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ArribaAbajo De Los siete tratados

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ArribaAbajo De la nobleza

Los que a fuero de creyentes reconocemos un solo origen al género humano, habremos de renunciar al aspecto filosófico que presenta desde luego esta materia. La fe es holganza que vive sin trabajo: la duda la irrita, la investigación la mata. Respetemos los privilegios de esta soberana ciega, y aun puede ser que en su vacío imperio tenga su cuna la verdadera sabiduría: El presidente del Senado entre los egipcios llevaba al pecho una figura de esmeralda sin ojos: éste era el símbolo de la verdad. Nosotros, buenos sabios de estos tiempos, llevamos al pecho una figura de oro sin ojos: esta es la fe. Y como somos «tan devotos que apenas somos cristianos», damos con piedras y palos sobre los que se atreven a discurrir, lamentándonos de la abolición del Santo Oficio. En hecho de persuasiones religiosas todo el que tenga una gota de sangre española en las venas se descubrirá ante la imagen de Felipe segundo. «¡Luz! exclamaba Goethe al rendir el aliento; ¡luz! ¡luz!». La luz tarda, pero llega al Nuevo Mundo, este inmenso depósito de sombras, entre las cuales se paseaba la del conde de Santa Fiore, alta y terrible como la del ejecutor del género   —240→   humano. Muchos hay ya que se quedan cubiertos cuando pasa este monarca ungido con sangre, cuyo carro triunfal es el patíbulo arrastrado por tigres. El fuego sagrado de Torquemada se apaga, se apagó; y como todas sus vestales son impuras, no hay una que eche su velo en el hogar y lo vuelva a prender por la fuerza de la oración. No se nos olvide, con todo, la suerte de Tomás Payne, y la que está corriendo Renán; Renán, ya que es indispensable designarle por su nombre, como ha dicho un obispo. El famoso le llaman estos, el ilustre le llaman esos. Un gran escándalo que no trae consigo favor ninguno para la sociedad humana, no es sino una gran locura. Los hombres están bien hallados con ciertas creencias en las cuales arraigan sus leyes y costumbres, y adheridos a ellas con tal solidez, que ni otros mil ochocientos años bastarían para arrancárselas. No hiere, nadie en la conciencia de trescientos millones de hombres al través de veinte siglos, por fuerte que sea el golpe y por largo que sea el brazo del gigante. Si Renán ha hecho prosélitos, no sé; pero se me alcanza que aun los que pensasen como él se rehusarían a aplaudirle. El pueblo debe ignorar muchas verdades y creer muchas cosas falsas, dijo el más sabio de los romanos, y un padre de la Iglesia afirma que en este apotegma de Varrón se encierra toda la política. Si Renán triunfara, la mayor parte de las virtudes cristianas se hubieran ido ya en el humo de las Tullerías: sin el freno de la religión, el hombre hace lo posible para perder su semejanza con el Hacedor: solamente los filósofos pudieran vivir sin él como viven con él, si ya hubiera la filosofía negado la Soberana Esencia ¿Estamos huyendo de Felipe segundo, y hemos de ir a dar en manos de Robespierre? Raoul Rigault y Ferré le han dado un golpe mortal a la democracia religiosa: la democracia pura y santa tiene necesidad de Jesucristo.

Quiero insinuar que nada presta el embestir con ciertas creencias, las cuales a fuerza de ser generales y útiles a todos, vendrían a ser verdades, aun cuando de la curiosa y atrevida inquisición de las cosas antiguas resultara haber fundamento para que de ellas se dudase. En presencia de la multitud de razas en que los hombres se   —241→   hallan repartidos por el globo, los que gustan más de averiguar que de creer, han puesto siempre en discusión la unidad del género humano, si ya no la niegan de redondo. El gran código de cristianos y judíos nos hace descender a todos de unos mismos padres; y los bardos han poetizado esta doctrina elevándola a las regiones misteriosas y divinas del paraíso perdido. ¿Qué digo? la unidad de nuestra especie no es dudosa sino para el escaso número de sabios cuya sabiduría bastardea con la ignorancia del peor linaje: sed sabios sobriamente, dice el Apóstol; no lo seáis más de lo preciso. Autoridad religiosa no es razón, contestaría Bentham. Muy bien: aquí San Pablo no habla como sacerdote, sino como filósofo. Conviene en efecto no traslimitar los confines de la inteligencia humana en el peligroso afán de averiguar el principio de las cosas, buscando verdades donde acaso no encontraremos sino errores. Todos los pueblos, todas las religiones admiten la idea de un solo hombre y una sola mujer para la población del planeta que habitamos, de lo cual ningún perjuicio resulta para nadie. Los gentiles poblaron el mundo con una sola pareja, y lo repoblaron con otra, cuando hubo perecido el género humano, fuera de Pigmaleón y Pirra. Hasta los bárbaros del Nuevo Mundo concordaban, sin saberlo, con los demás pueblos en orden a estos principios. Mama Ocllo, la Eva de los incas, salió del lago de Titicaca, y se unió a Manco Capac, de cuyo enlace derivaron los mortales. ¿De dónde procede el descontento de algunos, cuando echan la vista sobre aquel abolengo hermoso? Tener lecho en el paraíso, jardín más embelesante que los de Adonis resucitado, y los de Alcinoo, huésped del viejo Laertes, como dice quien lo conocía, a pesar de la falta de vista, no es, sin duda, cosa de andarse lamentando con ayes de que se irritan los seis mil años que llevamos de existencia, si Michelet anda infundado cuando envejece al mundo con más de treinta millones, por haberlo leído con el telescopio en las nebulosas. Si es por motivo de la serpiente, eso estuvo de Dios; sin ella no anduviéramos hoy dándonos de las astas sobre si somos o no hermanos unos de otros. Si los conocedores de la naturaleza, sopesando en la mano sus entrañas e iluminando sus tinieblas con los ojos han   —242→   visto del orangután de Sumatra, simia satyrus, antes que del hombre hecho por la mano de Dios, ufánense ellos de prosapia de ilustre, y ansíen por volver a su origen, cuando la raza bastardee: nosotros, que ni esperamos ni deseamos llegar a ese extremo de sabiduría, veamos rodar nuestra cuna en las encañadas deliciosas y los recodos encantados del Edén. La sabiduría que envilece debe ser prohibida: aspiremos a mejorar, no a empeorar; a subir, no a descender. El que


Alza la frente al cielo y se contempla
Poco inferior al ángel,



vale más que los sabios cuya gloria se cifra en su deudo con los chimpancés y los mandriles de las selvas africanas. Moisés merece más crédito que el doctor Buchner17. Admitido un solo origen para todos los hombres, no tarda en pre sentarse la dificultad nunca resuelta por historiadores ni filósofos: si descendemos todos de unos mismos padres, ¿cómo sucede que nos hallamos divididos en razas cuyas disimilitudes esenciales parecen constituirnos seres de naturaleza diferente? No se ha dado hasta ahora otra respuesta a este argumento, hablando con la razón, sino es la influencia del clima; que la figurilla de oro sin ojos no tarda en resolver el punto echando mano por la maldición de Noé sobre uno de los futuros pobladores de la tierra. Sea en buenhora; salvo que todas las razas tienen sus malditos: a buen seguro que el infierno está rebosando en hijos de Sem, Cam y Jafet, todo revuelto.

La razón del clima se entrega a la observación sin resistencia: bajo las propias latitudes, con un mismo sol, unos mismos vientos, moran vecinos en varias partes de la tierra, hombres tan desemejantes unos de otros, que los partidarios del clima descreen luego de su piedra filosofal   —243→   y ven perdida su sabiduría. Los pueblos de Georgia, Circasia y Mingrelia viven en los confines de los chuchis y los tártaros nogais, respirando un mismo aire, aspirando las emanaciones del propio suelo, descollando sin más ni menos grados de calor, asombrados por idénticas montañas. Los modelos de la belleza en nuestro tiempo se hallan, como es sabido, entre las georgianas, las circasianas, las que habitan el valle de Cachemira y la falda del Cáucaso, conocido con el nombre de Gurjistán; bien así como el dechado de la hermosura, en lo antiguo, estaba en Chipre, Pafos y Amatonte18. Pues al lado de esos pueblos hermosos y delicados están las criaturas más deformes, las que salieron de manos de la naturaleza durante una horrible pesadilla que esta buena madre tuvo una noche de enojo de la Providencia; esto es las ramas de los tártaros que con las denominaciones de nogais y chuchis causan desagradable sorpresa al viajero europeo, poniéndole en el caso le negar la fraternidad humana; tan feos son como todo eso. Los unos blancos sonrosados, de formas elegantes, contornos primorosos, derramándose en toda su persona la gracia que enamora; los otros de color de fierro bruto, cabellera erizada, frente estrecha, juanetes desencajados, ojos al soslayo, horribles en fin, a la vista y al trato, estos miserables bárbaros. La razón de todas las cosas para Montesquieu es el clima: este hombre ilustre pensó que las diferencias más notables se explicaban por medio de ese agente tan poderoso como misterioso; pero la lógica de los hechos es de bronce: en ellos se quiebran el ingenio más bien templado y la ciencia más elástica. No hay sino la figurilla de oro sin ojos que atina con estas dificultades: la maldición del buen viejo Noé le dio al tártaro nogais ese «color de hollín desleído», y al negro del Senegal esa nariz ancha y aplastada, cuyos boquerones semejan a las entradas del Averno. Por desgracia uno y otro son feriados en los mercados públicos, bien así la negra de Guinea como la blanca georgina; y si la maldición de nuestros padres ha producido algún efecto, éste es la esclavitud. A más de que nadie sería harto sabio para probarnos que todos los pueblos hollimientos y desgraciosos descienden de Cam en línea recta de varón, y todos

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los blancos y bien apersonados de Sem y de Jafet. No pocos blancos hay cuyas acciones los atan con vínculos estrechos a Caín, y gente presumida de noble que entronca orgullosamente con el gran Judas Iscariote.

