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Introducción a la poesía de fray Luis de León




Biografía de un intelectual renacentista

Una imagen simplificadora y tópica sitúa a fray Luis de León enclaustrado en su cátedra de la Universidad salmantina, en medio de un círculo de afamados intelectuales dedicados al estudio y a la enseñanza: teólogos, filólogos, escritores, juristas... Nada más lejos de la realidad que esta imagen estática y placentera. Por el contrario, la vida de fray Luis de León, que se prolonga durante sesenta y cuatro años desde su nacimiento en Belmonte (Cuenca), en 1527, hasta su muerte en Madrigal de las Altas Torres (Ávila), en 1591, está llena de sucesos, viajes y desplazamientos. Hay etapas de calma junto a otras de actividad incesante, y la dualidad se extiende a distintos aspectos de una personalidad que todavía hoy conserva perfiles enigmáticos. Orgulloso -y con razón- de sus obras teológicas, no dedica fray Luis menos atención -y sí acaso mayor protección- a otra vertiente creadora de carácter más profano, reflejada en sus traducciones de Virgilio o en el manojo de poemas originales que contienen algunas de las cimas de la poesía renacentista. Amante del sosiego horaciano y, a la vez, ardoroso polemista, fray Luis de León es un espíritu contradictorio y complejo, y el conjunto de su obra constituye una buena prueba de ello.

La infancia en Belmonte incluye breves viajes a Madrid y Valladolid, pero en 1542, a raíz del nombramiento de su padre como oidor de la Cancillería de Granada, la familia decide que el adolescente Luis curse estudios en Salamanca. Ya instalado en esta ciudad, ingresa como novicio (1543) en el convento de agustinos, donde profesará al año siguiente. Pronto se licencia en teología, y enseña durante un curso en el convento de Soria. De allí pasa a la Universidad de Alcalá, donde estudia hebreo con Cipriano de la Huerga. Este hecho es decisivo, porque condiciona la actitud filológica de fray Luis y su posterior defensa de la interpretación de los textos hebreos de la Biblia, frente a la difundida versión latina de la Vulgata, todo lo cual no podía sino suscitar recelos y enconos que, en ocasiones, se manifestaron con gran virulencia. En 1560 concursa a la cátedra de Biblia de la Universidad salmantina, que finalmente obtiene el maestro Gaspar de Grajal. Por entonces fray Luis ha conocido ya al gran Arias Montano y ha sido discípulo de maestros como Melchor Cano, Domingo de Soto y Francisco de Vitoria, figuras descollantes en la etapa áurea de la Universidad. Esta sólida formación humanística, que incluye teología, retórica y un profundo conocimiento de las lenguas clásicas, no es incompatible con la atención a los modelos literarios en lengua vulgar -especialmente poesía italiana y castellana-, estudiados como ejemplos en que cristalizan los recursos y las posibilidades expresivas de un idioma. Así, escribir sonetos de corte petrarquista -como el propio fray Luis hace- constituye un ejercicio para domeñar la lengua y adiestrarse en su manejo, actitud explicable en quien se esfuerza por traducir al castellano, sin merma alguna del sentido, el Cantar de los Cantares. Y así hay que interpretar parte de la actividad literaria de fray Luis. Algunas de sus composiciones originales, así como las versiones e imitaciones de poetas profanos -Píndaro, Virgilio, Horacio, Bembo, etc.-, no son más que ejercicios de adiestramiento para explorar las posibilidades de una lengua a la que, en último término, será preciso verter con la máxima pureza los libros sagrados. La actitud de fray Luis no es ya la de San Jerónimo, y el latín ha perdido su carácter de lengua universal. A la zaga de los primeros humanistas italianos, los intelectuales renacentistas pugnan por demostrar que las lenguas vulgares -o nacionales- han alcanzado un grado de perfección semejante al de las lenguas clásicas.

