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Para los conocedores de las obras del periodo romántico resultarán familiares los personajes masculinos que pueblan las leyendas de Zorrilla, quien les confiere características propias. Examinaré aquí un grupo de personajes jóvenes que son, por lo general, los protagonistas; otro formado por figuras de carácter como reyes, padres y magistrados; y un tercero al que pertenecerían los ofendidos que obsesivamente buscan venganza.

Zorrilla fue un tradicionalista nostálgico a quien las viejas ciudades, sus monumentos y sus ruinas evocaban la Edad Media y el tiempo de los Austrias. Por eso, el protagonista de estas leyendas es, por lo general, un hidalgo de altos ideales, valeroso y dispuesto a morir por su Dios, por su rey y por su dama, emparentado sin duda con los que aparecían en los libros y en la escena de la época áurea. En más de una ocasión Zorrilla le llama «el español», pues, a su juicio, lo sería idealmente, y uno de ellos se autodefine así:


Nací español, lo sabes por mi trato
franco y leal, y por mis nobles hechos;
que no hay en mi país doblez ni engaños
en palabras de nobles, ni en sus pechos
miras serviles, cábalas ni amaños.


(«La Pasionaria», 1943, I, 643)                


A estos personajes hizo depositarios de los valores y las virtudes propios de una España idealizada aunque su entusiasmo le hace tomar en ocasiones los defectos por virtudes y llega a confundir los desmanes del pendenciero con el valor, las hazañas donjuanescas con la hombría, la ignorancia con la sobriedad y la xenofobia con el patriotismo. Como los protagonistas de las novelas históricas de Walter Scott17, los de Zorrilla no son héroes y la mayoría no pertenece a las clases más elevadas; suelen ser hijos de nobles provincianos o de hidalguillos rurales, quizá segundones, que marchan a lejanas tierras para hacer fortuna. En los tiempos medievales eran caballeros heroicos, rudos y devotos como el Cid, o como aquel desconocido lidiador descrito en «Príncipe y rey»:


Es de talla aventajada,
de nunca visto semblante,
vigoroso asaz de miembros
y de fuerzas sin iguales;
un hacha de armas esgrime
y una espada formidable,
que los arneses más recios
desencajan y deshacen.
Cabalga un potro normando
como sufrido pujante,
que obedece a los impulsos
de los largos acicates.


(1943, I, 268)                


En algunos se pueden reconocer características propias de aquel Tenorio que tanta fama dio a su autor, como don Pedro de Castilla, el capitán Montoya, Diego Martínez y otros tantos galanes que rondan, raptan novicias y se dan de cuchilladas.

Durante el reinado de los Austrias la pesada armadura da paso a elegantes ropajes y el retrato del capitán don Diego hace recordar a alguno de aquellos hidalgos que pintó Velázquez:


Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñona,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.


(«A buen juez, mejor testigo», 1943, I, 140)                


Lo que no sabemos es si piensan más que en reñir y enamorar cuando no van a la guerra, pues son hombres de acción, poco dados al raciocinio. Se diría que para Zorrilla la falta de cultura de los nobles forma parte de su alcurnia, que es algo inherente a su estado social. La carta del Cid al conde Lozano va escrita


en sus garrapatos;
que escribir bien no fue nunca
propiedad de fijosdalgos.


(«La leyenda del Cid», 1943, II, 62)                


y en sus casas, si es que alguno leía, no había más libros que el Santoral. Su ignorancia les hacía tomar un eclipse por un prodigio de mal agüero («Los borceguíes de Enrique II») y creían que «degollando moros / se glorificaba a Dios» («La leyenda del Cid», 1943, II, 66).

No extrañará que varios de ellos sean víctimas de los ardides de una mujer o de un malvado que los manipula y los engaña aprovechándose de su buena fe y de su inocencia. Suelen ser personajes planos cuyo carácter no cambia y cuando les afecta un hecho extraordinario (como el del milagro del Cristo de la Vega) cambian radicalmente de carácter sin que haya habido evolución y continúan siendo planos. A ellos se enfrentan unos antagonistas simplistamente cobardes y traidores (y si es en tiempos modernos, también materialistas) a cuyas características morales corresponden con frecuencia las físicas: Así, el valiente Pedro Medina tiene


ojos negros y rasgados
con que a quien mira desdeña,
nariz recta y aguileña
con bigotes empinados.
Entre sombrero y valona
colgando la cabellera,
y alto el gesto de manera
que cuando cede perdona.


(«Para verdades el tiempo...», 1943, I, 86),                


mientras que su rival Juan Ruiz, que le asesina a traición, es


hombre iracundo,
que no alzó noble jamás
el gesto meditabundo.
Ancha espalda, corto cuello,
ojo inquieto, torvas cejas,
ambas mejillas bermejas
y claro y rubio el cabello.


(Ibid., 85)                


En estas narraciones hay pocos seres de excepción marcados por el destino como el don Álvaro de Rivas o el Gabriel Espinosa zorrillesco. Uno podría haber sido el protagonista de «Historia de tres avemarías», un joven que vive «sin hogar, sin familia, sin fortuna, / víctima de implacables enemigos», de origen desconocido y enamorado de la que luego resulta ser su hermana, pero no sabemos más de sus andanzas pues la narración queda sin concluir. Y en otras ocasiones el poeta atribuye a la fuerza del sino las desdichas de algunos personajes históricos como la familia de Waifro:


Hay razas sobre las cuales
la maldición de Dios pesa,
y donde ponen la planta
desaparece la hierba...


(«Ecos de las montañas», 1943, II, 2081)                


Entre los personajes maduros o de respeto más frecuentes en estas leyendas destaco los del rey, los del padre, tío o tutor, y los del magistrado. Como los demás autores románticos Zorrilla alteró con frecuencia la realidad y las circunstancias de los sucesos y los personajes históricos con fines artísticos o con intención política. En su interpretación influyó también la opinión que le merecían tales personajes, de alguno de los cuales, como Pedro I de Castilla o el alcalde Ronquillo, se ocupó más de una vez. Las leyendas de Zorrilla concluyen generalmente de modo ejemplar con el castigo de los malos y el premio a los buenos, pero de esta regla parecen estar exentos los reyes, a quienes el autor aplicó otro criterio, pensando quizá que aquéllos, al serlo por derecho divino, estaban en libertad para hacer lo que tenía vedado el resto de los mortales. En «Príncipe y rey», Enrique IV es amante de una casada pero cuando el marido de la adúltera quiere vengarse, el rey se burla de él con impunidad. El poeta pretende justificar que el monarca tenga tales amoríos pues


pecados reales son
que tachar fuera imprudencia;
son del cetro una exigencia,
excesos del corazón,


y tanto el atrabiliario Carlos el Calvo («La fe de Carlos el Calvo») como don Pedro de Castilla cometen todo género de desafueros y fechorías. Zorrilla simpatizaba tanto con este último que le hizo protagonista de varias leyendas y de varios dramas y quiso reivindicar su memoria, y en ocasión del estreno de El zapatero y el rey hizo insertar en el Diario de Avisos una nota advirtiendo que con aquel drama quería presentar a don Pedro tal como fue en realidad.

También tiene características propias un personaje de tanta raigambre literaria como el padre, tío o tutor. La mayoría de los retratados aquí tienen modales bruscos, son innecesariamente inflexibles y coartan tanto la libertad de los jóvenes como sus relaciones amorosas. El tiempo nos revela que tanta antipatía y tanto rigor ocultaban un amor desbordante por ellos y el temor a verlos desgraciados. Uno de los recursos favoritos de Zorrilla es el de revelar al final de la obra, por lo general a través de una anagnórisis, que la heroína no es quien parecía ser sino alguien de estirpe mucho más alta y que su pretendido padre era un denodado protector. De ejemplos pueden servir «Historia de tres avemarías» o «Dos rosas y dos rosales» y, en el teatro, Traidor, inconfeso y mártir. En ocasiones, uno de estos personajes, tío («La princesa doña Luz») o tutor («El talismán»), son viejos malvados que pretenden abusar de la s jóvenes encomendadas a su cuidado.

Como sabemos, tanto en los Recuerdos del tiempo viejo como en las notas que acompañan a sus obras, lamentó Zorrilla la incomprensión y la inflexibilidad de su padre. Para agradarle y lograr una verdadera reconciliación, le mandaba sus obras y en varias ocasiones introdujo en ellas un magistrado o un juez. Estos personajes suelen ser hombres de edad, temerosos de Dios, rectos y fieles a su soberano, y se podría decir que todos estos golillas castellanos están cortados por el mismo patrón. Don Miguel de Osorio, el protagonista de «Un testigo de bronce», al igual que un moderno detective descubre a un asesino en un caso que recuerda a otros semejantes relatados en los Recuerdos en los que intervino el padre del poeta, a quien retrató, encarnado en Osono, con unos versos poco afortunados:


juez íntegro y severo
respetado doquier, doquier temido
por todo el pueblo entero
en quien jurisdicción le han concedido.
La Inquisición y el Rey en su destreza
y en su severidad del todo fían
la paz de la ciudad; y no hay cabeza
de enemigo, ladrón, vago o hereje
que un día u otro día entre sus manos
de verse al cabo asegurado deje.


(1943, I, 887)18                


Sin embargo, y a pesar de tales alabanzas a la gente de toga, el poeta muestra mucha más simpatía en estas leyendas por la de espada cuando ambas llegan a enfrentarse. Así, un donjuanesco galán quita la dama y la vida a un juez hipócrita y deshonesto («Margarita la tornera», segunda parte); un capitán de bandoleros da su merecido a un abogado canallesco («El desafío del diablo») y al discutir si Castilla ha de pagar tributos a Roma, un Cid juvenil y heroico se impone a un nutrido grupo de acobardados juristas y teólogos («La leyenda del Cid»).

A un tercer grupo, que es numeroso, pertenecen aquellos personajes ofendidos en su honor y que buscan vengar sus agravios. Lo mismo que a sus antepasados barrocos les distinguen una constancia y una paciencia que no cede con el tiempo y llega a ser la razón de su existencia. La persistencia en la venganza y la profundidad del resentimiento les lleva a adoptar disfraces, a modificar costumbres, a cambiar de personalidad o a vivir en el anonimato durante largos años, fingiendo a veces amistad o subordinación a su ofensor, hasta conseguir destruirle. Así, Bellido Dolfos, tal como le pinta Zorrilla en «La leyenda del Cid», después de matar al rey don Sancho por amor de doña Urraca, que le desprecia, reaparece muchos año s después para vengarse de la infanta y del Cid. En apariencia es un santo ermitaño pero asesina en secreto, envenena a doña Urraca, instiga a los de Carrión a deshonrar a sus mujeres en el robledo de Corpes y está a punto de entregar Valencia a los moros. Rui Pérez en «Honra y vida» vuelve al cabo de tres años en hábito de clérigo para vengarse de su ofensor; y el castellano Garci Fernández sigue los pasos de la esposa y del amante, y haciéndose pasar por un anciano juglar peregrino se hospeda en su castillo, toca el laúd, canta y conversa con Argentina y con Lotano para entretenerlos durante la cena y cuando están dormidos les mata a puñaladas en la cama mientras revela su verdadera identidad («Un español y dos francesas») y tal situación podría servir de modelo a otras semejantes. En ocasiones, la venganza tiene razones políticas y el Bastardo de Waifro espera obsesivamente en el anonimato hasta que ya a las puertas de la vejez logra su cruenta venganza («Ecos de las montañas»).

Quizá con la excepción del Cid, los personajes históricos de estas leyendas no tienen carácter épico y protagonizan o participan en sucesos históricos y legendarios de índole personal o anecdótica. No se pintan en ellas ni la sociedad ni las costumbres de la España del tiempo, sino escenas espectaculares de fiestas y batallas. Los personajes son gente noble y en las leyendas localizadas en la época moderna tienen cierto nivel social, y los criados decidores y graciosos brillan por su ausencia. Tampoco hay exotismo, si descontamos el propio del mundo granadino musulmán, del que tanto gustaba Zorrilla; a este exotismo islámico pertenecería también la ambientación en Egipto de parte de la acción en «Dos hombres generosos» y en «Historia de tres avemarías», donde alterna con el misterioso mundo de los gitanos.

