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ArribaAbajoLa argolla

Sola ya en la reducida habitación, Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las admiraba, con la admiración impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es que se lo representaba alrededor de su brazo propio, como irradiación triunfante de su belleza, como esplendor de su ser femenino.

¡Había pasado tantos años ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche! Siempre vestida de desechos laboriosamente refrescados (¡qué ironía en este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente sucios, con la suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello de la talma con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: «¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!» No sabía de qué modo..., pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.

Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo... lo que adivina el lector.

La conversación pasó frente a un espejo enorme, rodeado de plantas naturales, entre el silencio solemne de la escalera tapizada de grueso terciopelo rojo. Fue lacónica, firme, concreta, por parte de Gaspar; verdad es que Leocadia no titubeó: con dos síes aceptó el convenio.

Se irían juntos a Inglaterra, antes de una semana. Y el brazalete, la hilera de gruesos brillantes, que acababa de ceñir a su muñeca, era la señal, las arras, por decirlo así, del contrato. Se despediría la víspera de la familia Ribelles por medio de una sencilla carta. Ni les debía otra cosa, ni tenía por qué darles cuenta de sus resoluciones. ¡Abur, abur!

Y se complacía mirando el hilo de luz en torno de la muñeca redonda. Alzó la mano hasta el espejo, para divisar en él su brazalete copiado. ¡Ya los tendría de todas clases, muy pronto! Aros de rubíes sangrientos y de zafiros celestes; cadenas de eslabones de oro, entreverados con lágrimas de perlas, como los que se ostentaren en el escaparate de Lacloche... Mientras pensaba esto, una idea cruzó por su cerebro de mujer a quien la necesidad ha forzado a adquirir cierta cultura -idea confusa, ráfagas de lecturas, recuerdo de la significación de la joya-. Argolla de esclava había sido en otros tiempos, en las primitivas edades, el mágico trazo centelleante que rodeaba su puño... «Ahora significa libertad -pensó-. No volveré a cubrir mi cuerpo con lo que otras no quisieron para el suyo...» Y sentía un profundo goce que le dilataba el pecho, que le enrojecía las mejillas, el disfrute anticipado de tantas preciosidades. Su cutis fino, de puro raso, percibía el contacto de la batista, la caricia muelle del encaje; su garganta, la tibia atmósfera que crean los rizados plumajes y las vivientes pieles; sus orejas de rosa, el toque frío del claro solitario; sus pies airosos, la opresión elástica y crujiente de la malla sedeña...

«No vuelvo a usar algodón -determinó-. Seda, seda no más... Y a docenas los pares... Unos calados; otros, bordados como galas de novia...» Acordóse del equipo de la mayor de las Ribelles, casada el año anterior, y las punzantes de codicia que despertaba tanta riqueza.

A la evocación de las venturas nupciales, un estremecimiento corrió por el espinazo de Leocadia. Ella no era novia... Las novias no lo son por las galas, ni por las joyas, ni siquiera por el amor... Son novias por otra razón. ¡Leocadia no sería novia jamás! Sin embargo, a pesar de sus ansias de desquite y de lujo, acaso por ellas mismas, conservaba su pureza como se conserva lejos del hielo y del cierzo una azucena destinada a marchitarse en una orgía. «Dentro de seis días...», calculó con involuntario horror. La figura de Gaspar brotó, por decirlo así, del fondo oscuro del curtucho, en una especie de alucinación de los sentidos. Leocadia vio a su futuro... Futuro ¿qué? «Futuro... dueño», articuló, abrasándose la garganta al paso de la voz. El orgullo, el orgullo con anverso de virtud y reverso de vicio, con su dualidad, se irguió en su alma. ¡El tal Gaspar Ribelles! Su barba ya canosa, lustrada de aceite perfumado; su boca, de labios gordos; sus dientes plomizos, restaurados por medio de toquecitos de oro; sus mejillas llenas y encarnadas; su abdomen de ricachón... ¡Qué tipo tan diferente de lo que a menudo, al oír música, después de leer versos, o en la capilla, entre el olor del incienso, soñaba Leocadia! Con la intensidad de un dolor físico, agudo, de una impresión de azotes en las desnudas espaldas, la hirió la certidumbre de que solo faltaban seis días para la esclavitud... ¡Ah! ¡Cómo aborrecía al mercader! ¡Cómo le aborrecía con todo su ser sublevado, con epidermis, nervios, fibras, venas, entrañas!...

Un golpe en la puerta del cuarto, y la cara risueña y maliciosa, de monago, de Tomasico, el botones.

-Señorita... Esta carta acaban de traer.

Era un continental: un pliego de papel que tenía por timbre el globo terráqueo, dos hemisferios. Leocadia firmó el sobre, dejó la pluma encima de la mesilla, se acercó a la ventana enrejada y leyó. Según descifraba la misiva aquella, la fresca palidez de su semblante radioso se teñía de púrpura, rápidamente, como si millares de manos la abofeteasen a la vez:

«Sal esta noche a la calle; te aguardo en la esquina a las diez con un coche. Cenaremos juntos. G.»

El tono imperativo, el grosero tuteo inmotivado, la precaución de la inicial... Leocadia creyó notar que se abría en su corazón una fuente, un chorro de agua limpia, amarga, sana, hervidora, un manantial de indignación, de altivez, de furor, de desprecio. Y debía de ser verdad que la fuente manaba, y se desbordaba, pues ya buscaba desahogo por los ojos. Lágrimas gruesas, copiosas, bajaban a apagar el incendio de las mejilllas...

Hizo trizas el papel; abrió la ventana y al través de la reja lanzó los pedacitos blancos, que revolotearon y fueron a posarse en las losas de la acera. Después, desabrochándose lentamente el ciclo de pedrería, lo miró al través de su llanto, lo tiró al suelo y con sus botitas viejas pisó, volvió a pisar, taconeó, rompió la argolla, haciendo saltar los brillantes de su engaste delicado.

«El Imparcial», 29 de diciembre de 1902.




ArribaAbajoEl destino

Casi todos creemos haber librado de algún peligro, por alguna casualidad; casi todos hemos visto, una vez al menos durante nuestra vida, inclinarse sobre el abismo el platillo de la balanza, y no volcarse, vencido ya, por milagro...

Pocos estarán de ello tan seguros como Matías Reñales, mocetón de pelo en pecho, que ejerce el desalmado oficio de guarda de consumos, y más veces anda a tiros que reza el rosario. Aparte de los lances del oficio, Matías suele encontrarse enredado en otros que nada tienen que ver con las gabelas del Ayuntamiento, pues Matías es más enamorado que dromedario africano, amén de celoso y matón y reñidor sin jactancias, pero con derroches de valentía que rayan en bizarra temeridad; y a su manera, y dentro del círculo nada selecto de sus relaciones, Matías se procura una serie de emociones románticas, y se juega el pellejo con desgaire de guapo e indiferencia de fatalista.

-Porque, miusté -díjome en ocasión de haber venido a verme para pedirme cierta recomendación, la número quinientos mil de las que a toda hora llueven sobre todo el mundo, sea o no sea influyente- en no estando de allá... -y señaló, alzando el índice, al techo de mi escritorio-. Si está de allí, sale usté a la calle, hace viento, cae una teja de punta, le da en la cabeza..., y a San Ginés.

Se me había olvidado que Matías, recriado en Madrid, es albaceteño, no sé si de la propia ciudad puñalera, seguramente de la provincia; y convendrá advertir también que su tipo corresponde al del semimoro, bautizado, pero en el fondo incristianable, que con tal frecuencia encontramos en nuestras regiones del Mediodía. De arrogante figura, tez cetrina, ojos de fuego y terciopelo, barba de intenso negror y un bosque de descuidados rizos coronando la bella cabeza, Matías es grave y sentencioso a fuer de moro natural y ni se alaba de sus proezas, ni echa por tierra a nadie. Hay en él rasgos simpáticos de la dignidad mahometana, sobre todo cuando insiste en lo estéril de los esfuerzos humanos para contrarrestar lo que está escrito. No emplea esta frase; pero el concepto, sí. Y tirando del hilo del concepto, viene a sacar el ovillo del episodio que aún hace erizarse el cabello de Matías.

-Era yo criatura de unos siete años, y vivía con mi madre, ¡proecita!, en cá el agüelo, pae de mi pae, que era labraor. Yo no podía ayuar aún porque no tenía juerza, y mi quehacer era zamparme las golosinas y andar diableando. En la casa, además de mi madre y yo, estaba la otra nuera del agüelo y otros dos chiquillos, Roque y Melchorcico, hijos suyos. Mi tía se yamaba Tecla; mi madre, Llanos -de la Virgen e los Llanos, que es la patrona del pueblo-. Las dos, mi tía y mi madre, habían enviudao a un tiempo, cuando el cólera. ¡Que fue una compasión! Y el agüelo, ¿qué quería usted que hiciese? Las recogió y las amparó..., y tós comíamos.

Sólo que la comía a unos aprovecha y a otros paece que se les vuelve solimán. Mi tía Tecla era de esta casta. ¡Mujer más seca!... Parecía guindilla e sartal, o los gatos cuando pasan veinte días cerraos en un armario, que salen chupaos y echando lumbres. Gastaba un genio e vinagre, y andaba roía de envidia en vista de que sus dos criaturas no acaban de medrar, mientras yo, hecho una manzana y más duro que una guija. Mi madre estaba desvanecía conmigo; al fin no tenía otra cosa a qué mirar en el mundo; y el agüelo -¡caprichos de señores mayores!- se le caía la baba conmigo y me hartaba de mimos y me daba a escondías la mejor fruta del huerto. Y miusté que yo comprendo las cosas; vamos, la que ha pario un par de chiquitines tan de Dios como cualquiera, y a más delicaos, y ve que todo el cariño se lo yeva otro hijo e otra madre, ¿cómo quiusté que se ponga? Como una pantera. Así andaba tía Tecla: unos ojos me echaba a escondidas que yo corría a agazaparme en las faldas de mi madre temblando e susto.

Y no era yo muy medroso... Al contrario; más malo que un cabrito; siempre enzarzao en peleas y metiéndome a hacer hombrás fuera e tino y hora, tirando pedrás al mesmo sol y rompiendo la crisma a zagalones que me yevaban la caeza de altos. Pero elante tía Tecla me entraba un canguelo, que se me quitaban el habla y la acción. Era como aquel que ve una serpiente desmesurá, y en igual de echar a correr se quea quieto esperando la mordedura. Tía Tecla me encantaba con los ojos de basilisco que siempre me estaba flechando; y es que por los ojos aquellos salía un aborrecimiento tan de aentro de la entraña, que me parecían las hojas de dos puñales metiéndome por el corazón a partírmelo. Como me la echaba de guapo, vergüenza me daría de ecirle a madre que tenía un miedo tan horroroso; pero juraría que a ella le pasaba otro tanto, ¡proecilla!, y ca vez que yo me apartaba un minuto, andaba buscándome toda angustiá.

