas notas en su garganta palpita en la melancolía de ese canto?

Gustavo nada contestó y arrastró a Reinaldo.

Todos estaban reunidos esperándolos. Berta no se movió, pero abarcó de una mirada el padecer de su hijo.

-¡Dios mío! ¿por qué no será como Gustavo?

Margarita besó a su padre y se acercó a Gustavo; con los ojos medio cerrados dijo a éste.

-Te esperaba para dormirme.

Gustavo la tomó en sus brazos.

-¡Qué capricho de niña! ¡si está ya dormida! -dijo Elina.

Ella inclinó su cabecita sobre el pecho de su amigo y se durmió en su inocencia, bajo la mirada cariñosa de su padre, que enternecido contemplaba la cabeza de su hija descansar sobre aquel gran corazón.




ArribaAbajo- XXXV -

Gustavo debía partir a reunirse con su padre, pero le inquietaba el estado de Reinaldo, que guardaba cama.

El médico movía la cabeza al examinar el enfermo, y así como antes acusaba de inercia la voluntad del paciente, llegó un día en que dijo a Gustavo:

-Me olvidé preveniros: la tisis es peligrosa, pues hay organismos que tienen lo que se llama predisposición al mal y se van al menor soplo. Cambiad de residencia; igual al caso de la otra; ¡pobre niña! ¡aun la recuerdo con enternecimiento! Este la sigue, y se va más ligero porque es galopante.

Gustavo se aterró; ninguno de aquellos corazones esperaba la tormenta; el pobre joven luchaba en vano por arrancar a Reinaldo del abismo.

-¡Vais a dejaros morir! -le dijo un día viéndolo inmóvil con la mirada fija en el cielo.

-¡Bien quisiera combatir, pero ya es tarde! en presencia de la muerte comprendo que he debido vivir para otros seres, pero este constante batallar conmigo mismo, me ha dejado, como un viajero fatigado que se sienta a la orilla del camino, sin fuerzas para andar el espacio que le falta. El fin de la jornada es esto, dejadme reclinar como el gladiador herido, que ha perdido el combate y en él deja la vida. Escuchadme, Gustavo, he sido un insensato y soy muy infeliz; el amor que he sentido por Margarita ha estado como contenido en mi alma por el muro inexpugnable del deber por la valla oscurísima del error; derribado aquél por la hoz de la muerte, rota ésta por la fatalidad, no puedo hoy vencer ni el amor, que llena el alma, ni el dolor que la mata! ¡ay! amigo mío, el hombre puede vencer a sus semejantes, hasta a los elementos, pero con todas las fibras de su energía, con todo el poder de su voluntad, no encontrará nunca el resorte para vencer su corazón.

-Pero yo -dijo Gustavo- he amado tanto como vos, he estado sujeto a todos los tormentos, y sin olvidar jamás vivo amando mi dolor y mis recuerdos.

-Vos podéis hacerlo: amáis vuestro dolor porque no es punzante; amáis vuestros recuerdos porque son como blancas nubecillas que cruzan el lago azul de vuestra conciencia. Yo estoy en otro caso: ¿qué he hecho de mi vida? ¿cómo he ajado la de los seres que me han amado? Sí, amigo mío, mi dolor tiene todos los tintes sombríos del remordimiento: mis recuerdos vagan en las ondas amargas del mar de los tormentos: el esfuerzo sería inútil; ¿si estoy agonizando, por qué queréis prolongar mi agonía? Duramente castigado estoy de todos mis errores, de todas mis debilidades; yo tenía una voluntad: ¿qué he hecho de ella?

Gustavo inclinó la cabeza; comprendía que aquel desdichado tenía las entrañas rotas y que valía más morir que llevar el suplicio de semejante vida.

La tos de Reinaldo le hizo alzar la frente.

-Tomad este calmante, -dijo acercando un vaso y vertiendo algunas cucharadas.

-Sea, -dijo Reinaldo incorporándose.

Berta entró con una pequeña bandeja en las manos. En el rostro de la mujer se leía una tristeza valientemente combatida; su frente tenía la serena majestad de una tarde melancólica de otoño, sus labios habían perdido la costumbre de sonreír. Un vestido de lana oscura marcaba su elegante y fino talle.