*  *  *

Se podría decir que Zorrilla tiene en sus leyendas un propósito moralizador y que el desenlace va subordinado a una ejemplaridad que recompensa la virtud y castiga el vicio. Tienen lugar en aquellos tiempos en los que el honor de los individuos dependía de la opinión que la sociedad tenía de ellos y, en consecuencia, el escándalo y el mal ejemplo eran pecados graves que no podían quedar impunes. Aquella sociedad no medía a los hombres por el mismo rasero que a las mujeres y las que despertaban los celos de sus maridos acababan pagando el precio de la infamia en un convento o con la muerte.

Sin embargo Zorrilla no es consistente y en ocasiones defiende en una narración lo que ataca en otra, o cambia de opinión en medio de una leyenda o da fin a otras de manera gratuitamente injusta. De ejemplos servirían el de aquella esposa que no cede al acoso de un seductor y ve recompensada su firmeza con la prisión y con la muerte («El escultor y el duque»); o el de Enrique IV que está amancebado con una casada y cuando el marido quiere vengarse se burla de él con impunidad («Príncipe y rey»). «El desafío del diablo» tiene una falsa ejemplaridad, pues el autor denuncia una injusticia pero concluye su narración castigando al personaje que se rebela contra ella. En «La leyenda de don Juan Tenorio», Beatriz finge aceptar el orden social establecido, hace dar muerte a su esposo, tiene hijos adulterinos, asesina a quienes conocen su secreto y, acabada su venganza, sigue integrada honorablemente dentro de aquella sociedad de rígidos principios morales a la que nunca dejó de pertenecer.

Para Marina Mayoral, en el romanticismo se da

una abierta contradicción entre literatura y vida: las heroínas literarias, apasionadas y ardientes, no se ajustan en absoluto al papel que la sociedad asignaba a la mujer. Las heroínas literarias no respetan más leyes ni normas que las de su amor, ante el que desaparece cualquier otro deber moral, social o religioso19.


Estas heroínas desde Werther han causado la desgracia o la muerte de sus amantes, pero a pesar de su importancia en la vida del hombre, su papel dentro del romanticismo es el de «satélite que gira en torno al astro masculino» y su carácter secundario «se advierte en la frecuencia con la que el nombre del héroe masculino pasa al título de la obra». Aunque «lo original de Zorrilla» -y Mayoral se refiere aquí al Tenorio- ha sido «romper ese carácter fatal del amor romántico» (1995, 139), observa que sus heroínas viven también entregadas a la voluntad de su amado.

Como hijo de su tiempo, Zorrilla nunca puso en duda el papel que había correspondido a las mujeres dentro de una sociedad tan monolíticamente tradicionalista y patriarcal en el pasado como en sus propios tiempos. Por ello siguió considerándolas en sus obras como el fin, premio y objeto deseado de unos varones que luchan por su posesión y disponen de su destino. En «Para verdades el tiempo...» los enamorados Juan y Pedro se juegan a los dados el amor de Catalina; Enrique IV cansado de su amante, se la entrega al marido para que haga con ella lo que quiera («Príncipe y rey»); un moro regala su favorita a un amigo («Dos hombres generosos») y en dos ocasiones («Margarita la tornera» y «El desafío del diablo») la protagonista es confinada al claustro por un hermano egoísta para disfrutar su herencia. El papel del hombre es activo y, por lo general, pasivo el de la mujer que depende de él para su protección y defensa.

Los personajes femeninos podrían agruparse en las categorías generales de 1) la madre y esposa ejemplar, 2) la doncella en apuros y 3) la mujer fatal, a las que habrá que añadir, 4) la heroína cuya personalidad evoluciona o cambia a lo largo de la obra. El análisis de estos personajes se complica en el caso de Zorrilla, pues hay en sus leyendas esquemas, motivos, argumentos y personajes que aparecen más de una vez con variantes. En este caso, y al igual que ocurría con los masculinos, resulta difícil con frecuencia enmarcarlos dentro de una sola categoría, pues en muchas ocasiones pertenecen a varias a la vez o evolucionan de una a otra dentro de una misma narración.

No es frecuente encontrar la figura de la madre en estas leyendas aunque abarca tipos tan diversos como el de aquella que pretende envenenar a su hijo en «El montero de Espinosa» o doña Inés de Zamora, «noble matrona de costumbres puras y pensamientos graves» («El caballero de la buena memoria»), que es una madre ejemplar y cristiana. Entre todas destaca doña Jimena, cuyo carácter estaba ya delineado tanto en el Poema del Cid como en el romancero. En su «Leyenda del Cid» Zorrilla insiste sobre un temple moral y un recato que hacen de ella el equivalente femenino de los hidalgos castellanos. Para «aquella santa mujer» el honor de la familia es lo primero y subordina su felicidad al cumplimiento de sus deberes de vasallo y de esposa. En ausencia de su marido desprecia las vanidades de la corte y pasa buena parte de su vida recluida «en la soledad claustral» de San Pedro de Cardeña, dedicada por entero a sus hijas.

La «doncella en apuros», inocente y pura, aparece como un mito cosmogónico y fue el tipo simbólico más popular en la literatura medieval20. Es objeto de asechanzas y peligros y espera protección y defensa del varón. Unas son víctimas de las maquinaciones de parientes o tutores como Valentina en «El talismán», otras viven esperando la vuelta de un amante que no llega, como Inés («A buen juez, mejor testigo»), son seducidas y abandonadas como la monja Margarita o son fieles a un amor más fuerte que la muerte (Aurora en «La azucena silvestre»).

A partir de La religieuse de Diderot, se hacen muy populares las peripecias de la joven obligada a tomar el velo. El tema será frecuente en la novela gótica, en el teatro y en los romances de ciego. En la primera, Mario Praz (113-115) cita los casos de Agnes, monja contra su voluntad, que da a luz un niño y es encerrada en la cripta que sirve de comentario al convento hasta morir (The Monk, 1796); de la monja Olivia que escapa del siniestro convento de San Stefano en The Italian de Mrs. Radcliffe; la historia de unos votos forzados en Malmoth, y en otras tantas más. Entre los romances de ciego cita Joaquín Marco el de «Lisardo el estudiante de Córdoba», quien «habiendo ido una noche a escalar el convento... vio su entierro», que se divulgó mucho y tuvo numerosas impresiones21.

El popular «drama monástico» francés ofrecía argumentos semejantes e influyó mucho sobre el melodrama y sobre el tipo de novela que floreció con Dumas, père, y con Eugène Sue. A principios del siglo XIX y en el Madrid de José I tuvieron gran éxito obras de teatro como Fénelon de J.-M. Chemer, la tragedia La novicia o la víctima del claustro y la comedia Fray Lucas o el monjío deshecho. Todas denunciaban la presión de la sociedad sobre unas jóvenes sacrificadas a intereses familiares tan sórdidos como el ahorro de una dote o incrementar los bienes del mayorazgo, así como la condenable actitud de confesores y superioras de comunidades religiosas.

El tema preocupó a Zorrilla y entre las protagonistas de estas leyendas hay dos monjas que entraron en el claustro sin vocación, lo mismo que la doña Inés del Tenorio, y otra, Margarita la tornera, que está allí por su inexperiencia del mundo. Las tres van a abandonarlo ayudadas por sus amantes. Sin embargo, tales intentos fracasan: Beatriz («El desafío del diablo»), que profesa contra su voluntad, se rebela y muere, no sabemos si arrepentida o castigada por romper sus votos, muere también Inés sin conseguir la libertad («El capitán Montoya») y Margarita regresa arrepentida.

En otros casos, como cuenta Zorrilla en «Las píldoras de Salomón» (OC, I, 682), las hijas habían de entrar en religión, mal de su grado, para salvaguardar su honor, o para cumplir un voto hecho por sus padres («El desafío del diablo»). Así le ocurrió a doña Beatriz, ofrecida por su madre, y el poeta se pregunta


Mas ¿por qué a Dios ofrecer
lo que otros han de cumplir?
¿Quien puede, necio, decir
lo que otro ha de querer?
Ello es una aberración
mas ello es cierto también
que de estas cosas se ven,
y así muchas madres son.


Y a continuación describe la ceremonia de la profesión de Beatriz con tanta ironía como intención crítica:


Nadie preguntó en la iglesia
si tenía vocación
para monja la novicia,
o si iba gustosa o no.
Hubo por oír y ver
las ceremonias mejor,
alfilerazos de a tercia,
grita, vaivén y empujón.
Mucha música de orquesta,
mucho chantre de honda voz,
muchos chicos, muchos calvos...


(«El desafío del diablo», 1943, I, 869)                


Según nota de Zorrilla, la leyenda está basada en un hecho real sucedido durante su niñez (1884, 127-128), y aseguraba que


felizmente
en los tiempos que alcanzamos
de estos sucesos no hallamos
ejemplos tan comúnmente


aunque señala que «pasaban con exceso diez o doce años atrás» (Ibid., 831). «El desafío del diablo» vio luz en 1845 y para entonces no eran más que un recuerdo los años del absolutismo fernandino en los que la influencia y el poder del clero fueron tan grandes. Sin embargo en «Una carta de Zamora», escrita en 1880 (Los Lunes del Imparcial, 4 de octubre de 1880, 2157) en ocasión de una estancia en aquella capital, describía su visita a un convento de monjas. Decía que salió «con lágrimas en los ojos», apenado de ver tantas jóvenes encerradas pues «Para mí no son mujeres las que no tienen o pueden tener hijos: creo que la más alta dignidad de la mujer es la de madre de familia, y que la virginidad es una imperfección y una incompletez» (1943, II, 2157).

Muy diferente es el tipo de la «mujer fatal», de tan antigua raigambre tanto en la mitología como en la literatura y del que el romanticismo nos ofrece ejemplos tan diversos como la Colomba de Mérimée, la Lucrecia Borgia de Hugo o la protagonista de «El cuento de un veterano» del duque de Rivas. La mujer fatal, la «belle dame sans merci», la «mujer-demonio» tradicional, posee una belleza y unos atractivos sexuales que utiliza para atraer a unos hombres cuya destrucción busca. Es un caso de apariencias engañosas, pues tan atractivo exterior encubre un ser cruel y sin escrúpulos, frío y calculador, que está por encima de las leyes de la sociedad (Praz, «belle dame sans merci», 1988, 197-300). Las de Zorrilla son tipos muy diversos que tienen en común el disimulo y el espíritu de cálculo y se imponen por su inteligencia. Alguna está predispuesta al mal por su origen como Aurora, «bella Circe» rondeña, hija de «un capitán mal cristiano y una esclava de Mahoma» («Un testigo de bronce») o como Rosa, tan enigmática como hermosa, que en la noche de sus bodas revela ser el diablo y mata a su esposo («Las dos rosas»). También, como ya vimos, los jóvenes hidalgos que aparecen en estas narraciones destacan por su nobleza de sangre y de carácter y por su arrojo aunque menos por sus luces y por su capacidad de raciocinio. Y aunque Zorrilla se esfuerza en pintar a sus mujeres fatales con un carácter tan diabólico, el lector avisado sospecha que no triunfan con sus malas artes sino por ser más agudas que sus adversarios masculinos, a los que manejan sin dificultad.

A mi juicio, la más perfilada y la más fascinante de todas ellas es doña Beatriz en «La leyenda de don Juan Tenorio», una obra tardía que tiene el interés de ser una excelente narración en la que el misterio, la venganza y la intriga van emparejadas y en la que se contraponen dos personajes tan despiadados como don César, quien impulsado por los celos y el resentimiento de un amor no correspondido dedica la vida a descubrir el secreto de Beatriz para destruirla, y esta hermosa dama, quien para defenderse hace el mismo juego de espionaje y asechanzas, lo gana por ser más inteligente y mata a César. Lo mismo que otras heroínas zorrillescas, Beatriz tiene una hermosa cabellera perfumada y ese aroma que conservan las habitaciones que ocupó ejerce un poderoso efecto erótico sobre César y contribuye a perderle. A pesar de la fecha tardía en que parece haber sido compuesto (hacia 1870), este relato tiene elementos propios del romanticismo folletinesco «de tumba y hachero» de los años 30 y, a mi juicio, recuerda otros en las Chroniques italiennes de Stendhal y, desde luego, «El cuento de un veterano», uno de los Romances históricos del duque de Rivas.

