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ArribaAbajoEl cura de Santa Engracia

Episodio


Un día se entró por las puertas del cura una pobre mujer bañada en lágrimas: «Señor cura, mi marido se muere: ni sé qué hacerle, ni tengo para un medicamento: favorézcame». El cura tomó su capa, su bastón nudoso, y salió con la mujer. «Don Pedro, dijo, inclinándose sobre el moribundo, ¿qué tiene? -Me muero, señor cura, me muero: confesión, misericordia». Confesolo el párroco, y una vez absuelto el agonizante, dijo: «El alma está segura: ahora tratemos de salvar el cuerpo». Salir volando, tomó de su botiquín las drogas que le parecieron venir al caso, propinolas en persona, y se estuvo a esperar el efecto de ellas. Como no hubiese mejoría, pasó la noche a la cabecera del paciente, el cual expiré por la madrugada. «Señora Rosa, dijo a la mujer, yo sé que ustedes no tienen nada; el Señor es misericordioso; ocúpese usted en llorar a su marido; lo demás corre de mi   —343→   cuenta». Y fue así: mortaja, ataúd, entierro, todo lo dio y lo hizo. Al otro día, misa fúnebre, con cuanta solemnidad pudieran ofrecer los paramentos y arbitrios de la aldea. «Mientras dura lo intenso del dolor, señora, no tendrá usted ánimo para buscar el pan de sus hijos: gaste estos reales; si le faltan, venga al convento». Iba a salir, y volviéndose de la puerta, preguntó: «¿Los niños siguen frecuentando la escuela? -Dos meses antes de la enfermedad de su padre, respondió la viuda, ya no iban: nos llegó a faltar la mesada. -Que vuelvan, señora Rosa; yo la pagaré». Y salió y se fue, llevando un santo dolor en el corazón.

Por la noche de ese mismo día una sombra se deslizaba pegada a la pared de la calle: iba de prisa, pero con pasos atentados, religiosos. Llegando a una puerta, adentro la persona. La familia de esa casa eran una anciana, dos muchachas y tres niños cubiertos de harapos. Tan luego como vieron comparecer allí al recién venido, la anciana y las muchachas se tiraron de rodillas ante él: «¡Señor cura, Dios le manda! dos días ha que no comemos: los chiquillos no han podido vender ni una trenza ni un peine: en vano se han matado mis hijas. -Culpable soy, respondió el sacerdote: debí haber venido antes. -El último socorro, dijo la mujer, se ha concluido primero que el mes, a causa que pagamos una deuda de mi hermano Santiago para sacarle de la cárcel. -Me lo hubieran ustedes avisado, madre Rita: ¿cuál era la deuda del pobre Santiago? -Doce reales, señor. -¿Y por doce reales, repuso el cura, ha ido a la cárcel ese hombre de bien? -Y diga, señor, ¿cómo ha sido eso: caída en pedazos la pollera de mi Angela, dos domingos no había ido a misa la chiquilla; Santiago, viendo ese extremo, fue y sacó fiadas tres varas de bayeta: cumplido el plazo, entró a la cárcel». Y la pobre mujer se echó a llorar. «¿Así, tan desnudas están estas criaturas? Volvió a decir el sacerdote: vístalas, señora; en casa tengo algunos géneros». No los tenía; pero fue a casa de un mercachifle, sacó liencillo, bayeta, pañuelos, y los tuvo a prevención en el convento. Vino la madre de esas muchachas, y   —344→   besándole la mano a ese santo varón, y regándola con las lágrimas de sus ojos, se volvió que no cabía de contento.

Asomáronse una tarde unos forasteros por la plaza, y se quedaron en medio de ella como quienes no hubiesen hallado posada. Salió el cura, tiró hacia ellos, y dijo: «¿Qué es esto, amigos? ¿por qué se plantan ustedes aquí? -En dos casas hemos pedido alojamiento, señor, y no lo hemos obtenido: nosotros somos tantos, y las casitas son tan estrechas. -La mía es espaciosa, señores: sean ustedes servidos de honrarme con admitir en ella un plato y mala cama». Siguieron los forasteros al cura, y fueron tratados como los huéspedes de Abrahán, con buena voluntad. Donde reina el amor de Dios, no puede estar ausenté el amor del prójimo; y en habiendo amor de Dios y el prójimo, nunca falta para las obras de misericordia. «Este hombre es un santo», decían los forasteros, tanto más admirados, cuanto le veían curar en persona, mudarle y servirle a uno como leproso que habían llevado a tomar baños termales al pie de un cerro. Cuando se fueron a todos les dio reliquias de la Virgen que pasaba por milagrosa: «Hijos míos, la fe tiene mucha fuerza: creed y esperar. Estos pequeños símbolos de la fe, creyendo, no en ellos sino en el Poder de Dios, pueden alcanzar mucho de su bondad. El enfermo va mejorando: es humilde, sencillo, creyente; el agua ha sido el instrumento; la misericordia divina el móvil, la fuente de su salud. Idos, y acordaos que en este monte hay un hombre a quien podéis llamar hermano».

Un día encontró a un pobre viejo que estaba llorando en la esquina de la calle: arrimado a la pared, era de partir el corazón ver a ese anciano tristemente vestido cómo gemía en silencio y se enjugaba las lágrimas con su áspero poncho. Las canas le caían por debajo del sombrero roto, casi hasta la espalda; las rodillas entreparecían limpias por los boquerones del pantalón. «Tío Mariano, ¿qué hay? ¿qué lágrimas son esas? -Señor, responde   —345→   el viejo, cómo no he de llorar: mi hijo, mi único hijo, Manuelito, está en el cuartel: le cogieron, le llevan de soldado esos que vinieron ayer. Yo me puse por delante, por darle tiempo para que huyese; pero de un culatazo en el pecho, a tierra, y le amarran dándole de golpes. -Aguárdeme aquí, tío Mariano; luego vuelvo a darle noticia». Enderezó el cura su camino hacia el cuartel, y preguntó por «el señor comandante». El señor comandante era un cholo de bigotes, bocamanga colorada y botoncitos amarillos en el hombro: tenía gorra y ceñía espada». ¿Qué dice el clérigo? preguntó brutalmente al ver al cura. -Señor comandante, han tomado un mozo que es el apoyo de sus ancianos padres: la ley exceptúa a los hijos únicos del servicio militar. -Esta es la ley, replicó el cholo, desenvainando su machete y vibrándolo en el rostro al sacerdote: si ese recluta es hijo único, vale veinte pesos, fraile, ya sabe». El cual fue a su casa, trajo los veinte pesos, rescató al hijo único y se le entregó a su padre. «Que se vaya, dijo al anciano, que se oculte. El comandante le ha soltado por veinte pesos: luego le cogerá el capitán para vendérnoslo por quince». El muchacho se arrodilló ante el sacerdote, después ante su padre, les besó la mano, y sin tiempo para ir a su casa tomó el camino, y trote trote, desapareció. Ya no le veía el pobre viejo, y todavía le estaba gritando: «¡Al monte, hijo, al monte!».

«Joaquín, ya sé que estás viviendo mal, le dijo el cura a un hombre de buen parecer que encontró en uno de sus paseos por la tarde; ¿por qué no te casas?». El mozo se encendió de vergüenza, y, cabizbajo, respondió: «Me casara, señor cura; mas ni para los derechos tengo, menos para poner casa. -De los derechos no hables, replicó el sacerdote; yo te los pago... En cuanto a lo demás, ¿te convendría una colocación en la hacienda del señor Ruiz de Borja? Este señor me ha suplicado le indique un hombre de bien y trabajo a quien él pueda confiar el cuidado de sus labranzas. -Señor cura, yo lo que quiero es trabajar y servir a Dios: si no me he casado ha sido de miedo de que me falte lo necesario». El domingo   —346→   próximo se hizo la primera amonestación: un mes después, Joaquín, emperejilado y atusado, alargaba la mano a una ojinetra de lo más donoso: una peineta de azófar se le alza a ésta sobre la coronilla a modo de cresta sublime, adorno elegante para aldea: orejeras de coral, collar de perlas falsas, manillas de granate. El encaje de las enaguas, propasando cuatro dedos del fallado, forma el ruedo de ese gracioso vestido de mestiza limpia, la cual pasó luego a ser «señora mayordoma» de la hacienda de Santa Eulalia, por obra del cura de la parroquia.

Saliendo de sus habitaciones a decir misa este sacerdote, oyó en el cementerio contiguo a la iglesia un ruido como el chis chas del látigo, junto con los ayes de la víctima. Entra precipitadamente al dicho cementerio: un indio, tendido boca abajo, desnudo el cuerpo, está recibiendo los azotes que le da el verdugo. Grita desde lejos el párroco, vuela hacia ellos, toma por el pescuezo al ejecutor, échale en tierra, písale, hierve en santa cólera. El que mandaba este bárbaro castigo, asesinato de la vergüenza, era otro indio de más porte que tenía en la mano un bastón con empuñadura y casquillo de plata: era el alcalde. «Señor cura, dijo el alcalde, este mitayu faltó, el domingo a la doctrina. -¿Y no sabes que el azote está prohibido por la ley, malvado? ¿y no te he dicho mil veces que si me tocas a un pelo a uno de mis feligreses te he de matar?». Asió entonces con ímpetu la vara del alcalde, y le dio a su dueño tal voleo de palos, que no le dolieron tanto como al otro los azotes, pero que le dejaron escarmentado al indio abusivo y cruel. Esa cólera es santa: si hay quien repruebe estos palos, tenga a bien llevar esotros ramalazos.

«Señor cura, vengo a concertar los derechos: mi suegra murió esta mañana. -Ustedes no son pobres, respondió el cura: ¿puedes ceñirte al arancel? -Una rebajita señor cura. -Da lo que quieras, hijo: yo no busco sino el pan de cada día».

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«¡Señor cura, señor cura! anoche han botado este niño en mi casa: yo no puedo criarle: voy a echarle en la calle. -¡Bárbara! en la calle... ¿sabes lo que dices? Yo tengo madre: ella le tomará a su cargo: déjamelo». Y apoderándose de la inerme criatura con la solicitud de una apasionada nodriza, corrió para adentro gritando: «Señora, señora madre, ¡Dios nos envía un huésped! Los niños son bendición del cielo: inocencia y esperanza en ellos residen». Una buena anciana vestida de negro salió a las voces del cura, y dijo: «¿Qué es? ¿qué niño es ese? -Un expósito, señora: el que no tiene padres y el que no tiene hijos, hermanos son: éste es mi hermano: críemelo vuestra merced como me crió a mí mismo». Tomó la señora al huérfano en los brazos, vio resplandecer en sus ojos la recompensa de la caridad, y dándole mil besos en la frente: «Esto era lo que me hacía falta, un niño, un hijo tierno, un ángel doméstico que mantenga la pureza del hogar».

Un matrimonio alborotado comparece ante el cura: «Me ha dicho, ladrón, señor cura. -¿Y él, y él? pregúntele qué me ha dicha, señor. -Yo, la madre de sus hijos, su mujer propia, una callejera, trotaconventos, una... -Mi honra, señor cura, mi honra primero que todo. Véale esa cara... don bebedor, don borracho, te he de arrancar los ojos!

-¡En mi presencia, mujer! -exclama el cura-. Ya la conoce, señor, agrega el marido: nada es lo que aquí está diciendo la atrevida: a voz en grito, en la calle, me dijo que me había robado la custodia.

-¿Qué custodia? pregunta el cura volviéndose a la mujer; ¿cuándo han robado aquí la custodia?

-No es eso, señor cura, sino que el pícaro me dijo la mala palabra, esa que no puedo repetir ante vueseñoría.

-¡Gervasio! ¿así deshonras a tu esposa? ¿luego tus hijos no son tuyos?

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-Falso, señor cura; ¿cómo había yo de decir eso? La honra de mi mujer es la mía propia.

-Otro tanto debes decir tú, Dolores: la honra de tu marido es tu propia honra. ¿Cómo le tratas de ladrón? Pensad en criar bien a vuestros hijos, antes que darles estos ejemplos que los pueden corromper y pervertir. Con que el marido es para su mujer un ladrón, y la mujer para su marido una... vagamunda! ¿y vuestros hijos? ¿y Dios? -Así es, señor cura, responde la mujer, llorando ya y enjugándose los ojos con el rebozo. -Así es, señor cura, repite el marido con voz temblorosa y afligida. Vamos, Gervasio, abraza a tu mujer». Gervasio se le acerca tímido; salta ella sobre él y le echa los brazos al cuello. La paz fue firmada por más de un mes, y no hubo trapisonda, pues el cura, fiador, cuidaba de que la cultivasen, haciendo visitas continuas a los beligerantes.

Dos escuelas tenía la aldea, una de varones, otra de mujeres: visitábalas el cura periódicamente, un sábado la una, otro sábado la otra, habiendo establecido en ellas, acorde con el institutor, exámenes privados que llamaron sabatinas. Para el pundonor, el estímulo era un certificado con firma del señor cura y del maestro, el cual servía de mucho para con los padres del alumno que lo alcanzaba favorable, y de gran perjuicio respecto de los que salían con tachas y censuras. Para el interés, el párroco estableció tres premios, el primero de a diez reales, el segundo de a seis y el tercero de a cuatro. Para el temor, las penas iban enderezadas a la vergüenza, y de ninguna manera al martirio físico. El cuerpo nada tiene que ver en la educación del alma, decía el clérigo; para enseñar a los animales y adiestrarlos, sea en buena hora el látigo; los móviles de la inteligencia otros son; no me curta usted a los niños, señor maestro, con penas corporales; lo que hacen de miedo, lo hacen mal; y ningún mérito hay en obligarlos a una cosa contra su voluntad, lo que conviene es hacerles querer y desear lo bueno; esto lo conseguimos de muy distinta manera que con el necio rigor que tuerce el más recto natural, y estraga desde el principio el corazón más bien formado. Así es que de esas escuelas   —349→   salían hombres llenos de pundonor, aficionados al trabajo y amigos de su deber, y mujeres de obligaciones, tan hacendosas y virtuosas, que de los pueblos vecinos las, buscaban y pedían su mano de rodillas.

Este cumplido sacerdote, este hombre de paz y caridad, como tiene el alma limpia, gusta del aseo del cuerpo y la atildadura de costumbres. Su mansión es una concha: el guarda-casa está en pie a las cuatro de la mañana, y la barre desde el zaguán, hasta el corral: los corredores siempre nuevos, a fuerza de cuidado: los aposentos, sencillos, casi pobres, ofrecen el conforto del orden primoroso que reina en ellos. Las tapias del jardín, ocultas tras un espeso enramado de plan tas trepadoras, tienen aspecto de murallas de esmeralda donde resplandecen estrellitas de diferentes colores, como son la azul pasionaria, el amarillo mastuerzo y el blanco jazmín que inunda el barrio con su fragancia saludable. Los gansos dan gritos prolongados y tristes allá lejos en la huerta: las gallinas cacarean en el traspatio. Perro bravo, no hay; el tesoro del cura son las virtudes, y éstas no tientan a los malhechores; pero sí un viejo mastín, gordo y pacífico, que a fuerza de años y de lecciones ha perdida su fiereza, y no sirve sino para simbolizar la fidelidad, tendido en medio del patio, o bien sentado como un león en el umbral de la puerta de calle. El cura está de pies a las cinco: se lava rostro, manos y brazos cada día infaliblemente, no le suceda lo que al dervis que salió una vez sin haber hecho las abluciones que tanto agradan a la Divinidad. Dice misa a las seis; se queda en el confesonario hasta los ocho; de allí para adelante visita a los enfermos; vuelve a su casa a las diez, y hace su primera refección, la cual consiste en dos huevos tibios, un vaso de leche y un pan. Sabe que el chocolate es contra la castidad, y se abstiene de él, aunque le gusta. Imposible fuera notar una mancha en sus manteles; cada borrón es un pecado, cada arruga una vergüenza. Paños sucios, alma puerca. Los vasos son para verse el rostro en ellos: Horacio no tendría nada que decir. La leche de su mesa es la de la vaca que ordeña allí mismo una   —350→   indiecita de admirable pulcritud y frescura: la flor, la espuma, el primer jarro, no es para él, sino para la enferma vecina que se duele del pecho. Los vegetales de su huerto, las raíces de su arada componen su comida: papas gruesas, reventa das, derramando suave harina; coliflor pomposa, sembrada con sus manos; es una maceta de ofrecer al altar ese repollo lujuriante lleno de jugos nutritivos. Granos tiernos de sencillo condimento; dulce de frutas; agua pura del arroyo. Vino, jamás; licores fuertes, menos: esos son fracasos de la templanza, buitrones de las virtudes. El tabaco... el tabaco... soporífero infame que entorpece el cerebro, ensucia boca y manos y aplebeya el espíritu, no halla cabida entre las buenas costumbres de los hombres limpios: ver un clérigo con el cigarro en los dientes, echando humo y saliva, es hasta irreligioso de su parte. Fume el soldado, fume el viejo, fume el que pasó la edad del amor: la mujer hermosa, el hombre pulcro, el enamorado, no fumen, o desbaratan sus prendas y sus esperanzas. El cura de Santa Engracia no sabe fumar, no bebe humo ni echa inmundicias por los labios. Como es leído, sabe que los trabajos intelectuales no se compadecen con la salud, sin el modo y el pulso que en ellos gas tan los prudentes: después de comer, dos horas de paseo calmoso y grave: anda solo; la soledad es una musa; medita, al tiempo que va andando; recoge ideas, levanta el pensamiento al cielo; recibe en el alma los arreboles del occidente cuando el sol se ha puesto, y abrigada con esos colores que comunican uno como calor divino, vuelve al convento con santa melancolía. No lee sino dos horas por la noche: su sueño, como de varón justo, es el de un niño. Torna la aurora, torna él a sus obligaciones y costumbres.