Tras el fracaso en el primer concurso, fray Luis, obtiene la cátedra de Santo Tomás (1561). Viaja a Valladolid y a Granada; mantiene controversias y pugnas con el maestro León de Castro y con fray Bartolomé de Medina. La polémica con Castro, iniciada por motivos fútiles, se hará más enconada con los años, sobre todo a partir de 1567, cuando fray Luis, en su curso académico sobre el De fide, desarrolle insistentemente la idea de que la exégesis bíblica debe realizarse sobre los textos originales. En 1570, un viaje de fray Luis a Madrid -comisionado para gestionar un aumento económico en la asignación de las cátedras peor dotadas- y otro a Córdoba lo mantuvieron alejado durante unos meses de la Universidad, que poco después suspendió temporalmente sus actividades a consecuencia de una epidemia de viruela. Todo esto impidió tal vez que el apasionado agustino se percatase de la gravedad de la corriente suscitada contra él ante las autoridades inquisitoriales y que agrupó a teólogos de corte tradicional, tal vez movidos por su buena fe, junto a contumaces adversarios como León de Castro, el maestro Medina y no pocos dominicos y Jerónimos espoleados por oscuros rencores. Formuladas las acusaciones, fray Luis ingresó en la cárcel de Valladolid a finales de enero de 1572. Allí, en una confesión dirigida a sus jueces y firmada el 6 de marzo, el agustino proclama su ortodoxia e invita a que se examinen sus proposiciones, con las siguientes advertencias:

Y me sujeto y me sujetaré en todo lo susodicho al parecer y juicio de cualquier hombre docto y desapasionado. Solamente suplico a vuestra merced que si para el examen, ansí de la sobredicha cuestión y proposiciones como de otra cualquier cosa mía, vuestra merced consultare algunos teólogos, no sean frailes de la orden de Santo Domingo, porque, por razón de las competencias y pretendencias que yo y este mi monasterio habemos tenido y tenemos con ellos, no estarán tan desapasionados como conviene para juzgar; ni menos sean frailes de la orden de San Jerónimo, porque, por haber yo sido parte los años pasados que en esta Universidad no hubiere un partido que pretendía fray Héctor Pinto, fraile de su orden, y por haberle sido contrario en una cátedra que pretendió y perdió aquí, están sentidos de mí y no me son amigos, y han dado muestra dello. Ni menos con el maestro León de Castro, porque en ciertas juntas que habemos tenido sobre un libro suyo que, a mi parecer, enflaquecía mucho la autoridad de la edición Vulgata, venimos una vez a palabras muy ásperas, y de allí quedó no amigo conmigo; ni menos con el maestro Rodríguez, porque ha sido mi competidor en dos cátedras [...] a que me he opuesto, y el estudio siempre me ha antepuesto a él en las dichas oposiciones; y por esta causa ha dado muestras de no estar bien conmigo ni con mi monasterio.



La confesión continúa con diversas protestas de inocencia y, una vez concluida y firmada, todavía añade fray Luis una significativa posdata:

Demás desto, tengo por apasionado contra mí al doctor Muñoz, colegial del Colegio Viejo, porque públicamente le fui contrario en una oposición que hizo con el maestro Ojeda, colegial del Colegio de Cuenca. Y so cargo del juramento hecho, digo que le señalo por este respecto de pasión, y no por otro alguno.



Es evidente que fray Luis temía que los vientos sembrados por su inflexible carácter pudieran traer fuertes tempestades. El escrito de acusación presentado por Diego de Haedo, en su calidad de fiscal del Santo Oficio, resultaba extremadamente duro. Tras recordar que el agustino era «descendiente de generación de judíos», la acusación comenzaba por sentar que fray Luis «ha dicho y afirmado que la edición Vulgata tiene muchas falsedades y que se puede hacer otra mejor». Más inquietantes eran otras inculpaciones, según las cuales el acusado defendía públicamente que «aunque fuese verdadero el sentido y declaración de los evangelistas, también podía ser verdadera la interpretación de los judíos y rabinos, aunque fuese el sentido diferente, afirmando que se podían traer explicaciones de Escritura nuevas; de lo cual dio grande escándalo». Incriminaciones como la de haber sostenido que en el Antiguo Testamento «no había promisión de vida eterna», o que los intérpretes de la versión griega de los Setenta «tradujeron mal el hebreo», no favorecían la causa del acusado, a pesar de sus memorables escritos de descargo. El hecho es que el proceso se dilató y fray Luis no logró abandonar la cárcel de Valladolid hasta el 11 de diciembre de 1576, tras ser absuelto de todos los cargos. Habían sido cuatro años y medio de prisión, después de los cuales el agustino se reincorporó a la cátedra salmantina, ya con la salud muy quebrantada. Su dedicación a la Universidad es ahora menor. Disfruta de varios permisos para residir temporalmente en Madrid y Valladolid, obtiene el grado de maestro en Artes (1578), publica la Explanatio o comentario latino al Cantar de los Cantares (1580). Pero no se aparta por completo de litigios y controversias, que le valen amonestaciones, como las del P. Villavicencio y el cardenal Quiroga, así como una acusación de pelagianismo por parte de los dominicos. Publica De los Nombres de Cristo (1583), una de las más admirables muestras de la prosa renacentista española, y, en el mismo año, La perfecta casada. En 1588 aparece la primera edición de las Obras de Santa Teresa, cuya preparación había encomendado a fray Luis el Consejo Real. Durante todo este tiempo fray Luis se dedica a promover la reforma de la orden agustina, y no es arriesgado suponer que el descubrimiento de los escritos de Santa Teresa constituyó un estímulo en su quehacer. Desvanecidos los antiguos recelos, la orden de San Agustín cuenta con él para los asuntos más delicados y le confiere las más altas dignidades: vicario general de Castilla y, poco después (14 de agosto de 1591), provincial. La muerte le sorprendió once días más tarde, en una visita a Madrigal de las Altas Torres. Sus restos fueron llevados al convento de San Agustín de Salamanca, destruido en el siglo XIX.




