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- XXXVII -

Todo andaba revuelto aquel día en la parte baja de la casa del cacique. Se entregaba la gente a diversos trabajos, para preparar una gran fiesta que había de realizarse al otro día, Miércoles Santo. La procesión, preámbulo de las otras, y que debía ser en dicho miércoles por la tarde, era dirigida y costeada todos los años por el señor don Andrés Rubio, hermano mayor de la más importante cofradía.

Habían de salir en esta procesión tres obras maestras de escultura, tan pesada cualquiera de ellas que para llevarlas en andas por las calles era menester un ejército de nazarenos.

La primera escultura representa al Señor de la Pollinita Jesús cabalga sobre el humilde animal, y entra triunfante en Jerusalén.

El Imparcial, 20 de diciembre de 1895

El pueblo, compuesto de gran número de nazarenos, de soldados romanos y de judíos, debía marchar delante de la referida imagen con palmas y con grandes y frondosas ramas de olivo.

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Después, precedida de todos los ensabanados, encolchados y jumeones que se pudiese, tenía que salir la Cena, cuyo peso es enorme, pues consta la imagen completa de trece figuras de tamaño natural y de la mesa, que algo pesa también y que va cubierta y adornada de flores, de las más exquisitas frutas que desde el otoño han podido conservarse hasta aquel día con el mayor esmero, y de un elevado y complicadísimo ramillete de dulces, donde echa el resto el más listo e ingenioso de los confiteros.

En pos de la Cena, y precedida también de mucha gente, había de salir la Oración del Huerto, donde Cristo ora de rodillas; un ángel, que quiere estar en el aire, pero que se apoya en el ramaje de un olivo, ofrece a Cristo el cáliz de la amargura, y los discípulos yacen por tierra dormidos.

Terminada la procesión, el Sr. D. Andrés tenía que echar el bodegón por la ventana y dar de cenar a los apóstoles, a los profetas, a los antiguos personajes bíblicos, a la plebe de Jerusalén, a los nazarenos y a la guarnición romana.

Las tres obras de escultura de que hemos hablado estaban ya expuestas al público el martes, no en las iglesias, sino en una inmensa sala baja entapizada de rojo damasco, adornada de cornucopias, flores y verdura, e iluminada por la noche con profusión de velas de cera.

Para cuidar de todo esto había elegido D. Andrés a Juana la Larga, quien en los dos días del martes y del miércoles apenas podía salir de casa   -248-   de D. Andrés e ir a la suya, a no ser a la hora de recogerse para dormir.

El miércoles, singularmente, el trabajo de Juana era atroz. Ella debía condimentar para toda aquella tropa la espléndida cena de vigilia. Habría potaje de garbanzos con espinacas; como principal plato de resistencia, bacalao en sobrehúsa; y como plato ligero o de chanza delicada, una exquisita alboronia, que pudiese celebrar, si resucitase, el mismo famoso cocinero de Bagdad, que la inventó, dándole el nombre de la bella Alborán, sultana favorita del califa Harun Alraschid, héroe de las Mil y una noches, princesa a quien dicho cocinero tuvo la honra de dedicarla.

Claro está que para postre no habían de faltar los ineludibles pestiños y que había de abundar el vino para apagar la sed que causan la sal, conservada en el bacalao a pesar del remojo, y el picante de las mil ristras de guindillas y de cornetas que en tal día se consumen.

Se esperaba además que llegase a tiempo de Málaga mucho cazón fresco que Juana guisaría y haría servir a todos, o bien solamente a los apóstoles, profetas y reyes, si no llegaba cazón suficiente para el vulgo.

Por último, Juana había prometido hacer un plato de su invención, con el que la gente menuda se chupa por allí los dedos de gusto; plato que tiene la singularidad de remedar, en cuanto cabe en lo humano, el milagro de pan y peces, pues con dos docenas de huevos y media hogaza para pan rallado, se hartan cien hombres, gracias   -249-   al sabroso ajilimójili en que ella rehogaba las livianas tortillas, después de haberlas frito, y en cuyo caldo se remoja el pan y se convierte en sopas que se engullen con deleite. A este plato de su invención, Juana dio el nombre de hartabellacos.

Prometía la cena del miércoles ser muy divertida, amenizándola con sus chistes un criado muy gracioso que tenía D. Andrés y que hacía en todas las procesiones el papel de Longino, soldado fanfarrón y galante antes de dar la sacrílega lanzada, y ciego después, que persigue al lazarillo, el cual se le escapa y le hace en las procesiones mil burlas y perrerías.

Lamentan algunas personas, pero yo no puedo menos de aplaudirlo en vez de lamentarlo, que el señor obispo haya prohibido, desde hace mucho tiempo, que salga en las procesiones otro personaje que salía antes, mil veces más cómico que Longino. Era este personaje José, el hijo de Jacob, porque, según decía el vulgo, no era ni fú ni fá. No era ensabanado, porque como primer ministro y favorito que había sido de Faraón, no podía vestirse pobremente con sábanas. Y no era tampoco encolchado, porque iba sólo con la túnica y no llevaba colcha o sea manto o capa, a fin de indicar que la mujer de Putifar se había quedado con ella. El que hacía de José solía ser el más chusco de los campesinos, que aparentaba asustarse al ver muchachas bonitas en los balcones, y ya se tapaba los ojos para no verlas, y ya huía, haciendo contorsiones y dando chillidos.

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Menester es confesar que hizo muy bien el señor obispo en prohibir la aparición de esta figura, dado que sea exacto lo que se cuenta y que no se exageren los melindres y chistes del fingido casto José. Como quiera que ello sea, el punto se puede pasar por alto, porque no es de los esenciales en esta historia.

Lo esencial es que Juanita tuvo que pasarse sola y sin su madre casi los dos días enteros y tuvo que esperar hasta las diez de la noche del Miércoles Santo para poder hablar a su madre con reposo.

Por eso Juanita había citado a D. Paco en casa de ella para media hora después: para las diez y media.

Ahora me incumbe referir aquí, sin más digresiones los casos memorables en que intervino Juanita hasta que llegó dicha hora.



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- XXXVIII -

Don Andrés Rubio, en medio del jaleo y trastorno que había en su casa, estaba tranquilo sin mezclarse en cosa alguna. Sus dependientes y criados, con la hacendosísima Juana a la cabeza, cuidaban de todo y se esforzaban a porfía para que saliese con el mayor lucimiento.

Como la casa era tan espaciosa, que a no ser por su sencilla rustiquez y carencia de adornos arquitectónicos pudiera pasar por palacio, don Andrés, refugiado en sus habitaciones del piso principal, se sustraía al bullicio, y, según he indicado ya, estaba tranquilo.

Entiéndase, con todo, que esta tranquilidad no era mental, sino corpórea. Mentalmente el cacique estaba agitadísimo.

Por medio del maestro de escuela, a quien había hecho venir y con quien había hablado, sabía ya cuanto el maestro de escuela sabía.

D. Pascual, creyendo hacer un bien a sus amigos, había revelado a D. Andrés los celos y la   -252-   desesperación de D. Paco, causa de su fuga; lo que a D. Paco había ocurrido en sus dos días de campo; el amor de Juanita, tan enamorada de él como él de ella, y el sentimentalismo de Juanita en favor de Antoñuelo y su deseo vehemente de salvarle, hallando los ocho mil reales para tapar la boca del tendero murciano.

