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Incursiones antropológicas

Luisa Valenzuela





Las mujeres, quienes según la creencia popular y barrial somos incapaces de guardar un secreto, atendiendo múltiples mitologías mucho más arraigada fuimos dueñas de los objetos más secretos del culto y fuimos por ende las custodias del Secreto.

Se sabe que fueron las mujeres quienes fabricaron las primeras máscaras, para entretener y aleccionar a la tribu (José Mosé, Máscaras animistas, entre otros). Y si ellas inventaron las máscaras, en contrapartida fueron los hombres quienes, según Marvin Harris (Los enigmas de la cultura, en Vacas, cerdos, guerras y brujas) inventaron la guerra yendo a saquear los asentamientos cercanos. En los remotos tiempos tribales cuando las madres privilegiaban a sus infantes hembras por una razón de lógica supervivencia genética los hombres encontraron la forma de hacerse indispensables. Se requerían muchos vientres pero sólo unos pocos hombres sexualmente activos para asegurar la continuidad de la especie y para mantener vivo el fuego sagrado, pero con la nueva modalidad belicosa se invirtieron los roles y la defensa de la tribu en manos de los hombres pasó a ser prioritaria.

Es esta una condensación simplista, no hay duda, de corrientes energéticas y espirituales y civilizadoras de nuestra especie de bípedos implumes. Pero no deja de ser significativa, simbólica de algo que aun hoy palpita en la retaguardia. Porque un día, en los diversos tiempos míticos de diversas culturas mal llamadas primitivas (o mal entendido el término, como suele suceder) el invento femenino y el masculino como era de esperar entraron en colisión, y los hombres ya guerreros y envalentonados se apropiaron de las máscaras, las llevaron al monte para volverlas feroces con dientes y garras y sangre de animales y con ramas quemadas, y regresaron al claro a aterrorizar a mujeres y niños, impidiéndoles alejarse por esos caminos ahora del diablo.

«Tales mitos no implican únicamente antagonismo religioso entre los sexos, sino que son una forma de reconocer la superioridad original de la sacralidad femenina», afirma Mircea Eliade en su libro La búsqueda.

Tamaño reconocimiento duró poco en la historia de la humanidad.

Las máscaras, ese gran invento femenino, configuran un lenguaje que el hombre supo perfeccionar en beneficio propio (y cuando digo hombre me refiero al macho de la especie, no suelo usar los llamados términos genéricos que privilegian a un género en detrimento del otro).

Michael Taussig, en Defacement. Public secrecy and the labor of the negative, analiza el tema basándose en relatos de los Selk'nam, los primitivos habitantes de Tierra del Fuego que tanto sorprendieron a Darwin. Sabemos que creencias similares, probables remanentes de un illo tempore matriarcal, abundan en Australia, Nueva Guinea, ciertas zonas del África Ecuatorial y la Amazonía. Multiterritorialidad que habla de un sentir común en el género humano.

En los tiempos que narra el mito, las mujeres de la Isla Grande de Tierra del Fuego eran quienes custodiaban el Secreto y presidían las representaciones del llamado teatro de la verdad, reservándose para sí los poderes de shamanismo y de hechicería. Eran ellas quienes controlaban la tribu porque todo lo sabían. Conocimiento y poder siempre fueron de la mano, y por lo tanto ellas, dueñas del Secreto, esgrimían un poder absoluto e incuestionable. Los hombres no eran sólo espectadores de las representaciones que escenificaban el misterio, también se beneficiaban con ellas. La «realidad de la ilusión» del teatro de las máscaras habitadas por los espíritus servía para mantener el orden social. Hasta que cierta noche en los tiempos fueguinos -cuenta el mito- los hombres, ansiosos por adentrarse en el Secreto tan celosamente guardado, salieron a matar a todas las mujeres adultas dejando sólo con vida a las prepúberes aún no iniciadas. Y como en los otros casos, se apropiaron de las máscaras y de toda la parafernalia del teatro de la verdad, y con ellas de la hechicería. Del Secreto.

Fue en ese momento de masacre y apropiación que se banalizó la estructura. Y de alguna forma se universalizó: los hombres se encargaron de mantener a las mujeres en la ignorancia, las mujeres fingieron no saber, los hombres fingieron creerles y así se fue generando el llamado secreto público, oximoron sólo en apariencia que define el hecho de saber lo que no debe saberse, «aquello que se conoce pero no puede ser dicho». Para mantenerlo vigente a cada paso, quienes detentan el secreto y por ende el poder deben apoyarse cada vez más en el miedo y en la violencia.