La poesía de fray Luis de León

Como muchos poetas de los siglos XVI y XVII, fray Luis de León murió sin haber publicado sus poesías -muchas de las cuales debieron de circular, sin embargo, en copias manuscritas-, de modo que la obra lírica del agustino no fue coleccionada y editada hasta 1631, gracias a las diligencias de Quevedo, que el mismo año imprimió también la poesía de Francisco de la Torre, desaparecido igualmente sin dar a luz su producción. Los cuarenta años transcurridos entre la muerte de fray Luis y la publicación de su obra poética han creado problemas textuales de difícil solución. Además de la edición de Quevedo, una docena de códices manuscritos, algunos de ellos de finales del siglo XVI -y muy cercanos, por tanto, a los últimos años del autor-, ofrecen textos no coincidentes, con numerosas variantes que pueden recoger interpolaciones ajenas o estados de redacción diferentes del propio autor. Por añadidura, algunos manuscritos incorporan poemas que no figuran en otros y cuya atribución a fray Luis es dudosa. Ni siquiera ciertos textos editados por Quevedo aparecen enteramente libres de sospecha. Así, todas las ediciones modernas, desde la del padre Merino (1814-1816) hasta las de Llobera (1932), Félix García (1943), Macrì (1950) y A. C. Vega (1955), acusan esta inseguridad y, junto a poemas inequívocamente luisianos, incluyen otros cuya autoría resulta más que dudosa. En esta cuestión, toda cautela es poca. Dada la peculiar forma de transmisión de los textos poéticos a finales del siglo XVI, muchos aficionados coleccionan copias de textos que se difunden entre círculos de amigos, a veces sin nombre de autor o con una atribución errónea, que alguien ha establecido de buena fe cuando ha creído advertir en el texto características propias de un determinado poeta. Y la transmisión anónima o -lo que es aún peor- las atribuciones falsas llegan hasta nuestros días. Un ejemplo bastará, entre muchos. En 1917, Menéndez Pidal estudió un cartapacio de poesías manuscritas, formado en Toro hacia 1585, en el que había dos sonetos a nombre de fray Luis de León. A Menéndez Pidal le pareció «aceptable» la atribución, y los publicó. Pero es evidente que tales sonetos -y sobre todo el primero- no pueden, por su desmaña y su imprecisión, ahijarse al gran poeta agustino, y, en efecto, las ediciones más modernas no los recogen. No obstante, el recopilador del cartapacio -sin duda un aficionado a la poesía, coetáneo de fray Luis- creyó de buena fe que los textos eran del maestro. Si esto sucedía en la época del poeta y en un lugar cercano a Salamanca, no es difícil comprender las perplejidades y las dudas, a veces insalvables, de cualquier estudioso de nuestros días.

