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Recordemos ahora aquí, para confrontación con cuanto queda dicho en demostración de la no equivalencia de sus Ariel y Calibán con ninguno de los personajes ni de los conceptos a que hemos acudido, las definiciones que Rodó ha dado de esos que hemos llamado sus símbolos unívocos y abstractos.

Ariel es «la parte noble y alada del espíritu»; «es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida273.

«Ariel es la razón y el sentimiento superior. Ariel es este sublime instinto de perfectibilidad, por cuya virtud se magnifica y convierte en centro de las cosas, la arcilla humana a la que vive vinculada su luz, la miserable arcilla de que los genios de Arimanes hablaban a Manfrede Ariel es, para la Naturaleza, el excelso coronamiento de su obra que hace terminarse el proceso de ascensión de las formas organizadas, con la llamarada del espíritu. Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en Arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres. Él es el héroe epónimo en la epopeya de la especie; él es el inmortal protagonista; desde que con su pensamiento inspiró los débiles esfuerzos de racionalidad del hombre prehistórico, cuando por primera vez dobló la frente obscura para labrar el pedernal o dibujar una grosera imagen en los huesos de reno; desde que con sus alas avivó la hoguera sagrada que el aryo primitivo, progenitor de los pueblos civilizadores, amigo de la luz, encendía en el misterio de las selvas del Ganges, para forjar con su fuego divino el cetro de la majestad humana, hasta que, dentro ya de las razas superiores, se cierne, deslumbrante, sobre las almas que han extralimitado las cimas naturales de la Humanidad; lo mismo sobre los héroes del pensamiento y el ensueño que sobre los de la acción y el sacrificio, lo mismo sobre Platón en el promontorio de Súnium, que sobre San Francisco de Asís en la soledad de Monte Albernia. Su fuerza incontrastable tiene por impulso todo el movimiento ascendente de la vida. Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Calibán, proscripto por la barbarie vencedora, asfixiado por el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar "el eterno estercolero de Job", Ariel resurge inmortalmente, Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. Su benéfico imperio alcanza, a veces, aún a los que le niegan y desconocen. Él dirige a menudo las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran, como las otras, a la obra del bien. Él cruzará la historia humana, entonando, como en el drama de Shakespeare, su canción melodiosa, para animar a los que trabajan y a los que luchan, hasta que el cumplimiento del plan ignorado a que obedece le permita -cual se liberta, en el drama, del servicio de Próspero- romper sus lazos materiales y volver para siempre al centro de su lumbre divina»274.



Como se ve, en los dos órdenes de cosas de la vida psíquica y de la moral que Ariel y Calibán representan, aunque con la categoría, repetimos, de símbolos unívocos y abstractos, no ha querido traducir Rodó ninguna forma de psicología simple, sino, por el contrario, tomar, aunque dividiéndolas en dos campos, el superior y el inferior, la suma de las tendencias que se mueven en el espíritu: las intelectuales, las afectivas, las volitivas, las creadoras, las activas, las receptivas, las lúcidas y las del instinto, las conscientes y las inconscientes, o, mejor, del subconsciente todo, y orientarlas hacia los fines superiores del hombre.

Y ya que ha podido verse que ni el Ariel ni el Calibán de Rodó coinciden totalmente con el verdadero significado de los de Shakespeare ni de Renan, ni con ninguno de esos otros símbolos que acabamos de proponer y desechar, nos atrevemos a decir, en suma, que no podemos hallar para aquéllos correspondencia exacta con ningún otro de los que nos sean conocidos.

Debe afirmarse que son símbolos propios, creaciones suyas, bajo nombres ajenos.

Tal vez esa ambigüedad y esas variantes que hemos comprobado al comparar a sus Ariel y Caliban con los de Shakespeare y de Renan fueron deliberadas, y sólo responden al deseo de alcanzar una demostración de la cantidad de matices que todos pudiéramos concebir amparándose, como en cifra compendiosa, en nombres, y si se quiere imaginarios personajes, cuya equivalencia estricta con las sustancias de la realidad debía recordar en todo tiempo que ella no era otra que la relación que puede guardar un símbolo con un mundo, vario y viviente, de imponderables anímicos.

Pero, sea ello lo que fuere, aún cuando los nombres de Ariel y Calibán hayan tenido tanta fortuna y tanta fuerza representativa de la causa que defiende Rodó, la elección de estos dos símbolos en que cifra sus ideas es casi un episodio. Podrá discutirse si su Ariel y su Calibán son los de Shakespeare, los de Renan, o modificaciones de su fantasía. Pero lo que interesa directamente y en sí mismo es el mensaje que a través de ellos trae Rodó, es la ideología que predica, y su sentido, inseparable del arte que la conduce, como instrumento de penetración, a las almas: lo que lleva a mirar a su estilo como integrándose en su misma doctrina, como el transfusor directo de un espíritu.

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Un coro de alabanzas celebró con justicia, desde que el juicio de Clarín275 lo situó en el alto lugar que merecía, consagrando de hecho a Rodó como el primer crítico dé América, al libro bellísimo y sesudo276.

Sólo treinta ejemplares de Ariel se habían vendido hasta entonces, a tres meses de su aparición277; pero esa sentencia firme de Leopoldo Alas le abrió de golpe, adelantándose a lo que el tiempo habría de hacer de todos modos, las puertas de la fama. Desde entonces, las ediciones se sucederían, aquí y en el extranjero.

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Es oportuno que registremos ahora aquí, ya que hemos regresado por un momento al plano de la anécdota, y antes de volverlo a abandonar, un hecho que forma todavía parte de la circunstancia inmediata a la aparición de Ariel, porque es sin duda consecuencia de esta notoriedad, ya claramente encaminada a la gloria, a que venía alzándose Rodó: hecho que, pareciendo no ser sino meramente administrativo, y siéndolo efectivamente en parte, trascendió también a la vida cultural del país y no sólo a la del joven Maestro.

En efecto. El 19 de junio de 1900, es decir, sólo un mes escaso después de publicado en Montevideo el juicio de Clarín, Cuestas, por resolución dictada a raíz de un incidente ocurrido en la Biblioteca Nacional, suspendía por dos meses al director de ésta, don Pedro Mascaró y Sosa, y disponía que «mientras dure la suspensión regentará la Biblioteca el Catedrático de Literatura de la Facultad de Preparatorios, don José E. Rodó», es decir, que confiaba interinamente a éste la dirección de la misma; y nombraba además una Comisión honorífica compuesta por el propio Rodó, que aparecía designado en primer término, don Juan Paullier y Víctor Pérez Petit, «con el encargo de revisar la organización de la Biblioteca y el método de catalogación en uso, y de proponer, en lo necesario, las reformas más adecuadas a ese servicio administrativo», añadiendo que ella «podrá también requerir datos e informes del propio Director titular de la Biblioteca»278, con lo cual parecía quererse limar un tanto las asperezas porque ello admitía la posibilidad de una eventual colaboración de éste en las tareas de la Comisión que venía a desplazarlo.

La promoción de Rodó a las funciones de Director interino de la Biblioteca Nacional, así como la de la Comisión que debía presidir, eran uno más de los grandes nombramientos con que Cuestas revelaba diariamente a la opinión pública su propósito de llevar a la realidad sus deseos de renovar los cuadros de la administración en el mejor sentido, tanto por lo personal como para lo funcional, de aquellos a quienes hacía objeto de su elección. Venían sin embargo Rodó y sus acompañados a sustituir, aunque por breve tiempo, no a un vulgar burócrata, sino al culto espíritu a la vez que laborioso servidor del Estado que era don Pedro Mascaró y Sosa, por entonces enfermo279 y envuelto en un conflicto administrativo, que para nada rozaba su honestidad, y del cual saldría airoso280. Pero el nuevo nombramiento era un símbolo -y así hay que interpretarlo- de homenaje al talento y a las letras, y no sólo un acierto, que lo fue también, con miras a una saludable renovación, para el servicio del público estudioso, ya que recaía en quienes conocían, si no como el señor Mascaró, por su propia y desvelada larga experiencia de director, sí desde el ángulo del lector asiduo, todos los secretos de la Biblioteca Nacional, hurgados -lo hemos visto por lo que respecta a Rodó- en más de diez años de frecuentación y búsquedas en sus fondos.

Los recién nombrados se dieron de inmediato a sus nuevas tareas, se propusieron hacer obra y la dejaron hecha en poco tiempo. Son suyos, en efecto, el Reglamento de la Biblioteca Nacional que rigió desde entonces hasta 1921 y el Catálogo metódico de la misma que se usó hasta 1944. El primero lleva como primera firma la de José Enrique Rodó seguida por las de Juan Paullier y Víctor Pérez Petit281 y el segundo la de Juan Paullier seguida por las de José Enrique Rodó y Víctor Pérez Pett282. Ello podría hacer suponer en ambos casos -dado que el lugar de Rodó, como Director interino de la Biblioteca a la vez que por el que le señalaba en la Comisión la resolución que había creado ésta, debía ser siempre el primero- la autoría personal respectiva de los que aparecían suscribiendo en primer término, es decir, que el Reglamento habría sido compuesto por Rodó y el catálogo por don Juan Paullier.

Lo acertado de tal suposición lo podemos confirmar, sin ninguna duda, en cuanto al Reglamento (en cuya fundamentación, que lo precede, digamos al pasar, se señalan multitud de errores y contradicciones de criterio al que regía y era obra de Mascaró, a cuyos méritos, no obstante, alude expresamente). Abona la hipótesis, en efecto, un dato doblemente insospechable, por la fuente de donde emana y por la seriedad de quien nos la trasmitió. En efecto, hablando un día Rodó con el probo y todavía por entonces joven estudiante Germán Joaquín de Salterain Herrera, futuro ilustrado profesor de Literatura, que habría de ser a la vez director de la Biblioteca Municipal «Dr. Joaquín de Salterain», éste hizo objeto de críticas al Reglamento de la Biblioteca, a lo cual repuso simplemente y con modestia el Maestro: «Ese reglamento lo hice yo»283.

No es dudosa, pues, la atribución del Reglamento a Rodó. Pero debemos a la vez decir que el actual ilustrado jefe del Departamento de Relaciones Inter Bibliotecarias de la Biblioteca Nacional señor Ignacio Alberto Espinosa Borges nos ha manifestado que tiene personalmente la plena seguridad de que también es de Rodó el Catálogo metódico, al que reputamos concebido con amplia visión sistemática, doblemente encomiable dada la época en que fue compuesto. Cabría pensar, entonces, que la prelación otorgada para firmarlo a don Juan Paullier haya sido una deferencia concedida por esta vez a su mayor edad.

Al año siguiente, reintegrado ya a sus funciones don Pedro Mascaró y Sosa, Cuestas, por decreto de 4 de octubre de 1901, designó para integrar una comisión asesora de la Biblioteca Nacional, en el orden que ahora damos aquí, a los señores Juan Paullier, José Enrique Rodó, Víctor Pérez Petit y Elías Regules284.

La actuación de Rodó en funciones de dirección, y de co-dirección de la Biblioteca Nacional, la que por entonces tenía su sede en la antigua casona del General Flores, con sus ventanas de altas rejas, de la calle Florida entre Mercedes y Uruguay, abarcó, pues, unos dos años en total.

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Pero volvamos a adentrarnos en lo que Rodó había querido hacer y en lo que logró en Ariel, y sepamos a la vez algo de los diferentes modos con que los demás lo han podido ver, y de lo mucho que resta aún por valorizar en su mensaje.

La nueva visión de una América llamada a altos destinos, que el joven pensador proponía al entusiasmo y la esperanza de la juventud, junto con la exaltación misma de la juventud como unimismándose con esas prendas del espíritu, motor fecundo para las mejores empresas, contaban, y con justicia, entre los más positivos de los aportes que el fervor admirativo de los ambientes cultos, y especialmente en las generaciones que llegaban, reconocieron de inmediato en Ariel.

Pero dominó sobre todo el deslumbramiento que suscitaba (y hay que pensar, sobre todo, que ello ocurriera más intensamente en quienes no habían leído El que vendrá, La Novela Nueva y «Rubén Darío»), su estilo, el joyel peregrino de su prosa, de relieves undosos, densa, tersa, cincelada, pero que traducía ideas, y era por ello, también, grave y sabiamente ordenada por una razón vigilante que ensamblaba con ritmo lento, haciéndola expresiva, por transparente y firmísima, la rotundidad de los períodos. Y con esa revelación del artista se alababa al arte mismo. Y, sin reprochárselo, y antes bien, agradeciéndoselo, se pensó que Rodó lo traía al primer plano de los ideales de la vida, por encima de todo, porque en esa revelación mostraba a la vez que el soñar estético, los altos éxtasis, la actitud contemplativa de lo bello, la elevación del ocio antiguo a la categoría de uno de los más nobles motivos que puedan ofrecerse al hombre y aún al joven, eran la verdad nueva con que se proponía derramar un dulce bálsamo sobre el alma sufriente de la especie.

Y, en realidad, siendo verdadero, y en ese grado, el arte de Rodó, y real su exaltación, de lo bello y su reconocimiento de la jerarquía que tiene, de por sí, en el plano ontológico como en el de la vida, muchos pensaron que en ello se agotaba el mensaje de Ariel a los jóvenes de América, porque no supieron ver más, aún cuando habría debido verse mucho más: entre otras cosas, nada menos que una vigorosa defensa de la democracia y una positiva prédica en favor del trabajo y de la acción, que no son el utilitarismo, y a todo ello ha de volverse en seguida.

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No hizo daño en un primer momento a la valoración del Maestro, tal era aquel deslumbramiento, esta visión incompleta. Pero no tardó en producirse una reacción, que no consistió, como debió haber ocurrido, en rectificar simplemente tal visión incompleta, buscando y encontrando en Ariel cuanto no había sabido verse y estaba efectivamente en él, sino en creer en realidad que Rodó era verdaderamente así, que no había hecho otra cosa que orientar a la juventud de América hacia su propio credo de la belleza.

Y, sin embargo, sólo por injusta incomprensión ha podido no verse en su obra más que una exaltación de los ideales desinteresados, inconciliable con toda otra forma de actitud humana y que lleva a la contemplación estéril, al quietismo inhibitorio para el cumplimiento de los fines ineludibles de la convivencia y del sustento social, de la felicidad y del progreso, y no verse tampoco, en los propios ideales desinteresados, más que a la belleza como defendida por él. La posición de Rodó no es excluyente de ninguna forma de ideal desinteresado, ni lo es tampoco de la acción útil, sino complementaria de ellas. Ni podían darse falaces unilateralismos en la amplitud de su pensamiento, ni las profundas penetraciones de su sentido crítico parar en mutilada visión de la realidad. El principio ético que orienta su doctrina y preside, desde lo hondo, sus más lejanos desenvolvimientos, es el de una armonía superior, en la cual el culto de los puros intereses del espíritu se acuerda con una actitud de respeto y hasta de estímulo hacia el trabajo práctico, sin otras limitaciones que las necesarias para asegurar, en todos los momentos, el imperio imprescriptible y regulador de aquéllos sobre éste. Para quien sepa leer, la afirmación de este concepto integral y comprensivo fluye constantemente del fondo de toda la obra.