Hasta aquí sabía D. Pascual, y hasta aquí supo D. Andrés, sin llegar a saber lo del pagaré ni la visita de Juanita a D. Paco, que fueron sucesos posteriores y que D. Pascual ignoraba.

D. Andrés, por experiencia propia, no era muy inclinado a creer en la virtud de las mujeres. No tenía tampoco motivo alguno para hacer de Juanita una excepción honrosa. Al contrario, la juzgaba desenvuelta, provocativa y educada en plena libertad por una madre ordinariota e ignorante, de la clase más baja de la sociedad y antigua pecadora más o menos arrepentida.

Como hombre a quien la elevada posición no venía de abolengo porque su padre y él se habían levantado por saber y esfuerzos sobre la plebe a que pertenecían, D. Andrés, sin poderlo remediar, y más bien a causa que a pesar de su mucho entendimiento, tenía peor opinión de la gente menuda que aquellos que desde tiempo inmemorial, o después de una larga serie de antepasados ilustres, descuellan entre el vulgo. Suelen éstos atribuir la superioridad que tienen y el acatamiento que se les da a circunstancias dichosas; a haber nacido donde han nacido; a una ficción social y legal de que en lo íntimo de   -253-   su alma no pueden jactarse. De aquí que sean modestos en el fondo y que por naturaleza consideren igual o superior a ellos a la más ínfima y cuitada criatura humana. Por el contrario, don Andrés, como no pocas otras personas que por ellas mismas se encumbran, se sentía muy superior a cuantos prójimos le rodeaban. Y como él era además inteligente escrutador del valer propio, y se encontraba, aunque apenas osaba confesárselo, con no pocos defectos y vicios, no podía menos de atribuir o de conceder muchísimos más a cuantas personas miraba en torno de él, dominándolas y humillándolas.

Así predispuesto, y valiéndose de los datos que ya tenía, trazó D. Andrés en su mente el carácter de Juanita y compuso a su manera la historia de la muchacha.

Para explicarse el empeño que ella formaba en salvar al hijo del herrador, dio por cierto que había sido muy prematuramente su amiga. Y en el amor de Juanita a D. Paco no vio más que el plan de casarse con el hombre más importante que después de él había en la villa.

Ambos planes repugnaban extraordinariamente al cacique. Querer salvar a Antoñuelo, aunque Antoñuelo fuese su pariente más o menos lejano, le parecía detestable y absurda aberración. Lo que convenía era la condenación de Antoñuelo para escarmiento de otros pícaros y para seguridad y descanso de las personas pacíficas y honradas. D. Andrés había censurado siempre la compasión malsana que los criminales   -254-   suelen inspirar en nuestro país y había aplaudido la impaciente severidad con que los yankées lynchan sin escrúpulo a quien la justicia anda reacia6 en dar el merecido castigo.

El casamiento de D. Paco con Juanita le parecía aún mayor monstruosidad. Acaso en un principio Juanita gustaría de D. Paco, pero pronto sentiría la desproporción de edad, porque la de D. Paco era triple que la de ella, de suerte que D. Andrés preveía y deploraba proféticamente que Juanita acabaría por poner en ridículo al ilustre secretario del Ayuntamiento y por hacerle muy desgraciado. Por otra parte, don Andrés temblaba al pensar en el furor de doña Inés cuando descubriese que Juanita, con su hipocresía y sus embustes, la había estado engañando, y que, en vez de meterse monja, se casaba con D. Paco, y daba por madrastra, a ella, enlazada ya con la familia más noble de toda aquella comarca, después de la familia del duque, a la hija ilegítima de una mondonguera.

El Imparcial, 22 de diciembre de 1895

Doña Inés, si tal cosa se realizase, sería capaz de tener un ataque de rabia o de estallar como una bomba.

Calculaba D. Andrés que él podía prestar dos muy importantes servicios: uno a doña Inés, impidiendo que su padre la avergonzara casándose con una muchacha de tan ruin y humilde clase, y otro a D. Paco abriéndole los ojos para que al fin comprendiese que Juanita no le quería sino por interés, y que él no debía casarse con ella por ser indigna de su cariño.

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El desengaño sería cruel para D. Paco, pero D. Andrés se disculpaba la crueldad, recordando aquello de quien bien te quiere te hará llorar y lo otro de la letra con sangre entra.

Al prestar estos dos servicios no se le ocultaba a D. Andrés lo mucho que él se exponía. Se exponía por una parte a que doña Inés llegase a saber que él quería seducir o había seducido a Juanita, lo cual enfurecería a doña Inés por dos razones: porque contrariaba sus planes místicos de que Juanita fuese monja y porque deslucía o manchaba el amor (sin duda platónico) con que el propio D. Andrés la estaba, hacía más de siete años, complaciendo, tal vez poetizándole la vida, y consolándola de tener un marido tan perdulario. Y se exponía además a que D. Paco no quisiese aguantar la lección, prescindiese de todos los favores que le debía y le buscase camorra.

Don Andrés no se arredraba ante la previsión de un duelo. Manejaba bien la espada y la pistola, y D. Paco no sabía de esgrima y jamás había tomado una pistola en la mano; pero bien podía D. Paco, como lugareño que era y nada acostumbrado a perfiles y a ceremonias, perder un día la cabeza y rompérsela a él, porque tenía la mano pesada y manejaba bien el garrote, de lo cual, aunque pacífico, había dado ya diversas pruebas, además de la que salió tan cara a Antoñuelo.

La primera vez, huyó D. Paco porque se juzgaba desdeñado de Juanita y razonablemente no podía darse por ofendido ni de que ella favoreciese   -256-   a otro ni tampoco del amante favorecido.

El caso era ya muy diferente. D. Andrés, aunque no lo sabía, sospechaba que Juanita y D. Paco se verían o se habrían visto y estarían de acuerdo. Cualquier favor, por consiguiente, que a él hiciera Juanita, sería una infidelidad de ésta, y para D. Paco un agravio que probablemente no se resignaría a sufrir y del que resolvería tomar venganza.

A pesar de tales inconvenientes, D. Andrés no se arredraba. Se sentía picado de que a él, omnipotente en Villalegre, se le desdeñase de aquel modo. El mismo desdén estimulaba más su deseo. Hasta por amor propio quería a toda costa triunfar de Juanita. Ardua era la empresa, pero él no se la figuraba tan ardua. Juanita había coqueteado con él y le había provocado. Era cierto que, cuando la besó en la antesala, ella le rechazó con furia, ¿pero no fue acaso furia fingida porque entró D. Paco y le vio entrar ella? D. Andrés dio por seguro que fue furia fingida.

-Ya veremos -decía para sí- si me rechaza donde y cuando está ella segura de que no entra D. Paco a interrumpirnos.

A pesar de su momentánea rivalidad, D. Andrés quería de corazón a D. Paco, reconocía todo su mérito, apreciaba todos sus servicios y distaba mucho de querer hacerle el menor daño. Lejos de eso lo que anhelaba era desengañarle en sazón y oponerse a su absurda boda.

De todos modos, a fin de precaverse contra el peligro de que D. Paco no gustase de ser desengañado,   -257-   y de que, en un instante de celosa locura, llegase al extremo de apelar al garrote, D. Andrés, que de ordinario no llevaba armas, tomó un pequeño revólver de seis tiros y se le guardó en la faltriquera.