Por aquel entonces hizo mi agüelo una cosa na buena, y lo digo aunque sea faltar y parezca ingratitud, porque la gente de malos hígaos se güelve repeor cuando la esesperan con demasiá poca justicia. Pues el agüelo, ¡Dios le haya perdonao!, sintiendo que le pesaban los años, llamó a un escribano y dispuso de cuanto tenía: el huerto, los trastos de la casa y la labor, unas tierras... y tó en favor mío. A los chicos de tía Tecla, ni esto. ¿Verdad que es pa irritar? Yo no me enteré, y aunque me enterase, ¿qué entiende un chico? Lo único, que tía Tecla se puso más feroz, y cuando me encontraba solo paecía que intentaba espeazarme. ¡Qué lástima que me dan los que pasan miedo! El miedo es cosa mala; es una enfermeá. Yo perdí el comer y me entró calentura.

Era una murria, que to el día me lo pasaba acurrucao a la vera de la lumbre, cerca del fogón. Estío era, y yo tiritaba. El sangraor ijo que aquello venía de la humedá de la acequia; pero sí ¡buena humedá! Mi madre me armó una especie de cama con un colchón y una colcha de percal, y de allí costaba trabajo sacarme. El agüelo juraba que una bruja me había hecho mal de ojo. Pué que sí, que los ojos suelten veneno.

No sentía miaja de alivio, cuando un sábado, ¡qué día tan señalao!, mi madre puso el caldero de la lejía a hervir. Mientras cocía el agua, mi madre aclaraba en el patio. El agüelo se había ido fuera a tomar el sol. Y cátate que uno de los chicos de tía Tecla, Roquillo, el mayor, que era de mi edad y se espepitaba por mí, viéndome acostao con la cara tapá por la colcha, me sacudió y me dijo: «Matías, ¿sabes que ha parío la perra? ¡Seis cachorros tiene! Y está tan celosa, que no me atrevo a cogerle uno. ¿Te atreves tú?» Yo he tenío siempre la debiliá de que cuando me preguntan si me atrevo, me atrevería me paece que a encararme con Dios. Contesté: «Ahora mismo», y salté de mi colchón. El chico -no sé por qué, ¡las veces que he pensao por qué pudo ser aquello!, ¡cosas de la suerte del hombre!- va y dice: «Pues yo, pa que no te escubran, aquí en tu sitio me escondo.» Y se cuela en mi cama, y sube la colcha como yo, igualito...

Voy al cobertizo, me yego a la Pulia, me enzarco con ella, me clava los dientes en este brazo, me saca un peazo e pellejo -¡lo que son las madres pa defender la cría!-, agarro uno de los perriyos, ciegos aún, un canelo precioso, cierro la cancilla y a escape me vuelvo a la cocina. En la puerta me paro elavao de susto; ¡tía Tecla estaba ayí! Me quedo estatua. Con la perra, bueno; pero con la mujer... Y así, agachaito, la veo que tienta en mi cama, y el primo callao. Entonces, ¡Virgen de los Llanos!, la veo que agarra por las asas el caldero de la lejía, hirviendo a to hervir, que lo alza en peso, que se vuelve, que se acerca a la cama y que de pronto... ¡zas!, lo suerta encima de golpe... ¡Si viese usted lo que pasó, antes de morir, aquella criatura escaldá viva! ¡Ni un santo mártir!

Y ahí tiene usté por qué luego he creído que lo que está de allí... -añadió Matías, con relampagueos de espanto en las pupilas al recuerdo de la tragedia, y señalando hacia arriba.

«Blanco y Negro», núm. 572, 1902.




ArribaAbajoTío Terrones

En el pueblo de Montonera, por espacio de dos meses, no se habló sino del ejemplar castigo de Petronila, la hija del tío Crispín Terrones. Al saber el desliz de la muchacha, su padre había empezado por aplicarle una tremenda paliza con la vara de taray -la de apalear la capa por miedo a la polilla-, hecho lo cual, la maldijo solemnemente, como quien exorcisa a un energúmeno y, al fin, después de entregarle un mezquino hatillo y treinta reales, la sacó fuera de la casa, fulminando en alta voz esta sentencia:

-Vete a donde quieras, que mi puerta no has de atravesarla más en tu vida.

Petronila, silenciosamente, bajó la cabeza y se dirigió al mesón, donde pasó aquella primera noche; al día siguiente, de madrugada, trepó a la imperial de la diligencia y alejóse de su lugar resuelta a no volver nunca. La mesonera, mujer de blandas entrañas, quedó muy enternecida; a nadie había visto llorar así, con tanta amargura; los sollozos de la maldita resonaban en todo el mesón. Tanto pudo la lástima con la tía Hilaria -la piadosa mesonera tenía este nombre-, que al despedirse Petronila preguntando cuánto debía por el hospedaje, en vez de cobrar nada, deslizó en la mano ardorosa de la muchacha un duro, no sin secarse con el pico del pañuelo los húmedos ojos. ¡Ver aflicciones, y no aliviarlas pudiendo! Para eso no había nacido Hilaria, la de la venta del Cojitranco.

Cinco años transcurrieron sin que se supiese nada del paradero de la maldita. Ya en Montonera rarísima vez se pronunciaba su nombre; la familia daba ejemplo de indiferencia; el padre, metido en sus eras y en sus trigales; las hijas -que habían ido casándose, a pesar de la mala nota que por culpa de Petronila recaía en ellas-, atareadas en su hogar y criando a sus retoños. Sin embargo, Zoila -la más joven, la única soltera- solía detenerse a la puerta del mesón a conversar, mejor dicho, a chismorrear con la tía Hilaria, movida del deseo de averiguar algo referente a Petronila, de la cual no se olvidaba. Y acaeció que cierta tarde, fijándose casualmente en las orejas de la mesonera, Zoila -que era todo lo aficionada a componerse y emperifollarse que permitía su humilde estado- soltó un chillido y exclamó:

-¡Anda, y qué pendientes tan majos, tía Hilaria! ¡Pues si son de oro! ¡Y con chispas, digo! ¡Ni la Virgen del Pardal! ¿De ónde los ha sacao usté?

-Me los han regalao, ¡tú! -contestó evasivamente la mesonera.

-¡Regalao! ¡Diez! ¿Y quién ha tenío la ocurrencia de regalarle esa preciosidá a una..., a una persona mayor!

-Di a una vieja, que es lo que quieres decir, mocosa -rezongó algo picada la tía Hilaria, pues no hay hembra, así cuente los años de Matusalén, a quien no mortifique el que se los echen en rostro-. Ahí verás; quien me los regaló..., quien me los regaló es persona muy conocía tuya.

No fue posible sacarle otra palabra; pero Zoila no era lerda ni roma del entendimiento, y concibió una sospecha fundada. Desde entonces volvió por el mesón del Cojitranco siempre que pudo, y observó. Hilaria, que tampoco pecaba de simple, notó el espionaje y pareció complacerse en desafiarlo y en irritar las curiosidades envidiosas. Cada día estrenaba galas nuevas, brincos y joyas que hacían reconcomerse a la mozuela y la volvían tarumba. Ya era el rosario de oro y nácar lucido en misa mayor, ya el rico mantón de ocho puntas en que se agasajaba, ya la sortija de un brillante gordo, ya el buen vestido de merino negro con adornos de agremán. No pasan inadvertidos detalles de esta magnitud en ninguna parte, y mucho menos en Montonera; pero antes de que el pueblo atónito se convenciese del insolente boato que gastaba la tía Hilaria; antes de que en la rebotica se comentasen acaloradamente las obras de reparación y ensanche emprendidas a todo coste en el ruinoso mesón, y la adquisición de varios terrenos de labradío de los más productivos, pegados a las heredades de Hilaria, y que las redondeaban como una bola, ya Zoila había gritado a su padre con ronca y furiosa voz y con iracundo temblor de labios:

-Tos los lujos asiáticos de la tía Hilaria, ¿sabe usté de ónde salen? ¿A que no? ¡De la Petronila, ni más ni menos! Y ahora, ¿qué ice usté deso, amos a ver?

-Y, ¿qué quiés que yo te diga? -respondió el paleto, hosco y cabizbajo, con una arruga profunda en la frente y dejando arrastrar la mirada por el suelo.

-¿Qué quiero? ¡Anda, anda! ¡Qué es un pecao contra Dios que se lo lleven tó los extraños y los parientes por la sangre no sepamos siquiá que tenemos una hermana más rica que el Banco España! Sí, señor; no haga usté señal que no con las cejas... Ya corre por tó el lugar, y ayer en la botica lo explicó el médico don Tiodoro... Paice que está la Petronila en Madrí, y que vive en una casa grande a mo de palacio, y por no faltarle cosa alguna, hasta coche lleva, con dos yeguas rollizas, que ni las mulas del señor obispo. Y na menos que le manda a la tía Hilaria munchas pesetas por ca correo... ¿Es eso rigular?

-¡Allá ellas! -refunfuñó el tío Terrones ásperamente, sombrío y ceñudo-; ¡Lo mal ganao, que le aproveche a quien lo come!

-¿Y usté qué sabe si es mal ganao? Dios manda pensar lo mejor.

Callaron padre e hija, pero sus miradas ávidas, sus plegadas frentes, sus ojillos, en que relucía involuntariamente la codicia, se expresaron con sobrada elocuencia. Zoila fue la primera que se resolvió a formular el oscuro anhelo de su voluntad.

Retorciendo un pico del pañuelo y adelantando los labios dos o tres veces en mohín antes de romper a hablar, susurró bajito, dengosa y seria:

-Yo que usté..., pues le escribía dos letras... ¡Na más que dos letras! ¡Medio pliego!

-¿Y estaría eso bonito, Zoila?... Amos, mujer... Como si ahora te fueses a morir, ¿estaría bonito? ¡Después de lo pasao, hija!

-Bonito, bonito... ¿De qué sirve bonitear? ¡Más feo está que se lleve la tía Hilaria lo que en ley debía ser de usté... o mío por lo menos, ea!

Terrones alzó la callosa mano y se rascó despacio, con movimiento maquinal, la atezada sien, sombreada por una ráfaga de cabello ceniciento, corto y duro. Por primera vez, desde la expulsión de Petronila, meditaba el problema de aquel destino de mujer, en que él había influido de tan decisiva manera al condenarla, rechazarla y maldecirla cuando cayó. Entonces le parecía al bueno del paleto que cumplía un deber moral, y hasta que procedía como caballero, allá a su manera rústica, pero impregnada de un sabor romántico a la antigua española; y lanzada la maldición, barrida y limpia la casa con la marcha de la hija culpable, el pardillo se había creído grande, fuerte, una especie de monarca doméstico, de absoluto poder y patriarcales atribuciones. El que juzga, el que sentencia, el que ejecuta, crece, domina, vuela por encima del resto de la humanidad... Bien recordaba Terrones que -en más o menos rudimentaria forma- así se sentía cuando hizo de justiciero; y ahora, por el contrario, advertía una humillación grande al reprenderle su otra hija, al persuadirse de que la de allá, la maldita, la echada, la barrida, la culpable, tenía en sus manos la felicidad según la comprendía Terrones: poseía los bienes de la tierra. Recordad lo que es para el paleto el dinero... Pero ¿y la honra? ¡Bah! ¿A quién le importa la honra de un pobre?... ¡Cuántas veces el pícaro dinero toma figura de honor!

