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Publicado en La Revista de América, París, febrero de 1913. Se reprodujo luego en su libro El modernismo y los poetas modernistas, Madrid, Sáenz Hermanos, 1929. (N. del E.)

 

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Este señor Liévano o Cuévano desvalija con la mayor soltura el artículo que publiqué sobre Silva en aquel periódico inolvidable de los García Calderón, La Revista de América (París, febrero de 1913), y sólo alude a mí llamándome «algunos críticos». Graciosísimo, don Mamerto o don Roberto. ¡Qué plurales gasta el hombre! (N. del A.)

 

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Un primo hermano de Silva, Alfredo de Bengoechea lo pinta así: «Causeurexquis, d'un esprit très fin, d'une pénétration rare, José Asunción Silva mariait à une intelectualité souveraine la male beaute d'un Lucius Verus, dont, a en croire les bustes du Louvre, il avait la parfaite ressemblance» (Mercure de France, mayo de 1903). (N. del A.)

 

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Cuando el autor publicó por primera vez este capítulo sobre Silva en La Revista de América de los García Calderón (París, febrero de 1913), varias personas le escribieron respecto a los amores de Silva con su hermana Elvira. El primero, don Alfredo de Bengoechea. El discreto lector juzgue por sí: «París, 6 de febrero de 1913. 3 Rue St. Didier. Señor don R. Blanco Fombona: Acabo de leer en La Revista de América su hermoso ensayo sobre José Asunción Silva. Permítame felicitarle con toda sinceridad. Ha sabido usted situar con perfección aquel poeta genial a quien la suerte persiguió hasta después de muerto. ¿Conoce usted una edición más infame que la de su obra, truncada, además? Sueño con leer a este poeta musical en una edición de lujo, como las que se publican en Brujas o en Londres, virgen de todo prólogo y de estúpidos comentarios, y con la numeración que el mismo Silva alcanzó a señalarle a sus poemas, los cuales pensaba publicar con el título de El libro de versos... Tal vez insiste usted demasiado en el cariño que le unía a su hermana. En realidad, nadie pudiera decir que allí hubiera otra cosa que una admiración intensa y una profunda ternura por una hermana tan supremamente bella. Es posible que aquello sucediera. En un ser tan superior y al margen del común de los mortales, ni me chocaría ni me escandalizaría. Pero, si así fue, a nadie le consta. Me permito enviarle un ejemplar de mis poemas, y agradeciéndole el placer que me ha proporcionado la lectura de su artículo, me es grato suscribirme de usted atento servidor y amigo, Alfredo de Bengoechea». El eminente crítico de Colombia, Baldomero Sanín Cano, desde su residencia de Londres, también me escribió. La carta, de letra del autor y escrita en tinta de copiar, parece haber sido impresa, antes de enviarla, en el copiador. Dice así: «190 Coleherne Court. S. W. Abril 16, 1913. Sr. D. Rufino Blanco Fombona, París. Muy apreciado y distinguido amigo: Tareas antipáticas y complicadas, tales como la redacción de una geografía de Colombia en el curso de cuatro semanas, me han privado del placer de escribirle. Quería hacerlo para hablarle de su artículo sobre Silva en La Revista de América, que leí con mucho agrado, y del paralelo entre Bolívar y San Martín que le dio usted al último número de Hispania. Las rectificaciones que contiene esta última pieza son de un valor probatorio irrefragable y la forma del artículo tiene altos méritos literarios. Hacía falta que estas verdades sonaran en un diapasón que las haga llegar a ciertos oídos, un poco aletargados por el retintín del dinero. Usted se imaginó un tiempo que yo tengo prevenciones contra Bolívar, y me lo hizo creer. Ahora, leyendo su artículo, veo que, dentro de ciertos límites, mi admiración es casi tan vehemente como la suya. Sólo que mi manera de expresión carece de las cualidades de calor y convencimiento que adornan la suya. En cuanto al artículo de Silva, sólo he sentido que usted hubiera tocado la leyenda de sus amores con la hermana. El "Nocturno" de donde proviene esa creencia nació de un incidente sencillo: Silva y su hermana paseaban a menudo, a la luz de la luna, en su casa de campo, por una vereda alta, de donde la sombra de los dos cuerpos se extendía, hasta desvanecerse, en la planicie sembrada de trigos que quedaba muy abajo del camino. Alguna vez hizo Elvira la observación de cómo se extendían y se perdían sus sombras en el llano. A los cinco años este incidente se ligó en la memoria de Silva con el dolor de la pérdida y produjo esa bella poesía. Los contemporáneos no pueden creer que tanto sentimiento pudiera corresponder tan sólo a un afecto fraternal. Me dice el amigo García Calderón que prepara usted una Colección de artículos en que vendrá éste y me invita a que le haga esta indicación. ¡Ojalá le parezca oportuna! Además, yo fui amigo de Silva y de su hermana, con confianza ilimitada. Mientras vivieron en el campo entraba yo a su casa como a la mía, a todas horas. Si hubiera mediado esa pasión, a pesar de lo corto de mi vida emocional, no creo que se me hubiera escapado. Debo darle las gracias por la cita que de una frase mía hace en su paralelo, y con mis votos por su buena ventura, soy siempre su amigo afectísimo, B. Sanín Cano». Max Grillo, también crítico de Colombia y también eminente, escribió asimismo al autor, desde Bolivia. Su carta (La Paz, 16 de abril de 1913), aunque larga y preciosa, se reduce, en el punto concreto, a decir cómo Grillo conoció a Elvira Silva, la impresión que le hizo aquella hermosura, y agrega, romántico: «El poeta, incapaz de los amores vulgares, admiraba en Elvira la hermosura perfecta, la fineza divina de su alma. No la profanemos nosotros». Conozcamos por esta carta la primera impresión que Elvira produjo en el joven bogotano: «Una noche -era yo estudiante de Filosofía- me llevó el poeta a su casa con el propósito leerme algunos de sus versos. Cuando nos hallábamos cerca de un escritorio donde Silva tenía en estuche valioso el Ismaelillo, poema de Martí, apareció por una puerta lateral Elvira, la incomparable Elvira. Vestía de blanco, con una sencillez adorable. Era esbelta, con esbeltez de estatua; de cutis de un moreno límpido; los ojos de un negro húmedo y brillante; la cabellera aún más negra y de una suavidad que resaltaba inmediatamente, su sonrisa parecía de una diosa. El conjunto de las gracias de aquella mujer era insuperable. Yo creo no haber visto nunca ninguna que trascendiese, junto a espiritualidad semejante, belleza tan completa». De ese párrafo se desprende que Elvira Silva hizo en Grillo una impresión profunda, pero que no supo verla: vestido de sencillez adorable; esbeltez de estatua; sonrisa de diosa. Vaguedades, palabras. En cuanto a lo esencial del asunto se limita decir: «La leyenda ha ido más lejos de lo que debiera haberse aventurado».Y cuando piensa uno que va a destruir la leyenda con algún dato preciso, agrega a renglón seguido: «Le contaré cómo conocí yo a Elvira» y hace la descripción retórica arriba copiada. Es todo. (N. del A.)

 

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Los mojigatos adulteradores de la obra póstuma de Silva han deformado este verso así: «¡Oh, dulce niña pálida!, di, ¿te despertarías?». (N. del A.)