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Interpretación de la Edad Media en la Novela Histórica Española durante el Romanticismo

Enrique Rubio Cremades

De los múltiples elementos que configuran la literatura romántica y, por ende, la novela histórica de esta época, la Edad Media es, sin lugar a duda, uno de los más significativos y elementales. La imitación clásica, aceptada como dogma hasta entonces, es repudiada, sustituyéndose lo mitológico y pagano por lo sobrenatural cristiano. La revista El Europeo1, publicación fundamental para el análisis del nacimiento del Romanticismo español, señalaba al respecto las tres circunstancias o aspectos que influyen de forma persistente en la literatura: la Religión, las costumbres y la Naturaleza, pues de ellos toma el escritor los necesarios tintes para el colorido de sus obras, ya que estas formas ennoblecen al primero, corrigen al segundo y dan más realce al tercero. Con anterioridad a la aparición de las obras más significativas del Romanticismo español, El Europeo introdujo y difundió desde sus páginas en los años 1823 y 1824 la incidencia que tuvo la aparición del cristianismo. Para El Europeo la moral del evangelio matizó la ferocidad de los pueblos y les fue inclinando a tiernos y melancólicos sentimientos. R. López Soler, en su extenso artículo «Análisis de la cuestión agitada entre románticos y clasicistas», ahonda en todas estas manifestaciones entre el mundo pagano y cristiano, sin llegar a doblegar en sus argumentaciones las eruditas obras del mundo clásico, pese a estar en contradicción el ideal cristiano con las costumbres y leyes de la Grecia antigua y pagana. Eclecticismo que en ocasiones no siempre tiende al justo medio, pues se desliza más a las excelencias del Romanticismo que a los elementos propios e integrantes del Neoclasicismo. Para el citado López Soler, principal difusor de la novela histórica de Walter Scott en España2, el origen del Romanticismo está fuertemente imbricado en la religión cristiana:

El esplendoroso aparato de las cruzadas, las virtudes y el pundonor de los caballeros en unión con sus galantes y maravillosas aventuras dieron vasto campo a las descripciones en la parte humana para explicarnos así de los poemas; pero para su parte metafísica y sublime se recurrió a la Religión tomando de ella un colorido lúgubre y sentimental, que daba cierto valor a los personajes y un aire de nobleza a los acaecimientos y, en general, alto grado de terneza e interés a las composiciones. Como si la Religión cristiana hubiera desarrollado nuestro principio moral, haciendo perceptibles por este medio de más blandas y delicadas bellezas, y como si realmente a fuerza de enternecer al corazón hubiese hecho más perspicaces a los sentidos, ello es cierto que las producciones de aquella edad verdaderamente poética tienen un mérito desconocido de los griegos y romanos, cual es de hacernos sentir sin arte ni esfuerzo alguno las más dulces sensaciones3.


López Soler representa, pues, el primer romanticismo, la vertiente orientada hacia la Edad Media y el Siglo de Oro, con sus valores tradicionales, sustentada en un espíritu cristiano-conservador. Frente a esta línea surgiría otra tendencia que, si bien enmarca el contenido de las producciones literarias en la Edad Media, censura dichos valores, emergiendo otros postulados ideológicos de carácter liberal y subversivo que están en clara contradicción con los puestos en práctica durante los albores del Romanticismo. Pero es evidente que López Soler y críticos de la época a la que pertenece El Europeo asumieron las ventajas de la sociedad y costumbres cristianas frente a las del mundo pagano:

Los juegos olímpicos eran brillantes, pero feroces, y los combates de los gladiadores brutales y sanguinarios. No podemos ni de mucho comparar los primeros a los torneos de la Edad Media, dirigidos por los más poderosos incentivos del corazón humano, el amor y la gloria [...] ¿qué son sus náyades, sus sátiros, sus ninfas y sus temerarios guerreros en comparación del silencio del claustro, de la virgen cristiana encerrada en él, de los lóbregos castillos, del pundonor, de la religiosa piedad y valentía de los aventureros?4


En la disección que R. López Soler lleva a cabo sobre la historia de la literatura española desde sus orígenes hasta el primer tercio del siglo XIX, será la correspondiente a la Edad Media la época más singular e interesante para los ideales románticos. Sin desdeñar otras épocas, para el mencionado crítico y novelista, los poemas de Berceo, los romances históricos de los hechos de armas del Cid y el pundonor caballeresco constituyen la base fundamental, el tejido novelesco de las narraciones históricas del periodo romántico, pues en este corpus histórico subyace el espíritu del honor, de la caballerosidad. El análisis de los artículos de López Soler insertos en El Europeo es de capital importancia para conocer el desarrollo del Romanticismo en España y las vicisitudes de su implantación. La Edad Media constituye uno de los ejes fundamentales que vertebran la narrativa y la dramaturgia del Romanticismo, de ahí la emoción de los recuerdos que las ruinas despiertan en las personas que las contemplan. La imaginación y recreación de los tiempos medievales, la atracción que ejercen el paisaje nocturno, el ambiente tétrico y sepulcral, las ruinas, son marco perfecto y adecuado a los sentimientos melancólicos del poeta.