Antes de salir de casa, a eso de las diez de la mañana, habló D. Andrés con el criado de mayor confianza y más listo que tenía. Era su secretario, su ayuda de cámara, su confidente favorito y al mismo tiempo su bufón, porque tenía mucho chiste: baste decir que hacía de Longino en las procesiones.

Don Andrés, recomendándole el más profundo sigilo y la mayor cautela, hubo de hablarle así:

-Deseo y necesito tener una entrevista a solas con cierta persona que de seguro no querrá venir a mi casa, al menos la vez primera, aunque después aprenda el camino y venga con gusto. Posible es también que dicha persona se niegue a recibirme si yo directamente o valiéndome de ti pido a ella que me reciba. Importa, pues, que tú te dirijas a la criada de dicha persona y ganes su voluntad, con presentes o como quiera que sea, para que ella hable con su ama y la convenza y la incline a darme la cita. Quiero que esto sea en todo el día de hoy o en el de mañana, hasta las nueve de la noche. Durante este tiempo la ocasión es propicia y conviene no perderla. Acaso ocurra que la persona que yo pretendo me cite no se preste a confesar que accede a la cita y guste de aparentar que yo, por traición de su criada, entro a pesar suyo en su casa y la sorprendo.   -258-   Para que nadie se entere, porque no quiero disgustar ni ofender a nadie, debe ser la cita y debo yo ir a ella después de anochecido.

-¿Y quién es la persona que ha de citar a V. E. y que gasta tanto melindre? -se atrevió a preguntar Longino.

-Pues la persona -contestó D. Andrés bajando más la voz- es Juanita la Larga.

Muy sorprendido se mostró Longino al oír esto, lo cual agradó sobremanera a D. Andrés, porque era prueba evidente del misterio y del disimulo con que él hasta entonces había perseguido a la muchacha. Cuando Longino no había sospechado lo más leve era indudable que nadie en el lugar lo sospechaba y que el secreto, hasta entonces, se había guardado entre D. Paco, él y ella.

Muy satisfecho Longino del encargo delicadísimo que su señor acababa de confiarle, prometió hacer prodigios de destreza para que nada se divulgase y para que todo se lograse. Informó además a su amo de que Rafaela, la criada de ambas Juanas, a quien él conocía, era muy callada, muy lista y muy experimentada, porque frisaba ya en los cincuenta años y la había corrido en su mocedad, y si bien la fortuna siempre le había sido adversa, ella sabía dónde le apretaba el zapato.

-Otro gallo le cantara -dijo Longino- y no estaría de fregona si la fortuna no fuese tan caprichosa y tan ciega.

Terminado este coloquio, todavía antes de salir   -259-   de casa tuvo D. Andrés otra conversación interesante.

Quien habló con él fue una mujer que entraba a verle con frecuencia y que le traía y le llevaba recados de la señora doña Inés López de Roldán, sin duda para los negocios y obras de caridad que ellos trataban y hacían juntos.

La interlocutora de D. Andrés ya comprenderá el lector que fue Serafina.

Venía a decirle que su ama quería hablar con él y que le rogaba que fuese a su casa a la hora de la siesta.

Tan preocupado estaba D. Andrés que, por más que el menor deseo de doña Inés fuese para él soberano mandato, se excusó de ir por la multitud de quehaceres que le agobiaban y sólo prometió ir a la tertulia por la noche.

Para que doña Inés se entretuviese en su soledad o en compañía de Juanita la Larga dio don Andrés a Serafina dos bellísimos libros devotos que acababan de reimprimirse en Madrid, y que el librero Fe le enviaba, sabedor de las inclinaciones ascéticas y místicas de la señora principal de Villalegre. Eran estos dos libros el Tratado de la, Tribulación, de fray Pedro de Rivadeneira, y La Conquista del reino de Dios, de fray Juan de los Ángeles.

Serafina dio a entender a D. Andrés que su ama tenía grandísima curiosidad de saber quién había apaleado a Antoñuelo y por qué motivo. Y juzgando D. Andrés que la verdad era el mejor disimulo en este caso, contó a Serafina, para que   -260-   se lo refiriese a su ama, que D. Paco, después de haber vagado por extravagancia y capricho descubrió el secuestro del tendero murciano, y que para libertarle y aun para defender la propia vida tuvo que apalear al hijo del herrador, sin conocerle hasta después, porque llevaba carátula. Todo se explicaba así con la misma verdad y D. Andrés alejaba de la mente de doña Inés hasta la menor sospecha.



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- XXXIX -

Juanita, después de haber declarado su amor a D. Paco y después de tener por seguro que no procesarían a Antoñuelo, se puso tan contenta y se aquietó de tal suerte, que desistió de todo propósito de venganza contra doña Inés, a pesar de lo mucho que doña Inés la había molido. Se arrepintió también de su prolongado disimulo y se propuso, sin retardarlo ya más que hasta el día siguiente miércoles, entre diez y once de la noche, hacer público su noviazgo y su futuro casamiento con D. Paco.

Hasta entonces tenía ella una vaga esperanza de poder preparar el ánimo de doña Inés, a fin de evitar su enojo; pero si esto no se lograba, Juanita estaba decidida, contando con la decisión de D. Paco, a arrostrar el enojo de doña Inés y el de todo el mundo y a hacer su gusto casándose, aunque ella, su futuro y su madre tuvieran que abandonar por insufrible el pueblo de Villalegre   -262-   perdiendo la posición de que en él gozaban.

A Juana la había visto un breve instante, pero confiaba tan poco en su circunspección y en la serenidad de su juicio, que no se atrevió a decirle nada ni a informarla de sus proyectos, de repente y sin preámbulo alguno. Aguardó, pues, hasta el día siguiente, cuando su madre volviese ya de casa de D. Andrés después de concluido su trabajo, a la hora en que había citado a don Paco, para que él también hablase a su madre y los tres se pusiesen de acuerdo.

Entre tanto Juanita creyó prudente y decoroso no ver a D. Paco, y violentándose le impuso la condición de que no la buscase ni tratase de verla. Juanita tenía tantos negocios que arreglar y tantas cosas en qué pensar y que hacer, que no quería que por lo pronto la distrajesen de ello sus amores.

Era Juanita devotísima de la Virgen de la Soledad y subió a la iglesia que está cerca del castillo y donde se venera su imagen, a darle gracias por los beneficios ya recibidos y a rogarle fervorosamente para que la fortaleciese en sus propósitos, que ella creía santos y buenos.

El Imparcial, 25 de diciembre de 1895

Casi toda la gente estaba en la parte baja y llana de la villa. La parte alta, donde están el castillo y la antigua iglesia, se hallaba aquel día muy solitaria.

Juanita oró largo rato en el templo, casi desierto. Al salir de él tuvo la desagradable sorpresa de encontrarse con D. Andrés, que la había   -263-   espiado, que, la había visto subir, que la había seguido y que la aguardaba a la puerta.

Grandes fueron la desazón y el sobresalto de la muchacha. Aunque ella creía haber disipado todos los recelos de D. Paco y haberle inspirado confianza bastante para que no la vigilara, todavía temió que D. Paco o la viese en compañía de D. Andrés o supiese por alguien que iba en su compañía, y aunque contra ella no formase queja, acabase por ofenderse de la obstinación con que D. Andrés la perseguía y rompiese con él de una manera estruendosa.

