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Influencias socio-culturales en la narrativa de Galdós

Germán Gullón





El estudio de un fenómeno de universal manifestación, el que las obras literarias son con frecuencia modificadas por alguien ajeno al autor en el tránsito del manuscrito a la versión publicada, ha sido históricamente desatendida por la crítica dedicada a la literatura moderna. Las causas de tal postergación se relacionan con la inamovible (y falsa) creencia de que la fuente y el origen (fons et origo) único del texto es el autor1. Concepción romántica de la autoría que necesita ser revisada, pues, en realidad, el texto literario sufre un momento de socialización (contaminador, diría un purista) importante al entrar en el proceso de producción.

Todos los posibles lectores de un manuscrito, desde un amigo de quien se recava una valoración sincera, a los editores a que se somete el escrito para que consideren su mérito y eventual publicación, y sin olvidar tampoco a los responsables de la imprenta ni a los encargados de convertir el manuscrito en un producto comercializable, todos ellos participan de la autoría. Naturalmente, la acogida y presentación de tal producto en librerías y catálogos afecta a su recepción y al último destino asignado al libro. La literatura de los siglos XIX y XX resulta muy susceptible a los aranceles impuestos por este fenómeno, que permite a un impulso psíquico individual, cifrado en signos verbales, convertirse en el objeto libro, que el lector podrá evaluar, decidir si lo compra y con posterioridad leerlo y juzgar si le gusta o no. El carácter del proceso que se inicia cuando el libro deja de ser un primer borrador, y pasa a conformarse en libro, hipoteca la libertad autorial.

Parece llegado el momento de inaugurar una nueva veta de investigación galdosiana, dedicada al estudio del impacto del proceso editorial en la obra, los cambios impuestos por el medio donde apareció, con lo que veríamos rebajarse la autoridad del autor -y valga la redundancia- sobre el texto y subir la responsabilidad de la sociedad ante la escritura2. Obtendremos así una visión cumplida de la obra y, a la vez, haremos justicia a los presupuestos actuales de lo que es la lengua literaria. Si cuantos nos afanamos en talleres de crítica adaptamos los presupuestos adelantados por el eminente lingüista suizo Ferdinand de Saussure en el Curso de lingüística general (1915), que la lengua viene arbitrada por sus hablantes, quienes deciden respecto al significado de las palabras, no holgaría que aceptáramos también el contenido social en la conformación de los contenidos textuales.

Debo precisar que lo social de que hablo nada tiene que ver con los estudios realizados hasta ahora sobre la sociedad en la obra de don Benito, firmados, entre otros, por los amigos Geoffrey Ribbans y John Sinningen3. Ellos analizaron con destreza el reflejo del mundo social en la página impresa, el cómo aparece allí representado en sus diferentes individuos y clases. Mi perspectiva propone repasar el impacto de la sociedad por medio de otros indicios; en lugar de enfocar los aspectos de la representación, me fijaré en las marcas hechas por el proceso de producción, el paso de original a libro, el cómo un texto redactado a pluma en papel borrador se transforma en un volumen impreso con letra homogénea y legible. Tampoco sugiero la línea de investigación propuesta por Robert Escarpit o por Jean-François Botrel, imprescindible para ahondar en los modos de producción editorial, los tipos de lectores decimonónicos o su cantidad. De hecho, el erudito trabajo Libros, prensa y lectura en la España del siglo XIX4, de Botrel, supone una aportación fundamental para cuantos deseen entender el contexto socio-cultural de la época.

Mi interés presente se dirige a examinar lo desechado en el paso del borrador a lo impreso, por ejemplo, los cortes sugeridos por allegados o por un escritor, las posibles variantes o distintas versiones, las cartas referentes a tales asuntos, las aportaciones de presuntos colaboradores. En general, cuanto venga a implicar a otros en el proceso creativo, incluidos los correctores de pruebas, que limpian la cara de la versión final. Todos, sin excepción, varían las directrices autoriales al retocar la faz definitiva de lo escrito, y su estudio permite entender a la novela como lo que es: un producto social.