Corroborantemente, sin duda, no sólo en la carta, que hemos citado, a don Antonio Rubió y Lluch, dice Rodó que Ariel es obra de acción. Se lo escribe igualmente así el mismo día, 20 de marzo de 1900, a don Miguel de Unamuno, sin aclarar esta vez a qué género de acción se refiere, pero advirtiendo: «[...] he querido hablar a la juventud a que pertenezco, a la juventud de América, sobre ideas cuyo interés y oportunidad me parecen indudables»..., «he ambicionado iniciar, con mi modesto libro, cierto movimiento de ideas en el seno de aquella juventud, para que ella oriente su espíritu y precise su programa dentro de las condiciones de la vida social e intelectual de las actuales sociedades de América»285. Y se lo escribe, el 7 de mayo de 1900, a Enrique José Varona, acudiendo esta vez, no a la misma voz acción, sino a otras palabras, que dicen acaso más: («libro de propaganda, de combate, de ideas...»), que traduce por «vida de la inteligencia y dentro de ella por la vida del arte, que me lleva a combatir ciertas tendencias utilitarias e igualitarias; y mi pasión de raza; mi pasión de latino, que me impulsa a sostener la necesidad de que mantengamos en nuestros pueblos lo fundamental en su carácter colectivo, contra toda aspiración absorbente e invasora»286.

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Pero, sobre todo, lo expresa también el libro mismo, y eso es lo que más importa.

Lejos de invitar en él a los jóvenes a sumirse en el encierro de una quietud contemplativa, los llama desde las primeras páginas para una empresa de aire libre y de acción, a la que habrán de dirigir su personalidad y su esfuerzo. Lo dice resuelta y claramente así. Véase, si no:

«Anhelo colaborar en una página del programa que, al prepararos á respirar el aire libre de la acción, formularéis sin duda, en la intimidad de vuestro espíritu, para ceñir a él vuestra personalidad y vuestro esfuerzo»287.



Pero sigue diciendo, todavía más, para subrayar la perentoriedad y la amplitud de los llamados de la acción, porque expresa en seguida que «este programa propio [...] algunas veces se formula y escribe» pero «se reserva otras para ser revelado en el mismo transcurso de la acción». Y no es tampoco solamente el personal programa del individuo aislado, pues «no falta nunca en el espíritu de las agrupaciones y los pueblos que son algo más que muchedumbres»: por eso, «el honor de cada generación humana exige que ella se conquiste, por la perseverante actividad de su pensamiento, por el esfuerzo propio, su fe en determinada manifestación del ideal y su puesto en la evolución de las ideas»; y es menester, entonces, que, para ello, «al conquistar los vuestros, debéis empezar por reconocer un primer objeto de fe, en vosotros mismos»288.

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Y los llama a esa empresa en su condición de obreros.

Lo dice allí, recordémoslo: «La juventud que vivís es una fuerza de cuya aplicación sois los obreros y un tesoro de cuya inversión sois responsables»289. Y el resto del libro, en el cual la misma palabra aparece por cinco veces más290, con alcance vario pero siempre enaltecedor, aunque una vez de dolorosa comprobación de los males de que la mecanización de sus tareas lo hace víctima, dirá, sin expresarlo literalmente así, pero abundando en conceptos elevadísimos que lo traducen y lo explican mejor, que los llama para obreros de la labor inherente por antonomasia a la esencia del hombre: a la tarea de elaborar la vida. No la mera animalidad de la vida, de una vida crasa y apenas algo más que vegetativa, la de la sensualidad, la concupiscencia, la opacidad sin sentido, que son el anulamiento, la mediocridad y la vulgaridad burguesa, sino una vida integral y superior; amplia y armoniosamente equilibrada; activa, pero que sepa ser también meditativa; contemplativa, pero que llegue a ser creadora. Y, entiéndase entonces esto bien: fue sólo para evitar el peligro de que se dieran a sus tareas olvidando, en el arrebato de la pasión, en el turbión de la acción o en la ratina de la labor cotidiana, todas las otras cosas, las superiores que están encerradas en potencia en la condición de hombre, las cosas delicadas, fue sólo para que huyeran de ese peligro, que los invitó a sembrar y cultivar, en los huecos que va dejando a su paso la acción, treguas fértiles para el ocio, pero no para el ocio vano y egoísta, sino para el consagrado a esa contemplación y a esa meditación fecundas.

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Por otra parte, los llamados a la acción se repiten a lo largo de las densas ciento cuarenta páginas.

En seguida aparece éste, en que las tierras ignoradas de que habla, son las que Renan, a quien cita para llamarlas por su cuenta así, pero sin que lo hiciera éste, muestra solamente como «un horizonte que es la Vida» en tanto que Rodó dice allí de ellas, y con ellas, por consiguiente, de la Vida misma: «El descubrimiento que revela las tierras ignoradas necesita completarse con el esfuerzo viril que las sojuzga»291. Y poco después estas dos interrogantes, que son en realidad una clara afirmación: «¿No nos será lícito, a lo menos, soñar con la aparición de generaciones humanas que devuelvan a la vida un sentido ideal, un grande entusiasmo; en las que sea un poder el sentimiento; en las que una vigorosa resurrección de las energías de la voluntad ahuyente, con heroico clamor, del fondo de las almas todas las cobardías morales que se nutren a los pechos de la decepción y de la duda? ¿Será de nuevo la juventud una realidad de la vida colectiva como lo es de la vida individual?»292.

Cuando fustiga a los que ya en su época sentían el terror de que penetrasen en América las que hoy los cazadores de brujas llaman «ideas foráneas», lo hace pareciendo no referirse sino a los problemas de la duda y la fe en materia de religión, para desembocar nuevamente, pero en un sentido general que abarque todos los órdenes de la vida, sin limitación alguna, en una rotunda afirmación de su confianza en la acción. Oigámosle, a través de los largos desenvolvimientos que consagra a tan trascendental manera de encarar los problemas que debe enfrentar la juventud:

«Yo he conceptuado siempre vano el propósito de los que constituyéndose en avizores vigías del destino de América, en custodios de su tranquilidad, quisieran sofocar, con temeroso recelo, antes de que llegase a nosotros, cualquiera resonancia del humano dolor, cualquier eco venido de literaturas extrañas, que, por triste o insano, ponga en peligro la fragilidad de su optimismo. Ninguna firme educación de la inteligencia puede fundarse en el aislamiento candoroso ó en la ignorancia voluntaria. Todo problema propuesto al pensamiento humano por la Duda; toda sincera reconvención que sobre Dios o la Naturaleza se fulmine, del seno del desaliento y el dolor, tiene derecho á que les dejemos llegar á nuestra conciencia y á que los afrontemos. Nuestra fuerza de corazón ha de probarse aceptando el reto de la Esfinge, y nó esquivando su interrogación formidable. -No olvidéis, además, que en ciertas amarguras del pensamiento hay, como en sus alegrías, la posibilidad de encontrar un punto de partida para la acción, hay á menudo sugestiones fecundas. Cuando el dolor enerva; cuando el dolor es la irresistible pendiente que conduce al marasmo ó el consejero pérfido que mueve á la abdicación de la voluntad, la filosofía que le lleva en sus entrañas es cosa indigna de almas jóvenes. Puede entonces el poeta calificarle de "indolente soldado que milita bajo las banderas de la muerte". Pero cuando lo que nace del seno del dolor es el anhelo varonil de la lucha para conquistar ó recobrar el bien que él nos niega, entonces es un acerado acicate de la evolución, es el más poderoso impulso de la vida; no de otro modo que como el hastío, para Helvecio, llega á ser la mayor y más preciosa de todas las prerrogativas humanas, desde el momento en que, impidiendo enervarse nuestra sensibilidad en los adormecimientos del ocio, se convierte en el vigilante estímulo de la acción.

En tal sentido, se ha dicho bien que hay pesimismos que tienen la significación de un optimismo paradójico. Muy lejos de suponer la renuncia y la condenación de la existencia, ellos propalan, con su descontento de lo actual, la necesidad de renovarla. Lo que á la humanidad importa salvar contra toda negación pesimista, es, no tanto la idea de la relativa bondad de lo presente, sino la de la posibilidad de llegar a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida, apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres. La fe en el porvenir, la confianza en la eficacia del esfuerzo humano, son el antecedente necesario de toda acción enérgica y de todo propósito fecundo. Tal es la razón por la que he querido comenzar encareciéndoos la inmortal excelencia de esa fe que, siendo en la juventud un instinto, no debe necesitar seros impuesta por ninguna enseñanza, puesto que la encontraréis indefectiblemente dejando actuar en el fondo de vuestro ser la sugestión divina de la Naturaleza.

Animados por ese sentimiento, entrad, pues, á la vida, que os abre sus hondos horizontes, con la noble ambición de hacer sentir vuestra presencia en ella desde el momento en que la afrontéis con la altiva mirada del conquistador. Toca al espíritu juvenil la iniciativa audaz, la genialidad innovadora. Quizá universalmente, hoy, la acción y la influencia de la juventud son en la marcha de las sociedades humanas menos efectivas é intensas que debieran ser. Gaston Deschamps lo hacía notar en Francia, hace poco, comentando la iniciación tardía de las jóvenes generaciones, en la vida pública y la cultura de aquel pueblo, y la escasa originalidad con que ellas contribuyen al trazado de las ideas dominantes. Mis impresiones del presente de América, en cuanto ellas pueden tener un carácter general á pesar del doloroso aislamiento en que viven los pueblos que la componen, justificarían acaso una observación parecida. Y sin embargo, yo creo ver expresada en todas partes la necesidad de una activa revelación de fuerzas nuevas: yo creo que América necesita grandemente de su juventud. He aquí por qué os hablo. He aquí por qué me interesa extraordinariamente la orientación moral de vuestro espíritu. La energía de vuestra palabra y vuestro ejemplo puede llegar hasta incorporar las fuerzas vivas del pasado á la obra del futuro. Pienso con Michelet que el verdadero concepto de la educación no abarca sólo la cultura del espíritu de los hijos por la experiencia de los padres, sino también, y con frecuencia mucho más, la del espíritu de los padres por la inspiración innovadora de los hijos.

Hablemos, pues, de cómo consideraréis la vida que os espera»293.



Y de esta confianza en la acción pasará, por lógica consecuencia, a hacer la defensa de la democracia. Sigámosle, y veremos cómo, en efecto, más adelante, entra a refutar ideas de un eminente espíritu, que es otra vez el de Renan, que argumentaba contra ésta, y les opone, tras la crítica de aquéllas, sus propias convicciones, razonando así:

«Y sin embargo, el espíritu de la democracia es, esencialmente, para nuestra civilización, un principio de vida contra el cual sería inútil rebelarse. Los descontentos sugeridos por las imperfecciones de su forma histórica actual, han llevado á menudo á la injusticia con lo que aquel régimen tiene de definitivo y fecundo. Así, el aristocratismo sabio de Renan formula la más explícita condenación del principio fundamental de la democracia: la igualdad de derechos; cree á este principio irremisiblemente divorciado de todo posible dominio de la superioridad intelectual; y llega hasta señalar en él, con una enérgica imagen, "las antípodas de las vías de Dios, - puesto que Dios no ha querido que todos viviesen en el mismo grado la vida del espíritu." - Estas paradojas injustas del maestro, complementadas por su famoso ideal de una oligarquía omnipotente de hombres sabios, son comparables a la reproducción exagerada y deformada, en el sueño, de un pensamiento real y fecundo que nos ha preocupado en la vigilia. Desconocer la obra de la democracia, en lo esencial, porque, aún no terminada, no ha llegado á conciliar definitivamente su empresa de igualdad con una fuerte garantía social de selección, equivale á desconocer la obra, paralela y concorde, de la ciencia, porque interpretada con el criterio estrecho de una escuela, ha podido dañar alguna vez al espíritu de religiosidad ó al espíritu de poesía. -La democracia y la ciencia son, en efecto, los dos insustituibles soportes sobre los que nuestra civilización descansa; ó, expresándolo con una frase de Bourget, las dos 'obreras' de nuestros destinos futuros. "En ellas somos, vivimos, nos movemos". Siendo, pues, insensato pensar, como Renan, en obtener una consagración más positiva de todas las superioridades, la realidad de una razonada jerarquía, el dominio eficiente de las altas dotes de la inteligencia y de la voluntad, por la destrucción de la igualdad democrática, sólo cabe pensar en la educación de la democracia y su reforma. Cabe pensar en que progresivamente se encarnen, en los sentimientos del pueblo y sus costumbres, la idea de las subordinaciones necesarias, la noción de las superioridades verdaderas, el culto consciente y espontáneo de todo lo que multiplica, á los ojos de la razón, la cifra del valor humano.

La educación popular adquiere, considerada en relación á tal obra, como siempre que se la mira con el pensamiento del porvenir, un interés supremo294. Es en la escuela, por cuyas manos procuramos que pase la dura arcilla de las muchedumbres, donde está la primera y más generosa manifestación de la equidad social, que consagra para todos la accesibilidad del saber y de los medios más eficaces de superioridad. Ella debe complementar tan noble cometido, haciendo objetos de una educación preferente y cuidadosa el sentido del orden, la idea y la voluntad de la justicia, el sentimiento de las legítimas autoridades morales.

Ninguna distinción más fácil de confundirse y anularse en el espíritu del pueblo que la que enseña que la igualdad democrática puede significar una igual posibilidad, pero nunca una igual realidad, de influencia y de prestigio, entre los miembros de una sociedad organizada. En todos ellos hay un derecho idéntico para aspirar á las superioridades morales que deben dar razón y fundamento á las superioridades efectivas; pero sólo á los que han alcanzado realmente la posesión de las primeras, debe ser concedido el premio de las últimas. El verdadero, el digno concepto de la igualdad, reposa sobre el pensamiento de que todos los seres racionales están dotados por naturaleza de facultades capaces de un desenvolvimiento noble. El deber del Estado consiste en colocar á todos los miembros de la sociedad en indistintas condiciones de tender á su perfeccionamiento El deber de Estado consiste en predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, donde quiera que existan. De tal manera, más allá de ésta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza ó del esfuerzo meritorio de la voluntad. -Cuando se la concibe de este modo, la igualdad democrática, lejos de oponerse a la selección de las costumbres y de las ideas, es el más eficaz instrumento de selección espiritual, es el ambiente providencial de la cultura. La favorecerá todo lo que favorezca al predominio de la energía inteligente. No en distinto sentido pudo afirmar Tocqueville que la poesía, la elocuencia, las gracias del espíritu, los fulgores de la imaginación, la profundidad del pensamiento, "todos esos dones del alma, repartidos por el cielo al acaso", fueron colaboradores en la obra de la democracia y la sirvieron, aun cuando se encontraron de parte de sus adversarios, porque convergieron todos á poner de relieve la natural, la no heredada, grandeza, de que nuestro espíritu es capaz. -La emulación, que es el más poderoso estímulo entre cuantos pueden sobreexcitar, lo mismo la vivacidad del pensamiento que la de las demás actividades humanas, necesita, á la vez, de la igualdad en el punto de partida para producirse, y de la desigualdad que aventajará a los más aptos y mejores, como objeto final. Sólo un régimen democrático puede conciliar en su seno esas dos condiciones de la emulación, cuando no degenera en nivelador igualitarismo y se limita á considerar como un hermoso ideal de perfectibilidad una futura equivalencia de los hombres por su ascensión al mismo grado de cultura.

Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados. Ella consagra, como las aristocracias, la distinción de calidad; pero la resuelve á favor de las calidades realmente superiores, - las de la virtud, el carácter, el espíritu,- y sin pretender inmovilizarlas en clases constituidas aparte de las otras, que mantengan a su favor el privilegio execrable de la casta, renueva sin cesar su aristocracia dirigente en las fuentes vivas del pueblo y la hace aceptar por la justicia y el amor. Reconociendo, de tal manera, en la selección y la predominancia de los mejor dotados una necesidad de todo progreso, excluye de esa ley universal de la vida, al sancionarla en el orden de la sociedad, el efecto de humillación y de dolor que es, en las concurrencias de la naturaleza y en las de las otras organizaciones sociales, el duro lote del vencido. "La gran ley de la selección natural, ha dicho luminosamente Fouillée, continuará realizándose en el seno de las sociedades humanas, sólo que ella se realizará de más en más por vía de libertad". El carácter odioso de las aristocracias tradicionales se originaba de que ellas eran injustas, por su fundamento, y opresoras, por cuanto su autoridad era una imposición. Hoy sabemos que no existe otro límite legítimo para la igualdad humana que el que consiste en el dominio de la inteligencia y la virtud, consentido por la libertad de todos»295.