La mirada complaciente y el regreso a la Edad Media se deben también a otros motivos. No se debe olvidar la exhumación de monumentos literarios llevada a cabo durante el siglo XVIII, como El Cantar de Mío Cid. La exaltación de las tradiciones, el gusto por lo histórico-caballeresco, representado en el Romancero, y el orientalismo, de vieja expresión en los romances fronterizos y moriscos, actuaron como fermento caracterizador tanto de la novela histórica como de la leyenda y la dramaturgia románticas. La luna, el sepulcro, la noche, el individualismo desligado de cualquier preceptiva serán elementos constituyentes del Romanticismo. Frente a la razón, la imaginación, la inspiración. La sustitución de lo pagano por lo sobrenatural cristiano. La naturaleza circundante, las costumbres, la historia interpretada fantástica y libérrimamente tanto en la Edad Media como en el Siglo de Oro constituirán los pilares fundamentales de la literatura de esta época. La Edad Media se concibe y se observa como un periodo lleno de fantasía y ensueño, poblado por trovadores enamorados -como el Macías de Larra o el personaje Manrique, protagonista del drama de García Gutiérrez El Trovador-, caballeros andantes y monjes de virtudes heroicas y con un alto concepto del honor, como en la mejor novela histórica española: El señor de Bembibre. Rememoración o evocación de la Edad Media que conlleva una exaltación, fervor y devoción por su arte y su literatura. El gótico, considerado un arte bárbaro desde el Renacimiento, suscitará entusiasmados elogios, se construirán monumentos en un estilo neogótico, se volverá a la métrica medieval, inspirarán los motivos medievales y se considerará esta época como elemento substancial del Romanticismo. No es extraño, pues, que desde las páginas de la publicación El Artista5, principal atalaya de los románticos, dirigida por Eugenio de Ochoa y el célebre pintor Federico de Madrazo, escribiera el propio Ochoa un artículo titulado «Un romántico», en el que canta las excelencias del romanticismo frente al escritor «clasiquista», un hombre rutinario para quien todo está dicho desde Aristóteles. El grabado de Madrazo que ilustra el artículo representa a un joven, de aspecto serio y meditabundo, vestido sin extravagancia y rodeado de libros en cuyos tomos podemos leer los títulos Crónicas, Biblia, Zurita. Evidentemente estas referencias dan a entender que el Romanticismo no tiene nada de herético, tal como proclaman sus detractores. Incluso, en esta tercera entrega de El Artista, Ochoa escribe en el mencionado artículo, ilustrado por Madrazo, las cualidades y fuentes histórico-literarias del escritor romántico, entre las cuales no podía faltar la referencia a la Edad Media:

[...] alma llena de brillantes ilusiones quisiera ver reproducidos en nuestros siglos las santas creencias, las virtudes, la poesía de los tiempos caballerescos; cuya imaginación se entusiasma, más que con las hazañas de los griegos, con las proezas de los antiguos españoles, que prefieren Jimena a Dido, El Cid a Eneas, Calderón a Voltaire y Cervantes a Boileau; para quien las cristianas catedrales encierran más poesía que los templos del paganismo; para quien los hombres del siglo XIX no son menos capaces de sentir pasiones que los del tiempo de Aristóteles...6


Desde las páginas de El Artista Eugenio de Ochoa manifiesta su admiración por Osián, por El moro expósito, la novela negra y las leyendas anglosajonas. La luna, la noche, lo lúgubre y siniestro serán motivos incluidos por Ochoa en sus narraciones histórico-legendarias, situadas en la mayoría de las ocasiones en tiempos de las Cruzadas. Sus obras constituyen uno de los ejemplos más significativos y característicos de la literatura romántica. El misántropo, La vuelta del Cid o La muerte del abad se adecúan a estas características. Ochoa, al igual que Madrazo, Salas y Quiroga, Patricio de la Escosura, Julián Romea o Zorrilla publican historias caballerescas en El Artista pobladas por tipos y escenas medievales: dolientes cautivas, caballeros de Tierra Santa, castillos, conventos, torneos, construcciones góticas cuya mirada o contemplación inspiran terror. Trovas amorosas, composiciones poéticas plenas de «ternura y dignidad varonil y caballeresca», en el decir de Pedro de Madrazo7. Retorno a la Edad Media donde la fidelidad y el pundonor están en clara contraposición a las empalagosas letrillas de Clori, Filis y Silvia. El sentir de El Artista es idéntico al de otras publicaciones defensoras del Romanticismo, como en el caso de las revistas El Siglo8 o No me olvides9. Otras publicaciones adoptarán un inicial tono hostil en lo referente al Romanticismo, aunque con el correr del tiempo aceptarán su credo estético y se convertirán en defensoras del Romanticismo, como en el caso del Correo literario y mercantil10. Novelistas, dramaturgos y poetas fueron asiduos colaboradores en estas revistas. En unas ocasiones ejerciendo la crítica; en otras, con colaboraciones originales, como en el caso de la publicación No me olvides. Numerosos relatos románticos insertos en No me olvides se debieron, precisamente, a lo más granado del Romanticismo español. Es evidente que la Edad Media tuvo especial interés entre sus colaboradores, especialmente en el caso de Manuel Assas, cuyos artículos sobre la referida época son de gran interés.