Sus bellas manos enflaquecidas tocaron la frente de Reinaldo, echó hacia atrás sus cabellos negros y midió, como sólo puede hacerlo una madre, los estragos que en aquel semblante adorado había hecho el pesar, ¡ay! en vano la voz doliente de su corazón llamaba a las puertas de aquel pobre pecho destrozado.

Reinaldo no se atrevía a mirar de frente a su madre, tenía miedo de leer en aquellos ojos el dolor que le quemaba el alma.

-Aquí está la sopa, hijo mío,-¿la tomas?

-Sí; ¿y Elina qué hace?

-Lucha con la pequeña para hacerla comer.

-Voy a relevarla, -dijo Gustavo que deseaba salir con cualquier pretexto.

Reinaldo hablaba de todo con su madre para no dar lugar a ningún enternecimiento. Elina vino en su ayuda; estaba siempre con su belleza casta y con aquel aire de candor, que era, como la transparencia de su alma. Enfermera asidua no la fatigaba ni el esfuerzo de ocultar su pena, ni las noches sin sueño que pasaba, junto al lecho del desahuciado.

Reinaldo se quedó como dormido. Fuera se oían los pasos del. Sr. Solís; tenía abandonados sus negocios, su hijo se había negado a ir a Madrid y él no quería devorar allá solo tantas inquietudes.

-Esperemos juntos -había dicho a su mujer- que se cumpla lo que Dios tiene dispuesto.

La niña entró con su muñeca a cuestas, fresca como una rosa, con su cabeza tan inquieta como sus lindos pies calzados con botinas de piel de Rusia; llegó cerca del lecho y quedó como indecisa viendo a su padre dormido; en las puntas de sus piececitos giró hasta su madre, que la recibió en sus brazos, diciéndole:

-¡Chist!

Ella, sin dejar de ver el lecho, dijo a media voz:

-¿Pero se va a quedar siempre malo? tú siempre aquí metida y yo tengo que comer con Julieta, ¡tan ordinaria!

-¿No comiste con Gustavo hoy?

-Lo llamé y no me hizo caso... mira, papá tiene los ojos abiertos; ¿quieres que le dé un beso y le muestre mi muñeca nueva?

Reinaldo no dio tiempo a Elina de contestar y llamó con la mano a su hija.

Ella, sin cuidados ni ceremonias, se sentó al borde del lecho y empezó su charla encantadora, que él escuchaba con la tristeza del caminante que va a separarse para siempre de la fuente pura que ha calmado su sed en el árido camino.

-Levántate, papá; yo le ruego a la Virgencita de mamá que te ponga bueno para que volvamos a estar alegres; cuando vamos a llevar flores a la tumba de Maíta, le digo a ella que te cuide.

-Sí, alma mía, ruega mucho al cielo por tu padre y piensa mucho en él cuando esté ausente.

-No, papá, no quiero que te vayas, ni Lita tampoco quiere: ¿no ves como llora?

-¡Ay! los detalles eran peor que la pena misma.

Margarita alzó su muñeca y la puso de pie sobre el lecho.

-Mira, papá, qué ojazos tiene: me la trajo Gustavo ayer; ¿bonita, no es verdad? mirala, papá, ¿por qué me miras tanto a mí? yo soy siempre la misma y ella es nueva. Dile que estás muy contento que ella haya llegado a hacer compañía a tu hijita, que te levantarás para vernos correr por el jardín, ¿verdad?

¡Sí: que sí! Y cuando vaya a coger flores, ella llevará las tijeras; ¿los muertos sienten, papá? ¿tendrá celos Maíta?

-¡Ella es ya ángel, hija mía!

¡Ay, papá, ángel! ¡por eso estás tu enfermo, porque ves mucho a Maíta! ¡por eso lloras tanto cuando vas allá!... ¡dice Julieta, que los ángeles no se pueden ver sin morir!... ¡ay, papaíto! no la veas más porque...

Gustavo hacía; rato que estaba allí detrás de una cortina y mudo por la emoción se había detenido: al oír las últimas palabras tomó la niña en brazos y dijo:

-¡Vamos! deja descansar a papá, que tiene sueño.

Y la niña siguió con sus arpegios como el ave a quien el viento hace cambiar de ramas. Elina los siguió y en la pequeña sala se detuvo y estalló en sollozos.

-¡Qué dolor, Señor! -exclamó.

-¡Valor! -contestó Gustavo.

-¡El pesar le rinde! -dijo Elina convulsa.