El Nuevo Mundo está desmintiendo a voz en grito el sistema de Montesquieu: la raza africana, si no se cruza con las otras, permanece en su ser: transcurrirán cuarenta siglos, y el negro será en América tan negro como en el Congo. El tiempo nada puede sobre la naturaleza; siendo como es inflexible tirano, se humilla a la autoridad de esa modesta anciana. Pues el indio, el originario de estas nuestras luminosas comarcas, ¿nos trae por ventura a su condición física el influjo de su clima? Bouguer, en el «Viaje al Perú», sostiene que los indios de la Cordillera de Quito, si no fuera por los vientos del Este que les dan de continuo en el rostro, serían tan blancos como los europeos, como lo son, dice, los que viven al pie de los Andes hacia el occidente. Bouguer en su vasta curiosidad científica, traslimitó los términos de su comisión: en tanto que llevaba adelante la gran obra de medir el meridiano, junto con sus ilustres colegas, se dio a investigaciones geográficas, históricas y filosóficas. Pero Bouguer propendió siempre a las regiones orientales, y no dio un paso a la espalda de la Cordillera: no pudo constarle, por tanto, lo que afirma como verdad inconcusa. En mis diferentes viajes por las selvas occidentales, no he visto pueblo ni tribu de indios cuyo color no fuese tan cobrizo como el de los del oriente. Los vegas están libres de los vientos del Este, teniendo como tienen tras ellos el inmenso baluarte de la sierra; y de ellos a los papallactas y los archidonas no va la mínima diferencia. A la isla de Tumaco salen a menudo los callapas, tribu que vive casi libre en las faldas occidentales, atrás del Rucupichincha: los callapas son como los hijos del Amazonas en color, porte y modo, con más tendencias a la civilización que los ribereños del Napo. Esos indios tan blancos como los europeos no los ha visto sino el sueño de los que profesan a todo trance el sistema de Montesquieu. Verdad es que los hay muy bien apersonados; pero sus ventajas son antes de clase que de casta, personales   —245→   primero que específicas. El buen paso de la vida, los alimentos, el aseo esmerado son parte para que las familias distinguidas y ricas, entre todas las razas humanas, cobren ese aspecto de hermosura y superioridad con que predominan a la plebe sumida en la esclavitud y la miseria. Los indios que habitan las faldas del Cotacachi dan la ley de la gentileza a los demás: blancos no, pero despercudidos: cabello liso, lacio, luengo; ojos profundamente obscuros; mirada soberana; nariz recta, de finos perfiles; dientes de divinidad mitológica; porte señoril, paso regio. Estos indios, cuando en sus días de solemnidad y alegría se ponen de tiros largos, son verdaderamente hermosos: zaragüelles blanquísimos hasta la rodilla; cusma de fina lana tejida por sus propias mujeres, negra como el azabache. Esta prenda de vestir es una túnica corta, sin mangas, de rara elegancia en cuerpos bien formados. El sombrero, con su cinta desfluecada, de color ardiente alrededor de la copa, es de ancha ala arriscada a un lado y a otro. Desnudo de pie y pierna, el indio lleva también al aire el brazo, como los antiguos romanos, y es de suma gracia verle ese manejo del cetro o bastón de sortijas de plata que el indio gran señor tiene por parte del vestido. Pero este noble tan sobresaliente por su aspecto, no habita la espalda de la Cordillera, como quiere Bouger; ni los vientos del Este pasan a una legua sobre su cabeza; al contrario, se repule con ellos, goza en ellos, recibiéndolos en todo el cuerpo; mira frente a frente a la aurora, y ve salir el sol por sobre los montes orientales.

A despecho de las preeminencias de clase, los caracteres de los aborígenes de América son permanentes: de las razas que se van atravesando resultan estos mestizos de elevado entendimiento y fuerte corazón que formen la aristocracia de la América del Sur; mas, cada una de ellas, cuando vinculan sus placeres en sus propios individuos, permanece sin alteración a despecho de los siglos. ¿Cuándo, por qué accidente extraordinario, acaeció el rompimiento de la unidad humana, verificándose este calamitoso deslinde de razas distintas y enemigas, cuyas relaciones no consisten sino en la cadena que el uno tira   —246→   como dueño, la cual sigue el otro como bestia? El alemán sanguíneo, el inglés rubicundo, el español de color de cera sonrosada, por una parte; el calmuco, el hotentote, el cafre por otra, negros y deformes, todos descienden de unos mismos padres; y Adán es tan justo que a todos los reconoce. ¿Por qué son blancos estos, negros esos? ¿Por qué los unos tienen barba, lana los otros? ¿Cuáles a semejanza de Dios, tales a la del demonio? Si no convenimos en que lo que pasa por el cañón del crimen pierde todas sus virtudes, no habrá explicación posible para esta anomalía. Caín tiene la culpa de las lupias de la hotentota y del color de hollín desleído del calmuco. Satisfagan unos su orgullo con las lucubraciones confusas del pensamiento, apacigüen otros su conciencia con la fe: en medio de éstos quedan los desgraciados que gimen en la duda. Las luces encontradas de la razón se convierten en tinieblas: anochecimiento lúgubre al cual Dios proporciona feliz alborada, cuando levanta hacia él el corazón y se resigna el hombre a la ignorancia; la ignorancia, mágica bienhechora que así salva de la impiedad como de la vanidad.

Los distintivos de las castas humanas no consisten solamente en los caracteres visibles, más aún en la organización interior, y de tal suerte, que ellos vienen a formar diferencias esenciales y una como gradación en la naturaleza misma. Se ha reconocido que el ángulo facial, este símbolo de la inteligencia, se abre a medida que las castas son más nobles y perfectas, y se cierra en las que se aproximan a la idiotez y el brutismo. La raza caucásica blanca, tronco de los hermosos pueblos civilizados que habitan la Europa, lo tiene casi recto; esos aduares miserables que vaguean por los bosques del África con nombres de chubaches y eboes, lo tienen tan agudo, que sus mandíbulas resultan a manera de hocico, al paso que la frente se quiebra en una hondura que no deja lugar al entendimiento. Más diferencia hay de hombre a hombre que de hombre a bruto, se ha dicho con justicia: «Un cafre es respecto de Platón más inferior que un orangután respecto de un cafre». La organización sutil y perfecta, la fibra elástica; los nervios tejidos con el primor   —247→   que gasta la naturaleza cuando trabaja bajo la inmediata dirección divina, hacen del uno este ser elevado cuya inteligencia le actúa en los misterios de la creación, y cuya sensibilidad le comunica esa delicadeza por medio de la cual goza y padece, girando en la órbita casi infinita de ideas y sensaciones que le ha prescrito el Hacedor. La bronquedad del organismo; esa fibra tiesa y resistente; esos nervios sordos, irreducibles; esa piel bravía; esas formas imperfectas; esos sentidos incultos, le vuelven al otro el ente descabalado que no piensa ni siente más que los animales de los bosques por los cuales arrastra su existencia miserable. Platón es casi un dios, el salvaje casi un bruto; y uno y otro cuentan el propio origen. Quisiera yo saber si ese filósofo divino reconocía su propincuidad con el tropinambúe, y si su árbol genealógico se coronaba con un horrible mono. Los antiguos insinúan, por el contrario, que la bella Perictione no fue jamás de su marido Aristón, y con todo dio a luz un niño que al andar del tiempo sería el príncipe de los filósofos. Saturno había tenido un secreto celestial con la madre de ese niño, para honra de la especie humana.

Si la civilización fuera modificador tan poderoso que cambiara, en cierto modo, la naturaleza, diez mil años no bastarían para abrirle el ángulo facial al negro zabio de Guinea y comunicarle las prendas físicas y morales con que sobresalen las razas blancas del Asia y la Europa, siendo de presumir, además, que tan antiguo es el negro como el blanco, supuesto que son hijos de dos hermanos. El uno se ha civilizado, el otro no: el uno recibió de la naturaleza alguna parte de la divinidad con que Dios la enriquece, y el otro fue más desgraciado en el gran repartimiento de los dones celestiales. La población del Nuevo Mundo es otro argumento de que los filósofos descreídos se sirven para combatir la doctrina de la comunidad humana. En el país de Senaar se hallaban reunidos todos los habitantes de la tierra en los primeros tiempos, cuando aun no componían sino una vasta familia: de allí se repartieron por los lugares del mundo adonde les fue dable transportar sus penates, y principió a verificarse de nuevo el mandato del Señor: Creced y multiplicaos:   —248→   Replete terram. ¿Por dónde pasaron al ahora llamado continente americano los descendientes de Noé? Si navegaron los hebreos o los fenicios de propósito hacia él, era ya conocido por ellos, y no se pudo perder, los siglos posteriores; si fueron a dar en esas apartadas costas por casualidad, arrebatados por los vientos, allí hubieran perecido esos pocos, sin que les fuese dable sufragar por la propagación de la especie, supuesto que las mujeres no tomaban parte en los viajes de mar que hacían en son de comercio los fenicios. ¿Pues qué hay sino suponer que el continente americano estuvo unido al asiático en tiempos muy anteriores a nosotros, y que un acontecimiento extraordinario los rompió y separó, metiéndose el mar entre ellos? La España formaba un cuerpo con el África, la Sicilia con la Italia, la Gran Bretaña con la Francia; así lo dan a entender los historiadores antiguos, según los campeones de la Biblia19. Y la Atlántida, con ser vasto continente, ¿no fue tragada por el Océano, cuando este bello y grande monstruo, hirviendo desde sus asientos en cólera sublime, se alzó hasta el cielo y la hundió con una ola gigantesca? El dragón del Apocalipsis barre con su cola la mitad de las estrellas del firmamento; ¿por qué el mar, este dragón más poderoso, no ha de barrer un continente con la suya? El mar lo pudiera, pero Dios no lo quiere: «De aquí no pasarás», le dijo. Los más ardientes defensores de la Biblia muestran no creer en ella: ¡impíos! Yo quisiera que Voltaire nunca tuviera razón; pero sus contrarios, ocupados en injuriarle, le dejan el brazo sano, y este Encélado golpea como si estuviera forjando en el monte Etna las armas con que se propone derribar a los dioses. ¿Por qué este descomulgado gigante no pereció cuando no era sino el muchacho Arouet? ¡Ah! si sus maestros de Lancashire lo hubieran previsto20.

No está fuera de la naturaleza de las cosas el que dos océanos rompan la porción de tierra más o menos   —249→   grande que los separa, y pasen a comunicar sus caudales, yendo y viniendo poderosos, con asombro de la tierra quebrantada: Neptuno y Anfitrite tienen amores perpetuos: cansados de visitarse a hurtadillas por debajo de las montañas y las sierras, extienden los brazos por encima en ocasiones y se dan esos besos gigantescos que van a resonar en la bóveda celeste. Mas dando por inverosímil, a causa de la prohibición del Todopoderoso, ese ayuntamiento descompasado de los dos mares mayores del globo, matrimonio a viva fuerza, todavía no les quedaba del todo cerrado el paso a esos curiosos y vagabundos Cananeos. Morton y Hayes, exploradores atrevidos del mar libre del Norte, tomaron por tierra firme los enormes témpanos de hielo que acaso flotaban a la distancia en ese mar pavoroso y terrible en demanda del cual se perdió Franklin. Los osos blancos del polo viajan largos trechos embarcados en sus naves heladas, las cuales van desfilando con las corrientes marítimas o impelidas por los vientos: ¿qué maravilla que los habitantes del extremo del Asia hubiesen pasado a pie enjuto por un puente de nieve, o a bordo de un blanco navío que cual cisne apocalíptico volaba de un mundo a otro? Si a la vuelta de los siglos salió del seno de la eternidad un hombre iluminado por un rayo divino, y sobre seguro enderezó su rumbo a estas regiones ignoradas, bien puede ser que dos o tres mil años antes algún sabio, siquier aventurero, hubiese hollado las costas vírgenes de América. Un brasileño amigo de las ciencias pretende haber dado con la clave del secreto, mediante el hallazgo de una piedra cargada de una inscripción fenicia, cuyos caracteres insinúan lo necesario para que vengamos en conocimiento de los primeros pobladores de nuestro continente. Piedra santa, si verdadera, piedra consagrada en la obscuridad por la mano del tiempo, sacerdote invisible que consuma su misterio en el altar del universo; piedra sagrada, piedra santa, yo te bendigo.