Aníbal Ponce, en su larga crítica al aristocratismo con que Renan interpreta de manera personal las diferentes posiciones que en el drama dé Shakespeare asumen en sí mismos, por lo que significan, y en sus encuentros y actuaciones respectivas, los tres personajes, Ariel, Calibán y Próspero, no menciona a Rodó ni a su obra, ni, por consiguiente, a la interpretación, también personal, según lo acabamos de ver, que éste dio en ella de los mismos. No es posible suponer que Ponce lo haya hecho por desconocimiento ni por menosprecio con respecto a un libro que tanta notoriedad y tanta influencia había alcanzado no sólo en América sino en la propia Europa como lo era y lo siguió siendo la del Maestro uruguayo. Es preciso pensar, entonces, en que la refutación expresa del pensador francés, que, según se vio, hizo Rodó en su gran mensaje, con su profesión de fe democrática, en la cual incluye (lo hemos visto y lo volveremos a ver más adelante) el principio de la igualdad en el punto de partida para todos los hombres, lo ponía de tal manera fuera del alcance de esa crítica del pensador argentino, que éste no consideró necesaria ninguna puntualización al respecto, aun cuando habría podido, con todo, dedicarle una mención que habría sido tan oportuna como justiciera. (Cfr. Aníbal PONCE, De Erasmo a Romain Rolland, humanismo burgués y humanismo proletario, Buenos Aires, 2.ª ed., 1962, pp. 68-89).

Merecen, en cambio, una adhesión sin reparos el planteamiento y los certeros análisis con que Arturo Ardao deslindó y aclaró conceptos para dejar fijada la significación respectiva de los Ariel y Calibán de Renan y de Rodó, coincidiendo en lo fundamental con los puntos de vista que explayamos en el presente capítulo, y que habíamos adelantado parcialmente en el Cuaderno de Marcha, n.º 1, «Rodó», bajo el mismo título que hoy mantenemos, de El Maestro de la juventud de América. Pero Ardao introduce en el trabajo al que queremos referirnos una novedad sustancial, que no vacilamos en estimar como un valioso aporte a la interpretación de los símbolos rodonianos y de la ideología social de Rodó: la conclusión que, saliendo de lo psicológico individual para entrar en lo sociológico, en un pasaje de síntesis feliz, dice así: «de donde resulta que el espíritu calibanesco, actuante entonces como enérgico factor de degeneración de la democracia, lejos de ser, como en Renan, el de las clases inferiores, es, a su juicio, el de aquellas clases medias y superiores, a las que sólo mueve la exclusiva y excluyente preocupación del bienestar material. Dicho de otro modo, el espíritu burgués, en el más estricto y clásico sentido del término, tal como en el siglo XIX fué proyectado desde el campo económico-social al ámbito de la cultura» (Arturo ARDAO, «Del Caliban de Renan al Calibán de Rodó», en «Centenario de Rodó», n.º 50 de Cuadernos de Marcha, [Montevideo], junio de 1971, p. 33).

Es menester ahora hacer, no ya sólo una mención, sino además una aclaración sustancial, de unos conceptos recientes de Roberto Fernández Retamar. Dice éste que «al ir a concluir esa década de los sesenta, en 1969, y de manera harto significativa, Calibán será asumido con orgullo como nuestro símbolo por tres escritores antillanos, cada uno de los cuales se expresa en una de las grandes lenguas coloniales del Caribe. Con independencia uno de otro, ese año publica el martiniqueño Aimé Césaire su obra de teatro, en francés, Una tempestad. Adaptación de «La Tempestad» de Shakespeare para un teatro negro; el barbadiense Edward Brathwaite, su libro de poemas en inglés Islas, entre los cuales hay uno dedicado a "Calibán"; y el autor de estas líneas, su ensayo en español "Cuba hasta Fidel", en que se habla de nuestra identificación con Calibán... Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán. Esto es algo que vemos con particular nitidez los mestizos que habitamos estas mismas islas donde vivió Calibán».

La identificación que propone Fernández Retamar de Calibán con la América del Caribe y, por extensión, con la América mestiza, América Latina, Amerindia o como la llamemos, se refiere a su composición racial y a su cultura actuales, no a los ideales que debe profesar: es decir, que es una cuestión inherente a su ser étnico y etnográfico y no a su deber ser; a su ontología y no a su deontología. Para ésta, Fernández Retamar, sin necesidad de decirlo expresamente, deja intacta la axiología de Rodó, es decir, la supremacía de los intereses del alma sobre los valores de lo útil y, por consiguiente del endiosamiento de éste hasta el utilitarismo. (Cfr. Roberto FERNÁNDEZ RETAMAR, Calibán. Apuntes sobre la cultura en nuestra América, Editorial Diógenes, S. A. México, 1971, pp. 28-30.)

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Parte iluminante de su credo de la democracia es su condenación, a la que nos conduce en seguida, y a la que antes hicimos apenas alusión, porque no correspondía exponerla en el sitio en que mencionamos a su autor, del superhombre de Nietzsche. Pero es ahora oportuno transcribir aquí ese anatema con las consideraciones que lo preceden y con las que le siguen:

«Por otra parte, nuestra concepción cristiana de la vida nos enseña que las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son principalmente un motivo de deberes, y que todo espíritu superior se debe á los demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien. El antiigualitarismo de Nietzsche, - que tan profundo surco señala en la que podríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas, - ha llevado á su poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitos en las superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu; puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre á quien endiosa un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles; legitima en los privilegiados de la voluntad y de la fuerza el ministerio del verdugo; y con lógica resolución llega, en último término, á afirmar que "la sociedad no existe para sí sino para sus elegidos!"- No es, ciertamente, esta concepción monstruosa la que puede oponerse, como lábaro, al falso igualitarismo que aspira á la nivelación de todos por la común vulgaridad. Por fortuna, mientras exista en el mundo la posibilidad de disponer dos trozos de madera en forma de cruz,- es decir: siempre, - la humanidad seguirá creyendo que es el amor el fundamento de todo orden estable y que la superioridad jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar!»296.



Pero no es sólo un fundamento cristiano el que da Rodó a esa refutación. Se apresura a robustecerla inmediatamente con uno basado en la ciencia. Dice, en efecto:

«Fuente de inagotables inspiraciones morales, la ciencia nueva nos sugiere al esclarecer las leyes de la vida, cómo el principio democrático puede conciliarse, en la organización de las colectividades humanas, con una aristarquia de la moralidad y la cultura. Por una parte -como lo ha hecho notar una vez más, en un simpático libro, Henri Bérenger- las afirmaciones de la ciencia contribuyen á sancionar y fortalecer en la sociedad el espíritu de la democracia, revelando cuánto es el valor natural del esfuerzo colectivo; cuál la grandeza de la obra de los pequeños; cuan inmensa la parte de acción reservada al colaborador anónimo y oscuro en cualquiera manifestación del desenvolvimiento universal. Realza, no menos que la revelación cristiana, la dignidad de los humildes, esta nueva revelación, que atribuye, en la naturaleza, á la obra de los infinitamente pequeños, á la labor del nummulíte y el briozóo en el fondo oscuro del abismo, la construcción de los cimientos geológicos; que hace surgir de la vibración de la célula informe y primitiva, todo el impulso ascendente de las formas orgánicas; que manifiesta el poderoso papel que en nuestra vida psíquica es necesario atribuir á los fenómenos más inaparentes y más vagos, aun á las fugaces percepciones de que no tenemos conciencia; y que, llegando á la sociología y á la historia restituye al heroísmo, á menudo abnegado, de las muchedumbres, la parte que le negaba el silencio en la gloria del héroe individual, y hace patente la lenta acumulación de las investigaciones que, al través de los siglos, en la sombra, en el taller ó el laboratorio de obreros olvidados, preparan los hallazgos del genio.

Pero á la vez que manifiesta así la inmortal eficacia del esfuerzo colectivo, y dignifica la participación de los colaboradores ignorados en la obra universal, la ciencia muestra cómo en la inmensa sociedad de las cosas y los seres, es una necesaria condición de todo progreso el orden jerárquico; son un principio de vida las relaciones de dependencia y de subordinación entre los componentes individuales de aquella sociedad y entre los elementos de la organización del individuo; y es, por último, una necesidad inherente á la ley universal de imitación, si se la relaciona con el perfeccionamiento de las sociedades humanas, la presencia, en ellas, de modelos vivos é influentes, que las realcen por la progresiva generalización de su superioridad.

Para mostrar ahora cómo ambas enseñanzas universales de la ciencia pueden traducirse en hechos, conciliándose en la organización y en el espíritu de la sociedad, basta insistir en la concepción de una democracia noble, justa; de una democracia dirigida por la noción y el sentimiento de las verdaderas superioridades humanas; de una democracia en la cual la supremacía de la inteligencia y la virtud, -únicos límites para la equivalencia meritoria de los hombres,- reciba su autoridad y su prestigio de la libertad, y descienda sobre las multitudes en la efusión bienhechora del amor»297.



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Finalmente, de la prédica de la acción y de la prédica de la democracia, Ariel hace a los jóvenes -una vez más como una lógica consecuencia, que es ahora la que dimana de aquellas dos ideas- la prédica de la lucha. Y lo hace diciendo:

«He aquí porqué vuestra filosofía moral en el trabajo y el combate debe ser el reverso del carpe diem horaciano; una filosofía que no se adhiera á lo presente sino como al peldaño donde afirmar el pie ó como á la brecha por donde entrar en muros enemigos. No aspiraréis, en lo inmediato, a la consagración de la victoria definitiva, sino á procuraros mejores condiciones de lucha. Vuestra energía viril tendrá con ello un estímulo más poderoso; puesto que hay la virtualidad de un interés dramático mayor, en el desempeño de ese papel, activo esencialmente, de renovación y de conquista, propio para acrisolar las fuerzas de una generación heroicamente dotada, que en la serena y olímpica actitud que suelen las edades de oro del espíritu imponer á los oficiantes solemnes de su gloria»298.



Y esa lucha no puede consistir sino en la que lleve sin tregua, de superación en superación, a una infinita serie de triunfos de los intereses del alma sobre el utilitarismo, en la vida individual y en la colectiva, confiando en el futuro, aún no sabiendo cómo será. Formula esta última certeza de su esperanza sentenciosamente, en tal frase como ésta, de las páginas finales del libro: «Consagrad una parte de vuestra alma al porvenir desconocido»299. Y como estas otras dos, que la siguen de cerca y parecen haber sido pensadas para mostrar, más aún que una consecuencia, la base misma del precepto contenido en aquélla: «Sólo somos capaces de progreso en cuanto lo somos de adaptar nuestros actos á condiciones cada vez más distantes de nosotros, en el espacio y en el tiempo. La seguridad de nuestra intervención en una obra que haya de sobrevivimos, fructificando en los beneficios del futuro, realza nuestra dignidad humana, haciéndonos triunfar de las limitaciones de nuestra naturaleza»300.

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Cuanto queda transcripto sobre los estímulos para la acción, para la democracia y para la lucha, de que rebosa el libro, bastaría para que pudiera deducirse sin dificultad que éste propugna a la vez en el sentido de que acción, democracia y lucha se conjuguen también para conducir a la satisfacción de finalidades útiles. Todo ello resuelve, por consiguiente, en forma fuertemente afirmativa, sin necesidad de otras explicitaciones, la cuestión de saber si el concepto de utilidad puede coexistir en el pensamiento de Rodó con el culto de los puros intereses del espíritu. Pero debe decirse que tal sustancial suerte de armonía está además expresamente postulada en otros pasajes de la obra. Vayamos a ellos, y a otros más que confirman y enriquecen su credo democrático.

Dice en Ariel refiriéndose a la idea que del ocio profesaban los antiguos:

«El ocio noble era la inversión del tiempo que oponían, como expresión de la vida superior, á la actividad económica. Vinculando exclusivamente á esa alta y aristocrática idea del reposo su concepción de la dignidad de la vida, el espíritu clásico encuentra su corrección y su complemento en nuestra moderna creencia en la dignidad del trabajo útil; y entreambas atenciones del alma pueden componer, en la existencia individual, un ritmo, sobre cuyo mantenimiento necesario nunca será inoportuno insistir»301.



Y en seguida, glosa de esta manera la historia del esclavo que alternaba el esfuerzo de sus músculos con la libre expansión de su pensamiento, y que vale, no sin duda porque éste fuese un esclavo, sino porque era un hombre:

«Toda educación racional, todo perfecto cultivo de nuestra naturaleza, tomarán por punto de partida la posibilidad de estimular en cada uno de nosotros, la doble actividad que simboliza Cleanto»302.



Y poco antes se lee: «No entreguéis nunca a la utilidad ó la pasión, sino una parte de vosotros»303.

Comentando el carácter de la civilización norteamericana expresa:

«Suya es la gloria de haber revelado plenamente -acentuando la más firme nota de belleza moral de nuestra civilización- la grandeza y el poder del trabajo; esa fuerza bendita que la antigüedad abandonaba á la abyección de la esclavitud, y que hoy identificamos con la más alta expresión de la dignidad humana, fundada en la conciencia y la actividad del propio mérito»304.



Y luego:

«Sin el brazo que nivela y construye, no tendría paz el que sirve de apoyo á la noble frente que piensa. Sin la conquista de cierto bienestar material es imposible en las sociedades humanas, el reino del espíritu»305.



Y hemos visto que en una de las definiciones, precisamente, de Ariel, dice de éste que «cruzara la historia humana [...] para animar á los que trabajan y á los que luchan...».

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Afirmó su fe democrática -lo hemos visto también- rebelándose contra cualesquiera superioridades que no fuesen las del talento, las del carácter, las de la virtud, las del espíritu, pero exigiendo con fervor que ellas fueran siempre reconocidas, y confiando en que la sociedad futura las aceptará y las buscará por el amor, por la sola devoción de los verdaderos valores humanos revelados por la cultura difundida homogéneamente en toda la especie.

Y predicó la igualdad en el punto de partida, cuando expresa:

«Desde el momento en que haya realizado la democracia su obra de negación con el allanamiento de las superioridades injustas, la igualdad conquistada no puede significar para ella sino un punto de partida»306.



«El deber del Estado consiste en predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, donde quiera que existan. De tal manera, más allá de esta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza ó del esfuerzo meritorio de la voluntad»307.



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Ariel hizo un cuerpo de doctrina amplia, fluida, esperanzada, persuasiva, de todo lo mejor que andaba disperso en el mundo desde hacía miles de años.

Rodó confió en los jóvenes, y para ellos escribió su mensaje. Les infundió el entusiasmo y la esperanza, pero revelándoles a la vez que eran ya sus portadores. Amó a América, e hizo en el continente, y para él, la primera toma de conciencia de su unidad ideal, en un sentido diferente del que le habían dado ya algunos grandes espíritus desde los tiempos de su Revolución: Miranda, Bolívar, Egaña, Camilo Enríquez, Artigas y otros más. Lo hizo descubriendo en su raíz hispánica una fuente inextinguible de idealismo, y distinguiendo, dentro de aquél, la parte que, por ser ajena a esa fuente y estarse precipitando en la búsqueda de la sola utilidad, que es el oro y el bienestar material a todo costo, ponía en peligro la supervivencia, y con ella la expansión, de esos ideales. Fustigó por ello a los Estados Unidos, cuyos desbordes, precisamente, en este aspecto, le habían movido, como se ha visto, a escribir el libro, que es una condenación del utilitarismo, no (como se ha visto también) de la utilidad, ni del trabajo, ni de la acción, ni de la lucha, lo que no es lo mismo, sino del enfocamiento exclusivo de las cosas hacia esos objetivos.

