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José Luis Cano, poeta

Leopoldo de Luis

Recibí la noticia de la muerte de José Luis Cano la mañana del 15 de febrero, cuando estaba entregado a la relectura de la poesía de Luis Cernuda. Increíble coincidencia, porque la obra de Cernuda era una de las grandes admiraciones de José Luis. Él hubiera podido decir también «Quizá mis lentos ojos no verán más el Sur». Ninguno de los dos volvió a verlo. Cuando en la España de la posguerra el autor de La realidad y el deseo era un «poeta maldito», José Luis le dedicó varios puntuales trabajos que, en cierto modo, nos lo devolvían. Aparecieron, naturalmente, en Ínsula.

Porque hablar de José Luis Cano es hablar de la revista Ínsula, aquella isla -menester es caer en el tópico- de independencia y honestidad, blanca y verde, ventana también abierta al quehacer cultural más insobornable. Quizá su labor continuada de crítico lo desdibujó como poeta. Pero lo fue, y de penetrante emoción, desde que en 1942 publicara sus Sonetos de la Bahía, o desde que cantó, con resonancia aleixandrina, a una muerte contemplada en su eternidad de consuelo. Manejó por entonces José Luis unos ritmos y unas formas peculiares en la línea neorromántica de la época: el endecasílabo romanceado, el soneto y el verso libre caudaloso, en el que la huella de Vicente Aleixandre se marca por la particular o ambivalente o por el adverbio en aumentativo. Poco después, el otoño de la «ciudad del paraíso» le contagió de luz tibia y dorada que en el poema pasa a ser música en el hilo del asonante. Por último, el poeta cede armas melancólicas y difusas a una visión de rasgos realistas, con la ciudad al fondo y el colorismo del barrio humilde, aunque sin abandonar su mirada enamorada de la belleza y de la luz.

Todo sencillo, amoroso y triste

Quiérase o no, un poeta está de alguna manera condicionado por su época, donde confluyen tendencias y maneras de ver. Y en ese contexto se respira por la misma herida. José Luis, a los veinte años, se movía en el aire de la revista Litoral, leía a los maestros de entonces: Cernuda, Prados, Aleixandre, bajo la sombra mayor de Juan Ramón Jiménez. El 27 triunfaba con su esencialidad lírica. Tras la guerra civil se encontró inmerso en un clima de escisión: la tendencia evasiva y estetizante del neoclasicismo e interiorización de lo que llamaríamos «el paraíso perdido». A lo primero le acompañaba el formalismo rígido; a lo segundo, la vida trémula y la nostalgia. Los primeros pasos de José Luis mantienen el talante -romanticismo, melancolía-, pero se prendan de la forma -gusto por el soneto-.

En la retórica cortesana de la primera posguerra, Cano coloca un soneto de nueva impregnación. Porque es claro que la famosa estrofa cerrada ofrece multitud de matices y, por supuesto, es falso que su empleo envare la expresión y arrastre al retoricismo o a la fórmula repetida a cabeza fría. Quien crea que el soneto es una cárcel para el poeta es que no lo ha escrito nunca y habla desde su incapacidad. Cuando Cano publica su primer libro, la proliferación de sonetos es agobiante, mas la virtud de nuestro poeta está en infundir a los suyos naturalidad, sencillez, emoción; sus endecasílabos se mueven con cierta languidez, como los palmerales de su bahía. No hay amaneramiento ni gongorismos, el paisaje es real, pero trasladado a su corazón, transfigurado en su sentimiento. Percibimos cómo el poeta cruzó por las playas, por los jardines, y que una «alondra de niebla» tocó su frente pensativa. El tema mismo del Peñón de Gibraltar se despoja de resabios heroicos, se apea de empaques de gesta y suena a dolor andaluz, como si se tratara de una mujer de amor perdido. Hay mucho de idiosincrasia andaluza en semejante comprensión. Todo sencillo, amoroso y triste. Incluso cuando el poeta echa mano un momento de la mitología, y de forma breve aparece Niobe, es una sutil alusión al toque de la piedra. Ningún regusto enfático, adjetivaciones cálidas y suaves.

Luz y dulzura

Si así sucede en un tema proclive a la grandilocuencia, ¿cómo iba a ser de otra forma en temas del recuerdo, la infancia, la soledad? Apenas el encanto de la triple adjetivación cubriendo todo el tapiz del endecasílabo: «ligeros, amorosos, sibilinos», «viento bajo, alga seca, oscuro río», «está callada, está rota y oscura». Nos atraen las anáforas, los paralelismos. Nos atrae el grácil apoyo del endecasílabo en el suave hombro de la sexta sílaba, con pocos y nada abruptos encabalgamientos. Los temas alían memoria y paisaje, amor y naturaleza. Todo es un poco menor y delicado: hasta la novia embriagada es una dulce nave trastornada. Si surgen diálogos, pueden ser con la amada o con la luna. Dos palabras deberá el lector apartar y guardar para seguir su rastro en libros siguientes: dulzura y luz. Van a ser recurrencias expresivas.