Su desazón y sus temores se acrecentaron al ver que D. Andrés se acercó a ella; la acompañó mientras bajaba la cuesta, la requebró con más fervor que respeto, le recordó los besos de la antesala y le hizo las más atrevidas proposiciones. Como D. Andrés ignoraba el concierto de Juanita con el tendero murciano, venció su repugnancia a dejar impunes ciertos delitos, y entre otras ofertas hizo a Juanita la de dar él los ocho mil reales para que no fuese acusado Antoñuelo.

-Ya no necesito el dinero, Sr. D. Andrés -dijo Juanita-. D. Ramón ha recuperado lo que se le debía y ha prometido callarse. Ahora yo suplico a V. E. que me deje y no me persiga, y que no me ofenda proponiéndome lo que no puede ser. Y si V. E. no se retrae de seguirme por mi respeto, porque yo se lo suplico con humildad, retráigase por el temor de ofender a personas que le son queridas.

-Yo no temo que esas personas se ofendan.

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-Pues yo sí lo temo. Temo que se ofenda mi señora doña Inés, a quien bien quiero y a quien debo mil favores. Y temo más aún que se ofenda D. Paco, quien... fuera disimulo, ya es tiempo de que lo sepa V. E. si no lo sabe... es mi novio.

-¿Y cómo -dijo D. Andrés- recelas tú que D. Paco se escape otra vez y se vaya a vagar por esos andurriales?

-Mucho me pesaría -replicó Juanita- de que hiciese tal cosa; pero en esta nueva ocasión no sería eso lo que él haría, sino algo que yo lamentaría mil veces más. Yo quiero que él y que V. E., a quien debe él tantos favores, sigan siendo buenos amigos. Para ello es indispensable que se reporte V. E. y no me falte.

-Al contrario -dijo D. Andrés sonriendo con sonrisa algo forzada-. Quien me falta eres tú. Dame una cita para verte en tu casa a solas y ya verás cómo no te falto. Todo será con recato y sigilo. Nada sabrán ni D. Paco ni doña Inés y no tendrán de qué quejarse ni de ti ni de mí.

Llegaban en esto a la plaza, después de haber bajado la cuesta. Juanita, sin hacer atención a las últimas palabras de D. Andrés y temerosa de que la vieran con él porque allí había mucha gente, exclamó con cierta angustia:

-Por amor de Dios, Sr. D. Andrés: déjeme V. E. en paz, y no se comprometa ni me comprometa.

D. Andrés conoció sin duda que tenía razón la muchacha; cedió a su súplica y se apartó de ella. Juanita volvió sola a su casa, afligidísima,   -265-   descorazonada y humillada al ver cuán poco respeto infundía.

Era mayor su humillación al considerar que en aquellos días últimos hasta el idiota de don Álvaro, a pesar de los sofiones de que había sido objeto, había vuelto a las andadas, mostrándose con ella insolente y atrevido.

Luego que entró Juanita en su cuarto, cerró los puños con cólera, se echó boca abajo en la cama y sollozó con amargura.



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- XL -

Era doña Inés López de Roldán personaje de carácter tan enrevesado y complejo que a menudo me arrepiento de haberla sacado a relucir como una de las dos heroínas de esta historia, porque hallo difícil describirla bien y transmitir a mis lectores concepto igual al que tengo formado de ella, investigando y dilucidando con claridad el móvil de sus pasiones y de sus actos.

Ella misma, como era reflexiva y pensadora, y como en sus ratos de ocio, que no eran pocos, había leído y aprendido bastante, se afanaba por lograr el propio conocimiento y le encontraba harto oscuro.

Las doctrinas de esto que llaman teosofía, novísimas en Europa, aunque antiquísimas en la India, no habían aportado aún por Villalegre, y doña Inés no podía, fundándose en ellas, suponer que su ser íntimo constaba de siete diversos principios: pero doña Inés sabía que Platón daba,   -267-   sobre poco más o menos, tres almas a todo ser humano. Haciéndose, pues, platónica, se puso a sospechar que ella tenía tres almas.

Confirmó su sospecha y casi la convirtió en certidumbre el ver que, lejos de tener algo de herético aquel pensamiento, concordaba en cierto modo con la más sana y católica filosofía.

Uno de los libros que con frecuencia y gusto leía doña Inés era el que escribió el iluminado y extático varón fray Miguel de la Fuente acerca de Las tres vidas del hombre. De aquí que no titubease doña Inés en imaginar que tenía tres vidas. Yo también lo imagino, y casi me atrevo a darlo por seguro. Sólo de esta suerte atino a entrever el tenebroso enigma de su figura moral y de su extraña condición y naturaleza.

Había en doña Inés tres energías o poderes distintos, escalonados y sobrepuestos, ora de acuerdo los tres, ora independientes y en guerra, aunque formando, durante esta vida mortal, la unidad inseparable de su singular individuo.

Para cada uno de estos poderes se había buscado doña Inés un ministro, o si se quiere, una ministra. Para su alma sensual, que entendía y se empleaba en las cosas y negocios corpóreos y vulgares, tenía a Crispina, que la ponía al corriente de todos los sucesos del lugar sin elevación ni trascendencia. Para su alma sentimental, concupiscible, irascible y discursiva; para su facultad y aptitud de aborrecer, amar y calcular, sobre todo en relación con lo temporal y visible, tenía a la discreta criada Serafina. Y para el alma   -268-   pura o ápice del alma, para la suprema porción del entendimiento y del afecto, porción toda espiritual y divina, simple inteligencia o mente, había estado doña Inés sin ministra durante largos años, hasta que por último la había hallado o la había creído hallar en Juanita la Larga, a quien tan injustamente despreció y odió de oídas y al verla por vez primera.

Fue como perla que se descubre en un muladar y que se estima más cuando el que la descubre se persuade de que es fina. Fue como flor hallada en tierra inculta, fuera de la cerca del huerto que se cultiva, y que por eso mismo sorprende y enamora más, celándola quien la posee por el temor de que la huelle y pisotee, a su paso, algún animal inmundo.

Así se comprende, en mi sentir, el amor y el celoso cuidado con que doña Inés miraba a Juanita, que era ya para ella lo más ideal de cuanto podía concebir en lo humano.

Tal vez doña Inés reconocía con dolor que su propia alma suprema se había inficionado e impurificado un tanto por culpa de circunstancias exteriores que habían hecho prevalecer y triunfar en varios puntos las otras dos almas, inferior y media. Y a fin de que no se le inficionase también el alma pura y superior de la amiga y ministra que había encontrado y que era su regalo y consuelo, quería doña Inés que Juanita fuese monja o sea trasplantar la flor del campo abierto y sin defensa al huerto cerrado y defendido; pero como al propio tiempo se complacía y deleitaba   -269-   con tener a Juanita cerca de sí, vacilaba aún y retardaba el día en que pensaba obligar a Juanita a retirarse al claustro.

En el momento presente de nuestra historia, prevalecía en doña Inés el empeño de empujar a Juanita hacia el monjío. Preveía para ella peligros inminentes y ansiaba salvarla, aun a costa de privarse de su agradable presencia y de su dulce trato.