Estas circunstancias pueden tal vez explicar por qué fray Luis se dedicó en los últimos años de su vida a reunir una selección de su obra poética, a la que antepuso una dedicatoria a don Pedro Portocarrero. Nunca llegó a publicarse esta recopilación, ni acaso era éste el propósito del autor, que deseaba quizás únicamente disponer de un corpus revisado a partir del cual se pudieran realizar copias destinadas a un círculo restringido de amigos, exentas de interpolaciones y errores. El planteamiento de la dedicatoria, con el juego de un fingido anonimato que debía ser transparente para las personas cercanas, induce a pensar más en la preparación de un códice arquetípico para uso privado que en la disposición de un original destinado a la imprenta. Sea como fuere, la cautelosa dedicatoria ha suscitado la atención de todos los comentaristas, desde Coster hasta Dámaso Alonso, que ha visto en el texto un caso de desdoblamiento de la personalidad. Y así es, en efecto, si descargamos la fórmula de connotaciones dramáticas y aun psicológicas. Un yo anónimo rescata como suyas unas «obrecillas», fruto de su mocedad, que han corrido atribuidas a «una persona religiosa» que finalmente, acosada por «la malicia y envidia de algunos hombres», pidió al autor «que, si no me era pesado, le librase yo también de esta carga». El autor finge acceder a la petición: «Y recogiendo a este mi hijo perdido, y apartándole de mil malas compañías que se le habían juntado, y enmendándole de otros malos siniestros que había cobrado con el andar vagueando, le vuelvo a mi casa y recibo por mío». Apartar de «malas compañías» o poemas ajenos la propia obra y enmendar sus «malos siniestros» o deturpaciones y alteraciones, suponía establecer un texto fidedigno, pero también revelaba que había existido una amplia circulación de copias manuscritas. Esto continuó sucediendo durante muchos años. Si Cervantes elogia a fray Luis, entre otros poetas, en La Galatea, publicada en 1584, Lope alaba inequívocamente la poesía del agustino en El laurel de Apolo, compuesto en 1629 y publicado en 1630, esto es, antes de que apareciese la edición de la obra poética de fray Luis realizada por Quevedo. Son hechos que acreditan la enorme difusión de los poemas luisianos -naturalmente en copias manuscritas- entre escritores, poetas y aficionados a la poesía. Los códices que se han conservado constituyen, sin duda, tan sólo una pequeñísima muestra de los centenares de folios que debieron de correr con obras de fray Luis, auténticas o atribuidas. Los miles de estudiantes que pasaron por las aulas salmantinas a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI para dispersarse luego por otras tierras, fueron, con toda seguridad, los principales agentes de propagación de los textos. No sería exacto, por consiguiente, reducir la irradiación y el influjo de la poesía de fray Luis a los círculos cultos de Salamanca agrupados en torno a la Universidad.

En la dedicatoria a don Pedro Portocarrero se encargó fray Luis, bajo la capa del anónimo poeta que recopila sus «obrecillas» juveniles, de establecer una división entre ellas. «Son tres partes las de este libro. En la una van las cosas que yo compuse mías. En las dos postreras, las que traduje de otras lenguas, de autores así profanos como sagrados. Lo profano va en la segunda parte y lo sagrado, que son algunos Salmos y capítulos de Job, van en la tercera». Luego, el autor pondera las dificultades de la traducción, y se muestra convencido de que «nuestra lengua recibe bien todo lo que se le encomienda», porque «no es dura ni pobre, como algunos dicen, sino de cera y abundante para los que la saben tratar». Se advierte con claridad el carácter experimental y, a la vez, probatorio que tienen para fray Luis sus traducciones. En cuanto a «las cosas que yo compuse mías» -es decir, los poemas originales-, no corresponden todas a una etapa juvenil, como afirma la dedicatoria, e incluso las más tempranas han sufrido abundantes retoques, cuya huella puede aún rastrearse en los códices conservados. Aunque la disposición de los textos no parece obedecer a un orden cronológico de composición, es evidente que unos cuantos han sido escritos después de la experiencia de la cárcel, en la etapa de mayor fuerza creadora del poeta. No es arriesgado conjeturar que hubo muchos más poemas que fray Luis desechó en su compilación, acaso por su carácter de meras tentativas, de ejercicios de adiestramiento. Y, ya que no sabremos nunca qué rechazó el autor, sí tenemos una idea bastante aproximada de lo que quiso conservar.