Y, sobre todo, confió en el hombre integral, y, para universalizar sus bienes, confió en la democracia, y cifró los ideales de ésta en los ideales del espíritu, que son los de ese hombre integral.

Ésa es la originalidad de Ariel.

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Pero se ha hablado y escrito mucho sobre todo lo que falta en él, y a algo de eso hemos aludido ya. Ahora bien, si se analiza esta acusación, se ve que cuanto se ha señalado como omitido en Ariel gira siempre en torno a no haber denunciado, mostrando todas y cada una de sus llagas vivas, las formas concretas del dolor americano, ni los remedios con qué combatirlos; y por ello se le imputa esteticismo e insensibilidad social.

En cuanto al esteticismo, es falaz la denuncia porque se olvida que Rodó era en efecto, personalmente, un esteta, y puso por ello en obra su vocación, cultivándola supremamente, con desvelo, con pasión, hasta padecer por ellos los divinos dolores que confesó en «La gesta de la forma», que es de ese mismo 1900 en que acababa de aparecer Ariel pero que vio la luz con posterioridad al gran mensaje, con cuya ideología nada tiene que ver sino en cuanto a que debe reputarse como una valiosa contribución a la doctrina que Ariel preconiza, el empeño, que esa bellísima página traduce, por que se reconozca a la lucha interior con que se realiza la belleza, idéntica trascendencia que a la belleza misma. «La gesta de la forma» ha querido ser la voz que expresase el tributo de dolor que todo artista padece en el trance de crear, pero es también, ciertamente, confesión de lo que sus propias ansias de artista, de creador, le hicieron sufrir para gestar cuanto llevaba escrito en su vida, y no hay duda de que las palabras de esa página sangran por la más reciente de las heridas que acababa de irse abriendo para producir, y que era a la vez la más profunda: la que dio por fruto a Ariel, que es obra de esteta tanto como de pensador y de sembrador de ideas y de ideales. Era, sí, un esteta, pero, como puede verse, mucho más que un esteta, porque era a la vez maestro de la profesión de hombre. Y en ambas cosas dio expansión a lo suyo, pero no quiso con ello imponer a los otros su propia vocación. Tal grado extremo de consagración a su arte puede ser tomado como ejemplo para que los demás cultiven, en la medida de sus posibilidades, sus propias vocaciones, con el amor con que él se había dado a la suya, trabajando en ella con esfuerzo, sin pausa y heroicamente. Porque también hizo, su caso personal, ejemplo de cómo, junto a sus afanes de artista, tuvo tiempo para ser un eminente ciudadano preocupado también por el bien común, y un profesor de estilo de vida, un maestro de la conducta que se exhibía, en su modestia y en su vivir sencillo y casi silencioso, como paradigma viviente de lo que predicaba para los demás.

Y en cuanto a la insensibilidad social, que se' revelaría en no haber pintado un cuadro de las lacras de América, es igualmente falaz la denuncia, por parcial. Porque, correlativamente, tampoco puede verse en Ariel, y nadie se lo ha reprochado, un inventario, un catálogo, de los bienes o de las dichas logradas por el hombre en América en ninguno de los aspectos de la vida, ni aún en los campos del genio literario o artístico, a que muchos han creído ver reducidas las preocupaciones del mensaje.

Ambas cosas faltan por igual, y es porque Ariel es doctrina de moral, no de política.

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Pero sirve para la moral política, y vale entonces para recordar que el político ha de tener pensamiento noble y acción desinteresada, y no concepciones viles y conducta concupiscente, y, todavía más: ser hombre integral, sensible a las grandes cosas de la vida, a lo más alto y puro, además de político. Como para la moral médica, aunque no enseñe cuáles son las enfermedades del hombre ni cómo ha de curárselas, y podrá tenérsele por escrito, como de molde, para recordar que el médico, por un lado, no debe dejar nunca de pensar como científico, es decir, con el más alto y el más sabio de los pensamientos científicos, fundado en la disciplina severa del estudio, que incluye la conciencia de los fines sociales y los fundamentos sociales de su profesión, y no como mero practicón empírico, olvidado por comodidad del contacto renovado con el libro y con las mejores fuentes de su saber; por otro lado, ser, no un ambicioso de dinero, ni un egoísta vil, sino un ser sensible al sufrimiento de aquellos a quienes se llega y por quienes debe velar, un sacrificado a sus deberes, sin perjuicio, naturalmente, de su legítima ganancia; y por otro lado más, también él, como cualquier otro individuo, un ser abierto a los más altos ideales del hombre. Y del mismo modo ha de tenerse a Ariel como evangelio para la moral del obrero, del abogado, del ingeniero, del hombre de negocios, del sociólogo, del maestro, del profesor, del psicólogo, del artista, del escritor, del pensador, del agricultor, del estanciero, del marino, de lo que sea: cada uno dando a su oficio lo más noblemente pensado de su conocimiento de él, lo mejor aprendido y lo más fecundo para el bien de los demás, pero siendo a la vez, él mismo, todo un hombre integral, el defensor celoso y el cultivador consciente del fuero humano de todos los hombres y de su propio fuero humano. Cada cual puede hallar en él el estímulo que sirva a su condición y a su caso particular.

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Pero, ha podido decirse, olvidó que para el logro del hombre integral en cada uno de esos aspectos es necesaria la erradicación de la injusticia social: ¿cómo pedir al obrero que dedique una parte de su vida al ocio noble, cómo pedírselo al indio hambreado, desnutrido y enfermo, llagado y flagelado, de los suburbios miserables, de las plantaciones, de las minas, de las selvas o de los páramos, si no se le asegura un nivel de vida digno y capaz de darle las horas de reposo necesarias a la contemplación, a la lectura, a la libertad?

Ariel, en su generalidad, responde por todo eso, en el sentido constructivo, porque todo eso, todas las denuncias de un mal del hombre como todas las esperanzas de redención, sin haberlas nombrado, están en potencia contenidas en él, y todo el «heroísmo en la acción», ése sí, mencionado por esas mismas palabras, que sea necesario para la gran empresa redentora, está también en él. Y Calibán responde también de todo, pero sólo de lo que tenía allí sentido negativo, porque el infierno que es la América sufriente del indio y de las patrias subdesarrolladas y vendidas, es el hijo directo de los avances logrados, en cuatro siglos aquí, sumados a los cien siglos más que ya traía vividos la Europa que al volcarse sobre América nos legó sus llagas, por el utilitarismo, individual, de clase o de nación, que es la doctrina implícita de todo explotador y de todo régimen de explotación.

Todo eso, que era la circunstancia de América cuando se escribió Ariel y sigue siendo la de hoy, está contenido en potencia en Ariel sin que le haya sido necesario describirlo a Rodó.

Y es que no se propuso hacer una casuística enumerativa, ni mucho menos taxativa, para la aplicación práctica de su doctrina, sino trazar sus grandes rumbos, los esenciales, válidos para cualquiera circunstancia de lugar y de tiempo, y que pueden por ello subsistir, intactos, sea cual, sea el devenir de los tiempos, incambiados y ajenos al embate de lo contingente.

Ariel es un credo abierto a todas las cosas que puedan llevar, en cualquier aspecto y en cualquier medida, a la superiorización del hombre.

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Por lo demás, si para confirmar una doctrina ha de juzgarse al árbol por sus frutos, indispensable es traer a la memoria los frutos que le dio al propio Rodó el haber pensado entonces así: los frutos que después de escrito Ariel, iría dando él mismo en el curso de su vida. Son de recordar aquí sólo algunos.

Desde luego, para comprobación de cuanto dejamos afirmado sobre la consideración, igualmente respetuosa con relación al intelectual, que profesaba al trabajo práctico y a la utilidad (no al utilitarismo, distingámoslos nuevamente), ahí están, escritos sólo tres años después de Ariel, estos párrafos tomados de los breves pensamientos que, significativamente, tituló «Obra de hermanos», en los que, además, como en aquel otro, que hemos citado, extraído del propio Ariel, sobre el brazo que nivela y construye y la frente que piensa, y que allí mismo aplicó a las sociedades humanas, puede decirse que subyacen, claramente, las relaciones de causalidad propias de quien reconoce el poder decisivo de la infraestructura económica sobre lo cultural:

«La obra del labrador de ideales -pensador, artista, poeta,- se hermana sin dificultad, para quien mira de lo alto el conjunto de las activas fuerzas humanas, con la del cultivador de las realidades positivas: con la de aquel que recibe los dones de la opima mies, del lucio rebaño, del metal que esconde en sus profundos tuétanos la tierra. Sobre ambos tiende el Trabajo su enseña gloriosísima. Ambos son hijos buenos del Trabajo. Sea en pensamiento luminoso, en fácil verso, en pincelada inmortal. Sea en opulento vellón, en rubio trigo, en áureo lingote, ambos pagan bien su parte de vida. No siempre reconocen su fraternidad, y hay veces en que se miran con recelo. No importa. Son picapedreros de la misma roca, sembradores del mismo predio; y cuando vuelven, después de la jornada, hay una Madre que los confunde en el mismo abrazo de amor. Del campo fecundado por el brazo tosco y fuerte -¡cuánto más noble que el del Adán anterior á la condena, exento de trabajo!- nacen las frondas de las civilizaciones poderosas y ricas; y luego esta vegetación florece, por su propia ley, con las maravillas de color y fragancia de las grandes épocas de pensamiento, de cultura, de arte. Tal florescencia preciosa es, pues, indirectamente, obra del rudo trabajador, que ni pensó nunca en ella, ni acaso, si la conociese, la estimaría en su divina hermosura. Tampoco suelen pensar el poeta, el pensador, el artista, fieles á su labor desinteresada y libre de toda utilidad consciente, en la posible repercusión de su obra dentro del campo de las más positivas realidades humanas, cuando el eco del canto se transfigura en acción, cuando la nota de la marcha se inflama en heroísmo, cuando la moral del sistema se concreta en conducta»308.



Análoga relación de causalidad entre lo económico y lo cultural puede advertirse en uno de los pasajes de su discurso, que también recogió en El Mirador de Próspero, sobre «El centenario de Chile», especialmente en el final del párrafo, en que esa idea se condensa por modo inequívoco, y que es, así, la tercera de las veces (en 1900 la primera, en 1903 la segunda, en 1910 la última, y hasta podría decirse que hubo una cuarta, la de 1913, porque fue en ese año cuando apareció el libro), en que quiso dejar constancia de que tal era su concepto sobre la posición respectiva que guardan entre sí ambos órdenes de fenómenos. Bastará con transcribir ese trozo aquí para persuadir al más escéptico de que aquellas dos expresiones anteriores de un mismo concepto, aunque hechas naturalmente con palabras diferentes, no habían sido casuales, sino que eran fruto de una convicción que tenía interés en dar a conocer.

Léase, si no, esa tercera versión que dio de tan trascendental y reiterada profesión de su pensamiento sobre el punto:

«[...] esta América Española, tan discutida, tan negada, tan calumniada por la ignorancia y el orgullo ajenos, y aun por el escepticismo de sus propios hijos, empieza á existir para la conciencia universal; empieza á atraer á sí la atención y el interés del mundo: no todavía por el brillo y la espontaneidad de su cultura, ni por el peso de su influencia política en la sociedad de las naciones; pero sí ya por la virtualidad y la realidad de su riqueza, por el brío y la pujanza de su desenvolvimiento material, lo que no constituye, ciertamente, un término definitivo de civilización, pero es, cuando menos; el sólido cimiento, y como la raíz tosca y robusta en la formación de pueblos que algún día han de ser grandes por el espíritu»309.



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Y para refutar las imputaciones de insensibilidad social, podrán verse ahora los ejemplos, no sin duda exhaustivos, que lucen a continuación.

Enseñó en «Montalvo», en 1909, pintándolo en su escenario andino, cuál era en tiempos de aquél, y cuál seguía siendo en los del propio Rodó, el lento dolor del indio ecuatoriano, haciéndolo con tintas vividas y lacerantes que valen para todos los otros indios del continente.

Releamos aquí las páginas magistrales en que pinta esos abismos de dolor.

«La tristeza, una tristeza que se exhala, en ráfagas perdidas, sobre un fondo de insensibilidad y como de hechizamiento, es el poso del alma del indio. Es triste esa vasta plebe cobriza, caldera donde se cuece toda faena material, escudo para todo golpe; y aún más que triste, sumisa y apática. El implacable dolor, el oprobio secular la han gastado el alma y apagado la expresión del semblante. El miedo, la obediencia, la humildad, son ya los únicos declives de su ánimo. Por calles y campañas, vestido de la cuzma de lana que, dejando los brazos desnudos le cubre hasta las rodillas, el indio saluda como á su señor natural al blanco, al mestizo, al mulato, y aún al negro; y sin más que hablarle en són de mando, ya es el siervo de cualquiera. Poco es lo que come: un puñado de polvo de cebada ó de maíz hervido, para todo el día; y por vino, un trago de la chicha de jora, que es un fermento de maíz. No cabe condición humana más miserable y afrentosa que la del indio en los trabajos del campo. La independencia dejó en pié, y lo estará hasta 1857, el tributo personal de las mitas, iniquidad de la colonia: un reclutamiento anual toma de los indígenas de cada pueblo el número requerido para cooperar, durante el año, al trabajo de las minas, de las haciendas de labranza ó de ganado, y de los talleres donde se labra la tela de tocuyo. Al indio de esta manera obligado se le llama concierto. Las formas en que satisface su tributo son las de la más cruda esclavitud. Sobre el páramo glacial, sobre la llanura calcinada, hay un perenne y lento holocausto, que es la vida del indio pastor o labrador. El ramal de cuero que ondea en la mano del capataz, está rebozado de la sangre del indio. Azotes si la simiente se malogra, si el cóndor se arrebata la res, si la oveja se descarría, si la vaca amengua su leche. Gana de jornal el indio un real y medio; cuando la necesidad le hostiga, recurre al anticipo con que le tienta el amo, y así queda uncido hasta la muerte; muriendo deudor, el trabajo del hijo, monstruosidad horrenda, viene á redimir la deuda del padre. En tiempo de escasez, apenas se alimenta al concierto o se le alimenta de la res que se infesta, del maíz que se daña. Si de esto que ocurre á pleno sol -se pasa al encierro de la mina, ó al no más blando encierro del obraje, el cuadro es aún más aciago y lúgubre. El hambre, los azotes, el esfuerzo brutal, han envilecido al indio de alma y de cuerpo. Cuando bárbaro, es hermoso y fuerte; en la sujeción servil su figura merma y se avillana. Abundan, entre los indígenas de las poblaciones, los lisiados y los dementes.