No obstante estas reflexiones disolventes, el viejo, frunciendo las cejas con repentina energía, levantándose como para cortar la discusión, exclamó del modo más rotundo y seco, lleno de dignidad e intransigencia:

-La tinta con que yo le escriba a esa pindonga, no sá fabricao ni sá de fabricar, mujer.

Antes de que Zoila, aturdida, opusiese impetuosa réplica, sin dar tiempo a que abriese la boca, a que respirase, Terrones se detuvo un momento y masculló sin transición de tono:

-Ahora, si tú quiés escribir... Hija, no digo... Tú, es otra cosa. Pa eso has ío a la escuela y haces ese letruz tan reondo, que ¡no paice sino que estudiabas el oficio de mimorialista!

«Blanco y Negro», núm. 356, 1898.




ArribaAbajoSin respuesta

He aquí la relación que hizo el viudo -uno de los poquísimos inconsolables que se encuentran:

De Águeda Salas corría un rumor: que no se casaría jamás, y que si por caso improbable llegase a encontrar marido, sería infinitamente desgraciada, abandonada al día siguiente.

Quien la viese en la calle o en el teatro no se explicaría estas voces. ¿Por qué había de ser incasable Guedita? Mire usted este retrato: conmigo lo llevo siempre. Me parece que es toda una hermosa mujer, y que no me ciega la pasión. Ahí no ve usted sino las facciones: falta el color, lo más notable que tenía. Los ojos eran verdes y claros como el agua del mar en los huecos de las peñas, el pelo castaño y con resplandores rubios y la tez tan fina y tan blanca, que no he visto otra como ella. Lo más particular era la oposición que hacían en aquella blanca piel los labios acarminados, de un color de sangre viva, que, según las malas lenguas, se debía a la pintura. Y no se debía: ¡me consta!

En la calle, por las aceras de Recoletos y el pinar de Alcalá, seguía a Guedita infinidad de moscones. Eso también es positivo: como que lo presencié. Y me extrañó, porque recordaba lo que decían de ella. Entonces empecé a fijarme, a seguirla yo, sin darle importancia a la cosa, por todos los sitios públicos, y a enterarme de sus condiciones. Los informes redoblaron mi curiosidad: se desprendía de ellos que Guedita, lejos de ser incansable, reunía todas las condiciones que facilitan la colocación de una muchacha. Sin que descendiese de la pata del Cid, era de familia estimadísima; sin contarse entre las millonarias, tenía suficiente hacienda, heredada ya de su madre, y para más ventaja, sólo un hermano, que seguía la carrera de Marina, y que sería cuñado poco molesto. A mí, personalmente esto no me hubiese decidido: si algo me arrastró, fue el contraste entre tales noticias y las profecías contra Águeda.

Nadie las razonaba: todo se volvía meneos de cabeza, gestos, cuchicheos de amigas entre sí... Y me entró una indignación, que todavía no se me ha quitado, y murmuré para mis adentros: «Me parece, me parece que se casa Guedita.»

Yo no la trataba aún; no me habían presentado a ella. Me advirtieron, y en esto acertaban, que sería difícil la presentación, porque Águeda evitaba concurrir a reuniones, lo cual acabó de ganar mis simpatías; yo soy también peña y retraído, tengo contados amigos y solo me complazco en la intimidad. Pero, en el teatro, mis miradas no se apartaban del palco de Águeda y después de una campaña de gemelos se me figuró que correspondía con mirar dulce, furtivo y triste.

Ya decidido, y más interesado de lo que creía, quise, sin embargo, antes de dar un paso que me comprometiese, adoptar precauciones que aconsejaba la prudencia. Llamé a capítulo a un pariente mío, persona seria, le confesé mi inclinación y le pedí consejo.

-Te ruego -le dije- que no me ocultes la verdad, si es que la conoces; y si no, que la averigües, porque a mí no me la han de describir; todos me embroman con Águeda ya. Si hay en su breve pasado, en su familia, una de esas manchas de honor...

-No -me respondió el interrogado-. Nada de manchas ni de deshonras. La causa de esas profecías sobre el casamiento de Águeda es diferente, muy prosaica y muy vulgar. ¿Cómo te lo explicaré, que no hiera tu entusiasmo? ¿No has oído tú comparar a las mujeres con las flores? ¿No has oído repetir que es una inferioridad en el pensamiento y en la camelia carecer de aroma? ¿Qué te parecería una flor que en vez de despedir gratas emanaciones o ser buenamente inodora, exhalase...?

-¡Basta! -exclamé con repugnancia, sublevado, a punto de pegarle-. ¡Eso es una invención ridícula, una patraña burda! Sin haberme acercado a ella jamás, sostengo que quien tal dice miente por la gola, y poco he de tardar en desmentirlos autorizadamente.

-Ya sabía yo -repuso él- que es tonto contarle verdades a un enamorado. Y sardónico añadió: -Acércate...

Me acerqué; conseguí ser presentado a Guedita en casa de unas señoras que recibían por la tarde, en confianza, a dos o tres personas. El temor de perder mi ilusión me hacía latir el pecho. Temblaba al aproximarme. Temblaba con tanto mayor motivo, cuanto que una de las dueñas de la casa me había dicho por lo bajo:

-Aunque note usted la desgracia de la pobrecita, no lo deje ver. ¡Le da tanta pena!

Momentos después... me había cerciorado de lo embustero, de lo pérfido que es el mundo. Momentos después... una furiosa rabia retostaba mi sangre, y hubiese dado algo bueno por coger del pescuezo a los calumniadores, juntos en haz, y retorcerlos, como quien retuerce un puñado de paja antes de pegarle fuego. ¡Si yo estaba seguro! ¡Si lo juraba, que la boca bermeja, tan pequeña y bonita, con sus dientes de piñón mondado, no exhalaba, no podría exhalar más que un hálito fragante como la brisa que pasa sobre jardines... y que no es más pura el agua reposada en cristal!

Lo demás... se adivina. Nuestros amores fueron breves y muy intensos. Ella no cesaba de preguntarme: «Pero ¿de veras me quieres?», porque sin duda la calumnia le había quitado toda esperanza de inspirar amor. Como ningún obstáculo se oponía a nuestros deseos, nos casamos en un relámpago, y por voluntad expresa de la novia se hizo la boda sin ruido, y nos fuimos a disfrutar la luna de miel a mi hacienda de Córdoba, resueltos, si nos encontrábamos bien, a prolongar la estancia. Y tan bien, tan divinamente nos encontramos, que allí pasamos los tres años felices de mi vida; los tres años tejidos de ventura, en los cuales, si los ángeles envidian, pudieron envidiarnos. Siempre que yo le proponía a Guedita volver a Madrid o emprender algún viaje que la distrajese, infaliblemente me respondía:

-No se debe nunca variar cuando se está a gusto. Es tentar a la mala suerte. Déjame que viva y respire...

¡Razón tenía! A los tres años corridos, su salud decayó. No podía comer: un fuego interior la consumía. Llamamos a un médico ilustre, que la conocía y la atendía desde niña. Cuando le pedí que me sacase de dudas, me encargó valor y me sentenció así:

-Durará más o menos, pero esperanza no hay.

Y como yo no quisiese conformarme y me entregase a conjeturas -lo de siempre, lo natural cuando queremos de veras-, agregó el doctor:

-El mal lo lleva desde hace tiempo en la masa de la sangre... El síntoma es la fetidez.

-¿Dónde está ese síntoma? -exclamé-. Su boca respira esencia de claveles y azahares.

-¿Habla usted en serio? -balbuceó, asombrado, el doctor-. Pues si yo iba a darle a usted algún preservativo, para que pudiese soportar... Porque ahora, con el padecimiento...

-¿Que si hablo en serio? Águeda tiene y ha tenido siempre un ramillete en los labios.

El médico, después de mirarme un instante fijamente, me pidió permiso, me examinó los oídos, la cara, el paladar, y habló no sé qué de obstrucción, de oclusión, para sacar en limpio que, por efecto de algunos catarros tenaces, que en efecto, yo había sufrido, uno de los sentidos corporales no ejercía sus funciones.

Y el viudo añadió melancólicamente:

-Después... han vuelto a reconocerme varios médicos, y todos conformes con el diagnóstico del primer doctor. Pero ¿sabe usted lo que no han conseguido explicarme? Que yo careciese de un sentido..., bueno... Que por esa carencia no notase lo que el resto de la humanidad notaba... corriente. Lo incomprensible es que, privado de ese sentido, percibiese y siga percibiendo, cuando me acuerdo de Guedita, aquel aroma mezclado de clavel y de azahar...

¡Ningún médico lo acierta! ¡Ninguno!




ArribaAbajoUn duro falso

-No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo -¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!-. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro...

¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

-¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano... ¡Pum!

Y la mano ruda, deformada, de la madre plebeya caía sobre la cabeza pálida y afeitada al rape. Natario se sorbía las lágrimas, se guardaba el golpe -porque no era ignominioso- y volvía al obrador con más indignación depositada en el pecho. ¿Quién aprende, vamos a ver, si no le ponen tarea; si en vez de confiarle un cacho de suela remojada para batirla, solo le dan unas hojas de papel con que apremiar a la gente? A él no le encargaban sino que se llegase aquí o acullá, a casas situadas en barrios extraviados, a subir pisos y más pisos, para que le despidiesen con el encargo de volver a primeros de mes, cuando hay dinerete fresco... Así rompía Natario su calzado propio, sin esperanzas de adiestrarse en fabricar el ajeno nunca. Los pares de botas alineados en el mostrador, con sus puntas relucientes, cristalinas a fuerza de restregones de crema smart; los zapatos de alto taconcito y moño crespo, de seda y abalorio, parecían desdeñar sus afanes de artista. «No nos construirás nunca. Tú, a mal barrer el obrador y a atropellar recados.»

