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Isabel de Inglaterra y Catalina de Médicis

Concepción Gimeno de Flaquer

I

He aquí dos brillantes personalidades políticas del siglo XVI, dos talentos colosales, dos seres nacidos para la intriga, dos grandes mujeres dotadas de sentimientos viriles. En Isabel y Catalina, encontraréis al estadista, al diplomático, al guerrero; pero no busquéis a la mujer: ambas carecen de ternura, o lo que es lo mismo, de fisonomía femenina moral.

El destino les reservó una suerte semejante, pues tanto la hija de Enrique VIII de Inglaterra como la de Lorenzo el Magnífico, tuvieron en su glorioso reinado grandes perturbaciones por los combates entre católicos y protestantes. Las luchas religiosas vienen siendo desde la antigüedad las más encarnizadas, las más difíciles de apaciguar.

¿Cómo se sostuvieron en tan peligrosa situación las dos reinas? Mientras les fue posible, guardando equilibrio de astucia entre católicos y protestantes; cuando ya no pudieron sostenerse, encarcelando a unos y alejando a otros del suelo patrio. Isabel y Catalina tenían excelentes condiciones para reinar, poseían serenidad de espíritu y frialdad de carácter; antes que mujeres eran reinas.

Manifestándole en cierta ocasión un ilustre prelado a Isabel de Inglaterra que había procedido en sus determinaciones más como política que como cristiana, le contestó: Observo que habéis leído todos los libros de la Sagrada Escritura menos el de los Reyes.

Las crueldades practicadas por Isabel y Catalina tuvieron resonancia; el papa Sixto V, que admiraba el talento de Isabel, pues según su frase, considerábala digna de ser madre de un nuevo Alejandro, se vio obligado a excomulgarla, tantas arbitrariedades había cometido con los católicos porque entorpecían el desarrollo de sus ambiciosos planes. En Isabel la crueldad era hereditaria, su padre, que fue casado seis veces, repudió a dos de sus mujeres y mandó decapitar a otras dos. Su hermana María Tudor, denominada la Sanguinaria, hizo cortar la cabeza a Juana Gray, que contaba diez y siete años de edad.

Siniestra celebridad envuelve los nombres de los nombres de Isabel y Catalina; pero valieron tanto intelectualmente que, a pesar de haber cometido grandes crímenes, la historia no les niega su elogio imparcial. Isabel firmó la sentencia de muerte de María Stuart, Catalina de Médicis es responsable de los asesinatos cometidos en París, en la noche de San Bartolomé.

II

Las especiales circunstancias que rodearon la infancia de Isabel influyeron en su ser moral. Durante el reinado de su hermana María, que duró cinco años, la hija de la hermosa Ana Bolena permaneció prisionera, ya en la Torre de Londres, ya en diversos castillos. En su forzosa reclusión, adquirió amor al estudio, y aquel sombrío carácter que no se pudo suavizar jamás.

En 1558, fue llamada al trono cuando contaba 25 años de edad; el pueblo inglés aceptó con entusiasmo el nuevo reinado, esperando que pondría fin a las persecuciones religiosas y a las sangrientas ejecuciones. Isabel tenía resuelto el restablecimiento del protestantismo, pero envió a la Santa Sede un mensaje de adhesión y respeto, primer rasgo de su alta diplomacia, con el cual halagó a la nobleza católica de Inglaterra. Al poco tiempo, las leyes religiosas de la época de María Tudor fueron sustituidas por algunas leyes del reinado de Enrique VIII; en esta sustitución no hubo derramamiento de sangre.

Entre los numerosos pretendientes a la mano de Isabel, figuró su cuñado Felipe II, al que no hubieran visto con gusto los ingleses, pero la reina insistió tenazmente en el celibato como Cristina de Suecia. Cuando al tratarse de otro pretendiente, el Parlamento quiso obligarla a contraer matrimonio, contestó que quería se escribiese en su tumba: Aquí reposa Isabel, que vivió y murió reina y virgen. Puede afirmarse lo primero, mas respecto a lo segundo surgen muchas dudas. Su oposición al matrimonio tenía por origen, no solo la independencia de carácter, sino el orgullo. No quería dividir con nadie el poder, ni la gloria de su reinado. En Isabel, todo fue grande, hasta su ambición. Esta le hizo favorecer los motines de Escocia por la Reforma, alcanzando en aquel reino una influencia extraordinaria, que debía servirle de mucho para más tarde; Isabel sabía esperar.