Quien consulta las Noticias secretas de Juan y Ulloa, donde el régimen de las mitas está pintado como era en los últimos tiempos de la colonia y como, sin esencial diferencia, fué hasta promediar el siglo diez y nueve, siente esa áspera tristeza que nace de una clara visión de los abismos de la maldad humana. Indios remisos eran arrastrados á la horrible prisión de los talleres, atándolos del pelo á la cola del caballo del enganchador. De los forzados á esta esclavitud miserable iban diez y volvía uno con vida. Para atormentar al mitayo en lo que le quedara de estimación de sí mismo, solían castigarle cortándole de raíz la melena, que para él era el más atroz de los oprobios. Toda esta disciplina de dolor ha criado, en el alma del indio, no sólo la costumbre, sino también como la necesidad del sufrimiento. Cuando le tratan con dulzura, cae en inquieto asombro y piensa que le engañan. En cambio, se acomoda á los más crueles rigores de la tiranía, con la mansedumbre, entre conmovedora y repugnante, de los perros menospreciados y golpeados. El cholito sirviente se amohina, y á veces huye de la casa, si transcurre tiempo sin que le castiguen. Cuando la abolición del inicuo tributo personal, bajo el gobierno de Robles, muchos eran los indios que se espantaban de ella, como si se vulnerase una tradición veneranda, y sentían nostalgias de la servidumbre. Fuera del acicate y el fustazo del castigo, el indio es indolente y lánguido. No hay promesa en que crea, ni recompensa que le incite. El trabajo, como actividad voluntaria y ennoblecedora, no cabe en los moldes de su entendimiento. Noción de derecho, amor de libertad, no los tiene. El movimiento de emancipación respecto de España, en el generoso é infortunado alzamiento de 1809, como en la efímera declaración de independencia de dos años después, y finalmente en la adhesión al impulso triunfal de las huestes de Bolívar, fué la obra de la fracción de criollos arraigados y cultos, en quienes la aspiración á ser libres era el sentimiento altivo de la calidad y como del fuero. De la rivalidad tradicional, en los hidalgos de las ciudades, entre chapetones y criollos, se alimentaron la idea y la pasión de la patria. La muchedumbre indígena quedó por bajo de la idea y de la pasión, aunque se la llevara á pagar, en asonadas y en ejércitos, su inamortizable cuota de sangre. La libertad plebeya no tuvo allí la encarnación heroica y genial que tomó esculturales lineamientos en el gaucho del Plata y en el llanero de otras partes de Colombia. Muchos años después de la Revolución, aun solía suceder que el indio gañán de las haciendas, ignorante de la existencia de la patria, pensase que la mita, á que continuaba sujeto, se le imponía en nombre del Rey.

La Revolución, que no se hizo por el indio, aún menos se hizo para él: poquísimo modificó su suerte. En la república el indio continuó formando la casta conquistada: el barro vil sobre que se asienta el edificio social. El mestizo tiende á negar su mitad de sangre indígena, y se esfuerza como en testimoniar con su impiedad filial la pureza de su alcurnia. Los clérigos aindiados difícilmente llegan á los beneficios; la Universidad, para el de raza humilde, es madrastra. El indio de la plebe, como una bestia que ha mudado dueño, ve confirmada su condición de ilota. En las calles, el rapaz turbulento le mortifica y le veja; el negro esclavo, cuando las faenas de la casa le agobian, echa mano del indio transeúnte y le fuerza á que trabaje por él. La crueldad, que tal vez se ha mitigado en las leyes, persevera en las costumbres. Pasó la garra buitrera del corregidor, como antes la vendimia de sangre del encomendero; pero el látigo queda para el indio en la diestra del mayordomo de la hacienda, del maestro del obraje, del 'alcalde de doctrina', del cura zafio y mandón, que también acierta a ser verdugo. Hánle enseñado sus tiranos á que, luego que le azoten, se levante á besar la mano del azotador y le diga: «Dios se lo pague»; y si la mano que se ha ensañado en sus espaldas es la del negro esclavo, por cuenta de su señor, ó de su propio odio y maldad, el indio, el pobre indio de América, besa la mano del esclavo... Tal permanece siendo su noche, en cuyas sombras la vida del espíritu no enciende una estrella de entusiasmo, de anhelo, ni siquiera de pueril curiosidad. La promesa vana, la mentira, engendros sórdidos de la debilidad y del miedo, son las tímidas defensas con que procura contener el paso á los excesos del martirio. La esperanza del cielo no le sonríe, porque no conoce su aroma, y la religión en que le instruyen no es más que una canturía sin unción. La muerte ni le regocija, ni le apena. Sólo la efímera exaltación de la embriaguez evoca de lo hondo de esa alma maleficiada por la servidumbre, larvas, como entumidas, de atrevimiento y de valor; fantasmas iracundos que representan, sobre el relámpago de locura, su simulacro de vindicta»310.



Surge evidente, si destacamos por un momento, para razonar, sólo dos frases de este cuadro lacerante, la que afirma que «la Revolución, que no se hizo por el indio, tampoco se hizo para él» y la inmediatamente posterior a ella, que denuncia que «en la república el indio continuó formando la casta conquistada: el barro vil sobre que se asienta el edificio social», que Rodó no ha querido decir otra cosa sino que la causa del indio estaba aguardando todavía su propia revolución, o, mejor, la revolución que lo abarcase a él también para redimirlo junto con todos los demás oprimidos.

No dijo allí, sin duda, por palabras expresas, que el dolor, penetrante hasta lo irresistible, de esta lenta, inexorable, y cada vez más profunda caída de la condición humana a los peores abismos del martirio que así describió tan en llaga viva, clamaba de por sí, por la fuerza misma de su intolerable injusticia, esa salida por la vía de la revolución. Pero el horrendo patetismo de su sola pintura, hecha con tan angustiante y porfiada crudeza, casi cruel ella misma a su vez, conduce necesariamente a concebirla como su irreversible solución, y quizás pudo pensar que esa sola pintura bastaba ya para ello, como, también, que no era en un ensayo sobre Montalvo donde debía proclamarla. Con todo, le añadió allí mismo unos párrafos que, cerrando aquella pintura, tientan claramente a aventar por medio de esa salida, de un golpe, de un solo soplo que se volviese huracán, la miserable armazón, endeble y caduca, sobre la que se asentaba el régimen que promovía y amparaba tan monstruosas formas de iniquidad. Esos párrafos dicen así:

«Sobre este mísero fundamento de democracia, la clase directora, escasa, dividida, y en su muy mayor parte, inhabilitada también, por defectos orgánicos, para adaptarse á los usos de la libertad. Lo verdaderamente emancipado, lo capaz de gobierno propio, no forma número ni fuerza apreciable. Hay en aquellas tierras unos termites ó carcomas que llaman comejenes: en espesos enjambres se desparraman por las casas; anidan en cuanto es papel ó madera, aun la más dura, y todo lo roen y consumen por dentro, de modo que del mueble, del tabique, del libro, en apariencia ilesos, queda finalmente un pellejo finísimo, una forma vana, que al empuje del dedo cae y se deshace. Si hay expresiva imagen de aquella minoría liberal y culta, con que se compuso allí, como más o menos en lo demás de la América Española, la figura de una civilización republicana, es la capa falaz del objeto ahuecado por el termite»311.



Y queda entonces incluida en aquella misma tentación al soplo huracanado de esa revolución que lo aventase todo, la exhibición, que hace en seguida, y con no menos punzante pluma, y sería largo en exceso proseguir transcribiendo, de las clases que, en el escalafón social, eran la antítesis del indio, es decir, de las explotadoras y opresoras, sucesoras de la de los encomenderos y envejecidas, como ésta lo estuvo mientras duró, en su rapacidad, que esquilmaban también a los mismos mártires, las clases constituidas por el gran propietario, el cura, el abogado, el militar312.

Pero debe decirse todavía más. Debe decirse que para los que piensan que todos esos párrafos no eran aún suficientemente claros como llamado implícito a la revolución, Rodó había ya, cuatro años antes, escrito en otra parte: en Motivos de Proteo, su no siempre recordada invocación, ahora, sí, explícita y rotunda, a tal suprema solución, invocación que más adelante transcribiremos, no haciéndolo aquí porque asume una generalidad tan amplia, que no sería propio aplicarla solamente a la causa del indio.

*  *  *

Y sigamos espigando en el Rodó revolucionario. Aludió con briosas pinceladas a la vocación histórica de las masas campesinas de Hispanoamérica al recordar una y otra vez cómo se lanzaron a la revolución por la independencia, y es fácil recordar algunas de ellas.

Viose ya cómo, hablando en aquellas mismas páginas de los indios de Ecuador, expresa que: «La libertad plebeya no tuvo allí la encarnación heroica que tomó esculturales lineamientos en el gaucho del Plata y en el llanero de otras partes de Colombia».

Y lo dice así porque ya en su «Bolívar» había escrito unas páginas a las que es fuerza acudir ahora aquí:

«La revolución por la independencia suramericana, en los dos centros donde estalla y de donde se difunde: el Orinoco y el Plata, manifiesta una misma dualidad de carácter y de formas. Comprende, en ambos centros, la iniciativa de las ciudades, que es una revolución de ideas, y el levantamiento de los campos, que es una rebelión de instintos. En el espíritu de las ciudades, la madurez del desenvolvimiento propio y las influencias reflejadas del mundo, trajeron la idea de la patria como asociación política, y el concepto de la libertad practicable dentro de instituciones regulares. Deliberación de asambleas, propaganda oratoria, milicias organizadas, fueron los medios de acción. Pero en los dilatados llanos que se abren desde cerca del valle de Caracas hasta las márgenes del Orinoco, y en las anchurosas pampas interpuestas entre los Andes argentinos y las orillas del Paraná y el Uruguay, así como en las cuchillas que ondulan, al oriente del Uruguay, hacia el océano, la civilización colonial, esforzándose en calar la entraña del desierto, el cual le oponía por escudo su extensión infinita, sólo había alcanzado á infundir una población rala y casi nómade, que vivía en semi barbarie pastoril, no muy diferentemente del árabe beduino o del hebreo de tiempos de Abraham y Jacob; asentándose, más que sobre la tierra, sobre el lomo de sus caballos, con los que señoreaba las vastas soledades tendidas entre uno y otro de los hatos del Norte y una y otra de las estancias del Sur. El varón de esta sociedad, apenas solidaria ni coherente, es el llanero de Venezuela, el gaucho del Plata, el centauro indómito esculpido por los vientos y soles del desierto en la arcilla amasada con sangre del conquistador y del indígena; hermosísimo tipo de desnuda entereza humana, de heroísmo natural y espontáneo, cuya genialidad bravia estaba destinada á dar una fuerza de acción avasalladora, y de carácter plástico y color, á la epopeya de cuyo seno se alzarían triunfales los destinos de América. En realidad, esta fuerza era extraña, originariamente, á toda aspiración de patria constituida y toda noción de derechos políticos, con que pudiera adelantarse de manera consciente á tomar su puesto en la lucha provocada por los hombres de la ciudad. Artigas, al Sur, la vinculó desde un principio á las banderas de la Revolución; Boves y Yáñez al Norte, la desataron á favor de la resistencia española, y luego Páez, allí mismo, la ganó definitivamente para la causa americana. Porque el sentimiento vivísimo de libertad que constituía la eficacia inconjurable de aquella fuerza desencadenada por la tentación de la guerra, era el de una libertad anterior a cualquier género de sentimiento político, y aun patriótico: la libertad primitiva, bárbara, crudamente individualista, que no sabe de otros fueros, que los de la naturaleza, ni se satisface sino con su desate incoercible en el espacio abierto, sobre toda valla de leyes y toda coparticipación de orden social; la libertad de la banda y de la horda; ésa que, en la más crítica ocasión de la historia humana, acudió á destrozar un mundo caduco y á mecer sobre las ruinas la cuna de uno nuevo, con sus ráfagas de candor y energía. La sola especie de autoridad conciliable con este instinto libérrimo era la autoridad personal capaz de guiarlo á su expansión más franca y domeñadora, por los prestigios del más fuerte, del más bravo ó del más hábil; y así se levantó, sobre las multitudes inquietas de los campos, la soberanía del caudillo, como la del primitivo jefe germano que congregaba en torno de sí su vasta familia guerrera sin otra comunidad de propósitos y estímulos que la adhesión filial a su persona. Conducida por la autoridad de los caudillos, aquella democracia bárbara vino á engrosar el torrente de la Revolución, adquirió el sentimiento y la conciencia de ella, y arrojó en su seno el áspero fermento popular que contrastase las propensiones oligárquicas de la aristocracia de las ciudades, al mismo tiempo que imprimía en las formas de la guerra el sello de originalidad y pintoresco americanismo que las determinase y diferenciara en la historia. Frente al ejército regular, ó en alianza con él, aparecieron la táctica y la estrategia instintivas de la montonera, que suple los efectos del cálculo y la disciplina con la crudeza del valor y con la agilidad heroica; el guerrear para que son únicos medios esenciales el vivo relámpago del potro, apenas domado y unimismándose casi con el hombre en un solo organismo de centauro, y la firmeza de la lanza esgrimida con pulso de titán en las formidables cargas que devoran la extensión de la sumisa llanura»313.



Pero, como es natural, sintió por modo preferente y más entrañable, entre esos dos tipos, tan semejantes, de la realidad americana, al gaucho. Porque si ya en 1913, repensando y ampliando conceptos y expresiones que publicara en la Revista Nacional en 1896, había reprochado a los poetas de 1810 su clasicismo, que procuraba exaltar la Revolución levantándose apenas «sobre la condición de un vano amaneramiento retórico... sin una estrofa, olvidada de lo antiguo, que guardara la repercusión del galope de la montonera a través de las cuchillas y las pampas; que reflejase una imagen de los Andes por donde cruzaron los cóndores de San Martín, y modelase en bronce la escultura heroica del gaucho»314; y si ya, también en 1913, había consagrado, en cambio, al payador y a la poesía gauchesca su atención, su simpatía y su lúcida comprensión315, en uno de los pasajes de su estudio sobre «El americanismo literario», no en su versión originaria, sino en la ampliación del escrito a fines del siglo pasado y en páginas, por consiguiente, de su juventud, entre las que están, aunque recogidas con variantes, esas que acabamos de dejar aludidas, y casi todas las cuales incorporó textualmente junto a las nuevas que se pueden ver, en El Mirador de Próspero, a su ensayo magistral sobre «Juan María Gutiérrez y su época»)316, la glorificación del gaucho mismo, como elemento emancipador, cuando se lanzó a la revolución, la hizo uniéndolo inseparablemente, como es deber de la más científica interpretación de la historia hacerlo, a la del propio Artigas, alcanzándola con penetración profunda, y sentenciando, para dejarla firme, con fuerza que hace cosa juzgada y con acentos de sublime grandeza. Y fue en 1915, en páginas que compuso para ser leídas en el Hervidero, teniendo por tribuna la meseta misma. En ellas, después de recordar los títulos que tenía Montevideo para ser considerada como la cuna de la patria, estampa estos conceptos, tan verdaderos como hermosos:

«Pero si por cuna de la patria entendemos, no el conjunto de esos antecedentes primeros, sino la revelación entera, franca y eficaz del sentimiento que llamamos propiamente patriótico y de la idea que lo determina y hace consciente, entonces no está la cuna de la patria en Montevideo, último reducto del poder español y fácil presea de la conquista lusitana. La cuna de la patria está dispersa en la extensión de esas cuchillas casi desiertas donde las montoneras heroicas espaciaron su instinto de libertad y su indómita soberbia, fermentos generadores de una independencia y de una democracia; la cuna de la patria está en el terrón del rancho humilde donde tuvo su precario asiento aquella sociabilidad semi-nómade que se personifica en el tipo legendario del gaucho; la cuna de la patria está en el seno de la virgen y bravia naturaleza, y abarca tanto espacio como las fronteras de la patria misma. Pero si en alguna parte se radica y concreta es en ese original é interesantísimo esbozo de capital independiente que se asentó sobre la mesa del Hervidero y donde Artigas bosquejó, con tosca energía, la imagen de organización civil que llevaba en la mente junto á las inspiraciones de su acción heroica.