Se comprenderá qué clase de peligros temía la señora de Roldán, si echamos una ligera ojeada retrospectiva y ponemos al lector en antecedentes.

Dios me libre de ser calumniador y de pecar de malicioso. Quizá fuesen ponzoñosas hablillas de la malvada lengua del boticario, a lo que parece, acérrimo enemigo de Serafina.

Serafina, que era también burlona y maldiciente, murmurando y haciendo mucha befa, había referido por todas partes que la hija menor del escribano, de cuya mala salud y ruin catadura se ha dado ya cuenta, estaba prendada del boticario y le deseaba como marido, aunque sólo fuese para no ser menos que su hermana mayor doña Nicolasita, la cual iba pronto a casarse con Pepito, el hijo del albardonero, famoso doctor en leyes. Sólo se aguardaba para celebrar la boda que el diputado sacase al novio un empleo de diez o doce mil reales que le habían pedido hacía mas de un año. Doña Nicolasita estaba más impaciente que nadie; echaba mil maldiciones al diputado, decía que no servía de nada y conspiraba   -270-   para que en las próximas elecciones eligiesen a otro que sacase empleos con más facilidad y prontitud.

Entre tanto, o de veras o fingiéndolo, había enfermado su hermana menor, y el boticario, que con permiso del médico, visitaba también y tenía bastantes igualas, era quien asistía a la enfermita, y tenía que visitarla dos veces al día o por lo menos de diario. Don Policarpo no se daba por entendido de la verdadera enfermedad y distaba mucho de querer aplicarle el conveniente remedio. La iguala que tenía con el escribano era de las más cuantiosas del lugar: cada año cincuenta reales. Esto, no obstante, le parecía muy poco para pagar tanta visita: por lo cual, según Serafina, el boticario buscaba compensación recetando mucho y obligando al escribano a gastar su dinero en potingues de los que él elaboraba en su casa.

Yo me inclino a presumir que, ofendido el boticario por las burlas de Serafina sobre el mencionado negocio, divulgó contra ella lo que voy a contar como me lo han contado, sin responder de que sea verdad, exageración o mentira.

El Imparcial, 25 de diciembre de 1895

A lo que parece, D. Álvaro Roldán, que andaba antes extraviadísimo, lejos de su casa, muy a menudo en otras poblaciones, entregado a mil liviandades y francachelas, y gastándose los dineros con doncellitas andantes que hospedaba en sus caserías, se había vuelto sedentario, casero, morigerado y mucho más económico. El pícaro del boticario colgaba a Serafina el milagro de   -271-   esta conversión, y aun se atrevía a sostener que la señora doña Inés hacía la vista gorda y no se percataba7 del tal milagro, cuya comodidad y baratura no podía menos de celebrar en el fondo del alma.

Como quiera que fuese, la verdad es que Serafina, que jamás notó que D. Andrés persiguiese a Juanita, aunque si lo hubiera notado no lo hubiera dicho, porque no le convenía decirlo, notó muy bien los atrevimientos de D. Álvaro y sus persecuciones a Juanita, y enojada y temerosa de una usurpación de atribuciones, acudió a doña Inés con el soplo.

Al principio no dio doña Inés grande importancia a la acusación; pero en aquellos últimos días la renovó Serafina con tal vehemencia e insistencia que doña Inés se puso sobre ascuas. Se puso como se pondría apasionada jardinera si viese que un sapo u otro bicho feo y vicioso trataba de deshojar o marchitar la planta florida que más la deleitase.

Doña Inés estaba furiosa contra el sapo y llena de miedo también de que, interviniendo el diablo, que todo lo añasca, pudiese conseguir el sapo su detestable propósito. La misma inocencia de Juanita y la libertad y el abandono en que vivía, sin el arrimo y el consejo que suele prestar la prudencia de una madre, aumentaban el sobresalto de doña Inés. De aquí que ahora estuviera impaciente por consumar su sacrificio de separarse de la muchacha enviándola a un convento cuanto antes mejor.



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- XLI -

De harto mal talante, y a fin de no faltar a la costumbre convertida ya en deber, Juanita acudió a casa de doña Inés para las lecturas y coloquios que ambas tenían a solas.

Aquella tarde no hubo lectura, a pesar de los nuevos libros devotos que doña Inés había recibido.

La agitación de la ilustre señora no le consentía leer ni tratar de nada que no estuviese en inmediata relación con el punto o que no fuese el punto mismo que la traía tan inquieta y azorada.

Lo que hizo doña Inés fue extremarse con Juanita en demostraciones de cariño. Ella misma se calificó de pastora y apellidó a Juanita inocente cordera, dándole a entender, casi con lágrimas y con entrecortados suspiros, el fundado temor que la afligía de verla entre las uñas y los dientes del lobo. Persistiendo en su metáfora pastoril, exclamó:

-Sí, hija mía; mi dolor sería inmenso si por   -273-   imprevisión y descuido te dejase yo caer entre las garras de la infame bestia que anhela devorarte y viese el cándido vellón de la cordera teñido en sangre y manchado con la impura baba del monstruo. Es menester que yo te defienda y te ponga en salvo. Por mí sola no puedo vigilarte. Lo que puedo hacer y haré es conducirte pronto al redil, donde irás dócil y estarás segura. No acierto a encarecer, ni tú acertarás a figurarte cuán inmenso será mi sacrificio al separarme de ti, porque eres mi consuelo y mi encanto. Pero Dios quiere que nos separemos, y tendré que conformarme con su voluntad.

Juanita, más sorprendida que asustada, abría mucho los ojos y no sabía qué responder ni qué pensar de todo aquello. Seguía silenciosa y sólo decía para sí.

-¿Qué monstruo será este que según doña Inés trata de devorarme? ¿Sabrá ella que don Andrés me persigue y me solicita, y le llamará por eso monstruo e infame bestia? Como quiera que ello sea, yo no me atrevo aún a decirle que no me da la gana de ir al redil y que fuera de él, y sin pastora ni nada, ya cuidaré de que no me coma el lobo. Lo mejor, por lo pronto, es callarme y aguantar sus majaderías. El redil está lejos aún y ya tendré ocasión de sublevarme, de arrancar el cayado de manos de la pastora, y hasta de sacudirle con él si se obstina en guiarme y en disponer de mí a su antojo.

Con esta bien meditada resolución, Juanita no respondía sino con gruñidos dulces y con términos   -274-   vagos a los apasionados discursos de su bella amiga y protectora.

La paciencia de Juanita iba, sin embargo, agotándose. Bien podríamos asegurar que a Juanita no le quedaba ya paciencia ni para veinticuatro horas. Mucho le dolía no sacar al fin la menor ventaja de su sufrimiento y de su disimulo durante año y medio, y tener que retroceder al estado de guerra y a la situación en que después del sermón del padre Anselmo se había colocado. Por esto determinó sufrir aún y esperar hasta el siguiente día.

Después de despedirse de doña Inés, a las siete de la noche, para volver a su casa, Juanita se encontró en la antesala con el Sr. D. Álvaro, el cual vino hacia ella con suma galantería y le dijo:

-Ingrata, cruel hechizo de mi vida, ¿por qué eres tan tonta y tan terca? Quiéreme y amánsate. No sabes lo que te pierdes con no quererme.

-¿Qué he de perder yo, so peal? -contestó Juanita dándole un bufido, porque allí no había la menor razón para que ella refrenase su cólera.