El haber literario galdosiano resulta tan abundante que simplifica la búsqueda de huellas ajenas en sus obras. Pocos desconocen la ceguera de Galdós, que durante los últimos ocho años de vida dependió de amanuenses y secretarios, quienes tomarían sus palabras al dictado. Parece que ya mucho antes gustaba de dictar sus obras5. Cualquiera que por razones de oficio, cargos burocráticos, se ha valido de estas ayudas, sabe que en ocasiones se ofrecen las directrices, y queda a la discreción del ayudante la tarea de realizar el trabajo.

Quisiera en tan propicia ocasión reconsiderar ciertas cuestiones firmemente asentadas en la mejor bibliografía crítica de Galdós, estimándolas a partir de la perspectiva sugerida. Las posibilidades ofrecidas por la obra del maestro canario a una indagación según el método propuesto resultan innumerables, comenzando por cuál sea la primera obra, La fontana de oro o La sombra, el porqué se publica una antes que otra. ¿Se redactó primero La fontana o La sombra? ¿Las concluyó al alimón? Si así fue, cabrá hablar de propósitos cruzados, y posiblemente de un agente externo que los provocó. Otro tema a dilucidar: el examen de los cortacircuitos producidos por los Episodios en las novelas propiamente dichas. La sistemática indagación del doble propósito (Episodios/novelas) iluminará, sin duda, el envés autorial del canario. Hoy me detendré en una cuestión archiconocida y que los especialistas tienen entre dedos, aludo a la problemática planteada por Doña Perfecta (1876), de la que existe una plétora de materiales que apuntan a un entrecruce de propósitos autoriales.


Del autor al autor mediado

Existe en torno a la novela una importante bibliografía crítica y una excelente edición de Rodolfo Cardona6, esta me provee un punto de referencia textual fiable y, a la vez, ejemplar del tipo de crítica autorial a la que intento suplementar con una lectura social.

Cardona exhibe una alta conciencia de los problemas editoriales, trabaja dentro de la tradición editorial clásica que pretende restablecer la intención original (y final) del narrador. Por lo tanto, basa su edición de Doña Perfecta en la última corregida por don Benito, 1902, anotando a pie de página unas setecientas y pico variantes aparecidas en ediciones posteriores. Las apostilla con la esta advertencia: «Las notas siguientes son las variantes que Galdós pudo introducir en el texto de la novela al corregirlo después de publicar la edición de 1902» (pág. 69). Y dice también: «nos atrevemos a segurar que la mayoría de éstos (cambios) fueron hechos por don Benito porque siguen, en general, el patrón que observamos en los cambios que él hace en sus novelas al pasar del manuscrito al texto: simplificación del léxico, inmediatez en la expresión, deseo de concretar y objetivizar tanto las acciones como las descripciones» (pág. 57). Y los interpreta así: «La gran mayoría de los cambios registrados parecen venir de manos del novelista y sólo pocos de manos de editores y cajistas; y que, en general, mejoran el texto, precisándolo, simplificándolo en su sintaxis y dando más detalles en algunas descripciones [...] En todo caso es interesante notar que Galdós corrigió, en efecto, sus novelas; y que es preciso, en el futuro, hacer estudios detallados de algunos textos importantes de Galdós para determinar hasta qué punto esas ediciones que estipulan que han sido "esmeradamente corregidas" lo han sido en efecto» (pág. 63).

Los criterios empleados por Cardona son los mejores al uso, sin embargo, resulta curioso que se suponga que Galdós en 1898, volviera a retocar la obra, veintitrés años después de su aparición inicial, y que esta referencia que aparece en la novena edición «esmeradamente corregida» no sea puesta en entredicho. Don Benito retocó aspectos accidentales y nada sustancial. A aquellas alturas, y dada la sofisticación intelectual y creativa lograda, la reescritura de Doña Perfecta hubiera constituido una auténtica locura, a no ser que hubiera decidido escribir un texto distinto. Lo que sí hizo Galdós, si él actuó de corrector, cuestión necesitada de prueba, fue adecuar el texto a las costumbres estilísticas de su momento y poco más. A falta de obtener una documentación mayor respecto a las correcciones, comentaré los primeros pasos de la novela, de lo que sabemos bastante.