Algo semejante a esto le decían los demás oficiales con sus burlas y chanflonerías. El aprendiz recadero era el hazmerreír, el tema jocoso de las conversaciones. Su huraña tristeza, su aire de persona herida por la suerte, daban larga tela regocijada a los intermedios de la labor, cigarrillo en boca. Le ponían motes efímeros -Papa Notario, el Tranvía- por irrisión de que ignoraba lo que era subirse a este popularísimo vehículo. Bien podría, como otros golfos, trepar a la plataforma y estarse allí hasta que le corriesen; pero a Natario le dolía, como sabemos, el punto de honra maldecido... En su sangre pobre, de chico escrofuloso y enteco por desnutrición, corría quizá una vena azul cobalto, algo que infunde al espíritu el temple de la altivez y no permite exponerse jamás a ser afrentado merecidamente... Sin razón, claro es que aguantaba bochornos y malos tratamientos... ¡Con razón, concho, con razón nadie había tenido qué decirle al hijo de su madre! Y el hervor de aquella indignación consabida se acrecentaba, y sus burbujas subían al cerebro del chiquillo, casi adolescente, alborotando sus primeras pasionalidades. Sus manos se crispaban, su garganta se contraía. Después, calmado el acceso, recaía en esquiva y pasiva obediencia.

Le encontramos volviendo al taller, después de una de sus odiseas de entrega y cobro. ¡Qué rendido venía! Arrastraba los pies. Eran las seis de la tarde, y desde las once, hora en que su madre le había dado unas sopas de corruscos de pan flotando en aguachirle turbia, ningún alimento confortaba su estómago. Natario conocía el origen de su desconsuelo, del desfallecimiento angustioso que engendraba su cansancio; un mendrugo y una copa de vino lo remediaría... Otros chicos, en las calles que el aprendiz iba recorriendo, extendían la mano, contando cosas muy plañideras, y los señores, sin mirarlos les alargaban perros. «Si tiés hambre, ingéniate como los demás», era la imperiosa instrucción de la madre. Ingeniarse significaba pedir limosna o... Esto último no acertaba ni a pensarlo. Y lo otro, tampoco: una luz de la conciencia le mostraba que ambos recursos se asemejan y a veces se confunden. Él, Natario, viviría de su sudor, pero con la frente alta..., es un decir, y lo de la frente alta, una frase que jamás había pronunciado el chico; pero dentro de sí, Natario se hacía superior a la humillación de su inutilidad y pequeñez, con la certidumbre de no ser capaz -ni de trance de muerte- de «ingeniarse como los más», ¡mendigos o rateros!

En el bolsillo de su raído pantalón, pesaban los cuartos de la cobranza, seis duros, cuatro pesetas, unos céntimos. Natario, por costumbre, deslizaba la mano frecuentemente, palpando las monedas, con terror de perder alguna, que se escurriese por agujeros invisibles del forro. Allí estaban; no se habían evaporado. Natario se detuvo a respirar, con el resuello corto y nublada la vista. Luego, de una arrancada desesperada, salvó las tres o cuatro calles que le separaban del establecimiento de su patrono.

-¿Viene la cantidad? -los ojos encarnizados del zapatero interrogaban severamente.

-Aquí la traigo...

Entre las ansias del sobrealiento y el impulso irresistible de rendir pronto lo que no era suyo, Natario jadeaba. Risas sofocadas salieron del obrador, donde, silbando un tango verde, los compañeros cosían y batían suela. Hacíales gracia lo fatigoso que llegaba el bueno de Tranvía.

-Oye, oye, guasón... ¿qué rediez me traes aquí? -interrogó el patrono, al recontar la entrega-. ¿Tú te has creído, sabandija, que voy a tomarte por buena moneda falsa?

-¿Moneda falsa? -Natario repetía las palabras atónito, sin comprender.

-¡Hazte el tonto!... ¡Buen tonto aprovechado estás tú! Te guardas el duro legítimo y me das el de plomo indecente. ¡A ver, venga mi duro, más pronto que la vista!

Un lloro repentino, un hipo asfixiante, una queja que vibraba furiosa...

-¡Es el que man dao! ¡El que man dao! ¡No man... dao... otro!

La diestra nervuda y velluda del patrono descargó un revés en la mejilla macilenta del aprendiz, sofocado por las lágrimas y la rebeldía de su orgullosa honradez.

-¡Agua va!

-¡Apúntate esa!

Eran las voces mofadoras de los verdaderos aprendices, de los que machacaban el cuero y tiraban del hilo encerado. El estallido del bofetón, el alboroto de la bronca, los distraían.

-¡Por robar a tu maestro! -exclamó el zapatero violentamente, secundando en el otro carrillo.

Natario no sintió el dolor del brutal soplamocos; las muelas le temblaron, pero ni lo advirtió siquiera. Allá dentro, en el fondo mismo de su ser, algo le dolía más, con punzadas y latidos intolerables: «Por robar...»

En voz ronca, voz de hombre -que él mismo no conocía y le sonaba de extraño modo- lanzó a la cara de su opresor:

-Usté no es mi maestro. ¡Yo no he robao!

Y una interjección feroz y un conato de arrojarse al cuello de su enemigo... Un conato solamente; porque si Natario acababa de sentir en su espíritu la virilidad que reforzaba su voz, su cuerpo mezquino cedió inmediatamente: dos brazos fuertes le sujetaron, y puños enérgicos le contundieron, descargando sobre su pecho canijo, sus flacos hombros, sus espaldas precozmente doblegadas, lluvia de trompicones, mientras un pie recio, ancho, intentaba partirle la espinilla con reiterados golpes de los que hacen ver en el aire lucería de color... El niño, desencajado, apretando los dientes, reprimía el grito, el ¡ay! del martirizado; un hilo de sangre brotaba de sus narices magulladas por un puñetazo certero. El señor Romualdo, embriagándose con su propia ira, repetía:

-¡Ladrón! ¡Estafador! ¡Venga el duro, o a la cárcel!

Se cansó al fin de pegar, tomó un respiro, soltó al muchacho y se sentó, pasándose el revés de la mano por la frente sudorosa. Natario cayó inerte al suelo; los aprendices ya no reían; uno se levantó, y con el agua de remojar le roció las sienes. El chico abrió los ojos, se incorporó, tambaleándose, y con la cabeza baja se acercó al banco más próximo. Disimuladamente asió una herramienta afilada, una cuchilla de cortar suela, y volviendo hacia el maestro, que resoplaba en su silla, refunfuñando todavía para reclamar el duro, tiró tajo redondo, rebanándole mitad del pescuezo, del cual brotó un surtidor escarlata, mientras el hombre se derrumbaba sin articular un grito.

«El Imparcial», 10 de septiembre de 1906.




ArribaAbajoLas veintisiete

Había oído hablar Ramiro Nozales de cierto filósofo, el cual no era de estos metafísicos sutiles consagrados día y noche a la investigación de las causas y orígenes, relaciones y sustancialidades de lo creado y lo increado, sino que, al contrario, complaciéndose en bajar a la tierra, aplicaba su inteligencia ejercitadísima a comprender lo relativo, aceptando al hombre, no cual salió de las manos divinas, sino con las modificaciones que le impone la sociedad. En suma; el tal filósofo, en vez de profesar teología, ontología o cosmología, profesaba mundología, pero mundología elevada, quintaesenciada y sutil; sus alumnos aprendían de él la aguja de marear más sensible y la gramática parda encuadernada en el tafilete de Esmirna más suave y bien curtida; y Ramiro Nozales, incitado por la fama que el filósofo iba ganando, se resolvió a consultarle y a oír sus lecciones, que en verdad le hacían buena falta.

Recibió el filósofo al nuevo alumno de noche, en la biblioteca, de elegante severidad, muy abarrotada de libros y alumbrada por un gran quinqué, cuya pantalla figuraba melancólico búho; al través de sus pupilas de esmeralda se traslucía claridad misteriosa y fosfórica. Nada hay que desate la lengua como la semioscuridad y la luz verdosa y velada; así es que Ramiro abrió su corazón, hizo su completa biografía, refirió sus cuitas y declaró que se encontraba a los treinta años de edad, saturado de desengaños y amarguras, semiarruinado y con un pinchazo en el cuerpo, que, si no acierta la espada a resbalar en una costilla, bien podría haberle atravesado el corazón. Escuchó el maestro atentamente, acariciándose la aliñada barba negra, sonriendo a ratos, y otros reflexionando; la blancura marfileña de su frente calva y reflejo de sus limpios dientes iluminaban su faz, en que los ojos parecían dos manchas de sombra. Así que hubo terminado Ramiro, el filósofo tomó la palabra.

-Su historia de usted -dijo- nada tiene de particular. Se parece a la de otros muchos, a quienes he curado, asegurándoles existencia dichosa, solo con un sencillísimo cuerpo de doctrina reunido en breve espacio. Todo lo que le ha sucedido a usted de malo y desagradable es debido a que usted ignora esa doctrina sabia y benéfica. Los desengaños los ha recibido usted de sus amigos; del uno respondió usted, y él cometió desfalcos; en el otro depositó usted confianza, que él vendió; el de más allá le quitó a usted la novia. La semirruina de usted procede de prestar cantidades para sacar de apuros a determinadas personas, que todavía no le han devuelto un real. El pinchazo es porque tuvo usted la inadvertencia de avisar a un creyente de que le engañaba una hembra, la cual le persuadió de que usted procedía así por despecho. Esto lo sé por usted mismo; no puedo estar mejor informado.

-Verdad es -asintió Ramiro-. Pero me parece asaz difícil, por no decir imposible, evitar tales contingencias, viviendo entre hombres; y puesto que ya lo pasado no se ha de remediar, quisiera precaverme contra lo que está todavía por venir. No soy tan viejo que no deba esperar mejor fortuna, ni tan mozo que la imprevisión me ciegue. Venga, pues, ese cuerpo de doctrina breve y categórico, que yo lo pondré sobre mi cabeza como se ponen los textos sagrados.

-La doctrina -dijo el filósofo lentamente- no consiste más que en una lista o catálogo...

-¿Una lista? -repitió Ramiro con sorpresa.

-Sí, tal; una lista... de las veintisiete cosas que no le importan a usted.

-¡De las que me importan, querrá usted decir!

-De las que no le importan, repito. Porque ha de saber usted que todas las desazones, berrinches, tribulaciones y pérdidas que en este mundo padecen los mortales, no las padecen por lo que les importa, sino por lo que debiera, en rigor, tenerles sin cuidado; y así, desde el momento en que usted se imponga y entere de lo que no le importa un comino, meditará usted despacio en que no debe arriesgar ni el valor de ese comino por ello, y después de asimilarse verdad tan patente, si procede usted en consecuencia, libre quedará de cuantos sinsabores hasta el día le han agobiado. Voy a escribir la lista; entre tanto, diviértase usted en recorrer esos libros, que tienen grabados muy hermosos.

Obedeció Ramiro, algo mortificado en su amor propio, y a la media hora recibía de mano del filósofo una tira de vitela que encerraba veintisiete renglones manuscritos, separados por barras de tinta roja. Al recogerse a su casa, no tuvo Ramiro cosa de más prisa que aprenderse de memoria el catálogo de las veintisiete cosas que no le importaban... y, bien empapado en aquellos preceptos negativos, se dedicó a seguir su vida habitual.