Este es el sacerdote evangélico, el cura perfecto. Quedamos en la «libertad de trabajar»; libertad que le habéis negado al pueblo romano, pasando al extremo de motejarle de ocioso e indolente. Régulo, general del ejército de África, escribió al Senado poco más o menos de este modo: «Padres conscriptos: Donde tantos y tan grandes capitanes pudieran sustituirme en el gobierno de   —351→   este ejército, admírame le hayáis sometido nuevamente a mi autoridad, con una reelección que, si crece mi honra, y me llena de júbilo como prueba de confianza, tiene para mí el grave inconveniente de ver yo a mi familia sufrir el desamparo y la necesidad por un año largo todavía: mis tierras se hallan incultas, mi mujer y mis hijos están careciendo de lo necesario. En este concepto, ruégoos, padres conscriptos, tengáis a bien relevarme del mando, y permitáis mi vuelta a Roma». El Senado contestó a esta representación con un decreto por el cual mandaba que las tierras de Régulo fuesen beneficiadas y sembradas por cuenta de la República. No os maraville esta providencia del Senado; maravilleos el saber que esas tierras eran siete fanegas, pegujal inferior al que los generales asignaban a cada soldado después de una conquista el cual se componía de catorce; maravilleos el saber que el generalísima de un ejército, el vencedor de Cartago, que tenía a su disposición un poderoso reino, no tenía con qué sufragar para los gastos de su casa, si no iba a labrar con sus manos su diminuta hacienda. Detractores de la grande antigüedad, decidme, ¿dónde están los generales que, mandando ejércitos, entrando ciudades por fuerza de armas, sojuzgando imperios, no tienen ahora con qué mantener a sus familias porque ni gozan de rentas, ni saben de sus campañas y sus triunfos con las manos hediendo a oro? Vedlos, sí vedlos, ellos son... generales y coroneles, quienes, depuesta la espada, empuñan el timón del arado y van siguiendo el tardo paso de sus bueyes. Trabajar... ¿qué es trabajar para estos enemigos del trabajo? Ingratos llaman ellos a los pueblos, porque no les manifiestan su agradecimiento con fomentarles su conhorte, con crecer sus vanidades mediante la envilecedora lisonja. La madre del recluta que va la soga al cuello, dejando en triste desamparo su casa, su familia: ingrata. El dueño del caballo, el burro, a quien la tropa despoja y atropella en el camino: ingrato. El rector del colegio que profanan los soldados, aposentándose en él junto con sus bagajes, haciendo rodar por el suelo a puntillones los globos, rompiendo las cartas geográficas: ingrato. Ingrato el padre de familia que ve   —352→   sus bienes de fortuna confiscados; ingrato el propietario a quien imponen de contribución la mitad de su hacienda; ingrato el buen patriota que gime en el tormento, y ve correr sus días a la tumba, cargado de grillos y cadenas. Todos son ingratos. Para Fabricio, para Curio, para Régulo eran ingratos los que, obligándolos al mando en tiempo de paz, les impedían arrimar el hombro al trabajo, arar la tierra y exigir de sus entrañas benéficas el sustento de sus hijos. Decir que los romanos no conocieron la agricultura, es no tener conocimiento de ese pueblo ni haber saludado la historia. Magón, célebre cartaginés, había escrito una obra de agricultura: entrada Cartago por Escipión Emiliano, este egregio capitán ordenó que la obra de Magón fuese preservada del fuego a todo trance; bien así como otro vencedor había cifrado su conato en preservar el cuadro del Yaliso en la toma de Rodas; y como Tito puso todo su empeño en la salvación del templo, vencida Jerusalén. Escipión, al tiempo que estaba contemplando el fuego en la ciudad enemiga, tenía en la mano cuidadosamente el libro de Magón. Enviolo después a Roma: el Senado mandó traducirlo al latín sin pérdida de tiempo. Varrón, el más sabio de los romanos, tuvo a la vista las disquisiciones del cartaginés cuando escribió sus elementos de agricultura: Plinio hizo lo propio; y Columela, el que más de propósito se había dedicado al estudio de esa ciencia, honró su patria y regaló al género humano con mil secretos arrancados del seno de la tierra. El padre de la agricultura francesa, Ollivier de Serres, corresponsal de Enrique IV, había leído y aprendido de memoria las obras de Varrón, Plinio y Columela; ¡y he aquí que los romanos no conocieron la agricultura, ni tuvieron libertad de trabajar! Las reglas de Virgilio acumuladas en las Geórgicas, siquiera por la poesía son conocidas de todos; la ignorancia y la sandez de negarle al pueblo romano el estudio y la labor más necesarios para la vida, reservadas estaban para estos seudo-católicos cuyo universo se halla encerrado dentro de estas cuatro paredes: egoísmo, mala fe, malicia y necedad. ¡Seudo católicos, digo, oid! Estos son unos, y los católicos verdaderos, sinceros, ilustrados, otros muy diferentes.

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¿Qué otra libertad queréis, cristianos de capa larga? ¿no queréis también la de cogernos en la calle a los herejes, y boquiabriéndonos con una artimaña de madera, darnos a viva fuerza el cuerpo de Cristo, como dice Gibbon que hacían los católicos de cierta nación y cierto siglo? No sería mala esa libertad, como no lo fue para Juan Manuel Rosas, el gaucho memorable, la de tomar por las calles de Buenos Aires a cuanto caballero de levita o de frac acertaba a pasar, y con tijeras resonantes cortarles la falda alrededor, de modo que el hidalgo quedase persona de chaqueta en daca esas pajas. La manera de hacer demócratas es ésta; así como la de hacer católicos es maniatar a los herejes, y abriéndoles las mandíbulas con la artimaña consabida, embocarles las formas consagradas: otrosí hacerles vomitar el diezmo, para contrahacer vuestro lenguaje, pinchándoles las carnes con los cuentos de las lanzas benditas. Entrome aquí, que llueve: todo lo demás es música; y apaga y vámonos.

Hemos vuelto palmario que vosotros queréis la libertad de pensar, hablar, trabajar y enseñar: veamos si el pueblo romano gozó en algún tiempo de tan preciosas libertades. Ese pueblo era él mismo su legislador; los decretos del Senado regían por doce meses; y no eran leyes perpetuas sino por la sanción del pueblo. Los tribunos, diputados de éste, proponían leyes al Senado: el Estamento de los caballeros era el poder judicial, y el pueblo el tribunal supremo. Por esto hemos visto que, según la ley Valeria, ningún delincuente sufría la pena, si a él apelaba. Ved, pues, si el pueblo romano tenía libertad de pensar y hablar. Tan bien pensó, que «si sus leyes han parecido tan santas, y su majestad dura todavía, es porque el buen sentido que rige al género humano, reina en todas ellas. No es posible ver otro código donde se haya hecho más justa aplicación de la equidad natural»37. Este pueblo y estas leyes que un gran católico presenta de modelo a los hombres, son las que vosotros, que de puro católicos dejáis de ser cristianos,   —354→   habéis escarnecido como sectarios sin sabiduría ni conciencia. El pueblo romano, el de la ciudad, el pueblo de intra-muros, no trabajaba mucho, es cierto, porque profesaba las armas, no porque no tenía libertad para tan noble ocupación. Pero ved luego allende el Tíber, y en una mezquina posesión hallaréis a Cincinato labrando la tierra con sus manos. Esperad: ¿quiénes vienen por allí? son los varones expectables que el Senado envía a revestir de la púrpura dictatorial al viejo labrador. Cincinato obedece; mas después de haber salvado la patria en pocos días, vuelve y empuña otra vez la esteva. ¿No se trabaja en Roma?

Un día compareció ante el edil un hombre acusado de magia. Este era un propietario que se daba maña en sacar de una heredad reducida, cosechas más abundantes y mejores que los ricos de sus extensas posesiones. ¿Cómo, decían éstos, el miserable Cayo Furio Cresino, esclavo ahora cuatro días, obtiene de su puñado de tierra más frutos y de mejor calidad que nosotros de nuestras grandes heredades? Esta no puede ser sino obra del demonio; y le acusaron de arte mágica. El edil, sentado en su alta silla, está esperando al reo: el pueblo inunda el Foro: Cayo Furio Cresino se presenta rodeado de sus gañanes, seguido de sus bueyes, arrastrando en pos de sí las herramientas y los utensilios de su labranza. La gente; bien vestida, es robusta, gracias a los jugosos y abundantes alimentos: los brazos de esos gallardos campesinos, gruesos, nervudos, son los de Hércules. El timón del arado, un árbol entero, no los aflige, ni al buey que lo tira, ni al mozo que oprime la reja contra el suelo. La cerviz de esos animales puede sustentar un monte y arrastrar una ciudad: así es que los surcos que ellos abren son profundos. Cada azada pesa una arroba, las hoces parecen cimitarras. «¡Romanos! dijo Cayo Furio Cresino, he aquí mi magia: estos jornaleros, estos animales, estas herramientas son las malas artes de que me valgo para obligarle a mi pegujal a producir más que sus grandes haciendas a mis malquerientes. En cuanto a mis días sin descanso, mis noches sin sueño, mis fatigas y sudores, no me es dable poneros a la vista». Rompen los circunstantes   —355→   en aplausos: el reo es absuelto por unanimidad; y los acusadores, corridos, se escurren por allí, huyendo la rechifla del pueblo. ¿No se trabaja en Roma?

Toda esa frondosidad antigua, esos bosques y jardines que circunvalaban la Roma de los cónsules y los césares, ha muerto, ha desaparecido, dejando el lugar a la malaria y la peste que imperan en la campiña romana yerma y funesta. ¿Dónde están los huertos de Lúculo, esos depósitos inmensos de plantas, flores, aves y cuadrúpedos de todo país y todo tiempo? ¿Dónde los jardines de Ático? ¿dónde las quintas, las casas de recreo de los grandes hombres, esos paraísos pequeños que eran la tierra prometida de los cónsules, los senadores y los generales, cuando, cansados, abatidos, aburridos de la política y los cuidados del gobierno y de la guerra, se retraían a olvidar y hacerse olvidar en ellos? Cicerón, el más pobre de los patricios, poseía veintiuna casas de recreo, unas en la campiña romana, otras en la Campaña, y otras en los montes Sabinos: Tusculum, su predilecta, se hallaba a las puertas de Roma. Ni había un palmo de los alrededores de la ciudad que se manifestase descubierto e inútil: árboles, arbustos, matas bellas y salutíferas, gramas, céspedes y, flores por todas partes, en medio de las cuales el agua cristalina de los cien acueductos que la traían de los collados y los montes, formaban mil ruidosos laberintos. La Roma de los papas es un sepulcro que se levanta sobre el tiempo y las generaciones de medio de un vasto secadal: la naturaleza, enferma, es allí víctima de un letargo sin fin; su hálito pestífero corre a modo de viento de muerte, y ay del que lo aspire, porque aspira el secreto de la tumba. La Campiña romana, con no haberla sentido mil ochocientos años, ha olvidado la reja; esa castidad deshonrosa, proveniente de las mil calamidades que han pasado sobre ella, la pervierte más y más: hosca, agria, irreducible; nadie siembra nada en ella, porque nada produce; el agua, huyendo de su seno, le dejó una maldición. La primavera no ha concluido, y el viajero huye aterrado; calenturas, fiebres malignas principian desde fines de mayo, y no dan treguas sino a fuerza de nieve y frío;   —356→   el invierno es muchas veces anciano bienhechor que da la salud con drogas amargas. ¿Acaso era lo mismo en la Roma antigua? Ningún autor hace mención de la malaria, ni la canícula aterraba como la peste negra de ciertas regiones malditas del Asia. Todo verde, todo fresco, gracias a la industria del hombre, que por mil medios granjeaba los favores de la madre naturaleza. ¡Y ese, ese, el pueblo romano, no trabajaba ni tenía idea de la agricultura!

«¿Por dicha buscaremos la propiedad en la Roma antigua?» principia así vuestro argumento acerca de tan importante y esencial materia. Sí, iremos a la antigua Roma a buscar la propiedad, pues ella no podía estar ausente de pueblo que «era magnánimo porque era virtuoso», y porque era virtuoso desdeñaba las riquezas. «No bastan en una buena democracia que sean iguales las porciones de tierra; han de ser pequeñas, como entre los romanos. No permita el cielo, decía Curio a sus soldados, que ningún ciudadano tenga por poca tierra la que es suficiente para alimentar a un hombre»38. El comunismo y el socialismo, azotes de las sociedades modernas, no han salido, no podían haber salido de pueblo donde cada ciudadano se contentaba con una porción de tierra que él podía labrar con sus propias manos. Los graneros públicos, en Roma, no estaban al arbitrio del pueblo: los magistrados repartían el trigo conforme al número de personas de cada familia; y la ley agria, que yo sepa, nunca tuvo por objeto la comunidad de bienes. De continuo se la discutió en el Foro; mas en esto el Senado se mantuvo firme. Y cuando ella hubiera pasado, no disponía que los romanos gozasen de sus bienes en común, sino que la tierra fuese repartida en justicia, quitando algo al que tuviera por demás, dando algo al que tuviera menos o nada tuviera: cosa muy diferente del comunismo de los revolucionarios franceses. Una vez hecha la repartición, la porción de cada ciudadano quedaba garantida por la ley, sagrada, precisamente lo que   —357→   sucede entre nosotros; con esta diferencia, que entre los romanos antiguos las riquezas no eran de la menor estima, ni había ricos en la antigua Roma al paso que en las sociedades cristianas todo lo poseen unos, nada otros. No quiero ley agraria, no porque ella no es esencialmente justa, sino por las injusticias y los males sin cuento que traería consigo, caso que fuera posible llevarla a cabo, lo cual es muy dudoso. La revolución francesa no lo pudo, ¿quién lo podría? Ricos hay en Francia, ricos en Inglaterra que tienen de renta una libra esterlina por minuto; ricos en nuestra pobre democracia. Pobres hay en Francia, pobres en Inglaterra, que se comen las manos y se echan en el Támesis o el Sena; pobres hay asimismo entre nosotros. Sea como quiera, la propiedad existe, siga adelante como está, haya pobres y ricos: los unos gocen de sus riquezas, los otros quedémonos al Señor. «Y Jesús, mirando alrededor dijo a sus discípulos: Cuán difícil es que los que poseen riquezas entren en el reino de los cielos».

Achacar a la Roma antigua la invención del socialismo, es lo mismo que achacarle la esclavitud. El socialismo, por un encadenamiento misterioso de las ideas y las cosas, tiene su cuna en el despotismo, quién lo creyera; y no podía, por ley de la naturaleza, haber nacido en un pueblo que adoraba la libertad, la cultivaba y la gozaba como su bien mayor, más verdadero y presente. La práctica pone en claro relaciones paradójicas que parecen absurdas: el socialismo que está haciendo temblar en nuestros días a las testas coronadas, conforme las naciones adelantan hacia la libertad, va refugiándose en los imperios donde el autócrata hace gala del poder absoluto. Durante el segundo imperio napoleónico los socialistas eran sombra y espanto del déspota: hoy la república no le teme; ¿qué ha de temer, si a más andar gana la Rusia, y va dejando libres los pueblos donde el orden es avenidero con el ejercicio de la libertad, y las instituciones democráticas con el progreso? Alemania ha dado una ley contra el socialismo: ideas no se matan con leyes; la Francia republicana no tiene necesidad de darla: su socialismo ha emigrado al Norte, y allí, en manos de hombres   —358→   y mujeres, amenaza de muerte a personas e instituciones; libertad y democracia bien entendidas no lo necesitan. La sociedad humana es una escala; escala sin escalones, no puede haber; suprimid las clases sociales, y dicha sociedad queda suprimida. En una sementera de trigo mismo unas espigas son mayores que otras, si por la elevación, si por el volumen: ¿tienen las espiguitas bajas y flacas derecho de conspirar para ser iguales a las gordas y altas? Allí está la naturaleza que tal hizo; pegaos con ella. Alemania, Rusia, imperios despóticos, o casi despóticos, las han hoy con el socialismo: Francia, como queda dicho, lo está ahogando sin leyes; los Estados Unidos no lo conocen. El socialismo, pues, no pudo haber nacido en la Roma antigua, como sin luz de razón ni conciencia lo habéis sentado, vosotros, católicos de la garra, para quienes no hay cosa buena fuera de vuestra jacarandina. Socialismo... Infantín, discípulo de San Simón, proclama la comunidad de bienes de fortuna, la libertad de amor, bajo la inspección del sacerdote, la comunidad de mujeres, el nivelamiento de las clases sociales, con la obediencia cadavérica a un gran pontífice, que debe ser católico. Vosotros sois, pues, los socialistas, sansimonianos sin caer en la cuenta: no os falta sino la Gran Madre: id a buscarla por Ginebra.