Las traducciones de las novelas de W. Scott y la creación de colecciones de novelas históricas, como las debidas a los impresores y editores Delgado, Repullés y Bergnes, alcanzaron en los inicios de los años treinta un interés inusitado. Célebres dramaturgos -Martínez de la Rosa-, poetas -Espronceda-, o periodistas -Larra- escribieron novelas históricas. La consecución de una pronta fama y una generosísima retribución económica por la publicación de una novela histórica (recuérdese que Espronceda cobró seis mil reales por su Sancho Saldaña) posibilitaron la afluencia de numerosos relatos ambientados en un contexto histórico en el que la Edad Media ofrece al novelista un peculiar marco al mundo de ficción. La publicación El Guardia Nacional refleja con exactitud esta querencia y afinidad de los temas novelescos con el medioevo11:

La Edad Media, fuente abundantísima de brillantes y caballerescos hechos, de horrendos crímenes y de pasiones violentas, la Edad Media, romántica por sus recuerdos, tenebrosa por su feudalismo y gloriosa por su espíritu guerrero, no podía menos de excitar el entusiasmo de nuestros literatos que levantando una bandera nueva, pero brillante, rompieron las trabas que hasta el día han sujetado en parte el vuelo de la imaginación, la nueva escuela, si así puede llamarse la que inspiró a Calderón sus románticos dramas; la escuela de la creación, sublime y filosófica, parece haber escogido por campo de sus glorias aquellos siglos mágicos con sus cruzadas, sus eternos combates y su fanatismo religioso12.


La presencia del medioevo en la literatura española y europea en general nutre la creación literaria en todas sus vertientes. La dramaturgia romántica y la novela incluyen entre sus páginas un copioso material histórico acaecido en la Edad Media para engarzar unos personajes de ficción en dicho entramado histórico. Martínez de la Rosa, cuya dramaturgia abraza tanto la preceptiva neoclásica como la romántica, publicó en el año 1830 La conjuración de Venecia, estrenada en Madrid años más tarde, el 23 de abril de 1834. Como es bien sabido, la acción se desarrolla durante los carnavales venecianos en el año 1310. El drama Macías, de Larra, estrenado en Madrid el 24 de septiembre de 1834 y en el que el propio autor vierte su angustiosa situación con una sinceridad y una convicción que no encontramos en ninguno de los dramas románticos, acontece durante los primeros días del mes de enero de 1406 en Andújar, en el palacio de don Enrique de Villena. Los amantes de Teruel, de Juan E. Hartzenbusch, transcurre durante el año 1217. Como es conocido, el primer acto se desarrolla en Valencia y el resto en Teruel. Hartzenbusch, a diferencia de Larra, publicó y estrenó numerosos dramas históricos ambientados en la Edad Media, además de otras obras que recorren todo el panorama teatral de la época, desde comedias de magia hasta bíblicas o simbólicas. Los dramas Las hijas de Gracián Ramírez -dramatización sobre la leyenda de la defensa de Madrid atacada por los árabes-, Alfonso el Casto -amores del conde de Saldaña con doña Jimena-, El infante don Fernando de Antequera -regente de Castilla durante la minoría de Juan II-, La jura de Santa Gadea, La madre de Pelayo -dramatización de su mocedad- y La ley de la raza -amores de Recesvinto y Heriberto engarzados en el cruce de civilizaciones, la visigoda y la hispano-romana-, son claros ejemplos de la presencia de lo medieval en la dramaturgia romántica, al igual que en otros célebres escritores de la época, como es el caso de A. García Gutiérrez -El trovador, El Paje, El rey monje, Las bodas de doña Sancha, Doña Urraca de Castilla...-, Zorilla -El rey loco, El puñal del godo, La calentura, El eco del torrente, Sancho García, El caballero del rey don Sancho, El excomulgado, Lealtad de una mujer y aventuras de una noche, El zapatero y el rey...-. Estos dramaturgos clásicos de la literatura española convivieron con numerosos escritores de segunda fila cuya producción copiosísima de dramas históricos ambientados en la Edad Media hicieron las delicias del público, como G. Romero Larrañaga, Eusebio y Eduardo Asquerino, José María Díaz, Miguel Agustín Príncipe, Heriberto García de Quevedo, Ramón Navarrete, Eugenio Ochoa, Joaquín Francisco Pacheco, Víctor Balaguer, Pedro Sabater, P. Calvo Asensio, P. de la Escosura, A. Hurtado, A. Gil y Zárate, entre otros muchos.