Los comentaristas han intentado, en repetidas ocasiones, clasificar la obra de fray Luis buscando agrupaciones temáticas o analogías de algún tipo. Ya Menéndez Pelayo trató de distinguir entre imitaciones directas de Horacio e imitaciones libres. Al primer bloque correspondían, por ejemplo, odas como «Profecía del Tajo» o «Canción de la vida solitaria», mientras que en el segundo se incluían la famosísima «Noche serena» o la oda a Salinas. Esto suponía atribuir implícitamente mayor calidad estética a las composiciones menos directamente relacionables con un modelo. Pero ya Vossler advirtió acerca de los peligros de este enfoque, porque incluso las imitaciones más perceptibles desembocan en realizaciones radicalmente distintas de sus dechados. A propósito de la «Canción de la vida solitaria», que comienza como una patente imitación del Beatus illle horaciano, comentaba Vossler: «No hay duda de que en esta famosísima poesía hay reminiscencias y motivos de Horacio, Virgilio, Lucrecio, de la Segunda Égloga de Garcilaso de la Vega y de los idilios epicúreos y pastorales de la antigüedad y del humanismo. Pero mientras nos preocupemos de escuchar en ella lo que hay de fuentes literarias y sus acordes, nada oiremos del tono fundamental que brota de la originalidad y profundidad del conjunto [...] Del Beatus ille queda únicamente en el poema la apariencia externa». Por su parte, Oreste Macrì, con un criterio muy diferente, sitúa las odas luisianas por su relación con la experiencia de la cárcel sufrida por el autor, y establece tres grupos de composiciones: las escritas antes del proceso, las que fray Luis escribió probablemente durante su encierro y las que reflejan su estado de ánimo tras la sentencia absolutoria. Esta orientación es más segura, aunque no se halla exenta de riesgos. Parece indudable que fray Luis retocó sin cesar sus poemas -ya apuntaba Coster en 1919 su convicción de que el poeta jamás consideró que hubiera llegado a dar con una versión definitiva-, de modo que algunos textos escritos antes del proceso pudieron ser reelaborados después de 1576 e incluir alusiones a la nueva situación. El lector actual se enfrenta a un manojo de poemas segregados de una producción sin duda más amplia; es una antología preparada por el autor, no un cancionero donde, a la manera petrarquista, el sujeto lírico va anotando su evolución personal.

Como ilustración de todo esto puede servir el caso de la conocidísima oda «¡Qué- descansada vida...!». Basándose en algunos datos del texto, estudiosos como Coster y Bell situaban su redacción hacia los años 1556-1557, y creían ver en el motivo central de la composición una alusión al retiro de Carlos V al monasterio de Yuste. Por razones distintas, también Menéndez Pelayo consideraba la oda como producto juvenil del poeta. Onís estableció la existencia de dos redacciones -la segunda, ampliada-, y Llobera conjeturaba que ambas son posteriores a la salida de la cárcel. En la misma línea, Entwistle había advertido en la oda la característica actitud de quien, ya libre, vuelve al antiguo entorno de su paisaje preferido. Más recientemente, y con mayor acopio de razones textuales, Macrì se inclina por datar la obra en una etapa anterior a la experiencia de la prisión inquisitorial. La simple enumeración de estas discrepancias es suficiente para dar una idea de las dificultades que plantea cualquier intento de datación del corpus poético luisiano.