Ahora viene la esclavitud, y con «los alaridos del esclavo desgarrado por el látigo del patrón» me heláis de espanto. Una imputación calumniosa a un gran pueblo y dos gazafatones, he aquí la esencia de esas dos líneas de vuestro cuño. El patrono, en Roma, era protector obligado a tales y cuales servicios para con sus clientes: el patrono tenía amigos inferiores a él a quienes protegía a vueltas de sus obras serviciales: esclavos, no eran ellos. Luego ese látigo no estaría chasqueando en manos del patrono sino del dueño; y esos alaridos no habrán sido del cliente sino del esclavo. Sea de esto lo que fuere, la invención de la esclavitud no es de Roma; no lo es, puesto que es mucho más antigua; ni defecto del gentilismo, como lo afirmáis, irrogando a los dioses este gratuito agravio; mujeres tenían éstos, queridas y mensajeros; mas no he sabido que en el Olimpo hubiese esclavos;   —359→   lo que sí sabemos todos es, que los patriarcas de la ley antigua los tuvieron mucho antes que los romanos: ¿quién no sabe la historia de la esclava Agar? La esclavitud es la mancha de los pueblos antiguos y los modernos el crimen de que no se quieren castigar, porque no se resuelven todavía a tener por buenas las leyes del Redentor ciertas naciones que ponen la monta en el nombre, y no en la esencia de las cosas. No queréis ir a Roma, por no oír los alaridos del esclavo; pues no vayáis tampoco al Brasil, nación cristiana; no vayáis a Cuba, católica-apostólica-romana. A los Estados Unidos, desde ayer, ya podéis ir: Lincoln os ha abierto las puertas. ¿Por qué afeáis a Roma con esa excrecencia que así deslustra a los antiguos como a los modernos? El cristianismo acabará por extirpar ese nefando abuso: el Evangelio no sufre la esclavitud: el Salvador muere por el género humano. No, no iremos a Roma a buscar la esclavitud, pues el hombre de bien no busca en ninguna parte sino lo justo y lo bueno. Y echad de ver una cosa, que yo he querido ir a Roma, y de ningún modo a la infame Capadocia; que el pueblo romano es quien me causa admiración, y no los tracios ni los bretones de ese tiempo: en balde me traéis esas tiramiras de ingleses desnudos a ponérmelos por delante: así los compadezco yo como vosotros; así los libertaríais vosotros como yo. El derecho antiguo de la guerra era monstruoso: hizo mal Roma en reducir a los prisioneros a la esclavitud; pero en descuento de este abuso, ¿no se os acuerda cuántos enemigos vencidos vinieron a Roma a ser ciudadanos romanos? En Roma, al lado de un crimen halláis siempre una virtud. Id a Roma, aprovechad de lo segundo, absteneos de lo primero.

El vicio general de que adolece vuestra censura es la mala fe; y además de esto hay en ella error de juicio, y un prurito de generalización que tuerce mis ideas y estraga mis intenciones. Cito a Platón, y decís que Atenas no puede servirnos de modelo: traigo una ley de Licurgo, y voláis a advertirme que en Lacedemonia se toleraba el hurto: admiro a Lucrecia, ¡y cuán prontos y apercibidos estáis para darme en cara con el suicidio! Locura sería en mí pretender que ahora nos educásemos   —360→   en la escuela de Hegesías; locura que imitásemos en todo a los romanos. Pero es no menor la vuestra de querer inspirar repugnancia por las antigüedades griega y romana, y hacernos olvidar los nombres de Arístides y Catón, por los de San Simón Estilita y San Martín Porres. ¿No sería mejor pensásemos en todo, supiésemos de todo, y del vasto campo de las civilizaciones antigua y moderna tomásemos la flor y nos adornásemos con ella? Diréis que para salvarnos no habemos menester las sentencias de Bias ni los consejos de Pitaco; y yo os digo que no porque los sabemos nos condena el Señor a las llamas infernales. ¿Y no os dijo ya Bossuet? sería vergonzoso a todo hombre de bien ignorar el género humano. Condenad por vuestra parte cuanto queráis a vuestros semejantes; pero, «felices los que esperan en silencio la salud de Dios».

¿Qué diría Gibbon si os oyese la peregrina especie de no querer se inspire a los jóvenes simpatía por la antigua Roma? ¿qué diría Fenelón? ¿qué diría el gran Carlos de Secondat? ¿qué dirían tantos ínclitos varones que han resaltado sobre los demás, no por haber vertido la sangre de los pueblos, mas antes por haberse instruido en el Liceo y el Pórtico; por haber ido con los diputados del Senado por todo el mundo en busca de buenas leyes; por haber bebido, no de «las turbias aguas de Sodoma», como habéis dicho, sino de las cristalinas y saludables del Penea? No me cerréis las puertas de la antigüedad, porque os las rompo a hachazos. Miguel Ángel, ciego, se hacía llevar al museo del Vaticano, y lo que no alcanzaba con la vista, lo obtenía por medio del tacto: su espíritu, en combinación misteriosa con la belleza, estaba gozando en silencio de las formas y las perfecciones de las estatuas antiguas. No de otro modo me haría yo llevar a las ruinas de Grecia y de Roma, y arrimándome a las columnas del Partenón, y tocando los escombros del Coliseo, recibiría profundo y rejuvenecedor deleite, volviendo con la imaginación a esos pueblos y esos tiempos. ¿Sabéis cuándo hemos de ser felices verdaderamente? no cuando estrechemos la inteligencia ciñéndola a la órbita de vuestros mezquinos estudios, como lo deseáis, y obedeciendo   —361→   como ruines a los tiranos del espíritu, sino cuando entreguemos nuestros hijos, como los magos, a cuatro preceptores, el más sabio, el más justo, el más temperado y el más valiente de la Nación. «El que le llega a tomar el sabor a los estudios religiosos y a la vida mística, habéis dicho, ya no piensa en las vanidades de la historia. De continuo vemos incrédulos que se pasan a nuestro partido; mas no un católico que se pase a los libre pensadores». Arcesilao se encargó ahora dos mil años de responder por mí, con la que le dio el epicúreo que se complacía en repetir que de su escuela nadie se pasaba a la estoica; mientras de ésta sí muchos se pasaban a la de su maestro. Si fuera yo versado en el griego antiguo, estamparía esa respuesta en su idioma propio, a fin de que nadie la comprendiese: a falta de esa joya orinecida de la educación, adornaré con el silencio mi discurso, que esto lo requieren la pulcritud de las ideas y la castidad de los oídos. Por lo demás, no es exacto que ciertos cristianos sean tan firmes como dicen: las conversiones de éstos al mahometismo son frecuentes en el Asia. Acaba el Indian Mail de dar noticia de un misionero que, habiendo ido a convertir musulmanes, se ha vuelto mahometano él mismo, y hoy predica con gran fervor el Islam a los cristianos39. Sea dicho en pro de la verdad que ese curioso misionero es cristiano protestante, y no católico; ¿pero cuántos franceses, de esos que pueden contarle los pelos al diablo, católicos-apostólicos-romanos en su tierra, no andan de turcos en Constantinopla, de santones y dervises en el Cairo, de adivinos en Ispahan, y aun de bonzos y sacerdotes de Budda en la India? Un portugués de nombre Castro Capao llegó por sus servicios en el harén del Gran Señor a ser bajá de una cola; era de morir de risa verle mondo y lirondo el cogote, ceñida la cimitarra, fumando su pipa de a dos metros, gordo como cantor jubilado de San Pedro. Le pasó por la cabeza venir a Portugal a hacer una visita a su familia: tan luego como fue en su casa de Tras os montes, no perdió ni domingo de oír misa entera, aunque   —362→   él era quebrado; ni viernes de comer de vigilia, ni jueves de ir a la escuela de Cristo; y como para sufragar para el buen viaje, en vísperas de su regreso, Julio Castro Capao se confesó y comulgó en Santa Ripeta, y se volvió a su bajalato más infiel que en ningún tiempo. Adónde fueres haz lo que vieres: Castro Capao era un Maquiavelo de una cola y dos orejas, pero no tenía serrallo...

«El esposo tirano de la esposa», habéis dicho. La ley mantenía a la mujer en tutela perpetua hasta el día que se casaba, en el cual quedaba emancipada y libre. Nunca en Roma tuvo el marido derecho de vida y muerte sobre la mujer, como lo tuvo, por desgracia, sobre los hijos; nunca pudo obligarla, ni la obligó a los trabajos y las penas de la servidumbre. Podían los hombres repudiar a sus mujeres, y esta facultad la tuvieron amplia los maridos; y con todo, era tal el respeto por los auspicios, tales la moral y las costumbres, que en el espacio de quinientos veinte años nadie se atrevió a usar de ese derecho, hasta que Carvilio Ruga repudió a la suya por causa de esterilidad40. Las mujeres tenían templos aparte; las casadas, juntas misteriosas en las cuales trataban puntos ignorados por los maridos, quienes sufrían esos misterios con religioso silencio. Por eso fue tan grande el crimen de Clodio, y tan ciega la indignación de los romanos, cuando ese muchacho desalmado se introdujo, vestido de mujer, en la casa de César, por amores con la de este guerrero. Ni la salvación de Roma fue motivo harto poderoso a los ojos de Cicerón para violar los misterios femeninos: sabedor de la conspiración de Catilina; de cómo iba la ciudad a ser destruida por el fuego, y degollados senadores y hombres de bien esa misma noche; el cónsul, inquieto, pálido, deja el Foro y, seguido del pueblo, acude a su casa para tomar providencias acerca de salvar la República. Llama a la puerta: silencio; vuelve a llamar: todo silencio. Su mujer estaba celebrando ese instante los misterios de la Buena Diosa:   —363→   el cónsul retrocede con santo respeto, y gana una casa vecina. He aquí la tiranía del esposo sobre la esposa, el yugo del hombre sobre la mujer. Los romanos hacían siempre memoria de Catón Censorino quien se había arrepentido de haber confiado un secreto a una mujer, Marco Bruto, varón austero, de pensamientos elevados y opiniones rigurosas, lo primero que hizo fue poner a si mujer al corriente de la conjuración contra el dictador Julio César. Porcia, hija al fin de Catón de Utica, echa de ver cierta zozobra en su marido: no le dice ¿qué tienes?; no le pregunta ¿qué va a suceder? Toma un cuchillo, y, desnudándose la pierna, se abre en el muslo una herida profunda. ¡Qué haces, Porcia! Grita su marido aterrado. -«Para que veas, responde esta mujer sublime, con cuanta facilidad me diera yo la muerte, si tuviera la desgracia de perderte». Bruto la incluyó en los conspiradores.

Tan grande era el miramiento de esos antiguos por las mujeres, que las leyes castigaban muchas veces al marido las faltas de su cónyuge, como sucedió con Titideo Labeon, a quien el edil impuso una fuerte multa por los desórdenes de su mujer Vestilia. Las vestales, sacerdotisas de la diosa de la pureza, están simbolizando el respeto y la veneración que los romanos profesaban al sexo femenino. Es verdad que en faltando a sus votos eran enterradas vivas; mas era porque, como célibes, no tenían sobre quien el juez echase todo el rigor de la ley; y su excelso ministerio de estar en correspondencia con la Divinidad por medio del fuego sagrado, era descuento sublime del grave castigo en que incurrían las prevaricadoras. «Decíase de los romanos que ellos mandaban a todas las naciones, y que sus mujeres los mandaban a ellos». Cuando discurríais el presentar de víctimas de los hombres a las mujeres de Roma, no columbrabais que el gran Bossuet os estaba dando un mentís y un tapaboca. Lo que no pudieron los senadores saliendo en corporación y echarse a los pies de Coriolano, lo que no alcanzaron el cuerpo de sacerdotes, los flamines de Júpiter, el gran pontífice, lo pudieron la anciana Veturia y la joven Volumnia. La madre y la esposa del desterrado vengativo   —364→   sabían que salvando a Roma le perdían; el desterrado estaba viendo que ceder a los ruegos de su madre y su esposa, era cavar su propia tumba: madre y esposa, dos mujeres, pierden hijo y marido, y salvan la patria. ¡Qué esclavas tan poderosas! Respeto a su madre, amor a su mujer, esto fue más para Coriolano que lágrimas del Senado y majestad del sacerdocio.

Sertorio, lleno de guerras y de triunfos, de triunfos y de gloria, sabe la muerte de su madre, se encierra en un cuarto obscuro, y se propone morir de hambre y dolor. Tres días se estuvo tirado por el suelo, revolcándose con gritos agudísimos, hasta que sus capitanes, vencido el respeto por el peligro de su general, fuerzan la puerta, y le salvan a pesar suyo. Estas son las mujeres desdichadas a quienes desamor y menosprecio vuelven cosas, despojándolas de la personalidad augusta con la cual naturaleza las iguala en un todo con nosotros! ¿Ignoran los seudo-católicos, seudo-sabios, que una de las lámparas inextinguibles es la que los arqueólogos pretenden saber encontrado en el sepulcro de Tulia, hija de Cicerón? Esa disolución de oro que nunca se consume, no era empleada sino en honrar y perpetuar la memoria de personas casi divinas. La tumba de Cecilia Metela, uno de los pocos monumentos salvados del rigor despacioso de los siglos, es como un templo: todos los viajeros la conocen. Si alguna persona se atrevió a subir en carro al Capitolio, fue una mujer: viéndola está el mundo a esa romana soberbia cómo infringe la ley impunemente, y envuelta en púrpura, arrastrada por cuatro caballos blancos, viola atrevida la escalera sagrada, y se apea, como una Semíramis, en el umbral del templo de todos los dioses. Agripina, resguardada por las cenizas de Germánico que lleva consigo, y por los fueros de su sexo, se afronta con Tiberio, y le pregunta: «¿Qué proporción guardan los honores rendidos a la víctima con la persecución a su descendencia?». El tirano, herido en su orgullo, mirándola despacio, dijo: «No estoy distante de hacer con ésta una severa demostración». No la hizo, por no haberla con una mujer. Al paso que hoy, en pueblos cuyo monarca se ha llamado «rey cristianísimo»,   —365→   pueblos católicas-apostólicos-romanas, la mujer es uncida con el buey y el asno para arar de cinco a cinco: el Perigord, la Bresse, la Picardía, la Baja Bretaña, les están sacando verdaderos a Aimé Martín y Michelet41. En Roma, las leyes Julias fomentaban y premiaban el matrimonio: el número de hijos era santidad para la que tenía muchos: hoy, ¿dónde está la ley Papia Popea que las saque de la triste orfandad en que se consumen la mayor parte de ellas, luchando con la furia de la naturaleza comprimida, y con las pesadumbres de un triste aislamiento? ¿dónde la recompensa y los honores a las que dan mayor número de hijos a la patria? Pobres mujeres, nosotros ni siquiera les comunicamos nuestros proyectos, menos consultarnos con ellas, como los galos; ni rendirnos a su dictamen, como los germanos. Los egipcios sometieron por una ley el hombre a la autoridad de la mujer, en honor de Isis: los babilonios hicieron otro tanto en honor de Semíramis; nosotros no nos sometamos a su autoridad; pero levantémosla con la educación, endiosémosla con el amor, harémosla con la estima; y no, a fuer de católicos, andar deprimiendo a los pueblos donde ella ha preponderado más, para regalarla con una superioridad fantástica, superioridad y felicidad de que no goza todavía en los cristianos. Se detuvo, se volvió a ellas, y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos». Desde Jesús hasta nuestros días, llorando están por ellas y par sus hijos, y diciendo: «¡Piedras, rodad sobre nosotras! ¡montes, cubridnos!».