El señor Wladislao Netto ha descifrado esos caracteres fenicios de orden del Instituto histórico de Río Janeiro, con auxilio de la lengua hebraica antigua, y ha descubierto que ahora veinte y tres o veinte y cuatro siglos,   —250→   por los tiempos de Hiram II, fueron deportados al África ciertos Canneos de Sidonia, los cuales huyendo de los huracanes del Cabo de Buena Esperanza y Senegambia, se echaron mar adentro y fueron arrastrados por la corriente ecuatorial hasta las costas del Brasil. Por desgracia este sabio no ha visto la piedra ni se ha estremecido agradablemente poniendo los dedos en ella: sus ojos vieron una copia de la inscripción, y está por descubrir dónde para ese precioso documento, si en la Parahiba del Sur, si en la del Norte. ¿Existe en realidad de verdad esa piedra, la cual sería más preciosa que un carbunclo de su propio tamaño? Si no existe, ¿quién pudo inventar y forjar esos caracteres fénico-púnicos del más puro y bello perfil, como dice alborozado el descifrador de ese noble jeroglífico? No sé si nos hallamos ya harto sabios y corrompidos para esas imposturas de genio con las cuales algunos bribones de gran talla han hecho fisga de todo un mundo europeo. Séneca echó de ver que, cuando comparecieron los hombres hábiles, los de bien habían desaparecido. Ya un monje del siglo XV regaló a sus contemporáneos con las obras perdidas de Manethon, Beroso, Methas y otros historiadores de la antigüedad, todas de su propio caudal, esfuerzo increíble de la imaginación. Un muchacho de trece años contrahizo los poemas de Rowley de tan acabada manera, que fueron precisos todo el criterio y la penetración de un Roberto Walpole para descubrir la superchería del pequeñuelo Chatterton. Simónides echó evangelios a manta de Dios, y hasta Shakespeare tuvo quien le aumentase sus tragedias; y no hace cuatro años hemos visto a un miembro del Instituto de Francia comprar cueste lo que costare autógrafos de los hombres más ilustres de los tiempos antiguos. Si no somos víctimas de un Jorge Psalmanazar o de un Uranio Lucas, el secreto de la población del nuevo continente nos será al fin revelado, y nos ensoberbeceremos con sentir correr por nuestras venas los remanentes de la sangre de uno de los pueblos más ilustres de la antigüedad, junto con la más noble de estos tiempos. Los mares todos prestaron pleito homenaje al cetro de los fenicios; el mundo se ha dejado estar en silencio, temblando ante el león de Castilla; pueblo que descendiese   —251→   de españoles y fenicios estaría, sin duda, llamado a las mayores cosas. ¿Quién sabe, en efecto, lo que serán nuestros descendientes cuando el viajero se siente triste a meditar sobre los escombros del Louvre, del Vaticano o de San Pablo? Ni se diga que las moléculas ardientes de sangre africana que nos rojea un tanto el cutis retarde algún espacio nuestro engrandecimiento por medio de la civilización: el humus, la tierra negra, es la que comunica a las demás la virtud productora: la creta, la arena son estériles de suyo. ¡Y yo que he visto un consistorio donde los señores negros, renegros, más graves que los senadores romanos con sus cetros de marfil, se sentaban a dictar leyes a un Estado! Vasco Núñez de Balboa, cuando subido en la cumbre de un monte contemplaba asombrado en lontananza el relumbrón del Océano Pacífico, no sabía que antes de tres siglos el África había de reinar en el mar donde él iba a plantar la bandera de los reyes de Castilla. Libertad es el supremo civilizador de los hombres: pueblo donde el negro y el indio pueden sentarse en el Senado, sin detrimento de la raza predominante, ha hecho, sin duda, mucho por la civilización. Los anglo-americanos persiguen cual pudieran a bestias bravas a los dueños legítimos del territorio que poseen: en cuanto al negro, nada presta el que la ley le hubiese declarado libre, si las preocupaciones y las costumbres no aflojan un punto el yugo debajo del cual le tienen. Los hispanoamericanos, por el contrario, alargan la mano bañada en luz a la raza india, y cuando ésta da de sí individuos organizados como Benito Juárez, los pone bajo el solio. Si Dios es servido de permitir que algún día se civilice toda esta raza, entonces nos será remitido el crimen de nuestros padres; crimen, no el haber conquistado a los indios, sino el haberlos vuelto rayas y parias. Nosotros no los matamos; los procuramos sacar, y no sin trabajo, de la servidumbre a que ellos se inclinan fuertemente, como acreditando una esclavitud de naturaleza. ¿Esteban de la Boetie tendrá razón? Dios no lo permita: en ese caso la filosofía y la filantropía serían las mayores criminales.

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Un predicador de mucha fama dijo una vez en mi presencia que Lincoln era un gran malvado. Para algo les ha de servir la corona a ciertos crueles enemigas de sus semejantes: Juxta illud: si quis suadente diabolo; así principia el canon en donde el concilio de Trento excomulga al que los hiere. Con esos cuando más puede uno hacer lo que el general de Goyon un día que se estaba repuntando con Monseñor de Merode. Como Su Eminencia apretase: «¡Cardenal! le dijo, si vuestros hábitos sacerdotales no me lo estorbaran, os asentaría ahora mismo un bofetón; pero dadla por recibido». ¿Qué decís de un sacerdote que llama gran malvado al libertador de una vasta porción de hombres, abolidos de la esclavitud en casi medio mundo? Ese fraile no sabía, sin duda, que uno de los encargos de Jesucristo fue la fundación de la libertad, y que con la cruz por delante han ido siempre los benefactores del género humano. El obispo de Chiapa cometió un error criminal, con sustituir unos esclavos a otros, como si del encadenar negros sacaran más provecho -el reino de Dios y la filosofía, que del desatar las cadenas de los indios. Error de la conmiseración, error de la virtud; error, crimen no. Los negros le deben en mal al santo Casas lo que los indios en bien; su intención respecto de los primeros no fue perversa; Dios no ha tenido en cuenta sino las buenas respecto de sus obras para con los segundos. Con gusto hemos oído después exclamar a otro sacerdote, que en los brazos de la cruz pendían fracasadas las cadenas del mundo.

No repugna a la razón la idea de que los hombres, tantos cuantos son los millones que cubren el haz de la tierra, provengan todos de un solo y mismo padre. Dios es uno: la unidad es el infinito del cual nacen todas las cosas; y remontando hacia el origen de ellas, siempre vamos a parar al uno, germen fecundo que llena el universo con su multiplicación infatigable. Un grano de trigo da una espiga; una espiga da ciento. Cuando esta simiente nobilísima queda entregada a la simple naturaleza, degenera, pierde sus calidades y se torna grano silvestre. ¿Por qué no suponer que algunas ramas de la familia primitiva, echadas a la soledad de luengas tierras,   —253→   sin más herencia que su propio poder, se hubiesen visto en la imposibilidad de pulir y cultivar el alma, que a más andar se les embastecía? Los caracteres peculiares a ciertas razas de hombres desatinan a los que cargan la consideración en estas cosas, sin que de las otras argumentaciones de los sofistas saquemos nada de provecho. La red de Malpighi, ese tejido misterioso en el cual la luz toma una modificación siniestra, modificación que le comunica al negro su color; la lengua de los sesos; lo agudo del ángulo facial; las verrugas y dobleces de la hotentota, los cuales son una suerte de miembro supletorio de que carece el cuerpo en las demás razas; éstas, y otras consideraciones han hecho dudar de buena fe a algunos filósofos acerca del origen común de los hombres; duda que los más audaces han elevado a principio incontrovertible, dando por el pie el grandioso monumento que contiene las creencias de gran parte del género humano. La propensión de ciertos animales a entroncar con el hombre, y el apocamiento de algunos hombres cuyos sentidos tiran a enlaces envilecedores, pudieran también servir de alegato en este gran litigio de religión y filosofía. Los viajeros atestiguan que la hembra del orangután y los otros monos de las especies grandes muestran tal predilección por el negro, que si éste no anda muy sobre sí, se mira luego objeto de un asalto cuyo fin es el amor, y se ve arrebatado por esa rústica Medea a lo profundo de los bosques, en donde exige de él la última fineza. Los machos por su parte viven apasionados de las mujeres, y, atalayas constantes, se dejan estar en la cumbre de sus árboles, viendo a qué hora ha de comparecer allí la prenda de su cariño. Si su buena fortuna les depara una inocente Rebeca que va por agua a la fuente o por leña al chaparro, da sobre ella la bestia inmunda con un alborozo selvático que le vuelve el ente más dichoso de la tierra. Hay observadores que se propasan en estas horribles noticias, llegando al extremo de decir que los negros raras veces faltan a la cortesía debida al sexo femenino, y sin alharacas ni aspavientos, que en un hombre serían ridículos, condescienden con esas dríadas libidinosas. Las negras por su parte no muestran el más subido punto de terror cuando un gorila hermoso o un babuino   —254→   formidable cae sobre ellas, les habla de amor con las manos, y, fugitivos afortunados, allá se enselvan en esas obscuras soledades, cual otros Chactas y Atala, a vivir en la beatitud de sus amores. ¿Quién sabe qué descendencia dar a esa hibridación horrible en las descomulgadas selvas del África, donde el cristianismo aun no ha conseguido plantar su símbolo, ni siquiera curiosear con la vista las ruidosas tinieblas de la parte más desconocida de la tierra? Sátiros, faunos, títeres, silvanos y otras divinidades habitan esos árboles corpulentos y vetustos, y mil y mil Genios tenebrosos que favorecen diabólicamente esas infames aventuras. Si Pasifae amó al toro de Maratón, esta es una figura mitológica: y el carnero que vivía enamorado de la cortesana Glaucia nunca se desaforó con ella ni dio a entender pretensiones abusivas. Pero ese ahínco por la satisfacción de sus deseos en la especie de los monos; ese ponerlos por obra sin gran resistencia de la parte contraria; ese huir a lo profundo de los bosques para volver al regosto cada día, ¿no inducen a sospechar, en esas naturalezas montaraces, conexiones más estrechas de lo que conviniera a la elevada y noble del género humano? Dios le vio y le amó al hombre justificado: véanos y ámenos a nosotros, cuyo pecado no es sino insuficiencia de razón y sobra de ignorancia. No saber nada en esos misterios fuera lo más sabio; no decir nada, lo más cuerdo. La imaginación arde y no se quema, como la zarza de Oreb, cuando el corazón está girando en la órbita de la inocencia; mas cuando se pone a requerir profundidades llenas de sombra, corre funesta, como el caballo de la leyenda que se llevaba los muertos rompiendo el silencio de la noche con su fantástico galope.