En la primera reunión a que asistió, la casualidad le hizo sorprender, en un espejo, furtivas señales de inteligencia entre la única hermana de su mejor amigo, niña candorosa, y un tronera de peor intención que un toro; su impulso fue avisar al hermano, pero inmediatamente recordó la tira de pergamino: una de las veintisiete cosas que no le importaban era «la conducta de la mujer ajena». Callóse, pues, como un muerto, y a los quince días el tronera robó a la muchacha. Al salir del sarao, un mozalbete provinciano, que había sido recomendado a Ramiro por su familia, se despidió de él delante de un garito; Ramiro comprendió que iba a jugar, a buscar, probablemente la desesperación y la deshonra; pero su código fundamental decía que una de las veintisiete cosas eran «los vicios de los demás»; y no experimentó remordimiento alguno cuando poco tiempo después supo que el mozalbete se había pegado un tiro.

A cada momento resaltaba la eficacia de las enseñanzas del sabio: apenas se ofrecía circunstancia que no la demostrase. En el catálogo de las veintisiete se incluían todas las ocasiones que de malgastar oro, voluntad y salud se ofrecen a un hombre en la vida social. Al practicar la doctrina del filósofo, aquel retraimiento discreto y prudentísimo, aquella abstención admirable, Ramiro conocía que su calma, su seguridad, su hacienda, su misma reputación y buen concepto crecían de continuo. Cuanto menos hacía, menos se exponía, más le respetaba y consideraba la gente, y aumentaba su crédito y ganaba simpatías. Al principio, Ramiro no cesaba de bendecir al filósofo. Su estado moral se traducía en una sensación física muy rara. Parecíale que alrededor de su cuerpo iban elevándose unos muros, invisibles para todos, visibles solo para él. Estos muros, al principio leves y mal cimentados, poco a poco se convertían en grueso reducto aspillerado, sólido e inexpugnale. Detrás de aquella fortaleza, ¡que le atacasen! ¡Vengan enemigos! Y por si no bastaban los muros, sintió Ramiro que sobre su torso también nacía y se condensaba una coraza de acero, templada, recia, a prueba de bala y puñal. ¡Qué tranquilidad tan grande y provechosa sentirse resguardado por el impenetrable metálico forro!

Sin embargo, corriendo días, Ramiro notó como un vapor de angustia, ligero al pronto, más caracterizado después. Era opresión al corazón y a los pulmones; era falta de aire, vago malestar, unido a cierta especie de modorra. Juraría él que la dichosa coraza iba estrechándose y por todos lados le oprimía. Tanto llegó a fatigarle este mal, que al fin, triste y mohíno, fue a llamar otra vez a la puerta del sabio, a quien encontró en la misma severa biblioteca, alumbrado por las pupilas glaucas y fascinadoras del búho.

-¿Viene usted a darme las gracias? -preguntó apaciblemente.

-Sí y no... -fue la respuesta de Ramiro-. No cabe duda que le debo a usted gratitud. Me ha evitado usted desazones, gastos y ridiculeces sin cuento. Me ha granjeado usted la estimación general: desde que no me empeño en hacerles ningún bien, los hombres me aprecian y consideran doblemente. Mi situación es cien veces mejor que cuando vine aquí a recibir de manos de usted el Alcorán de la sabiduría. Pero el caso es que me falta algo... no sé qué; y, además, la coraza con que usted me ha revestido, me ahoga. Antes, cuando me importaba lo que no me importaba..., creo..., sospecho a veces... perdóneme usted si digo una tontería..., pero se me figura que, por momentos, era yo más feliz y más bueno... ¡De esto sí que estoy seguro! ¡Yo era más bueno!

Calló el sabio, y, entre tanto, sus pupilas de sombra, vastas y profundas en su cara descolorida por el reflejo verde, se fijaron en el afligido discípulo. Al fin, en voz grave, esa voz que se timbra con broncíneo son al pronunciar solemnes palabras, dijo:

-Usted vino aquí a pedirme el tuétano de la sabiduría humana. Yo se lo di en lo que usted llama Alcorán. Si eso no le basta, si nota asfixia del alma, vacío de abismo... entonces no le soy a usted necesario; mi Alcorán sobra. Coja usted el Evangelio.

«El Liberal», 5 de agosto de 1897.




ArribaAbajoVocación

Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado -hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror-, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos -para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas- las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida -pero respirando aún- y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.

La hermana, sollozando, explicó lo sucedido. Nada, un descuido; la maquinilla de alcohol donde calentaban los hierros de ondular, volcada; el líquido ardiente prendiendo en la flotante manga de la bata de muselina; el sufrimiento y el terror, que inspiran lo contrario de lo que aconseja la prudencia, y lanzan a una carrera insensata hacia la puerta y hacia el aire libre; el aturdimiento de los espectadores, que no les da tiempo a hacer lo único indicado en casos tales, lo practicado por Román; y, al terminar el entrecortado relato, un abrazo confundía al novio y a la hermana, cuyas lágrimas mojaron las mejillas de Román, sus tiznados y chamuscados ojos.

Llegó el médico. Nadie se había atrevido a tocar a Irene, que, vuelta del desvanecimiento, se quejaba de un modo estremecedor.

Román ayudó; hizo de practicante, manejando las tijeras él mismo. Entre los circunstantes, ninguno se preocupó del extraño caso de aquel novio ante quien despojaban de sus últimos velos a la casta novia. La fraternidad y la indiferencia nacían del padecer. El cuerpo de Irene se mostraba como en la mesa del anfiteatro; mas la hermosa estatua juvenil era una pura llaga.

Mientras iban a la botica por calmantes, por medicinas, por algodón hidrófilo, por vendas, Román, arrastraba al doctor a la antesala y le preguntaba ansiosamente:

-¿Vivirá?

-Esperemos que sí. ¿Es usted su pariente?

-Soy su futuro esposo -contestó con sencillez Román-. Me contento con que no muera. ¿Sufrirá mucho?

-Torturas atroces, y que no podemos evitar. Avisen ustedes a su médico de confianza. Acaso sobrevenga fiebre y delirio. ¡La han dejado arder! Si usted no acierta a arrojarse sobre ella, apagando mecánicamente el fuego, ahora estaría carbonizada. Su intervención de usted la ha salvado.

Verificáronse punto por punto los vaticinios del doctor. Irene osciló entre la vida y la muerte bastante tiempo. Los que rodeaban su lecho, empezando por Román, sólo se preocupaban de la mejoría. Ni cruzaban por la mente del novio otros pensamientos. Siempre pendiente de la opinión del médico, el tumulto del amor, su apretada florescencia de rosas, no existía desde la hora en que apagó con su cuerpo las llamas. A decir verdad, ni pensaba en cambio alguno de su manera de sentir, y mucho le sorprendió que la misma enferma, una tarde, a la hora en que él solía visitarla y leer en alta voz, para distraerla, los periódicos, le dijese:

-Román, ¿no sabes que he quedado feísima?

El novio fijó los ojos en el semblante de la novia, cruzado aún por vendajes, y contestó sinceramente:

-¡Qué disparate! En cuanto te quiten esas tiras de gasa y esos algodones, estará mi nena igual que estaba: ¡muy guapa, guapísima!

Ella insistió con firmeza:

-Estoy desfigurada: la cara, llena de costurones; el pecho con cada cicatriz... Por todo mi cuerpo señales... Román, no podemos casarnos. ¡Lo nuestro... se acabó!

Impaciente y enojado, protestó él:

-¡Qué manía te entra, Renita! Vamos, vamos, no te me pongas tonta; no quiero que seas así. ¡Chiquilla rara! Soy tu novio; soy tu enamorado; soy tu futuro, y nos echan las bendiciones apenas te sueltes por ahí sana y buena. ¡No faltaba otra cosa!

La voz que salía de detrás de los vendajes se deshizo, se quebró en llanto.

-Muchas gracias, Román. Ya sabía yo que... que me contestarías eso. Es natural en ti.

-¿Que si es natural casarnos? ¡Me gusta! No parece sino que se trata de algún fenómeno. ¡Ea, niña!, la mano.

Ella la alargó, enflaquecida y todavía áspera por la sequedad de la calentura. Román la besó piadosamente, como hubiese besado, a ser devoto, una reliquia.

-Escucha, Román... -pronunció hondamente la enferma-. Tú te portas siempre bien; demasiado me consta. Valdría más que te portaras peor. En vez de arrojarte sobre mí a apagar el fuego, debiste detenerte un minuto, lo bastante para que acabase de abrasarme. Así me salvarías de una suerte bien amarga..., sin hablar de los padecimientos, que no han sido pocos.

-¡Ea, ea, basta, niña! -exclamó Román-. No aguanto que continúes por tal camino. ¿De dónde sacas semejante suerte amarga, vamos a ver? Conmigo tu suerte será dulce; te querré mucho... ¿Es que pensabas hacer conquistas? A mí has de parecerme la mujer más bonita del mundo.

-¡A ti, no! -declaró con energía Irene.

-¿Tú qué sabes?

-Lo sé. Y te lo probaré... hasta la evidencia. ¡Ah! Si te pareciese a ti bonita, ¿qué me importaban los demás? Pero tú ni eres ciego ni eres de palo. Me detestarías; te avergonzarías de mí.

El novio se alzó en pie, entre desazonado y compadecido.

-¡A callar! -ordenó-. Mi niña está hoy nerviosa, y no quiero que se me ponga peor con estas conversaciones sin sustancia. ¡A callar, a obedecer!

-¿Me aseguras que sientes por mí lo que sentías antes... de la desgracia? -interrogó Irene.

-¿Pues quién lo duda? ¡Exactamente, boba!

-¿Me lo jurarías?

-Lo juro -contestó él sin titubear.

Hubo un instante de grave silencio entre la mujer que recibía tal prueba de ternura y el hombre que acababa de comprometer su porvenir. Román tenía asida la mano de la enferma y la estrechaba contra los labios. Y lo primero que se oyó fue la voz de la madre de Irene, que entró y vio la escena, y la aprobó sonriendo.

-No, no te muevas, Román... Estás bien ahí, hijo mío... He venido no más que a ver si ocurría algo. Quedáos en paz. Antes, ya te acordarás, no me gustaba dejaros solos, ¿eh? Pero ahora..., ¡bah!, si eres como un hermano de la pobre... Hazle compañía; entretenla. Tengo que atender a mi agente de Bolsa, que me aguarda en la sala.

Apenas la madre hubo salido, Irene se alzó sobre un codo y dijo a Román, que estaba cabizbajo:

-Ahí tienes la prueba que te ofrecí. ¡Mi madre nos deja solos!