La sociedad europea de Montevideo y la sociedad semibárbara de sus campañas, dándose recíprocamente complemento, fueron mitades por igual necesarias, en la unidad de la patria que se trasmitía al porvenir. Y el lazo viviente que las juntó dentro de un carácter único es la persona de Artigas, hombre de ciudad por el origen y la educación primera; hombre de campo por adaptación posterior y por el amor entrañable y la comprensión profunda del rudo ambiente campesino. Son este amor y esta comprensión los que definen la original grandeza de Artigas, el secreto de su eficacia personal, la clave de su significación histórica. Haber profesado con inquebrantable fe, cuando todos dudaban, los principios de la independencia, de la federación y la república, bastaría para revelar corazón entero y mente iluminada, pero no bastaría para determinar la superioridad del hombre de acción. Lo que determina esa superioridad es la intuición y la audacia en la elección de los medios: es el mirar de águila por el que comprendió que los elementos necesarios para imponer aquel programa en los destinos de la Revolución estaban sólo en el seno de esas muchedumbres de los campos, á cuyo frente se puso, afrontando las preocupaciones y los egoísmos de su tiempo. Allí, en el ambiente agreste, donde el sentir común de los hombres de ciudad sólo veía barbarie, disolución social, energía rebelde á cualquier propósito constructivo, vio el gran caudillo, y sólo él, la virtualidad de una democracia en formación, cuyos instintos y propensiones nativas podían encauzarse, como fuerzas orgánicas, dentro de la obra de fundación social y política que había de cumplirse para el porvenir de estos pueblos. Por eso es grande Artigas, y por eso fué execrado como movedor y agente de barbarie, con odios cuyo eco no se ha extinguido del todo en la posteridad. Trabajó en el barro de América, como en el Norte Bolívar; y las salpicaduras de ese limo sagrado sellan su frente con un atributo más noble que el clásico laurel de las victorias»317.



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Por lo demás, si se quiere seguir inventariando en la obra de Rodó una temática de las injusticias cuya solución, si cabe muchas veces esperarla de reformas que pueden obtenerse por medio de la ley, queda, muchas otras más, remitida sólo al remedio heroico de la revolución, sigámosle, buscándolas en otras de sus páginas.

Escribió en su informe «Del trabajo obrero en el Uruguay», estos conceptos:

«Limitación de las horas de la jornada normal; rectificación jurídica de los fundamentos del contrato de trabajo, según un nuevo concepto de la naturaleza de las relaciones reguladas por él; protección de las mujeres y los niños obreros; indemnización en los accidentes del trabajo; observancia del descanso semanal; reglamentación de las condiciones de higiene y seguridad de los talleres; tasación del salario mínimo; inembargabilidad de los salarios; libertad de asociación gremial; reconocimiento del derecho que asiste al trabajador para la huelga; fundación de tribunales de conciliación y de arbitraje para resolver los desacuerdos entre obreros y patronos; institución administrativa de la oficina de trabajo; inspección y policía del mismo; pensiones y seguros que amparen al trabajador en la inutilidad ó la vejez318...



«[...] La universalidad de estos anhelos de reparación, la persistente fuerza con que subyugan las conciencias, concurren á persuadir al más indiferente de que no se trata en ellos de un simple fermento de ideas puestas en boga por los vientos de un día; sino de uno de los caracteres esenciales del espíritu de nuestro tiempo, que tiene positivas correspondencias con la realidad y que fluye de naturales consecuencias de la evolución social y de la evolución económica»319.



No dio para esos postulados, en ese trabajo sobre la legislación obrera, que es de 1908, cuando apenas empezaban a desbrozarse entre nosotros tales problemas, las soluciones más reparadoras, que, más de medio siglo después, aparecen ya como inequívocas, para los espíritus verdaderamente justos y emancipados de todo interés y de todo prejuicio. (Admite, en efecto, excepciones, siendo así que hoy es evidente que no debe admitirse ninguna, porque todas retacean horas a la libertad, sin que en ello quepa hacer distingos, a la jornada de ocho horas, no obstante adherirse a ella como principio general, como «norma o centro de un plan menos uniforme», como «jornada normal de todo gremio»320: excepciones que funda principalmente en que no todos los trabajos importan para el obrero «el mismo gasto de energías» ni «iguales riesgos»321; que deja libradas a la libertad de contratar322; que requerirían con todo, en su concepto, convenio expreso y aparte323; y que el trabajo excedente de las ocho horas «nunca debería pasar de tres horas»324, quedando eximida de ese trabajo extraordinario la mujer)325. Pero la simpatía por el débil o el desamparado, la rebelión moral frente a las injusticias del régimen actual, se agitan en aquel documento de humanidad generosa con una sinceridad que hoy le habría llevado a encontrar fórmulas de justicia social mucho más avanzadas. Y era tal su preocupación sobre los problemas sociales, que cita ya allí una obra -la de Enrique Ensch- sobre Socialización de la medicina326.

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Un pensamiento suyo, de 1900, dice así:

«La antigüedad nos dió en Antígona el tipo de la hija, en Cornelia el tipo de la madre; pero no nos dió la inspiración de la piedad, que crea, fuera de los vínculos de la naturaleza, hijas para la ancianidad desvalida, madres para la niñez desamparada!»327.



Tal era ya desde aquella época, y en el año mismo de la aparición de Ariel, su sentimiento de la asistencia social.

Dijo en su discurso sobre «La prensa de Montevideo», de 1909:

«Cuando todos los títulos aristocráticos fundados en superioridades ficticias y caducas hayan volado en polvo vano, sólo quedará entre los hombres un título de superioridad, ó de igualdad aristocrática, y ese título será el de obrero. Es ésta una aristocracia imprescriptible, porque el obrero es, por definición, 'el hombre que trabaja', es decir, la única especie de hombre que merece vivir. Quien de algún modo no es obrero debe eliminarse, ó ser eliminado, de la mesa del mundo; debe dejar la luz del sol y el aliento del aire y el jugo de la tierra, para que gocen de ellos los que trabajan y producen: ya los que desenvuelven los dones del vellón, de la espiga o de la veta; ya los que cuecen, con el fuego tenaz del pensamiento, el pan que nutre y fortifica las almas»328.



Era postular el trabajo obligatorio y la sociedad sin clases, que ya estaba en aquella igualdad en el punto de partida que predicó en Ariel.

Y quien en Motivos de Proteo iba a escribir «La pampa de granito» es porque era ya un maestro de energía.

No busca, pues, el pensamiento de Rodó, apartar del camino a los que quieran depurar su molicie en los sanos hervores de la sangre caldeada por el ejercicio de las actividades materiales: antes bien, los llevará hacia él cuando, sumidos hasta el olvido en la actitud contemplativa, hayan caído en el letargo y dejado que languidecieran las energías del músculo o el poder de la voluntad.

También en Motivos de Proteo, el estudio de la vocación científica merece tan respetuosa atención cuando ella desciende a las aplicaciones positivas como cuando se mantiene en el plano de la pura especulación; y así, puede leerse allí:

«El saber teórico y fundamental presta luz e inspiración para la práctica y la utilidad; pero a su vez, éstas concurren á confirmar y precisar aquel saber, pasándolo por el crisol de una experiencia prolija»329.



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Pero en este mismo libro está escrita esta página:

«Cambian los pueblos mientras viven; mudan, si no de ideal definitivo, de finalidad inmediata; pruébanse en lides nuevas; y estos cambios no amenguan el sello original, razón de su ser, cuando sólo significan una modificación del ritmo o estructura de su personalidad por elementos de su propia substancia que se combinan de otro modo, ó que por primera vez se hacen conscientes; ó bien cuando, tomado de afuera, lo nuevo no queda como costra liviana, que ha de soltarse al soplo del aire, sino que ahonda y se concierta con la viva armonía en que todo lo del alma ordena su impulso.

Gran cosa es que esta transformación subordinada a la unidad y persistencia de una norma interior, se verifique con el compás y ritmo del tiempo; pero, lo mismo que pasa en cada uno de nosotros, nunca ese orden es tal que vuelva inútiles los tránsitos violentos y los bruscos escapes del tedio y la pasión. Cuando el tiempo es remiso en el cumplimiento de su obra; cuando la inercia de lo pasado detuvo al alma largamente en la incertidumbre o el sueño, fuerza es que un arranque impetuoso rescate el término perdido, y que se alce y centellee en los aires el hacha capaz de abatir en un momento lo que erigieron luengos años. Esta es la heroica eficacia de la revolución, bélica enviada de Proteo a la casa de los indolentes y al encierro de los oprimidos»330.



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Esta breve pero ya decisiva imagen que muestra como eventual salida final para la liberación de los oprimidos la vía de la revolución, se ve ampliamente confirmada y llevada hasta sus últimos extremos, exhibiéndola con cruda pintura de los terribles desbordes y excesos a que puede llegar, en la parábola del león y la lágrima, escrita y publicada por Rodó por los años de 1914 ó 1915, y a la que hemos llamado en 1930, incluyéndola en un libro en 1932, la parábola de la redención humana. Recordémosla. Y séanos permitido, además, traer después a colación, por estimarlo oportuno, algunos fragmentos de los términos con que entonces la interpretamos y comentamos.

He aquí la parábola.

«El león y la lágrima331.

«El pythónico Astiages, proscripto por tiranos cuya ruina predijo, vivía, ciego y caduco, en la soledad de unas montañas riscosas. Le acompañaban y valían una hija, dulce y hermosa criatura, y un león, adicto con fidelidad salvaje al viejo mago, desde que éste, hallándole, pasado de una saeta, en el desierto, le puso el bálsamo en la herida.

De la hija del mago decía la fama una singularidad, que era sobrenatural privilegio: contaban que en lo hondo de sus ojos serenos, si se les miraba de cerca, en la sombra de la noche, veíase, en puntual aunque abreviado reflejo, el firmamento estrellado, y aún cierta luz, ulterior al firmamento visible, que era lo más misterioso y sorprendente de ver.

Ciaxar, sátrapa persa, que removía en el tedio de la saciedad las pavesas de su corazón estragado, ardió en deseos de hacer suya a esta mujer que, en el misterio de sus ojos, llevaba la gloria de la noche. Todas las tardes, acompañada de su león, iba la doncella en busca de agua a una fuente que celaba el corazón bravío de un monte. Ciaxar hizo emboscarse allí soldados suyos; y para el león, fué un sabio nigromante con ellos, que prometió dominarle con su hechizo. Aquella tarde el león se adelantó, como siempre, a explorar la orilla breñosa; y no bien hubo asomado la cabeza entre las zarzas, recibió en ella emponzoñada aspersión que le postró al punto, sumido en un letárgico sueño. Cuando, ignorante y confiada, llegó su dulce amiga, precipitáronse los raptores a apresarla; buscó ella con espanto a su león; se abrazó trémula al cuerpo inane de la fiera; y al reparar en que yacía sin aliento, dejó caer sobre el león una lágrima, una sola, que se perdió como el diamante que cayese dentro de pérsica alcatifa, en la espesura de la melena, antes soberbia, ahora rendida y lánguida.

Ya apoderados los esclavos de la hermosura que codiciaba su señor, el nigromante decidió llevarle, por su parte, otra presea. Aproximóse con hierático gesto al león dormido, tendió hacia él las manos imponentes mientras decía un breve conjuro, y el león, sin cambiar una línea en forma ni actitud, trocóse al punto en león de mármol; tal, que era una estatua de realidad y perfección pasmosas. Cortaron bajo la estatua un trozo de tierra, que, convertida en mármol también, sirvió al león de zócalo o peana, y con tiro de bueyes llevaron el animal petrificado al palacio del señor.

Cuando apartó éste su atención de la cautiva, admiró al león y quiso que se le pusiera, como símbolo, en frente de su lecho. León que duerme, potestad que reposa. Desde alta basa, bajo el bruñido entablamento, quitando preeminencia a los unicornios de pórfido que recogían a ambos lados del lecho, las alas de espeso pabellón de púrpura, el león en actitud de sueño, dominó la estancia suntuosa.

Pero, en lo interno de esa estatua leonina, algo lento e inaudito pasaba. . . Y es que, en el instante del hechizo, a tiempo de cuajarse en mármol la melena del león, la lágrima que dentro de ella había se congeló y endureció con ella y quedó trocada en dardo diamantino y agudo. La lágrima, entrañada en el mármol, fué como una gota de un fuego inextinguible dentro de durísimo hielo; fué como imantada flecha cuyo norte estuviese en el petrificado pecho del león. La lágrima gravitaba al pecho, pero venciendo a su paso resistencias de sustancia tan dura, que cada día avanzaba un espacio no mayor de uno de los corpúsculos de polvo que hace desprenderse, del mármol en trabajo, el golpe del martillo. No importa: bajo la quietud e impasibilidad de la piedra; en silencioso ambiente, o entre los ecos de la orgía; cuando las dichas y cuando las penas del señor, la lágrima buscaba el pecho.

¿Cuánto tiempo pasó antes que con su lenta punzada atravesase la melena, hendiera la cerviz sumisa, penetrase al través de su espacioso tórax, y llegase a su centro, partiendo el corazón endurecido?

Nadie puede saberlo... Era alta noche. Hondísimo silencio en la estancia. Sólo la vaga luz que alimentaba el aceite de una copa de bronce. Bajo la púrpura, el señor, decrépito, dormía. De pronto, hubo un rumor como de levísimo choque; duro latido pareció mover, al mismo tiempo, el pecho del león y propagarse en un sacudimiento extraño por en cuerpo. Y cual si resucitara, todo él revistióse en un instante de un cálido y subido tinte de oro; en el fondo de sus ojos abiertos apuntó roja luz; y la mustia melena comenzó a enrularse como mar en donde el viento hace ondas. Con empuje que fué al principio desperezo; después, movimiento voluntario; luego, esfuerzo iracundo, el león arrancó del zócalo los tendidos jarretes, que hicieron sangre, manchando la blancura del mármol, y se puso de pie. Quedó un momento en estupor; la ondulante melena encrespóse de un golpe, rasgó los aires el rugido, como una recia tela que se rompe entre dos manos de Hércules... Y cuando tras un salto de coloso, las crispadas garras se hundieron en el lecho macizado de pluma, quien estuviera allí sólo hubiera visto bajo de ella una sombra anegada en un charco de sangre miserable; y hubiera visto después, los vidrios de colores, los entablamentos de cedro, los lampadarios y trípodes de bronce, que rodaban en espantosa confusión, por la estancia, y el león, rugiente, que revolvía el furor de su destrozo entre ellos, mientras la lágrima, asomando fuera de su corazón, como acerada punta, le teñía el pecho de sangre»332.



Véase ahora, en sus fragmentos sustanciales, lo que en 1930 dijimos sobre «El león y la lágrima».

«Es la parábola de la redención humana.

Astiages caduco y ciego es la miseria de los desvalidos. Pero bajo el quebranto de su invalidez, aún está puro su corazón de bienhechor que salvó al león herido, y aún está lúcida su mente de adivinador de destinos. Astiages es, a la vez, la solidaridad generosa; y es, todavía, el trance en que se alcanza la penetración de la verdad.

Su hija es la inspiración de la gracia, que ofrece, a los sentidos, el deleite, en la seducción de su cuerpo; y al alma, la contemplación de bellezas despojadas y puras, en la noche estrellada de sus ojos, y, más arriba, aún, en aquella otra luz que se anunciaba más allá del cielo, el éxtasis de la elevación absoluta, por la intuición de la hermosura ideal. Y es también la debilidad, la ternura indefensa.