Conservamos el manuscrito de la misma, además conocemos que fue publicada por vez primera en la Revista de España (1876), y que el mismo año apareció en forma de libro dos veces, en junio de 1876 en idéntica forma a la de la Revista, y en diciembre con un final distinto, y bajo el sello editorial La Guirnalda -existe aún un tercer final-, publicado por Geoffrey Ribbans7, con el que no trabajo aquí, por razones de facilidad de maniobra. La última versión de La Guirnalda es la estimada como prima, pues este texto, con variantes posteriores, es el que se viene reproduciendo con regularidad.

Desconozco el impacto concreto ejercido por el nuevo sello editorial, quizás el cambio tuvo que ver con la sustitución del final. Lo cierto es que coincidiendo con la mudanza de editorial el final varió sustancialmente.

En la Revista de España aparecerían dos cartas, escritas por el egregio Cayetano Polentinos, hermano del fallecido esposo de Perfecta. Figuraban al final, a modo de final de rebote, que quitaba hierro al asesinato del sobrino Pepe Rey. La primera contiene hechos novedosos con respecto a lo contado: que Jacinto y Perfecta son prometidos, que si Perfecta se ríe -la alegría no la caracterizaba hasta entonces-, que la señora está rolliza y vistosa. La segunda cierra con noticias igualmente sorprendentes, a saber: que si, que se iban a casar el joven y la señora; que preparando la carne para los chorizos el Jacinto se quebró, que al resbalarse en una piltrafas fue a caer en el cuchillo que sostenía en la mano su madre. Consternación y adiós. Los críticos pensamos que el final conocido mejora el texto, no sé, depende de la clave en que se le lea, porque en la folletinesca el telonazo último tiene su chiste.

Si aceptamos al autor como la exclusiva autoridad textual y sus intenciones como única guía, las páginas preteridas carecen de todo interés a no ser el circunstancial. Supone un escalón más en el camino hacia fértiles horizontes. En cambio, deteniéndonos un momento para incluir en la ficha de identidad autorial las circunstancias de la producción, alcanzaremos una visión alternativa, y que permite entender la aportación del proceso de construcción textual a todos sus partícipes.

El texto de Doña Perfecta publicado en la Revista de España se reprodujo facsimilarmente en un tomo financiado por el Banco Exterior de España, titulado Galdós periodista (1980). Aunque resulta una edición de lujo en muchos aspectos, carece de utilidad práctica, pues faltan las fechas y la paginación de los periódicos de donde copiaron las contribuciones. Al desconocido editor cabe achacarle -a parte de una cierta incuria-, al menos dos propósitos: primero, reproducir la versión original perdida, la inicial versión del argumento; y segundo, el aceptar que la versión desdeñada corresponde al Galdós periodista, mientras la del libro pertenece al novelista. Menciono estos dos propósitos porque apuntan a diferentes disyuntivas que abren camino a la socialización del texto. Un posible lector de la versión aparecida en el libro del Banco Exterior entenderá Doña Perfecta de bien otra manera, debido al final insólito, la dama enamorada de Jacinto, jugoso término, superior en calorías, al final lógico y predecible de la trama en su forma canónica.

De cualquier forma, disiento de toda lectura basada en las intenciones autoriales. Cada versión no es refinamiento, sino una manifestación de influencias foráneas en el texto y, no caben dudas al respecto, de la riqueza de la paleta del artista. Si contemplamos los finales desahuciados a la luz del progreso de socialización de la obra, podremos comprender la labor del colectivo social en el modelado del autor, del individuo.