La novela histórica, al igual que la dramaturgia romántica, recreará la Edad Media desde múltiples perspectivas, atendiendo no solo a la ideología del autor plasmada en sus personajes, sino también a la reivindicación de un hecho histórico que guarda paralelismo con la época vivida por el novelista. La novela histórica Gómez Arias, de Telesforo de Trueba, escrita originariamente en inglés y traducida libremente al castellano por Mariano Torrente en el año 183l13, ha sido considerada por la crítica como la primera novela histórica española14. Cabe recordar al respecto que Trueba, exiliado en Inglaterra, conocía la novela de W. Scott, escritor que por aquel entonces estaba en el apogeo de la fama. La novela, inspirada en La niña de Gómez Arias de Calderón de la Barca y en Las guerras civiles de Granada de Pérez de Hita, recrea la encrucijada de culturas existente en una Granada feudal, de mágicas resonancias, poblada de caballeros árabes y cristianos. Celos, venganzas, episodios de amor y de guerra constituyen los ingredientes básicos de la novela de Trueba. Años más tarde, en 1829, publicó The Castilian, ambientada en uno de los periodos históricos medievales más sugestivos para los novelistas del Romanticismo: el reinado de Pedro I de Castilla, más conocido como Pedro el Cruel15. Las notas, epígrafes y la introducción de carácter histórico son de idéntico corte que las que figuran en Gómez Arias. La novela de clara influencia scottiana recrea la crónica del canciller Pero López de Ayala, especialmente el episodio que transcurre desde la entrada del Príncipe Negro en España hasta la catástrofe de Montiel. En la novela de Trueba el protagonismo no le corresponde al monarca, sino a don Ferrán de Castro, prototipo de la lealtad castellana y con un alto concepto del honor caballeresco y de la honra. Presenta la descripción de una Castilla medieval, dominada por un tirano que ha sumido su reinado en una época de crueles confrontaciones, venganzas terribles y traiciones de temibles consecuencias. Descripción de un pasado pretérito, dominado por cruentas guerras civiles cuyo paralelismo con el tiempo presente al autor es harto coincidente, pues en ambas épocas las circunstancias son parecidas16, al igual que en El señor de Bembibre de E. Gil y Carrasco o El moro expósito del duque de Rivas17.

Con anterioridad a la publicación de las novelas históricas de Trueba editadas en inglés, apareció en el mercado editorial español, en 1823, la novela Ramiro, conde de Lucena, de Rafael Húmara y Salamanca, cuya acción transcurre en el siglo XIII y recrea el hecho histórico de la conquista de la ciudad de Sevilla por los cristianos18. El protagonista es Ramiro, conde de Lucena, joven caballero perteneciente al bando castellano que se ha distinguido por su coraje y valentía en los combates que precedieron a la toma de la ciudad. Enviado por el monarca Fernando a la corte de Sevilla para negociar el rescate de un noble prisionero, quedará prendado de la belleza de la hermana del rey moro, Zaida. Despechos e intrigas amorosas, muertes trágicas, desenlaces fatales, combates cruentos constituyen los elementos fundamentales de la acción. Es una novela que finaliza con la muerte de los protagonistas y cuya historia se encuadra en un contexto histórico en el que el mundo árabe y el cristiano compatibilizan el espíritu de la tolerancia. Húmara realiza un retrato histórico de la Edad Media con no poca nostalgia. Los valores cristianos y caballerescos que albergaban dicha época constituían para Húmara el universo novelesco por excelencia. Un relato, en definitiva, que glorifica los hechos hazañosos de un pasado lejano y armoniza las nobles virtudes -caballerosidad, patriotismo y lealtad- con el tema del amor y la muerte. Un retrato de la baja Edad Media que puede datarse a partir del año 1247 con el definitivo asedio y ataque a la ciudad de Sevilla. El 23 de noviembre de 1248 entró Fernando III en la ciudad tras duras negociaciones con los árabes, perdonándoles la vida a los sitiados y permitiéndoles llevar consigo todos sus enseres. Tras Sevilla se entregaron a los cristianos Jerez de la Frontera, Medina Sidonia, Santa María del Puerto, Cádiz, Arcos de la Frontera, Lebrija y Rota. La frontera se situaría entre Vejer de la Frontera y Tarifa. Todo este periodo histórico es el que enmarca los hechos narrados por Húmara. Precisiones históricas y encrucijadas de credos ideológicos que se imbrican o infartan con los sentimientos amorosos de los héroes de ficción.