Sí es más viable, sin embargo -e importa más-, la determinación de los principales caracteres temáticos y formales que singularizan la obra de fray Luis. Ya Vossler sugirió la existencia de un tema vertebrador, resuelto en modalidades distintas. Para el gran filólogo alemán, el «sentimiento fundamental» presente en la lírica del agustino es «la nostalgia de la vida eterna», que adquiere tonalidades más oscuras cuando «el reino de la luz eterna aparece en oposición y contraste con la miseria terrena, la lucha y el mundo real», de modo que, a veces, «el motivo de la nostalgia de la eternidad se convierte por sí solo en nostalgia de la soledad». Ahondando en esta caracterización, Dámaso Alonso ve la poesía de fray Luis como la expresión de un ansia de misticismo que no llega a realizarse plenamente -salvo quizás en ciertas estrofas de la oda «A Salinas»-, lo que impregna muchos poemas luisianos de la «desgarradora nostalgia del desterrado». La lírica de fray Luis -ha escrito Dámaso Alonso- «es un desgarrado anhelo de "unión"; pero no hay en ella nada que suponga "experiencia" mística». Lo que existe de aparente serenidad y armonía «es sólo como una lejana visión inalcanzable en la vida. Y el poeta vive en llanto, en desasosiego, entre remolinos de traición con el ansia ardiente del dolor y la pena». No son puntos de vista excluyentes los de ambos críticos, sino complementarios, y, en conjunto, sería difícil disentir de ellos. Claro está que en una obra poética, aun siendo breve, como la que se nos ha conservado de fray Luis, la enunciación del tema predominante no basta para dar razón de todas las modalidades expresivas en que se vierte, ni de los motivos literarios que genera, susceptibles de convertirse en metáforas de problemático desciframiento. A propósito de la oda «Oh ya seguro puerto» se preguntaba Vossler: «¿Qué es lo que debemos entender por "apartamiento", en esa atmósfera pura de las alturas, lejos de toda mentira y sensualidad? ¿Se trata de una paz terrena o supraterrena? ¿De un apartamiento filosófico o religioso? ¿O de una elevación epicúrea o cristiana por encima de la miseria de la existencia humana?». Esta perplejidad, esta indecisión del lector -incluso de un lector avezado- se debe al continuo uso de motivos que, aun existentes en la realidad, arrastran una dilatada tradición de empleos metafóricos. En la oda citada, el «seguro puerto», el «techo pajizo», la «sierra altísima» y otros elementos, como el mar embravecido que destruye a los navegantes, han sido utilizados con frecuencia, respectivamente, como imágenes de la felicidad o de la salvación, de las aspiraciones inalcanzadas, de la vida agitada. De ahí la difícil identificación del código que fray Luis utiliza en este caso concreto. Las divergencias entre los comentaristas a la hora de interpretar una oda tan conocida como la que comienza «¡Qué descansada vida...!» son muy significativas. Algunas expresiones de esta composición, que permanecen fijas y estereotipadas en la memoria de miles de lectores, distan mucho de ser inequívocas: el «mundanal ruido», la «escondida senda», los «pocos sabios que en el mundo han sido», el «huerto» y la «ladera» son todavía hoy objeto de controversia en cuanto se refiere a su interpretación. Casi todas las odas luisianas ofrecen pasajes enigmáticos cuya comprensión, además, condiciona la del poema entero. Por lo demás, las bases metafóricas de la expresión poética del autor son fácilmente rastreables y hunden sus raíces en los textos sagrados y en la prosa de algunas grandes figuras de la Patrística -San Agustín, San Juan Crisóstomo-, de amplia influencia en toda la literatura religiosa. La vida es una «navegación» por el «mar» del mundo, y el hombre un «navegante» que aspira a llegar a «puerto seguro», pero está amenazado de «naufragio», a consecuencia de las «olas», los «vientos» o las «tempestades». En la oda «¡Qué descansada vida...!», el sujeto lírico huye «de aqueste mar tempestuoso» cuando siente ya «roto casi el navío», es decir, cuando está a punto de hundirse en el «naufragio» del mundo. En la oda a Salinas, el alma «navega / por un mar de dulzura». En la que comienza «¿Y dejas, Pastor santo...?», los fieles que ven alejarse la figura de Cristo se sienten en un «mar turbado» y reflexionan afligidos: «Estando tú encubierto, / ¿qué norte guiará la nave al puerto?». Y en la oda dedicada a la fiesta de Todos los Santos es la Virgen «clarísimo lucero / en esta mar turbada».

Parecidas consideraciones habría que hacer a propósito de la imagen de la «cárcel». Si bien el poeta sufrió en propia carne los rigores de la prisión inquisitorial, casi nunca es ésta la «cárcel» que brota en los poemas. Una de las odas a Felipe Ruiz comienza así: «¿Cuando será que pueda / libre de esta prisión volar al cielo...?». La contraposición establecida en el endecasílabo revela que aquí no se trata de una cárcel real, sino de lo opuesto al cielo, es decir, del mundo terrenal, según un viejo tópico, presente ya en el Libro de Job y desarrollado en multitud de textos posteriores. Por otra parte, recogiendo una fórmula bíblica, la cárcel puede servir igualmente para designar el cuerpo, que es «cárcel» del alma. A menudo coexisten ambos valores metafóricos -así, en el ejemplo citado-, ya que la «prisión» es lo que impide al alma el vuelo místico, tanto si es la vida terrenal como el propio cuerpo que se mantiene vivo. Naturalmente, la imagen de la cárcel desarrolla otras contiguas y subsidiarias («cadenas», «cerraduras», «oscuridad»). De igual modo, la «cárcel oscura» se opone a la «luz» del cielo, símbolo de la salvación. Así, el cielo de «Noche serena» está «de innumerables luces adornado», y es «templo de claridad», o «clarísima luz pura / que jamás anochece». El entramado metafórico luisiano es de una ejemplar coherencia. Por lo que se refiere a la lengua, abundante en cultismos semánticos, es resultado de una exquisita vigilancia y de un cuidado nada común de la exactitud y la precisión; no resulta extraño si se recuerdan las afirmaciones estampadas por el autor en De los nombres de Cristo: «Pongo en las palabras concierto, y las escojo y les doy su lugar, porque [...] el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio, ansí en lo que se dice como en la manera como se dice, y negocio que, de las palabras que todos hablan, elige las que convienen, y mira el sonido dellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa y las mide y las compone».