Por una ley antigua las matronas romanas no podían llevar sobre sí más de dos onzas de oro en adornos y arrequives: tanta sencillez y pobreza las humillaban: echaron de manga a un senador galante, y éste propuso la abolición de la ley, contra el parecer de los más graves padres conscriptos. Catón pronunció un discurso convincente acerca de mantener la ley suntuaria: «Las estatuas que hemos traído de Siracusa, dijo, creedme, son nuestros   —366→   enemigos más temibles». Hablaba contra el lujo. Empero las damas romanas se habían levantado en globo: con mil voces estaban suplicando, con mil manos estaban ordenando: lágrimas, amor, promesas, nada omitieron. Había por entonces un famoso libertino llamado Julio César: éste se decidió por las joyas femeninas y, a pesar de la autoridad de Catón, riéndose de sus pullas, echó abajo la ley con su elocuencia. Ese pillo sabía que lo que la mujer quiere, Dios lo quiere; y puesto que la púdica Diana no habrá querido que las mujeres anduvieran abrumadas de oro y pedrería fina, el orador de los anillos dijo lo que después dijeron los franceses: Ce que la femme veut, Dieu le veut, y la ley fue derogada. Decid me ahora que las mujeres nada podían en Roma.

No pretendo que entre los mártires de la religión cristiana, entre sus santos, no haya modelos dignos de ser imitados; pero éstos, a mi modo de ver, no son esas mujeres insensatas, histéricas del fanatismo, cuya virtud y santidad consisten en comer hierbas crudas, como bestias, y dormir sobre tres guijarros, uno para la cabeza, otro para medio cuerpo, otro para los pies, puente de dos arcos por los cuales pasan en caudal negro y soñoliento la locura y la ignorancia, como he leído que más de una desdichada lo practicó en la vida. Digo lo practicó, y no lo ha practicado, porque el género humano, en feliz y diario mejoramiento, no cae ya en esas demencias de santos frenéticos e impíos, cuyo timbre es envilecer la obra del Criador y desfigurar su imagen. El cordero pascual era escogido entre los más sanos, más bellos y robustos; y no se hubiera agradado la Divinidad de un sacrificio cuya víctima fuera una alimaña ridícula; estragada por la ro ña, macilenta, fea a la vista y repugnante al paladar. La virtud del cuerpo, virtud física ofrecida a Dios en forma de hambre, azotes, demacración horrible, llagas vivas, es fiesta nefanda. Lastimarse la espalda con las disciplinas, amortiguar el brazo con los cilicios; perder belleza, fuerzas y salud, ¿es ser digno de la hermosura y la salud eterna? Las virtudes propiamente dichas son impalpables: no tienen carnes que abrirse con pelotas de puntas de vidrio; no tienen estómago que atormentar   —367→   con la necesidad; no tienen cabeza que perturbar con el insomnio: el hombre o la mujer que se aproxime a Dios con el amor violento de los serafines, ese es el santo, esa la santa, porque en ese amor están ardiendo todas las virtudes. Los santos del azote me causaron horror: esa no es sino la estupidez sanguinaria que se está agitando sin objeto. Santas como Santa Inés, que sufren el martirio y mueren por Dios, antes que salvar la vida y ser felices del mundo a costa de la conciencia y la virtud, dádmelas. ¡Y cuán bella es esa niña de quince años! ¡y cuán fuerte en su infantil debilidad! Tesoros, promesas, amenazas, todo en balde: el tirano, desesperado, cae a sus plantas, echa lágrimas ardientes de amor y crimen: enfurecido, se endereza, grita a sus esbirros, da órdenes furibundas: la joven, serena, inflexible, y siempre hermosa, sonríe a la muerte que ya llega en sus puntas de las lanzas. La hirieron, murió; murió por su religión y su honra: murió virgen, inocente, subió al cielo en alas de los ángeles. Y alas de los ángeles no fueron para ella hambres continuas, maceraciones insensatas, martirios indignos; fueron esas invisibles que desplegan las virtudes, y se mueven a impulsos del Altísimo, que sopla en ellas y las envía por las regiones de la gloria en armonioso movimiento. Santa Teresa de Jesús elevada a la inmortalidad en esos éxtasis sublimes que la ponen en contacto con los seres divinos, y la hace n gozar anticipadamente de una ráfaga de gloria eterna, esa es la que me causa maravilla y me infunde anhelo de una imitación imposible. Santa Mónica, madre de San Agustín, tomaba de ese amor de los serafines, practicando las obras de misericordia, colgada del Señor todopoderoso y misericordioso para que llame a su hijo querido, esa es la santa. De ser un idiota que pasa el día en la ociosidad metido en la iglesia, y la noche se tira sobre cama de ortigas, dándose a entender que es santo, quiero ser pecador hombre de bien, que a lo menos honra a Dios con el pensamiento y sirve a sus semejantes con el trabajo. Vosotros queréis, seudo-católicos, nos pongamos a dormir sobre un montón de espinos, como lo hacéis vosotros, salvo el derecho de levantarnos en lo obscuro y pasar de puntillas al dormitorio de vuestro amigo ausente...   —368→   Bene quidem: mi senda es otra; si llego a Dios, no ha de ser por la tortuosa de la hipocresía.

Bella será y amable «la joven que prende su cerilla y la pone a su patrón por la salud de su hijo». Ni mío es el trigo ni mía es la cibera: muela quien quiera; mas ruégoos consideréis otro refrán que dice por ahí: «ir por lana y volver trasquilado». Mondos y lirondos os halláis, amigos; que a nuestro modo de ver, os hemos trasquilado, y a cruces; lo que los latinos llamaban turpiter decalvare; y el Fuero Juzgo esquilar laidamiente. Jóvenes bellas y amables, las puede haber entre los romanos, puesto que no pongan cerillas, ni tomen las hebillas... de don Diego, como vosotros: veamos si las hay sublimes. Cecina Peto, varón de pro, ha tomado cartas en la conspiración de Escriboniano contra el Emperador; Escriboniano sale mal y muere; Cecina Peto anda vacilando y temeroso. Es de saber que en ese pueblo, el condenado a muerte que la esperaba de manos del verdugo, quedaba infame: el modo de salvar la honra era anticiparse al ejecutor con la propia. Arria, mujer de ese hombre pusilánime, aterrada del peligro que está corriendo su marido de tener mala muerte, toma un cuchillo, entiérraselo en su propio seno, sácalo chorreando sangre, y con divina sonrisa se la presenta a su marido diciendo: Praete, non dolet! Peto, no duele. Peto avergonzado, toma el cuchillo, y hace su deber. Esta no es bella y amable; pero es bella y terrible; ejemplo inaudito de valor y denuedo, que con una proeza salva a su esposo de la infamia.

¡Cuánta delicadeza en la muerte de la mujer de Fulvio! Era éste un privado de Augusto que poseía sus secretos, y a su vez se los recomendaba a su consorte. Mujer, no los podía callar, y descubrió uno de no poco momento. Fulvio experimenta en breve el ceño reprochador de su amo: desesperado, corre a su mujer, y le cuenta lo que pasa. «Con razón, y muy bien merecido, responde ésta: bien sabes que no tengo ningún poder sobre mi lengua; y con todo no dejas de recargarme de secretos. Mas a todo se puede dar un corte; y pues yo he sido la causa de tu desgracia, yo quiero darte el modo   —369→   de remediarla; muere, amigo querido; sigue a tu esposa, la cual, si no ha alcanzado a preservarte de los peligros con el silencio, no se verá falta de ánimo para salvarte con el ejemplo». Y diciendo y haciendo se mata a ojos vistas de su marido, no tanto asombrado, cuanto pronto a imitar el heroísmo de su mujer sublime.

Ahora supongo que queréis también una joven hermosa y amable, y me la exigís como prueba de la bondad y la belleza de esos tiempos, grandes tiempos de Grecia y Roma? Vedla aquí, y mirad si no vale tanto, y acaso más que la del patrón y la cerilla. -Cleombroto, yerno de Leónidas, rey de Esparta, se ha revelado contra su suegro, le ha vencido y expelido de Lacedemonia. Quelonisa, hija del rey en desgracia, deja a su marido triunfante, y se va al destierro con su anciano padre: allí fue para él ojos de ciego, pies de cojo; todo lo que era el santo Job para los predilectos del infortunio. Pero Leónidas tiene su bando en la patria ausente; y como la prosperidad raras veces tiene vuelta de hoja, Cleombroto se viene a tierra, vuelve su suegro, tornan las cosas a como antes era. ¿Y Quelonisa? Quelonisa deja a su padre vencedor, y se va al destierro con su marido desgraciado. Allí fue para él madre, esposa e hija. ¿Es o no amable esta joven? ¿es o no buena esta hermosa joven? La cerilla, está bien: cualquiera la puede poner, que sea buena, que sea mala; abrazar en todo caso el partido de los dolores, enjugar lágrimas, ser báculo de la vejez, amor del corazón, ángel de la guarda del vencido, siempre del vencido, esto es santidad; y estas mujeres, como la vestal Tuccia, pueden traer agua en un harnero. La sangre de una muchacha buena, pura, como la del cordero con que fueron señaladas las puertas de los israelitas, salva del exterminio a toda una raza. El que una posesa del demonio del fanatismo duerma sobre tres piedras, y coma tres habas crudas por día, a nadie aprovecha; al paso que las acciones que envuelven amor y abnegación, son prendas de la grandeza del género humano y gloria del Criador. Jesús anduvo siempre tras los que podían necesitar de él; no vivió encerrado en una cueva, ni se maceró las carnes, ni dio en estas bajas demostraciones   —370→   de arrastrarse y desfigurarse, como después lo han hecho algunos frenéticos, echándolo a cuenta suya, y como quienes practicaban las virtudes.

Ahora viene Lucrecia. Todos preferiremos siempre a María, madre de Dios, sobre Lucrecia, mujer de Colatino, esto es sin duda: no hay, no puede haber contraposición, rivalidad entre ellas: la virtud se junta con la virtud a pesar de tiempos y distancias. Mahoma ha reunido a María, hermana de Moisés; María, madre de Jesús; Cadijah, su esposa; Fátima su hija, y las ha llamado «las cuatro mujeres perfectas»; vosotros, cristianos de por ahí, tomaríais por los cabellos a Fátima y Cadijah, y sin averiguar su condición, sin meteros en consultas con el Juez supremo, las aventaríais al infierno, tan solamente por que eran esposa e hija de Mahoma. Este ha hecho lo contrario: ha tomado a la hermana de Moisés y la madre de Jesús, y las ha puesto como las dos primeras mujeres perfectas. Volvéis, pues, al verdadero, menos benigno, menos perdonador que el falso profeta. Guárdeme Dios de querer igualar a esas mujeres: lo que hay de virtud en ellas, si es virtud, todo se saldrá allá; mas el santo privilegio de María de ser madre del Enviado de Dios, la levanta sobre las personas de su sexo y sobre el género humano. Si a grandeza de alma y a virtudes va, Lucrecia, la suicida, hubiera sido Santa Lucrecia, si en tiempo de los reyes hubiera curia romana, y se usara mandar allá cincuenta mil pesos para las diligencias legales de la canonización. Ya veo que se os erizan los cabellos, rugís de cólera y huís de espanto haciéndome cruces: no importa; Lucrecia, mujer de Colatino, hubiera sido Santa Lucrecia, y vosotros le hubierais puesto velas, pidiéndole sabe el diablo qué cosas ilícitas con vuestras secretas oraciones. Lucrecia es un conjunto de virtudes, virtudes cristianas: modesta, humilde; pues siendo gran señora, trabaja en uno con sus criadas. Caritativa; pues no habla ni hace mal a nadie. Honesta; pues por haber perdido la honra a pesar suyo se da puñaladas. Aquí está lo malo, decís: con este hecho impíamente heroico pierde todas sus virtudes. No es así: una mujer cristiana, desde luego, luchará hasta la muerte; y   —371→   si la defensa hubiera flaqueado por falta de vigor, todavía le quedaba el último arbitrio, cual era quitarse la vida antes de la consumación del sacrificio. Si nuestras ideas reinaran entonces, Lucrecia hubiera hecho lo propio; mas el cristianismo no iluminaba aún la tierra, y una mujer, por santa que fuera, no podía atenerse a sus prescripciones ni de cometer un crimen con suicidarse, no consumaba sino una acción indiferente según los principios de esos tiempos; indiferente, si ya no era virtuosa, como indicador de ánimo fuerte y virilidad siempre bien vistos por los romanos. Ni la religión, ni las leyes, ni las costumbres prohibían el suicidio, ¿y había de ser criminal quien lo verificaba? Y echad de ver que no aplaudí en Lucrecia el suicidio, ni pretendería yo que todas las mujeres se matasen, si sufriesen la desgracia de esa antigua: el amor a la honra, la virtud sin límites, la pureza del alma irritada que la ponen en la necesidad de quitarse la vida, esto es lo que me enfervoriza. Lo que yo quisiera que nuestras mujeres aprendiesen de Lucrecia sería la fidelidad, la buena fe, y esa honesta pasión a su marido, que no le permiten vivir después de haberlas violado. No, no quise la imitasen ni en el gentilismo, ni en el suicidio. Era este acción tan inocente entre griegos y romanos, que por el mismo caso venía a ser muy común. Para ciertas escuelas, como la de Hegecias rara virtud quitarse la vida; y tan elocuente el sofista, que Antígono hizo cerrar de mano poderosa la dicha escuela no fuese que su reino quedase despoblado. Todos saben que Ambrociata, como acabó de leer el Fedón de Platón, corrió al mar y se echó en él de cabeza. Hubo tiempo en que las doncellas milecianas dieron en matarse, tomando tal incremento su locura, que los legisladores intervinieron en ese fúnebre negocio con leyes diferentes. Nada puso ese con las muchachas enloquecidas por obra de «una extraña melancolía», según dice el historiador que trae este caso: ni exhortaciones de los sacerdotes, ni expedientes de los magistrados, ni lágrimas de los padres. En este conflicto los senadores dieron una ley, la cual disponía que el cuerpo de la suicida fuera colgado desnudo en la plaza pública. La providencia fue eficaz: pudor   —372→   alcanzó lo que no habían alcanzado amor ni consejo. Y no vayáis, cazadores de contradicciones, a tomarme en una de bulto, habiendo yo dicho poco ha que las leyes no prohibían el suicidio. No lo prohibían: este fue un caso excepcional, y como desgracia extraordinaria que amenazaba con la ruina de Milieto, el legislador debió meterse de por medio: bien así como le sale al frente, y con sabias providencias le barrea el paso a la peste, sin que haya dado leyes contra ella en tiempos de mortalidad: la mortandad es caso raro, al cual conviene acudir con arbitrios supremos.

Matábanse los hombres por tan leves causas en aquellos siglos, que parecía se mataban no más que por matarse. Midas se quitó la vida tomando por mal agüero el ladrar de un braco: Aristodeno, porque había tenido un sueño triste. En Roma, Lucio Aruncio se dio la muerte, por huir, dijo, del pasado y del futuro. Granio Silvano y Estacio Próximo, por no aceptar la gracia de hombre tan malo como Nerón. En la antigua República de Marsella guardaban por cuenta del erario cicuta preparada para las personas que quisieran salir de este mundo, adelantándose por su cuenta en demanda de los secretos eternos. Tal era el suicidio en la antigüedad, ¡y venimos a condenar a Lucrecia por suicida! Los españoles juzgaron en México, y condenaron a muerte a Cuelpopaca, general de Moctezuma, según las leyes de España. Montesquieu dice que este es el ejemplo más raro de esas, usurpaciones sangrientas con que los hombres han lastimado la justicia. Otro tanto hizo Francisco Pizarro con Atahualpa, a quien echó al fuego, entre otros artículos de acusación, porque el Inca había tenido muchas mujeres, cuando las leyes de Castilla prohibían la poligamia. No de otro modo los católicos ignorantes juzgan a los pueblos anteriores al Mesías por las leyes, no de Jesús, siquiera, sino de la curia eclesiástica. Platón, Aristóteles, Marco Tulio han quebrantado los mandamientos de la Iglesia: no han oído misa entera, no han confesado y comulgado por pascua florida, no han pagado diezmos y primicias, no han comido peje el viernes, no han ganado indulgencias; ¡al infierno! He aquí la santidad, he aquí   —373→   la sabiduría de esos locos voluntarios. ¿Y a qué infierno se hubieran ido cuando no lo había en esa época del mundo? El infierno es institución posterior; lo que entonces había era Averno, Tártaro, debajo de los Campos Elíseos; cosa muy diferente del infierno de sapos y culebras de nuestros clérigos. Decir que Tales de Mileto, Pitágoras de Samos, Anacársis y más filósofos pata de perro están en el infierno de los cristianos, es lo mismo que decir que esos sabios vagabundos se fueron a Babilonia en ferrocarril, y visitaron las Pirámides en velocípedo. Que se hallen en el Orco, siquier Tártaro, vaya en gracia; en el infierno católico, nego. El infierno católico es asunto que n os atañe a nos los papistas, nos los jesuitas, nos los benedictinos; el infierno católico nos incumbe a nos las hijas del Buen Pastor, nos las beatas, nos las viejas urdemales; el infierno católico es ganga de los que oímos misa, nos rompemos el pecho a mojicones, pagamos diezmos a la Iglesia y despojamos al desvalido para reembolsar esa contribución sagrada. A él nos vamos los pontífices con nuestras tiaras sembradas de pedrería fina, y nuestro báculo de puño de oro; a él nos vamos los obispos con nuestras altas mitras y nuestra capa magna; a él nos vamos los canónigos con nuestra barriga reverenda y nuestra papada de tres pisos; a él nos vamos los curas con nuestra codicia, nuestra inclemencia, nuestra ignorancia y nuestros hijos. Las almas de los escépticos, los pirrónicos y los peripatéticos no suelen haber permanecido mil años en el aire esperando la fundación de nuestro infierno. A él nos vamos los emperadores cargados de riquezas, de soberbias y de sangre; a él los guerreros hartos de victorias y laureles, hartos de lágrimas sin compasión ni remedio; a él los sabios falibles, seudosabios, que propagan absurdos y provocan guerras, esquilman a los pueblos y echan a perder la república por ineptitud o por malicia. ¿Qué lugar ha de haber para los gentiles en nuestro infierno? A él nos vamos los letrados vanidosos, los escritores maliciosos, los poetas inmorales y tontos; a él las señoronas gordas de pecados, las señoritas afeitadas de alma y cuerpo, las maduras impertinentes. Jurisconsultos, escribanos   —374→   tiranuelos, esbirros, frailes, clérigos y monjas, muchos son entre nosotros para que haya vacantes en el infierno de ofrecer a los pecadores del gentilismo. La América para los americanos, dijo Monroe; y esta idea se ha convertido en principio de derecho tácito: así, el infierno para los católicos; y quede esta regla convertida en dogma de fe. Si quis... anathema!