Ramiro, conde de Lucena es, cronológicamente, la primera novela histórica española. Sin embargo, el introductor, el escritor que mayor incidencia tuvo respecto al género sería Ramón López Soler, autor de excelentes artículos de crítica, como los publicados en El Europeo, y principal difusor en España de las novelas de Walter Scott. Incluso puede decirse que aclimató y adaptó para los lectores ávidos de novelas históricas y de aventuras numerosas historias redactadas con pulso firme y excelente ritmo narrativo, como los relatos: Enrique de Lorena, Kar-Osman o Memorias de la Casa de Silva, El pirata de Colombia, El primogénito de Albuquerque, La catedral de Sevilla, entre otras19. De esta relación la que más se ajusta a la recreación del medioevo es la titulada El primogénito de Albuquerque, firmada con el seudónimo Gregorio Pérez de Miranda, que narra el complicado laberinto de intrigas palaciegas durante el reinado de Pedro I de Castilla. Sin embargo, la novela que mayor fama le dio en su tiempo, además de su novela de bandidos -Jaime el Barbudo- fue la titulada Los bandos de Castilla o el caballero del Cisne, relato relevante en la historia de la novela histórica española por diversos motivos o causas20. Si bien es verdad que Rafael Húmara en la introducción de su obra Ramiro, conde de Lucena citaba al popular novelista W. Scott y Blanco White lo elogiaba desde las páginas de la publicación las Variedades o Mensajero de Londres21, sugiriendo la traducción de Scott -recomendación que encontró feliz acogida, pues el propio editor de Variedades, R. Akermann, publicará las novelas Ivanhoe y El talismán traducidas por José Joaquín de Mora-, no se produciría la feliz acogida de Scott en España hasta la publicación de Los bandos de Castilla. De hecho, la novela tuvo una relevante e inmediata resonancia en los círculos literarios coetáneos al autor, considerándose con toda propiedad el modelo a seguir entre los escritores españoles. En el prólogo que López Soler publica al frente de su novela señala que su relato tiene dos objetos: dar a conocer el estilo de Walter Scott y manifestar que la historia de España ofrece pasajes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores como los de Escocia o de Inglaterra. A fin de conseguir uno y otro intento hemos traducido al novelista escocés en algunos pasajes e imitándole en otros muchos, procurando dar a su narración y a su diálogo aquella vehemencia de que comúnmente carece por acomodarse al carácter grave y flemático de los pueblos para quienes escribe22.

Dicho prólogo, que puede considerarse como un manifiesto literario tanto por su interés como por su incidencia, explica también las circunstancias y vicisitudes históricas que figuran en la novela: reinado de Juan II de Castilla, postrimerías de la privanza de don Álvaro de Luna y su muerte al final de la novela. Tanto el asunto de la novela como el ambiente son medievales, pues su autor realiza múltiples incursiones en la lírica medieval en forma de digresión para dar así un tinte trovadoresco a su mundo de ficción. Ramiro de Linares, el protagonista de la novela, apodado el Caballero del Cisne, vasallo del rey de Aragón e hijo del conde de Pimentel, es el prototipo del hombre soñador, solitario. Las heroínas, Blanca y Matilde, corresponden tanto al arquetipo de belleza femenina como al de la forma de ser en el Romanticismo, pues son mujeres soñadoras, sumidas en tristes ensoñaciones y ángeles de la melancolía, en el decir del novelista. El pasado histórico-legendario de Castilla y el del antiguo Aragón configuran el entramado histórico de la narración, creándose una dualidad muy del gusto scottiano, pues frente a don Juan de Castilla se situará don Alfonso de Aragón. Rivalidades, enfrentamientos entre la nobleza, asedios, torneos, panteones, bosques, noches cerradas, tempestades configuran y recrean un mundo medieval guerrero que contrasta con los sentimientos, la nostalgia y melancolía de los héroes de ficción. Nobles y villanos, escenas cruentas y melancólicos sentimientos son antónimos de un retrato medieval en el que las pasiones y la beligerancia entre aragoneses y castellanos dan a la novela un marcado tinte romántico e historicista.

Un año más tarde Estanislao de Cosca Vayo y Lamarca, autor de novelas de corte sentimental y seudorrealistas, como su relato Los terremotos de Orihuela -novela enmarcada en un hecho real que conmocionó a la sociedad española en el año 1829, pues se produjo un terremoto que causó más de cuatrocientos muertos, miles de heridos y pueblos destrozados-, publicó La conquista de Valencia por el Cid, tachada por su autor de original, carente de huella extranjera y de asunto netamente español23. En el prólogo que figura al frente de la novela indica la importancia universal del Cid, su fuerza y trascendencia en la historia de la vieja Europa:

Difícil fuera buscar en las historias de las naciones más cultas un adalid que reúna el indómito arrojo y las virtudes del tierno esposo de Jimena. En sus manos el pendón de la Cruz vence por todas partes al poder africano; ríndenle parias los monarcas de la Media Luna; lleva atados a su triunfante carroza los reyes que osan medir con él la espada [...] Arde en sus venas el ardor patrio con tal levantado brío que le obliga a emprender arduas conquistas para libertar a España de los árabes y romper las cadenas con que la tenían oprimida los soberbios vencedores24.


Precisamente la universalidad del Cid, su trascendencia como héroe conllevaba o entrañaba serias dificultades, pues a diferencia de otros héroes de ficción pertenecientes a estratos sociales más bajos y de menor relevancia, el Cid era un personaje real, histórico y de ilustre tradición literaria. Las licencias que se podía permitir Vayo eran mínimas, de ahí su preocupación. De cualquier forma, el lector percibe con claridad la idealización del héroe medieval, sus valores eternos, su abnegación y su peculiar concepto del honor y la honra. Es esta una novela cuyo lenguaje arcaizante proporciona esa sensación de documento añejo, vetusto, que lejos de afear la narración, la enriquece y la complementa.