En la obra legendaria de Zorrilla son frecuentes aquellos personajes femeninos cuyo carácter o cuyo comportamiento evoluciona o cambia a lo largo de la narración. Son mujeres que no aceptan la situación en que se hallan y que deciden conseguir la felicidad. Para ello han de liberarse de las trabas que coartan su libertad y para hacerlo tienen que desafiar la autoridad de instituciones tan establecidas como la familia o la iglesia. Por felicidad se entenderá aquí la unión con el ser amado y la mayoría de estos casos tienen que ver estructuralmente con un triángulo amoroso, ya de solteras cuyos amores quiere impedir un superior jerárquico (rey, noble, tutor) que pretende seducirlas, o un padre que va a casarlas con un hombre al que ellas no quieren, ya de casadas que no aman a sus maridos y mantienen una relación adúltera con otro hombre. Una tercera situación sería la de aquellas jóvenes obligadas a profesar en un convento en donde viven hasta que conocen a un galán y entonces deciden cambiar de vida. Estas tres situaciones ilustran diferentes aspectos de una lucha desigual en la que una mujer pasiva que hasta entonces aceptaba los dictados de la sociedad al rebelarse se convierte en un elemento disruptor con el que es necesario acabar.

En el primer caso, las doncellas suelen lograr lo que quieren gracias a su inteligencia y a su determinación (elementos que tienen en común con la «mujer fatal»), y a la ayuda de su enamorado. Así, doña Luz manifiesta con vigor sus sentimientos y con tanto tesón como astucia resiste al rey su tío, quien al no conseguir seducirla la acusa falsamente de deshonestidad para hacerla morir en la hoguera. Se celebra un juicio de Dios al que acude un desconocido paladín que luego resulta ser su amante y que la salva («La princesa doña Luz»). Y aunque en ocasiones estas heroínas pierden la vida su honor queda intacto, como sucede con la protagonista de «El talismán».

El recurso argumental más frecuente es el del triángulo amoroso. Pueden formarlo dos galanes que luchan en paridad de condiciones por la posesión de la dama hasta que uno de ellos muere a manos del otro («Para verdades el tiempo...»), o bien hombres maduros y poderosos -tutor, tío, noble o rey- que a impulsos de la pasión intentan seducir a unas jóvenes que se les resisten. Buenos ejemplos serían el del rey Egica («La princesa doña Luz»); el del tutor de Valentina, que acaba asesinándola («El talismán»); o el de los esposos Torrigiano, víctimas de la frustración erótica del duque que los denuncia a la Inquisición («El escultor y el duque»). Otra situación es la de aquellos personajes de ambos sexos que mantienen relaciones adúlteras (Argentina en «Un español y dos francesas» o don Mendo en «Honra y vida...»).

Además de adulterios, en más de una ocasión hay damas que dan a luz encubiertamente hijos de sus amantes como la princesa doña Luz o doña Beatriz en «La leyenda de don Juan Tenorio». Aunque las escenas de amor son frecuentes y Zorrilla menciona besos y abrazos, ni describe escenas eróticas ni el cuerpo humano desnudo. Y, como hicieron antes los autores barrocos, cuando ha de pintar un hombre o una mujer se ocupa más de su ropa y de sus adornos que de su apariencia física, descrita siempre de manera formularia.

Ni que decir tiene que las mujeres son propiedad exclusiva de maridos que impulsados por los celos y por mantener limpio un honor que depende de la opinión ajena tienen poder para encerrarlas, maltratarlas o darles muerte. Para las adúlteras no puede haber perdón pues, por una parte, han pecado al quebrantar el sacramento del matrimonio y, por otra, han deshonrado la familia del esposo y la suya propia. Su castigo es inmediato y sangriento, aunque unos maridos lo hacen público y otros, más reflexivos, prefieren soluciones discretas pero también mortales.

El ofendido se considera un ejecutor de la justicia, prescinde de los sentimientos amorosos o del cariño que aún le ligan con su víctima, y lleva a cabo su venganza. Si por las circunstancias que sean no es posible hacerlo de inmediato, los maridos de las leyendas zorrillescas se distinguen por una constancia y una paciencia en vengar los agravios hechos a su honor que no cede con el tiempo y llega a ser la razón de su existencia. El conde Garci Fernández, todavía enamorado de Argentina, la apuñala sin atender a sus ruegos pues


resolví tan bien tu desventura
que, por no vacilar con tu hermosura,
maté la luz porque a mis pies murieras.


(«Historia de un español y dos francesas», 549)                


Una observación acerca de las violaciones, de las que se dan dos casos en estas leyendas. En ambos, la tesis es que la mujer forzada no es criminal sino víctima inocente. Sin embargo, en «Honra y vida que se pierden», cuando el marido se entera, mata a su esposa creyéndose deshonrado, mientras que en «Historia de tres avemarías», el viejo gitano revela el secreto de la violación de su hija a su amante, quien se casa con ella a condición de dar muerte al violador.

Sabido es que los escritores románticos basaron sus heroínas en otras que provienen principalmente de las de La religieuse, las de la novela sentimental, las de la gótica y las que concibió el marqués de Sade en sus años de encierro. En estas narraciones retrató Zorrilla a muchas de las suyas como dechados de belleza, incluso a las que tienen el poco agraciado papel de «belle dame sans merci»; aunque estas descripciones de su físico, tan halagüeñas siempre, se limitan a ciertas partes del cuerpo, siempre las mismas, y están descritas de modo tan semejante que tales bellezas resultan al cabo anodinas e intercambiables. Las preferencias del poeta podrían achacarse a fetichismo, a pereza, o a un decoro que no le permitía mencionar pechos, piernas y actitudes más o menos provocativas o licenciosas. Un buen ejemplo sería el de la joven aldeana Rosa («Las dos rosas»), quien tiene


soles por ojos
y por labios alhelíes [...]
negros cabellos,
cutis que afrenta a los cisnes,
dentadura igual y enana,
cuello torneado y flexible.
Orlan sus párpados blancos
largas pestañas sutiles
coronadas por dos cejas,
arcos que enojan al iris.
Cintura escasa,
alto pecho,
pie breve, resuelto y libre
y dos manos que semejan
ramilletes de jazmines.


Los cabellos rizados y fragantes, los ojos negros, la tez de rosa o de azucena, el grácil cuello, el delicado talle, las manos de rosa y el pie diminuto caracterizan para Zorrilla a la mujer española, y en especial a la andaluza, a la que retrata con un lenguaje tan poético como impreciso.

*  *  *

Para Romero Tobar, los romances y leyendas juveniles de Zorrilla fueron una variante artística de la poesía de consumo popular; y esta poesía, mantenida a lo largo de los años, llegó a mitificarle como vate nacional (1994, 145). Zorrilla fue muy prolífico, tanto sus versos como sus obras de teatro fueron recibidos entusiásticamente por la crítica y el público y entre 1839, cuando estrenó su primer drama, y 1847, fecha del último, dio a la escena más de treinta obras teatrales. En la segunda época de su producción literaria, que va desde los años 40 hasta los últimos de su vida, se fueron dejando sentir cada vez más el descuido en la ejecución y el aumento en la extensión de unas leyendas que abundan en digresiones y en complicaciones argumentales. A su vuelta de México trató de adaptarse al nuevo tipo de poesía que se hacía en España, pero los gustos habían cambiado, eran los tiempos del positivismo y los críticos le vieron ya como una reliquia del viejo tiempo romántico.

Su vasta producción, su larga vida y su ausencia de España durante tantos años influyeron grandemente sobre una valoración ecuánime de Zorrilla por la crítica. Aunque su nombre sigue siendo conocido por todos, yo diría que a causa del Tenorio, Zorrilla está casi olvidado hoy a pesar de ser el poeta más aclamado y más famoso de su tiempo y, lo mismo que el Tennyson de la Inglaterra victoriana, representó el espíritu del Romanticismo tradicionalista y fue considerado durante más de medio siglo como el gran poeta nacional.

El paso del tiempo ha traído consigo profundos cambios en la sociedad, en las costumbres y en la ideología política y nuevos gustos en literatura. Nadie disputará hoy a Zorrilla un puesto de honor entre nuestros clásicos pero serán pocos los interesados en leerle fuera del ámbito universitario, a pesar de la indudable calidad de buena parte de su obra. Aparte de las obras de teatro, pienso que hoy se leen con interés y con gusto algunas de aquellas leyendas suyas más tempranas como «A buen juez, mejor testigo», «El capitán Montoya» y «Justicias del rey don Pedro», buena parte de las incluidas en Cantos del Trovador, entre ellas, sin duda, la primera parte de «Margarita la tornera», y algunas de Vigilias de estío y de Recuerdos y fantasías. Conservan la brillantez y el vigor descriptivo de los primeros tiempos y evocan una vieja España idealizada y galante.

En ocasión del centenario de su muerte se renovó el interés por su obra: en 1993 la Universidad de Salamanca organizó un curso dedicado al poeta, la de Nottingham, en Inglaterra, dio a la imprenta el volumen José Zorrilla. 1893-1993. Centennial Readings, a cargo de Richard A. Cardwell y Ricardo Landeira, la Universidad de Valladolid celebró el «Congreso Internacional José Zorrilla. Una nueva lectura», cuyas Actas aparecieron en 1995 coordinadas por Javier Blasco Pascual, Ricardo de la Fuente Ballesteros y Alfredo Mateos Paramio, la revista Ínsula (número 564, diciembre de 1993) le dedicó unas páginas, y en marzo del año siguiente, la Michigan State University, en los Estados Unidos, celebró la «Sesquicentennial Conference on Don Juan Tenorio, 1844-1994; The Play, Spanish Romanticism, The Legacy and its Presence in Hispanic Cultures».

Zorrilla vivió de la literatura, anduvo siempre escaso de dinero y su considerable producción revela prisa para cumplir con el plazo de un editor y falta de reflexión, y de ello se excusó en varias ocasiones. Escribió narraciones históricas y legendarias durante casi cincuenta años que, a medida que pasa el tiempo, revelan cierto cansancio, aumentan en palabrería y digresiones, tienen argumentos, situaciones y personajes que ofrecen semejanzas y en ocasiones parecen ser variantes de un mismo modelo, o revelan la artificiosidad propia de las obras hechas de encargo.

Ricardo Navas Ruiz ha dedicado el primer capítulo de su libro La poesía de José Zorrilla. Nueva lectura histórico-crítica22 a recoger la opinión que ha merecido a los críticos la obra de Zorrilla. Con excepción de algunas opiniones negativas como la que vimos anteriormente de Martínez Villergas (1854), la de Manuel de la Revilla (1877) y las diversas de Unamuno (1908, 1917 y 1924), las demás revelan cariño por el poeta y admiración por su obra. La lista es larga, pues incluye a buena parte de nuestros escritores y críticos desde contemporáneos del poeta como Pastor Díaz (1837) y Gil y Carrasco (1839) hasta Gerardo Diego (1975), ya muy avanzado el siglo XX, pasando por otros como Valera, Pardo Bazán, Clarín, Menéndez Pelayo, Ganivet y Rubén Darío.

Además de Narciso Alonso Cortés, a quien se deben la biografía y la edición crítica de las Obras Completas de Zorrilla23, que siguen siendo indispensables para estudiar al poeta, hay distinguidos estudiosos de las leyendas de Zorrilla como los profesores John Dowling, Russell P. Sebold, Leonardo Romero Tobar y Ricardo Navas Ruiz, aparte de quienes han contribuido con artículos, bibliografías y estudios y dado a la imprenta ediciones críticas de Don Juan Tenorio.