Recurrencias de dramática matización. Voz de la muerte es el libro más aleixandrino de Cano. El amanecer es bello como la luz, la muerte es hermosa como el mar. Esta asociación es más estética que escatológica. En cambio, la luz está en la mano eterna de la muerte que es, a la vez, compasiva. Silencio y luz forman los pasos de la muerte, y hiere, pero con dulzura, con ternura de madre. Esta alusión a lo maternal nos hace pensar en el «nacimiento último». Por otra parte, el poeta habla a la muerte desde una posición genérica: «los hombres», a los que se envuelve en sueño. También el amor culmina en la muerte. Hay, pues, una visión patética, pero no trágica. O dicho de otra manera: lo que el poeta hace es una poetización del tránsito final que supone la unión con la hermosura del universo. Por eso considero este libro especialmente aleixandrino.

Luz y dulzura llegan, por así decirlo, a embellecer y como redimir la tristeza oscura de la broza marina, lo mismo que ver pasar a una muchacha puede producir dulce tristeza. Y en armonía con esta actitud, la soledad se convierte en un país de dulce voz acogedora.

No sería necesario aclarar que en la poesía de José Luis Cano ni la dulzura es dulzura ni la luz es luz. Quiere decirse que dulzura se emplea sinestésicamente y lleva consigo sensaciones de suavidad y delicadeza, así como que la luz no se valora tanto por su intensidad lumínica cuanto por su capacidad de transfixión espiritual. Hay una simbiosis de paisaje-alma que viene a crear un talante anímico. En ayuda del clima formado por luz y dulzura acude, a veces, la musicalidad propiciada por el asonante.

En último término, el patetismo de Voz de la muerte se atempera en cuanto abandona el versículo de los primeros poemas, y entra en temas más descendidos y también más suyos. Un arruinamiento de las cosas que se anuncia en los mismos títulos: «Pájaro solitario», «Rapto de amor», «La gloria destruida», «Fin de un deseo».

Un aire de elegía

Las alas perseguidas -libro cuyo lapso creativo es casi el mismo que el anterior- responde a una tesitura semejante. Islas de amor, playas desiertas, cierto escepticismo como de vuelta, éxtasis frente al paisaje del sur, paraísos perdidos o nunca gozados, vagas tristezas. En algunos momentos cambia el escenario y la Málaga de adopción deja lugar a paseos por Madrid, donde el poeta vive un poco como fuera de sí mismo. No está tan a la mano la belleza natural, pero la imaginación del poeta la suple con ángeles elaboradores de luces y sombras y juveniles muchachas entrevistas. Y es que el sujeto lírico no cambia, y si en contadas ocasiones la incitación llega de fuera y con presencia humana ajena, se tratará de cantar a un, por así decirlo, héroe derrotado y lo cruzará un aire de elegía. Justificable elegía, porque el poeta llegará a imaginar que él mismo es la muerte, y que viaja entre voces de amor y de odio igualmente hermosas, con mirada contempladora de los seres, mientras refleja su sombra en el espejo del mar.

Un otoño malagueño; el nacimiento del hijo

De cuanto llevo escrito me parece inferir que Otoño en Málaga es el título de José Luis Cano que más se identifica con su poesía. Quizá pudiéramos decir que la lírica de este poeta es eso: un otoño malagueño, una estación decadente y hermosa, dorada y triste, y un entorno suave, tibio y dorado: «Suave otoño va amaneciendo. / Trémula aflora la ciudad». Sí, trémulo aflora a la vez el poema, fluido como una fruta exprimida o una tarde pálidamente acongojada. Tales emociones conducen al poeta a pensar si el fervor amoroso no será el sueño de un dios.

Tampoco se sustrae Cano a la poetización de un tema muy de la época: el del nacimiento del hijo. Es característico de la posguerra y ha merecido varios estudios, como el muy pormenorizado de Emilio Miró en Cuadernos Hispanoamericanos, hace ya algunos años. Aunque con valiosos antecedentes -Unamuno, Enrique de Mesa, Diez Cañedo...- es con Miguel Hernández con quien la poesía de los años cuarenta lo multiplica. La semejanza formal -cuatro sonetos- nos hace recordar otra pequeña souit de José García Nieto. Mayor intención metafísica en este último y mayor fervor amoroso en José Luis Cano, que parece querer resumir las esencias de su poesía en sus versos de paternidad: «Mi mar, mi verso, mi ave, mi ventura / en su garganta niña cantan ahora». A su luz quiere ver nacer «otra poesía». Claro que sin olvidar la luz. Porque, otra recurrencia, aparece una «luz o rosa». Y no pasamos por alto que otro verso habla de «la luz que nunca se alcanza». No le resultaba, por tanto, tan nueva como suponía el poeta que, al fin y al cabo, se ha mantenido siempre fiel a sí mismo.

Y fiel a la soledad. La cernudiana soledad a la que asidua y pródigamente cantó Emilio Prados, dos amigos de Cano, al segundo de los cuales le dedicó Luz del tiempo. Luz -por supuesto-, ¿de qué tiempo? Del único, que es el que se puede comprender y asumir por un ser humano: su propia vida, engarzada en el hilo sin fin de la general existencia. Uno de los más profundos y a la vez más hermoso poemas de Cano es «La belleza», que aparece al final de esta luz del tiempo. La armonía increíble de mar y cielo, la esencia de un dios extinto, diluido en la tierra, fundido en la luz. La materia del cosmos como misteriosa herencia milenaria. José Luis Cano culmina así una trascendente visión de gran poeta.