Puesto en controversia el origen único de la especie humana, no habría cosa que dificultar en orden a la desigualdad de las clases, y la nobleza de la sangre vendría a ser prerrogativa natural y esencial en las que la reclamasen y poseyesen a justo título. Si admitimos empero una sola cuna para todos los mortales, el principio de la nobleza lo hemos de buscar en otra parte. Fundar un hecho en una hipótesis, sería absurdo a todas luces hablando,   —255→   en uno tan notorio como el de la nobleza, hemos de partir de cosa conocida y reconocida, cuál es la verdad del Evangelio. En una de esas efusiones a que suelen entregarse la libertad y la democracia, cuando se encuentran y se besan, como la misericordia y la paz se besan en la Escritura, un tribuno de la plebe dijo en su discurso, que la nobleza procedía del robo, y los nobles todos del mundo habían nacido de asesinos y ladrones. Los negros pintan blanco al diablo, y a sus dioses negros como el ébano. Pero no se trata de pintar de fantasía, sino de averiguar la verdad de las cosas; ni la democracia ilustrada ha menester que los aristócratas todos sean buenos para la horca. Que el alcalde de Zalamea mande dar garrote a un grande de España, está en lo justo; pero que nos pongamos a abrumar a puntapiés a los niños, a ejemplo del zapatero Simón, sin más que porque son hijos de reyes, esto sería ir a galeras cuando el equilibrio social se restableciese. A esa cuenta los Romanoff de Rusia, los Habsburgos de Austria, los Hohenzollern de Prusia, los Borbones de Francia, los Tudores y Estuardos de Inglaterra, los Braganzas de Portugal debían ser ahorcados en ley de justicia! hombres, mujeres y niños. Theroigne de Méricourt lo hubiera sostenido; y Lutz, el cabecilla de los incendiarios de la Comuna, lo ha probado con su tea formidable. La libertad sabia no habla como ese tribuno, ni la democracia virtuosa experimenta en el pecho esas brutales sensaciones. Tiberio Graco alzando el ánimo del pueblo romano a deseo de grandes cosas, puso a temblar en sus sillones a los senadores patricios; y Mirabeau andaba siempre en su vuelo de águila por las regiones encumbradas de la filosofía y la política. Los grandes demócratas son grandemente nobles; el señorío del ánimo y los alcances de la inteligencia los vuelven dignos de esta superior doctrina o principio que se llama democracia. El espíritu elevado desciende con gusto a la modestia, y en ella no le falta espacio para holgarse; virtud es ésta que se aviene muy bien con la importancia. «Hijo mío, hazte pequeño» le decía Parmenión a Filotas. «Hijos míos, haceos grandes», les diría yo a esos pequeños que no hallan medio de prevalecer si no arruinan a los   —256→   que valen más que ellos. Los verdaderamente grandes lo son por su propia grandeza, no por la pequeñez de los demás. Ese tribuno de la plebe no sabía, sin duda, que el segundo Graco, para hacerse pequeño, esto es moderado, ponía tras sí, cuando hablaba al pueblo, a su esclavo Licinio con su flauta. El que siente una víbora en el corazón, hágase seguir por un criado con su flauta, si no quiere ser Marat ni publicar «El padre Duchesne». Con semejantes apóstoles, ¿qué sería de la democracia? Por dicha esos no son sino la espuma en la cual se van las impurezas de los pueblos, cuando éstos hierven en la efervescencia revolucionaria. Entran en sí mismos, y el caudal de la democracia es manso, puro y saludable. Por muchas vías podemos salir a la comodidad; a la virtud, por una solamente. El que no sigue la de la hombría de bien, no hace buena jornada.

Cuando los habitantes del globo fueron harto numerosos para dividirse en familias; cuando las familias formaron tribus y las tribus pasaron a componer naciones, natural es que los individuos que en ellas preponderaban por las dotes de la naturaleza prevalecieran sobre los demás y los rigieran con derecho tácitamente reconocido por los menos fuertes. Quien por la inteligencia, quien por la fuerza, quien por el valor, fuéronse constituyendo superiores, y los hijos de éstos, como descendientes de los que más notables, nacían, en cierto modo, naturales al imperio. Las riquezas no eran de ninguna significación entonces: los hombres ganaban la nobleza por las virtudes, entendiéndose por ellas hasta los defectos grandes y terribles, cuales son fuerza, ambición, dirigidas por el atrevimiento. Nomrod, el fuerte cazador de hombres, fue el primero que intentó volverse rey y uncir a sus semejantes al yugo de la esclavitud. Ese gigante ha tenido imitadores en todos tiempos; y, cazando estos, cazados esos, ya no hay remedio sino que el poder y la tiranía de unos sobre otros han venido a ser cosa tan difícil de abolir, que después de cuarenta siglos apenas si los conmueven estos sacudimientos estupendos en que se levanta el mundo con nombre de revoluciones y transformaciones. La nobleza tiene, pues origen noble, como   —257→   que ha nacido del talento y el valor, prendas de la naturaleza humana; y si es verdad que el pueblo es siempre más pujante que la clase principal, de esto mismo se deduce que la superioridad de ella es efectiva, ya que no sucumbe ni a los embates más furiosos de la plebe, cuando con razón o sin ella ésta se levanta, da sus colazos formidables y devora como la serpiente de Bagrada. ¿Qué maravilla es que los tiranos y los nobles lleven adelante la codicia y la soberbia? Mayor maravilla es que los que son más en número y fuerza vivan por costumbre tan uncidos al yugo del trabajo y la penuria. Dios ha querido contrarrestar el poder del pueblo con cierta humildad inherente a su clase, de la cual es raro que se desvíe: cuando se les sube a las barbas, los reyes y señores dan un alarido y caen por el suelo. El pueblo es como el buey, trabaja todo el día: cuando pierde la paciencia, el pueblo es el jabalí de Erimanto.

Conviene averiguar si los grandes hechos de ciertos varones ínclitos inoculan en la sangre de sus descendientes un principio que comporte el respeto y la admiración de los demás, y si a causa de sus mayores han de gozar inmunidades y prerrogativas que los levanten sobre la comunión social; esto es que se llamen nobles, y miren para abajo al pueblo, sin el cual nada serían. No cabe duda en que los grandes hombres labran para su posteridad, y en que sus hijos son acreedores a ciertos miramientos, si prescindiesen de los cuales los pueblos darían en la ingratitud, el peor de los vicios. ¿Mas qué significa la nobleza del ruin palaciego, el cual de la segunda generación para arriba se vería a obscuras con su árbol genealógico, si ya no fuese a parar en un ahorcado? Siempre podemos apostar veinte contra uno, dice el filósofo ginebrino, que un noble desciende de un bribón. No faltará quien responda que él no es descendiente de Juan Jacob; mas nada prestará la injuria, pues el dicho Juan Jacob no hizo sino vestir con otras palabras una de las verdades de Platón: «No hay rey que no descienda de un esclavo, dijo el príncipe de los filósofos, ni esclavo que no cuente algún rey entre sus abuelos». Si Platón hubiera dicho: «No hay rey que no descienda de un ollero»,   —258→   Agatocles hubiera comparecido arrastrando el grandioso manto de púrpura a corroborar la sentencia de la Academia. Y si su ilustre fundador, por acreditar del todo su proposición se pusiera a dar esta voz paseándose a lo largo de los jardines de Academo: ¡Hola, porquerizos! Allí se presentará luego un tumulto deslumbrador de reyes, emperadores y pontífices.

Platón. ¡Hola, porquerizos!

Justino, antecesor de Justiniano: ¡Aquí estoy!

Platón. ¡Hola, porquerizos!

El gran Taborlán, rey de los Citas: ¡Aquí estoy!

Platón. ¡Hola, porquerizos!

Nadie responde.

Platón. ¡Pastores de puercos! ¿no hay otros?

Una gran figura vestida de blanco se presenta: trae en la cabeza un «birrete alto y redondo, cercado de tres coronas de oro, guarnecidas de pedrería fina, con un globo o mundo que sostiene una cruz por remate». En el dedo anular carga una enorme piedra morada. Este hermoso fantasma anda con majestad e imperio, y no se inclina ante el filósofo.

Platón. ¿Quién sois?

El fantasma blanco. Me llamo Sixto V. ¿No habéis llamado a los pastores de puercos? Platón se inclina, pero no cae de rodillas.

Estos son los fundadores de las primeras noblezas del mundo. El vuelo de la inteligencia y la fuerza del corazón los levantaron al primer peldaño en esta alta gradería que los hombres han fabricado para ponerse unos sobre otros. La nobleza sale de la plebe y vuelve a ella: en el vaivén sempiterno del género humano todo se trastrueca. ¿Cuántos descendientes de reyes componen hoy la hez del pueblo en las naciones de la tierra? A nuestra corta vista le parece que las cosas duran mucho; no es así: el tiempo es impaciente; no gusta de verlo todo en   —259→   un mismo ser a cada vuelta suya. El tiempo no vuelve, me dirán. Los ríos tampoco vuelven, y con todo el agua es siempre una misma. El tiempo da su vuelta por la eternidad, pero no le podemos seguir ni con la imaginación, y por eso juzgamos que pasa sin regreso. Si no es el mismo, ¿dónde cae y se deposita el caudal que va corriendo? ¿de qué abismo inagotable sale el que va viniendo? Sale de la eternidad, entra en la eternidad. Esta es una región muy obscura para nosotros: Dios ve en ella, pero no nos dice lo que ve: satisfecha nuestra curiosidad, perderíamos la vida. Un antiguo pidió a sus dioses le dejasen ver de hito en hito el sol, tocar su sustancia, saber lo que era la luz, y morir luego. Los dioses no vinieron en ello. «La filosofía no tiene cosa mejor que el no hacer de la nobleza estimación ninguna». Si la autoridad de Séneca es decisiva, ahora es cuando Séneca habla de la nobleza sin méritos intrínsecos, la nobleza heredada que no recibe ningún realce de la persona que se acredita con ella. Mas Séneca hace mucho caso de los Fabios, los Marcios, los decios, esos nobles que se sacrifican por la patria, propagan las virtudes en Roma, toman ciudades y dilatan los confines de la República. Esos nobles son mucho para el filósofo y la posteridad, por cuanto su nobleza está en la regia tirantez del alma que los impele a grandes cosas.