En sus odas, fray Luis aclimata la lira, una estrofa de cinco versos ensayada una sola vez por Garcilaso -en su Ode ad florem Gnidi-, a imitación de Bernardo Tasso, empeñado en encontrar una estructura métrica distinta de la canción de corte petrarquista y más apta para reproducir el movimiento de las odas horacianas. Como ha escrito Dámaso Alonso, la lira «es una constante advertencia al refreno, una invitación a la poda de todo lo eliminable. La lira, con sus cinco versos, no permite los largos engarces sintácticos: la frase se hace enjuta, cenceña, y el verso tiende a concentrarse, a nutrirse, apretándose, de manera significativa». Pero, además, la lira, con su alternancia de heptasílabos y endecasílabos, ofrece infinitas posibilidades de adecuar la forma métrica a los contenidos, sobre todo en manos de fray Luis, uno de los poetas -junto con Herrera- más «técnicos» y reflexivos del Renacimiento. No es posible aquí desarrollar adecuadamente este aspecto, pero sí ofrecer un simplicísimo ejemplo. En la oda «¡Oh ya seguro puerto...!» evoca el poeta al náufrago afligido que lucha, «de flaca tabla asido, / contra un abismo inmenso embravecido». La fragilidad de la tabla y la inmensidad del mar se sitúan en dos versos de distinta longitud, por razones obvias. Esta distribución se combina con ciertos artificios fónicos. Frente al heptasílabo, con el golpeteo de sus sílabas libres, el endecasílabo acumula las sinalefas y las sílabas trabadas por articulaciones nasales; este hecho, unido a la mayor contextura fónica de los vocablos seleccionados, aumenta imaginativamente las dimensiones del endecasílabo y, en consecuencia, las del mar destructor y enorme que amenaza al indefenso náufrago. Con fray Luis nos hallamos ante una poesía extraordinariamente compleja, en la qué nada parece producto del azar y sí de un tenaz estudio, de una profunda labor de lima y retoque en busca de la perfección absoluta. No es ésta la menor de sus grandezas.




La llamada «escuela salmantina»

En el mundo universitario salmantino del último tercio del siglo XVI, fray Luis no es un caso aislado. A su alrededor hay un conjunto de amigos, profesores algunos, hermanos de religión otros, y un número considerable de discípulos con intereses y gustos afines, que constituyen el núcleo de lo que se ha dado en llamar, con muy escasa precisión, escuela poética salmantina. Figuran en este grupo, por su especial cercanía a fray Luis, humanistas insignes, como los extremeños Francisco Sánchez de las Brozas -el Brocense- y Benito Arias Montano; el portugués don Juan de Almeida, que llegó a ser rector de la Universidad; el teólogo Miguel Termón; discípulos como Jerónimo de los Cobos; agustinos como Malón de Chaide, Alonso de Mendoza o Basilio Ponce de León... Y un sinfín de individuos, hoy desconocidos, que han dejado constancia, en multitud de cartapacios manuscritos y códices, de sus tentativas poéticas. Todos ellos, como fray Luis, se ejercitaron en la traducción de los clásicos y de algunos poetas italianos; todos se intercambiaron sus producciones, entablaron amistosas pugnas para componer poemas y glosas con un tema fijo o un pie forzado; todos se acercaron, en suma, a la poesía -con mayor o menor fortuna- con ánimo de desarrollar un ejercicio intelectual, y a veces lúdico. Varios códices han conservado una anécdota que, auténtica o no, es muy significativa: don Juan de Almeida, el Brocense y Alonso de Espinosa se ponen de acuerdo para ensayar, cada uno por su cuenta, una traducción en verso de la oda horaciana «O navis referent». Concluidas las tres versiones, se las envían a fray Luis pidiendo su parecer. El agustino contesta con una nota en la que afirma: «El caso es que yo quiero ser marinero con tan buenos patrones, y no juez; porque me da el ánimo que estoy muy obligado al servicio de cada uno; y así, yo también envío mi nave, y tan malparada como cosa hecha en esta noche». Y, en efecto, fray Luis añade a las otras su propia versión de la oda (atribuida, por cierto, en otro manuscrito a Francisco de Figueroa). Sea o no cierto el hecho, lo importante es que ilumina una pequeña parcela de las actividades a que dedicaban su ocio aquellos humanistas. No eran tareas absolutamente ajenas a la enseñanza. Ya en los Estatutos de la Universidad de 1561 se indica que los profesores explicarán al poeta «que el Rector les señalare», de tal modo que los estudiantes «aprendan y ejerciten el modo de metrificar», naturalmente en latín.