El autor mediado

El concepto de autor implícito, acuñado por el profesor de Chicago, Wayne C. Booth, en su libro The Rhetoric of Fiction (1961), que colocó a la figura del autor ideal en lugar del autor con biografía como objeto de estudio, identificable en los huecos del texto, observando las diferencias entre los sistemas de valores propuestos por el autor discernible en la lectura y la norma existente en la época y vida del autor, ha servido a la crítica por varias décadas, reforzando indirectamente la idea de que el autor era el exclusivo responsable de los valores abogados en la página impresa. Esta figura a la que me suscribí por muchos años, me parece hoy necesitada de una merecida jubilación, o al menos el pasar a trabajar a medio tiempo. El autor mediado será de mayor ayuda en los tiempos venideros, y como su denominación indica, una figura autorial con un fuerte componente social, tanto al nivel psicológico (de la creación), de cuanto el autor piensa e imagina dentro de los moldes que le permite su educación y marco cultural, como en el que nos interesa, la modificación de los textos mediante colaboraciones, opiniones de colegas, correcciones profesionales, y demás. Lo esencial es cambiar la dirección de los estudios textuales para recontextualizarlos de acuerdo con la incidencia de lo social que hoy percibimos con mayor nitidez.

En vez de considerar a Galdós como un autor a lo romántico, puliendo su obra con el supremo mimo de un ensimismado, a lo Shelley, a lo Juan Ramón Jiménez, lo entendemos como lo que fue, un autor de vida agitada, avasallado por impulsos contradictorios, que no dejó de ser influenciado por las urgencias económicas, por la necesidad de acoplar una obra novelesca al teatro, y cortar y cambiar según aconsejaba la circunstancia, o aceptar recomendaciones que cambiaban el curso de las obras en su forma original.

Me permito, a modo de inciso, citar a Andrés Amorós, a propósito de Juan Valera: «Si Valera hubiera tenido más dinero, ¿habría escrito novelas? Es dudoso. Así se lo dice a Campillo... "Mi deseo de escribir novelas procede de varias causas y es la más poderosa la necesidad de ganar dinero. En suma, yo necesito más dinero y deseo escribir para ganarlo"». Y comenta Amorós: «Por rico que hubiera sido, siempre habría escrito: crítica, cartas, relatos cortos; sobre todo, poesía. No es extraño que le tentara el género entonces de moda, el que proporcionaba más popularidad y beneficios»8. La reveladora declaración valeriana hay que tenerla en cuenta, como hace el profesor de la Complutense, y no armo una afirmación extravagante, sino por cuanto afecta a la construcción de la novela, en concreto a la parca dedicación del genio andaluz, que nunca superó las excelencias logradas en su primera muestra, Pepita Jiménez.




El caso de Doña Perfecta

Las ediciones de las obras modernas y la crítica que de ellas se vale aceptan, como aduje, el principio de que la intención del autor se refleja en la versión final, con lo que el forcejeo que se percibe en muchos casos, el de Doña Perfecta, pasa a segundo plano, a las notas, y se ensalza el tino del escritor en orillar lo omitido. Si pensamos en la primera versión impresa de la célebre obra, reproducida en la primera en el libro, y la considerada hoy como versión base (La Guirnalda, 1876) resulta poco defensible el decir que Galdós aprendió en unos pocos meses a escribir una novela más moderna, que el nuevo final supone un paso decidido hacia adelante, por la sencilla razón de que si aceptamos que la obra fue escrita, en parte, como respuesta a Pepita Jiménez (1874), la presuposición de la supuesta mejora pierde validez, pues la obra de Valera viene organizada de acuerdo con un modelo folletinesco. Y si a esto le sumamos que Doña Perfecta fue redactada a la vez que los episodios nacionales La segunda casaca (1876) y/o El Grande Oriente (1876), la presuposición parece aún menos sostenible. Por lo tanto, me permito especular que las razones que explican la existencia de dos finales distintos se relaciona más con la socialización del producto literario que con las presupuestas mejoras, o una súbita epifanía de Pérez Galdós.

