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José Manuel Blecua y su quehacer crítico

Ignacio Prat



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La obra de José Manuel Blecua como editor de grandes poetas españoles de los siglos XVI y XVII, de Juan de Mena y de don Juan Manuel, es admirable y está reconocida por todos. Sus conocidas antologías Los pájaros en la poesía española (1943), Las flores en la poesía española (1944) y El mar en la poesía española (1945) demuestran, a la par, su sensibilidad y su sabiduría, y sus casi desconocidas Lecturas para muchachas (1942) son buena prueba de su pasión por la pedagogía bien entendida y de su exquisito gusto literario. (Y ¿qué decir de la estupenda Floresta de lírica española, de 1957, o de la insustituible Antología de la poesía española, en colaboración con Dámaso Alonso, con una primera edición de 1955?). Su «Introducción a la Obra poética de Fernando de Herrera (1976), por ejemplo, aúna el dominio del asunto (que hace de Blecua el máximo especialista mundial en el Divino sevillano), la autoridad lingüística y el ingrediente polémico constitutivos de la figura arquetípica del grammaticus. Pero no sé si la fama del erudito que ha puesto en limpio a todo un Quevedo o la del tratadista que ha hecho la historia de Los grandes poetas del siglo XV (1951) deja un poco en la oscuridad al finísimo prosista y al extraordinario lector y agudo intérprete. Este bello volumen1, diseñado por Joaquín Aranda y prologado por José Domínguez Lasierra (que también ha escogido los textos), viene a poner de manifiesto las dos últimas cualidades apuntadas (como las reveló, igualmente, hace cuatro años, el precioso tomito Sobre el rigor poético en España y otros ensayos, Esplugues de Llobregat [Barcelona], Ariel, 1977).

Desde el 12 de octubre de 1946, con un curioso ensayo sobre «La aportación del carácter aragonés a la literatura española», Blecua viene colaborando en las páginas del diario Heraldo de Aragón, de Zaragoza (aunque oscense, de Alcolea de Cinca, Blecua ha residido en la capital aragonesa casi ininterrumpidamente hasta 1959); su último artículo en el periódico, hasta el momento de redactar estas líneas, es un ingenioso collage de aberraciones jergales contemporáneas (27 de enero de 1981), no en la línea antipática del dómine puntilloso, sino en la creativa y lúdica, aunque trascendente, de la Aguja de navegar cultos, y un poco en la borgesiana del «Centón zamorense» (1973) del propio Blecua. De entre sus numerosas colaboraciones en Heraldo de Aragón a lo largo de treinta y cinco años, J. Domínguez Lasierra ha seleccionado ochenta y una: veintiuna de tema aragonés y sesenta sobre literatura española en general. Advierte Domínguez Lasierra que, entre el vario material que no reedita, se cuentan unas crónicas de viaje y... un poema a Vicente Aleixandre (recordemos que en su antología de 1956 ya González-Ruano mostraba su interés por «la iniciación aún inédita de obra personal en verso del catedrático y escritor zaragozano J. M. B.»).