Lejos nos hallamos de pensar que el infierno sea creencia perjudicial, ni siquiera inútil para el género humano. Si no existiese el infierno, sería preciso inventarlo, como ha dicho un filósofo hablando de Dios. Raros, muy raros serían los hombres que amasen a Dios, aun cuando no hubiera cielo; y le temiesen, aun cuando no hubiera infierno, como la santa doctora que tantas veces hemos de nombrar en este libro. La idea de las recompensas y los castigos futuros es de todas las religiones, y está fundada en el principio de la justicia universal, la justicia divina. Si en este mundo pudieran ser castigados todos los delitos, estarían tal vez por demás las penas subsecuentes a la vida; y si todas las virtudes y las buenas obras fueran premiadas desde aquí, el galardón de la eternidad no viniera a ser del todo necesario. Mas como nuestros peores delitos, cuales son los que cometemos en lo profundo del pecho contra nuestro Criador y Padre, quedan impunes en la tierra, justo es pensar que algo hay allá de terrible y no sospechado por nosotros. Asimismo la conciencia y el sentido interior no toleran ver frustradas por la nada las mayores virtudes de que somos capaces. La parte feliz de nuestra especie; esos que viven sin motivo de queja del mundo; que gozan según su naturaleza, y no padecen o padecen poco; esos que ni experimentan el suplicio perpetuo del crimen, ni saborean la dulce satisfacción de las buenas acciones; esos podrán quizá ser indiferentes a la doctrina de la gloria y las penas futuras. Los que padecen por la justicia, la verdad, la moral; los que trabajan y viven hartos de hambre; los que sudan y no tienen agua: los que sirven a sus semejantes, y reciben en desprecios y golpes el pago de su buena voluntad; los que sufren con paciencia los rigores de la suerte, derramando lágrimas   —375→   de resignación y amor; los que ven sus miembros lacerados, su piel escoriada, sus huesos desportillados, y no se irritan ni reniegan; los que en medio de las sombras dolorosas de la miseria levantan los ojos a Dios y le bendicen; los que se sacrifican por las santas causas; los que viven pensando y alabando al Infinito, creyendo y temiendo; éstos, digo, todos éstos, tienen derecho a la recompensa futura: la nada sería gran injusticia; y Dios no las comete ni grandes ni pequeñas. Ahora, pues, los malvados que hacen todo; los sacrílegos que se burlan de lo que no saben ni conocen; los tiranos que destruyen pueblos asesinándolas o corrompiéndolos; los mentirosos que matan alevosamente la verdad a cada paso; los calumniantes que exponen a la deshonra o la ruina al inocente; los que derraman sangre con premeditación; los libertinos infatigables que se comen a bocados honestidad, pudor y paz de las familias; los impíos que niegan a Dios; los corrompidos que predican el abuso con nombre de libertad, la violencia a título de derecho, el error en forma de luces, los hipócritas que engullen carne divina, devorando los miembros de Cristo debajo de la capa; los fanáticos que propagan su religión a sangre y fuego, insultando y calumniando a la Divinidad: todos estos perseguidores tenaces de Dios y de los hombres, que se van sanos y buenos a la sepultura, sin haber padecido ni sufrido; justo es, necesario es que allá, al otro lado de la vida, vayan a ver lo que han hecho y paguen sus maldades. Ticio, cuyo hígado hinchado sirve de comida inagotable a un buitre inmortal; Ixión, dando vueltas eternamente en su rueda espantosa; Sísifo, a cuestas con su pedrón por el repecho a cuya cima nunca llega, son emblema del infierno de los griegos, y acreditan que ese pueblo sabio no desechó la doctrina dé las penas y las recompensas futuras. En mi humilde entender yo no difiero de los más creyentes sino en la naturaleza de esas penas y esas recompensas, y en la arbitrariedad con que nuestros sacerdotes condenan a los que, probablemente, Dios recibe en su regazo. Componer un infierno de los males conocidos por nosotros, es negarle sus secretos a la eternidad. Yo oí una vez un sermón en el cual   —376→   el orador ponía a la vista de los pecadores el infierno. Desde luego no había en él qué comer ni qué beber, sino una vez por semana, a fin de que los precitos no murieran de hambre; y ese tardío desayuno eran unas cuantas culebras mal sancochadas, otras tantas lagartijas, y algunos sapos crudos envueltos en mostaza. Después decía que los diablos los bañaban a los condenados en agua fría, les pinchaban el cuero con alfileres y los obligaban a dormir sin sábanas. La gente anda allí muy flaca: hay temblores de tierra a media noche; viruelas y sarampión dos veces al año: corren muchas falsas noticias; las mujeres son tuertas y los hombres borrachos. Cuando se ha menester agua, no llueve; cuando sobra humedad, no deja de llover. Las papas se agusanan; el maíz se pierde, y la jora se viene a poner carísima. Cuando tienen sed, se ven obligados los malditos a beber de un río de tinta que está corriendo entre piedras muy gordas. Los vientos son más fuertes que los de Huashapamba: los perros cogen rabia y muerden a los transeúntes. Los criados no permanecen; fugan hombres y mujeres; la casa queda sola, y cabalmente llegan huéspedes cuando la señora está enferma. ¡Este es el infierno, católicos!

Que esta oración es de aldea, no hay para que se diga. Las viejas lloraban y se aporreaban el pecho, y gritaban; mas dudo que un auditorio francés se hubiera erguido de súbito, pálido, aterrado, como cuando Massillón tocó al infierno con la mano y lo puso por delante. Ese infierno no es de fuego ni de nieve: es la vida y el conocimiento en medio del vacío. La ausencia de Dios produce las tinieblas y estas tinieblas son sin frío ni calor, sin hambre ni sed, sin goces ni dolor es; mas causan en el alma el convencimiento de una existencia sin fin, metidos allí en esa vasta nada, viviendo la muerte perdurable: este es el infierno. Y éste no para los a quienes sin razón ni justicia condenan jueces del mundo, sino para los que lo han merecido por sus obras. Las nodrizas de Roma solían espantar a sus niños con el eunuco Narses: no de otro modo ese buen cura y mejor orador aterró al inocente auditorio con un punto realmente patético, hablando de las malas noticias que corrían   —377→   en el infierno, cuando dijo: «Hermanos míos, allí hay amenazas continuas de que viene el mudo Ignacio Veintemilla: esconded cuanto tengáis, ¡escondedlo! ¡zarcillos de vuestras hijas, cucharas de plata, animales domésticos, debajo de la tierra! Miradle ahí, ya llega: esa cara de caballo, esa cerviz de toro, esos ojos de besugo, esas patas de elefante, suyas son, católicos! ¿Y el borrachón de Urbina no es ese que viene atrás, cayéndose a un lado y a otro? Pensará que aquí hay aguardiente, malas mujeres, montones de oro que llevar a su casa. Los que le han mantenido en sus épocas de hambre; los que le han dado una capa de dos que tenían; los que le han sacado la barba del lodo no están aquí! ¡En vano vienes, pícaro! no tendrás a quien meter en calabozos y dejarlos morir con grillos; a quienes desterrar y condenar a las necesidades que te aliviaron; a quienes difamar y calumniar porque te defendieron. Mala residencia es el infierno, pero no tanto que sea buena para ingratos y bribones como tú. ¡Qué fin el tuyo, canalla! qué fin»... Para morir en la infamia, el desprecio público, la abominación general, mejor te estuviera haberte hecho cargar por los diablos ahora treinta años: ¿no es verdad, católicos! Si este libro llegase por ventura a manos de lectores europeos, seguro está que tomasen este sermón al pie de la letra: en América, donde curas y misioneros son la gente menos letrada y más inculta, oraciones como esa son comunísimas. Dicen las verdades en el púlpito en ocasiones, como la presente, ¡pero en qué forma! Otras la ocultan y son del todo maliciosos. La regla no es general: hombres hay entre los eclesiásticos, de inteligencia y saber, y algunos que pudieran entrar en docena con los mejores del viejo mundo.

Volvemos a Lucrecia. ¿Qué hubiera debido hacer una cristiana en la estrecha situación de la romana? Resistir hasta el último suspiro, y matarse, pero antes del daño irresarcible, decís. Mas Lucrecia no lo podía: ¿por qué? por motivo de esa misma infamia de que ella quería huir. Viene Sexto Tarquino, hijo del rey, y la amenaza con la muerte si en el acto no se rinde a su pasión. La   —378→   honesta esposa desprecia el hierro que ya rompe su seno. «Pues mira, dice el príncipe, te quito la vida, hago lo propio con uno de tus esclavos, pongo juntos los dos cadáveres, vuelo a Colatino, y le doy cuenta de haber matado a su mujer, como buen amigo suyo, por haberla sorprendido en flagrante delito de adulterio con un vil doméstico». Sabido es que entre los romanos todos tenían facultad de matar a los adúlteros, si los tomaban con las manos en el crimen; y quien tal hacía servía a sus amigos de manera de alcanzar su eterno agradecimiento. ¿Qué hace Lucrecia? ¿qué debía hacer? Matarse. Vuelvo a recordaros que la doctrina de Jesucristo no era aún conocida, y que Lucrecia no pensó que cometía una acción reprensible. ¿Debía haber dado cuenta a su marido sin quitarse la vida? «¿Por qué no resististe? hubiera dicho éste. -Porque no pude. -¿Pues por qué no te dejaste matar? -Porque me amenazó con la infamia. -¿Y ahora te juzgas limpia? ¿no estás infamada? ¿no eres infiel, adúltera? ¿y no me cubre a mí tu mano santa, su propia mano, y esta muerte sublime trae consigo la libertad de Roma: ¡cuán grande acontecimiento!

Lucrecia es suicida, y por suicida, decís, no la debemos nombrar en hecho de virtudes. ¿Y qué diréis y qué haréis cuando os presente yo suicidas beatificadas, canonizadas por el Pontífice Romano? ¿suicidas con la propia ocasión que Lucrecia, suicidas santas, santas suicidas? ¡Qué asombro! Aquí están, aquí están.

Vosotros que sois tan buenos cristianos debéis saber más que nosotros, pobres, desventurados herejes. Abrid las obras de San Ambrosio, buscad el tratado De la virginidad, y ved allí a Santa Pelagia con su madre y sus hermanas cómo se botan en un río, por no servir de plato a los hambrientos de ellas.

Echad la vista a la Historia Eclesiástica de Rufino, y ved allí a Santa Sofronia que se da de puñaladas, cual otra Lucrecia, por huir de las brutales manos del emperador Maxencio.

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Leed, buscad por ahí, y hallaréis otras varias suicidas santas, santas suicidas. Santa Margarita de Cortona, mujer de hermosura sin igual, se hiere el rostro, se lo magulla, provoca supuración pestilente en esas llagas, se mata la belleza, se mata la salud, suicidio atroz, por ahuyentar a sus enamorados. Y tened entendido que todas esas fueron canonizadas después de muertas, pues a mí se me ignora que nadie haya recibido en vida ese augusto tributo de veneración.

¿Qué decís? ¿Santa Pelagia, su madre y sus hermanas debieron haber servido de plato a los hambrientos de ellas por amor de Dios? ¿Santa Sofronia debió haberse entregado al emperador Maxencio por amor de Dios? Ajenos os hallabais de proferir una blasfemia, y la habéis proferido. Yo, pobre hereje digno de compasión, me quedo a Lucrecia, Pelagia y Sofronia; vosotros, católicos romanos, ¿a quién os quedáis? Notable es que vuelva yo a proponeros tres suicidas. «Prosigamos. Mas no hemos de proseguir antes de haceros yo saber a quién os quedáis vosotros. Vosotros os quedáis a esa santa de que habla Miguel de Montaigne, la cual, habiendo pasado por las manos de muchos soldados un día de libertad de amor y saqueo de honras, se lavaba las suyas, como Pilatos, diciendo alegremente: «Bendito sea Dios que a lo menos una vez me ha sucedido esto en la vida sin cargo de conciencia...». Hipócritas, ya estáis contentos: si hubiese uno que os obligase a tomar lo ajeno, seríais ladrones sin culpa; si os constriñesen a hincar el puñal en el pecho de vuestro hermano, no os tendríais por homicidas; si os obligasen a jurar falso, el perjuro no sería pecado vuestro. Así la heroína de Montaigne quedó muy satisfecha; en poco estuvo no pensase haber llevado adelante un acto meritorio.

Ni pretendí hacer comparaciones entre las mujeres paganas y las cristianas, ni menos dar la preferencia a esas. Cada cual en su lugar: María, en el corazón y la cabeza, en la cabeza y los labios de la mujer desde que nace hasta que expira. Lela Marien es figuración divina hasta en los devaneos religiosos de los moros. Lucrecia,   —380→   Arria, Pompeya Paulina podrán servir para la educación secundaria, si el clérigo Freury anda fuera de camino, cuando no exige en la mujer sino un poco de música, un poco de canto y el modo de hacer bien una cortesía. El hombre moderno, civilizado según la forma de las sociedades que componemos y los tiempos que alcanzamos, ha de ser cristiano desde luego, después gentil, sin tener nociones de la filosofía y la moral antiguas, y admirar las virtudes heroicas es, como afirmáis, profesar el gentilismo. Ya os comprendo que vuestro ahínco es echar abajo toda la grande antigüedad de un hachazo, como el soldado de Constantino hizo con la estatua de Serapis. Advertid, hermanos, que eso sería entrar Roma a sangre y fuego tras ese horrible Gregario que dio el asalto a la ciudad jurando muerte y ruina a todo lo que diese de sí un olor de paganismo, aun cuando fuesen templos maravillosos, mármoles y bronces animados por la inspiración divina de los artistas de la Gracia. Echar abajo la antigüedad, es meter fuego a la Biblioteca Alejandrina echar abajo la antigüedad, es empeñarse en destruir, como Calígula, la Ilíada de Homero y las Décadas de Tito Livio. De buena gana destruiríais la Ilíada, ¿no es verdad? ¿y cómo no, cuando en ella no se habla de Santo Domingo, fundador de la Inquisición, ni de San Ignacio de Loyola, sino de Júpiter Tonante y Agamenón Atrida? Destruid la Ilíada, amigos, y asemejaos a Calígula, católico-apostólico-romana. Yo no la destruyo, y aprendo de memoria la Escritura Sagrada, fuente inagotable de virtudes, mar de poesía, monumento grandioso digno de la inspiración divina. Si a bien lo tenéis ahora, levantadme un auto de fe, enseñadme con el dedo las calderas hirvientes: Torquemada está pronto a escucharos y complaceros. ¿Qué insensato empeño es este de formar sectas, deslindarlas, apartarlas, donde no hay ni puede haber sido una religión y doctrina? Todos somos unos en ellas, y grito yo con Jeremías: ¡El templo de Dios, el templo de Dios, el templo de Dios está entre nosotros!

