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José Asunción Silva, escritor americano

Francisca Noguerol





No quiero decir sino sugerir y, para que la sugestión se produzca, es preciso que el lector sea un artista.


(Silva: 307)                


Las palabras con que abro la presente reflexión, emitidas por el protagonista de la novela De sobremesa, sirven de espléndido pórtico para el tema que pretendo abordar en las siguientes páginas: la mala interpretación de que ha sido objeto el escritor José Asunción Silva, tradicionalmente acusado de afrancesado y ajeno a sus raíces, pero ejemplo preclaro de las angustiosas preguntas sobre la identidad que se formularon los autores más lúcidos del siglo XIX. De hecho, de él se podría decir lo que señala Jeffrey D. Needell: «Aquéllos de nosotros que estudiamos los orígenes y la naturaleza de los movimientos anticoloniales hemos aprendido que, casi invariablemente, los mismos nacen entre los intelectuales que se hallan entre los dos mundos de la metrópoli y de la colonia, y que son por ende más sensibles a la fricción en el ajuste, a la tensión inherente, a la cultura resultante» (Needell: 182).

Así, el autor colombiano ha sido víctima de una lectura incapaz de identificar la pose, típicamente modernista, que adoptó ante las dualidades que lo desgarraban. Interesado por sus orígenes pero, asimismo, consciente de pertenecer a la tradición literaria occidental, Silva se constituye así en un acabado ejemplo de las incomprensiones que han debido enfrentar desde el punto de vista de la recepción los autores transatlánticos más alejados de maniqueísmos ideológicos. Para argumentar estas afirmaciones me centraré en el análisis de la novela De sobremesa1, en la que destacaré tanto la presencia del «complejo de París» como la ambivalencia del discurso sobre el porvenir de América lanzado por José Fernández, su protagonista.

Durante mucho tiempo circuló la extendida opinión de que Silva escribió una obra «culturalmente colonizada». Así la describió Eduardo Camacho en su prólogo de 1977 (Camacho: XI), donde el autor es calificado como «europeizado, dandy descreído y desafiante» (Camacho: XLIV). De acuerdo con un peligroso biografismo crítico, Silva es identificado con su personaje, lo que da lugar a párrafos tan discutibles como el siguiente:

Es importante retratar a Fernández como héroe modernista, sobre todo en ese afán europeísta, en ese malestar que experimenta respecto a su realidad local [...]. José Fernández es Silva, pero también es Rubén Darío y hasta Vicente Huidobro. [...] Su desarraigo social y nacional, [...] sus sueños infantiles de dominios y progresos fascistoides, [...] todo ello lo hace una imagen extremada de cierto intelectual latinoamericano de la época y aún de nuestro tiempo [...]. Fernández es la réplica conservadora, aristócrata, snob y mediocre de un César Vallejo.


(Camacho: XLV)2                


Camacho sigue así la estela de todos los que, desde 1925 a los años ochenta, parecieron estudiar la novela por obligación, siempre integrada en el conjunto de la obra «mayor» de Silva. Esta visión sólo cambió con la lectura inteligente y atenta de sus páginas realizada por críticos como Rafael Gutiérrez Girardot -quien supo definirla como «novela de artista», destacando la ambigüedad que encerraba su escritura (Gutiérrez Girardot 1987)- o Aníbal González, que la califica como «una de las obras más patentemente autocríticas producidas por un modernista» (González: 86) y que sabrá subrayará las falacias de la lectura biografista de la misma:

José Fernández es más bien [...] una imagen [...] del hombre de letras finisecular tal como Silva lo vio. Lo que puede haber de Silva en Fernández sería, en último término, una despiadada caricatura de sí mismo, una especie de anti-narciso, de manera análoga a como De sobremesa en su conjunto es casi una anti-novela. Considerando el modo tan frío e implacable con que se representan los devaneos de José Fernández, cabe pensar que poco le falta a Silva para hacer de su novela un testimonio de la bêtise humana y la inutilidad de las letras.