Si la filosofía es la ciencia de la verdad, la verdadera filosofía merece fe. Para los estoicos no hay sino una nobleza, y esta es la virtud. ¿Quién llevará a mal que la virtud constituya nobleza? La virtud no consiste en el ejercicio de la vanidad y la soberanía, ni vayan a juzgarse por virtuosos ciertos hombres acaudalados que hacen su ruin limosna a campana tañida, y oyen misa con el burillo en la mano: la virtud es persona de gran talla en cuyo rostro brillan los caracteres de la Divinidad, y anda por lugares inocentes llena de majestuoso silencio. La virtud no se hace anunciar con bocinas y trompetas, no va hiriendo los ojos de los pobres con los colores de sus libreas; es Genio mudo e invisible que anda descontando con sus obras los escándalos del crimen y las ficciones de la hipocresía. Comer de un manjar y no de   —260→   otro; hartarse de carne el jueves y de pescado el viernes; tirarse de rodillas ante un leño para cavilar en la iniquidad; aporrearse el pecho sin verdadera contricción; andar sacando media vara la lengua negra al pie del altar y asesinando a Jesucristo en lo secreto de unas entrañas corrompidas; echar de ventana abajo un cuarto al pordiosero, y reembolsarlo con la herencia del huérfano desvalido; proferir sin conciencia algunos términos venales, en la rutina de esa devoción sin corazón con que ofendemos al cielo, y encarnizarnos sobre la honra y el sosiego de nuestros semejantes; cumplir, en una palabra, los mandamientos de la Iglesia en cuanto le conviene a uno a su negocio, y huir de los de Dios; esta virtud es la del hipócrita; no comunica más nobleza que la de Satanás. Satanás tiene ejecutorias, es condecorado, carga la cruz de San Andrés: ¿no le veis pasar en carroza tirada por caballos negros cuyos ojos fulguran y echan ráfagas de fuego? Sus lacayos van tras él, de librea colorada; el auriga blande la fusta resonante; saltan las bestias, piafan espumosas, vuelan atropellando al mundo: es Satanás el noble; el noble cuya nobleza está fundada en soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia. En pereza no, porque es muy diligente en el daño del prójimo y el fomento de sus caudales. Lo demás, todo lo desdeña. Por mucho que uno valga, hará mal en tomar el desdén por parte de la importancia: su mérito consiste en hacerse querer por algunos y estimar por todos: si a esto es posible que añada un poco de admiración de los que le aborrecen, ya podrá presumir algo de sí mismo. La soberbia es quizá la única pasión estéril; nunca da fruto saludable; en cuanto a los amargos, de ella se cuelgan en racimos. Ripio de la naturaleza, bien se la pudiera suprimir, sin que su eliminación perjudicara al equilibrio de las pasiones. Si mío fuera el pulimentar la sociedad humana, la nobleza sin méritos intrínsecos sería la que primero se escapase por el lomo del cepillo. Andar carirreído con el poderoso, rostrituerto con el desgraciado ¿esto es ser noble?

Hubo en lo antiguo un hombre que no perdió jamás la paciencia, ni hizo mal a nadie, sin desaprovechar ocasión   —261→   de practicar las buenas obras. Esto es decir que era hombre de bien, si «hombre de bien es el que hace bien a cuantos puede, y a nadie perjudica, si no le provocan con injurias». Provocarle a ese nada presta; si se da por agraviado, ni se resiente, ni se venga, y no por desdén, sino por benevolencia. Ese hombre cultiva la pobreza con más empeño que los otros las riquezas; y siendo pobre se conceptúa el más rico de los mortales. Sus riquezas no las confiscan tiranos, ni las roban ladrones; no le infunden avaricia, ni le inducen a los vicios; no le envilecen con el amor de ellas, ni le ensoberbecen con mostrarles fingido menosprecio: sus riquezas le alumbran, le encienden, le levantan; son el fuego sagrado en que arden los escogidos de la naturaleza, fuego por medio del cual mantienen su comunicación secreta con la Divinidad. Ser sabio y virtuoso, ¿no es ser rico verdaderamente? Ese hombre se detiene de improviso en el campo, la calle, los pórticos de Atenas: suspendido en éxtasis celestial, la tierra no existe para él; su cuerpo es una estatua mientras su espíritu está hablando con los dioses, quienes le comunican, sin duda, esas ideas y afecciones con las cuales será el más cuerdo de los hombres. Interrogada la sibila de Delfos cuál era el más sabio de todos, respondió que Sócrates. Sócrates, el más noble de todos, había nacido de un pobre escultor y una partera. Sócrates fue plebeyo, y este plebeyo sublime trajo el mundo al conocimiento del verdadero Dios y la práctica de las buenas costumbres21.

Nobles, sed plebeyos como Sócrates.

En nuestros tiempos las riquezas son el fundamento de la nobleza: el mundo ha pasado por la cola de un cometa y ha perdido la vista: ahora no vemos como veían los antiguos, esos patriarcas venerables que cabalgaban en asnos y andaban el pie desnudo. En cuanto a la filosofía de Zenón, ¿cómo la hemos de saber, si no hay Pórtico donde aprenderla? Un hombre se dirige hacia la orilla del mar con un fardel a cuestas, lo arroja en él,   —262→   y se va la vuelta de Sirene. La carga se fue al fondo; yo presumo que ella fue oro, puesto que el hombre era Arístipo. Mas nos desvanece la riqueza que nos abate la pobreza: la felicidad pide uno a Dios en estos términos: «Señor, dadme, pero no me deis sino lo necesario; no sea que la abundancia me corrompa y me haga renegar de vos». Esos sabios ancianos de la Biblia sabían muy bien lo que al cielo le pedían. Los pobres pueden estar bien hallados con lo estricto necesario, al paso que los ricos casi nunca están bien con lo superfluo. El maná del desierto no caía sino en proporción igual a la necesidad del pueblo errante, como observa un gran autor; el resto se corrompía inmediatamente. ¡Ah, si se les corrompieran las riquezas a los ricos! Así corrompidas las guardaran los que tienen creído que Arístipo fue un simplón. De los pocos que esto lean ¿cuántos habría que me preguntasen si yo hiciera lo que ese? No por cierto. Ejemplos semejantes no los sigue uno a la letra; mas no dejaría yo jamás de decirle al que quisiera escucharme: Tu nobleza sea el cultivo de la inteligencia, tu orgullo si practicas las virtudes. Los haberes adquiridos por medios lícitos, poseídos sin pasión, usados con liberalidad y juicio, son un bien, grande bien, sin duda: nadie los desprecia: Si Curio y Fabricio vivieran, a buen seguro que pusieran algunos cuartos a un lado para su entierro, hoy que ni cura entierra de balde, ni gobierno paga los derechos por los buenos hijos de la patria.

Los varones más esclarecidos de la antigüedad fueron hombres de humilde cuna, sin antecedentes por parte de sus mayores, cuya gloria se cifra en sus hechos puramente. Temístocles en Atenas, Camilo en Roma, nacieron de la plebe, y uno y otro tuvieron la gloria de arrancar a su patria de garras de los bárbaros; el griego en Salamina escarmentando a los persas, el romano en las plazas de Roma exterminando a los galos. Nada encarece más Plutarco en estos héroes que el haberlo debido todo a su mérito personal, sin que en su grandeza entrasen por algo títulos ni bienes de fortuna de sus padres. Si por gracia de los tiempos o por descuido del olvido existiese hoy en la ciudad eterna algún vástago de Camilo,   —263→   ¿quién sería osado a disputarle la superioridad en la nobleza? Plebeyo echado de su patria por los nobles, la bendice al alejarse, llora por ella, y vive silencioso en el destierro. Los bárbaros han entrado Roma por fuerza de armas, el senado ha sido degollado en el recinto de las leyes, los dioses mismos van a caer con el Capitolio en sus manos. Breno está pesando el oro del rescate, esto es el oro de la deshonra, la infamia de Roma. ¿Quién la salva? Los dioses quisieron que a la sazón hubiese un plebeyo desterrado, escarnecido por los nobles; Camilo llega, rompe la balanza ignominiosa, destruye a los enemigos de Roma, y salva el Capitolio.

Nobles, sed plebeyos como Furio Camilo.

Alejandro pensaba, sin duda, que así como en el mundo no tenía superior, así en el infierno no había de tener rival. Se engañó: Aníbal está allí que le disputa la precedencia: «Tú naciste al pie del trono, hijo de un rey poderoso, en país rico y floreciente; yo en una isla mezquina, en condición privada, de padres casi obscuros. Tú dispusiste de grandes tesoros, guiaste ejércitos formados y vencedores; a ti te acompañaron capitanes tan ilustres como tú mismo; yo no tuve un óbolo, ni un soldado, ni compañero de quien aconsejarme. Tú mandabas como soberano, eras obedecido sin contradicción; tu patria te servía de rodillas; yo no tuve autoridad ninguna, los poderosos de Cartago me combatían, la patria era opuesta a mis empresas. Tú venciste a Darío y a sus asiáticos afeminados; yo me apoderé de Italia e hice temblar a Roma. Yo debo pasar adelante». Aníbal fundó su nobleza con su gloria, todo lo debió a sí mismo. ¿Y quién fue cónsul en Roma siete veces sino un hijo del pueblo? ¿Quién escarmentó a los cimbrios en Polencia sino un hijo del pueblo? «Mario, menos grande por haber exterminado a los cimbrios, que por haber destruido en Roma la aristocracia de la sangre»22. ¡Y esto lo dice un noble! Bien es que cuando esto decía, ya Mirabeau se había   —264→   aplebeyado de propósito, volviéndose traficante de paños en Marsella. Grandes aristócratas que se pasan a la democracia porque la juzgan mejor, estamos viendo desde el primer Graco, ese que al espirar echó un puñado de polvo al cielo para que naciese Mario. Aquí los nobles me traerán a su Sila, cabeza de la aristocracia de Roma. Sila, conquistador del Asia, vencedor de Mario, dueño de Roma y el mundo, fue aristócrata, y el más grande hombre que ha producido la especie humana, según la hipérbole de Byron. Había en ese de zorro y león, de histrión y rey, de dios y demonio; era realmente el ser extraordinario que causaba la admiración de Eucrates: «Señor, yo veía bien que vuestra alma era alta, pero no pensaba que fuese grande. El modo que usáis ahora en vuestras obras cambia todas mis ideas»23. Sila fue aristócrata, y para honra de la aristocracia y de los hombres todos hubiera valido más que nunca naciera ese monstruo sublime. «¿Hasta cuándo derramas la sangre de tus semejantes? Sila, ¿quieres no imperar sino sobre las murallas de Roma?», le decía un animoso romano. «Quiero que los pocos que queden sean dignos de vivir en una ciudad libre», respondió Sila. Eucrates ha visto un dios atrás de estas crueles y nobles palabras. Mario y Sila, el uno peleando por la democracia, el otro por la aristocracia, consuman grandes hechos y son grandes criminales. La reputación de esos dos antiguos no refluye en favor de ninguna de esas causas.