Una prueba evidente del éxito de la novela histórica es la presencia de escritores cuya producción literaria suele pertenecer a otro género, bien a la dramaturgia, poesía o, como en el caso de Larra, al periodismo. No pudo sustraerse Fígaro a la tentación novelesca. Prueba de ello es su novela El doncel de don Enrique el Doliente, denostada por un cierto sector de la crítica y elogiada por un reducido grupo de críticos25. En el prolijo prólogo, Larra explica al lector los hechos narrados, asumiendo que se trata de una narración fidedigna. Sin embargo, una vez leída la obra, el lector tiene la sensación de que por primera vez en la novela histórica el autor ha traspuesto las pasiones más íntimas del ser humano en el mundo de ficción. La pasión romántica está muy lejana de la reconstrucción arqueológica de una época y se centra en la figura legendaria del trovador Macías, enamorado apasionadamente de Elvira, esposa de Fernán Pérez, fiel servidor de los intereses de don Enrique de Villena. Evidente es que este último personaje siempre es descrito desde una perspectiva asaz negativa en las novelas históricas. Larra no varía un ápice esta visión, de ahí que lo describa como un personaje malévolo, perverso, nigromante. Un don Enrique de Villena que ambiciona ser maestre de la Orden de Calatrava, rango imposible de alcanzar por ser hombre casado, de ahí que haga desaparecer misteriosamente a su esposa, doña María de Albornoz, a fin de conseguir su propósito. Enfrentamientos, asaltos, raptos, duelos, juicios de Dios figuran en un relato cuyo contexto histórico enmarca una pasión amorosa que se engarza con la figura del trovador Macías, enamorado de la esposa de Fernán Pérez, Elvira. Desenlace trágico resuelto con habilidad por Fígaro, pues la pasión amorosa y la exaltación romántica del protagonista se proyectan con sutil precisión en los momentos más trágicos del relato: la muerte de Macías y la locura y muerte de Elvira en la tumba donde yacen los restos del trovador Macías el enamorado.

Tras la publicación de las novelas El primogénito de Albuquerque y El doncel de don Enrique el Doliente, sale al mercado editorial la novela Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar, de Espronceda26. Novela que con las anteriores formaría parte de la prestigiosa «Colección de novelas históricas originales españolas» editadas por Repullés. El propio Espronceda señala que el asunto de su obra tiene su origen en la Crónica de Sancho el Bravo y otras crónicas referentes a la época histórica novelada. La acción se sitúa en la época del monarca Alfonso X el Sabio y las guerras civiles que asolaron su reinado. Sancho Saldaña, partidario del rey Sancho IV de Navarra, se enfrentará a Hernando de Iscar, defensor de los intereses de los infantes de la Cerda. Las familias de los Saldaña y de los Iscar, dueños de tierras y castillos colindantes, trocarán la amistad por un feroz odio. La Edad Media, marco propicio para guerras y enfrentamientos entre la nobleza, servirá de testigo mudo a unos amores truncados por el odio. Espronceda utiliza recursos literarios de raigambre scottiana, especialmente con los insertos en Ivanhoe y con el relato debido a López Soler, Los bandos de Castilla, pues en ambos relatos aparecen episodios semejantes, como rivalidades entre familias por motivos políticos, raptos con idéntica intención, duelos, enfrentamientos y rivalidades amorosas, personajes con desigual concepto del honor. A diferencia de Ivanhoe, Sancho Saldaña fracasa en la búsqueda del amor, como si la propia visión del autor -la vida como tragedia- se proyectara en el propio mundo de la ficción. Para Espronceda, el placer, el goce, es una ilusión, y la única solución es la muerte. Proyección autobiográfica que, si bien la trama la traslada al mundo medieval, en su comprensión ahonda en problemas tanto coetáneos como pretéritos. La ideología, el peculiar comportamiento del novelista, al igual que en el caso de Larra, emergen en la novela, de ahí que en ambos casos las digresiones que figuran en sus novelas estén a favor de la reforma del sistema penitenciario o en contra de prácticas habituales tanto en la Edad Media como en el primer tercio del siglo XIX: la pena de muerte, el ajusticiamiento en público que, lejos de ser un escarmiento, parece una diversión pública.