¡Y Cicerón! ¿mi Cicerón viene aquí arrastrado por las barbas como sodomita, para que el fuego del cielo llueva sobre él? No se me acuerda haber leído en ninguna parte   —381→   que este grande hombre se hubiese precipitado, en ese abismo: los historiadores de Roma no lo dicen, y no han puesto en olvido el matrimonio de Nerón con el infame Espero, ni los amores del emperador Adriano con el muchacho Anfinoo. Plutarco, el filósofo austero que nada perdona a los sujetos de sus comparaciones, no le afea a Marco Tulio con ese vicio, ni es por ahí por donde este viene a ser inferior a Demóstenes. Middleton, en la vida prolija que de ese antiguo ha compuesto, no lo dice: ¿en qué fuente han bebido, pues los seudo-católicos esa noticia? Estos traen sus papeles mojados, si ya no han ido a consultarse con la estatua del padre Pasquino. Lástima que no caigan en manos de Sixto V, para que este varón justiciero les corte manos y lengua; manos y lengua que así se atreven a ponerse en una de las reputaciones más tersas que hubiesen cruzado los siglos, para llegar a nosotros a maravillarnos con la grandeza y mejorarnos con el ejemplo. Jamás han imputado vicio ninguno a Cicerón: en el más corrompido de los siglos, puédesele citar como brillante paradigma de virtud. Codicia, envidia, malignidad, concupiscencia y más groseras pasiones que dominan a las almas vulgares, nunca tuvieron el menor ascendiente sobre la suya. Los que leyeron sus cartas familiares no descubrirán en ellas nada de bajo, arrebatado, licencioso; nada que haga sospechar alguna mala fe42. Cuando Cicerón, escribiendo a Peto, le cuenta su encuentro casual con la cortesana Cyteris en casa de su amigo Volumnio, hace pie en la nombradía de esa mujer pública para confesar que a él le gustaba comer bien; no mucho, sino bueno; pero que en ningún tiempo había tenido inclinación a los otros vicios, y menos al libertinaje. Los que le echan en rostro sus dos repudios, no cargan la consideración en que este hombre tan feliz había sido el más infeliz de los mortales en el hogar doméstico. Terencia, su primera mujer, ostentó el corazón más duro y revesado que puede caber en pecho femenino; cuando todo el mundo tenía a gloria presentar algo al vencedor de Catilina en el destierro, ella   —382→   solamente le negó los socorros indispensables para la vida, haciendo gala de frialdad en sus cartas, o insultándole necia, cuando lo que había menester ese delicado proscrito eran los consuelos de la amistad y el amor. Vuelve a la patria por decreto soberano: Italia entera, como él mismo dice, sale a su encuentro: los olivares de Tibur, las flores de la campiña romana son apenas suficientes para los arcos y las coronas que disponen hombres y mujeres: Senado, sacerdocio, patricias, gente llana, plebe, todos se van de vuelta encontrada hacia el varón ínclito: Terencia, muda, rostrituerta, como quien estuviese devorando mortal disgusto, se queda en su casa. Llega Cicerón a Brindis, se detiene allí algunos días: su hija, su adorada Tulia, echando ríos de lágrimas, suplica a su madre le proporcionase los medios necesarios para ir a ver y abrazar a su padre: la cruel Terencia le niega todo. No importa; la buena hija rompe por las dificultades, y vuela a echarse en los brazos que la envuelven con pasión infinita. Una vez en Roma, el varón consular supo que su mujer se había ocupado en hablar de él durante su ausencia, en difamarle y burlarse de sus más loables acciones; en seducir a su hija para que dejase de quererle. Herido en el corazón, indignado, la repudia, y hace bien. La indisolubilidad del matrimonio es una de las leyes más sabias del cristianismo: las desgracias particulares redundan en provecho general, y los males y abusos del divorcio se han evitado con esta cadena, pesada para algunos, dolorosa en sumo grado, pero salvadora de la familia y la sociedad humana. Entre los romanos el divorcio era permitido; y la mujer mal avisada que pagaba con ingratitud y bajeza el sacrificio de un hombre, allí al punto recibía su castigo.

El señor de Chateaubriand, en su flujo por traer a menos la Roma antigua, porque algo resulte en provecho de la moderna, admira la corrupción de ese pueblo, y como prueba nefanda, nos reduce a la memoria del divorcio de Cicerón. Este verificó un acto lícito y llano según los códigos de su patria; y no alcanzamos cómo el ejercicio inocente de un derecho deponga en contra del que se atiene a sus regalías. Si el señor vizconde sienta   —383→   que la corrupción estaba en las leyes mismas, tendrá que haberlas con todos los grandes hombres que las han hecho provenir de inspiración divina, y con todos los grandes pueblos que en ellas han fundado su legislación. Era por el contrario tan suma la moralidad del pueblo romano en sus mejores épocas, en los siglos de sus virtudes, que dejaban de aprovecharse de las concesiones legítimas de la ley por respeto a los auspicios, como lo hemos observado en el caso de Carvilio Ruga. Los romanos tenían facultad de repudiar a sus esposas, y algunas veces las repudiaban; por donde viene a ser el pueblo más corrompido del mundo, según el gran apologista de la Iglesia. Ahora veamos cuáles son más corrompidos, ¿si los que verifican un acto según la ley, o los que lo verifican infringiéndola? Cicerón, gentil, repudia a la mujer, sin faltar a las leyes; Napoleón cristiano católico-apostólico-romano, repudia a la suya a pesar de los preceptos del cristianismo. Ciertamente, echar a pasear a Terencia, mujer indigna de hombre de tanto mérito como Cicerón, es peor que despedir a una santa como Josefina Beauharnais. El uno es corrompido, porque es pagano, y no traspasa ley ninguna; el otro no lo es, porque es cristiano, aunque la traspase. No es verdad, por otra parte, que Marco Tulio hubiese repudiado a Terencia, «por casarse con su pupila», como sostiene el autor de El Genio del Cristianismo; repudiola por los motivos que hemos enunciado, y se casó después con Publia, sin haber pensado en ello anticipadamente. El señor de Chateaubriand falta a la precisión histórica, y sea dicho con perdón de tan grande hombre. Bonaparte, cristiano, repudia a Josefina, por casarse con María Luisa; este es el punto. Y Bonaparte no es sino el ejemplo de los infinitos casos que pudiéramos traer, no solamente de emperadores y reyes católicos descasados, sino también de simples personas particulares. El que de Sevilla sale, herrada lleva la bolsa, dice un refrán; y si va a Roma, vuelve descasado, si lo quiere. Con que el divorcio fundado en profundas razones, permitido por la ley, es corrupción; y el divorcio por dinero, traspasando la ley, no es corrupción. He aquí, señor vizconde, los efectos de   —384→   eso que vosotros llamáis, en vuestra lengua, un partipris; esto es una causa abrazada a ciegas, y defendida a todo trance. Con su segunda mujer Cicerón procedió más de ligero: no pudo sufrir la tirria con que ella miraba a Tulia, como buena madrastra, y sin más la echó a pasear, con haberle cautivado el amor de esa muchacha en términos de sacrificar el decoro de la edad, casándose hombre maduro con una casi niña. No usó, pues, de la facultad del divorcio por afición a otras mujeres, ni por prurito de variedad deshonesta, sino llevado de grande y justo resentimiento. Dion Casio, el historiador a quien todos llaman infame por esa su negra tendencia a la difamación y el descrédito de los antiguos más ilustres, se empeña en afear a Marco Tulio con no sé qué amores misteriosos, cuya heroína anovelada es una tal Corelia. Pero tan vano en sus imputaciones, que no puede menos de confesar él mismo que cuando Cicerón tenía sus pláticas con la Corelia, ésta era vieja de setenta años. Linda edad, y muy para el efecto de apasionar corazones delicados y fervientes. Esta vieja, humanista, como las suele haber, era admiradora arrebatada del orador y escritor más brillante de Roma: su trato no pasó, ni pudo pasar, del puramente literario. Si a don Marco, por obra del demonio, se le trabucaron juicio y sentidos, manco male, yo no le envidio el gusto. La vieja le dio, sin duda, un bebedizo, incurriendo ab aeterno en la pena de las Siete Partidas, las cuales prohíben dar hierbas «a los homes e las muyeres para se far amar e derrocarse en ayuntamientos ilícitos e non alayados».

Muchos años después de la muerte de Cicerón los emperadores comenzaron a mirarle como una divinidad, y le tributaron el culto que suelen a las de segunda orden; y se vio, cosa rara, a Cicerón, Cástor y Pólux y Jesús adorados en un mismo altar por los gentiles. En concepto de los romanos, a Cicerón no le faltó sino resucitar para ser hombre divino, como el aparecido de repente «en planta de varón cabal» orillas del Jordán y el lago de Tiberiade, según la creencia de los docetas. Erasmo afirma que si Cicerón hubiera sido cristiano, la Iglesia   —385→   le hubiera canonizado; Erasmo es uno que, andando a caza de flaquezas por la antigua Roma, y de defectos por las obras de Marco Tulio, primero que hallarle un vicio ni un acto infame en toda su vida, alcanzó a descubrir que no había sabido latín, y le tomó más de un solecismo. ¡Cuáles serían la rectitud de ese corazón y la pureza de esa vida, cuando sus mortales enemigos, como sean hombres de buena fe, han visto que por las virtudes privadas Cicerón hubiera sido santo! Y he aquí que dos mil años después brota de un estercolero una mano negra, se alarga en la punta de un hueso, y rompiendo la historia, y ensuciando la verdad, le da un bofetón al compañero de Jesús en el altar de los emperadores. Viviendo Cicerón, Escipión Nasica no hubiera sido declarado por decreto público el más santo de la ciudad, porque hubiera tenido un rival triunfante. Ya Erasmo le puso entre los de los cristianos; ahora dice Quum vita fuerit integra, nec integra solum, sed etiam casta: cuya vida fue, no de integridad solamente, sino también de castidad43. De castidad, ¿habéis oído? El probo, el casto no es «sodomita»: los hijos del pecado, los malditos y nefandos perecen debajo de montones de abrasada ceniza; éste, como Lot, sale por aviso de los dioses, y se va adonde no le alcanza el castigo de los réprobos. ¡Lot huye, Lot se escapa, católicos! enviad tras él vuestros esbirros, y dad orden, como Antonio, os traigan su cabeza y sus manos. Le alcanzaron, le cogieron: ya le llevan al profeta maniatado. Mas él ciega a los verdugos por la fuerza de la oración, y les dice: «Venid acá conmigo». Y cuando están en la plaza de Samaria, se dirige a Dios exclamando: «Abrid, Señor, los ojos a estos desgraciados para que vean donde están». El poder de la santidad no sufre contrarrestas: Lot huye de Sodoma de orden del Altísimo; Elíseo ciega a los esbirros; a Cicerón no le alcanza el fuego de las ciudades malditas. ¿Ni cómo le ha de alcanzar, cuando es casto? ¿ni cómo le ha de alcanzar, cuando si viviera en tiempos posteriores a Jesús hubiera sido canonizado? ¿ni cómo le ha   —386→   de alcanzar, cuando ni cometió crimen ni conoció vicio en el mundo? «Al gran maestro, al mayor de los doctores, al santo», esta es la inscripción que, tomada de la China, ha puesto el género humano en la fachada del templo invisible que ha erigido a Cicerón. Si el infame triunviro no hubiese dispuesto arbitrariamente de la vida del grande hombre, éste, como Edipo, no habría tenido muerte natural: desvanecido en presencia de los hombres, habría subido al cielo en alas de los ángeles. Enoc desaparece arrebatado por la palabra divina; Elías se encumbra sobre un globo de fuego misterioso. El que al morir puede exclamar: «¡Me siento convertir en un dios!» seguro está que su ángel de la guarda, o su Genio, le ha guiado siempre por caminos opuestos a los de Sodoma y Gomorra, donde crímenes y vicios llevan adelante un carnaval perpetuo. Puesto que la virtud divina obra en vosotros, según decís con sobrada impiedad, haced descender por la fuerza de la oración las llamas del cielo sobre la víctima. Falsos profetas, no lo habéis podido. Ahora dejad que el íntegro, el casto levante a Dios su corazón y su palabra... ¿Por qué perdéis el color? ¿por qué tembláis? ¡Esas llamas descienden, caen sobre vosotros, os devoran, sacerdotes de Baal!

«¡Ah, si en el seno de algún pueblo católico cundiera tan abominable vicio, se estremecieran de horror aun las potestades del infierno!» exclamáis horrorizados. Las potestades del infierno están estremecidas; Sodoma y Gomorra están reedificadas; horrorizaos. ¿En dónde? En el seno de más de un pueblo católico: en esas ciudades monstruos donde los vicios más inverosímiles habitan las tinieblas; donde el dios Príapo tiene altares en obscuros subterráneos; donde los hechizos de Venus nada pueden; donde los Antinoos y Esporos desbancan a las Cyteris y Popeas; donde Jóvenes que habéis salido por un instante de la inocente América, decid si estoy hablando la verdad. ¿Qué de atrocidades, qué de pecados inauditos, qué de crímenes no se llevarán adelante en esas bacanales, que aun cuando no se disparen enloquecidas por las   —387→   calles, estarán bailando, saltando y corriendo furiosas por sus escondrijos? Los que no habéis viajado, no sabéis... mas nadie ignora por allá que ese nefando vicio está hoy tan coronado como en lo antiguo. Tan coronado no, pues las leyes no lo sufren, como en Atenas, ni lo prescriben a los mozos, como en la infame Tebas; pero ¡ay! no deja de reinar. Estemos a justicia: España, en este particular, es la nación más bien quista con la Providencia. En España la naturaleza está en sus términos propios: reina majestuosa, no se apea ni un punto de su trono, y los hombres le prestan homenaje en debida forma. El grave, religioso español no va a Sodoma; si se pierde es en Jerusalén. De aquí proviene que nosotros estamos libres de ese vicio, nos horrorizamos de solo oírlo, y la mayor parte de los sudamericanos aun ignoran lo que ello puede ser. ¡Dichosa ignorancia! Pero dad un paso de España, salvad las Columnas de Hércules, y allí veréis a la madre naturaleza tirada en el fango, pisoteada, estropeada por el hombre. «Dícese que en Argel se ha llegado al extremo de no tener ni una mujer en los serrallos. Cuando los revolucionarios contra el sultán Achumet de Constantinopla saquearon la casa de Chaya, no encontraron en ella ni una sola». Estas son llagas con que el género humano morirá infestado: si la ley de Cristo fuera observada, se las curara; mas ¿qué importa la profesemos cuando no la seguimos? No llueve fuego sobre las ciudades, no hay otro diluvio, porque el Señor ha dicho: «No maldeciré a la tierra en adelante a causa de los hombres, porque su corazón y su pensamiento están inclinados al mal desde que nacen; no fulminaré, pues, mi ira contra toda criatura viviente, como lo he hecho».

«Para impugnarnos respecto de los católicos, nos echáis encima los vicios de los mahometanos, decís: que los argelinos no tengan mujeres en sus serrallos, no quiere decir que nosotros las desechemos». Ya lo creo: vosotros no sois gimnosofistas puros que desecháis ninguna clase de logros y deleites; ni siquiera esos a cuya vista se estremecen en horror las potestades del infierno. Venid conmigo, tomemos esta nave, y dentro de tercero día   —388→   hemos descubierto tierra de Europa. ¿Qué cimborios, qué torres, qué palacios de mármol son esos que allá están resplandeciendo bañados por el sol de Italia? Mirad estas costas a lo largo de las cuales la encantada Parténope se va desenvolviendo, sembrada de ciudades, pueblos y aldeas pintorescas. Esa es Nápoles, reina del mar Tirreno: Nápoles la bella, opulenta, amorosa. Id con tiento por esa ciudad católica; ella es sepulcro blanqueado de que hablan los profetas. Un hombre está allí contra la puerta de una iglesia; otro en la esquina de la calle; otro os sigue a la sordina. Ya se vienen a vosotros, ya se os llegan... ¡os hablaron los infames! ¿qué proposiciones son las suyas? ¿qué os ofrecen? ¿qué inmundicias os echan en los oídos? Sodoma y Gomorra están reedificadas, las potestades del infierno están estremecidas. ¿Y qué extranjero no ha sido víctima de un ultraje irreparable en el monte Pincio, el Corso, la plaza del Pópolo, en Roma, ciudad del pontífice romano, cuando pasaba entre obscuro y claro, meditando por ventura en cosas elevadas e inocentes? Corredores del crimen, embajadores de Sodoma, los echacuervos que os siguen con el pecado nefando en las manos son tan comunes allá, que me admira no hayáis tenido de ello la menor noticia. Y he aquí que, si en el seno de algún pueblo católico cundiera tan abominable vicio, se estremecieran de horror aun las potestades del infierno.