La vida como discurso toma su título del último de los artículos seleccionados, publicado en el Heraldo el día del Pilar de 1974. Siguiendo a Gracián en El criticón, y corrigiendo a Ortega y a Unamuno, Blecua resume, sabiendo muy bien a dónde apunta con su sutileza: «el curso de la vida es un discurso, una frase que acaba, con su sintaxis, su estilística y su punto final»; «la vida del hombre es un discurso, con sus gustos y disgustos, sus paréntesis, sus párrafos y su punto final» (pág. 296). Este «discurso» etimológico y este homo sintacticus que Blecua reinventa podrían ponerse al margen del último boom de Gracián en Francia, como severidad de estirpe puramente gracianesca junto a los desmelenamientos de los Sollers y compañía. Es muy consciente Blecua de su pertenencia a una generación que «no ha realizado, por circunstancias diversas, una tarea tan poderosa y eficaz como otras» (pág. 201), pero en la que reconoce, hablando de Luís Horno, dos notas originales, una de elegancia y otra de generosidad; ambas implican la modestia o la humildad que a su vez señala Horno (citado por Domínguez Lasierra) en el propio Blecua. Y esta última cualidad es la que deslumbra (diríamos con paradoja) en los ochenta artículos de La vida como discurso. Basta comparar las prosas de Blecua con las también periodísticas de Jorge Guillén desempolvadas hace poco por K. M. Sibbald: ambos coinciden en el respeto y en el servicio noble a sus posibles lectores de Zaragoza y Valladolid, y no les regatean los asuntos más de especialista (si Guillén comenta, en 1924, unas cartas de Mallarmé, Blecua, en 1952, trata de las cancioncillas mozárabes descubiertas por Stern y García Gómez), pero lo que en el gran poeta es conciencia de «composición», conciencia artística exhibida, derroche constructivo, alarde y entusiasmo estilísticos (sintácticos), es en Blecua calidad contenida, sin renuncia a la forma tersa, al «estilo», atención a la frase, simpatía, conciencia también muy estricta de perfección, pues no hay duda de que al primordial mensaje noventayochista la «generación» de Blecua ha juntado los afanes juanramonianos y la ductilidad en el rigor que luego predicaron los del 27. La prosa de Blecua ejemplifica, en primer lugar, una tolerancia con la palabra, un afán de integración con la lengua y con el estilo y una pureza de propósitos, en todo acordes con el «legado» de renovación y naturalidad, sin evitar los lirismos, de la generación del 98 y, en concreto, de Azorín (léase «El legado de Azorín», págs. 182-185).

Entre los muchos puntos sobresalientes que notará el lector en los artículos de La vida como discurso, me adelantaré a destacar algunos. El 5 de junio de 1958 escribe Blecua sobre «Platero y el 98» (págs. 176-179), y no solamente sobre Platero y yo en conexión con la visión amarga de la provincia o del campo, con la tristeza de la vida colectiva anquilosada, que se asociaría a los nombres de Unamuno o Machado, sino en paralelo con la estética espectacular de Noel y Solana. Creo que Blecua hizo un gran descubrimiento, luego confirmado por tantos, por Gicovate y Cardwell, y puesto ahora en su punto por F. J. Blasco; falta todavía el comentarista que agote la investigación de esa vena alucinante, expresionista, españolista ¿por qué no? de versos juanramonianos como éstos: «La procesión avanza. Sibilas y civiles / preceden al calvario; después pasa la muerte, / el tiempo... [...] La Fe... La Magdalena... La mascarada avanza. / Se orina un angelito», etc. El 2 de octubre de 1952, en «Sobre Jorge Manrique» (págs. 122-124), dice Blecua lo siguiente: «El primer verso [de las Coplas] -Recuerde el alma dormida- plantea un curioso problema que ha pasado inadvertido a los lectores y a los comentaristas modernos. La atención queda prendida no en lo que el verso significa, en lo que dice, sino en el ensalmo musical, en lo órfico que adormece la inteligencia»; sigue luego una original explicación, en la que se propone la versión escrita como variante de «Despierte el alma dormida». Pero más me interesa notar en lo dicho sobre el «ensalmo musical» un precedente absoluto de algún sonadísimo análisis jakobsoniano de N. Ruwet. El 31 de diciembre de 1959, se complace Blecua en reconstruir los diálogos estéticos de don Juan Manuel y de don Jaime de Xérica, y compone con ellos una especie de sombras chinescas que podrían proyectarse en las paredes de los gabinetes de Mallarmé o de S. George; sí, Blecua nos obliga, sin alusiones, a escuchar esta razón -«que non lo pueda entender (hombre) sin lo oír muchas veces»- en boca de los estetas de 1870 o 1906 o 1970 («El primer escritor conceptista», págs. 117-119).

Terminaría descubriendo lo evidente. El mismo «rigor» que hallaba Blecua en la cara oculta del falso y tópico descuido y tendencia a la improvisación de la poesía española de cualquier época (véase su discurso de 1969 en el volumen citado de 1977) se encuentra en estos artículos sólo en apariencia modestos, unido a la «cortesía» que llamaríamos «del erudito», glosando al mismo Blecua (véase «Leyendo a Ortega», págs. 186-189), a la serenidad de una prosa magnífica y a los chispazos de la novedad, prontamente matizados por la elegancia de la brevedad, de la humildad generosa.





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