Una trampa en la que pueblos enteros han caído. La implementan aún hoy las llamadas sociedades secretas en el África Ecuatorial, y también como bien sabemos los gobiernos autoritarios. «El conocimiento en sí no significa poder, es el no-saber activo que se lo confiere», para seguir citando a Taussig. He aquí el corazón de la paradoja: para que el secreto sea eficaz resulta imprescindible tener conciencia de que hay un secreto; lo que se ignora debe hacerse presente en toda la vasta, inabarcable percepción de su ausencia.

Agua toda esta para el molino voraz de la literatura, que aprende a extraer la máxima cantidad de jugo del Secreto y de sus acólitos, los secretos tribales. Porque exprimirlo no quiere decir agotarlo, todo lo contrario. El Secreto es autogenerativo.

El filósofo y antropólogo Cesare Poppi, en un largo ensayo titulado Sigma! The pilgrim's progress and the logic of secrecy, ofrece una llave para entender lo que la literatura ha sabido desde sus comienzos: «Los iniciados no aprenden sobre la existencia de un "mundo nuevo", aprenden una forma distinta de mirar el viejo mundo desde nuevos medios interpretativos. Más que el contenido real, es el marco en estos casos lo que configura el secreto».

Al igual que para el estudioso de los sistemas de creencias africanas, para poetas, novelistas y cuentistas la cuestión no radica tanto en tratar de ver lo que el Secreto contiene (pretensión imposible), sino en ver cómo se ha constituido y para qué. Y cómo se lo simboliza por escrito.



Tomaremos entonces a la máscara como lo que es, un lenguaje. Y como la hemos asociado al tema de la guerra, tomaremos también la guerra como un lenguaje teniendo en cuenta su aspecto más digno, las llamadas artes marciales. Es factible considerar la creación literaria como un arte marcial en su capacidad de generar y aplicar estrategias. Aunque resulta más interesante cuando las estrategias surgen espontáneamente durante la escritura y no cuando forman parte de una elaboración a priori.

El arte de la Guerra del maestro Sun Tzu, del maestro Sun Wu, que el recordado poeta colombiano Fernando Arbeláez trajo a la atención del mundo de habla hispánica, puede servir como manual del futuro escritor. Este texto anterior a la era cristiana transcurre en «un perpetuo presente que contiene el flujo del pasado y va devorando futuro» y conserva plena actualidad, explica el poeta en la introducción, debido a que el idioma chino carece de tiempos verbales. Puede decirse lo mismo de la gran literatura: más allá de los tiempos verbales, son los tiempos de lectura con sus sobreentendidos cambiantes que van enriqueciendo las metáforas.

En El arte de la guerra podemos encontrar la mención de una cierta cámara del arcano. Sólo se habla de ella al pasar, en escorzo, dejando apenas su sombra, quizá porque cualquier descripción o explicación podría violentarla, y la cámara del arcano -del Secreto- pasaría a ser una patética cámara saqueada.

Para retomar el tema de la escritura, hay sobre todo tres recomendaciones del maestro Sun Tzu que me parecen las más apropiadas:

La primera, «Quienes no están conscientes de las desventajas que trae el uso de las armas tampoco lo estarán de las ventajas que estas tienen», nos permite pensar en las palabras como armas de doble filo, poseedoras de la dudosa cualidad de asistirnos a la vez que se resisten a nosotros, sus emisores. Todo lo cual me trae a la memoria una escena de una conocida historieta (¿monitos?) argentina: ese gaucho emblemático y absurdo llamado Inodoro Pereyra, creatura de Roberto Fontanarrosa, rasgando la guitarra acaba de cantar una vidala y dice «La compuse en un ataque de inspiración», a lo cual su perro parlante el Mendieta, la voz del sentido común, le contesta «Y diga, don Inodoro, ¿la próxima vez que lo ataque la inspiración, no podría defenderse mejor?».

Defenderse mejor, en esta guerra de la escritura que solemos convertir en un arte marcial, significa como en el yudo o en el aikido, aprender a ceder para que la fuerza y la furia (necesarias en toda gestación literaria) del oponente se vuelva en su contra. En otras palabras, que las palabras digan lo que tienen que decir (y lo que quieren), pero usemos ese decir en beneficio del texto que vamos elaborando.