Bajó las escaleras, y antes de salir a la calle se encontró en el zaguán con D. Andrés, que estaba aguardándola en acecho y que intentó retenerla asiendo su cintura.

Con ligereza se escapó Juanita sin que D. Andrés la tocara, y se puso en la calle de un brinco. D. Andrés la siguió.

-Déjeme en paz V. E. -dijo ella-; no sea pesado, no sea imprudente. Mire que puede salirle mal este juego.

  -275-  

-¡Hola, hola! ¿Te me vienes con amenazas?

-No son amenazas: son advertencias amistosas, Sr. D. Andrés. Yo no pretendo asustarle, sino persuadirle de que tiene ya dueño lo que V. E. pretende poseer por un liviano capricho o por el antojo de un momento.

-No quiero yo -replicó D. Andrés con insolencia- privar al dueño de su propiedad. Imagínatela como un hermoso jardín. ¿Dejará de ser suyo y perderá el jardín su lozanía y sus primores porque un forastero de buen gusto y sigiloso entre en él por algunos momentos o de vez en cuando y goce de sus flores, de su verdura y de sus galas?

-Señor D. Andrés, el jardín de que aquí se trata no tiene verdura, ni flores, sino para su amo. Para los demás, sin excluir a V. E., sólo tiene ortigas, aulagas, cadillos y cardos ajonjeros. Con que así no sueñe V. E. con entrar en él para deleitarse, porque se expone a quedar preso y pegado con el ajonje, y a salir respingando, picado por las ortigas y todo cubierto de pinchos y de púas.

Mientras hablaba así y mortificaba a D. Andrés, Juanita apretaba el paso, y cuando estuvo ya cerca de su casa dio una carrerita, llegó a ella, abrió a escape con la llave que guardaba en el bolsillo y cerró la puerta de golpe.

Tratando de distraer su mal humor, Juanita se puso a coser con precipitación, como si tuviese que terminar una tarea.

Rafaela, la vieja criada, entraba y salía con frecuencia en la sala baja donde se hallaba Juanita;   -276-   y abandonando la cocina dejaba ver que tenía mucha gana de enredar conversación con la joven. Le habló varias veces, pero distraída Juanita por sus pensamientos, sólo respondía con monosílabos, sin dar pábulo a la conversación, y la conversación espiraba.

Rafaela se quedó una vez mirando en silencio la costura de la joven, y luego dijo:

-¡Ay, niña, qué pena me da de verte tan afanada trabajando siempre! Tu madre también trabaja mucho. ¿Y qué ganan ustedes con esto? Muy poco. El trabajo de las mujeres está muy mal pagado. Es casi imposible el ahorro. Lo comido por lo servido. Vienen las enfermedades y la vejez y traen consigo la miseria. Entonces solemos arrepentirnos de no haber sabido aprovechar la juventud y de haber desperdiciado las buenas ocasiones.

-Veo que estás muy sentenciosa, Rafaela -interpuso Juanita-. ¿Qué quieres indicarme con eso?

-Pues quiero indicar que tú vives con mil apuros, te cansas la vista y te estropeas las manos trabajando, y dejas que tu madre trabaje también como un azacán. Y todo, ¿para qué? Para vivir pobremente, comer mal y andar por esas calles hecha un guiñapo, cubierta la cabeza con un mantoncillo de mala muerte, cuando, si tú quisieras, podrías ir vestida como una reina y ser la envidia de las mas encopetadas y ricas señoras de este lugar, sin que la propia doña Inés dejara de contarse en el número de las envidiosas.

  -277-  

-¿Y cómo he de hacer yo ese milagro? -preguntó Juanita.

-Nada hay más fácil -contestó Rafaela-. Estamos solas, y te hablaré sin rodeos. Hay un hombre, el más poderoso del lugar, que se pirra por tus pedazos. Con tu sandunga le tienes embobado, y con tu desdén le tienes frito. Todo depende de ti. Deja de ser arisca, pronuncia una sola palabra, y tendrás cuanto quieras.

Disimulando su enojo con una sonrisa, dijo entonces la muchacha:

-¿Y qué palabra es esa que he de pronunciar? ¿Qué conjuro es ese que ha de poner en mis manos por arte mágica tan pasmosas riquezas? ¿Quién es el hechicero que acudirá a mi evocación y que será tan generoso conmigo?

-Pues, quién ha de ser, niña -contestó Rafaela, animada al ver o al imaginar que se recibían sin enojo sus insinuaciones-. ¿Quién ha de ser sino el propio Excmo. Sr. D. Andrés Rubio?

-¿Y por dónde lo sabes tú? ¿Quién te encomendó que me vinieses con ese recado?

-Me lo encomendó... nada más natural... el confidente de D. Andrés. Me lo encomendó Longino.

-Ahora lo comprendo: como Longino es tan bromista ha querido darnos una broma; porque supongo que no me tomará por Cristo ni pensará en darme una lanzada.

-Ni lanzada ni broma. Longino te mira con el mayor respeto porque eres el ídolo de su señor   -278-   y pretende con toda seriedad que recibas a su señor en tu santuario.

-Pues mira, Rafaela -contestó Juanita- di a Longino con toda seriedad también, que es un galopín sin vergüenza, y que él y su amo se vayan a escardar cebollinos.

-No te alteres, hija; no te subas a la parra -dijo Rafaela al ver enojada a Juanita-. ¿Qué se pierde ni qué ofensa se te hace en tentar el vado?

El Imparcial, 28 de diciembre de 1895

-Mejor será que tiente usted al diablo, tía bruja. Arre, fuera de aquí: móntese usted en el escobón y trasponga al aquelarre.

-No es para tanto furor. Yo te lo proponía por tu bien y sin interés alguno. De desagradecidos está el infierno lleno.

Rafaela se fue a la cocina refunfuñando.

Juana volvió poco después de casa del cacique.

Juanita siguió guardando silencio sin decirle nada de lo ocurrido.

Aquella noche estuvo Juanita inquieta y desvelada. Su orgullo, en su sentir humillado, le hería el corazón y no la dejaba dormir. ¿Con que no podría ella, por sí misma y libre, hacerse respetar? ¿Sería menester acudir a don Paco para que la defendiera comprometiéndose? ¿Tendría razón doña Inés en aconsejarle que fuese monja? ¿Eran tan viles sus antecedentes que no podría ella ser estimada y acatada sino bajo la protección y tutela de un hombre generoso que le tendiese la mano y la sacase del fango en que al parecer había vivido?

Estas y otras semejantes reflexiones atormentaban   -279-   horriblemente a la muchacha y espoleaban su soberbia.

Triste y ojerosa se levantó apenas fue de día.

Dos o tres horas estuvo cavilando, rabiando y formando distintos proyectos.

Varias veces pensó en ir a ver a D. Paco, a quien había prohibido venir a verla hasta las diez y media de la noche, y a quien se había propuesto no ver antes. Pensó contarle la insolente pretensión de D. Andrés para que D. Paco le tuviese a raya; pero pronto desistió de tan cobarde propósito.

Al fin, como Juanita era muy devota, tomó su mantón y se fue a rezar a la iglesia, esperando encontrar allí inspiración y consuelo.

Juana se había ido ya de nuevo en casa de don Andrés a continuar en sus ocupaciones culinarias y en sus preparativos de la gran cena.