Que los cristianos primitivos, con los olores frescos de las ciudades malditas chamuscadas a orillas del Mar muerto hubiesen temido esos hálitos ponzoñosos, y hubiesen tomado providencias para preservarse de ellos, pudiera admitir explicación; pero que los jesuitas, ortodoxos de ayer, se vean en la necesidad de hacer prohibiciones nefandas a su orden, como las hechas por el padre Aquaviva, esto es lo que no nos cabe en el entendimiento. Las amistades con los jovencitos son peligrosas, decía san Pacomo; y castigaba gradualmente a los hermanos que reían o se jugaban con los niños. Aquaviva, en las Instituciones, ha abrigado los mismos temores que san Pacomo, vecino de Salen y Pentápolis.

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Doroteo es todavía más severo con sus frailes: Rechazad la amistad de los mozos como la del enemigo; huid de conversar con ellos ut amicitiam diaboli.

No recibirás en tu celda a un niño ni a un joven, exclama San Teodoro Studita, en un corazón con San Isidoro, quien tiene por peligro inminente el reír con un niño o el tocarle.

San Saba rechaza de su orden a los imberbes, no sea que la honestidad corra peligro. Y es sabido que en el monasterio de San Bermón el maestro de escuela no podía estar ni un instante solo con uno de sus escolares, ni le era dado dirigirle la palabra sino en presencia de todos44.

En las Instituciones de los Jesuitas, Regulae communes, hay reglas como éstas:

De non loquendo;

De nomine tangendo;



y aun les prohíben a los padres tocar perros ni gatos, ¡qué infamia! ¿En qué casa pública de prostitución comprendería nadie el motivo ni el objeto de prohibiciones semejantes? 45Amistades de mal olor, amicitiam male, olentem, como las de las regulae communes, no conocieron los de Puerto Real; y cuando, pulverizado por el Pontífice Romano, a pesar de San Agustín, Jansenio hubo caído, bailaron sobre él los jesuitas, le pusieron alas de diablo, y en una ruin farándula que llamaron comedia, le mandaron a los infiernos. Y Jansenio no había temido nunca hallarse a solas con un niño, ni tocar perros ni gatos. Ahora, pues, ¿los jesuitas son o no católicos? ¿viven o no en el seno de más de un pueblo católico?   —390→   Escarbó el gallo y descubrió el cuchillo: vuestro sodomita no ha sido Cicerón, el hombre más honesto y puro de la antigüedad, según el testimonio de muchos santos cristianos y Doctores de la Iglesia. La justicia de los hombres henchidos de odio es un furor farisaico dice San Pablo; la ciencia de los hombres henchidos de mala fe es una ignorancia satánica, digo yo. Estos nunca andan buscando qué salvar sino qué devorar: Quoerens quem devoret. Mas cuando invocan las llamas del cielo para sus enemigos, las llamas caen sobre ellos, como sobre los ministros de Baal, y los consumen. Enemigos... ¿No saben que el verdadero cristiano no los tiene, porque sufre y perdona? Christianus nullius est hostis.

Quintiliano formó su orador perfecto tomando a Cicerón por modelo. El orador perfecto, dice, ha de poseer todos los conocimientos humanos, todas las virtudes: probidad incorrupta, firmeza indomable, actividad que nunca pierde la esperanza de ilustrar a los hombres y hacerles ver lo cierto de las cosas: honestidad, valor, amor al género humano, como Cicerón. ¿Y este es el Cicerón vicioso cuyo conocimiento sería perjudicial para los jóvenes; y cuya amistad, de mal olor, male olentem, para los niños? Poco es que este grande hombre haya vuelto más gloriosa a su patria con sus obras, que todos los capitanes juntos con sus hazañas y conquistas, como afirmó un antiguo; Cicerón ha convertido al cristianismo a los Doctores que hoy son lumbrera de la Iglesia. Yo solamente soy capaz de sentar paradojas semejantes en pueblo como este donde escribo; pero las siento, porque las puedo probar.

Agustín es idólatra: en vano su santa madre vive colgada de la mano de Dios pidiéndole por él: Agustín permanece sumido en los vicios y los errores de una juventud desenfrenada: es vanidoso, se va desalado tras la preponderancia del orgullo. Deja una mujer, toma otra; la deja a ésta, busca la tercera, y la cuarta, y la quinta: sus aventuras dan golpe, vive del escándalo. Su propensión al mal es irresistible, asalta por la noche el cercado ajeno en gavilla con otros pícaros, y sacude los árboles   —391→   de su vecino, le roba la fruta a ese hombre pobre, infeliz, para echarla a los puercos. Agustín es malo, corrompido: cae en sus manos un día El Hortensio, y siente en el corazón y el espíritu una transformación milagrosa: en el libro del pagano ha visto a Jesucristo: su doctrina, pura y limpia, allí está llamando a las almas a la nueva religión. Si a mí no me creéis, oidle a él mismo. «Este libro cambió, dice, todos mis afectos y mis ideas: enderezó a vos, Señor, todos mis ruegos, y dio dirección nueva a mis propósitos y mis deseos. Todas mis vanas esperanzas, envilecidas a mis propios ojos, cayeron en un pronto, y principié a levantarme hacia vos. Ser filósofo y sabio a la manera de Cicerón, fue mi ardiente anhelo: este hombre nos vuelve sensible y palpable el precepto del Espíritu Santo: Guardaos de los incentivos de la vana filosofía que sigue las tradiciones de los hombres y las máximas del mundo, y no las de Jesucristo, en quien reside corporalmente la plenitud de la divinidad»46.

La doctrina de Jesucristo estaba en El Hortensio: San Agustín no echaba de menos en él sino el nombre del Salvador. Y a este hombre extraordinario, que en medio de las sombras del gentilismo volvía sensibles y palpables los preceptos del Espíritu Santo; que ha convertido paganos en cristianos, libertinos en Padres de la Iglesia; ¿a éste le condenáis, judíos, por vicioso y corruptor? San Hierosmo era apasionado de Cicerón; pues bien: los ángeles le cogieron un día, según la tradición jesuítica, y le castigaron ese amor gentil con doscientos azotes. ¿Con cuántos le castigarán a San Agustín nuestros católicos por haberse dejado seducir y corromper por Cicerón? «Cicerón, explayando su divina inteligencia según las reglas de la Academia, sentó los principios de religión, moral y filosofía, todo conforme con la mente de Dios mismo respecto de la humana criatura». El sistema de Cicerón, dicen los críticos, es el esfuerzo mayor y más sublime que nunca ha hecho el hombre en estado de idolatría, para elevarse al fin puro y dichoso a que se halla destinado.   —392→   Erasmo, con el libro de Los Deberes en la mano, con el de Las Leyes, abismado en profunda admiración, decía que el corazón que había dado cabida a tales afecciones, la cabeza que había concebido tales ideas, no pudo menos que estar inspirada por la Divinidad. Dubitare non possum quin illud pectus, unde ista prodierunt, aliqua divinitas occupavit47.

En presencia de la verdad negada, la sabiduría desconocida, la virtud hollada a los pies del vicio; en presencia de la mentira coronada, la ignorancia ahíta de riquezas y honores, la mala fe encendida a manera de antorcha universal; cuando vemos al inicuo de regidor de pueblos, al impío que derrueca altares, al homicida triunfante; aturdidos por ese tropel del género humano que corre ciego a estrellarse contra los siglos venideros, sin mirar en las virtudes, a las cuales atropella como animal selvático; tenemos ímpetus de exclamar como el orador sagrado que está mirando a sus plantas un mar de pecadores contumaces. ¡Oh Dios! ¿en dónde están tus escogidos?

Desde que Veleyo Patérculo hizo la apología de Cicerón en las barbas de Tiberio, ya nadie se ha atrevido a poner lengua en tan célebre romano. Cremucio Cordo acababa de recibir del déspota la orden de quitarse la vida, por haber encomiado a Tito Livio, historiador poético que reviste a la libertad con las alas de los seres divinos. Veleyo, babeando todavía la sangre de Cremucio, toma de la tumba a Cicerón, y le coloca entre los dioses inmortales, por su amor a la libertad y las virtudes. Tiberio, estupefacto, no dijo nada: justicia y valor aterran algunas veces a los tiranos. Quintiliano fue afectísimo a Cicerón y le llamó «el más virtuoso de los grandes hombres». Marcial, adulador de otro tigre que vivía de sangre humana, va persiguiendo por la eternidad entre las sombras de los réprobos al asesino de Marco Tulio, y amonesta a los hombres de todos los siglos a no perder de vista al infame Antonio y castigarle con su execración   —393→   perpetua. Volveréis a decir que éstos son gentiles, y añadiréis, convirtiendo a vuestra causa el principio de Bentham, que autoridad gentílica no es razón, así como autoridad religiosa no es razón. San Hierosmo, San Agustín, Erasmo no son gentiles; mas si en todo caso gustáis de ejemplares de nuestro tiempo, oid exclamar lleno de júbilo a Francisco Petrarca, presbítero de la religión cristiana, hombre de bien y católico además: «¡Por fin me fue dado conocer a Cicerón, aunque al borde del sepulcro!». Esto decía, habiendo hallado él mismo las cartas a Ático, donde se presenta el orador antiguo en toda la sublime desnudez del hombre justo. Dion Casio, griego asalariado por los tiranos, historiador sin verdad ni decoro, fue mortal enemigo, no de Cicerón solamente, sino también de todos los hombres célebres que habían resplandecido por la práctica de las virtudes. Mas sus injurias y calumnias no cundieron: sus diatribas, puesto que rebosando en negro talento, no mancillaron la honra del virtuoso escritor; antes por el contrario, esas oleadas de impureza no hicieron sino poner de manifiesto la tersura de su vida. A la vuelta de algunos años, el emperador Severo Alejandro tributaba a Cicerón, en un santuario oculto de su palacio, adoración junto con Platón y Moisés48; y Severo Alejandro fue uno de quien se ha dicho, que si el género humano hubiese de elegir un rey absoluto, universal y perpetuo, habría elegido a ese emperador. El infame Dion Casio mismo no alega en sus sátiras otra autoridad que la de un cierto Pufio Caleno, sacrílego que se había atrevido primero que todos a echar su sobrealiento pestífero en la sombra augusta de Marco Tulio Cicerón. Como Virgilio, éste tuvo su Mevio y su Bavio; y es natural: grande hombre, hombre de genio, oficial del Todopoderoso en el mundo, circundado de un arco iris invisible para los perversos, el cual no brilla sino a los ojos de Dios y de los justos; hombre de esta naturaleza, digo, sin envidiosos, perseguidores y detractores, no se ha visto. ¡Así llegue algún día a los oídos de los malos la voz que, saliendo de   —394→   la eternidad, rompe los siglos, y dice al que yace muerto en las tinieblas: «¡Levántate, oh tú, que duermes el sueño de la muerte, y Cristo te iluminará!». El malo sigue durmiendo, y esa voz no ha rompido aún su torpe sueño. Sueño de muerte es el pecado; sueño de infierno el crimen

Pudiera yo honrarme con el silencio respecto de cargo tan gratuito como temerario, de afirmar que soy enemigo de Jesucristo, yo que no puedo oír su nombre sin un delicado y virtuoso estremecimiento de espíritu, que me traslada como por ensalmo al tiempo y a la vida de ese hombre celestial. Enemigos, no los tiene Jesucristo: los malos cristianos, los católicos de mala fe son los que los tienen. Los oráculos de la gentilidad misma declararon que Jesús era hombre puro, ser extraordinario comparecido en el mundo para fines secretos de la Providencia; pero que los cristianos, por fatalidad eterna, desmerecían de él y eran acreedores a la ira de los dioses. No lo digo yo; lo dice el oráculo de Porfirio, en el cual creyó por ventura San Luis, rey de Francia, cuando se opuso ahincadamente a que un Kan de Tartaria convertido al cristianismo, viniese a visitar las ciudades de Europa. Temió el santo rey que en presencia del espectáculo horrible de las ciudades católicas y los ministros de la religión, aquel bárbaro se volviese a su creencia primitiva. Suponiendo que el Redentor no hubiera sido sino persona mortal, yo, y todo hombre de bien, haría lo posible por imbuir a los pueblos en la idea de que era Dios. Si despojásemos a ese gran profeta de su carácter de divino, pondríamos a las sociedades humanas al borde de un abismo; el hombre no basta para contener al hombre: es necesario el Dios, pues no todos gozamos la prerrogativa del filósofo verdadero. ¿Cuáles son las ventajas de la filosofía? preguntaba un materialista a un cirenaico, bien como zahiriéndolo con un retintín irónico. La de que pudiéramos los que la profesamos, respondió el filósofo, vivir sin leyes, absolutamente como vivimos con ellas. Si todos fuéramos filósofos de ese linaje, pudiéramos quizá vivir sin Dios visible, como vivimos con Jesucristo; pero en este océano de ignorancias, malicias, inclinaciones perversas,   —395→   anhelos desordenados, ímpetus feroces, desmayos tristes, abatimientos y miserias, el género humano ha menester freno y apoyo a un tiempo; freno y apoyo que pone y ofrece la religión, no sea que, hirviendo en furiosa anarquía, corra deshecho a los infiernos por el canal de las impiedades y los crímenes. Renán, Peyrat, y todos los que se han levantado en nuestro tiempo a negarle su parte divina a Jesucristo, no le habrían hecha buena a la especie humana, aun cuando hubieran demostrado sus proposiciones. En todo caso, una gran alegoría levantada en el Oriente y crecida hasta llenar el mundo; alegoría sublime que simboliza la sabiduría, la virtud y felicidad, respeto y veneración infundiera, y no deseo de arruinarla, por flujo de erudición y soberbia. Los ateos que trabajan por destruir a Dios, son la figura de los anti-cristianos que se consumen por robarle la divinidad a Jesucristo. Así como no alcanzo cuál sería la ganancia de los hombres con perder por convencimiento, su Criador; así no descubro su adelanto con dejar en Jesucristo un individuo simple y llano como nosotros. Si es error el mío ¡no me lo arranquéis! ese error me consuela, me salva, bien como al viejo Catón le consolaba la doctrina de la inmortalidad, y suplicaba a los incrédulos: de su siglo no le arrancasen tan saludable convencimiento. Si la divinidad de Jesucristo fuera un error, los trescientos millones de cristianos que cubren la mitad de la tierra, tendrían derecho para levantarse y decirles a los que la combaten. No nos arranquéis por Dios, este error que nos consuela y nos vuelve dichosos.

Hay un ser perfectísimo cuya esencia está escondida en los misterios de la eternidad: nadie osa tocarle, por sus tradiciones sacrosantas; el espíritu divino desciende sobre él, y como la luz a la estatua de Memnón la hacía dar suspiros armoniosos, así le hace propagar oráculos propicios a los hombres, y advierte al mundo lo que ha de cumplir y lo que ha de evitar para su bien. El pueblo le respeta, se contiene en su presencia, obra como lo manda Dios. Llega un sabio y dice: «este hombre de carne y hueso es como todos nosotros: ¡abajo el impostor!». ¿Será digno de aplauso ese sabio impudente y necio?   —396→   Si él supo que ese ente extraordinario era como cualquiera de nosotros, ¿por qué no guardó para sí la noticia perjudicial a todos, útil a nadie? ¿qué gana él con que los pueblos dejen de creer que en ese cuerpo humano está encerrado el espíritu divino? El descubrimiento de la verdad, responde el falso sabio. ¿Este sabio no sabe, sin duda, que el pueblo debe ignorar muchas cosas ciertas y creer muchas falsas? Varrón, el más sabio de los romanos, no pensaba que la política ni la religión consistieran en entregar la verdad desnuda a la plebe, sino en ocultarle muchas cosas: ley antigua, muy antigua, observada desde las religiones primitivas en pueblos donde no había vivir sin misterios profundos, como los sepultados en las Pirámides del Nilo. ¿Con quién sustituís a Jesucristo, tal cual le conocemos y adoramos los cristianos, oh vosotros que estáis andando tras él con el hacha de la Comuna? ¿No tenéis aún un Dositeo, ya presumo, o habéis descubierto un Simón Mago? Temed que vuestro profeta no se os vuelva turco cuando vais a buscarle, como les sucedió no ha mucho a los judíos. No, vosotros no queréis un Barcochebás ni un Menandro para desbancar le con él a Jesucristo; queréis la «autonomía individual», como dicen los que no saben lo que dicen: la anarquía en lugar del orden, la obscuridad sobre la luz, la nada contra el todo que llena el universo. Dejadle a Jesucristo como es y como está: si le quitáis la divinidad dejáis una caparazón no mayor ni más excelsa que la de Mahoma, o la de cualquier otro hombre hábil de los que han conseguido embaucar al mundo y volverle su esclavo en provecho del error y la soberbia.