(González: 113-114)                


Nos encontramos así ante un texto en el que, como ya apunté, resulta fundamental la pose, definida certeramente por Sylvia Molloy como «gesto decisivo en la política cultural de la Hispanoamérica de fines del diecinueve» (Molloy 1994: 129)3. La ambigüedad provocada por esta actitud se ve apoyada, además, por el hecho de que la novela se presenta en forma de diario, lo que acentúa su naturaleza dialógica.

Silva, que vivió en París de 1884 a 1886, refleja en De sobremesa cómo la ciudad francesa, capital del siglo XIX según la definió acertadamente Walter Benjamin, pasa de ser la metrópoli idealizada con la que soñaba Fernández en Colombia -Meca erótica, literaria y cultural- a la encarnación del vicio y la enfermedad frente a la salud que representa América. Fernando Aínsa comenta el origen de este impulso hacia afuera de muchos autores hispanoamericanos: «[El movimiento centrífugo se inicia] como parte de una tensión activa entre el yo (lo que es propio del personaje) y el medio exterior, donde no encuentra la suficiente justificación o ayuda para evitar la desintegración de la identidad. Pero la meta de estos viajes, en lugar de encontrarse en el interior de América, lleva a la Europa de donde provenimos y con la cual se identifica una forma idealizada del Paraíso de los orígenes» (Aínsa: 214).

Pronto se revela el engaño que contiene la idealización de lo ajeno. José Fernández, «situado en el centro de la civilización europea, sueña con un París más grande, más hermoso, más rico, más perverso, más sabio, más sensual y más místico» (Silva: 247), lo que hace comentar a Cristóbal Pera:

En De sobremesa se ejemplifica de manera alegórica el dilema que perseguía a los hombres de letras hispanoamericanos de su tiempo: la situación cultural de unos países que los obligaban a convertirse en coleccionistas del catálogo que les ofrecía la cultura europea. En mi opinión, la novela refleja tal situación como un callejón sin salida en la derrota final del personaje, que no ha encontrado en su periplo europeo, ni en esa «decoración» en que se mueve en su interior parisino, esa identidad que tan afanosamente se ha dedicado a buscar.


(Pera: 122)                


Como consecuencia del viaje a Europa, se genera frecuentemente la nostalgia de los orígenes y la toma de conciencia de la propia identidad, hecho que invierte el impulso exocéntrico inicial. De este modo, se llega a la desmitificación de París.

Ya en algunos novelistas finiseculares se aprecia el rechazo de la ciudad francesa por «falsa» y «enferma». Así, en Música sentimental (1884), el argentino Eugenio Cambaceres presenta París como un monstruo devora-fortunas: «París, el ogro enorme, seguía impasible en su afán de devorar vidas y haciendas. Sobre una naturaleza muerta, un foco vivo; en el hielo, un brasero, París» (Cambaceres: 136). La novela, antecedente en su argumento de El inútil de Edwards Bello y Raucho de Güiraldes, cuenta cómo su protagonista contrae la sífilis en la metrópoli, siendo el retorno a la tierra americana la única salida posible a su ruina física y espiritual. Por su parte, Ramón Subercaseaux ofrece un ejemplo real, paralelo al argumento de Cambaceres, en sus interesantes memorias. Comenta Subercaseaux el caso de un conocido suyo que llegó a París para olvidar sus amores contrariados con la hija de un boticario. El muchacho, que en principio dio pruebas de gran firmeza, termina fagocitado por la ciudad:

¡Pobre Florián! Se había inveterado en el noctambulismo. Cuando después volvió a Chile siguió lo mismo, hasta que perdió la salud y la vida. Sentí mucho su muerte porque era buen amigo, era generoso y era caballero. A París le habían mandado a olvidar amores. Pero con olvidarlos olvidó otras cosas que también hace olvidar París, el cual es un famoso remolino para disolver buenas nociones o transformarlas en otras, a veces opuestas a las primeramente adquiridas.