Cuando los plebeyos empuñaron el cetro de marfil de los senadores patricios; cuando fueron cónsules y anduvieron precedidos de lictores; cuando la dictadura vino a sus manos cayendo por la primera vez en las de Marcio Rutilio; cuando fueron censores, y aun se elevaron con Coruncano a la suprema dignidad del sacerdocio, los plebeyos vieron para abajo a los aristócratas vencidos. Las damas nobles, irritadas de que una de sus cofrades se hubiese casado con un plebeyo, el cónsul Volumnio, la expulsaron del templo de la pudicicia patricia. La mujer del cónsul fundó el templo de la pudicicia plebeya, y   —265→   atrajo a todas las divinidades del Olimpo: en poco que el dios Término mismo no se moviese del Capitolio. Nuestras patricias, en vez de darse por agraviadas cuando sus cofrades las excluyen de su gremio porque aman a gente llana, fundan templo aparte: como la Pudicicia sea la primera, a él acudirán todos los dioses. Jesucristo, según la Escritura, tiene origen noble; y esto es así; ya que desciende en línea recta del más santo de los reyes. Pero no olvidemos que David fue él mismo un pobrecillo, pastor ignorante sobre el cual había caído la mirada de la Providencia para que venciese al filisteo. Jesucristo tuvo origen noble, y consagró la democracia; fue descendiente de reyes poderosos, y santificó la pobreza: su cuna rodando en el pesebre, sus humildes pañales y la modestia con que vivió siempre, dan a entender que la humildad es el título más ilustre para con su padre. Si él lo hubiera querido, sus discípulos y apóstoles hubieran salido de entre los príncipes de los sacerdotes, los doctores de la ley, los ancianos del reino; su partido, la nobleza de Jerusalén; los buscó entre los plebeyos, dejando a Herodes, Caifás y Pilatos la gloria de juzgarle, condenarle y ajusticiarle; Herodes, Caifás y Pilatos, reyes, gobernadores y jueces, esto es la aristocracia de Judea, los ricos y potentados. Jesucristo propendía a la igualdad del género humano en todos sus consejos y sus actos; y puesto que las leyes de Moisés prohibiesen la enajenación de las herencias vinculadas, asegurando de este modo la superioridad de unas familias sobre otras, todavía es cierto que el nuevo legislador no confirmó la ley antigua, ni hizo cosa que no acreditase su preferencia por el pueblo. Los israelitas que no pudieron probar su descendencia fueron excluidos del sacerdocio a la vuelta del cautiverio de Babilonia. Moisés, Josué y Aarón fueron aristócratas. Las tribus de Leví y de Judá habían sido destinadas por Dios para que imperasen sobre Israel.

La nobleza, como clase distinguida, merece el respeto de las demás clases sociales, dado que ella las respete a su vez; ni el mundo está ya para sufrir el despotismo de la sangre. La filosofía no tiene cosa mejor que no hacer ningún caso de la nobleza; y con todo, la nobleza es feliz   —266→   recomendación que despierta el respeto, dice Marco Tulio. Este gran plebeyo que no hacía por su parte ningún caso de la aristocracia, no se abstenía, sin embargo, de quejarse de los aristócratas: «Nosotros, hombres nuevos, exclamaba, no podemos congraciarnos con los nobles: por muchos y grandes que sean nuestros servicios, no vencemos jamás su repugnancia». El plebeyo que había salvado a la patria aniquilando a Catilina y su infernal partido; el plebeyo ante el cual César temblaba trasudando al poder de esa lengua sublime; el plebeyo que reinaba sobre el senado y el pueblo, ¿qué necesidad tenía de la benevolencia de los nobles? Si a los dotes del corazón añade esa favorable calidad de tener en las venas sangre pura, ya puede uno llamarse feliz, aun antes del rato de la muerte. Cuando naturaleza y fortuna se dan la mano y chichisbean misteriosas donde nadie las oye, para dar a luz una obra maestra, todos las aplaudimos. Si esas dos artistas soberanas anduvieran acordes de continuo, menos quejas oyera el mundo y menos ayes nos lastimaran los oídos. Pero esas que alguna vez se unen por capricho, al modo que se saludan por cortesía dos mortales enemigos, se complacen de ordinario en llevar sendas opuestas; y la una de ellas suele ser tan maliciosa, que adrede hace lo contrario de la otra. Cuando la fortuna se va para la naturaleza, y le da un beso en la mejilla, peor aun; ésta piensa que será secundada, y poniendo de su parte en la obra lo mejor, saca uno de esos seres armoniosos que viven gimiendo como una arpa eolia: delicados, puros, tiernos, la sensibilidad y la inteligencia los vuelven como divinos; pero la fortuna está ahí negra y deforme que se ríe de su grandeza, echándoles al rostro los trapos que guarda en sus almacenes malditos para los escogidos de su rival. Homero y Camoens, ciego el uno, tuerto el otro, a cual más muerto de hambre. La guerra de la fortuna con la naturaleza es muy antigua: los que van cayendo de una y otra parte no son pocos. El ir y venir continuo de la vida no es sino un zozobrar horrible, en el cual todos los días son vísperas del naufragio; y, quién lo creyera, el día del naufragio es el primero de la felicidad, supuesto que la tumba es campo de paz y olvido.

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Cuando la naturaleza niega sus dones a los nobles y los ricos, estos hijos de la fortuna suelen a su vez ser muy desgraciados, si desgraciado puede llamarse el que ni conoce ni siente su desgracia. Un noble tonto, como sea rico, piensa hasta que tiene talento; y si conviene en que no lo tiene, es porque vive persuadido de la escasa importancia de esa prenda. Menguados hay que echan por el camino de la soberbia, y hacen por prevalecer sobre los hombres de mérito, cabalmente porque se reconocen incapaces. Los bienes de fortuna no pueden suplir por ningún caso la inteligencia, ni la vanidad el justo orgullo, el orgullo cuyo fundamento es la virtud: inteligencia y virtud, únicos fundamentos de la gloria. Mas no demuestran empacho ciertos nobles en ser los últimos, cuando para ser primeros conviene erogar alguna cosa; como si la liberalidad no fuera carta ejecutoria, y la excesiva parcitud achaque de la plebe. A ser ellos para saber gobernar, nación alguna estuviera fuera de sus manos; tal es la ventaja que les comunica su nobleza; mas la soberbia los vuelve montaraces, y es difícil traerlos al yugo de la buena crianza. Riqueza no hace rico, dice el romance de la Rosa: nobleza no hace noble, cuando ella no sirve sino para acarrear el odio del vulgo y el desprecio del filósofo. La modestia no habla ni obra sino con tal pulso, que por mucho que diga y haga a nadie ofende. La fuerza de la ambición ha salido bien a algunos, la de la soberbia, a nadie. Hay hombres que gozan de doble maternidad: naturaleza y fortuna, empeñadas a cual más en su cariño, son sus madres. El noble que, dando gracias al cielo de sus bienes, no está siempre aparejado para escarnecer a los menos favorecidos, ese merece su suerte: infanzón amable en su fiereza misma, no goza de sus prerrogativas sino de manera de no ser aborrecido ni envidiado. El bribón y el infame, puesto que descendiesen de Carlomagno, carecerían de nobleza. Lo ruin y lo noble son cosas tan opuestas, que cuando prevalece lo uno desaparece lo otro. Elevación de carácter y práctica de las virtudes, títulos sin reproche; las otras son ejecutorias subrepticias. Cuando hablan de su condición, los que acaso la tienen peor que los demás, todo es escupir sangre, cargando la mano en el negocio   —268→   de su cuna: hombres de buen parecer y mal obrar que andan reñidos con la honra, yerguen la cabeza y hacen pie contra todo lo que redunda en menoscabo de sus privilegios. ¡Privilegios! ¿reconoce otros el sabio que los que otorga la virtud?

La democracia camina a más andar: si algún día prevalece el espíritu del Evangelio, ella será la ley de las naciones. Pero nadie se la opone más que los que lo profesan y tienen el alma santamente puesta bajo el yugo de la fe. El clero ha sido siempre aliado natural del despotismo, y aun muy dichosos los pueblos si no toma parte con la tiranía. El furor de los demagogos contra los eclesiásticos no siempre nace de pasión irreligiosa, sino del apoyo que éstos suelen prestar a los opresores, al tiempo que forman ellos mismos clase privilegiada. Lolive, cuando bendice al arzobispo de París con su bala sacrílega, no es el ateísmo que asesina a la religión; es la parte baja de la sociedad humana que hace esfuerzos por colocarse a un nivel con las elevadas24. ¿No le harán estas a la democracia el flaco servicio de decir que las obras de la Comuna son la encarnación de sus ideas? No es a culpa de los principios si los hombres pierden la razón: la Acrópolis no fue destruida por los demócratas de Atenas sino por los bárbaros. Mazzini ha imperado en Roma, y San Pedro y el Vaticano están en pie. Las enfermedades sociales son terribles: cuando se les va el juicio, los nobles hacen otro tanto que los plebeyos. La San Bartolomé no fue proeza de socialistas, comunistas y demagogos: reyes mandaban y nobles ejecutaban. La revolución de la Montaña y la Gironda le dio un golpe mortal a la aristocracia europea; la de Belleville no hirió sino a la democracia misma. A la democracia no; a la demagogia: el escorpión tuerce la cola y se hinca en la nuca su púa envenenada. Por desdicha ese escorpión   —269→   es como la hidra de Lerna; tiene cien cabezas y nunca muere del todo. Mientras haya despotismo y tiranía de uno o unos pocos, ha de haber despotismo y tiranía de muchos; la realidad necesita un contrapeso; la demagogia nace de la oligarquía. Se quejan de los hechos del pueblo los que sostienen y fomentan el absolutismo tiránico de uno solo; y no están en lo justo. Cuando todas se midan con la razón, y los deberes y derechos de todos pongan la sociedad humana en perfecto equilibrio, los pueblos serán felices. La gran revolución francesa fue monstruo bienhechor: la de la Comuna, la chiquita, comedia sangrienta, y nada más. En la primera ardió el fuego de la libertad; en la segunda, el de las pasiones; si éste devora tanto como el otro, no por eso deja de ser fatuo. Los siglos tienen que hacer mucho en favor de los tiranos para que sea necesaria una cosa semejante a la sumersión espantosa en que fueron tragados por la nada reyes y señores; de ese abismo lleno de sangre salieron los derechos del hombre, no teñidos en ella, sino blancos y puros, porque habían ardido en una llama sagrada antes de mostrarse al mundo. Una nueva revolución francesa sería ahora cosa excusada: podemos echar tronos abajo y poner príncipes en la frontera; llamar la guillotina altar de la patria y sacrificar en él reyes inocentes, princesas virtuosas y buenos sacerdotes, sería atrocidad sin motivo ni objeto. ¡Ah, si pudiéramos hacer revoluciones en paz!