Ya desde los comienzos de su carrera Zorrilla hizo notar su influencia sobre los contemporáneos y a lo largo del tiempo, sus admiradores y quienes imitaban su estilo llegaron a ser legión. Para Galdós (1889): «Ningún otro ha tenido más entusiastas adeptos ni secuaces más vehementes ni tan fanáticos admiradores», Pardo Bazán (1909) confesaba haber sufrido «en la juventud, como creo que la sufrieron en determinada época todos los españoles, la fascinación de Zorrilla», para César Vallejo (1915) «sólo el cisne de Valladolid logró imponer su sello en la poesía latinoamericana», y Gerardo Diego vio en su capacidad de crear mundos misteriosos y quiméricos un precursor de Bécquer, de Salvador Rueda, de Villaespesa y de Lorca24.

Y aunque en estas leyendas muchos asuntos no son rigurosamente originales, supo darles un inconfundible estilo y un nuevo aspecto propio. Zorrilla sigue siendo hoy el poeta de la leyenda y del cuento fantástico popular y el representante máximo del espíritu tradicional español. Su dominio de las palabras, su capacidad de reflejar en sus versos armonías y colores y su delicado lirismo hacen de él uno de los más altos poetas de nuestra literatura.


Sobre las leyendas en esta edición


«Para verdades el tiempo y para justicias Dios. Tradición»

Apareció en el segundo volumen de Poesías en 1838 y en la reimpresión de las Obras Completas (1884) precisaba Zorrilla que esta leyenda no había sido «la primera que escribí, sino la primera con que comencé mi legendario...», que la había incluido en esta edición aunque era «indigna de recuerdo, y que la escribió por la obligación que tenía de dar un número fijo de versos a los periódicos» (1884, 282) y destacaba los errores y faltas que hallaba en ella. Está basada en una tradición madrileña, a la que debe su nombre la calle de la Cabeza25, y Zorrilla, con el peculiar empeño que puso en menospreciar su obra, afirmaba que «yo oía campanas sin saber adónde» y que se puso a escribir «suponiéndolo todo. Nombres, época, lugar, situación y forma, según iba saliendo de mi pluma, sin detenerme a corregir ni a determinar nada».

En su edición de las Obras Completas de Zorrilla (1943) advertía Alonso Cortés que el autor hizo ligerísimas enmiendas a esta leyenda en la reimpresión de 1884, de las que la más importante fue la supresión de los siguientes versos a la terminación del apartado V:


Mas no faltó en él alguno
que a media voz se atreviese
a decir que cuando pasa
por ante el Cristo se tiene,
y el embozo hasta los ojos,
el sombrero hasta las sienes,
cruza azaroso la calle
como si alguien le siguiese.
En estas conversaciones,
cada vez menos frecuentes,
pasaron al fin los años,
uno, dos, tres, hasta siete.


(1943, I, 2195-6, nota 12)                


Presentes aquí están el tema de los celos que llevan a la traición y al asesinato (y sobre ellos hay una digresión en III), el de las apariencias engañosas y el del milagro final como deus ex machina, que obra una imagen devota. Yolanda González considera esta leyenda «ágil, entretenida e incluso relativamente actual», quizá por su carácter teatral, que comparte con otras leyendas, y dedica un artículo26 a estudiarla desde el punto de vista de la teatralidad y, en especial, del de la escenografía. Está dividida en seis partes y una «Conclusión»; las tres primeras corresponderían al primer acto, la IV y V al segundo y la VI sería el tercero. La «Conclusión» revela de qué manera tuvieron lugar los hechos en el pasado y acaba con una moraleja. Además de los diálogos, González toma en cuenta otros factores esenciales en la composición de estos espacios escénicos como la colocación de actores y objetos, luces y sombras, el léxico y los gestos.




«A buen juez, mejor testigo. Tradición de Toledo»

Ésta es una de las leyendas de Zorrilla que ha alcanzado mayor popularidad entre el público lector y merecido mayor atención de los estudiosos. Apareció en el volumen de Poesías. Segunda parte en 1838, después, en la edición de Baudry (París, 1854) y, con ligeras variantes, en las Obras Completas de 1884, con una nota del autor en la que, entre otras cosas, afirmaba que

Todos los que, españoles o extranjeros, nuestra poesía moderna conocen [...] han convenido en que la espontaneidad y frescura que en esta leyenda rebosan, la hacen acreedora a no ser completamente relegada al olvido [tengo] la debilidad de creer que no me deshonra; y de ella y de la del «Capitán Montoya» y de la de «Margarita la tornera» saben de memoria cuantos aquella época de mi tiempo viejo recuerdan.


(1884, 7)                


En la misma nota recuerda Zorrilla cómo el político Salustiano Olózaga le propuso escribir un romancero sobre causas célebres contemporáneas, y cómo rechazó tal propuesta y decidió escribir en cambio acerca de las tradiciones históricas y religiosas nacionales: «Y comencé yo mi legendario como hoy este libro por la leyenda del Cristo de la Vega de Toledo» (1884,8).

Las fuentes de «A buen juez, mejor testigo» son tan variadas como numerosas y podrían clasificarse de este modo: El tema aparece por primera vez en la obra Ilustrium miraculorum et Historiarum memorabilium libri XII..., del alemán Cesáreo de Heisterbach (NAC, 212 y nota 208); en la cantiga LIX de Alfonso el Sabio un crucifijo aparta la mano de la cruz cuando una monja se postra a despedirse de él antes de fugarse con un caballero; en el milagro recogido por Berceo en Milagros de Nuestra Señora, que relata la historia del judío que niega haber sido pagado por el cristiano pero el Cristo habla y dice la verdad; y la misma historia aparece en el capítulo XVIII de Castigos e documentos (NAC, 209-213 y notas 207 a 209).

Al parecer de Alonso Cortés, el joven poeta oiría en Toledo la leyenda del Cristo de la Vega, de la que circulaban tres versiones: la del cristiano que prestó una crecida cantidad de dinero a un judío delante del Cristo, éste negó haberla recibido y la imagen del Cristo bajó el brazo ante los jueces para confirmar lo dicho por el cristiano; la del caballero que se batió con otro y le perdonó la vida y al orar ante la imagen ésta bajó el brazo en señal de aprobación; y la tercera, de un joven que negó la promesa de casamiento hecha a su amada y el Cristo corroboró la versión de la joven, bajando el brazo, que es la que usó Zorrilla (NAC, 209-217).

La tradición, tal como Zorrilla la trasladó a su leyenda, existía en Valladolid, atribuida a la Virgen del Pozo, en la iglesia de San Lorenzo. Refiere este milagro Alonso Cortés, quien señala la presencia de esta tradición en la comedia de Lope de Vega Los guanches de Tenerife; existía también en Segovia atribuida al crucifijo de la iglesia de Santiago; y en el monasterio benedictino de Santarem (NAC, 212, nota 209)27.

«A buen juez, mejor testigo» consta de seis secuencias más un epílogo; algunos críticos han coincidido en equipararla con una obra de teatro, y Yolanda González la ha estudiado bajo este aspecto en su artículo «La escenografía zorrillesca en las Leyendas: Un ejemplo» (1995, 333-342). En efecto, la leyenda tiene la estructura de una comedia en tres actos: al primero corresponderían las secuencias I y II, al segundo, las III y IV y al tercero las V y VI. Otros elementos teatrales serían la abundancia de diálogos, y en la secuencia V las frases van precedidas por el nombre del personaje que las pronuncia, así como los finales de cada secuencia, briosos y rotundos.

La acción se desarrolla a lo largo de varios años marcados por la expectación de Inés que contrasta con el lento fluir del tiempo. La sensibilidad y brillantez descriptiva del Zorrilla narrador han creado aquí un Toledo visto a diversas horas del día, por la noche o reflejándose en el río, y cuyas misteriosas callejuelas evocan un pasado de historias y tradiciones. Destaco la lírica descripción del paisaje (III), la llegada a Toledo del capitán, contemplada por Inés desde el Miradero, la escena del juicio con la teatral entrada de Inés que, a juicio de Navas Ruiz, «es un modelo de concisión, rapidez y gradación de interés con la revelación inesperada de la existencia de un testigo excepcional» (1995a, 67) (V), así como el magistral retrato del protagonista [«Entre ellos está Martínez...»] y la escena del juramento ante el Cristo (VI).

En este ambiente se desarrolla una historia de amor constituida por elementos tan característicos como el del viaje, la promesa no cumplida y un final ejemplarmente moralizador con el milagro como deus ex machina. Inicialmente, Inés es la heroína romántica pasiva que pone su destino en manos de un galán, pero al verse despreciada toma en sus manos la defensa de su honor y cambia el desenlace de la acción. Diego es aquí un juguete de las veleidades de la fortuna, quien al ver se encumbrado olvida su origen y sus promesas y regresa «tan orgulloso y ufano / cual salió humilde y pequeño». Pero cuando jura en falso, la justicia divina prevalece sobre la humana y tiene lugar el milagro.

Versificación: 1, romance ú-a, II, romance á-e, III, quintillas, IV romance é-o, V romance é-o, VI, romance á-a. Conclusión, romance -é.




«El capitán Montoya»

Se publicó en el séptimo tomo de Poesías en 1840. En su nota a la edición de las Obras Completas de 1884 afirmaba Zorrilla que esta leyenda era «un embrión del Don Juan, y una variedad de la leyenda de don Miguel de Mañara, de la cual sin duda no conocía yo entonces los pormenores», y aunque ponía algunos reparos a una obra tan popular desde hacía tanto tiempo, concluía por mostrarse satisfecho con ella:

Tengo para mí que el asunto de D. Miguel de Mañara es mejor que el de mi Capitán Montoya; que hubiera yo hecho mejor en escribir aquella leyenda que ésta pero tal como es, creo también, y perdóneseme la vanidad, que mi Capitán Montoya es un trabajo que no me deshonra.


(1884, 20)                


Y al explicar el por qué de tal popularidad aprovechaba para ajustar una vieja cuenta pendiente con el difunto Antonio Ferrer del Río, a quien juzgaba duramente como «una prueba viviente de hasta dónde puede elevar a una medianía en España su perseverancia, su tenacidad y su atención a no desperdiciar las ocasiones de apoyar el pie para alzarse sobre los hombros sólidos, cuyo apoyo al paso se les ofrece». Parece que aquél cultivó la amistad del poeta hasta hacérsele casi indispensable con sus servicios y sus halagos y, al marchar a La Habana como representante del editor Ignacio Boix, se llevó, entre otros autógrafos, el de «El capitán Montoya», «mostrándome mucho empeño en conservarlos, y vanagloria en ser depositario de mi confianza y de mis borradores». Zorrilla había leído anteriormente en el Liceo esta leyenda «que entusiasmó a los románticos de entonces» y, sin consultar con él ni compartir luego beneficios, Ferrer hizo cuatro ediciones de ella en Cuba, donde, al decir del mismo, «hizo furor allende el mar; no hay quien sepa leer que no [la] sepa de memoria». En fin, fue

la que dio más rápido impulso a mi reputación de narrador legendario; de la que más reimpresiones se hicieron, con perjuicio del editor, que si primero y con buen derecho la insertó en el séptimo de tantos tomos de poesías, que a destajo publiqué en los tres primeros años de mi aparición en la arena literaria, y la que, fuera de «Margarita la tornera», fue la mejor aceptada y más dinero produjo a todos, menos a su autor.


(1884, 19)                


Profundo debió ser el mal recuerdo de Ferrer pues al omitir de esta edición la biografía que aquél le había hecho antaño, escribía Zorrilla en las «Cuatro palabras» introductoras, que lo hacía «porque de ésta, de él, de sus obras literarias y de sus obras para conmigo tendré que hablar extensamente en la Nota a mi drama Los dos virreyes, que es su lugar», aunque no tuvo ocasión de hacerlo al interrumpirse la publicación de esta obra.