-¡Mirad mi corazón para que aprendáis a sufrir! -dijo Berta, que al entrar había oído a Elina;- ¡hija mía, el deber está allá! ¡las fibras de mi corazón son los hilos de esa vida que va a extinguirse, y que aunque siento que cada hilo roto va llenando mi pecho de amargura!... ¡allí estaré serena! Gustavo, mi hijo os llama.

Elina echó hacia atrás sus rubios cabellos desordenados y llamó a la niña, que la siguió triste sin dejar de ver a su abuelita.

Berta abrió una ventana para que sus pulmones encontraran aire.

-¡Dios, mío! ¡dadme fuerza y resignación ; el dolor es más grande que mi alma, pues no cabe en ella! ¡cómo se puede vivir con esto aquí!... -dijo llevándose al pecho las manos. Su mirada se detuvo sobre la blanca tumba de Margarita, que bañaban los últimos rayos del sol: era una muda, pero elocuentísima respuesta.- ¡Pobre niña! -dijo;- ¡se dobló como un lirio! allí muda me alienta; pudo apartar de sus labios el cáliz y prefirió apurarlo para dejar la miel a los que amaba: ¡vivió sin quejarse y murió bendiciendo! ¡La paz de su tumba es igual a la de su conciencia!... ¡pasó! ¡como sus sueños, como sus amores, como una sombra!... ¡Ángel a quien no vi las alas sino al cruzar el éter en su ascensión al cielo, guíame en el camino regado con tus lágrimas para dejar en él toda la sangre de mi corazón!... ¡Pobre hijo mío! ¡como a sus pálidas rosas el viento del otoño lo arrastra! ¡ay, Señor, Señor! ¡cuándo vendrá el soplo frío que ha de arrancar esta hoja muerta pendiente aún del árbol de la vida! La religión nos ensaña el camino del Calvario, venga ella a dar a mi corazón fuerza para el sufrimiento.




ArribaAbajo- XXXVI -

Gustavo, cerca del enfermo, por la ventana entreabierta miraba el cielo sereno y frío; la límpida claridad de la luna llegaba hasta el lecho del pobre desahuciado, que dormía, si es que sueño puede llamarse ese doloroso sopor de un pobre tísico. Gustavo lo contemplaba; la palidez del semblante y la afilada nariz marcaban tristemente el punto final de aquella vida ¡ay! ¡tan favorecida por la fortuna y tan risueña y tan feliz ayer! ¡El destino al pasar rompió los blancos hilos y la muerte piadosa corrió a cortar los negros!

La voz de Reinaldo sacó a Gustavo de un mar de meditaciones dolorosas.

-¿Queréis ayudarme, amigo mío? Colocad las almohadas de modo que pueda yo al incorporarme quedar como sentado... bien esta, así... no hagáis luz... ¿cuál mejor que la del cielo ha de alumbrar nuestra postrera conferencia?... abrid toda la ventana, el aire puro reanimará mis pulmones, que alcanzarán aliento para mis labios.

Gustavo obedeció en silencio: el enfermo podía ver desde su lecho la claridad del cielo.

-Mirad esas estrellas, Gustavo; ellas, que han alumbrado mis horas de agonía, son testigos del derecho que tengo al descanso eterno. No me miréis así: el dolor que empuja mis males tiene un límite y ya lo veis, ¡llego al término del mío! ¡Quien no ha sabido vencer el destino, ni vencer a sí mismo, cae vencido! La muerte es esta que me cerca, pero, ¡cuántas veces no la he sentido asediarme en mi desesperación! ¡ay, amigo mío! ¡compadecedme! ¡después de estas luchas supremas donde vamos dejando girones de nosotros mismos, sólo se aspira al profundo reposo! Cumpliréis mis últimas voluntades: os lego mis afectos: velad por mi hija, ¡pobre flor! protegedla contra las inclemencias de la vida, y si algún día ama, ¡no la dejéis padecer! Si fuera una mujer, os diría: «amadla vos» pero niña como es, sólo os pido que veléis por su dicha; ayudad a Elina, protegedla; ¡qué cara hemos pagado su felicidad! ¡cuántas víctimas sacrificadas a esa dicha evaporada como el perfume de sus bodas! ¡Ella no tiene culpas, pero paga como todos nosotros los humanos errores!... librádla del mundo en que la dejo... ¡apenas lo conoce! Gustavo, hermano mío, -agregó con acento concentrado y doloroso,- ¡amad a mi madre!... esta madre que ha sido la parte más serena de mi vida... ¡es hoy de mi remordimiento!... ¡madre mía!... ¡yo no tenía el derecho de darte pesares!... ¡Cómo será su dolor!... ¡no se consolará!... decidle... ¡que mi pena mayor al dejar el mundo es por ella! ¡yo no me atrevo a hablarla, temo romper las fibras de su pecho!... ¡qué impotentes somos ante los males que causamos! ¡velad por todos! ¡muero tranquilo dejándoos como el ángel guardián de lo que queda de mi corazón en la tierra!... ¡yo diré allá a la que tanto hemos amado, que sois digno del culto de su alma!