No ya esta vez en la iglesia de la Soledad, que está en lo alto del cerro, sino en la nueva parroquia, antiguo convento de Santo Domingo, donde fue tan maltratada por el sermón, Juanita estuvo rezando fervorosamente, durante mucho tiempo.

Al salir de la iglesia para volver a su casa, se encontró con Longino de manos a boca. Longino se acercó a ella, la saludó con socarrona finura y le dijo en voz baja, casi al oído:

-No sea usted tan dura y tan sin entrañas. No deje morir a quien se muere por usted de mal de amores. Déle la cita que humildemente le pide.

  -280-  

Juanita dio un paso atrás como quien se aparta de objeto que le inspira asco y lanzó a Longino una mirada de soberano desprecio.

Longino no la comprendió.

Después, con todo el sosiego y con toda la frescura de quien ha tomado una resolución firme y sabe lo que dice y lo que hace, Juanita contestó:

-Diga usted a su amo que le aguardo esta noche, en mi casa a las ocho en punto. Rafaela abrirá la puerta. Yo estaré sola en la sala alta.



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- XLII -

Don Paco pasó varias veces aquel día por la puerta de la casa de Juanita; pero no se atrevió a entrar en ella antes de la hora convenida.

Aunque Juanita le vio, no quiso llamarle, ni hablarle, tal vez por temor de revelar involuntariamente cosas que quería tener calladas.

Hasta las cuatro de la tarde estuvo sin salir de casa, cosiendo con la mayor tranquilidad.

Entonces llamó a Rafaela y le dijo:

-Oye, Rafaela: he mudado de opinión. Tus razones me han convencido. Esta noche recibiré al Sr. D. Andrés. Ya está avisado, y creo que no faltará. Está a la mira tú; ábrele, si es posible, antes de que llame, y dile que suba a la sala alta, donde yo le aguardo. Tú no subirás ni acudirás, suceda lo que suceda. Hasta que no vuelva mi madre ha de parecer como si no hubiese nadie   -282-   en esta casa sino yo y el Sr. D. Andrés. ¿Me has comprendido?

-Te he comprendido y haré como lo dices -contestó8 Rafaela.

En seguida se marchó Juanita a pasar la tarde con doña Inés, según tenía de costumbre.

Con gran devoción y serenidad leyó a su madrina no pocas devociones y rezos propios de la Semana Santa en que estaban.

Quiso en seguida doña Inés preparar y adoctrinar a Juanita para el monjío, y echando mano a las obras del padre maestro Juan de Ávila, a que ella era muy aficionada, le leyó, con comentarios y anotaciones de su cosecha, párrafos y aun capítulos enteros del muy edificante tratado que el mencionado padre escribió para una monja, explanando profundamente aquellas palabras del santo rey David, que dicen: Oye, hija, e inclina tu oreja y olvida tu pueblo y la casa de tu madre (aquí ponía doña Inés madre en vez de padre para que viniese mejor a cuento) y codiciará el rey tu hermosura. Claro está que este rey era Cristo, con quien quería doña Inés que Juanita se desposase.

En extremo alabó y ponderó doña Inés los elevados pensamientos de Juanita; pero añadió que a pesar de esos pensamientos elevados, podían brotar en su alma imaginaciones feas de cuyas importunidades y peligros debía defenderse.

El engreimiento y la soberbia son muy malos, enojan mucho al cielo, y tal vez hacen que el cielo, para castigarnos, para humillarnos o para probarnos   -283-   mejor, permita que los enemigos del alma le den feroces ataques en la parte baja, mientras que su porción elevadísima se cree punto menos que glorificada y en íntimos coloquios y en unión estrecha con lo divino. Así Moisés, para ejemplo de esto, se hallaba en la cumbre del Sinaí conversando con el Altísimo, y la plebe entre tanto se le alborotó allá abajo y se puso a adorar los ídolos y se entregó a liviandades y torpezas. En vista de lo cual, doña Inés aconsejó a Juanita que desconfiase de sus bríos, y que no se juzgase muy aprovechada y segura de su poder sobre la plebe sediciosa, ni muy adelantada en el camino de la perfección, pues aunque siguiese el camino, bien podían estar emboscados cerca de él y salirle al encuentro ladrones que intentasen robarle la joya de la castidad. Para la custodia de esta joya, tanto o más que la fortaleza, importan la modestia y el constante cuidado.

Conviene no desechar el temor de perderla, y conviene huir del peligro, porque quien ama el peligro en él perece.

Como doña Inés era muy elocuente y los puntos susodichos se prestan a variadas amplificaciones, el discurso de doña Inés, interrumpido a trechos por Juanita, más que para cortarle para avivarle, duró hasta después de las siete, que era lo que Juanita deseaba.

Cercana ya la hora en que había citado a don Andrés, Juanita consideró indispensable hacer a su amiga gravísimas revelaciones.

-He oído con la debida atención -dijo la muchacha-   -284-   todo lo que acabas de decirme, y te confieso que estoy atribulada y amedrentada.

-¿Y cuál es la causa, hija mía, de tu tribulación y de tu susto?

-Pues... fuera vergüenza... a ti, que eres mi guía, debo confesártelo todo. Tus consejos y advertencias de hoy vienen ya tarde. El engreimiento y la soberbia se han apoderado de mí y me han hecho pecar acaso mortalmente.

-¿Y cómo es eso? -interrumpió doña Inés, sorprendida y sobresaltada.

-Te diré la verdad -contestó Juanita-. Yo no he querido huir del peligro, sino buscarle y arrostrarle para triunfar de él. No he querido siquiera considerarle peligro y le he despreciado. Es más, la necia y constante amenaza me ha hecho perder la paciencia, y yo misma, para acabar de una vez, he emplazado, citado y llamado a singular combate al enemigo, que me tiene ya frita y harta de oír sus bravatas y provocaciones.

-No te entiendo, explícate bien; ¿de qué bravatas hablas? ¿Quién es el enemigo que te provoca?

-Es el enemigo un caballero principal, tan audaz como rico, el cual entiende que no debe haber obstáculo que se le oponga ni voluntad que se le resista.

Muy poética y elevada idea daban las palabras de la muchacha del caballero su enemigo; pero doña Inés supuso que la elevación y la poesía eran obra de la imaginación de la muchacha; y despojando el concepto de las mencionadas cualidades,   -285-   pensó reconocer en él, sin la menor duda, a su marido D. Álvaro, de cuya pretensiones estaba ya informada por Serafina, y de cuyos atrevimientos andaba recelosa. Por algo a modo de pudor no excitó a Juanita a que pronunciase el nombre del atrevido. Ella creía saberle sin que Juanita le pronunciara.

Inquieta doña Inés, procuró investigar lo que más le importaba y dijo:

-¿Pero qué cita es esa a que aludes? ¿A qué duelo, a qué singular combate te preparas?

-Haré un esfuerzo -replicó la muchacha-; todo, todo lo sabrás, aunque me condenes por audaz o me tengas por loca. El hombre de que te he hablado me asedia, me acosa, y viene a mí en la calle, en la iglesia y en tu misma casa, y me hace las más insolentes proposiciones. Espera deslumbrarme y seducirme y que le rinda mi albedrío. La fatuidad con que él presume y se jacta de lograr todo esto me ha humillado, me ha vejado y me ha ofendido. Quiero vengarme, y me vengaré. Quiero desengañar a ese hombre, y le desengañaré con el más duro desengaño. Por sí mismo y por medio de viles terceros se obstina en que yo le reciba a solas en mi casa y me pide una cita. Cansada yo de negársela, sin conseguir que desista, que me respete, que forme de mí la opinión que debe y que me trate como se trata a una mujer honrada, he accedido a la cita para que venga y vea y sepa quién soy, y para tratarle como merece.