Hay bastantes obras basadas en la leyenda del estudiante Lisardo, como Jardín de flores curiosas (1570) de Antonio de Torquemada; los romances del poeta ciego cordobés Cristóbal Bravo; Vaso de elección de Lope de Vega, que la incorpora en esta obra; El Niño Diablo de Pedro Rosete y Niño; Soledades de la vida y desengaños del mundo (1658) de Cristóbal Lozano; Les âmes du Purgatoire de Prosper Mérimée; y El estudiante de Salamanca de Espronceda, entre otras (NAC, 236). Para Alonso Cortés, las fuentes de Zorrilla serían el libro de Cristóbal Lozano, los romances anónimos, Luz de fe y de la Ley, entretenimiento cristiano entre Desiderio y Electo... por el M. R. P. fray Jaime Barón y Arín (Barcelona, Imprenta de Teresa Piferrer, 1762), que fue muy popular, y Les âmes du Purgatoire, cuyo protagonista es don Juan de Mañara, y que publicó Mérimée en la Revue des Deux Mondes (15 de Agosto de 1834) (NAC, 237, n. 231). Alonso Cortés advierte que a la inventiva de Zorrilla se deben los episodios correspondientes al encuentro de Montoya con don Fadrique. Ricardo Navas Ruiz considera ésta una de las grandes narraciones de Zorrilla y destaca cómo las aventuras de la boda y del rapto, entrelazadas, aumentan el interés y dan variedad a la trama, y señala la importancia y carácter teatral de los diálogos.

«El capitán Montoya» es una leyenda muy bien estructurada y bellamente escrita que encabeza la «Séptima parte» de las Poesías. El volumen va precedido por una «Dedicatoria a mi amigo D. Juan Eugenio Hartzenbusch», que me ha parecido oportuno incluir aquí por referirse concretamente en ella a «El capitán Montoya», en cuartetas. Está en diez apartados a la manera de capítulos, encabezados por un título (I: cuartetas; II: romance ó-a; III: romance á; IV: cuartetas; V: romance ú-e; VI: romance -ó; VII: quintillas; VIII: cuartetas, romance -é; IX: romance á-e; X: quintillas, romance heroico) y una «Nota de conclusión» en romance -é. En la «Dedicatoria» discute también el valor de la escuela antigua («que da sueño») y el de la moderna (que «barba, galán, paje y dama / despacha a la vida eterna»), y asegura que tanto le da una como otra, y deja que los críticos califiquen su obra como mejor les parezca.

El protagonista de esta leyenda, cuya identidad no se da a conocer hasta finalizar el apartado II, es un galán generoso y valiente, hombre de honor y amante de las aventuras, de quien hace Zorrilla una brillante descripción (IV). Indiferente a su éxito y a sus riquezas, es, al decir de Navas Ruiz, «un solitario dominado por el hastío vital» que encarna así «un comportamiento romántico paradigmático» (1995a, 75) y destaca algunos versos que anuncian ya en él al futuro don Juan Tenorio:


Sepa, pues, que el capitán
don César Gil de Montoya
es de las armas la joya
y de las hembras imán.
Audaz con quien enamora,
manda, cela, acosa, exige
y al cabo de un mes elige
nuevo amor, nueva señora


(IV)                


La hermosa Diana, hija del poderoso don Fadrique de Toledo, apenas está delineada; mucho más interés ofrece doña Inés, la monja contra su voluntad, quien como tantas otras jóvenes en su situación, atrae las simpatías del poeta, tan contrario siempre a los monjíos forzados. Y en una situación semejante a la de «Margarita la tornera», Inés resulta ser hermana de don Luis de Alvarado, con quien hizo el capitán


la apuesta infame [...]
de robar a Dios
la mejor prenda al casarme.


La milagrosa visión del propio entierro aterroriza a don César, quien se hace capuchino y lleva una vida penitente y anónima. Tan sólo reaparece para ayudar a bien morir a don Fadrique y revelarle la milagrosa visión que cambió su vida. He aquí otra leyenda en la que un milagro castiga ejemplarmente y da ocasión de arrepentimiento a un pecador.

Como en otras ocasiones, Zorrilla insiste sobre el carácter popular de su leyenda:


El pueblo me lo contó
sin notas ni aclaraciones:
con sus mismas expresiones
se lo cuento al pueblo yo.


Y la misma idea reaparece cuando asegura la verosimilitud de lo que cuenta pues


Yo trovador vagabundo,
la oí contar en Toledo,
y de aquel pueblo me fundo
en la razón...


Y concluye asegurando que hasta hacía poco aún se podía ver la humilde sepultura del capitán (X).

De gran interés me parece la relación entre narrador y lector, que discutí anteriormente en términos generales, pero que toma en esta leyenda un carácter excepcional. En una extensa digresión (VIII) el narrador rompe el hilo narrativo y pide al «lector amigo» en tono confidencial que le acompañe a la iglesia a presenciar la visión de Montoya:


Y aquí, ¡oh mi lector amigo!
fuerza será que convengas
en que es preciso que vengas
hacia el convento conmigo.


Juntos ambos, narrador omnisciente y lector, contemplarán la acción desde la perspectiva del observador al tiempo que quedarán integrados en ella accidentalmente como personajes. El narrador describe detalladamente el camino:


de una verja detrás
un atrio angosto hallarás...
sube tres gradas...
tocarás con el cancel,
donde es fuerza que te quedes.


Y al hallar un misterioso embozado que desaparece tras una puerta («¿Conque el capitán es ese?»), el narrador responde familiarmente al sorprendido lector que aunque el capitán le haya dado «con la puerta en las narices» podrá verlo todo pues «del poeta a eso y más / el poder mágico llega». Y sin transición, comienza a contar la visión de Montoya, en presente histórico («Está el capitán en pie / en medio de la ancha nave...») que cambiará después al pasado y el tono familiar dará paso a la descripción de la visión fantasmagórica.

A mi parecer, ésta es una de las leyendas en las que más alto llegan las dotes descriptivas del poeta, especialmente en los apartados I, II, VIII y IX, sobre todo en escenas como la reyerta nocturna en la calleja toledana («En una noche de octubre / que las nieblas encapotan...»), en la que las luces y las sombras, los ruidos, las voces, las campanadas del reloj que dan las once, contribuyen a crear un ambiente tétrico y misterioso [II]; y la estremecedora, detallada y vívida descripción de los funerales en la que la evocación de sensaciones visuales (el entierro, los personajes espectrales y el cadáver, los contrastes de luz y tinieblas), auditivas (la música y el murmullo de los responsos), olfativas (el olor del incienso y de la cera) y táctiles (brocados, terciopelos y sedas) forman un conjunto siniestro y fantasmagórico (VIII).

En contraste con el resto de la narración, el escepticismo del poeta se manifiesta al final cuando, después de contar el fin ejemplar del protagonista, va revelando con irónica despreocupación el destino de los demás personajes:


Diana y otras se casaron;
y en fin, según es costumbre,
al que murió le enterraron.


Difiero de la opinión de Alonso Cortés, para quien el fin del criado Ginés «rompe intempestivamente el tono de todo el relato», pues en la «Nota de conclusión» Zorrilla adopta un tono intencionadamente ligero para trivializar la fatalidad del paso del tiempo que todo lo borra: doña Inés,


murió monja
cuando la tocó su vez,
sin su amor, si pudo ahogarle,
y si no pudo, con él.
Porque destino de todos
vivir de esperanzas es;
quien las logra muere en ellas,
quien no las logra también.


Y Ginés, rico y convertido en un improvisado caballero, trae ecos de aquel Lázaro de Tormes, que llegó a la cumbre de su más alta fortuna y su mujer le hizo cornudo.




«Justicias del rey don Pedro»

Se publicó en 1840 en la octava parte de sus Poesías. Zorrilla estaba familiarizado con la Historia de España del P. Mariana, y Alonso Cortés piensa que hallaría la fuente de esta leyenda en esta obra (quizá en la edición con notas de Valencia, Benito Monfort, 1790). En ella hay una referencia a los Anales de Sevilla, en los que Ortiz de Zúñiga refiere esta anécdota, que sirvió al poeta para escribir el drama El zapatero y el rey (primera parte, 1840) y esta leyenda (1840), que argumentalmente coincide con el drama28.

Como en otras ocasiones, Zorrilla presenta a don Pedro como un temido personaje -«con sus ojos de serpiente»- al que rodea de un aura popular y simpática. Aquí destaca su irónico y expeditivo sentido de la justicia que contrasta con la vigente en aquellos tiempos. La suya es demagógica y populista -«murmullos de la nobleza y aplausos de la canalla»- pues pone el honor de los plebeyos al mismo nivel que el de la nobleza. Hay elementos de anticlericalismo en el castigo que sufre el prebendado y en las amenazas del rey de hacer acabar la procesión «a cuchilladas». Para Alonso Cortés, «Zorrilla estaba, pues, convencido, de que don Pedro fue, como hoy se diría, un anticlerical y que por serlo le maltrataron los historiadores, rodeándole de tintas negras» (NAC, 253). Y aunque Zorrilla se mostró tan adversario del populacho en otras ocasiones, alaba aquí el comportamiento del zapatero Blas para alabar así al justiciero rey don Pedro.

La leyenda está dividida en cuatro partes y escrita enteramente en romance (I: romance á-e; II: é-a; III: ó-a; IV: á-a) y destacan en ella el ambiente de misterio nocturno en que tiene lugar el asesinato del zapatero y la colorista descripción de la procesión del Corpus.




«Historia de un español y dos francesas. Leyenda»

Forma parte de Cantos del Trovador (1840) y Alonso Cortés afirma que Zorrilla tomó su asunto de David perseguido y alivio de lastimados de Cristóbal Lozano (NAC, 260, nota 257). En enero de 1842 tuvo lugar el estreno de El eco del torrente, un drama en tres actos con el mismo asunto: en lugar del triángulo amoroso formado por el conde de Castilla, Argentina y Lotario, el drama incorpora el personaje de la esclava mora Zelina, enamorada del conde y ofendida por Argentina, lo que complica la acción con situaciones secundarias. Zelina sólo vive para el amor y la venganza y hace apuñalar a Argentina, deja vivir a Lotario enloquecido por los remordimientos y, tras abrazar el cristianismo, se desposa con Garci Fernández y es así la nueva condesa de Castilla. Aunque Alonso Cortés consideraba ésta una de «las mejores obras dramáticas de Zorrilla» (NAC, 283-284) y a pesar de matizar más las motivaciones de los personajes, carece, a mi juicio, de la sobriedad y el impacto de la leyenda. En ésta, no hay más protagonista que Garci Fernández, quien encarna el honor castellano e, inexorable y silencioso, acaba con los culpables a la manera de un marido calderoniano.

También interviene aquí Zorrilla con digresiones sobre el amor y los efectos de los celos (I, II), manifiesta sus sentimientos antifranceses (II), lo que no hará después en el drama, e incorpora bellas descripciones del paisaje (II, III y IV).

Versificación: capítulo I, romance á-e, octavillas; capítulo II, cuartetas, quintillas, octavillas; capítulo III, romance ó-a, silva; capítulo IV silva, romance -ó, silva, romance -ó; conclusión, octavillas.




«Margarita la tornera. Tradición»

Formaba parte de los Cantos del Trovador (1840) y se publicó de nuevo en 1852 y en 1884. En su nota a esta última edición enumeraba Zorrilla como fuentes de esta conocida leyenda la narración de «un benedictino alemán» (Cesáreo de Heisterbach, autor de Ilustrium miraculorum et historiarum memorabilium libri XII); las Cantigas de Alfonso X el Sabio; los Milagros de Nuestra Señora de Berceo; «otro fraile italiano» del siglo XIV; la historia de la orden cisterciense de Fontevrault; el jesuita francés P. Reynaud en el XVII; una novelita publicada en el Museo de las Familias; la narración de «Cástor Nodiel» en la Revista de París en 1837 (Charles Nodier, Légende de Soeur Beatrix); y una colección de leyendas de la Virgen publicadas en 1845 por Collin de Plancy (1884, 227)29.

A continuación aseguraba que desconocía tales fuentes en el momento de escribir su leyenda e insistía sobre su originalidad: «la forma, el estilo, los caracteres y la relación del hecho en la mía son completamente originales y de mi invención. El origen de su inspiración es el mismo de todas mis leyendas, el de mis propios recuerdos [...]» (1943, I, 2208, n. 31). En los Recuerdos del tiempo viejo escribía en 1879 que la llegada de su madre a Madrid, donde vivió con él unos años, le llenó de tal entusiasmo que produjo «en tres meses los tres tomos de los Cantos del Trovador, y un libro del P. Nieremberg en que ella leía me sugirió la idea de mi «Margarita la tornera» (1943, II, 1815). Sin embargo, en la misma nota de 1884 (227) aseguraba que «Grabola en mi memoria el P. Eduardo Carasa, jesuita vice-rector del Real Seminario de Nobles donde me eduqué...» (1884, 227).