(Subercaseaux: 292-293)                


El mismo Darío, tan enamorado de la ciudad en un primer momento, termina describiéndola con aprensión en textos que reflejan su creciente desilusión de la misma:

A París viene todo el oro de nuestras minas, en monedas y en pensamientos; y a los que llegan fuertes, jóvenes, sanos, con la primavera en el alma, París los devuelve enfermos, viejos, rotos.


(Darío I: 460)                


Muchos de los que hemos venido a habitar en París hemos traído esa misma ilusión, mas hemos tomado rumbos diferentes. Yo he sido más apasionado y he escrito cosas más «parisienses» antes de venir a París que durante el tiempo que he permanecido en París.


(Darío I: 464)4                


En esta situación, se produce un claro deseo de retorno a los orígenes, manifiesto en el hispanismo de Cantos de vida y esperanza y en textos posteriores del nicaragüense, comprometidos cada vez más con la realidad americana. Teodosio Fernández refleja la importancia que tuvo en la época esta vuelta a las raíces, categorizada literariamente con el paso del movimiento modernista al «mundonovismo» y que podría ser representada paradigmáticamente por el uruguayo Horacio Quiroga, que evoluciona desde el Diario de viaje a París a los «cuentos de la selva»:

Entre las continuadas manifestaciones del conflicto entre americanismo y universalidad que la literatura hispanoamericana registra, ninguna ofrece mayor interés que la que constituyó el reencuentro de los escritores con su tierra tras la experiencia cosmopolita que el modernismo había significado. En ese regreso, del que en buena medida deriva la literatura contemporánea de Hispanoamérica, son muy diversos los aspectos merecedores de atención. Se trata de «el regreso del viajero modernista», después de la experiencia cosmopolita con la que había tratado de alejarse de la América mediocre y sin esperanzas de los años finales del siglo XIX, la América enferma de las razas subalternas, de la mediocridad intelectual y del burdo materialismo


(Fernández: 179-181)                


Silva fue uno de los autores que supo reflejar con mayor energía la maldición del «complejo de París»5. Así, a poco de llegar, el protagonista de la novela De sobremesa comienza a desarrollar una visión negativa de la ciudad, a la que describe como una prostituta:

Pienso con horror en volver a la ciudad donde mi vida se deslizó por tanto tiempo en medio de asquerosas delicias [...] Tú París, acaricias al viajero con la amplitud de tus elegantes avenidas, con la gracia latina de tus moradores, con la belleza armoniosa de tus edificios, ¡pero en el aire que en ti se respira se confunden olores de mujer y de polvos de arroz, de guiso y de peluquería! Eres una cortesana. Te amo despreciándote como se adora a ciertas mujeres que nos seducen con el sortilegio de su belleza sensual [...], ¡oh pérfida y voluptuosa Babilonia!


(Silva: 298-299)                


De Nini Rousset, una de sus amantes, comenta «antipatizo con ella con todas mis fuerzas. Es una encarnación auténtica de toda la canallería y de todo el vicio parisiense» (Silva: 269), mientras Consuelo, la americana, espeta al protagonista su opinión sobre las mujeres francesas: «Estas de aquí serán más lindas y más elegantes, dijo; pero no saben querer. Aquí nadie quiere a nadie. ¿Sabes tú lo que a mí me parecen las parisienses? Muñecas vivas [...], añadió, soltando una carcajada. ¿Tú crees que alguna de ésas es capaz de querer como queremos nosotras?» (Silva: 344).

Esta visión corrupta de Europa provoca que Fernández sueñe con la realización de su amor en un escenario claramente americano:

Oye: en la tierra que me vio nacer hay un río caudaloso que se precipita en raudo salto desde las alturas de la altiplanicie fría hasta el fondo del cálido valle donde el sol calienta los follajes y dora los frutos de una flora para ti desconocida. [...] Viviremos, cuando la vida de Europa te canse y quieras pedir impresiones nuevas a los grandiosos horizontes de las llanuras y a las cordilleras de mi patria, en aquel nido de águilas que por dentro será un nido de palomas blancas, lleno de susurros y caricias.