De menor resonancia literaria pueden considerarse las narraciones ambientadas en la Edad Media debidas a Juan Cortada. Su primera obra Tancredo en el Asia. Romance histórico del tiempo de las cruzadas supone un claro alegato contra la influencia de las novelas extranjeras en España, pese a que la fuente por él citada, Historia de las cruzadas de Michaud, fuera francesa27. El personaje principal, Tancredo, es un príncipe siciliano que se unió a la primera Cruzada a Tierra Santa, propiciada por el papa Urbano II (1095). En sus andanzas por Asia conoce a una sultana de noble linaje y la persuade a abandonar su país y su fe para casarse con él. Asunto reiterativo y presente siempre tanto en la prosa -cuentos y leyendas- como en la poesía lírica. En La heredera de Sangumí Cortada recrea la época de Ramón Berenguer III, la Barcelona medieval, su principal actividad comercial y marítima28. Su propósito fue reconstruir casi de un modo arqueológico toda una serie de configuraciones urbanas y de comportamientos humanos engarzados con hechos históricos de la época. El tema de las Cruzadas, las rivalidades familiares, desposorios cuyo desenlace es trágico, el abatimiento y desolación de los protagonistas configuran un relato trágico, una historia de amor plagado de sinsabores e infortunios. En La heredera de Sangumí Cortada proyecta su catalanismo, tal como se desprende de los hechos narrados y relativos a la Barcelona medieval, a sus héroes, a sus hazañas y al júbilo que siente el pueblo catalán ante los condes de Barcelona, al igual que en su novela Lorenzo, inmersa plenamente en el romanticismo catalán y cuyo trasfondo histórico transcurre durante el siglo XIV29. La novela El rapto de doña Almodis, hija del conde de Barcelona D. Berenguer III recrea idénticos contextos urbanos e históricos30. Incluso se muestra repetitiva en los recursos narrativos y peculiar forma de iniciar los capítulos y los diálogos.

De mayor enjundia puede considerarse su novela El Templario y la villana, documentada en el Archivo de la Corona de Aragón, en el clásico estudio ya citado de Michaud y en la Historia de los victoriosísimos condes de Barcelona, de Francisco Diago31. Incluso, se puede apreciar la lectura por parte de Cortada de las obras de Mariana, Zurita y Narciso Feliu de las Peñas, autor, este último, de los Anales de Cataluña (1709). El eje central de la obra constituye la reivindicación de la Orden del Temple, vilipendiada y despojada de sus bienes e injustamente tratada tanto por la Santa Sede como por los monarcas europeos. Las similitudes en cuanto a la intención son parejas a la novela de Gil y Carrasco, El señor de Bembibre; sin embargo, las situaciones melodramáticas y los recursos literarios propios del folletín y novela gótica afean la narración.

Patricio de la Escosura y Eugenio de Ochoa, clásicos escritores del romanticismo español, publicaron novelas de contenido histórico aunque ambientadas en un espacio temporal lejano a la alta y baja Edad Media. De Patricio de la Escosura y Eugenio de Ochoa caben destacar sus relatos, respectivamente, titulados Ni rey ni Roque -leyenda del pastelero de Madrigal, Gabriel Espinosa, presunto rey de Portugal- y Auto de fe -interpretación libérrima de los hechos de Felipe II y su hijo Carlos el Hechizado-32. Ambientada en la Edad Media, a diferencia de las anteriores, estaría la novela El Conde de Candespina33, la más interesante de Escosura. La historia amorosa del conde Candespina por su reina y señora, doña Urraca, de su casamiento y oposición a un pretendiente rival y posterior muerte del conde Candespina en el campo de batalla, constituyen los principales episodios del turbulento reinado de doña Urraca de Castilla.

El escritor de mayor calidad literaria, pulso narrativo y cualidades para novelar y recrear la Edad Media es, sin lugar a dudas, Enrique Gil y Carrasco, autor de la novela El señor de Bembibre34. El argumento de la novela puede parecer a primera vista convencional en comparación con otros relatos de la época; sin embargo, leída desde el conocimiento de la vida y obra de Gil y Carrasco se pueden establecer distintas lecturas. Así, la desaparición de la Orden del Temple, tan sutil y puntualmente detallada en la novela, enormemente precisa y sin ningún anacronismo burdo, como en el caso de un buen número de novelistas, puede relacionarse con la desamortización eclesiástica llevada a cabo por Mendizábal (Ley de 29 de julio de 1837). Desamortización que consistía esencialmente en desvincular las tierras de sus propietarios, mediante las oportunas medidas legislativas, haciéndolas aptas para ser vendidas, enajenadas o repartidas. Los bienes raíces, ventas, derechos y acciones de las comunidades e institutos religiosos de ambos sexos eran declarados «propiedad nacional» y se disponía que fueran sacados a pública subasta. El Estado se hacía responsable de la renta que el clero percibía de sus antiguas posesiones, obligándose a abonársela en el futuro. De momento, la medida sacaría al Estado de sus apuros financieros, mediante el numerario obtenido por la subasta de semejante masa de bienes, determinando, por otra parte, la creación de una nueva clase de campesinos dueños de sus tierras. Pero la Desamortización se hizo de forma pésima. Las familias más poderosas conservaron intactos sus patrimonios y los bienes de la Iglesia pasaron no a los campesinos sin tierra, sino a una ávida burguesía que adquirió a precios irrisorios extensos latifundios. De esta forma, la Desamortización fue una especie de reforma agraria al revés, que vino a hacer más mísera la situación del campesinado meridional, creando en cambio una nueva oligarquía -la de los nuevos ricos con sus castillos, fincas y posesiones- llamada a detentar por muchas décadas el poder político en España. Esta nueva burguesía de base latifundista, absentista, arraigada en Madrid, progresivamente entroncada con la nobleza de sangre, será el vivero de la clase dirigente durante la gran etapa moderada (1843-1868).