Gustavo lloraba con el rostro entre las manos de Reinaldo, que pasó suavemente una de ellas sobre la cabeza del joven para volverle hacia él.

-Oíd muy quedo ahora: llamad al mismo sacerdote; aquí debajo de mi almohada está el Cristo de marfil que tocaron los labios convulsos de Margarita... que recogió sus últimas congojas, ¡acercadlo a los míos en mi agonía!... y después... ¡dejadlo sobre mi pecho!... ¡fue su último y su único presente y no quiero legarlo a nadie! cuando ya no exista... ¡interpretad mis sentimientos y colocad mi sepulcro, como si fuera yo el novio que dichoso acude a la cita que le han dado!... Tengo mucha sed... qué extraño es esto... dadme agua... Habrá tiempo para mañana... no llaméis... no alarméis... ¡pobres! ¡duermen quizás!...

Gustavo le dio un calmante en vez de agua; Reinaldo lo tomó, le era igual: durmió después un poco y al abrir los ojos vio la silueta de su madre al pie del lecho.

Al amanecer Berta dio un ligero grito al ver entrar el sacerdote... después... vino resignada a bendecir al hijo cuyo espíritu estaba ya purificado ante el altar de la penitencia para llegar al trono de las misericordias infinitas.

El mal no tenía remedio y una tarde que Reinaldo se había hecho sentar cerca de la ventana que daba al jardín, con las últimas luces del crepúsculo, y viendo la tumba de Margarita, expiró estrechando la mano de Gustavo.

-¡Adiós Elina! -dijo claro, y ya en la agonía al doblar la cabeza sobre el seno que lo había abrigado, murmuró débilmente:- ¡perdón, madre mía! -¡Sus labios apenas sí rozaron la frente de la pobre mártir!

Elina contestó al eterno adiós con un grito de desesperación. La pobre madre acercó sus labios convulsos a los lívidos de su hijo, como si quisiera detener el alma que por aquella boca se escapaba, o darle la suya en aquel beso supremo. Lloró todas sus lágrimas sobre el cuerpo adorado; ¡y como para hacer más amargo su dolor presente, allí, con aquella cabeza inerte sobre sus rodillas, recordaba los días de la infancia dichosa, de las felicidades pasadas y extinguidas para siempre ante el soplo mortal!

Los que habéis padecido, sabéis bien que éste es un triste recurso del corazón, revolver con el pensamiento, las dichas perdidas como para engolfarnos más y más en el oleaje amargo que nos ahoga.

¡Berta, con las manos cruzadas sobre su pecho desgarrado, ofreciendo a Dios su dolor, miraba el cielo, como buscando el alma de aquella blanca prometida que había ido a esperar a su hijo en la eternidad!... Después... ¡se quedó serena y triste para siempre como si el frío de aquel cadáver hubiese caído sobre su corazón! ¡La calma de la desesperación es más espantosa que la de la muerte misma!

Silenciosa se acercó a Elina, que lloraba desconsolada; ¡pobre niña! ¡causa inocente de aquel derrumbamiento, como ave herida inclinaba la cabeza hundiéndose en las ruinas de su dicha! Berta, trémula de dolor, la tomó en sus brazos y la acercó al lecho donde descansaba ya rígido y pálido Reinaldo.

-Le he ofrecido -dijo- al que ya no puede vernos, consolarte del pesar de su muerte.

¡La dócil niña inclinó su cabeza sobre las manos de Reinaldo ¡ay! que tantas veces habían alisado, sus cabellos! las besó, diciéndole muy quedo entre sollozos:

-¡Te llamaría en vano! ¡estás perdido para mí! ¡tu voluntad será cumplida! ay, tía, qué frías están sus manos!