Y atajando nuevas protestas de Román, añadió:

-No te esfuerces. Yo estoy resuelta: así que pueda levantarme y andar, irremisiblemente entraré en el Noviciado de los Paúles.

«Blanco y Negro», núm. 645, 1903.




ArribaAbajoLa bronceada

Fue a la salida de misa cuando la vi. Mal podría ser en otra parte; sólo ponía los pies en la calle para eso, y madrugando. El tupido velo de su manto de luto, casualmente no le tapaba el rostro; el traje de negro merino moldeaba estrechamente sus majestuosas formas, haciendo resaltar lo aventajado de la estatura; al detenerse a humedecer los dedos en la pila del agua bendita y trazar con lentitud sobre su frente el signo crucífero, pude cerciorarme de que no me habían contado una conseja vana. La tez presentaba el tono enverdecido y hasta la pátina lustrosa del bronce. Los ojos eran amarillentos. Los labios, una línea más oscura. Tenía en mi presencia una fundición viva, envuelta en ropajes de tristeza.

¡Qué efecto me causó! Sentí frío; una especie de terror cuajó mi sangre. La había conocido antaño, en el esplendor de su morena y pálida beldad, vestida de gasa junquillo, en un asalto de esos que se convierten en animadísimos bailes. Reconocerla después de aquel cambio tan extraño... imposible. A duras penas discernía los lineamientos de las facciones. Solo el aire, el andar de diosa, recordaba a la belleza admirada bajo las luces y entre las bocanadas de música que venían del jardín, en el giro de un vals, que arremolinaba los volantes finos de su traje como nube dorada alrededor de un sol de alegría...

La misma tarde del día en que vi la figura de bronce en el templo, busqué a Mauro Pareja, gaceta de la población, y exigí el relato entero, sin quitar una tilde. Al pronto se hizo de rogar, y en vez de satisfacer mi curiosidad quiso conformarse con especiosas reflexiones. Los pueblos son muy noveleros; la gente patrocina siempre las versiones románticas y nadie admite la explicación vulgar y sencilla, verosímil, de las cosas. Bien debía yo saberlo: el fenómeno que tanto me extrañaba era una enfermedad conocida, la de Adison, semejante a la ictericia, pero más grave: algo relacionado con el hígado; una alteración del pigmento y de los tejidos, que comunica a la tez el aspecto del bronce. Caso raro, sin duda..., pero... ¡pchs! ¡La patología es tan rica y variada...!

Después de torearme lo menos diez minutos, de improviso sonrió confidencialmente, hizo un gesto que parecía significar «vamos allá...», y cerrando la ventana -como si por ella fuese a escaparse el secreto- y la puerta -no se enterase la criada-, paseándose de arriba abajo y deteniéndose en los momentos culminantes de la relación para accionar y dar fuerza a los períodos, me contó lo que sigue:

La boda estaba tan próxima, que ya solo se esperaba la llegada de los trajes encargados por el novio para convidar a las amigas a la exposición de los regalos. Se suspendió y aplazó cuando a él le tocó en sorteo ir a Filipinas.

Hay que ser justos: a Iñigo Cervera -el novio se llamaba así- no se le ocurrió esquivar el cumplimiento de su deber. Embarcó en el plazo más breve, dejando cuanto aquí le atraía. Estaba perdidamente enamorado -ya recordará usted si era hermosa esa Borja Eguía que hoy parece un portalámparas-. Hay amoríos que, sin encontrar dificultades, corriendo por el cauce apacible de la conformidad de las familias al remanso del hogar, toman, sin embargo, un tinte poético que impresiona, debido a su vehemencia. Treinta o cuarenta señoritas conocidas se casan en este pueblo cada año, sin que nadie se preocupe de su idilio soso. El de Iñigo Cervera y Borja Eguía nos dio dentera a los solterones, y la disimulamos con guasa. La felicidad casi estática de la pasión que se afirma libremente, orgullosa de sí misma; la juventud y la gallardía realzando y explicando la pasión: ahí tiene usted lo que leíamos con envidia en los ojos de ella y de él, siempre que ansiosos de beberse la mirada fundían su luz, olvidando -estuviesen donde estuviesen, en el teatro, en la calle, en visita- la presencia de los indiferentes, el transcurso del tiempo y quizá el código de las conveniencias sociales...

Claro es que la llamada a la guerra cayó como una bomba; la despedida fue desgarradora y la ausencia un suplicio. Borja, adoptando, ya que no las tocas, al menos las costumbres de la viudez, se encerró en su casa; de allí no la arrancaban ni con grúas. Su madre, compartiendo el disgusto de la hija, hubiese deseado imitarla en el retiro; pero no era posible, porque no había de arrinconar a la otra, a Manolita, que tenía quince años y ya piñoneaba. ¿A esa llegó usted a conocerla? Era muy diferente de su hermana: blanca, rubia, sonrosada, vivarachuela, alegre como unas sonajas y su inclinación a tomar por lo trágico ningún suceso. Sin embargo, hubo un momento en que Manolita, rabiando o cantando, se vio forzada a avenirse a la reclusión. Su madre no encontraba decoroso que, sabiéndose por los periódicos y oficialmente el cautiverio de Iñigo, prisionero de los insurrectos, anduviesen de fiesta en fiesta mientras Borja se entregaba a su aflicción silenciosa.

Hiciéronse gestiones activísimas para saber noticias; se apuraron todos los recursos; mediaron influencias y recomendaciones; gestionóse en Madrid el rescate por conducto del Ministerio de la Guerra; pero un sino fatal lo inutilizó todo: no aparecía ni leve rastro del cautivo. ¡Como si se lo hubiese tragado la tierra! Porque el mar devuelve al menos el cadáver. Borja, aunque galvanizada por tenaz esperanza, comenzó a desfallecer. Se esparció el rumor de que estaba enferma. ¿En qué consistía su enfermedad? El médico Rozas, hombre nada comunicativo, solo respondía a los curiosos: «Del hígado.» Las enfermedades del hígado son varias, y frecuentemente las originan causas morales. No obstante, por reservado que el doctor fuese, transpiró el rumor de que Borja, de la noche a la mañana, se había vuelto de bronce. Aprendimos con asombro la existencia de un mal tan raro; nos compadecimos un poco, olvidamos luego... y siguió rodando la bola del mundo.

Nos refrescó la memoria meses después un acontecimiento: la reaparición de Iñigo Cervera, los anuncios de su vuelta sano y salvo. Había pasado larga temporada prisionero e internado en un país sin comunicaciones, sin posibilidad ni de intentar la evasión, pero en desquite muy bien tratado, y hasta con cariño, según la maledicencia, por damiselas color de tabaco, a quienes debía la libertad... Y no faltó el gracioso de tanda con el inevitable chiste fúnebre: «Así no extrañará la tez de su novia.»

Y aquí -recalcó el narrador, después de una pausa- empieza la parte oscura -no es calembour- de este sucedido; aquí es donde sólo por conjeturas podemos guiarnos..., eligiendo, de las dos versiones que le ha dado el público, la que nos parezca más racional; más conforme con esa realidad modesta que generalmente huye de los golpes de efecto y desenreda la vida suave y prosaicamente.

La creencia menos general, pero más sensata y adaptable a la psicología femenina, es que Borja, después de sentir una alegría inmensa sabiendo que a Iñigo ni le habían martirizado ni matado, experimentó la reacción de una pena inconsolable, y hasta quiso, en el primer momento, no dejarse ver de él. Forzó esta consigna Iñigo, y desde luego afirmó, dentro y fuera de la casa de su novia, que venía a casarse loco de amor y de júbilo, más feliz que nunca al cerciorarse de cómo aquella incomparable mujer había conservado su memoria. Se traslució también una consulta secreta a Rozas, para indagar si era posible la curación; y aunque el dictamen del médico se ocultó, un compañero suyo, el doctor Moragas, dijo sacudiendo la cabeza, con la autoridad de la experiencia científica: «Incurable.»

Se tenía, no obstante, por cierto que se acercaba el día de la boda, porque Iñigo no salía de la casa de su futura. Suponga usted el asombro de la gente, cuando empieza a susurrarse que con quien se casa el oficial es, ni más ni menos, que con la propia Manolita, la hermana, la chiquilla rubia y fresca, de sonrosada tez.

Y no fue invención: ¡Verdad como un templo!... Una mañana, previa dispensa de amonestaciones, sin concurrencia, sin más que dos testigos, bendijo la unión el párroco; un coche esperaba a la puerta de la sacristía de San Efrén; Iñigo, ya destinado a Alicante, cogió el tren mixto con su esposa, y se sabe de ellos que andan por allá satisfechísimos y que pronto tendrán un nene... Estos son los hechos; pero los hechos, ¿qué importan? Lo único que vale son los móviles de los hechos...

Vamos, ¿cree usted, le cabe en la cabeza que tal enlace fuese imposición expresa de la misma Borja Eguía? ¿No tiene aire de novela eso de que Borja -y ¿a quién se lo fue ella a confiar? ¿Cómo se sabe?- dijese a su hermana: «Iñigo viene por mí, según afirma, pero sus ojos, que antes no se apartaban de mi cara, ahora no se apartan de la tuya. No creas que lo extraño: tengo espejo. Es tan natural mirar a una rosa, como desviar la vista de un cardo. Iñigo se casaría conmigo ahora mismo si yo lo exigiese... No quiero su mano, ni su nombre, ni su vida sin sus ojos... No llores, criatura... un abrazo para que se lo transmitas a mi hermano Iñigo...

¡Bah -concluyó Mauro, sentándose y cruzando una pierna sobre otra-. La gente se pirra por lo sentimental... Sabe Dios lo que habrá sucedido en casa de Borja, y si las hermanas se arrancarían el moño. Ello es que desde entonces Borja no sale de la iglesia.

«El Imparcial», 13 de octubre de 1902.




ArribaAbajoEl gusanillo

 

Antesala que precede a la capilla ardiente. Por la puerta entreabierta se divisa, allá en el fondo, la gran cama imperial, y a la luz amarillenta de los blandones fúnebres, entre el hacinamiento de las coronas y ramas de lila profusamente desparramadas, destellan las condecoraciones que honran el pecho del difunto. Los amigos y parientes, que han de formar el duelo, esperan conferenciando a media voz.

 

AMIGO 1º.-    (Persona conspicua y machucha.) ¡Quién lo dijera! ¡Si parecía tan fuerte, tan sanito!... ¡Más que todos nosotros! No ha guardado un día de cama.

AMIGO 2º.-    (Semijoven, gomoso, atildado.) Conmigo paseó a caballo el jueves, y hoy es lunes... Si soy yo quien maneja este cotarro, no permito que le entierren todavía. Está tan natural... Parece vivo.

AMIGO 1º.-   Vivo? ¡Pues si le han hecho la autopsia!

AMIGO 2º.-   La autopsia! Y ¿a santo de qué?