A mí me parecen extraordinarias estas circunstancias, porque me indican que el genial novelista tenía ante sí una doble opción, la de convertirse en un novelista moderno o la de crear una serie de novelas paralelas a los Episodios nacionales, su gran éxito, la serie Pepe Carvalho de aquel entonces, que trataban temas de descarado atractivo. Galíndez sería aquí el equivalente. Afortunadamente, el momento editorial, su posición social, el ambiente que vivía en aquel Madrid, entre amigos recientes y sus paisanos canarios, las buenas críticas que irían apuntalando el empeño modernizador, de Francisco Giner de los Ríos, y luego de Leopoldo Alas, y de tantos otros de cuantos a la vuelta de pocos años denominarían intelectuales. Y dentro de estímulos complementarios, y de otro orden, debo anotar, la creciente importancia del libro, y de la novela en concreto, dentro del panorama cultural, el aumento de bibliotecas y de salas de lectura, el crecimiento de la industria del libro.

Al encerrar la existencia de ambos finales como propongo, Galdós sale notablemente beneficiado, porque podemos concebirlo en posesión de una variedad de flechas en su arco composicional, unas provenientes del romanticismo y otros del realismo, incluso del naturalismo que se le echaba encima. Cabe hablar de conciencia de ismos en lugar de superaciones rígidas que falsean la verdadera situación. Veamos las características del primer final.

Se representa a Perfecta Polentinos riendo y rozagante, e incluso dice su cuñado, «ha echado carnes y se ha puesto muy guapa», y sabemos también que anda de novia de Jacintito, veintidós años menor. Nuestra sorpresa, digo para los que nos criamos a los pechos de la novela en su versión final, crece y nos pasmamos al saber el final del noviete de la dama: Perfecta con unas amigas prepara en la cocina carne para hacer chorizos y morcillas, cuando el pazguato se presenta: «Jacinto acercóse al grupo, resbaló en una piltrafa y cayó [...] El infeliz muchacho cayó violentamente sobre su madre María Remedios, que tenía un gran cuchillo en la mano» (pág. 22). Y ya contamos lo ocurrido.

El texto permite varias lecturas, y no todas tan descabelladas como el suceso. La más obvia se deriva de que Jacintito y su mamá pagaron por las perfidias perpetradas en Pepe Rey, que Perfecta queda compuesta y sin novio. Llamémosle el final de la justicia divina. Otra posible se apoya en la horrible circunstancia de la muerte, y en vez de entender el final a modo de conclusión de lo anterior, lo considera una increíble vuelta del argumento, lo llamaremos con justicia el final folletinesco. Un amigo de especulaciones freudianas podría disfrutar con las múltiples posibilidades que el noble y sabroso embutido español ofrece a los aficionados al juego simbólico. Empero, lo que separa las dos primeras interpretaciones advertidas, la coherencia del argumento o la sorpresa por el rumbo insospechado que toman los sucesos, resulta inferior a lo que les une. De la versión por entregas a la versión quasifinal en libro media no un abismo, sino dos formas de representar la realidad, avaladas por filosofías divergentes, entre las que se debatía el escritor de la época.

La versión folletinesca participa de las características propias de la novela romántica, en particular de la posibilidad de jugar con la identidad de los personajes, el que aparezcan completamente distintos de cómo son de una página a la siguiente. Porque el motor o el carburante de ese tipo de fabulación proviene de la pasión, del apasionamiento, y lo caracteriza la discontinuidad, la capacidad de cambiar de signo y sino. Por otro lado, el kantismo, bajo la guía del realismo, del método experimental, exige continuidad, coherencia, lazos causales, y de ello sabía bastante Galdós y los de su medio.

Tanto la novela como género como el panorama intelectual de los años setenta se debatía entre esas disyuntivas, de producirse el escritor de acuerdo con maneras románticas, donde todo cabe, y los personajes pueden adoptar cualquier guisa, y la realista, enfocada por los caminos de la coherencia causal, de la construcción literaria de la lógica, psicología y lógica de los personajes, que diría Ricardo Gullón. Cuánto me cansa escuchar y leer que el realismo se da en Mesonero Romanos y los costumbristas, e incluso antes en la Vida, de Diego Torres de Villarroel, por que eso supone confundir los términos del realismo, y entender el ismo como si consistiera en la descripción puntual de los objetos, las personas, y sus habitaciones. El realismo implica una filosofía positivista, un método de observación, en otras palabras, el roce del intelectual con las ideas del filósofo Kant, aunque no sea directamente. Y los escritores, como Galdós, sintieron su influjo, y les indicaba, como habían presentido al leer las páginas de Honoré de Balzac, que el mundo en vez de estar abierto a todas las posibilidades, se podía limitar, representar de acuerdo a normas con perfiles definidos; así la realidad se veía mejor. Y a la vez que Galdós, los editores lo sabían también, intuían las demandas de un público urbano, que contemplaba los confines del horizonte, muy distinto al de las clases rurales, cuyas ventanas daban todavía a vistas ilimitadas.