Berta, ante su angustia indescriptible, ante su pena inmensa y única, ante el cadáver de su hijo, sentía que a pesar de su voluntad, su sentimiento tenía mudas reconvenciones para su hermana, que no podía recoger ya los restos dispersos de la dicha que a costa de todos formó ayer para su hija.

-¡Cómo, -decía,- cómo puede la venda de un sólo amor, aun cuando sea el más visto, extraviarnos hasta el extremo de apartar la dicha ajena para levantar la tienda de la nuestra!

¡Allí de rodillas, pedíales perdón s aquellas almas gemelas, que habían agotado sus energías en un dolor continuado, que se habían roto sin ruido, sin quejas lastimeras, como se mueren en las rocas solitarias las tórtolas heridas!

Veía las lágrimas de su hermana y le parecía leer en ellas esa sorda y lenta intranquilidad que llega siempre al alma tarde o temprano después del mal cansado; besaba después los labios de su hijo para encontrar en ellos las fuerzas que habían tenido para ahogar las quejas.

La hora triste se acercaba. El sol ocultándose en occidente parecía huir para no presenciar los duelos de la tierra, las hojas de los árboles inmóviles, las aves silenciosas, diríase que la naturaleza, como en el drama pasado, enviaba un ritmo melancólico a la humana y dolorosa elegía.

El Sr. Solís besó la frente de su hijo, colocando la cabeza adorada en el ataúd con el mismo cuidado que cuando niño la colocaba en las almohadas.

-¡Has dejado de padecer! -dijo Berta;- nuestros duelos no deben turbar la tranquilidad que has ido a buscar a la tumba; ¡duerme en paz y para siempre, hijo de mi alma!

-Diríase, -pensó Gustavo al ver los labios de Reinaldo, que como los de Margarita parecían sonreír,- diríase que la muerte los ha rescatado la esclavitud del dolor!

La niña estaba sentada sobre las rodillas de su madre; ella, ¡la inocente! no comprendía el «por qué» de la muerte, pero sí sabía que es un viaje de donde no se vuelve; ¿no se había ella cansado de esperar a Maíta?

-¿Por qué nos dejan solas? -preguntó; sus ojos abiertos desmesuradamente y como asustados giraban por todas partes; todos lloraban, ella también lloraba abrazada a su madre como para que la librara de la pena que inclemente y temprana venía a herir su vida.

Cuando los amigos de Reinaldo alzaron su cuerpo, corrió por todos lados gritando:

-¡Gustavo! ¡abuelito, que no se lo lleven!... ¡si lo van a enterrar como a Maíta no lo veremos más! ¡Jesús! ¡Gustavo! -En su cara pálida se veía una angustia tal que bien podía terminar en una crisis. Berta estremecida la tomó en sus brazos; ¡ay! aquella criatura era lo único que quedaba de la vida de su hijo.

-¿Nos vamos todos así, Lita? -preguntó la niña en voz baja.

-¡Oh, no por Dios! ¡cállate! -gritó Elina, y como para protegerla extendió sus brazos.

No es posible pintar el dolor de este corazón; como un autómata vio desfilar el cortejo fúnebre por debajo de los árboles hasta el pequeño panteón donde dormía Margarita; allí, de codos en la ventana, la encontró la noche triste, como su alma y como los días que seguirían a su desdicha.

-¡Pobre niña! -dijo el Sr. Solís;- sólo has venido a España a sufrir; -y separándola tristemente baño sus cabellos de lágrimas.- Nuestros corazones, hija mía, si no te pueden consolar te amarán por los que te han dejado.

Reinaldo fue enterrado junto a Margarita: su voluntad estaba cumplida. Los mismos rayos de luna bañarían sus sepulcros; las mismas acacias les darían sombras y perfumes y el canto de las aves perdidas sería la única harmonía en su eterno silencio.

Aquellas almas, como dos olas del mar que llegan silenciosas a besar las húmedas arenas, llegaron al límite de las pasiones y de los dolores: ¡la eternidad!




Arriba- XXXVII -

Los días que siguieron fueron para los habitantes de la quinta *** mortalmente tristes: la angustia de las almas, se leía en las frentes abatidas y cada uno en obsequio de los otros procuraba sacudir el letargo del corazón.