MÉDICO.-   Por eso justamente... Por ignorarse de qué enfermedad ha sucumbido. Como que no padecía ninguna, no se le conocían achaques, y se hallaba en lo mejor de la edad. Crea usted que antes de proceder a dar el primer corte de escalpelo, buen cuidado tuvimos de cerciorarnos de si la muerte era real y no se trataba de una catalepsia o cosa por el estilo. ¡Muerto estaba... y bien muerto!

AMIGO 1º.-   Y al fin, ¿se ha averiguado de qué...?

MÉDICO.-    (Llevándoselos a un rincón, lo más lejos posible de la puerta de la capilla ardiente.) ¡Ah! Una cosa muy curiosa. Verán ustedes...  (Cuchichean.) 

EL MARQUÉS DE LA GALIANA.-    (Tío del difunto; señor vanidoso, quisquilloso, presumido, locuaz.) Padre, ¿y Matildita? ¿Ha repetido la convulsión?

EL CAPELLÁN.-    (Anciano, pálido, afectadísimo, temblón de cabeza y manos.) No, señor; se ha tranquilizado un poco... Esperamos por lo menos que se resigne..., con el tiempo naturalmente...

EL MARQUÉS.-   Es tan angelical... ¡Le quería tanto a este pobre sobrino mío! Es decir... le llamo pobre a Alberto, no sé porqué; en realidad no he conocido hombre de más suerte... ¡Una suerte loca de remate; y todos los dones de la fortuna! Salud, buen humor, figura simpática, linaje, riquezas y el don de engatusar a cuantos... y a cuantas le conocían. Ya ve usted lo que pasó con Matilde... ¡Bien sabe a lo que aludo! Matilde..., que ha sido, y es todavía, una belleza, y que además heredaba muchos millones, tenía tratada la boda con el hermano mayor de Alberto, Lucianito... Y se cree, ¡je!, ¡je!, que ya entonces prefería Matilde a Alberto, que gustaba más del menor... y que a él, por su parte, le hacía Matilde tilín... ¡pero vaya usted a asegurar estas cosas!... La malicia, padre capellán..., ¡la pícara malicia!...

EL CAPELLÁN.-    (Con abatimiento profundo.) La malicia, inseparable de la mísera humanidad.

EL MARQUÉS.-   La malicia..., sí, corriente... Solo que algunas veces... la malicia tiene su fundamento, vamos... No; en este caso yo no aseguro que lo tuviese... Alberto era un chico excelente... ¡Convenido! Siempre lo dije; bueno a carta cabal. Algo descuidado en visitar... eso sí... Hasta desatento. En un año, le veíamos media vez... En fin, defectillos insignificantes. Como lo pasaba tan bien y se encontraba tan halagado, se olvidada de cumplir con las personas de respeto. Lo que sucede, padre: cuando todo nos sonríe... Y a Alberto le sonreía todo... Hasta los mismos disgustos tremendos, las desgracias de la familia, ayudaron a encumbrarle... La muerte de su hermano..., aquella muerte tan impensada..., tan trágica..., ¿no se acuerda usted?...

EL CAPELLÁN.-    (Turbado y deseoso de cortar la conversación.) Señor marqués... se me figura que ya se organiza el duelo...

EL MARQUÉS.-   ¡Quiá, quiá! Si todavía no es la hora... Hay que cerrar la caja... Aún no ha llegado la mitad de los coches. ¡Qué sorpresa!, ¿verdad?, al ocurrir la catástrofe de Lucianito... Esos accidentes en las cacerías siempre aterran...; sí señor, aterran punto menos que un crimen...

EL CAPELLÁN.-    (Aturdido, desencajado.) ¡Van a entrar en la capilla! Hago falta allí, señor marqués... Con su permiso... Hasta luego...

EL MARQUÉS.-    (Aparte, pensativo, frotándose las manos.) -¡Je... je! ¿Qué mosca le ha picado al confesor de mi sobrinito? ¿Por qué huye así, lívido de terror? Si cuando me escamo yo..., ¡vaya, vaya! ¡Aquella muerte de Luciano fue particular! Despeñarse a un precipicio engañado por la niebla... Eso no le sucede a quien conoce el país y lo ha recorrido desde muchacho. Y su hermano Alberto, que aparece diciendo que también la niebla le hizo perder el camino y por eso se apartó del grupo de cazadores... ¡Hum..., hum!... Con la tragedia de Luciano se hizo personaje Alberto. Lo sentiría mucho, lo sentiría lo que ustedes gusten; pero le vino como un guante: único heredero de los bienes, de la grandeza, de los títulos, y a los dos años esposo de Matildita... En fin, lo que uno cree, lo cree...  (Pausa.)  Matildita es una preciosidad. ¿Se consolará? ¡Je, je!... Ahora no le conviene rodearse de jóvenes casquivanos: queda al frente de una inmensa fortuna y necesita un sujeto experimentado y formal que sepa guiarla y aconsejarla con prudencia... ¡Encantadora Matildita! Vamos a verla, por si conseguimos que no note que sacan el cadáver... Luego me uniré al duelo...  (Desaparece por una puerta interior.) 

AMIGO 2º.-    (En el grupo del rincón.) ¿Y dice usted que nada..., nada absolutamente?... ¿Ninguna lesión orgánica?

MÉDICO.-   Ni tanto así... Y mire usted que pocas veces se da este caso... Diariamente estamos haciendo autopsias, y en individuos mayores de cuarenta años siempre encontramos, cuando menos, grietecillas por donde empieza a cuartearse el edificio. El que no tiene una predisposición tiene otra; la vida nos gasta a todos; el oleaje siempre se lleva partículas de la roca, hasta que la destruye; solo que para acabar con la roca se necesitan siglos, y para acabarnos a nosotros..., ¡pschs!

AMIGO 1º.-   Pero ¿han hecho ustedes una autopsia... en regla, formal?

MÉDICO.-   ¡Formalísima... minuciosa! Nos picaba la curiosidad y nos entregamos por gusto a una apasionada exploración. No quedó sitio que no registrásemos: riñones, bazo, pulmones estómago, hígado, cerebro, fueron visitados escrupulosamente. ¡Qué limpios, qué intactos los encontramos! ¡Daba gloria! Inverosímil. Créalo usted, atendida la edad no provecta, pero sí madura, de ese señor.

AMIGO 1º.-    (Insistiendo.) De modo que el hígado, el estómago, etcétera... ¿a las mil maravillas? ¿Y el corazón? ¿No dice usted si el corazón?...

MÉDICO.-   ¡Ah! El corazón... En reserva... Yo también creí, dado lo súbito del fallecimiento, que se trataba de un aneurisma... Grande fue mi sorpresa al notar que tampoco el corazón presentaba lesión alguna. Sin embargo, al llegar al centro mismo del órgano, vimos... En confianza... No lo repitan ustedes... Porque no nos lo explicamos; ningún compañero mío se lo explica...

AMIGO 1º.-   ¿Qué, qué había?

MÉDICO.-   Algo muy extraño... Un gusanillo pequeñísimo, escondido, cobijado, encerrado y domiciliado allí, que se dedicaba a roer su madriguera...

 

(Diálogo.)

 

ROSALBA.-   ¿Cómo te gustaría a ti que fuese? ¿Rubio, pelicastaño, ala de cuervo sombrío?

AURINA.-   Ninguno de esos pelos.

ROSALBA.-   ¿Rojo? Es de traidores...

AURINA.-   Hay traidores de todos los pelajes.

ROSALBA.-   Entonces, ni rojo, ni rubio, ni... ¿Entonces?

AURINA.-   ¿Entonces? Gris, y si puede ser blanco, ¡mejor!

ROSALBA.-   ¡Gris! ¡Blanco! ¿Para enviudar pronto?

AURINA.-   Justamente. Ese rasgo de penetración me prueba que vas despabilándote un poco. Porque ¡cuidado que eres simplaina tú!

ROSALBA.-   Muchísimo. Ya hago lo posible por adquirir malicia; pero genio y figura...

AURINA.-   Pues, chúpate el dedo y verás el camino que llevas. Mira: las de tu calaña me exasperan a mí. ¿Qué te propones en el mundo?

ROSALBA.-   ¿Y tú?

AURINA.-   ¡Me gusta! ¿Qué he de proponerme? Al nacer, nos meten en la mano el limoncillo de la vida. Estrujarlo, hija, a ver qué sabor tiene el zumo.

ROSALBA.-   Agrio. No, amargo. ¡Amargo!

AURINA.-   Porque no sabes echarle azucarillo.

ROSALBA.-   Échale cuanto azúcar quieras, un tinajón de melaza; entre el empalago ha de sobresalir, siempre y por último, la amargura.

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AURINA no contesta; se levanta y se mira al espejo; sonríe a su imagen, se atusa el pelo que lleva peinado en tejadillo saliente y bufante, estilo modernista, y se arregla los chorritos de gasa que adornan el delantero de su blusa azul, toda incrustada de medias lunas de encaje amarillento.

 

ROSALBA.-    (Benévola.) ¿Qué haces, loquinaria?

AURINA.-   Paso revista a la infantería, a la artillería y a la caballería.

ROSALBA.-   ¿Aquí? Aquí no hay batallas. ¿Dónde está el enemigo?

AURINA.-   Dice el Catecismo que los enemigos nos persiguen en todas partes. No veo por qué dejarían de perseguirme en esta casa.

ROSALBA.-   Aquí no hay más que una amiga que te quiere de veras. Aunque pensemos de distinto modo, yo no vivo sin ti. Haces el sacrificio de venir a verme todos los días; te pasas conmigo, que no soy nada divertida ni nada alegre, tardes enteras y muchas noches; y ¡vamos!, sé estimar y agradecer.

AURINA.-   ¡Eh, eh, eh! ¡Incorregible! ¡No estimes, no agradezcas, no tengas ley a nadie, no te fíes de tu sombra! Parece que conocemos a la gente... y ni de vista. ¡Ni de vista! Te lo aviso. De mí témelo todo: soy mujer, ¡y si vieras qué perros somos las mujeres y los hombres!

ROSALBA.-   Haces alarde de mala y eres excelente.

AURINA.-   No me injuries. ¡Buena! Llámame ya, para lo que te falta, fea y tonta. ¿Sábes lo único que no me gusta ser? Disimulada ni falsa; y así, te prevengo que te guardes de mí más que de los otros, porque si me quieres más estoy en condiciones de hacerte más daño.

ROSALBA.-   Necesito creerte buena, creer bueno a alguien. ¡Dios mío! ¡Qué triste es dudar, Aurina! ¡Qué triste es sentirse solo, pensar que nadie nos quiere!  (ROSALBA se acerca a su amiga y le pasa el brazo por el cuello.)  Ya sabes que no llegué a conocer a mamá... Soy hija única... ¡Si tuviese una hermana, una hermanita menor, con quien comentar de noche los sucesos del día!