Hay un pueblo en el mundo en donde la nobleza es cosa tan superior y sagrada, que los individuos pertenecientes a las otras clases andan por la ciudad en continuo peligro de muerte, o de ser apaleados cuando menos se lo piensan; así es que han de venir gritando al volver de las esquinas, a fin de no topar con un noble, el cual tiene derecho para quitar la vida a cualquiera de la plebe, si por casualidad sus vestidos se rozaron con los de éste25. No sucede lo propio, gracias a Dios, en las cultas naciones que pueblan la Europa, y dan la ley de la civilización   —270→   al mundo. Honra, honores, mando, todo es igualmente posible para todos, y la dificultad no consiste sino en ser de la casta del más pequeño en los nacidos, para levantarse a las regiones superiores de la política. ¿Con qué derecho se quejarían los demócratas, cuando han visto al plebeyo Thiers al frente de una de las naciones más ilustres de la tierra, y están viendo a Gladstone de primer ministro de la Gran Bretaña? La nobleza, en todo tiempo, ha desembocado falanges de varones ínclitos que han regido los pueblos como gobernantes, o han dirigido el espíritu humano por la vía de las ciencias y las artes: la democracia empero está probando su grandeza, cuando a despecho de sus naturales desventajas compite con su adversaria, aun en las naciones monárquicas, y muchas veces le echa el pie adelante. Entre los mortales venturosos que han ceñido la tiara, más de uno se acordó, sin duda, de sus puercos o sus cabras cuando salía del Vaticano en hombros de los nobles, para entrar en el recinto de San Pedro. Un hijo de un cervecero de Utrecht vino a poner en paz el cónclave que se combatía dividido en dos bandos opuestos; y con el nombre de Adriano, dejó por puertas a un Julio de Médicis y un Pompeyo Colona, la primera aristocracia de Italia. Verdad es que el cervecero no gobernó la Iglesia sino un año: como fuese soberano reformador y sacerdote de virtud, no podía durar más. Cuando Chateaubriand escribía de Roma: «El papa no es popular, porque gobierna bien», no hablaba sino de uno, pero habló de todos. Muerto el cervecero de Utrecht, los devotos de Pompeyo Colona y Julio de Médicis le adornaron al médico de Su Santidad la puerta de su casa con una hermosa corona de flores, en medio de la cual esta inscripción: «Al libertador de la Patria». El cervecero había introducido grandes reformas encaminadas todas al establecimiento de las virtudes públicas y privadas; era, pues, urgente libertar a la patria.

Sea de esto lo que fuere, la familia de los Ursinos, noble y muy noble, dio ella sola cinco sucesores a San Pedro y más de treinta miembros al Sacro Colegio. ¡Cinco papas y treinta cardenales! Ved si era familia de méritos.   —271→   La de los Colonas no le iba en zaga: el gran Otón Colona fue luego Martino V; Próspero Colona mandó los ejércitos del emperador de Alemania y rey de España, el muy ilustre Carlos Quinto; los ejércitos de este gran monarca en las guerras de Italia. Victoria Colona resplandeció en los conocimientos humanos no menos que en los ejercicios de virtud, y dio un gran ejemplo de amor y dolor santo sepultándose en un monasterio a la muerte de su marido. ¡Y esos marqueses de Pescara que se llevaban prisionero en Pavía al rey de Francia! Oh, de esa nobleza, puede llenarse el mundo, sin que la democracia dé muestras de envidia ni de enojo. Cualquier clase social que produzca muchos grandes hombres será ilustre. Aristocracia que ha dado Condés y Turenas, Villars y Catinats a la guerra, nada tiene que envidiar a la democracia de Temístocles. Verdad es que el rey poderoso vivía rodeado de plebeyos tales como Racine, Molière, Boileau, La Bruyère, resplandeciendo a semejanza de Demetrio a cuyo torno giraban los astros, figurados en su manto con hilo de oro y pedrería fina. Los Rohan, quienes no pudiendo ser reyes desdeñaban el ser príncipes; los Montmorency, los Choiseul, los Noailles, los Gramont, los San Simón y mil otras familias ilustres, no lo eran puramente por la sangre, sino también por las dotes de la naturaleza: grandes capitanes, grandes políticos, grandes sacerdotes, grandes escritores, grandes ciudadanos, todo salía de esa nobleza. Mas al paso que la espada fulgura en mano de Condé, la corona de mirto adorna las sienes de Corneille. Napoleón decía que si este plebeyo hubiera vivido en su tiempo, le hubiera hecho príncipe, porque él hacía hombres grandes con sus obras. La aristocracia y la democracia, unidas por los lazos de la inteligencia y el valor, dieron a ese reinado maravilloso de Luis el Grande la prenda de la gloria.

La nobleza no es cosa esencial, innata; el noble se hace, como el orador; puédese decir por tanto: Nascitur plebeius, fit nobilis. Los emperadores que salen del estado llano, esos cuya cuna rueda en una isla bárbara al rugido del mar y el grito salvaje del pigargo, esos hacen nobles, fundan casas grandes e ilustres, y aun ponen en el   —272→   trono a los hijos del pueblo que les han ayudado a sojuzgar la tierra. La nobleza fundada por Napoleón primero, Napoleón-león, Napoleón-Chimborazo, Napoleón-Atlántico; ese que se anda por el mundo haciendo un solo paso de un reino a otro; ese que devora los pueblos con el fuego de sus ojos; ese que toca los tronos con su varilla mágica, y los echa al suelo fracasados; ese que sopla sobre las testas coronadas y las hace enloquecer; ese que se va guardando las coronas y los cetros del mundo en su mochila encantada; ese a quien contemplan cuarenta siglos desde las cumbres de las pirámides de Egipto; ese Napoleón funda una nobleza, nobleza grande, que aun no acaba de reinar en Europa. ¿De dónde sacó sus compañeros de armas? Del pueblo. ¿En dónde los volvió dignos de la corona? En la guerra. La gloria es maga que ingiere nueva sangre en las venas de sus hijos, si la tuvieron ordinaria, y les da largo vivir, como ya hizo con su caballero Urganda la desconocida. Napoleón III ha fundado asimismo su nobleza, deleitándose en tomar sus condes, sus duques de entre la gente más desconocida de Francia: títulos y honores brotaron súbitamente de un crimen, que ha dado a una nación ilustre la más ruda lección que puede recibir un pueblo. Aventureros audaces, cortesanos hábiles, hélos allí en la cumbre de la nobleza, duques y marqueses, en tanto que los restos esclarecidos de San Germán permanecen callados en su desierto barrio. La nobleza tiene su religión: la dignidad es el altar donde verifica sus ceremonias en silencio, si ya el orgullo ofendido, siquier soberbia, no se sienta en el trípode sagrado y grave en su furor divino. Si el Napoleón chiquito, Napoleón sombra, hubiera muerto en gracia de la corona imperial, levantados sobre sus huesos un Napoleón IV, esa aristocracia de Mornys y Palikaos hubiera sido gran aristocracia, cuando los años la ungiesen con ese óleo milagroso que se llama antigüedad. Pero al volver la cabeza los nobles de Napoleón-sombra Eurídice había desaparecido; ya no tendrán sucesión. Esos se van, y sin la corona gramínea, porque no han salvado la patria.

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Cuéntase que un mancebo vivía apasionado de una gran reina, y que al fin le declaró su cuita en términos casi ininteligibles grabados en una vidriera del palacio.

La reina, echando ver en ellos, le puso al pie esta palabra: «Atreveos». Si ella entrañaba su muerte, si su gloria, el mancebo no lo sabía. No se atrevió. Un joven de Londres, un simple caballero, fue más audaz; pidió la mano de una de las hijas de la reina Victoria. Amar a una princesa un simple caballero, es ya atrevimiento; pedir su mano a toda una reina, audacia que raya en locura. Pero la amada había dicho atreveos; el amante se atrevió: la hija amó, la madre consintió. La princesa Luisa es hoy esposa de uno que ya no es por cierto simple caballero. En la China la nobleza asciende de los hijos a los padres; ¿por qué en Europa no se transmitiría de la mujer al marido? El marido de la reina es rey; el de la princesa ha de ser príncipe. El amor es un monarca: da carta ejecutoria, confiere títulos y condecoraciones: casamentero amable, brujo refinado, se mete por las rehendijas de las puertas, escala los palacios, se convierte en vapor sutil y halla ocasión de llevar sus tiernas embajadas. Los príncipes son desgraciados hasta en esto, han de casarse con personas a quienes no aman ni conocen quizá, alargando la mano de Rusia a Portugal, de Alemania a Inglaterra. La reina Victoria ha dado un bello ejemplo de longanimidad, bondad, real modestia: esta gran señora que sabe lo que es caridad, piedad, devoción, ha sabido en otro tiempo lo que es amor, y no, piensa que sus títulos pierdan algo en su lustre porque los saque un instante al aire. Esas prendas, como los dioses de Labinium, se vuelven por sí mismas a su templo. Si hay en el mundo una nación aristocrática, es la Gran Bretaña; si los nobles son levantados y fieros en alguna parte, es en la Gran Bretaña. Pero estos nobles no fincan su orgullo en la sangre, cosa que para los mejores es secundaria, más aún en el cultivo de la inteligencia y el manejo de la espada, siendo ellos por la mayor parte los sabios, científicos, estadistas, oradores que en raudales echa al mundo esta nación perínclita. En los conflictos de la patria, nuestros nobles se están empollando huevos:   —274→   torreados en sus memorias solariegas, si bajan a entre el pueblo, quieren subir en carro al Capitolio. Los príncipes reales en la Gran Bretaña principian su carrera de guardamarinas o cadetes, siendo obligación suya el saber muchas cosas, ora tocante a la guerra, ora al Estado; y cuando ella se declara, los príncipes adelantan al campo de la gloria bajo las órdenes de generales plebeyos. Bacón, Talbot, Worcester han hecho olvidar sus títulos de nobleza, descollando en el mundo del saber como los primeros filósofos, sabios y descubridores de estos tiempos. Lord Bacón es el padre de la filosofía moderna; lord Talbot es el célebre químico; el marqués de Worcester es el descubridor de la fuerza del vapor, al cual Newcomen y Savari debieron sus inventos. El telescopio construido por Rosse le levanta de las regiones de la nobleza a las de la inmortalidad. Lord Brougham fue científico, literato y jurisconsulto: jurisconsulto de esos que trataban la profesión a lo grande, como los Aruncios y Eserninos. Pues lord Derby, el gran ministro, ¿no es al propio tiempo el más gran humanista del Reino Unido? Si la democracia tiene la gloria de haber dado un Shakespeare, la aristocracia se halla ufana con su Byron, los poetas más eminentes de Inglaterra, y acaso de los tiempos modernos. Este noble lord no tenía en menos sus dotes intelectuales; mas por un extraño abuso del orgullo pensaba que valía más por su nobleza, en términos que ni a la tranquilidad de su espíritu, ni al sosiego de su vida, ni a la felicidad misma la hubiera sacrificado. Contemplando la persecución mortal declarada por sus compatriotas, esa caza sangrienta al genio, ese alzamiento de la envidia y la calumnia, mostraba un día a un amigo las llagas de su corazón. «Milord, póngase vuestra señoría en cobro, le respondió éste; hay un buen medio de salvarse. -¿Cuál? -Se aleja vuestra señoría algún tanto de Inglaterra: sus amigos echamos fama de su muerte; yo lo tomo sobre mí: se embarca luego para Buenos Aires o el Perú, y allí, con el nombre de míster Smith o míster Cótton, se establece y vive tranquilo el resto de sus días, distrayéndose en plantear y beneficiar una fábrica de loza, o en otra ocupación honrada».