Inicio y época en la que Gil y Carrasco concibe, crea y da forma a un mundo de ficción que tendrá como telón de fondo las cruentas persecuciones de los templarios, acusados de herejes en Francia por la Inquisición, condenados y ejecutados a muerte, siendo suprimida la Orden por Bula de Clemente V, emitida el 3 de abril de 1312. Los templarios españoles fueron absueltos de los cargos que se les achacaban en los Concilios de Tarrasa y Salamanca. Todos estos últimos datos los proporciona E. Gil y Carrasco, pues engarza la peripecia argumental con este intrincado episodio de la Orden de los Templarios. El paralelismo entre la Desamortización de Mendizábal, de la cual el novelista era contrario por la forma de realizarse, y lo sucedido en El señor de Bembibre es evidente. Gil y Carrasco, defensor de las órdenes religiosas, había mostrado con anterioridad su interés por los templarios; recuérdese, por ejemplo, el poema Un recuerdo de los templarios o Bosquejo de un viaje a una provincia del interior, de ahí que elija como héroe principal a un templario. El argumento se desliza por una serie de vericuetos y complicados laberintos: muertes aparentes, enfrentamientos entre templarios y partidarios del conde de Lemos, progenitores intransigentes, descripciones adecuadas a los sentimientos de los héroes, engarce del hecho narrado con lo emitido o aprobado por los tribunales eclesiásticos. Gil y Carrasco huye de situaciones truculentas e inverosímiles y concede a sus héroes un comportamiento humano, con sus sufrimientos, penalidades y miserias. Beatriz, la heroína de ficción, fallece de muerte natural. Don Álvaro no se suicida, no ingiere ningún bebedizo o pócima para acabar con su vida ante el hecho terrible de la desaparición de su amada. Morirá de viejo, tras haber llevado una vida eremítica, apartada del mundanal ruido y sin otra exigencia que la oración y la reflexión.

El lector puede recorrer e identificar el contexto geográfico medieval con precisión. En la peripecia argumental, hábilmente tejida, se filtran numerosas lecturas y fuentes históricas, literarias y pictóricas: la Biblia, la Historia Sagrada del padre Flores, la Historia del padre Mariana, El viaje de España de Antonio Ponz, la Teoría de la Pintura de Antonio Palomino, El Arte de la Pintura de Pacheco, la Historia de Francia de Michelet, las Disertaciones históricas del Orden y Caballería de los Templarios de Pedro Rodríguez de Campomanes, la Crónica anónima de Fernando IV, la Historia genealógica de la casa de los Lara de Salazar y Castro. A todo este capítulo de influencias habría que añadir otras fuentes relacionadas con obras maestras de la época, como la influencia de I promessi sposi, de Manzoni, o las novelas The bride of Lammermoor e Ivanhoe de W. Scott. Hay presencia también de Chateaubriand -Le Génie du Cristianisme- y Rousseau -La nouvelle Héloïsa-, de López Soler -Los bandos de Castilla-, Hartzenbusch -Los amantes de Teruel, episodio de la boda de Beatriz con el conde de Lemos antes de expirar el plazo de su promesa-, Duque de Rivas -Don Álvaro, refugiado y recluido en un convento con el nombre de Padre Rafael-. Acopio de lecturas que no actúan en detrimento de la novela, sino todo lo contrario, pues se fusionan con sutil inteligencia todos estos materiales con la propia experiencia del autor, con su inteligencia e inspiración.

El señor de Bembibre supone el colofón de novelas históricas publicadas durante el Romanticismo. Hacia mediados del siglo XIX el género abandona la influencia scottiana y desarrolla una serie de temas o asuntos más acordes con el perfil real del personaje histórico. Sin embargo, esta modalidad convive con la gran novela española de la segunda mitad del siglo XIX, la novela realista-naturalista, heredera de la gran novela cervantina. Pese a ello la novela histórica ambientada en la Edad Media cosecha éxitos indudables, como en el caso de F. Navarro Villoslada, con sus novelas Doña Blanca de Navarra, Doña Urraca de Castilla y Amaya o los vascos en el siglo VIII35. Cánovas del Castillo, Benito Vicetto, Víctor Balaguer, Juan de Ariza, Alfonso García Tejero, José Velázquez y Sánchez, A. Ribot y Fontseré, Amós de Escalante, Luis Eguilaz, entre otros muchos, recrearán en sus novelas un trasfondo histórico medieval. Paralelamente a estos escritores surgirá también una novela histórica pseudofolletinesca, muy admirada por un público poco exigente y que nada aporta a la historia literaria. W. Ayguals de Izco, Manuel Fernández y González, Enrique Pérez Escrich, Ortega y Frías, Torcuato Tarrago, A. San Martín, entre otros muchos, publicaron relatos cuyo telón de fondo corresponde tanto a la Edad Media como a la época renacentista o barroca. Sus obras constituyen una auténtica rareza bibliográfica, pese a que en su día estos escritores gozaron de una gran fama y fueron excelentemente remunerados por un sector editorial más preocupado por el éxito y difusión del libro que por su calidad.