(Silva: 319-320)                


El mito de París continúa degradándose con la identificación de la capital francesa y la enfermedad. La neurosis era el mal del siglo, del que se culpaba por encima de todo a la vida moderna, urbana por excelencia. Desde la naturaleza suiza, Fernández describe París del siguiente modo: «las tentaciones enfermizas se respiran con el olor de cocina, de perfumería [...] y de mujer que flotan en el aire, cargado de efluvios de lascivia y de gérmenes de enfermedades mentales, de la Babilonia moderna» (Silva: 266). Así, cuando vuelve a Francia, escribe en su diario: «desde el momento en que pisé esta ciudad me ha invadido un malestar indescriptible [...]; no es una enfermedad porque ningún síntoma externo la traduce, ni lo acompaña dolor alguno, y mi cuerpo rebosa de vida» (Silva: 300).

La «debilidad mental» y el «mortal decaimiento» lo llevan a no hacer «ningún movimiento para no gastar las escasas fuerzas que me quedan» (Silva: 302). Es un claro vampirismo, tema tan valorado en la época, reflejado en la siguiente frase: «Es como si por una herida invisible se me estuvieran yendo al tiempo la sangre y el alma» (Silva: 302). Finalmente, la noche del 31 de diciembre -nótese lo significativo de la fecha en cuanto final de un ciclo e inicio de otro-, narra su encuentro final con las calles de París, por el que termina desmayándose:

Eran las once menos veinte minutos cuando salí al boulevard y me confundí con el río humano que por él circulaba. El aspecto de las barracas de año nuevo, negras sobre la blancura de la nieve, [...] los esqueletos descarnados de los árboles, que alzaban las desmedradas ramas hacia el cielo plomizo y bajo, y la misma animación de la multitud, ruidosa y alegre, aumentaron la horrible impresión que me dominaba. [...] Una mujer pálida y flaca, con cara de hambre, las mejillas y la boca teñidas de carmín, me hizo estremecer de pies a cabeza al tocarme la manga del pesado abrigo de pieles que me envolvía, y sonó siniestramente en mis oídos el pssit, pssit, que le dirigió a un inglés obeso y sanguíneo, forrado en cheviotte gris, que se había detenido a mi lado y que se fue tras ella [...]. Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia violenta me atravesó la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y caí desplomado sobre el hielo.


(Silva: 308-309)                


En este momento decisivo, Fernández decide marcharse de una ciudad que considera venenosa para su salud y regresa a la patria. Así, con esta lectura de la novela, apreciamos la necesidad de que el prejuicio de que Silva fue un hombre fascinado por Europa y enemigo de su entorno comience a derrumbarse.

Por otra parte, el protagonista de De sobremesa desarrolla una búsqueda de los orígenes americanos que, aunque cargada de snobismo, es significativa de sus inquietudes6. En el relato que enmarca la novela se le describe en diferentes actividades, entre las que se encuentran, según un amigo suyo, «excursiones peligrosas a las regiones más desconocidas y malsanas de nuestro territorio para continuar tus estudios de prehistoria y antropología» (Silva: 231)7. Fernández reserva tiempo en un día cualquiera para el estudio de «diez páginas de una monografía sobre la raza azteca» (Silva: 232). En Suiza pide «que me manden a Interlaken una multitud de cosas que me hacen falta, y voy mañana a treparme a mi picacho sin llevar más libros que unos estudios de prehistoria americana, escritos por un alemán, y un tratado de botánica» (Silva: 256-257). Más adelante, al incubar el plan de regeneración de su tierra, decide pasar «unos meses entre las tribus salvajes, desconocidas para todos allá y que me aparecen como un elemento aprovechable para la civilización por su vigor violento las unas, por su indolencia dejativa las otras» (Silva: 259).

La síntesis anhelada de la cultura europea y americana se aprecia simbólicamente a partir de las dos esculturas que sus contertulios observan en su habitación: «Presidía esa junta heteróclita el ídolo quichua que sacaste del fondo de un adoratorio, en tu última excursión, y una estatueta griega de mármol blanco» (Silva: 231). Y es que Fernández encuentra la solución a los males de Colombia en el mestizaje: «La inmigración [...] mezclada con las razas indígenas, con los antiguos dueños del suelo que hoy vegetan sumidos en la oscuridad miserable, [...] poblará hasta los últimos rincones desiertos, labrará los campos, explotará las minas, traerá industrias nuevas, todas las industrias humanas» (Silva: 261).