Para Menéndez Pelayo la leyenda deriva de la novelita «Los felices amantes» contenida en el Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda (1995a, 90); Alonso Cortés advierte que Nieremberg no incluyó este relato entre los de sus libros y que Zorrilla encontró el argumento «indudablemente» en la Légende de Soeur Beatrix de Nodier, publicada en 1837, «y con la cual concuerda sustancialmente», pero aduce en defensa de su biografiado que quizá la lectura de Nieremberg le decidió a escribir una leyenda religiosa, que «recordó entonces la que de niño había aprendido del P. Carasa y al verla reproducida por Carlos Nodier, aprovechó la versión de éste, agregando algún detalle que conservaba en su memoria» (1884, 227). También Cotarelo la hacía proceder de Nodier aunque, en nuestros días, Navas Ruiz señala importantes diferencias entre ambas, ya que en la de Zorrilla, mucho más extensa y en verso, la seducción es un «factor decisivo mientras que en aquélla apenas existe, tan decisivo que de hecho cambia el signo de la narración» (1995a, 91).

Aunque Zorrilla fue tan dado a denigrar sus propias obras, en esta ocasión no escatima los elogios y, en la misma nota, insiste en que escribía las leyendas para que las leyera su padre, y que en «Margarita la tornera» el protagonista es un eco del joven poeta, el mal juez recuerda a otro que conoció su padre, la acción es en Palencia, donde nació éste, y hasta la casita que aparece en el desenlace le pertenecía, con lo que esta leyenda era «para mi familia una especie de cuento casero».

[E]n aquella narración [...] está derramada a manos llenas la esencia del amor filial, la poesía del corazón amante del hijo que escribió aquellos versos ante la sonrisa de la madre adorada [...] y por eso es «Margarita la tornera» la única producción que me ha conquistado el derecho de llamarme poeta legendario y creo que el poeta que la escribió no merece ser olvidado en su patria.


(1884, 228)                


La opinión de los críticos ha sido muy diversa, comenzando con la de Menéndez Pelayo, excepcionalmente dura, y que reproduzco aquí por su interés:

No intento contradecir la opinión general que pone a «Margarita la tornera» entre lo más selecto de las obras de Zorrilla, ni quiero que se dude de mi admiración por este último cantor de nuestras tradiciones; pero si he de decir lo que siento esta leyenda me parece inferior a otras muchas de las que aquel gran poeta nos ha dejado. La ejecución es desigual y a ratos muy prosaica y desaliñada; el cuento se dilata con impertinentes adiciones que le quitan unidad y sentido; el tipo de galán pendenciero, jugador y escalador de conventos está mejor presentado en otras innumerables producciones del mismo Zorrilla, y el Don Juan de Alarcón, vecino de Palencia, resulta un Don Juan Tenorio muy en pequeño. Sus más enormes calaveradas resultan pueriles por el modo de contarlas.

Peor es la degeneración que se observa en el carácter de la monja. La Doña Clara, vehemente, sincera y apasionada de Lope, la sor Beatriz, místico lirio tronchado en la leyenda de Carlos Nodier, son mujeres de verdad; no así Margarita la tornera, mema de nacimiento, a pesar de su poético nombre. Zorrilla se evita el trabajo de preparar su caída con el cómodo artificio de hacerla tonta. Lo que salva la leyenda en algunos de sus puntos es la maravillosa espontaneidad de la dicción poética, la opulenta y generosa vena de su autor unida a los prestigios propios del argumento, que, contado de cualquier modo, siempre deleita.


(cit. por Alonso Cortés, NAC, 263)                


Aunque Alonso Cortés reconoce que don Marcelino «no dejaba de tener fundamento para tales apreciaciones», llama muy justamente la atención sobre varios ejemplos de la «rica dicción poética» zorrillesca en esta leyenda como, entre otros, el retrato de don Juan de Alarcón (capítulo I); las octavillas del canto III («Aún no cuenta Margarita / diez y siete primaveras...»), incorporadas después al Tenorio; la «tierna despedida» de Margarita y su vuelta al convento y encuentro con la Virgen («En esto, allá por el fondo...»), un fragmento que «por sí solo bastaría a difundir la belleza por toda la leyenda». En cambio, considera desacertado e inoportuno el «Apéndice a Margarita la tornera», con el «Fin de la historia de don Juan y Sirena la bailarina».

Según Vicente Llorens, en esta obra se manifiesta la devoción mariana de Zorrilla y aunque, a su juicio, «la figura de Margarita es seguramente la más desdichada de cuantas creó su autor» y da la razón al Menéndez Pelayo que la calificó de mema, opina que en su misma simplicidad y bobería se trasluce un aspecto de la religiosidad de Zorrilla, no siguiendo la ingenua tradición popular de la Edad Media, sino más bien por afinidad con un vago concepto romántico de la religión [...]. Para Zorrilla el ser inocente que ama de verdad no peca. Y si peca, le basta con arrepentirse; devoción y arrepentimiento, sin castigo o penitencia, son suficientes para salvarla (1980, 433).

Sin duda el defensor más entusiasta de esta leyenda ha sido hasta la fecha Ricardo Navas Ruiz, quien ha destacado en ella la destreza con la que el autor ha resuelto la escena de la seducción, pues

la manera como el joven lleva a la muchacha al descubrimiento de su propia belleza en el espejo es una excelente lección de manejo de mecanismos seductores. No parece tan mema como quería Menéndez Pelayo una muchacha que cede a los juegos del amor en las palabras hechiceras y en las tretas sutiles de un galán guapo, sobre todo si se tiene en cuenta su inexperiencia y su forzado encerramiento.


(1995a, 91-92)                


Las aventuras de la segunda parte marcan tanto el donjuanismo del protagonista como el desencanto y dolor de la seducida, la cara amarga del amor pecaminoso. En la tercera,

con el regreso se logra que el claustro recobre su encanto intrínseco, su imagen de paz interior: para los que a él llegan sinceramente, no forzados, ya no es cárcel, sino refugio. Se cierra así el círculo de la experiencia romántica de ilusión, desengaño y descanso.


(1995a, 92)                


Aunque el «Apéndice» no tiene nada que ver con la leyenda original, completa su versión de la misma y confiere a don Juan tanto protagonismo como a Margarita. «No interesa tanto la pecadora cuanto el proceso del delito y compañero en el mal» (1995a, 93).

Destaca también el mismo crítico que el juez Lope de Aguilera prefigura al futuro don Luis Mejía; la visión de Italia como tierra del «amor, la milicia y la pereza», adonde irá también Tenorio a «amar, reñir y beber»; y la invocación al padre muerto («Rompe, pues, sombra adorada / esa piedra que esconde...»), que pasará allí referida a doña Inés; la aparición de los espectros de sus víctimas, que anuncia el comienzo de la segunda parte del drama; y el elemento humorístico presente en la escena del suicidio frustrado.

La referencia al conde-duque de Olivares y la subida al trono de Felipe IV (1605-1665) en 1621 sitúan de manera aproximada la época de la acción de «Margarita la tornera», localizada en Palencia, Valladolid, Dueñas, de nuevo Palencia, Madrid, Cádiz, Italia, Palencia por tercera vez y Francia. La leyenda consta de una «Invocación», nueve apartados, un «Apéndice en cuatro partes» y la «Conclusión». Tiene un doble argumento protagonizado en la primera parte por Margarita y en la última por don Juan. Abundan aquí los elementos novelescos tanto como los dramáticos pues esta leyenda, tan pródiga en aventuras de capa y espada, titula algunos capítulos «Lances imprevistos», «Aventuras de noche y día», y otros «Tentación» o «Insensatez y malicia», que recuerdan a los de ciertos actos del Tenorio. Los diálogos teatrales ocupan el apartado II casi entero, la última parte del III (muchos de cuyos versos pasaron luego al Tenorio) y están presentes en los capítulos VI, VII, VIII y en el «Apéndice»30. El narrador es omnisciente hasta la marcha de don Juan a Italia. Y después, en la «Conclusión», revela a sus lectores que un clérigo de Palencia le contó que don Juan marchó a Francia a divertirse, incapaz de reforma. El final queda abierto pero el futuro del protagonista es predecible.

Zorrilla ve con indulgencia y cierta admiración los vicios del protagonista, «el cucú de las doncellas y el coco de los maridos», reñidor y galán, expulsado de Valladolid y de su universidad. Es trasunto de don Juan Tenorio, hombre de acción y escaso pensamiento, que carece también de sentimientos y usa a las mujeres para acrecentar su fama de conquistador; así, cuando planea el rapto de la monja, exclama:


Pues, señor, bien; muchas hice,
mas ¡vive Dios que esta última
será tal que me acredite!


(II)                


Mata a don Gonzalo, quien resulta ser hermano de la monja, como ocurría en «El capitán Montoya». Su única virtud es el amor a su padre, a quien ayuda a bien morir y cuya tumba visita todos los días; un padre indulgente que le había perdonado siempre y que aún después de morir le da una última oportunidad con el dinero oculto en la casa de Palencia. Pero los arrepentimientos de don Juan duran poco y acaba convertido en un vicioso sin voluntad. Menéndez Pelayo, citado más arriba, le consideraba un Tenorio muy en pequeño y para el lector de hoy día resulta un señorito provinciano y sin imaginación, a quien maleducó un padre con poco carácter, que mata el tedio escandalizando y haciendo daño a sus convecinos. En principio, Margarita se presenta como una monjita mema, en verdad, y crédula en demasía, cuya seducción por don Juan peca de simplista. Pero éste la hace descubrir su propio cuerpo, sus encantos físicos y su verdadera identidad de mujer. Quiero destacar que en el diálogo entre «La Monja» y «Don Juan» el nombre de ésta cambia a «Margarita» en el verso 542, lo que quizá marcaría, a ojos de Zorrilla, la metamorfosis del personaje, quien a partir de ahora abandona la rutina sedentaria del convento, cambia de ropas y de costumbres, viaja, descubre el amor y la vida en el mundo real. Es una heroína romántica pasiva a merced de su hermano y de don Juan hasta que al cabo de un año, la protección divina la haga encontrar su verdadero camino. Como Mejía en el Tenorio, don Gonzalo es un émulo de don Juan, cuyas proezas envidia. No conocía a su hermana, a quien hizo profesar «para birlarle una herencia», pero tras la anagnórisis se bate con don Juan para salvaguardar el honor de la familia. Don Lope y Sirena son personajes accesorios; el primero, un magistrado corrupto, disoluto e hipócrita y, la última, una «bailarina impúdica», una andaluza bella y sin alma como la de «Un testigo de bronce», que encarnan el mundo de engañosas apariencias de quienes persiguen los placeres.

La época del año, la hora del día, la luz, las circunstancias meteorológicas y los sonidos contribuyen a crear un ambiente paralelo a la situación o al estado anímico de los personajes, así la cita sacrílega con Margarita tiene lugar en una noche encapotada («Todo en Palencia reposa...»), con sombras que asustan y engañan los sentidos, en la que se oye el ladrido lejano de los perros y el del órgano en la iglesia, seguido de la huida en la oscuridad («toda la tierra ha enlutado / la noche con su capuz...») en medio de una tormenta; también en una noche lóbrega mata don Juan a don Gonzalo, y en otra noche lluviosa vuelve Margarita al convento.

Como tenía por costumbre, Zorrilla moraliza, comenta y opina sobre la historia que tiene entre manos. En la «Invocación» que da comienzo esta leyenda de exaltación mariana pide inspiración para llevarla a cabo a la vez que se encomienda a la Virgen. La leyenda tiene un propósito didáctico y ejemplar y concluye con el premio de los arrepentidos, y con el castigo de los malos. La Virgen hace un milagro para salvar a la pecadora que se encomendó devotamente a ella y el poeta concluye esta «Invocación» exhortando a los tristes, a los que lloran y a los que creen «en la virtud y el cielo» a encontrar en esta narración «un rayo de esperanza y de ventura». Las exhortaciones a solicitar el patrocinio de la Virgen aparecen de nuevo en IV; y a lo largo de esta leyenda, en especial en III, V, IX y en el «Apéndice», el poeta hace consideraciones acerca de la fragilidad de la fortuna («Lo que más firme parece / por fragilidad se quiebra...»), de los mentidos goces del mundo que atraen y destruyen a las almas inocentes, y lamenta el destino de Margarita.