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El noble lord le volvió las espaldas con esta única respuesta: El heredero de mi título tendría mucho que agradeceros.

¿Cómo en efecto huir un Byron? Para acallar la calumnia y poner en traílla a sus feroces galgos. ¡Sí, éstos son los que no muerden a los difuntos! Vale más enfurecerla hasta no más, desconcertarla con un semblante augusto e impasible a esa Euménide homicida que se llama difamación; pues muchas veces al mirar demasiado al decir de la gente apoca un ánimo grande y generoso por naturaleza. La sabiduría consiste en no poner siempre en olvido el juicio de los demás, y en no ser esclavo sumiso del qué dirán. Si el temor de la murmuración fuera la norma constante de nuestras acciones, nunca saliéramos de la órbita mezquina en que ruedan las del vulgo: sin noble atrevimiento no puede haber grandeza. Bonito era lord Byron para llamarse míster Smith ni una hora!

Si los nobles anhelan por la democracia del saber, los plebeyos suben a la aristocracia por una escala de luz, cual es la de la inteligencia: pecheros hay en la Gran Bretaña que fundan casas grandes, dinastías privadas, y mueren lores, después de haberse esclarecido por las ciencias o las artes. El rapista de la esquina, cuando hacía la barba a uno de esos gordos y rubicundos míster Smith de la Cité, ¿pensaría jamás que el muchacho su hijo había de ser lord Tenterden? Entre los egipcios a nadie le era permitido seguir otro oficio que el de su padre: las leyes europeas le libraron a lord Tenterden de ir la toalla al hombre y la bacía bajo el brazo. ¡Oh, Dios! cuando pienso en que don Quijote pudiera haberle dicho a ese grande de Inglaterra: Mire vuesa merced cómo habla, don barbero, que no todo es hacer barbas... En cierta universidad de la América democrática el rector hizo echar bolas negras a un buen estudiante de jurisprudencia después de lucido examen. «Que siga el oficio de su padre, exclamó airado el dicho rector; la universidad no es para los herreros». El hijo del herrero ha perdido la esperanza de ser Santo Tomás en su patria; si ya no le ocurre   —276→   ennoblecer su nombre con un de o un de la de esos que confieren hidalguía en la república; siempre que halle además la piedra filosofal, y convierta en oro el fierro de su padre. Sin que le pasase por la cabeza, aquel magistrado literario aplicaba a sus dependientes las leyes del antiguo Egipto: Monsieur Jourdain había hablado prosa cuarenta años sin saberlo. En cuanto al hijo del herrero que no pudo ser doctor a causa del oficio de sus mayores, hoy es, me han dicho, de los marqueses de García Moreno, y ha recibido de Su Santidad el cordón de la orden de San Gregorio. Para ese rey de las marmotas todo el que se hace a su genio es noble de suyo, y le trae de Roma a buen precio cordones y cruces nobiliarias. ¿Qué inversión más loable habían de tener los tributos impuestos sobre las marmotas? Si alguien le habla del pudor, él le aplica a las narices sus monedas y le pregunta si huelen a lo que sabía Vespasiano. El coronel Cambronne, resistiendo airado a los vencedores en el campo de Waterloo, estaba sin duda lejos de sospechar que su vocablo sublime había de merecer un impuesto del gran señor de la Puerta Otomana de la América del Sud. Tampoco percibiera Tito olor ninguno en el dinero proveniente de Cambronne; y el Gran Turco del catolicismo no siente sino que para este efecto no sean bueyes sus esclavos en vez de ser marmotas. Por lo demás, queda sentado que a lord Tenterden se le pudiera muy bien llamar lord barbas. Y no se crea que este lord reparador sea una maravilla, pues hubo otro buen hombre que se ganaba la vida haciendo carbón, las manos y la cara cubiertas de cisco, su delantal de cuero a la cintura, camisa arremangada hasta el codo, y en la cabeza un capirote, boina, becoquín, montera, gorra, gorro, bonete u otra cosa: un carbonero, si acortamos razones. Pues de entre las sacas rotas y las telarañas de la tienda salió un mozo que en breve sería lord Eldon, sin que en nada perjudicasen a su hidalguía el hacha, el hurgón, la boñiga ni los otros elementos e instrumentos del oficio de su honrada familia.

Nación verdaderamente grande y noble aquella donde a la ínfima plebe le es dado aspirar al remate de la gradería   —277→   social, y hombrearse con los príncipes de la sangre. Lord Lindhurst fue hijo de un pintor; y sir Joshua Reynolds, pintor él mismo, ascendido a la nobleza del reino a causa de su ingenio. Boticarios han habido fundadores de condados: el muy ilustre de Northumberland reconoce por el suyo a un droguista, el cual, cuando redondeaba sus píldoras muy de propósito entre el índice y el pulgar, no sabía quizá que él era mejor para rico-hombre y terrateniente de un monarca poderoso, que para soplar la hornilla. Ved si la botica es una de las puertas por las cuales sale uno a la nobleza, y si la espátula no puede campear en el escudo de armas entre veros azules.

¿Qué hace ese hombre en su banquillo silba que silba de la mañana a la noche, alargando y recogiendo el brazo en sempiterno vaivén? ¡Voto al demonio! o es sastre, o yo sé poco. Pues señor, sastre y muy sastre; y este sastre viene luego a fundar el condado de Cráven, y pasa a ser lord Cráven, constituyéndose grande de la Gran Bretaña. Vayan ahora que les tome la medida, o háganle tijera con los dedos... Quisiera yo saber si lord Cráven se hacía él mismo sus casacas. Johnson, el ex-presidente de los Estados Unidos, no paga hechuras. Ricardo Foley, simple oficial en una fábrica, será par de Inglaterra antes de mucho; y un mandadero, un criado de todos, mandará luego a muchos como gobernador de Irlanda, con el título de lord Canciller.

En una llanura de la Bélgica hay un árbol hacia el cual se dirigen todos los que viajan por el antiguo mundo. Un hombre pálido se está a su sombra, devorando con los ojos dos ejércitos que a su vista se combaten: trae uniforme militar, y no obstante dos gruesas lágrimas se desprenden de sus pestañas y bajan lentas por las mejillas. Los soldados lloran como cualquier otro: lloraba ese hombre al ver perdida de nuevo la libertad de Europa y el mundo en ese campo, donde el dios de la guerra llueve rayos sobre los monarcas coligados contra él; él, proscrito audaz que ha reconquistado a Francia sin más que con mirar en ella. ¿Qué ha sucedido? El rostro del hombre pálido se ilumina, resplandece en sus ojos alegría   —278→   salvaje, blande en el aire la espada del triunfo. Cayó el gigante: de allí irá a una roca solitaria en medio de los mares, donde le esperan las cadenas de Prometeo.

Wellington, el vencedor de Napoleón, salió del estado llano, y fue luego duque de Wellington, noble de primera clase26.

Herschell, el astrónomo, sacó su nobleza de la bóveda celeste; los astros le declararon gran señor: las estrellas estaban ahí acreditando lo ilustre de su cuna. Roberto Peel se volvió noble a fuerza de talento; lo mismo que Hill, Claide, Ferguson y otros. ¿Pues qué decir de lord Chatham, el gran pechero? Chatham, el más gran ministro y más sublime orador que ha producido Inglaterra, fue plebeyo, y le honraron sus contemporáneos con el dictado de el gran pechero. Murió, y su cuerpo fue al panteón de los reyes; Westminster posee sus cenizas. El parlamento le tributó honores oficiales, pagó sus deudas, decretó pensión para sus hijos: el pueblo a su vez costeó el monumento erigido luego por la admiración de todos. El pechero no tuvo por qué exclamar como el mayor de los romanos: Patria ingrata, no poseerás mis huesos. La sombra de Chatham frecuenta todavía la sala obscura de Westminster-Hall; y como Casio volvió los ojos hacia la estatua de Pompeyo cuando iba a libertar a Roma en el Senado, así los grandes hijos de la Gran Bretaña buscan esa sombra en el palacio de Guillermo Rufo, para encomendarse a ella en sus propósitos sublimes. El plebeyo, el pechero fue el noble por excelencia: y como no fue irlandés, no es este el caso de decir: Ibernia semper incuriosa suorum.

Cromwell... Ah, el espectro de Carlos II me pone el dedo en los labios. Cromwell, segundo Sila, fue noble, y está bien.

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Para que la aristocracia no venga cuesta abajo, le traeremos aquí a uno de sus hijos más ilustres, puesto que hablamos de Inglaterra, Fielding pertenecía a la casa imperial de Austria, nació de la rama de los Habsburgos que se fijó en Inglaterra, cuyos miembros descendieron a la condición de «simples caballeros», en tanto que sus, hermanos ceñían la corona imperial de Alemania y la real de España. Empero ese descenso en nada le perjudica a esa rama esclarecida, si ha subido por otra parte a lo más alto de la inteligencia y la gloria literaria; en términos que el Escorial, orgulloso monumento del poder de sus deudos, caerá, dice el solitario de Lausana, antes que el renombre de tan elevado y poderoso ingenio.

Un diligente investigador de las cosas ignoradas ha descubierto que Miguel de Cervantes era pariente de Felipe II27. Si esto es así, observa don Diego Clemencín, no se pudo acusar al rey de nepotismo. Hizo mal Navarrete en obsequiarnos con semejante descubrimiento: la democracia estaba muy satisfecha con ver en su gremio a una de las inteligencias más raras y elevadas que ha producido el género humano. A mucho hacer consentiría ella en que Cervantes perteneciese al estado llano; y en tanto que el concilio ecuménico, reinando nuestro venerable Padre Pío IX, lo declara dogma de fe, dudaremos con buenas razones de ese regio parentesco. El soldado raso de Lepanto, el camarero del cardenal Aquaviva, el cautivo de Argel, ¿habrá pertenecido por entronque de sangre a la familia reinante de España? En este caso el muy ilustre don Juan le hubiera hecho por lo menos su teniente general en la guerra con los turcos. Si los nobles se llevaran a Cervantes, la democracia gemiría como Raquel: Rachel plorans filios suos; sin que le importasen gran cosa los tres cardenales que han regido dos de las más ínclitas naciones, son a saber Richelieu, Mazzarino y Jiménez de Cisneros, salidos del pueblo, cual pudieran tres leones de una selva. La púrpura no está mal con la democracia: muchas veces el manto   —280→   cardenalicio se vuelve una alma bienaventurada de blanco, por obra de esa magia cuyo secreto poseen ciertas cabezas y ciertos corazones. Los hábitos del papa son blancos. ¡Ah, si esos insignes clérigos fuesen como los espejos ustorios de la edad media que reflejaban el porvenir!... Los filósofos prevén el triunfo de la república universal, los bardos la sueñan, los profetas la anuncian, amables sabidores que muestran al género humano en puras formas la prefiguración de su felicidad. El mundo será republicano, y por tanto democrático. Chateaubriand y Lamartine, aristócratas y realistas, lo han dicho. Estos cisnes son las dos palomas de Dodona: Apolo nunca engañó a su sacerdotisa.