En las veladas, el pesar, como una atmósfera de hielo entumecía los seres, que silenciosos y enlutados no alteraban la costumbre de reunirse en el gabinete de Reinaldo: ¡allí todas las miradas caían sobre la rubia cabeza de Elina, inclinada siempre bajo el peso de los recuerdos, despojos de su efímera dicha! ¡pobre niña! invitada a la fiesta de la vida, llegó alegre y sonriente con la miel de las flores en los labios y al acercar su leve planta al umbral de las promesas, fue sorprendida por las sombras de la desgracia.

Berta la amaba, su alma grande tenía una afectuosa compasión por aquella triste víctima, elegida tal vez como para expiación de la culpable. Ángela, su hermana, no había vacilado en arrancar las flores del jardín de las dichas de Margarita, para orlar la frente de su hija, y estas caían hoy marchitas como la frente pálida que se inclinaba también ante el ara de los dolores.

-¡Oh! -decía,- ¡cómo puede también el amor de los amores, el amor santo, tener como las pasiones innobles sus egoísmos! ¡cómo se pueden arrancar las espinas del camino de los que amamos para sembrarlas en la senda de los otros! ¡cómo arrancar en flor las ilusiones y las esperanzas de un corazón virginal para transplantarlas así, con mano fría!... ¡Oh, Dios!... ¡pobres seres! ¡qué serenos llegasteis al lugar del sacrificio!...



Elina enfermó y aunque su mal fue combatido y vencido, los médicos opinaron por los aires del país.

-Ellos volverán los colores a las mejillas y la calma del espíritu renacerá lejos de los sitios donde la ha perdido.

Berta las animaba, pues aun cuando el alma se le partiera al separarse de su nietecita, lo prefería todo al suplicio de ver a su hermana con aquella tranquilidad de alma sin pecado. ¡Cuántas veces la había visto pasar las cuentas de su rosario, de rodillas cerca de aquellas tumbas, se le venía a los ojos la amargura del corazón!

Una tarde la vio llegar y ella se alejó: no quería encontrarse tan humana en aquel sitio del olvido.

-¡Reza por ellos! -pensó viéndola de rodillas,- ¡cuando esas almas estarán pidiendo el perdón de la suya! ¡Ella se cree sin culpa, extraviada en el camino del deber, tomó la miel toda de la vida para la copa de su hija, y dejó el acíbar a la pobre huérfana, que silenciosamente apuró con él la muerte!

Desde la muerte de Reinaldo, las dos hermanas, aun cuando se hablaban, no cruzaban sus miradas; en presencia de Berta doña Ángela estaba como cortada: a sus labios no asomó jamás ni una frase de consuelo ni un ¡ay! de queja; su opinión no era nunca consultada, tampoco ella se permitía darla: guardaba siempre una actitud silenciosa y reservada y sólo sus pálidos dedos daban con más frecuencia vueltas a las cuentas de su rosario; ¿qué había en el fondo de su alma?

Nadie lo comprendía, nada se le oía decir; jamás hablaba de lo pasado y los nombres de Reinaldo y Margarita parecían haberse extinguido de su memoria, tal era el cuidado que ponía en no pronunciarlos. Cuando oía llorar a Elina, cuya pena se acentuaba más cada día, sufría tanto que perdía su serenidad habitual; una vez la oyó Gustavo, a quien ella no vio entrar:

-¡Jesús! todo lo he hecho por quitarlo las espinas del camino: no es culpa mía si padece; mejor que las cosas hubieran sido como debieron...

Gustavo tosió, la dio miedo sorprenderla: ella se volvió muy pálida.

Instaba ella todos los días y sin descanso para volver a Venezuela:

-Vamos, mi hijita; aquí en esta quinta nos vamos a quedar todos; esto es ya un cementerio: las brisas del Ávila te harán mucho bien: acuérdate del tiempo que estuvimos en El Valle lo bien que te fue. La niña languidece, a las claras se ve un cambio en su naturaleza alejará esa tristeza que no es natural a su edad.