Entre una versión y otra de Doña Perfecta se debatían dos formas de representación, propiciadas por modos de composición distintos y las de publicación diferentes, de la entrega al libro. Este último imprimía carácter a la ficción, la hacía más respetable, un objeto que podía influir decisivamente en el pensamiento de las gentes. No olvidemos que la novela, cumplía funciones harto específicas, desde la de proveer al buen burgués, con amplio tiempo para gastar en el ocio, una forma de entretenimiento al que podía devengar réditos mentales, y no dejarse llevar por la adrenalina de las ideas, hasta la de suplir los sistemas de valores que la iglesia, en franco entredicho en ciertos ambientes, parecía cada vez menos capaz de ofrecer, por su inadaptación a las circunstancias de entonces. La novela por entregas carecía, ayer como hoy, pienso en los cuadernillos que Antonio Muñoz Molina y Arturo Pérez Reverte -novelistas con buenos títulos- han ofrecido a los lectores del verano pasado y del presente en El País, de mayor función que no fuera la del entretenimiento.

En abono de tal explicación aduciré argumentos que todavía no se han utilizado con respecto a nuestra novela, y me refiero al distinto tratamiento del tema del amor que implican ambas versiones. En el final por entregas encontramos a la Perfecta rozagante, una atractiva mujer, con sólidas carnes, dispuesta a casarse con un hombrín al que aventaja en dos décadas, lo cual indica que la unión tiene un fuerte componente instintivo. La preclara orbajocense se revela en estas páginas presa de un sofoco; la observamos con las mangas remangadas y manejando carnes de relleno, indicios infalibles de que la señora necesita un desahogo. Muy al contrario, el otro final deja las cosas como las conocemos. El único amor de la obra es el existente entre Pepe y Rosario, que nunca realmente pasó por esa primera etapa del amor, la instintiva, de atracción física, que hombres y animales compartimos, y fracasó porque la segunda, en que el amor se domestica por las coincidencias de los amantes en determinadas prácticas culturales, los gustos compartidos por las mismas cosas fue impedido. Pepe y Rosario, que tantas cosas tenían en común, vieron su amor impedido, porque se negaba que compartían lo que sí compartían, los mismos gustos e inclinación por llevar una vida regida por la moderación que incluía las negadas respecto a los mayores y a la iglesia.

O sea, que si el amor se manifiesta en dos etapas, la primera en que por razones neuro-fisiológicas sentimos la atracción del otro, y la segunda en que ese impulso se aclimata (calma) gracias a las semejanzas de gustos, nos encontramos que Galdós en la versión inicial incluyó ese componente, el instintivo, mientras en el segundo, no. Esto, en mi opinión, supone un acallar de lo físico, que sumado a la disminución de lo pasional ya mencionado, nos indica que los cambios o la alternancia de impulsos creativos resulta grande, y que don Benito escribía bajo presiones de muy distinto signo.

Si todo lo dicho, este componente instintivo-pasional, lo tachamos o recubrimos con un papel blanco, como la Inquisición hacia con los libros censurados, Doña Perfecta gana en unidireccionalidad, y pierde en riqueza como lugar literario, como texto. Yo no dudo que la razón por la que Pérez Galdós cambió el final tuvo que ver con presiones del ambiente, y no exclusivamente al propio discurso, porque como aduje antes, modelos a seguir tenía bastantes con antelación a escribir la primera versión de la obra. Eso tampoco quiere decir que todos los cambios y correcciones efectuados en ella, y Cardona los especifica y trata con sumo acierto en su edición, se deban a los editores. Estoy convencido que salieron de la pluma del escritor, y que, sin duda, mejoran el texto.