Ente sobrehumano habrá sido en verdad Jesús, cuando allí mismo, a las puertas de su muerte, los gentiles llenos de misterioso respeto, le tributaban adoración. Tiberio quiso clasificarle con los dioses del Olimpo: según Lampridio, Adriano le erigió templos; y Alejandro Severo le veneró poniéndole junto con las almas de Abrahán y Orfeo. Los encarnizados enemigos de Jesús nunca se atrevieron a irrogarle injuria ninguna: Volusiano, Juliano el Apóstata, Celso confiesan los hechos maravillosos que, por inspiración y poder divino, andaba consumando por donde iba envuelto en luz, rodeado de amor,   —397→   santificando la tierra con su mirada y su palabra. Simón Mago, Elimás, Apolonio de Thiana y otros muchos falsos profetas comparecieron, porque, según la sublime expresión de Bossuet, el infierno hacía su último esfuerzo: ¿cuál de ellos ha prevalecido? Si Jesucristo fuera simple mortal como ellos, impostor además, que venía a venderse por hijo de Dios, hubiera corrido la suerte de esos bribones, quienes inmediatamente cayeron en desprecia y olvido, a pesar de las llamas que echaban por la boca. Si el Cristo compuesto de las dos naturalezas, la divina y la humana, no prevaleciera en mis afecciones, yo no caería en el error de Renán y de Peyrat, sino en el de los docetas: esa súbita aparición de un ser desconocida en figura de hombre por las orillas del Jordán, tiene poder terrible en mi imaginación; pero el raciocinio echa, luego en tierra esa concepción más poética que filosófica. El Jesucristo puramente divino destruye uno de los más hermosos y profundos misterios; y luego esa cuna que rueda en el pesebre, esa madre apasionada, esos humildes pañales, ese fundador y esos fundamentos de la democracia, ¿adónde irían? Marción, Valente, Manés y otros negaron la humanidad de Jesucristo; para estos novadores no tenía sino cuerpo fantástico, impalpable y extraño a las necesidades del hombre. Lo cual es falso, por testimonio de los gentiles mismos. Léntulo, gobernador de la Judea, dando cuenta de Jesús al emperador, dice, es verdad, que «no se le ha visto reír»; nadie la niega: dormir, dormía las horas que ha menester según la higiene un hombre de sus años. Ese pelo de belleza inefable; esa barba en forma de herradura de color indecible; esa mirada casi infinita, donde la inmortalidad está yendo y viniendo en ondas de gloria; esa boca por la cual se asoma a cada paso el Verbo divino; ese porte majestuoso; esa mansedumbre grave; ese amor que experimenta e infunde como afecto superior a lo humano; todo, todo está probando que en ese hombre hay algo de divino, que en ese ser divino hay algo de humano. Seré tan hereje como gustéis, católicos de la cuchilla; mi Jesucristo, dejádmele, así como le describo y le guardo en, mi profundo pecho.

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Comentarios

Al pie del Tungurahua, una de las montañas mayores del globo y más hermosas de los Andes, hay una aldea llamada Baños, a causa de las aguas termales, muchas y distintas, que brotan de sus faldas. Esa aldea es una égloga de Virgilio puesta en carnes por Salvador Rosa: si hay paisaje bello en el mundo, ese es. Naturaleza ha hecho un horrible gesto a orillas del Pastaza: después de una revolución de piedras condenadas y rocas feroces que están protestando en eterna mudez contra la paz y el orden de las cosas, se apacigua y cobra el aspecto con que brilla por la hermosura que condecora ese recodo selvático de la creación. Allá gustaba yo de hacer mis incursiones de hijo melancólico de la soledad y el silencio; llevando a veces mi amor por las bellezas de la tierra hasta exponer la vida en los despeñaderos del río formidable, o en los riscos del monte que sobresalen en forma de torres arruinadas, templos caídos o agujas de piedra viva. Esa aldea tiene su cura. Oigo un día altas voces de cólera en la plaza: échome de mi aposento afuera: el cura, lanza en mano, esta subiendo las gradas de su casa, vomitando esos tacos y bravatas de soldado que habían movido mi curiosidad. Era el caso que un hombre, un pobre hombre llamado Rodríguez, había acudido en defensa de su mujer, y llegó en buena sazón para oponerse a las violencias del párroco. Furioso éste, vuela al convento, coge una lanza, y se tira a castigar al pícaro que así se atreve a volver por su honra. Este, este mismo fraile, es el que le negó la sepultura a mi hermano, porque con eso sacaba más dinero, y de paso me irrogaba ofensa grave. El escriba era mi adulador: cuando yo iba al pueblo, su visita la primera: «Señor don Juan, usted nos ha de mandar: Señor don Juan, a usted le hemos de obedecer». Pero ocurría entonces que yo estuviera perseguido de muerte por uno de esos malhechores armados que en ciertas repúblicas de América se denominan jefes supremos o presidentes, y allí fue   —399→   la maldad del fraile impío. «¡Carlos Montalvo está en los quintos infiernos! gritaba en la puerta de la iglesia pocos días de muerto mi hermano. -¿Y por qué, señor cura? le pregunta un chagra animoso. -Porque no se confesó», responde, ardiendo él mismo en llamas infernales. Entra a su casa, cierra la puerta de su cuarto sobre sí: a poco, un ruido como de cuerpo que cae llama la atención de la gente doméstica; sus hijos se precipitan adentro; el fraile, boca arriba, negra la cara, sanguíneos los ojos, está echando espuma por los labios, y un ronquido que pone miedo en los circunstantes. «¡Señor cura, señor cura! ¡Taita padre, taita padre!». El señor cura estaba en los quintos infiernos, porque no se había confesado: taita padre era un montón de inmundicia tirada por ahí como cosa del muladar. El gobierno temporal de la Provincia es doctrina de los católicos: el conde José de Maistre la sostiene. Señor conde, venga acá esa mano. Si el nombre de los malvados ha de ser un secreto, yo no lo pienso así: ese cura se llamaba Vicente Viteri. Pase a la posteridad, si es posible.

He dicho que en los Estados Unidos no conocen el socialismo: pudieran darme la desmentida los que sepan que el demagogo Kearney lo introdujo no ha mucho en California e hizo adeptos. Pero lo que es cundir la doctrina en la Nación, no ha cundido. California es el único Estado que se ha dejado corromper los oídos por las groseras sandeces del visionario Kearney, sin hacer gran caso de él, en tratándose de los efectos. ¡Cosa rara! los católicos de Irlanda son los que se hallan en secretas relaciones con los fenianos de Inglaterra, los socialistas de Alemania y los nihilistas de Rusia. Aquí están los conservadores franceses, los godos, como los llamaríamos nosotros, que me dejarán mentir. El Fígaro, de París, ha publicado últimamente un artículo formidable contra esa liga oculta. Con que, señores católicos puros de los Andes, ¿no somos nosotros los rojos, los herejes los que profesamos los principios de Dublín?... El lord comisionado de la reina Victoria no acaba de morir a manos de liberales.

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No pocos habrá que deseen saber cuál fue la respuesta de Arcesilao al epicúreo que se complacía en repetir que de su escuela nadie se pasaba a la estoica, cuando era tan frecuente ver estoicos reducidos al epicureísmo. La familiaridad de un comentario puede quizá sufrir la franqueza de Arcesilao, imposible para la gravedad del texto en nuestros días. Es natural, respondió el filósofo, que de gallos se hagan capones; al paso que de un capón no se puede hacer un gallo. No se aflijan los ultramontanos; la paridad no corre a cuatro pies: de ellos sí se pueden hacer gallos, y de pata dura, y espuela que parece alfanje morisco, y cresta como la sierra de Quindío, y buche para diezmos y primicias y herencias y albaceazgos. Dígalo el ejemplo. Navegando yo hacia el Sur del Pacífico, eché de ver un turco a bordo, que iba cargado de insignias y reliquias de Mahoma. A la altura de la isla Gorgona, cayó con fiebre amarilla: ¡Alá! estaba exclamando, y pidiendo una copa de brandy. Un zambo perverso de los sirvientes, llena un vaso de ese veneno, y vuela escalera abajo. «¡Qué haces, muchacho! grito, precipitándome tras él: ¿vas a asesinar a ese hombre? -Si es el tercero que se bebe; y allá se lo lleve la trampa: ¿no ve usted que es moro?». Tomé tierra en Tumaco, lleno el corazón de lástima por ese desventurado que se iba a morir en el buque sin llegar al Perú adonde se dirigía. Dios y el capitán dispusieron otra cosa: ved cómo se presenta en la Aduana el turco, apoyado en dos marineros ingleses: echáronlo por ahí en cualquier parte, y yo a mi alojamiento, casa de un europeo amigo mío. El cura del pueblo era huésped de esa misma casa: a las doce de la noche, golpes a la puerta:

¡Señor cura, el turco se muere! levántese.

¡Qué tengo yo que ver en eso! gritó el fraile, catalán furibundo que por arte de birlibirloque se hallaba de cura en esas tierras.

¡Señor cura, señor cura, el turco se muere!

¡Busquen ustedes un dervis o un santón, y se los lleve el diablo a todos! Un sacerdote católico nada tiene que hacer con un mahometano.

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¡Señor cura, señor cura, el turco se muere!

Hombre, dijo el capuchino, ahora se me ocurre que puede ser que yo le convierta in articulo mortis.



Y diciendo y haciendo, llevado de su buena intención, se levantó y se fue. Dos horas después volvió cariacontecido el fraile: «Qué demonio, dijo; el turco ha sido católico. -¿Y por qué andaba de islamita? pregunté-. Sus razones tendría el muy bellaco; o pura gana de andar con bragas y turbante. Era católico de Siria. Se llamaba Miguel Ángel: ha tenido entre sus papeles recomendaciones de obispos de la cristiandad. Mas fue tarde para confesarlo: le absolví en cuerpo muerto».

¿Cuánto va que ese turco era un capa rota? Los ortodoxos tenían entre manos, probablemente, una maniobra de las suyas. ¿O le hicieron turco para hacer ver al universo que los mahometanos se volvían católicos a la vuelta de una esquina? Hum... el turco fue como los tullidos que entran en brazos ajenos a las cuevas milagrosas, y salen sanos y buenos, y muy tiesos y puestos en orden. El padre Olegario, capuchino, residente en el Sur de Colombia, y el pueblo todo de Tumaco, me están sacando verdadero. Miguel Ángel, católico de Siria, se había hecho turco, a lo menos por defuera. Y judío acaba de hacerse un español, para casarse con una israelita. Como el caso adolece de fealdad, omitiré el nombre de ese buen chapetón; pero no los de las personas a quienes oí la historia no ha muchos días, en París, en el Hotel Laffitte. La señora de Lavalle, polaca viuda de un francés acaudalado, viajera sempiterna, contó de sobremesa con todos sus pormenores la conversión del católico al judaísmo, y su matrimonio con la bella hija de Abraham. Si el amor fue el agente de esa transacción inaudita, sería cosa de averiguar despacio si el galán merece pena de la vida: yo siempre he pensado que dos que se quieren bien son felices y viven con gusto en el infierno mismo, puesto que no haya por las vecindades clérigo que ande predicando sermones del purgatorio. Los papistas no quieren oír sino conversiones de protestantes y judíos al catolicismo; pero niegan la verdad, y se cierran   —402→   a la banda cuando se les pone ejemplos de lo contrario. Muchos de los franceses católicos que acompañaron a Napoleón a Egipto se quedaron allí y se volvieron musulmanes: harto conocido es el teniente Selves, que vino a ser bajá de tres colas, llamándose Solimán Bajá; y Lubbert-bey, o coronel Lubbert, que fue luego el famoso Edris Effendi, a quien Mehemet-Alí hizo ministro de Instrucción Pública y gran maestro de la Universidad de Alejandría. El marqués de Bonneval, echándose el alma a la espalda, y devolviendo el bautismo a la iglesia, había abierto la carrera de estas singulares conversiones. Hombre y flaqueza son una misma casa: en cualquier religión y cualquier estado todo es miseria.

Monsieur Naquet se ha salido con la suya: tiempo ha que ha estado proponiendo con rara constancia en el Cuerpo Legislativo el restablecimiento de la ley del divorcio; los diputados de la República lo han restablecido. No sabemos todavía si el Senado confirmará esa ley, y si ella empezará a regir inmediatamente. Ergotistas buceadores de contradicciones nunca me han faltado: ya me van a decir que Napoleón no infringió ley ninguna cuando se divorció de Josefina, puesto que el Código Napoleón permitía el divorcio. En cuidado me lo tuve; y aun se me alcanzaba que cuando ese Código fue admitido como regla de la monarquía después de la restauración, la ley del divorcio quedó abrogada. ¿El emperador no infringía ley ninguna? ¡Señores! No infringía ley civil, pero infringía ley religiosa; no vulneraba su Código, pero hería en el sacramento. Heme aquí de campeón de los ultramontanos. ¿Y la archiduquesa de Austria, era o no católica-apostólica-romana? Napoleón, que en Egipto mostró profundo respeto por el islamismo, no dejó de mostrarlo por el catolicismo sino para desairar a una mujer y tomar otra. «¡Voy, llego, tiembla!» le escribía a su mujer sospechosa: ¿eran fundados esos celos imperiales? La razón de Estado, por otra parte, es cosa de bulto: pudo divorciarse un emperador; mas todos conocemos personas particulares que han ido a Roma casados con una mujer, y se han vuelto a su patria a casarse con otra. No hay quizá república de América que no pueda   —403→   citar un ejemplo de estos. El vizconde de Chateaubriand no supo lo que se dijo, cuando para tachar de corrompida a la antigua Roma alegó el divorcio de Cicerón. Excusado es decir que el que viene del Nuevo Mundo a Roma no viene con las manos vacías. Como los ultramontanos quieren salir por donde meten la cabeza, no dejarán de hacerme notar que para ellos la autoridad del papa es ley en hecho de dogmas y sacramentos, y más cuando ahora es infalible. A nada falta, pues, el que se casa de nuevo, cuando la cabeza de la Iglesia ha disuelto el lazo conyugal. Esto es lógico: si éste fuera el punto, aquí entregara yo las armas. Pero no se trata de la autoridad pontificia, sino de averiguar si el que se aprovecha de las concesiones de la ley es corrompido porque se aprovecha de ellas y si los romanos antiguos fueron los más corrompidos de los hombres, como afirma el señor de Chateaubriand, ¿por qué se divorciaban algunas veces, cuando ni religión ni ley se les oponían? Según alcanzo, la diferencia de tiempos, religiones y costumbres está en que en Roma el divorcio era permitido por las leyes, y entre los católicos lo concede un hombre. Las segundas nupcias fueron miradas por los primitivos cristianos como «un honesto adulterio»; y cuidado que esta es expresión de un Padre de la Iglesia. Ahora en vida de la mujer, ¡qué hubiera dicho San Basilio! Ni todos los católicos de hoy están acordes: dígalo esa señora que, viendo pasar a la segunda esposa legítima de un gran señor descasado en Roma a fuerza de dinero, exclamó: «Allí va la amiga de mi marido». Esa señora, católica-apostólica-romana, como lo son todas las mujeres en la América Española, le negaba al papa la autoridad de romper un sacramento. No expongo aquí mi modo de pensar a este respecto; no hago sino servirme de las armas de mis contrarios para herirlas con ellas. Si no hubiera de exponer, diría que una buena mujer es el asunto de la vida; y que por inconstante, veleidoso y caprichoso que un hombre sea, debe juzgarse feliz al considerar que ni otro amor ni muchas riquezas pueden quebrantar los lazos que a ella le ligan. En cuanto a las malas, lo mejor sería que se las llevase Jesucristo, no al monasterio, sino allá, lejos, muy lejos, aunque sea al quinto cielo. Pero   —404→   si ni él las quiere, plegue a Dios todopoderoso que imperios y repúblicas tengan cada cual su Monsieur Naquet: ya dije que Marco Tulio hizo bien de echar a pasear a esa Gorgona de Terencia. El divorcio es permitido actualmente por las legislaciones de casi todos los pueblos de Europa: en Bélgica, por término medio, hay cuatro divorcios al año. En Alemania, como más extensa, hay mayor número. Los que más se divorcian son los suizos, con ser gente pacífica y avenidera. El divorcio, hasta ahora poco, fue privilegio de ricos en la Gran Bretaña, en cuanto para alcanzarlo se habían de hacer enormes gastos. El episodio del romance World Times, de Carlos Dickens, nos hace ver que el hombre que podía gastar cincuenta mil francos en las diligencias legales, quedaba libre del pesado yugo. Así es que el pobre Stephen, por falta de cincuenta mil francos, tiene que vivir con esa Estinfálida que tan infeliz le vuelve. Hoy las leyes de esa nación han puesto el divorcio al alcance de todos los ciudadanos: ricos y pobres, nobles y pecheros pueden repudiar a sus mujeres por causas justas, y volverse a casar. La Francia republicana ha tardado mucho en restablecer la ley del divorcio; y, según parece, el Senado no prestará su aquiescencia todavía.