De menor interés poético, pero igualmente reveladores de un ambiente que es preciso tener en cuenta, son los numerosísimos poemas conservados que proponen un acertijo, glosan una letrilla o se erigen sobre un pie forzado que roza el disparate. De las composiciones de esta naturaleza exhumadas en 1929 por el padre Alonso Getino, casi todas ellas coetáneas de fray Luis, puede recordarse alguna, a título de curiosidad. Así, la que propone escribir una estrofa sobre la Virgen cuyo verso final debe ser: «Que madre de Dios no fue». El resultado es el siguiente:



   Crió Dios la Virgen bella,
en este mundo sin par,
más hermosa que una estrella
para bajar a encarnar
en ella, siendo doncella.

   Y así no me espanto yo
que este verso se me dé,
pues que claramente sé
que hasta que a Cristo parió
que madre de Dios no fue.



La mayoría de estas composiciones se han conservado sin nombre de autor, como corresponde a simples juegos de ingenio ejercitados entre amigos, pero es en esta línea donde hay que situar un poemita escrito nada menos que por el Brocense, que se conserva entre los fondos manuscritos de la Universidad de Salamanca y cuyo artificio consiste en que los versos pueden leerse igualmente de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Lleva el título «Verte retro», y dice así:


¡A, dama! Yo soy amada.
Eso no soy yo; sonóse.
A dar ya yo voy airada.
Esotro no, conortóse.



Pero claro está que no todo son juegos lingüísticos o alardes de ingenio, y que estos autores, aunque fuese por la vía de la emulación y el entretenimiento, cultivaron también una línea teñida de profunda preocupación moral, o tantearon los motivos petrarquistas sin asomo alguno de ironía. El noble vuelo bíblico de Arias Montano -tanto en castellano como en latín-, algunas epístolas del Brocense, la versátil destreza de don Juan de Almeida, la suprema delicadeza de Francisco de la Torre proporcionan no pocos ejemplos de elevada poesía que muestran muy bien cuál fue el temple estético de aquella Arcadia salmantina presidida por la figura magna de fray Luis.

Vistas así las cosas, lo problemático es determinar qué rasgos comunes pueden permitir la agrupación de unos cuantos poetas en la llamada «escuela salmantina», y, naturalmente, señalar los nombres que la componen. En ambas tareas se tropieza con graves dificultades. El criterio que podría denominarse temático -imitación de modelos clásicos, cultivo de la oda al modo horaciano, preocupación moral, etc.- permitiría incluir a poetas que jamás tuvieron nada que ver con el círculo salmantino y realizaron su obra de manera independiente, como Francisco de Aldana. Por otra parte, el hervidero poético nacido a la sombra de la Universidad y de los conventos salmantinos no presenta facetas homogéneas. No sólo hay diferencias de calidad, sino una gran variedad de temas, motivos y técnicas: poemas religiosos y profanos, composiciones latinas y castellanas, imitaciones de Horacio y de Petrarca, versos satíricos, glosas, enigmas, emblemas y otras diversas modalidades del quehacer poético, forman un conglomerado nada unitario. A ello hay que añadir dificultades de distinta índole. Así, la pérdida de las obras poéticas del maestro Termón, que acaso anden mezcladas con otras en el vasto mar de composiciones anónimas constituido por códices y cartapacios manuscritos de la época; nuestro total desconocimiento de la personalidad de Francisco de la Torre, que sólo conjeturalmente puede adscribirse al círculo salmantino, así como de otros poetas de menor cuantía y de clara filiación luisiana que aparecen en distintas recopilaciones, no siempre con nombre de autor. Todo esto obliga a considerar con cautela las características de la «escuela salmantina» y, la inclusión en ella de ciertos autores, de los que en estas páginas se ofrecerán algunas muestras, siempre con indicación de su procedencia. En cuanto a fray Luis, se reproducen tan sólo sus poemas originales de segura autoría, excluyendo las traducciones. Se sigue con leves alteraciones la edición de O. Macrì reseñada en la bibliografía, que toma como base la princeps dispuesta por Quevedo. Las notas aclaratorias al pie de los poemas remiten en cada caso el número del verso correspondiente.





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