En la presente edición no he incluido el texto del «Apéndice a Margarita la tornera. Fin de la historia de D. Juan y Sirena la bailarina», tanto por su extensión como por parecerme que prolonga innecesariamente un relato que concluye ejemplarmente con la desilusión de Margarita y su regreso al convento. En el «Apéndice» el protagonismo está a cargo de don Juan, un personaje cuya historia es un tanto semejante a la de otros disolutos de su tiempo.




«Las píldoras de Salomón. Cuento»

Apareció en Cantos del Trovador en 1840 y en 1854. Subtitulada «cuento», tiene estructuralmente las características de tal, desde sus comienzos («Vivía en cierto lugar / de la Extremadura un juez...») hasta el desenlace. A juicio de Alonso Cortés, «por lo extravagante, no parece obra de Zorrilla» (NAC, 270) y, en verdad, ni el tema ni el enfoque satírico parecen propios del poeta.

El protagonista es un juez sin escrúpulos, egoísta y disoluto, que encarna a la perfección el tipo del alcalde de monterilla y del cacique. Vive obsesionado por el paso del tiempo y es castigado irónicamente con una muerte temprana cuando buscaba la inmortalidad. De manera ejemplar también, este juez que vive a costa de los demás es víctima de un médico que se aprovecha de sus aprensiones.

La acción tiene lugar en época indefinida aunque, por ser Luis XIV el último personaje citado en el libro de memorias, podría ser muy avanzado ya el siglo XVII; la descripción del viejo Medellín nocturno («Es una noche de marzo / turbia por demás y lóbrega...»), muy característica de Zorrilla, sirve de fondo a la misteriosa figura del judío Errante.

Es posible que Zorrilla introdujera este personaje en su cuento porque, como se recordará, estuvo muy de moda durante los años 30 y 40 del siglo XIX, gracias a la gran difusión que alcanzó la novela social y, especialmente, las de Eugène Sue, las cuales fueron traducidas y difundidas por Wenceslao Ayguals de Izco y su grupo. Sue, autor de Martín el Expósito y de Los Misterios de París, escribió también El Judío Errante, novela de la que salieron nada menos que doce ediciones entre 1844 y 1846. Esto, sin contar los folletines, obras teatrales y novelas debidas a otros autores.

Es una obra polimétrica (cuartetas, romance ó-a, cuartetos, quintillas, romance é-a, cuartetas octosilábicas, un cuarteto endecasílabo, romance á-a, romance -ó, romance ó-o, romance á-o) en la que el hilo narrativo queda interrumpido por cuatro «Fragmentos» supuestamente copiados de la cartera de aquel desconocido personaje. Para Navas Ruiz, el artificio del libro dentro del libro permite al narrador operar con dos marcos autónomos y el fragmento tercero («¿Qué quieren esas nubes?») es «uno de los poemas más celebrados e influyentes de Zorrilla en el que se conjugan armoniosa y magníficamente el esplendor descriptivo y un canto triunfal al Creador» (1995a, 97).

Aparte de su lirismo, en estos fragmentos poéticos moraliza Zorrilla acerca del carácter perecedero e inestable de la felicidad, de la engañosa apariencia de las cosas en «esa orgía que llaman mundo» (Primer fragmento), en el segundo denuncia el celibato de las mujeres encerradas contra su voluntad en un convento, temas todos que le preocuparon a lo largo de su vida, y ensalza la grandeza de Dios en el tercero. Con todo, el tono general de la obra es irónico y muestra el desprecio del autor hacia un protagonista al que hace merecedor de la ridícula muerte que recibe.




«Apuntaciones para un sermón sobre los Novísimos. Tradición»

Se publicó en Cantos del Trovador (1840), en la edición de París (1852) y en las Obras Completas de 1884.

Del alcalde Ronquillo oí yo hablar desde muy niño -escribía Zorrilla-: la tradición de que se llevaron los demonios su cadáver es conocidísima en Valladolid, y las huellas de ella se conservaban en una capilla lateral de San Francisco, de cuyo monasterio no queda hoy más que la memoria.


(1884, 323)                


A juicio de Alonso Cortés, el poeta tomó esta tradición del David perseguido (1943, I, 238) aunque la habría oído contar antes en Valladolid, pues su asunto fue muy divulgado entre las tradiciones locales, y sitúa el suceso en el convento de San Francisco de aquella ciudad, que Zorrilla llegó a conocer, aunque Ronquillo murió en Madrid y fue sepultado en Arévalo (NAC, 270, nota 268). Volvió a utilizar el tema para su drama El alcalde Ronquillo o el diablo en Valladolid, que se estrenó en el Teatro de la Cruz el 21 de enero de 1845. En ella, el hermano de una dama deshonrada por Felipe II ha de enfrentarse con éste, por un lado, y con Ronquillo, por otro. Es obra de acción, misterio y enredo, con espías, venenos, cartas incriminatorias, fugas precipitadas, citas nocturnas y pasadizos secretos. El honor familiar queda restituido pero el vengador no hace pública la deshonra del rey «porque en la fe del noble verdadero / el honor de su rey es lo primero». Ronquillo desaparece y, por razones de Estado se hace correr la voz de un milagro: «Vulgo sencillo, / cree que el diablo se llevó a Ronquillo».

La leyenda va precedida de unas cuartetas de Zorrilla dirigidas «Al lector, el autor», en las que afirma que se limitará a seguir la tradición:


Como lo vas a leer
me lo contaron, lector [...]
El pueblo me la contó
y yo al pueblo se la cuento;
y, pues, la historia no invento,
responda el pueblo y no yo.


y deja a los historiadores la tarea de averiguar la verdad histórica (1943, I, 664-665). Siguen a manera de «Introducción» unas octavas de Hartzenbusch («Poco antes que en el Duero se sepulte, / cruza Pisuerga plácida campiña»), que relatan la ejecución del obispo de Zamora. En la nota a la edición de 1884 cuenta Zorrilla la historia y fin del obispo don Antonio de Acuña, «hombre de pelo en pecho», que «arrastrado de la ambición de saltear un obispado más pingüe», fue uno de los caudillos comuneros. Aunque le parecía que el obispo y el alcalde «fueron tal para cual» y disentía de la opinión de Hartzenbusch, su propósito era relatar el caso de Ronquillo «cuyo fin y condenación tradicionales prueban el odio y el miedo que le tuvieron sus contemporáneos» (1884, 323). Y aunque las circunstancias históricas de su muerte no coincidían con las legendarias, el poeta pensaba que

Todas las tradiciones religiosas tienden a enseñar y probar a los pueblos la inmunidad de la iglesia y el castigo de los que contra sus sacerdotes atentan y bajo este punto de vista, he escrito yo todas las mías como buen cristiano y poeta popular.


(1884, 322-324)                


Y al concluir pedía disculpas por haber relatado «tan atroz suceso» pero atribuía la responsabilidad a la tradición popular:


Perdona, ¡oh buen lector!, si en un exceso
de humor fatal con tan oscura tinta
pude contarte tan atroz suceso...
Tal es la tradición: así la cuenta
el pueblo por doquier, y así la escribo.


(1943, I, 676)                


Navas Ruiz llama a esta leyenda «cuento macabro, casi tremendista» y, a su juicio, es una de aquéllas en las que el tenebrismo alcanza mayores niveles (1995a, 95); Marghenta Bernard (1995, 244 y ss.) destaca el uso que hace Zorrilla en esta ocasión de dos recursos típicos del genero fantástico: la introducción de elementos de terror y la de un personaje a través de cuyos ojos asistimos al clímax pavoroso (el fraile)31. «El corte singular de esta leyenda no se centra en el desenlace, también aquí aceptado como real, de un hecho maravilloso, sino en el tratamiento irónico, indudablemente original» (246).

En efecto, Zorrilla hace aquí del predicador un personaje cómico, al que pinta esmerándose en escribir un sermón fúnebre que le cuesta «dentelladas de uñas unas cuantas, / y algún que otro refregón de pelos». De improviso, el buen fraile queda aterrorizado por el estruendo que acompaña a la estremecedora aparición de los demonios, y que el poeta, divertido por el terror de su crédulo personaje, califica de «serenata no prevista».

El metro de «Al lector, el autor» son cuartetas; la «Introducción» de Hartzenbusch (que me ha parecido indispensable incluir en esta edición), octavas; I, romance á-e; II, octavillas; y, III, silva. Reaparecen aquí el tema de cuán mudables son la felicidad y la fortuna, y la denuncia de la impiedad de los tiempos presentes. Tanto en esta leyenda como en el drama y en otras ocasiones, Zorrilla no oculta su antipatía por Felipe II, a quien pinta como un ser frío, calculador y sin escrúpulos, pero, a la vez, se las ingenia para dejar a salvo la institución monárquica, uno de los pilares de aquella España que le era tan cara, aunque aquí abraza la causa de los Comuneros pues representaban las libertades patrias.




«El montero de Espinosa. Leyenda histórica»

Apareció en Vigilias de estío, en 1842, junto con «El talismán» y «Dos hombres generosos», que completaban el volumen, y en la edición de París de 1852. Se podría considerar como una segunda parte de «Historia de un español y dos francesas», ya que la condesa doña Blanca, como advierte Zorrilla en los primeros versos («Lector, si haces memoria...»), es la misma bella francesa con la que contrajo segundas nupcias el conde de Castilla Garci Fernández. Como en otras ocasiones, Zorrilla llevó el mismo tema al teatro, en el mismo año, con el nombre de Sancho García.

Esta leyenda es anterior a la «Composición trágica en tres actos» y su asunto procede de David perseguido. Ambos textos recrean la historia referida en la segunda mitad de la leyenda épica del ciclo de los condes de Castilla de la condesa traidora incluida en la Crónica najerense (NAC, 294). Zorrilla sigue la tradición según la cual el conde castellano Sancho García, al descubrir la traición de su madre, la mata haciéndola beber un veneno. En el drama, la condesa está llena de contradicciones y de dudas y su hijo, compadecido de ella, tan sólo le da un somnífero y la encierra en un convento. Son obras próvidas en amores y situaciones equívocas, y en ellas destacan el tema de la fidelidad castellana y una xenofobia de la que son objeto franceses y moros.

Al argumento principal se añade el secundario de los amores de la condesa con el moro Muza, traidor de melodrama, quien hace alarde de unos sentimientos amorosos tras los que se ocultan sus fines políticos y usa un florido lenguaje convencionalmente oriental para manipular a la apasionada doña Blanca. Es obra de enredo y misterio, y Montero y Estrella tienen el papel tradicional de criados-confidentes. Abundan los diálogos teatrales y la versificación comprende silvas, cuartetas, romance en ú-a, romance en é-a, silva, quintillas, romance en é-a, silvas y cuartetos.




«La azucena silvestre. Leyenda religiosa del siglo IX»

Publicada en Madrid en 1845, fue reimpresa en París por Baudry en 1852 y en el volumen de Obras Completas de Barcelona en 1884. En esta última va acompañada de una extensa nota en la que, después de alabar el paisaje de Montserrat y referir la leyenda de la fundación del monasterio, lamenta el descreimiento e indiferencia de los tiempos modernos y la pérdida de la fe de nuestros mayores (1884, 337). Zorrilla dedicó esta leyenda al duque de Rivas, quien le correspondió con otra titulada «La azucena milagrosa».

En la nota señala Zorrilla, como era habitual en él, los defectos de su obra:

Falta [...] color local, y sus personajes legendarios no conservan en ella como debían sus caracteres históricos. La montaña de Montserrate me era desconocida cuando la escribí, y como siempre, tan atrevido como ignorante me metí a oscuras y a la carrera por la poética montaña, sin pararme a mirar más que la gruta de Juan Garín, como me lo había hecho concebir la ruda y cándida devoción del libro en que tal tradición hallé consignada.