Sin poseer los méritos porque se distingue el sexo tierno, no careció de un defecto esencialmente femenino, la vanidad de la belleza. Aquella mujer tan superior, tan indiferente a todas las puerilidades, era, sin embargo, muy sensible al elogio tributado a su hermosura. Débese a la rivalidad de mujeres el penoso cautiverio a que fue condenada por espacio de 19 años la interesante hija de los Estuardos. Molestándole los fulgores de la hermosura de su prima, procuró eclipsarlos sumiéndola en una prisión. Los sucesos se encargaron de facilitarle un pretexto para deshacerse de su rival: atribuíanse las agitaciones políticas de Inglaterra a las intrigas de España suscitadas por María Stuart, lo mismo que las escaramuzas de los católicos, y esto fue bastante para que Isabel la enviara al suplicio. ¡Imperdonable crueldad que oscurece el brillo de sus glorias! Tras la muerte de María Stuart empezaron las luchas de Isabel con Felipe II, los dos aspiraban a dominar el mundo, ambos fueron causa de las perturbaciones europeas y causa de que perdiera España la famosa Armada Invencible.

El espíritu económico de Isabel ha sido ensalzado por unos y censurado por otros; a propósito de sus economías se refiere lo siguiente: un israelita le llevó una magnífica perla valuada en 20.000 libras esterlinas; Isabel no la quiso comprar; teniendo noticia de ello un rico comerciante inglés, adquirió la perla inmediatamente, la pulverizó en presencia del israelita, sumergió los restos en una copa de vino y después de beberlo, exclamó: publicad que la reina de Inglaterra puede dar 20.000 libras por una perla, ya que tiene súbditos que la beben a su salud.

Es indudable que Isabel fue muy amada de su pueblo, pues sabiendo los ingleses que tenía especial empeño en denominarse reina-virgen, cuando descubrieron en la India una isla importante, pusiéronle por nombre Virginia, en recuerdo de la virginidad de su soberana, virginidad que no fue jamás para ellos artículo de fe. Isabel de Inglaterra está considerada como elegante escritora: tradujo a Eurípides, Horacio, Isócrates y Platón. Esta mujer filósofo, economista y rey, sobre todo rey, que asombraba a los eruditos con la variedad de sus conocimientos, hizo que preponderase Inglaterra sobre todas las naciones. Por esto la veneran los ingleses como los rusos a Catalina la Grande, la Semíramis del Norte. Una y otra fueron déspotas y cometieron muchos errores, pero supieron engrandecer la patria; conocían el arte de reinar y sobrepujaron a todos los monarcas en audacia, energía, habilidad, disimulo y penetración.

La erudita reina de Inglaterra tuvo en su reinado poetas de la talla de Shakespeare, filósofos de la de Spencer, marinos de la de Drake, ministros de la de Cecil y Walsingham. En aquella época solo Inglaterra pudo sustraerse al dominio que ejercía España en todas las naciones.

Al morir Isabel, sucediola en el trono Jacobo de Escocia, hijo de la desgraciada María Stuart.

III

Catalina de Médicis protegió las Bellas Artes y las Letras que tanto esplendor dan a los pueblos, cual Isabel de Inglaterra; ambas escribieron obras literarias. El nombre de Médicis es glorioso en la historia porque todos los que lo han llevado le han dado esplendor. Tres papas notables se cuentan entre los Médicis: Clemente VII, León X y León XI. El fausto y la magnificencia fueron el distintivo de esos egregios florentinos, entre los que descuellan Julio, Lorenzo, Cosme, Pedro y Francisco. Sus nombres van unidos a los de artistas tan inmortales como Miguel Ángel, Rafael, Rubens y Vasari. La obra maestra de Miguel Ángel es el mausoleo erigido en Florencia a esa ilustre familia. No ha producido el ingenio humano nada tan maravilloso en arquitectura como la tumba de Julio y Lorenzo de Médicis, obra de ese genio extraordinario a quien llamaron cuatro almas. En una de esas tumbas se halla la famosa estatua de la Noche, al pie de la que escribió un poeta italiano estos versos:

La notte che tu vedi in si dolci atti

Dormire, fu da un angelo scolpita

In questo sasso; e perche dorme, ha vita.