El león en libertad es la humanidad en su pureza primaria, en su bondad, en sus afectos desnudos; capaz de gratitud, de amor y protección al débil; abierta al embebecimiento estético; identificada con el ansia riesgosa por la verdad. Es el estado de naturaleza, que, si en el candor de la utopía ha sido soñado como habiendo tenido realidad en el amanecer de una prehistoria de artificio, debemos hoy, con el rigor de la disciplina científica, desplazar, en sostenidos esfuerzos de creación, hacia el futuro, como ideal a alcanzar, desentrañándolo del fondo de las reservas del alma, donde alienta, y espera, y se muestra por momentos; como depuración que ha de lograrse; como término de justicia y de cultura para la tragedia lenta y cotidiana del hombre frente al hombre.

Ciaxar es la concupiscencia de los explotadores, la prepotencia de los mandones.

La aspersión emponzoñada que aletargó al león, antes generoso y fuerte, y el conjuro del nigromante, que lo trocó en piedra, son el prejuicio y la superstición, que adormecen, en la humanidad, las ansias de libertarse y libertar al semejante, la compasión, la simpatía, la capacidad de comprender y de sentir el oprobio y el dolor ajeno y la abyección de sí mismo. Son el prejuicio y la superstición, que impiden sondear dentro de nuestro propio ser, percibir lo que nos rodea, ver donde se mira, oir cuando se escucha; que si consienten percibir no dejan razonar, y si permiten razonar vedan sentir, e inhiben para obrar cuando acuerdan sentir. El león petrificado es la humanidad, así insensibilizada, que deja hundirse y prosperar en su carne y en su alma las raíces del privilegio y la opresión. Y no sólo no conmueve al mármol inerte su libertad perdida: él no es ya tampoco capaz de piedad. Ni se indigna por su falta de rebeldía, ni por el egoísmo que lo enerva; y hasta le falta la conciencia del propio embotamiento en que ha caído. Por ello, la posesión de la doncella consumada en presencia del león petrificado, es la satisfacción del goce egoísta lograda a expensas de la libertad y del dolor del débil, que se perpetra todos los días bajo la mirada indiferente de la humanidad anestesiada por el prejuicio y la superstición [...].

[...]

Pero el clamor de las víctimas encuentra siempre algún resquicio por donde infiltrarse hasta tocar las fuentes de la emoción colectiva. La lágrima de la cautiva es la expresión del dolor del oprimido, del indefenso, la esencia vertida de su congoja; y el acogimiento de la lágrima por el cuerpo del león no trocado aún en mármol, son la compasión, la piedad, la simpatía por el sufrimiento del semejante oprimido, para las cuales está abierta la pureza primaria de la humanidad desnuda y libre, del alma en su estado de naturaleza, del fondo incontaminado y esencial del hombre. El acogimiento de la lágrima por el cuerpo del león petrificado son las minúsculas, pero jamás totalmente despreciables, dosis de aquella misma compasión, de aquella misma piedad, de aquella misma simpatía por el dolor del explotado y del débil, a las que acompañan fatalmente un impulso, un pensamiento, una intención, de rebeldía reivindicadora, que llegan siempre a infiltrarse por entre la dura roca de los prejuicios y las incomprensiones, gracias al poder de contagio, de comunicación afectiva, inmanente en la tragedia de toda víctima que se inmola, en el oprobio de toda injusticia que se consuma. La marcha de la lágrima a través de la masa compacta e inconmovible es la liberación elaborándose y ganando camino, son la idea y el sentimiento de la redención socavando silenciosamente el bloque frío y denso de las incomprensiones, los egoísmos y las rutinas inseparablemente cementados. Porque era sorda la porfiada marcha de la lágrima. Ni el más leve rumor se escuchaba en la estancia del sátrapa en tanto se operaba aquel lento y certero adentramiento de la inflexible punta; ni aún en el instante en que estaba ya por tocar el corazón del león. Así es la indiferencia, la incomprensión, la confiada ignorancia, con que todo régimen destinado a perecer porque constituye un sistema de opresión, de inercia, de supervivencias anacrónicas, se deja minar sin sentirlo, haciendo prosperar a pesar suyo los gérmenes de la rebeldía, contaminar una conciencia tras otra por la nueva verdad (cada día la lágrima avanzaba la medida de un corpúsculo de polvo) [...].

[...]

La lágrima llega al corazón del león, el estremecimiento sublime devuelve como en un inmenso latido total y súbito la libertad a la fiera, su salto prodigioso y su furor enloquecido acaban en un instante con Ciaxar. La concupiscencia de los explotadores, la prepotencia de los mandones, han sido suprimidas por la humanidad libertada, el ultraje y la opresión del débil ya no existen.

La redención se ha consumado. Para alcanzarla no bastó el sufrimiento de las víctimas. No bastó tampoco la idea de la liberación, ni el sentimiento de ella-exaltación dinámica del sentimiento de la injusticia. La marcha de la lágrima era un incesante despertar de ideas y sentimientos de liberación, pero transcurrió mucho tiempo antes de que ésta se operase. Era menester que ellos alcanzasen la magnitud de ideas y sentimientos colectivos. Cuando la lágrima penetró en la cerviz del león, estuvo ya en la mente de la humanidad la conciencia racional de la justicia de la redención; pero hasta tanto su corazón, es decir, el palpitar de la emoción colectiva, no fué tocado por la expresión del dolor del oprimido indefenso, la acción libertadora no pudo estallar. Requiérese, así, una cadena de sucesivas integraciones para que madure un proceso de redención humana: ante todo, un estado de opresión, de sufrimiento, de injusticia; luego, la idea de la liberación, que no es sino la conciencia de la injusticia de tal estado seguidamente, la elevación de esa idea a la entidad de concepto colectivo, por obra del crecimiento de su órbita de penetración; y, de modo, paralelo a aquel nacer y ensancharse de la ideología redentora, el caldeamiento de los ánimos en la pasión de la justicia de la liberación: fuego de apóstoles al comienzo, hoguera popular al fin. Y tal proceso es fatal cuando la impulsión que lo origina es de verdad la justicia: por eso, nada detiene a la lágrima; por eso, la lágrima busca el pecho.

Optimismo inconmovible, el de este símbolo, que es sustancial interpretación de la historia. Pero la sangre de una doble tragedia se derrama, no obstante, en él. El opresor aparece incapaz de regeneración, no se redime de sus culpas sino con una muerte atroz. El león libertador desgarra sus propios músculos al arrancarlos para el salto, y la lágrima le hace luego, traspasándole el corazón, una herida sangrante que le enrojece el pecho. Una admonición severa y persuasiva del redentor y la contrición sincera del victimario arrepentido habrían podido devolver a los oprimidos la libertad con igual eficacia y en medio a una elevada paz moral. Pero el símbolo sería, entonces, falso por su generalidad absoluta: mostraría siempre a la liberación alcanzada sin sangre, en tanto que, tal cual es, posee una fuerza de sugestión que le permite traducir el proceso de la redención humana en su doble posibilidad de realización: pacífica tanto como violenta.

No ha de interpretarse, en efecto, esta parábola, como queriendo expresar que la liberación haya de ser por necesidad sangrienta. La muerte trágica del sátrapa, el destrozo arrebatado de su suntuosa magnificencia, pueden sin dificultad entenderse como la imagen de la caducidad sin levante de las fuerzas de la opresión, del aniquilamiento de los lujos insultantes en que se cebaba la avidez explotadora, y, por ello, del sufrimiento que al poderoso ha de acarrearle la brusca supresión de los privilegios, las granjerías, la molicie, a que estaba habituado: codicia dilacerada, sangre en el alma. De igual manera, el desgarramiento del león, su corazón herido, pueden apreciarse como la exquisita piedad del que se conduele hasta cuando se ve forzado a castigar al indigno, hasta cuando, para sancionar una injusticia, tiene que privarlo de los bienes que detenta con abuso y sin honor: dolor del que se ve imposibilitado de perdonar, santidad del ánimo en estado de naturaleza.

Esta interpretación es la que más llanamente se siente cuando se deja hablar al símbolo el lenguaje moral de Rodó, efusión de amor, meditación tolerante, serenidad armoniosa. El Maestro no nos ha dejado escrita su explicación de la parábola: la pérdida de los Nuevos Motivos de Proteo, de que jamás habrá consuelo, nos veda conocerla. Pero no traiciono su pensamiento cuando descifro el enigma del león y la lágrima en una filosofía de la redención humana alcanzada por el amor. No es sólo en la amplitud del reformarse es vivir, nervio de Proteo, que ampara todos los avancismos auténticos y todas las emancipaciones, donde encuentra sus cimientos esta construcción: es también, y más concretamente, en inequívocos apuntamientos de una doctrina de la liberación política, económica y social del hombre, que inquietan la ideología de Ariel, de Proteo y de Próspero, y cuyas células, vivas aún y claramente perceptibles, tienen jugo de sobra para crecer y reproducirse. En cuanto al ansia de redención cultural, a penas es necesario recordar que ella es el fuego mismo que enciende toda su obra.

En lo político tronó cien veces contra despotismos, dictaduras y tiranías, exaltando invariablemente el espíritu de la libertad, como en "Juan Carlos Gómez", en "Garibaldi", en "Perfil de caudillo", en "Montalvo", en "Bolívar", en "La tradición intelectual argentina", en "Juan María Gutiérrez y su época", en "El centenario de Chile" [...].

[...]

No traiciono, pues, el pensamiento de Rodó, al interpretar la historia del león y la lágrima, elevando sus símbolos sangrientos a la categoría de abstracciones, como la redención humana alcanzada por el amor. Pero tampoco lo traiciono cuando afirmo que ella permite también, si se la toma en su sentido más realista, ser traducida como la redención humana alcanzada por la violencia [...].

[...]

Siendo inequívoca, pues, la existencia de un credo pacífico y otro credo violento de la liberación de los oprimidos en el pensamiento de Rodó (ley fundamental el primero, eventual excepción el último), ha de interpretarse en esta forma su filosofía de la redención humana: la educación de las masas, la difusión de la cultura, la verdadera democracia, operaran la redención por el amor; pero cuando el empecinamiento de la intolerancia, de la incomprensión, de la prepotencia, no quiera dejar lugar para el amor, la redención ha de lograrse por la revolución.

Para esta última hipótesis, la muerte de Ciaxar y la desatentada destrucción de las riquezas de su estancia empurpurada, no podrían descifrarse más que como el aplastamiento de los opresores por los oprimidos y el loco aniquilamiento de cuantos símbolos y atributos hubieran servido para que se ostentara la vanidad de su poder, en tanto que las heridas del león mostrarían el dolor de la humanidad, recobradas, con el estado de naturaleza, su sensibilidad y su conciencia, en medio del furor de la convulsión colectiva: porque al matar y despedazar por la libertad ha tenido que violar el sagrado de la compasión y del amor, atentar contra un trozo de sí misma, destrozar carne de su carne, derramar sangre de su sangre»333.



Así escribimos entonces.

Y ahora, es interpretándolo todo dentro de la ambivalencia de esas dos hipótesis que, por su generalidad, valen para todos los casos particulares concebibles, que proseguiremos inventariando, en las páginas escritas por Rodó en los breves años finales que le restaban de vida, de una que parecía todavía tan promisoria vida, los temas que el dolor del mundo le venía ofreciendo para incitarle a señalar, una y otra vez, males que debían extirparse, remedios que debían buscarse para reparar los daños que las injusticias habían de seguir dejando en pie.

Continuemos escuchando hasta el final los más significativos de sus llamados.

Son de 1910 estos párrafos de su carta a Rafael Barret:

«Una de las impresiones en que yo podría concretar los ecos de simpatía que la lectura de sus crónicas despierta á cada paso en mi espíritu, es la de que, en nuestro tiempo, aun aquellos que no somos socialistas, ni anarquistas, ni nada de eso, en la esfera de la acción ni en la de la doctrina, llevamos dentro del alma un fondo, más ó menos consciente, de protesta, de descontento, de inadaptación, contra tanta injusticia brutal, contra tanta hipócrita mentira, contra tanta vulgaridad entronizada y odiosa, como tiene entretejidas en su urdimbre este orden social trasmitido al siglo que comienza por el siglo del advenimiento burgués y de la democracia utilitaria»334.



Y de 1912 es la denuncia, casi global, que hace de los más fácilmente perceptibles (porque se limitaban a mostrar sus apariencias fácticas, sin llegar a buscar sus siniestras raíces económicas, que no eran otras que las del imperialismo, etapa última o superior del capitalismo hoy ya inconmoviblemente reconocida como tal, de cuyas culpas el Viejo Mundo era cómplice al par que los Estados Unidos), entre los males que hacían caer sobre la América Latina entera el justo descrédito con que se la miraba desde una Europa que se erigía en su crítico sin merecerlo mucho ella misma porque (y eso lo sabemos bien solamente ahora) lo hacía desde un mirador que no era sino el de la dorada paz armada de pre guerra, es decir, desde la «belle époque», orgulloso mirador por ella misma construido y montado para la explotación del mundo subdesarrollado por las naciones extractaras de materias primas, y dueñas, a la vez que rivales, de los mercados.

Debemos a Emir Rodríguez Monegal, por haberlo incluido éste en la edición que dirigió, anotó y prologó de las obras completas del Maestro, el haber rescatado del olvido en que había quedado, el artículo de Diario del Plata -«Nuestro desprestigio. El caciquismo endémico»- en que Rodó hizo esa acusación, y cuya autoría se reconoce porque integra la serie que lleva por firma el seudónimo inconfundible de Calibán.

Es fuerza, para valorizarlo, transcribirlo en su integridad. Dice así:

«Todavía ha de pasar mucho tiempo para que en Europa desaparezca el prejuicio que hace aparecer a una gran parte de las repúblicas americanas como semillero de revoluciones, como países fecundos en motines, disturbios y masacres de todo género.

La fama viene de atrás. La figura trágica de los cabecillas que luego de arribados al poder, por la sorpresa de las bayonetas la mayoría, se convirtieron en cesares absolutos: Rosas siniestros, Franelas sombríos, García Morenos a lo Borgia, ayer; Zelaya, Castros, Alfaros, Reyes no ha mucho; estas siluetas de terror y arbitrariedad son las que han contribuido al descrédito que se cierne sobre el Continente, no obstante las notas aisladas de progreso, de orden, que al presente dan algunas repúblicas.

Pero basta una recorrida a vista de pájaro por nuestras nacionalidades, para que surja la consideración, bastante triste, de desencanto acaso, de que la extinción del prejuicio europeo está lejana aún.

Allí tenemos en México el desenfreno revolucionario en todo su vigor, hasta temerse para aquella república fuerte la deprimente intervención yanqui.

Todavía el eco nos trae, de aquella Saint-Barthélemy de Quito efectuada en los jefes revolucionarios, el frenesí de las turbas ensañadas en los cadáveres de los prisioneros; y el ánimo se consterna ante esa regresión a épocas de barbarie o a las degollinas de manchúes en la China contemporánea.

Sin ir muy lejos, en el Paraguay se bate el record de los problemas políticos insolubles, hasta el punto de que esa tragedia interna caiga en ocasiones bajo el dominio del chascarrillo.

En el Perú se ejecuta a obreros inermes cuyo único delito consistía en la protesta contra el rudo trato de los caporales y la mezquina retribución de un jornal irrisorio.

La autonomía exagerada que ha dado origen al caciquismo de los estados del Brasil, y a las revueltas lamentables de Ceará, Pernambuco y otros puntos, al bombardeo de Manaos, a los motines de la Armada, constituye una seria interrogación para aquella república, hoy, cuando la gran figura de Río Branco ha desaparecido del escenario y su palabra de concordia no repercute.