En realidad Margarita estaba muy cambiada: aquella niña tan inquieta ayer, tan bulliciosa, tenía concentraciones de mujer. Sus juguetes estaban abandonados. El pesar la adelantaba en la vida: viéndola orar en la tumba de su padre al lado de Berta, que tenía allí de rodillas toda la majestad de la mártir, parecía con su plácido mirar y sus lindas manos unidas el ángel de la clemencia que acogía aquellas preces. Berta tenía la costumbre de sentarse en las gradas de la tumba de Margarita, y su nieta, silenciosa, se colocaba a su lado. Una tarde, a las sombras del crepúsculo, colocó sus pequeñas manos sobre las rodillas de Berta y le dijo mirando el cielo:

-Lita, ¿me quieres explica por qué si están en el cielo venimos a llorar y a dejar flores aquí?

-¡Ay, hijita! hay algo que tú no puedes comprender todavía: sus cuerpos, que es lo humano, se quedan mientras llega la hora final...

-Pero, Lita, ¡si para ellos llegó ya!

-Para el mundo...

-¿El mundo también se muere, Lita?

-Hija mía, son estos misterios que tú no alcanzas: sus despojos se quedan aquí para recibir nuestros recuerdos, nuestras lágrimas, nuestras flores; sus almas van allá Arriba: desde ese cielo azul que tanto miras, ellos siguen amándonos y nos ven...

-¿Por las estrellas, Lita?

-¡Por donde se los permita el Señor! Vamos, -dijo Berta, a quien las preguntas de la niña ponían en apuros.

Habló largamente con Elina, y le dijo:

-Debes irte, hija de mi alma; esa niña bajo esa presión de tristezas puede enfermar; vuelve a nuestro país, ¡ay! ¡yo no lo volveré a ver jamás! allá con otras impresiones olvidará estas dolorosas. No has alcanzado la dicha que todos hemos querido darte, pero, ya que esto ha sido imposible, busca a lo menos en los sitios donde has nacido la tranquilidad de la vida, y para ella, Elina mía, ¡procura conservar la de la conciencia! Yo quedaré aquí viviendo cerca de esos sepulcros; mis deberes, vuestros recuerdos y el bien que pueda hacer constituirán mi vida. Secundada por nuestro noble Gustavo, y en memoria de Margarita, voy a levantar aquí un asilo para proteger las huérfanas; no temas dejarme, el bien tendrá para mí tanta atracción como el amor de los que hamos perdido; viviré con la antorcha de los recuerdos alejando las profanaciones del olvido.

Mientras Berta hablaba con Elina, Gustavo trataba de distraer su pequeña amiga: presentóle su muñeca, que casi tenía su estatura y a quien había hecho vestir de luto.

-Mira, tu muñeca está triste porque no le haces caso...

-¡No es verdad!... si por eso es que no la quiero, porque no siente, me ve llorar y no le importa: mamá dice que es porque no tiene alma: quítale ese trapo negro, ella no debe llevar luto por papá, porque no lo siente. ¡Tom sí, es un perro, pero sabe querer, lo hubieras visto la noche que murió papa! va a las tumbas y si lloramos llora él: ¿no lo has visto? si rezamos, está quieto, no reza, porque no sabe hablar; ¡pobrecito! ¡por eso lo quiero! el otro día decía Julieta: -¡Ay, Jesús! ¡ese perro parece gente! ¡Llévate esa necia! -agregó apartando su muñeca;- ¡llévatela, se ríe siempre!... tráeme a Tom, a ese sí lo quiero; ¿no te acuerdas la noche que se murió Maíta? Tráelo, voy a ponerle su collar negro, él si debe tener luto porque siente.

Gustavo trajo el perro para complacer a su amiga, no poco admirado de aquel infantil razonamiento.

Margarita tomó el perro entre sus brazos, acercó su bonita cabeza a la chata del perro y le dijo cariñosa:

-Ahora te quiero más: serás mi compañero; no nos vamos a separar, ¿comprendes?

Berta se acercó para anunciar a Gustavo que el regreso a Caracas era una cosa resuelta.

La niña soltó el perro y corrió a los brazos de Elina llorando.

-¿Es verdad que te vas, mamá?

-Sí, hija mía, contigo.

-¿Pero los vamos a dejar solitos allí?... no, mamá, no quiero... ¡no dices tú que los que se quieren no se separan!... ¡no, mamá, no nos vamos!

Elina lloraba, no podía consolarla porque ella también sentía que tenía el alma pegada en aquellos nichos, pero, blanda y dócil siempre, se plegaba a la voluntad de los otros.

Berta trató de conquistar la niña.