La segunda recomendación milenaria viene al caso y no requiere comentario alguno: «Las palabras humildes hacen preparaciones de guerra para avanzar. Los que hablan en forma arrogante y agresiva van a retirarse». En maniobras con el ejército, se titula la sección. En la sección El combate leemos la tercera enseñanza que nos permite imaginar. «Deben cambiarse los colores del enemigo o mezclarlos con los propios colores. Tratar bien a los soldados y preocuparse por ellos».

Siendo en este caso las palabras los soldados, a quienes trataremos bien a pesar de sus filos y sus traiciones (los lapsus) ¿a quién podremos considerar el enemigo? Dado el tema que nos convoca, propongo un imprescindible contrincante: lo inefable. Para que algo pueda ser dicho debe existir algo imposible de ser dicho contra lo cual detenerse como ante un invisible muro. Interesante resulta entonces la propuesta de tirarle encima un bote de metafórica pintura, hecha de palabras, para denunciar al menos el lugar de su invisibilidad. Lo que me trae a la memoria cierto carnaval de Jamaica cuando el público casi pretendió linchar a un carnavalesco porque, oh afrenta al trópico, largó a toda su comparsa vestida de blanco de pies a cabeza. La sorpresa frenó la ofensiva cuando esos cientos de figuras danzantes fueron coloreándose en el transcurso del desfile hasta acabar totalmente rojas. Un carnaval de la transformación nunca visto, inesperado discurso de compleja lectura en el cual la sangre parecería tener la última palabra.

Propongo aquí la escritura como un arte marcial, el texto como campo de batalla donde se entabla la lucha con lo inefable. Es una propuesta de tantas. Después vendrán las luchas intestinas dentro de la elaboración misma de la obra, en las cuales conviene rendirse, desplegar bandera blanca (que puede ir tiñiéndose de rojo) para que la historia del Otro sea narrada. Porque muchas veces aparecen personajes inesperados, antagonistas más que protagonistas, que escapan al control de quien está escribiendo -quien creyendo poseer el texto se engaña- y mueven la trama hacia zonas insospechadas. Resulta crucial y a la vez conflictivo (esa es la palabra) dejarse llevar por dicha fuerza, emplearla para encontrar el verdadero rumbo de la cambiante trama que no tiene por qué ser complaciente con las intenciones expresas de la autora.



Propongo también la escritura como máscara. ¿Qué máscara ponerse para empezar cada texto? Se preguntaba Italo Calvino en el momento de encarar «ese campo de fuerzas que es el campo narrativo», campo magnético en verdad que convierte en antena a quien escribe y atrae para sí las más inusitadas resonancias.

La máscara también es una antena, al menos así fue considerada desde la noche de los tiempos. No soy yo quien baila con la máscara puesta, bailan los espíritus que esta representa o atrae o mejor dicho me lleva a encarnar por el simple hecho de habérmela adosado al rostro. Por eso mismo, como mujer, como escritora, me interesa la reapropiación de las máscaras del Secreto que nos fueron arrebatadas en el illo tempore del mito. Aquí, allá, en Tierra del Fuego y en todas partes. Al fin y al cabo no debemos olvidar que el vocablo persona tiene por origen la máscara, el prosopon de las tragedias griegas, el per sonare del teatro romano.

En un lejano viaje a Nueva Zelanda, conocí en la ciudad de Auckland, una espléndida casa ritual morí o whare whakairo, casi un parlamento donde se dirimen los conflictos de ese pueblo. Y donde aparecen, tallados en paneles de madera, los dioses de cada clan o «canoa».

¿Son todos dioses, todos masculinos? Pregunté entonces. Por supuesto que no: allí al fondo -me señalaron, en la zona más oscura de la casa- está Hine-nui-te-Po, la diosa de la muerte. La gran lagartija entre sus piernas es Maui, el héroe mítico, transformado en reptil a efectos de deslizarse dentro del cuerpo de la diosa para arrancarle el corazón. Con el corazón de la muerte Maui esperaba poder brindarle la inmortalidad a todos los humanos. Pero Hine-nui-te-Po, con su vagina dentada decapitó al osado héroe sumiéndonos a todos en la no menos lamentable por inevitable «costumbre de morir», madre del Secreto por antonomasia.