Un poco más adelante sueña con una ciudad ideal que equipare en sus librerías los productos culturales de los dos continentes:

Bibliotecas y librerías que junten en sus estantes los libros europeos y americanos ofrecerán nobles placeres a su inteligencia y como flor de esos progresos materiales se podrá contemplar el desarrollo de un arte, de una ciencia, de una novela que tengan sabor netamente nacional y de una poesía que cante las viejas leyendas de aborígenes, la gloriosa epopeya de las guerras de emancipación, las bellezas naturales y el porvenir glorioso de la tierra regenerada.


(Silva: 262-263)                


El ideal de que ambas sociedades se codeen de igual a igual se hace evidente en la fiesta organizada por el rico colombiano en París:

La impresión verdaderamente grata que tuve fue ver mezclado lo más distinguido y simpático de la colonia hispano-americana con lo más linajudo y empingorotado del aristocrático barrio. [...] Duquesas vejanconas de tantísimas campanillas y retumbantes nombres, cuyo origen remonta a la Roma de los Antoninos, paseáronse del brazo de generales, ex-presidentes de nuestras repúblicas, que ostentaban uniformes más de oro de que paño; hubo miembro del Jockey Club que le hiciera la corte a una chicuela recién llegada, que tenía todavía en los ojos el recuerdo del cielo del trópico y en los oídos el rumor de la brisa entre los cafetales.


(Silva: 334)                


Pero esta síntesis soñada fracasa e, inmediatamente después de esta visión, el protagonista confiesa el drama de su inadaptación: «Para mis elegantes amigos europeos no dejaré nunca de ser un rastaquouère, que trata de codearse con ellos empinándose sobre sus largas talegas de oro; y para mis compatriotas no dejaré de ser un farolón que quería mostrarles hasta dónde ha logrado insinuarse en el gran mundo parisiense y en la high life cosmopolita» (Silva: 335).

Su contradictorio espíritu lo lleva a cultivar flores de su país en el invernadero parisino y a contar con los servicios de un jardinero inglés en su huerto colombiano. Es un hombre incómodo en ambos mundos, que no duda en reconocer su drama personal:

Ambiciones que, haciéndome encontrar estrecho el campo, vulgares las aventuras femeninas y mezquinos los negocios, me forzasteis a dejar la tierra, donde era quizás el momento de visar a la altura, y venir a convertirme en rastaquouère ridículo, en el snob grotesco que algunas veces me siento! Vanidad que te solazas al leer el suelo en que el Gil Blas anuncia que el richissime américain don Joseph Fernández y Andrade compró tal cuadrito de Raffaeli [...] Sí, ésa es la vida, cazar con los nobles más brutos y más lerdos que los campesinos de mi tierra, galopando vestido con un casacón rojo, tras del alazán del Duque chocho y obtuso; vestirse con otro casacón blanco [...] para hacer piruetas de maromeros y grotescos dengues al poner el cotillón en casa de Madame la Princesse Tres Estrellas; [...] perder una hora conversando con el camisero para sugerirle la idea de una pechera de batista plegada y rizada, y cinco minutos escogiendo la flor rara que debe adornar la solapa del frac; sí, vanidad, satisfácete, ¡ésa es la vida y son esas las ocupaciones del que pasó su vigésimo año leyendo a Platón y a Spinoza!