Habría razones adicionales para justificar ciertas lecturas de Doña Perfecta atendiendo a fenómenos sociales que ocurren en un marco socio-cultural. Por ejemplo, la actividad desarrollada por el autor de las cartas que constituyen el otro final, el historiador de Orbajosa, don Cayetano Polentinos, a quien se ha relacionado incluso con una publicación de Santander, Don Cayetano, de filiación conservadora, cabría con no menor plausibilidad entender toda la actividad del historiador orbajocense como una manera de burlarse del recién promulgado Real Decreto (1-1-76) en el que se limita la libertad de prensa9. Galdós al colocar al singular personaje y narrador de Cronista Oficial de Orbajosa, autor de libros pesadísimos, llenos de sutilidades históricas de bostezo, podía burlarse de la reglamentación vigente, que solo afectaba a la prensa. Sus libros parecen acogerse a la nueva situación redundando en cuanto a su falta de interés, a su contenido libre de cualquier veleidad.

Por último, la idea de que Doña Perfecta indica su adscripción galdosiana a la causa liberal debe matizarse, en especial si se tiene en cuenta las burlas dirigidas a la masonería española, y el adjetivo debería ir subrayado, en El Grande Oriente, terminado de redactar en junio de 1876, cuando andaba fraguando el afamado trueque de finales. Si en Doña Perfecta y en La segunda casaca se burla de los absolutistas en El Grande Oriente los masones no salen mejor parados. Total, que las simplificaciones al uso se complican cuando se amplía el contexto, y Galdós aparece más independiente de las adscripciones autoriales que parezcan sugerir tal o cual texto.




Otros ejemplos

Galdós me parece un escritor moderno prototípico, al que conviene someter a una estricta crítica textual, que alleguemos cuantos textos ofrezcan luz sobre la manera y las razones por las que el insigne autor realizaba cambios. Desde a C. A. Jones que estudió por primera vez las variantes de Doña Perfecta en 195910, pasando por los estudios de manuscritos de Robert J. Weber (Miau), de W. T. Patttison (Gloria), de Diane B. Hyman (Fortunata y Jacinta), de James Whiston (Lo prohibido), hemos ido acumulando pruebas de la importancia de las correcciones autoriales y de las otras. Sabemos también, gracias a Carmen Menéndez Onrubia11, de la azarosa relación con sus editores y su propia experiencia. Del teatro, por ser el género propicio a correcciones, digo solo que del texto original (el de las musas) al puesto en escena solía mediar abismo y medio. Incluso ahora, leyendo las cartas de Galdós en la formidable aportación del galdosísimo Sebastián de la Nuez12, conocemos de que Teodosia Gandarias colaboró en parte con Galdós, que ella leía y daba su opinión con respecto a cómo iban saliendo las obras.

La evidencia la tenemos allí, suficiente para refrendar lo alegado y sugerir que tanto la edición de los textos galdosianos como el estudio de sus obras debe hacerse teniendo en cuenta toda esta cantidad de materiales, que no son exactamente fuentes secundarias según se les solían llamar. Debemos concederles el estatus que les corresponde, manifestaciones de que Galdós no era un genio solitario que tenía que amoldarse a las demandas del mundo editorial, de la sociedad. Hay que enterrar de una vez por todas la falsa moción de que los novelistas geniales no necesitan de nadie y que su talento brillará sin necesidad de ayudas. Eso es imposible: editar es socializar. En fin, que la marginaba debe recibir una parte del protagonismo autorial. Entiéndaseme bien, no doy patente de corso para sustituir el estudio crítico por el menudeo crítico erudito de tan larga e infeliz solera en todas las tradiciones académicas. Pido que busquemos a Galdós en su proyección social, y así confirmar su maravilloso talento para escuchar los latidos de la sociedad de su tiempo. Confirmar lo que los galdosistas de ayer intuyeron, la capacidad de sintonizar con su tiempo.







 
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