La de Maui es una leyenda bastante previsible. Lo imprevisible fue lo otro, el descubrir que a veces el tiempo mítico está vivito y coleando, dispuesto a reelaborarse a cada paso. En medio de la armoniosa belleza del paisaje neozelandés alfombrado de verde, nada hacía prever que la pequeña ciudad de Hamilton cobijara a la subversión y la poesía en la persona de Hine Wirangi, alma mater del Centro de Mujeres Maoríes. Cuando la conocí en toda su radiante corpulencia y grises bucles rastafari, esta Hine mortal estaba abocada a una tarea de cartografía de un terreno ya olvidado: junto con otras mujeres de su grupo estaba pintando máscaras. Máscaras maoríes con los tatuajes rituales de las diosas perdidas. Porque Maui, el héroe aquel que fracasó al final con la diosa de la muerte, habiendo triunfado con las demás diosas supo despojarlas una a una de su esencia hasta sumirlas a todas en el olvido. A Mahuika, la guardiana del fuego le arrancó sus ardientes uñas, a Muriranga-whenua el maxilar del conocimiento, y así una tras otra.

Por eso las mujeres maoríes de Hamilton estaban fabricando las máscaras de las perdidas diosas. Para darles una nueva carnadura y devolverlas a la memoria, que queda de este lado del Secreto.



En la escala del conocimiento humano el mito es un peldaño muy superior a la leyenda. El mito habla de un saber profundo, compartido, el mito expresa una verdad oscura que sólo puede traducirse en la forma de una narración que el ritual habrá de reproducir cíclicamente. Recuperar máscaras, entonces, rearmar perdidas narrativas, reapropiarse del lenguaje descarnado que por siglos nos fue vedado a las mujeres, nos permite percibir algo de aquello que las mujeres de las máscaras, anteriores a las guerras y a la matanza mítica, supieron. Es una lenta tarea de la cual estamos hoy conscientes, recuperando capacidades y atributos y la sacralidad de esas máscaras propias que nos fueron arrebatadas. Las propias, reitero, como forma de lenguaje, porque hay máscaras que nos son impuestas a todos desde fuera y pueden ser altamente peligrosas. Conviene arrancárselas lo antes posible para evitar que lleguen a consustanciarse con el propio rostro. Las máscaras neutras de la globalización, sin ir más lejos. Esas mismas que disfrazadas de productos varios llegan a nuestros puertos en enormes contenedores de mercaderías y parecen tener un cartel que dice «hecho en el primer mundo». No es cierto. Fueron confeccionadas por la mano de obra más barata de la tierra, sus creadores sospechamos dónde están porque traen olor a hamburguesa recalentada, son gomas para borrar nuestros dioses y diosas y cuanto ritual pueda diferenciarnos, tienen todas idéntico hilo para ser movidas como marionetas por unas pocas manos -siempre ajenas.

La escritura nos va salvando de tamaña desidentificación. «El sabor de las palabras, devuelto a los individuos robotizados que somos, es quizá el más bello regalo que una escritura de mujer puede ofrecerle a la lengua materna» dice Julia Kristeva en el primer tomo de su trilogía sobre el genio femenino, dedicado a Hanna Arendt. No pudo haber elegido mejor figura que la de esta filósofa que supo enfrentarse al racismo con enorme valentía y que en sus libros le sacó todo el filo posible -que es sobre todo amor- a la ciencia del conocimiento. Mujer convencida, a la par de San Agustín sobre quien escribió un tratado, que sólo hay vida en y por el renacimiento narrativo, concepto que Kristeva cita y toma al pie de la letra no sólo narrando con talento equivalente la biografía de Arendt sino también analizando en profundidad la lucidez de sus trabajos. Por falta de educación o de permiso, durante siglos la mujer tuvo prohibida o casi la escritura. Un obispo asumió máscara de mujer para acallar a la mejor de todas; todo tipo de ardides fueron utilizados como en tiempos primigenios para apartar a la hembra de la especie humana del Secreto que trasciende la especie y a la vez la confirma en su status de sapiens. También de ludens y politicus. Ahora la mujer ha tomado la escritura, que es sabiduría y es juego y es política, con la pasión de quien va cartografiando terreno poco conocido. Terreno fértil y minado por cierto porque así es el lenguaje. A la guerra como a la guerra, se van recuperando máscaras protectoras y de manera ostensible se amplía el panorama desde donde percibir el brillo del Secreto en todo su esplendor inalcanzable.





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