(Silva: 249-250)                


En esta situación, se comprenderá lo absurdo de realizar una lectura lineal del discurso elaborado por Fernández sobre los caminos que podrían llevar al progreso de su país. Esta propuesta, a través de la que se muestran las desgracias acarreadas por los totalitarismos en Hispanoamérica, ha sido interpretada de múltiples maneras. Así, Camacho obvia una vez más la ironía del autor y se atreve a llamarla «utopía fascistoide», contraponiéndola a la acción de José Martí: «Este es, a mi juicio, el mismo sueño de Martí, pero en Martí es acción política revolucionaria y en Silva mera utopía fascistoide» (Camacho: L). Por su parte, Edward Sarmiento la considera «un comentario a la vez amargo y sentimental sobre la condición política y social de los países latinoamericanos en el siglo XIX» (Sarmiento: 812), mientras Iván Schulman la define, con acierto, como «himno al progreso que transparenta de modo sarcástico y autocrítico el dilema del escritor moderno, exagerado por la época de ciencia y unidad» (Schulman: 60).

Especialmente aguda resulta la lectura de este episodio realizada por el profesor Alfredo Villanueva en su artículo «Ideología y política; José Asunción Silva y la corrupción de la semilla histórica en De sobremesa». Amparándose en la noción de contradiscurso, Villanueva desvela cómo Fernández asume en la novela la ideología dominante para dinamitarla certeramente:

El plan envuelve (a) vender las minas de oro, (b) trasladar el capital a Nueva York y fundar una casa de bienes raíces patrocinada por los Astor, (c) estudiar lengua y civilización norteamericana, (d) pasar a Panamá a dirigir operaciones de pesquería de perlas. Visto de otra forma, el plan se compone de (a) venta de recursos nacionales, (b) entrega del capital a manos extranjeras, (c) colonización sociocultural y (d), explotación de territorios ajenos; esto es, imperialismo. La segunda parte del plan incluye (a) el regreso a la patria, (b) la explotación de las riquezas naturales y (c) después de haberse instalado en la capital, la creación de un plan de finanzas racional [...]. Silva expone aquí a la luz aquello que el discurso margina: la podredumbre de la semilla histórica.


(Villanueva: 261)                


¿Y qué lectura, sino la irónica, podría realizarse de párrafos como los siguientes, aún hoy día de tremenda actualidad?:

Intrigaré con todas mis fuerzas, y a empujones entraré en la policía para lograr un puestecillo cualquiera, de esos que se consiguen en nuestras tierras sudamericanas por la amistad con el presidente.


(Silva: 259)                


Hay que recurrir a los resortes supremos para excitar al pueblo a la guerra [...], a la influencia del clero perseguido para levantar las masas fanáticas, [...] al egoísmo de los ricos [...]; proceder a la americana del sur y, tras de una guerra en que sucumban unos cuantos miles de indios infelices, hay que asaltar el poder, espada en mano, y fundar una tiranía, en los primeros años apoyada en un ejército formidable y en la carencia de límites del poder, y que se transformará en poco tiempo en una dictadura con su nueva constitución suficientemente elástica para que permita prevenir las revueltas de forma republicana por supuesto, que son los nombres lo que les importa a los pueblos, con sus periodistas de la oposición presos cada quince días, sus destierros de los jefes contrarios, sus confiscaciones de los bienes enemigos y sus sesiones tempestuosas de las Cámaras disueltas a bayonetazos.


(Silva: 260)8                


Monstruosas fábricas donde aquellos infelices [japonenes, bengalíes, parias que huyen para no sentir en las espaldas el látigo inglés que los flagela] encuentren trabajo y pan nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales [...]. Como una red aérea los hilos del telégrafo y del teléfono agitados por la idea se extenderán por el aire; cortarán la dormida corriente de las grandes arterias de los caudalosos y lentos ríos navegables.


(Silva: 262)9                


Tras estos significativos testimonios, espero que la presente reflexión haya servido para demostrar que José Asunción Silva, al que recordamos este año en el centenario de su muerte, no fue un exota afrancesado y ajeno a su realidad, como se lo describe frecuentemente en las historias de la literatura, sino un hombre desgarrado por sus contradicciones internas, siempre curioso y atento a la realidad, al que la «mala» experiencia de Europa sirvió para percatarse de los fallos del Viejo Mundo y de la necesidad de encontrar soluciones para su país. Desgraciadamente, estas no se le mostraron nunca y provocaron, probablemente, un sentimiento de fracaso que contribuyeron a su dramático final.






Bibliografía

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