AURINA.-   ¿Y tu ínclito papá? ¿No te acompaña y entretiene bastante? Es muy entretenido el buen señor.

ROSALBA.-    (Pensativa.)  ¡Mi padre!

AURINA.-   ¿Qué tienes que decir de él? Tan peripuesto, tan amigo de divertirse.

ROSALBA.-   Acaso por eso... no nos entendemos enteramente... en ciertas ocasiones...

AURINA.-    (Besándola.) Y conmigo, ¿te entiendes?

ROSALBA.-    (Estremecida.) ¡Qué helada tienes la boca criatura!

AURINA.-    (Riendo.) ¿Es que mis dientes de nieve la enfrían? Bonito, ¿eh? Lo que digo es que me alegro, me alegro de que conmigo te entiendas. Pienso que estemos mucho tiempo juntas: digo, a no ser que te me cases.

ROSALBA.-   O que te me cases tú, que será más probable; a tí te sobra gancho, y a mí no me dio Dios asomo de él.

AURINA.-   Y si me caso, ¿qué razón hay para que no sigamos tan amiguitas?

ROSALBA.-    (Con sentimiento.)  No sé. Todo lo que cambia la vida, cambia los afectos. Si te casas, el amor a tu marido te hará olvidar a la amiga. Pues ¿y los chicos?

AURINA.-   ¿Chicos? ¡A la Inclusa con ellos! Prefiero los niños cuando ya saben sonarse y abrillantarse las uñas. Una hija como tú, me ilusionaría. Que otras den a luz los chicos: yo me encargo de llevarlos al teatro... ¿No estás conforme? ¡Tontona!

ROSALBA.-   No sé qué veo en tí... ¿Qué te pasa? ¿Has arreglado ya tu porvenir? Mucho te brillan los ojos. ¿Estás nerviosa? ¿Hay misterio? Ábreme tu corazón.

AURINA.-   Están forjando en Eibar la llave. Mi corazón tiene figura de cofrecito. He mandado que sea llave de esas a la inglesa, contra ganzúas.

ROSALBA.-   Noviazgo seguro. Lo que te preguntaba: ¿el pelo?

AURINA.-   Lo que te respondía: blanco; y se me olvidó añadir: teñido.

ROSALBA.-   ¿En serio?

AURINA.-   En fúnebre.

ROSALBA.-   Reflexiona, Aura. Es por toda la vida.

AURINA.-   Claro. Por toda... la de él.

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ROSALBA enmudece: silencio triste y reprobador. Vuelve los ojos por no mirar a su amiga, y aparenta distraerse con el ruido que se oye en la antesala. Pasos algo pesados, craqueo recio de botas nuevas, anuncian que se acerca un hombre. La puerta se abre, y en el hueco aparece el papá de ROSALBA, setentón atildado y retocado; su levita, gris hierro, última moda, acentúa la prominencia de su vientre. En el ojal luce un clavel blanco, rodeado de ramillas de cilantro. Calza guantes de Suecia, y al moverse despide emanaciones de Ideal (el perfume más caro de la casa Houbigant). Viene preocupado, y no saluda a AURINA.

 

ROSALBA.-    (Mirándole como si le viese por primera vez.) Milagro, papá, que vengas a estas habitaciones.

AURINA.-    (Muy tranquila, dulcemente.) ¡Milagro que un padre cariñoso entre a preguntar cómo lo pasa su niña!

ROSALBA.-   Nunca acostumbra, y menos a estas horas...

AURINA.-   Las buenas costumbres, si no existen, hay que inventarlas. Tu papá vendrá, desde hoy, todas las tardes a enterarse de cómo lo pasas y a prodigarnos su amable conversación...

ROSALBA.-    (Atónita.) Y tú, ¿por qué dispones...?

AURINA.   (Apacible.) Porque..., porque...  (Al papá de ROSALBA.)  Pero ¿no se atreve usted a entrar? ¿Se queda usted ahí? Pase usted: deseando estábamos su llegada.

ROSALBA.-    (Con súbita indignación, al oído de AURINA.) ¿Esas tenemos? Voy a decirle...

AURINA.-    (Al oído de ROSALBA.) Perderás el tiempo. No atenderá a nada que vaya contra su pasión. Puedes repetirle lo que hablamos de pe a pa; te desmentiré, y me creerá a mí. ¡Cuidado que eres bobalicona!

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Mientras ROSALBA, petrificada, sigue mirando de hito en hito a su padre y AURINA, los dos se acercan y se arrinconan en la ventana, riendo y coqueteando. ROSALBA, pasado un instante, agacha la cabeza, atraviesa la habitación, cruza una puertecilla, entra en su dormitorio y se echa de bruces sobre la almohada de la cama, sollozando.

 

«El Liberal», 16 de mayo de 1898.



ArribaEl tapiz

El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de su desconocida admiradora lejana, indicando un gesto de melancolía. «Me pregunta si soy joven aún...» Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada mano, en estrofas, sin embargo, brillantes, la especie de apólogo que transformo en cuento.

***

Fue en una tienda de anticuario parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le pidieron: el resto de sus ahorros. Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que poseía. Poco a poco, sin embargo, el tapiz se destacaba. Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o -actitud más significativa- afectaban frialdad y secura y, previos circunloquios de chalán, preguntaban, como al descuido, si no pensaba Rafael «cambiar el tapicito». Ante la negativa, venían las proposiciones insinuantes:

-Vamos, hasta los dos mil me correría...

Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien abultada de billetes.

-¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un encaprichado...

Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía, empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo maravilloso.

A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:

-¡Feliz mortal! Posee usted un objeto precioso. ¡Ya lo creo que se lo pagarían si se propusiese usted venderlo! Ya creo que aquí no saben su verdadero valor, su rareza inestimable. Únicamente yo, por mis viajes y mis especiales indagaciones, puedo asegurar que tapiz así no se encuentra. Solo he visto uno, y menos hermoso; lo poseía el rajá de Mirzapur y aseguraba que era sin par.

-Y ¿en qué consiste la singularidad...? -interrogó Rafael.

-¡Oh! Fíjese usted bien... Sus dibujos y matices encierran un secreto que ya se considera perdido. Se asegura que este colorido extraño, a la vez sombrío y esplendoroso, solo se obtenía tiñendo las lanas en la caliente sangre de la tejedora. Se cuenta asimismo que estos dibujos son un conjuro de hechicería, escrito en un idioma más viejo que el sánscrito; en un alfabeto desaparecido. Llámelas usted patrañas... Ello es que el tapiz, no aquí, en Asia misma no tiene precio.

Desde aquel punto y hora, como se declara una enfermedad latente en el organismo, se declaró en Rafael la fascinación del tapiz. Díriase que las misteriosas cláusulas del conjuro habían sido murmuradas a su oído por la voz de una bruja, y que el encanto le envolvía en su invisible red de telaraña. Rafael era romántico impenitente, y ocultaba el romanticismo porque comprendía que es inactual. Pero al ocultarlo lo acrecía, como acrece la luz de la lámpara al recatarla con la mano. Soñaba algo divino e imposible. Encontró en el tapiz lo que buscaba a ciegas. Encontró el amor.

El trozo de oriental tejido, flexible, suave, de entonaciones cálidas y vivas como las de carne morena, se transformó para Rafael en lo que se transforma para el enamorado la ropa que ha cubierto el cuerpo de la amada y que conserva su dulce calor. Más aún: se transformó en ella misma. ¿Acaso, según los informes del sabio, no estaban las lanas del tapiz reteñidas en la sangre de la tejedora? A aquella maga única, a la que había tejido y matizado el portento, era a quien Rafael evocaba con ansia infinita, con vértigos de locura. Y la veía, la veía de bulto, tan pronto como se envolvía en el tapiz sin precio, o cuando lo extendía para tratar de descifrar con ávida mirada el conjuro inscrito en caracteres de un alfabeto ya eternamente borrado de la memoria de los hombres, y ni aun conservado por la tradición.

Algunas lecturas, un poco de erudicción a salto de mata, debida a sus visitas a los talleres de pintores y escultores, habían sembrado en el cerebro de Rafael ideas que ahora se traducían en representaciones plásticas. Figurábase a lo vivo una de aquellas mujeres del Irán, de quienes dijo Alejandro Magno «que hacen daño al corazón». Una doncella de las que se ven en las miniaturas del Chá Namé: pálidas como la luna, mostrando en el rostro, exageradamente oval, los sombríos ojos, el doble arco perfecto de las cejas anchas, el rojo cinabrio de la boca, entre el cual los dientes menudos brillan húmedos, como guijas en el fondo de cristalino remanso... Una doncella de cuerpo esbeltísimo y talle largo, menudo el seno, prolongados los brazos, con esas líneas fugaces, casi inmateriales, flexuosas, de enloquecedoras curvas de serpiente, adivinadas y restituidas al arte por el modernismo. Y se la figuraba sentada en cojines en una terraza de azulejos de color, donde los rosales florecen en jarrones de porcelana -a un lado un veladorcillo, en que el servidor dejó la bandeja con frutas y bebidas; a otro el laúd de tres cuerdas- sin interrumpir la languidez de su reposo más que para trabajar en el tapiz, para tejer en él, con lanas a que su sangre dio un color que no da ningún otro tinte, los caracteres del conjuro que despierta el amor en las profundidades del ser...

Y aquella mujer no sería como las otras: joven, hermosa, sí, pero de diferente modo, con rara hermosura, con juventud que brotaba de eternos manantiales, en las entrañas de la creación. Y las palabras que ella dijese serían las nunca oídas, y los estremecimientos de ventura que ella diese tendrían otro sabor, como de ambrosía jamás gustada por humanos labios.

Cuatro o cinco meses pasó Rafael a solas con su irrealizable ensueño. Y sentía necesidad de confiarlo, de explayarlo, de darle forma. Un día, encontró confidente: era un amigo que regresaba de largo viaje, y a quien no veía desde años atrás.

-Estoy hechizado -dijo Rafael-, sufro un maleficio. Me siento enamorado perdidamente de la tejedora de este tapiz, que fue una doncella, una beldad iraniense, y que me ha embrujado con su labor y con su sangre.

El amigo sonrió, mostrando el desengaño de los que han vivido mucho.

-¿De dónde sacas la belleza y la juventud de la tejedora? -preguntó irónicamente-. Las tejedoras de tapices tan preciosos son unas viejas secas como bambúes... Y mira... ¡en el tapiz está la prueba!

Sutilmente, entre las yemas de los dedos, manejó el tapiz y extrajo un cabito amarillento, casi invisible: una cana. Rafael la miró con espantados ojos. El conjuro mágico -que no tiene otro nombre sino juventud- se desvanecía, llevándose consigo las rosas alejandrinas y los tulipanes pérsicos del ensueño.

«Blanco y Negro», núm. 602, 1902.