-Escucha, Margarita, irás con tu mamá y tu otra abuelita, yo me quedare aquí acompañando a los que duermen allá abajo...

¡No, no!... Lita, me quedaré contigo... -dijo gimiendo.

-¿Y qué harás sola conmigo? Gustavo se irá también.

-¡No es verdad! él se va para donde está su papá.

Gustavo se acercó a ella:

-¿Quieres que te lleve a Caracas?

Ella alzó su dulce carita llena de lágrimas y dijo:

-Si tú vas con nosotras y me dejan llevar a Tom., voy: porque entonces es una cosa muy distinta. Mamá Ángela es muy vieja, vive con su rosario y no sabe ni cuentos, mamá está siempre llorando; contigo a todas partes, y cuando tengo que llorar sabes contentarme; con Tom jugaré y tú ves que es ya mi compañero, ¿es verdad que te vendrás con nosotras? -agregó bajando de las rodillas de su madre para colgarse de su cuello.

-Sí, te lo prometo, -dijo él besando su frente de nácar.

Elina recogió con una mirada de gratitud la promesa de Gustavo; era un aliento aquel compañero, ¿qué harían ella y su madre como gaviotas errantes por esos mares?

Días después los coches esperaban a la puerta de la quinta.

Sería imposible describir la tristeza de aquellas despedidas.

Elina se arrancó desesperada de aquellas tumbas donde dejaba los seres que más había amado en el mundo.

-¡Adiós! -dijo extendiendo sus blancas manos;- ¡felices vosotros que no os separáis! ¡dormid en paz y juntos velad por esta pobre Elina que tanto amasteis!

Gustavo y Berta cambiaron una mirada ante aquel grito de dolor y como por un mismo impulso ambos se acercaron a la joven.

-Basta, Elina, partid, no prolonguéis la pena, -dijo Gustavo.

La niña no decía una palabra, pasaba de la tumba de su padre a la de Margarita; sus ojos estaban fijos en Gustavo, a quien había hecho la promesa de no llorar.

El perro, en quien nadie reparaba, saltó sobre la tumba de Reinaldo, y aulló tristemente, y su alarido hizo estremecer todos los corazones.

La niña corrió y lo abrazó llorando.

-No llores, mi querido Tom; yo te querré por ellos: ya lo ves, Gustavo, -dijo volviendo su carita pálida,- yo, no tengo la culpa, es Tom que me hace llorar; ven tú, dile a Tom, que si no se quiere ir lo dejaremos, que contigo voy contenta... que acompañe a Lita que se queda... ¡muy solita!... ¿me he portado bien?... ¿me vas tú a querer por todos ahora?...

Gustavo se había colocado de rodillas para igualarse a la estatura de la niña, alzó los ojos al cielo junto a la tumba de Reinaldo y dijo:

-¡Al separarme tal vez para siempre de estos sitios, hoy como ayer te hago el juramento de velar por la dicha de mi hija!... -luego, acercándose a la escultura de Margarita, besó su nombre en el mármol frío y le dijo:

-¡Adiós, mi santa Margarita!... ¡te dejo aquí durmiendo!... ¡pero no sola!... ¡tú ya eres feliz!... ¡yo!.. ¡procuraré serlo, sembrando el bien que tanto amaste!

Doña Ángela, que lloraba silenciosa, se acercó a su hermana y le dijo:

-¡Quién sabe si nos volveremos a ver! ¿quieres darme un abrazo, tal vez el último?

Berta abrió sus brazos y deshecha en llanto dijo muy bajo a su hermana:

-¡Perdona a mi dolor sus inclemencias! ¡cuida por las dos a esa otra Margarita y pidamos a la que duerme aquí su sueño eterno nos dé la paz del alma con su perdón!... ¡Adiós!... ¡Adiós!...

-¡Partid! -dijo Berta serenándose;- tal vez luzca un día menos triste en que nos volvamos a reunir aquí; ¡adiós! -extendió sus trémulas manos sobre las cabezas de Elina y Margarita y las guió hasta el coche que se acercaba.

Las nubes ambarinas anunciaban en el oriente la salida del sol, que avanzaba lentamente formando como una aureola a la loma de la montaña que el coche dejaba atrás, por las revueltas del camino aún pudieron ver los viajeros las esculturas iluminadas por los rayos del sol y a Berta de rodillas sobre el césped de la tumba de Reinaldo.




 
 
FIN