En la propia Argentina, ¿no hablóse hace días del estallido de una revolución Fortuna fué que la actitud del presidente Sáenz Peña, insólita en esta América donde las elecciones, son un mito, actitud que ennoblece ante la historia su administración, conjurara el conflicto.

Si de nosotros se trata, sucede algo peor. Nuestros recientes progresos y la tregua de paz que gozamos, no han bastado para elevarnos a la consideración unánime de los estados florecientes. Se nos confunde tristemente con el Paraguay, acaso por la vecindad o por la consonancia guaranítica de los nombres.

Tanto es así que días atrás un importante diario madrileño publicaba un telegrama que decía poco más o menos: "Los revolucionarios paraguayos atacaron la capital. Reina pánico en Montevideo."

Y luego hablemos de congresos y conferencias y propaganda del país en el exterior.

De este desconocimiento en que yacemos en tierras que están ligadas a la nuestra por razones de historia, lenguaje, raza, etc., tienen en gran parte la culpa los representantes diplomáticos que enviamos sin discernimiento, algunos de los cuales sólo se ocupan del confort y del aparato de sus personas, instalando en las legaciones escenarios, salas de baile, de juego, pero sin acordarse de colgar un mapa del país siquiera, en algún rincón.

Todavía pasará, pues, algún tiempo para que la Europa se entere de lo que atesora, de las energías que se despliegan en este Continente joven surgido como una promesa a las aspiraciones de todos.

Mañana, cuando el telégrafo en vez de trasmitir el bochorno de las revueltas armadas, los destrozos de las guerras civiles o el resultado de las corridas de toros en algunas capitales -Lima, Caracas, México-, cuando en vez de propalar los retrocesos propague los progresos que se alcanzan, los veneros que se explotan, las energías que se despiertan, entonces, sí, vendrá la consideración mundial y con ella la confianza del crédito.

La sensatez patriótica realizará este ensueño.

Entre tanto, confesemos que la nueva vía interoceánica que abren al Norte los yanquis, con separarnos geográficamente, nos acerca más al foco europeo.

Y esto ya es algo»335.



Resulta, según ha podido verse, como la más aguda de las fulminaciones que Rodó dirige a la realidad americana del momento, que era entonces el ya citado de 1912, y para cuya captación se advierte que estaba atento, sensibilizado y al día, la de las tiranías que aún soportaba el continente, prolongación, si es que no variopinta herencia, de las mayores y ya por entonces clásicas de más de medio siglo atrás; la de las masacres, motines y revoluciones endémicas: no, sin duda -se sobreentiende- de una revolución total y redentora como pudo haber sido y no llegó a serlo la de México, que allí se nombra; y la de otros hechos que atacaban las libertades públicas y la pureza del sufragio. Pero hay también una nota de fuerte crítica social: su indignada condena de la ejecución de esos obreros del Perú «cuyo único delito consistía en la protesta contra el duro trato de los caporales y la mezquina retribución de un jornal irrisorio».

*  *  *

En 1914 el estallido de la conflagración mundial y su creciente proceso de horrorosas secuencias le traen nuevas inquietudes, y se las puede ir siguiendo, no solamente a lo largo de la serie de artículos que para comentarlos irá dando en El Telégrafo, de Montevideo, bajo el título de «La guerra a la ligera» y casi siempre con el seudónimo de «Ariel», sino también en otros escritos y en un discurso memorable. Nos remitimos, de todos ellos, solamente a tres ejemplos, que iremos dando sin seguir su orden cronológico, entre cuantos otros podríamos traer a la memoria.

Los tres son de aquel mismo año aciago. Al primero de ellos lo hemos escogido porque revela en él que la violencia que se emplea como protesta contra la injusticia social no le merece el repudio con que anatematiza y desprecia al déspota que utiliza la mayor de todas, la de las matanzas que un hombre solo promueve para sojuzgar a su ambición pueblos enteros: y ese ejemplo es su artículo «Anarquistas y césares», que integra la serie de «La guerra a la ligera», en el que exculpa, casi, a los que arrojan bombas a los poderosos, para condenar en cambio, con frases de restallante vehemencia, a los poderosos que desencadenan guerras336.

El segundo es su discurso de homenaje a Bélgica, compuesto y pronunciado cuando la invasión de ésta por Alemania; y de él tomamos un fragmento en el que, sin referirse, como lo hiciera en otros, a cuanto significaba en esta guerra un atentado a los principios del derecho, representados por el respeto de los tratados, que esa invasión violaba, revelaba Rodó un revolucionario concepto social. Ese fragmento es el que viene a exaltar, por modo más que implícito, la dignidad de las masas proletarias y su función histórica en el proceso de la redención de los oprimidos, cuando recuerda «los ecos del glorioso grito rebelde, de aquel "¡Vivan los gueux!", que allí resonó por vez primera y fué la consigna de las muchedumbres insurrectas que, ostentando como blasón de democracia las apariencias de la mendicidad: el sayal ceniciento y la escudilla de palo, dieron al estupendo siglo XVI una de sus páginas más bellas, y uno de sus triunfos mejores a la historia de la libertad humana»337.

Y el tercer ejemplo es el que, sin tocar esta vez aspectos sociales, merece ser recordado imperecederamente porque simboliza el ataque a los sentimientos más profundos del corazón humano, a lo más tierno de éste, y a la vez el ataque al derecho. Es el lacerante breve cuento La historia de Juan de Flandes, escrito en esos mismos días, y nos bastará con decir que en él se muestra al desnudo el horror de la fuerza pisoteando y ensangrentando la inviolabilidad de un hogar que no es, naturalmente, sino la imagen del hogar nacional invadido y de la inocencia de la paz profanada. Y Rodó había identificado, precisamente, desde el primer instante, la causa de los aliados con la causa de la humanidad y del derecho338.

*  *  *

Puede reconocerse fácilmente la pluma del Maestro, siempre pulquérrima, aun cuando asuma el tono de la gravedad que conviene al tema político, en el editorial de El Telégrafo, a cuya redacción vimos que estaba vinculado, del 4 de agosto de 1915, artículo que, aunque no lleva firma, le fue públicamente atribuido339, y con razón, porque hoy sabemos que le pertenece, y que bajo el nombre de «Cuestiones internacionales. ¿Intervención en Méjico?» denuncia el peligro de una intervención conjunta de los estados americanos, a solicitud de los Estados Unidos. Viene en línea recta de Ariel, pero dijérase que los quince años transcurridos le sirvieron para hacerle ver proféticamente, en la política de aquella nación, los peligros que hoy palpamos. Dice así:

«El gobierno de los Estados Unidos del Norte -según informaciones telegráficas de estos últimos días- ha propuesto a la consideración de los representantes diplomáticos de las naciones latinoamericanas ante aquel país, la conveniencia continental que podría haber en una acción conjunta de los pueblos de América para intervenir en la lamentable situación interna de Méjico y procurar una solución que la normalice.

En principio, toda intervención extranjera en asuntos internos de un Estado soberano, máxime cuando estos asuntos no tienen complicaciones de hecho que hieran directamente las inmunidades o la dignidad de otros Estados, debe excluirse y repudiarse con resuelta energía, haciendo de esa exclusión uno de los fundamentos esenciales de toda política internacional americana. Aceptar transacciones o condescendencias en la aplicación de ese principio, significaría un gravísimo precedente, que, más que a nadie, debería alarmar a las naciones de escasa extensión territorial, condenadas -si ese criterio quedase autorizado-, a la afrenta de las intervenciones de afuera, siempre que la apreciación, justa o injusta, de sus vecinos poderosos creyera llegada la oportunidad de inmiscuirse en sus querellas internas.

La política internacional de los Estados Unidos del Norte tiene antecedentes conocidos, en cuanto a su ingerencia en las cuestiones domésticas de los pueblos de este Continente. El propósito de intervención que ahora se insinúa, resultaría en cualquier caso lógico y consecuente con esa orientación histórica de la política norteamericana, pero para los demás pueblos del Nuevo Mundo -consultados con cortés oficiosidad-, se presenta la ocasión de resolver si les toca cooperar, directa o indirectamente, al desenvolvimiento de una norma internacional que tienda a establecer, en América, algo como una tutela protectora y filantrópica de los fuertes y ordenados sobre los débiles y revoltosos.

Que, valida de la superioridad de su fuerza, la poderosa nación del Norte haya ejecutado sus intervenciones desenmascaradas, como en Cuba y Panamá, y ejerza una intervención constante y encubierta en los negocios públicos de otros Estados hispano-americanos, es cosa que no constituye gran baldón para las demás repúblicas del Continente, si se considera que no les es exigible con justicia una acción internacional proporcionada a los medios y recursos de su enorme vecino. Pero que todo eso vaya a continuar y a completarse con el asentimiento expreso y la colaboración complaciente de los propios pueblos de la América Latina, es una aberración que jamás podría disculparse y contra la cual deben prevenirse seriamente los gobiernos consultados para dar forma al propósito interventor de que se habla.

Nos referimos, en todo lo que va dicho, a cualquier género de intervención material, a cualquier ingerencia que tenga por manera de manifestarse la cooperación de fuerzas extranjeras en favor de uno u otro de los partidos que se disputan, en Méjico, el gobierno. No aludimos a las intervenciones de orden moral, consistentes en los buenos oficios que puedan ofrecerse para la solución de la espantosa crisis, con propósitos de conciliación y sobre la base indeclinable de la conformidad espontánea y expresa del pueblo desgarrado por la guerra civil.

Lo primero es radicalmente inaceptable; lo segundo obedecería a un sentimiento de solidaridad continental, -y aún más, de solidaridad humanitaria- que no podría suscitar sino adhesiones y aplausos; pero es necesario cuidar el que no se traspase en lo más mínimo la línea que separa estas intervenciones amistosas de aquellas imposiciones deprimentes»340.



*  *  *

Y todos cuantos males en el futuro sobrevengan al mundo, a este país o a los demás de América, ya se les parezcan o ya sean todavía peores, y los remedios para curarlos o extinguirlos sean aún más eficaces y enérgicos: el anverso y el reverso de todo eso, estaban ya, pues, en potencia, en Ariel.

Resulta evidente, ahora, miradas en perspectiva las cosas, que quien se proponga hacer una breve síntesis del ideario que alienta, explícita o virtualmente, en las páginas del libro con el que Rodó, cerrando su propia juventud, se alzaba a asumir el magisterio de la de toda América, no podrá hacerlo sin destacar en ella -y va en estas palabras finales un intento de realizarlo- cómo, grave y pausadamente, sin desmayar jamás de una esperanza sostenida, y siempre en lenguaje doblemente persuasivo, por bello tanto como por sesudo, el Maestro adoctrinó a los jóvenes en dos instancias, a través de las cuales va prolongándose una idéntica actitud espiritual.

La primera es la del mismo Ariel.

Mostró en él, por un encadenamiento lógico de las ideas, el camino que conduce, sucesivamente, aunque siempre para ir reteniendo y prosiguiendo cada vez sus aportes sin cesar y sin soltarlos más, a la acción, a la democracia y a la lucha; camino que deberá irse jalonando, desde su inicio, pon fecundas treguas que se consagrarán a la contemplación, al ensueño y a la meditación.

Pero no sólo les mostró ese camino, sino que les señaló además sus metas, dirigiendo su prédica al objeto supremo de la humanización del hombre, que él no designó con esas palabras pero cuya esencia dejó inequívocamente revelada como tal, y como tal su excelsitud en la escala axiológica. Y fue por ello que insistió en prevenir contra los peligros que al logro de sus bienes opone de por sí, es decir, en lo ontológico y como concepción estrecha e interiorizante de la vida, el utilitarismo, y con éste, pero en el plano de lo contingente e histórico, y por ello acaso llamado a no ser sino transitorio, el monstruo avasallante que ha creado en los Estados Unidos, explayándose sobre ello para que puedan irse- logrando, en vez, en un esfuerzo sin término concebible, pero, ahora, en el plano de lo necesario y como expresiones de aquel mismo objeto supremo, en lo individual, la formación y el cultivo incesante, en cada uno, de su propia personalidad de hombre, singular sin duda y dueña de su propio y distinto fuero, pero que es a la vez la de hombre entero, la del hombre integral, armoniosamente desenvuelto en todos los sentidos de que la condición humana es capaz; es decir, a un tiempo fuerte y delicado, lo uno por obrero laborioso y tenaz y por ciudadano consciente y activo, lo otro porque sepa entregarse a saber y a meditar, a contemplar y a soñar, por abierto y sensible a las solicitaciones de la inteligencia y del arte; y en lo colectivo, el acceso de la Humanidad a las etapas por las cuales ésta vaya alcanzando en el tiempo, indefinidamente, la formación de sociedades en las que, a favor de la igualdad en el punto de partida, designada así expresamente una vez, y otras como «igualdad inicial», y de la educación popular, a la que considera «un interés supremo»; y por el libre consentimiento de todos, y buscados por el amor de todos, sean elegidos para regirlas aquellos que mejor representen las verdaderas superioridades humanas: las del talento, la virtud y el carácter.

Y lo hizo a la vez llamando a las generaciones nuevas del continente a que, para realizar esa empresa, se unieran en el esfuerzo de construir una grande Hispano América que, reconociendo sus remotos vínculos comunes de formación y de ideales, sea patria común para los hijos de cada una de sus patrias. No lo dice todavía así en Ariel pero lo sugiere, y le dará esa formulación en posteriores oportunidades.

En la instancia que se inició después de Ariel, pero merced a la siembra con que este mismo Ariel fue enriqueciendo incesantemente el propio espíritu de su autor, que vino haciéndose así discípulo de sus personales enseñanzas, Rodó, al paso que en una de sus obras -Motivos de Proteo- revelaba, para la gran tarea de construir la personalidad, los secretos y las virtualidades infinitas de las vocaciones y el poder de la voluntad aplicados al ideal del perfeccionamiento incesante y la superación en el cambio, y en otras -El Mirador de Próspero y cien páginas más- meditaba, ya acerca de tal o cual aspecto, ya en torno a tal o cual valor señero, de la tradición hispanoamericana y de la nacional, ya frente a realidades del presente del país y del panorama universal, sacudido entonces por la tragedia de la guerra, ya sobre los clásicos eternos del arte, proseguía, sin decirlo expresamente, su magisterio sobre los jóvenes al señalar el dolor del indio y la sufriente condición del obrero explotado como otras tantas grandes injusticias que reclamaban perentoriamente su eliminación, llamando a las energías de todos para alcanzarlas (pero por modo implícito, no por ninguna forma de presuntuosa convocatoria personal, pues no era esa su manera), mediante una gran empresa de reivindicación, a irse realizando, cuando ello sea posible, por los caminos del amor, perseverando en ellos hasta agotarlos; y, cuando no, por la violencia armada de la revolución.

Por eso, todo aquel que haya podido alcanzar la verdad de una síntesis que, como la que acaba de dejarse bosquejada aquí, abarque las dos instancias del mensaje de Ariel, se habrá explicado la fecundidad del potencial de ideas que estaba contenido en lo explícito de las páginas mismas del libro. Porque ellas eran ideas-fuerzas, que tenían ya alcance inmediato para cuanto en sus palabras se decía, pero que eran también de largo alcance para todo lo que su autor bebió en ellas y supo prolongar en sucesivas revelaciones que les eran fieles, para ir agrandando y multiplicando los círculos desprendidos de su centro inicial de irradiación; y, de modo idéntico, cada generación puede ir añadiéndole sus propias revelaciones, como otros tantos círculos que hayan de reconocerse igualmente fieles a los que primero fueron formándose en derredor de ese centro inicial.

Todo ello explica, y asegura, entonces, la vigencia imperecedera de Ariel341.