(1884, 337)                


Para Alonso Cortés, esta leyenda «exhala un hálito intenso de serena devoción» y es una de las más sentidas de Zorrilla, quien tuvo el acierto de incorporar el poético detalle de la azucena. A su juicio, no conoció El Monserrate de Cristóbal de Virués32 y se basó principalmente en Electo y Desiderio de fray Jaime Barón. En cambio, Navas Ruiz considera que el poema de Virués fue la fuente de Zorrilla (1995a, 101).

El relato está dividido en dos partes, cada una con cuatro capítulos que llevan títulos como los de una novela, y con buena muestra de estructuras dialogadas. La versificación es muy variada y está distribuida de este modo: capítulo I: octavas reales, una octavilla, octavas endecasilábicas; II: octavas, romance é-a, romance ó-a, romance í-e; III: romance heroico, octavillas; IV: escalas crecientes y decrecientes de versos de 14, 12, 11, 10, 8, 7, 6, 4, 3, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 12 y 14 sílabas; V: octavillas heptasilábicas, octavillas; VI: silva; VII: romance -ó, romance é-a, y VIII: octavas, silva. No fue ésta la única ocasión en la que Zorrilla se dejó llevar de la manía de «los alardes de versificación» propia de aquellos tiempos pues en el capítulo I de «Un testigo de bronce», una leyenda contemporánea, escribió unas escalas semejantes, de las que se arrepintió luego. Los versos 417-24 se repiten luego en 1145-1152.

Tanto en esta leyenda como en otras suyas, hay bellas descripciones del paisaje llenas de lirismo. Tampoco están ausentes aquí las intervenciones del autor, que en ocasiones llegan a tomar carácter de extensísimas digresiones como el capítulo IV, que lleva el título «Donde verá el lector un capricho que tuvo el autor de escribir la presente leyenda». En él ensalza la omnipotencia divina y predominan los temas de la veleidad de la fortuna («¡Mas cuán falsas ¡ay Dios!, y cuán livianas / las cosas son de la mudable tierra!») y la evocación nostálgica de un pasado idealizado («Edad por dos pasiones / regida y dominada, / guiada por dos astros: / la gloria y el amor») que contrasta con un presente racionalista y sin fe.




«El cantar del romero. Leyenda»

Se publicó en Barcelona (Administración de Crédito Industrial, 1886) y consta de una «Introducción» escrita en Vidiago el 23 de septiembre de 1882, y tres partes, concluidas en el mismo lugar el 20 de noviembre del mismo año. Según Zorrilla, sus fuentes de inspiración serían «la voz de una muchacha [que] me la hizo concebir al son de su pandero» (1943, 289) y la vista de un «embudo / de piedra en que la mar boca le cava» y que allí llaman un bufón, «porque bufa, en verdad, y estruendo mete / que da pavura y amenaza estrago» (296).

La canción de esta muchacha (I y II, 298-299) está escrita en cuatro estrofas con estribillo y posiblemente Zorrilla utilizó la versificación y algunos motivos de carácter popular para componerla. La acción tiene lugar en época más moderna que la del resto de sus leyendas pues trata de


una mujer que vivía
no ha cien años todavía,
donde estoy viviendo ahora.


(297),                


es decir, a finales del siglo XVIII. La historia de estos amores dura algo más de seis años, desde la marcha de Fermín, cuando Marifina tenía quince, hasta el día en que padre e hija supieron que Fermín estaba casado hacía dos años.

La leyenda tiene elementos en común con otras anteriores como los del amado que marcha a hacer fortuna y promete volver, la promesa formal con intercambio de prendas ante una imagen sagrada, la espera en vano, las señales premonitorias, la promesa rota, y la vuelta de la enamorada del otro mundo.

Para Russell P. Sebold «El cantar del romero» difiere de las demás leyendas de Zorrilla en que depende más bien de cambios producidos en la naturaleza o realidad material que de alteraciones obradas en la religión o realidad espiritual y en que su carácter fantástico se debería a la influencia tardía de escritores como Bécquer, Avellaneda, Alarcón y quizá Poe (1995, 205-207).

Fermín, que no tiene más anhelos que el amor de Marifina, se ve forzado a marchar a América «sollozando», pero la lejanía y la influencia de su tío, un hombre de negocios de carácter dominante, le cambian en un ser


calculador,
frío, práctico, hecho en todo
a ver la especulación.


(1943, 329)                


Al igual que tantos otros, Fermín olvida sus promesas pero Zorrilla le excusa, como hizo antes con don Félix en «La Pasionaria», y justifica su comportamiento por la fuerza de las circunstancias. En el pasado, la aparición de un difunto para exigir el cumplimiento de una promesa habría dado lugar a un final edificante en el que los espantados protagonistas se habrían retirado a un convento. Pero los tiempos son otros, Fermín es un próspero comerciante que vuelve «gordo y crecido, / patilludo y bien plantado» y, a pesar de la profunda conmoción que le causan el escuchar repetidamente la canción del romero y la aparición del fantasma de su amada, regresa a América para continuar su vida. Aquí no ha habido ni malvados ni traidores sino unos jóvenes idealistas víctimas de las circunstancias y, contrariamente a otras leyendas de este género, en ésta no hay ejemplaridad ni moraleja.

Como la protagonista de «La Pasionaria», Marifina vive tan sólo para amar y es otro de esos personajes obsesionados por una idea fija a la que sacrifican la felicidad y la vida: «Muerta te espero; / tú nuestras almas desligaste y muero». A los veinte años era bellísima, la mujer ideal romántica, hiperbólicamente descrita por el poeta como


[...] mujer fantástica [...]
con su apostura de sílfide
pensativa y melancólica,
con su acento de sirena,
sus grandes ojos de corza,
su andar gracioso de antílope,
y su tristeza de tórtola,
[...] ondina [...]
[...] ángel [...].


Mujer fatal a su pesar pues es incapaz de amar a los demás hombres y quienes se enamoran de ella acaban metiéndose frailes o colgándose de una viga.

Clarín gustó mucho de esta leyenda en la que su autor

acertó a cantar toda la poesía que flotaba en aquellas brumas [...] todavía puede [...] describir con todos los primores de su locución poética, sin rival en el mundo por la facilidad, docilidad y afluencia, un maravilloso paisaje de la costa asturiana y narrar una dulcísima leyenda del país de Llanes.


(«El cantar del romero», Nueva campaña [1885-86]. Cit. por Navas Ruiz, 1995a, 165)                


Para Alonso Cortés, el mayor encanto de esta leyenda era su sabor popular (NAC, 854) y José María de Cossío la consideraba como «el canto del cisne del gran poeta legendario» (1960).

La leyenda concluye con un prodigio sobrenatural que en otros tiempos habría tenido carácter de milagro y que ahora es discutido y considerado por quienes lo vivieron, el médico, el cura y el escribano, como una alucinación. Destaca el protagonismo del bufón en esta historia amorosa; es testigo evocador de un pasado feliz y, a la vez, de un temeroso misterio, y Zorrilla parece sugerir allí el suicidio de Marifina:


¡Ay! ¿Y qué es de ella? ¡Quién sabe!
La ondina que se halló sola
en la tierra, hija del agua,
tal vez se volvió a las ondas.


(1943, II, 324)                


Marifina se comporta como aquellos difuntos errantes de las leyendas tradicionales que se aparecían a los vivos y no hallaban la paz hasta haber recibido cristiana sepultura o habérseles cumplido una promesa. Al igual que las protagonistas de «La Pasionaria» o de «La azucena silvestre», ésta puede adquirir la apariencia de un ser vivo o de volver a la vida hasta cumplir su misión y lo que abraza Fermín y ven sus amigos parece un ser vivo y no un fantasma. La desaparición del pretendido cadáver y la presencia del relicario dan ambigüedad a una situación aceptada en principio como una alucinación. El narrador omnisciente finge desconocer la verdad y concluye preguntándose:


¿Era verdad la tradición? ¡Quién sabe!
Eso dice el recuerdo legendario,
y de Dios en los juicios todo cabe.


Finalmente, se podría considerar «El cantar del romero» como una leyenda característica entre las tardías de Zorrilla en la que alternan los pasajes líricos con bellas descripciones del paisaje asturiano y con digresiones, aunque habría ganado mucho con la supresión de numerosos versos innecesarios e inermes. Es una composición polimétrica en la que alteran los versos de catorce sílabas con metro de romance, los romances octosilábicos y los heroicos, cuartetas y quintillas y, en varias ocasiones, el autor se sirve de la técnica teatral del diálogo.

Va precedida de un prólogo en prosa, fechado el 30 de mayo de 1883 y, como en otros escritos suyos de aquellos años, Zorrilla viejo, desilusionado y pobre, casi olvidado por una España con cuyos valores ya no se identificaba, manifestaba en él su repulsión por el ambiente de un Madrid populachero y aflamencado, imagen fiel de una España amoral e irresponsable. Fue a refugiarse por una temporada en Vidiago, una aldea del campo asturiano que describe como una Arcadia pacífica, bellísima y fértil, y en casa de Manuel Madrid. Era éste un próspero hombre de negocios, con quien había intimado a poco de llegar a México, y de quien escribió en sus Recuerdos del tiempo viejo que era

uno de los hombres que mejor idea me han hecho formar de la humanidad, y es a quien debo mejores consejos y más valiosos servicios, por más que yo no haya sabido o querido aprovecharme de ellos [...] Hombre de tanto corazón como perspicacia y mundo.


(1943, II, 1901)                


Para él había escrito su leyenda, sin propósito de publicarla pero al pasar por Torrelavega, escribe Zorrilla, don Genaro Perogordo, otro amigo de los tiempos de México, se ofreció a imprimirla33, y ya en Santander, don José María de Pereda, «escritor notabilísimo, a quien puede llamarse el Walter Scott de la Montaña, [...] se empeñó en que la diera a luz, para hacerme la honra de pedirme su manuscrito».

Establecidos ya el realismo y el naturalismo en la literatura, esta leyenda tiene unos personajes, con excepción de Marifina, unas situaciones y un escenario propios de las novelas regionalistas de Pereda o de Palacio Valdés. En esta ocasión, la región comprendía desde la villa de Llanes y los pueblecitos cercanos de Andrín, Puertas y Vidiago hasta San Vicente de la Barquera, ya en Cantabria, que es tradicionalmente tierra de indianos. Informado sin duda por sus amigos, el poeta discute aquí temas en candelero por aquellos días en el norte de España como eran el del cultivo del maíz, el del incipiente turismo y muy especialmente, el tan debatido de la emigración. Al igual que Pereda y otros escritores del septentrión, Zorrilla atribuye el empobrecimiento y la despoblación del norte de España a la manía de emigrar aunque, paradójicamente, hace protagonista de su leyenda a un indiano que prospera en México sin esfuerzo y vuelve rico. Los personajes tienen apellidos asturianos (Noriega, Mijares), las costumbres de los bailes al aire libre en la bolera al son de las castañuelas y el pandero son propias del país, así como el uso de palabras de uso local en estos lugares, como «escullar», «espetarse», «pomares», «jato» y «chirrión».

No hay duda de que con este prólogo quiso el poeta recordar sus antiguas deudas de amistad con aquellos indianos asturianos y montañeses -Manuel Madrid, los hermanos Bustamente, Genaro Perogordo- de los tiempos de México y de Cuba y cimentar la recién adquirida de Pereda. Hay también referencias elogiosas a glorias nacionales oriundas de aquellas tierras como el político de Llanes José Posada Herrera (1815-1885) y el «opulento regenerador» montañés Antonio López (1817-1883), primer marqués de Comillas. Y el poeta concluye con que se daría por satisfecho si la leyenda

llegara a hacerse popular en Asturias, y si por su lectura pudiera corregirse su gente de la manía de la emigración a América, y mi amigo de Vidiago no olvidarme y Pereda encontrar mi leyenda impresa tan de su gusto como le pareció en la rápida lectura de mi manuscrito... Mayo, 30-8334.


(1943, II, 289)                










 
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