Destala se nol credi, e parlera ti.



El buen gusto de las princesas Médicis se revela en las Tullerías y en el Luxemburgo, obras dirigidas por Catalina y María. Catalina introdujo el Renacimiento artístico en Francia: los artistas fueron ingratos con ella colocando en la cabeza de Diana de Poitiers el nimbo de luz que merecía la princesa florentina. Pero enaltecer a la duquesa de Valentinois era obtener el favor del rey, porque Enrique II estaba hechizado por aquella mujer que, aunque hermosa, tenía veinticinco años más que él. La reina era bella, inteligente y joven; mas, a pesar de estos méritos, nunca pudo influir en su marido cual la favorita.

Apasionada Diana, de la diosa que lleva su nombre, gustaba de la caza, la equitación y los torneos, engalanábase con la media luna y todos los atributos de la diosa, tratando de semejarse a ella en todo, menos en la castidad. Los artistas multiplicaban en actitudes diversas el tipo mitológico con las facciones de la duquesa; la mirada del rey encontraba tan estrechamente enlazadas por todas partes a la Diana mítica y a la Diana real, que formaron una sola en su pensamiento; para él la duquesa de Valentinois era la diosa. ¡Cuánto debió sufrir el amor propio de Catalina! Temiendo escándalos mayores, devoraba en silencio sus amarguras, y la corte veía con asombro una amistad tan estrecha como monstruosa entre aquellas dos mujeres. Sesenta años contaba la favorita y todavía cautivaba al débil Enrique II. Es verdad que la belleza de Diana sobrevivió a su edad, y pudo decirse de ella lo que dijo Platón de Arqueanasa: el amor anida aun en sus arrugas. Su prolongada juventud fue tan sorprendente, que un artista la representó con el símbolo del tiempo encadenado a sus pies, y esta divisa: Omnium victoren vici; vencí al vencedor de todos.

Catalina era una reina que no reinaba; humillada como esposa, como madre y como soberana, sus partidarios veían con lástima los sufrimientos de la sobrina de Clemente VII, velados por su prudencia y discreción.

Cuando la muerte del rey parecía dejarla completamente dueña del cetro1, empezaron sus luchas con Montmorency, Guise y Saint-André, triunvirato que, bajo el pretexto de proteger la religión, encendió la guerra civil. Exaltado el partido católico, Catalina vio que la tempestad no tardaría en llegar, y para conjurarla, hizo consagrar a su hijo en Reims mientras daba a los protestantes un edicto que les permitía la libertad de su culto. Esta táctica de Catalina es semejante a la de Isabel de Inglaterra. Siendo tantos sus enemigos, tenía que aguzar el ingenio para buscar partidarios, así es que procuró que sus ciento cincuenta damas de honor tuvieran méritos; ese escuadrón de la belleza era su mejor arsenal; en él tenía armas defensivas y ofensivas. A la princesa de los Ursinos, le estorbaban las damas de palacio; Catalina las necesitaba. Sabido es que cuando la princesa de los Ursinos suprimió las meninas de la reina, Mme. de Maintenon dijo a la princesa: os felicito porque ya no tendréis que gobernar a trescientas mujeres.

Después del espantoso drama de la noche de San Bartolomé, Catalina acarició la idea de casar a su hijo Francisco de Alenzón con Isabel de Inglaterra para inspirar confianza a los pocos protestantes que quedaban, pero Isabel era incasable.

Antes de morir la enemiga de Coligny (1589), tuvo la satisfacción de ver en el trono de Francia a su hijo predilecto, a Enrique III. Isabel y Catalina murieron a la misma edad, a los setenta años. Las dos tenían por precepto político esta máxima maquiavélica: quien no sabe disimular, no sabe reinar; las dos han dejado triste recuerdo por las crueldades que ejercieron; Isabel en los católicos, Catalina en los protestantes.

¡Lástima tenga tantas manchas el glorioso sol de estas dos reinas!

México, mayo de 1889.