El Imparcial, 28 de diciembre de 1895

-¡Animas benditas! -exclamó doña Inés poniéndose   -286-   las manos en la cabeza-. Tú no sabes lo que has hecho. Eso es aventuradísimo. Aunque sepas resistir, aunque no caigas en la tentación ni peques, ¿no ves que te expones a echar tu reputación por los suelos y a que ese malvado seductor te venza, y si no te vence, se vengue de ti deshonrándote y suponiendo que logró lo que deseaba? ¿No adviertes cuán indecoroso es para una doncella conceder esas citas aun cuando sea con el fin de quedar en ellas triunfante? ¿Qué horrores no estará él pensando de ti desde el momento en que le concediste la cita? Es indispensable que le envíes a decir que te arrepientes y que la cita ya no tendrá lugar.

Juanita conoció que el momento era llegado en que tenía que echar a rodar su humildad y obediencia, declarándose independiente de su maestra y amiga y manifestando lo enérgico e indómito de su voluntad, que a nada ni a nadie se doblegaba.

Puesta en pie y yendo hacia doña Inés, le dijo:

-Tú no me conoces todavía. Yo no me arrepiento ni cejo. Bueno fuera que creyese el tal señor que yo había tenido un momento de debilidad y que luego me había arrepentido. ¿No adviertes que de ese modo me confesaba yo culpaba, si no del delito, del conato? No, yo no soy débil. Tú te has empeñado en creerme cordera y soy leona. Por el extraño afecto que me has cobrado, me requiebras y crees lisonjearme comparándome a la Sulamita y llamándome suave y graciosa como Jerusalén. Ya verás tú que también   -287-   soy terrible como un escuadrón de caballería que carga a galope sobre el enemigo.

Juanita, cerca ya de doña Inés, la fascinaba, mirándola con ojos felinos, cuya luz roja parecía mezcla de fuego y de sangre.

Luego prosiguió:

-¿Y qué decoro es ese al que me recomiendas que no falte? ¿Quién reconoce ese decoro en la mal nacida como yo, en la hija de una mujer que lava mondongos y hace morcillas para ganar su sustento? Todos me menosprecian, me tratan mal y piensan peor de mí. Hasta ahora lo he sufrido, pero ya se me agotó el sufrimiento. He de ser atroz, si es necesario. En los mismos libros que tú me has hecho leer no se ensalza sólo la servil mansedumbre de Ruth, sino más, si cabe, la ferocidad de Judith, que degüella al capitán de los asirios, y la espantosa hazaña de Jahel, que atraviesa con martillo y clavo las sienes de Sisara.

Notando Juanita que doña Inés se asustaba un poco al verla y al oírla tan bárbaramente bíblica, prosiguió sonriendo:

-Pero no te apures ni te sobrecojas. No será menester tocar en tales extremos: no llegará la sangre al río. Aunque será severa la lección que yo dé, no pasará a ser tragedia, y quedará en sainete.

-Pero ¿qué piensas hacer, hija mía? ¿Qué frenesí es el tuyo? -preguntó doña Inés muy conmovida y cariñosa.

-Ya lo verás si quieres -contestó Juanita-.   -288-   Todo lo tengo pensado: mas no has de saberlo como no lo veas.

-¿Y cómo? ¿Y dónde?

-Ven conmigo a mi casa. Sólo faltan algunos minutos para que llegue la hora de la cita. Con tu presencia me infundirás valor.

-Eso ya es otra cosa -respondió doña Inés.

Doña Inés pensó, sin duda, en el rato de gusto que iba a tener contribuyendo a chasquear a don Álvaro, que acudiría muy ufano a la cita y se encontraría en ella a su austera consorte.

En efecto; si el lance pasaba así, más que tragedia sería sainete.

Doña Inés perdió el miedo y sintió la irresistible tentación de ver el sainete y aun de hacer en él uno de los principales papeles.

-Está bien, Juanita -dijo-. Iré en tu compañía y te prestaré mi auxilio. Muy fina prueba de mi amistad te daré con esto, porque yo también puedo comprometerme.

-Entendámonos -repuso Juanita-. Yo no quiero tu auxilio. ¿Qué mérito tendrá entonces mi victoria? Tú no te comprometerás, porque te quedarás escondida y nadie sabrá que has estado en mi casa. Y tampoco te expondrás a ningún percance porque verás los toros desde el andamio.

-Sí..., pero explícate... no me hagas ir a ciegas... explícate.

-Se va a pasar la hora. Urge ir a mi casa. No hay tiempo para darte explicaciones ni tú las necesitas. Ea, despáchate. Toma un mantón; échatele   -289-   bien a la cara para que no te la vean. La gente anda embelesada con la procesión que probablemente termina en este momento y no reparará ni en ti ni en mí.

Y hablando de esta suerte, la misma Juanita buscó un mantón, se le puso a doña Inés en la cabeza y llevándola por delante de sí, la empujó y la hizo andar.

Dominada doña Inés por aquella imperiosa criatura, se dejó llevar por ella.

Ambas llegaron a casa de Juanita. Ésta, para que Rafaela no viese que entraba en su casa acompañada de otra persona, abrió la puerta con la llave que tenía en el bolsillo.

Las dos mujeres, calladas y de puntillas, subieron a la sala alta.

Faltaban ya pocos minutos para dar las ocho.

La alcoba en que dormía Juanita no tenía más luz que la que entraba por un ventanillo redondo, abierto sobre la puerta de la alcoba que daba salida a la sala. En ésta, y no en la alcoba, donde no había espacio bastante, se lavaba, se peinaba y se vestía Juanita todas las mañanas. En la alcoba apenas había más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario para vestidos y tres sillas.

Juanita llevó a doña Inés a la alcoba.

-Tú, subida en una silla, verás por ese ventanucho todo lo que pase. Acaso tengas no poco de que admirarte y de que reírte.

Dicho esto, salió Juanita de la alcoba, y dejó en ella a doña Inés como presa, cerrando de súbito la puerta y echando por fuera la llave.

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-¿Qué haces? -exclamó doña Inés-. ¿Qué necedad es la tuya? ¿Por qué me encierras?

Juanita contestó riendo:

-Te encierro para estar segura de tu neutralidad. No te quiero por aliada, sino por testigo. Cállate y mira.

Doña Inés, bastante enojada, replicó todavía:

-Ábreme. ¿Tendré que arrepentirme de haberme fiado de ti? ¿Qué burlas son éstas?

-Perdóname, perdóname -dijo Juanita con voz suplicante y dulce-. Tú eres mi madrina, mi protectora, y yo no quiero ni debo burlarme de ti. No dudes que conviene lo que hago. Cállate por Dios. Ten prudencia. Mira y observa sin hablar. Cállate. Oigo ruido. Nuestro hombre ha entrado en casa. Ya sube por la escalera. Chitón. Si él sospecha que hay alguien ahí, darás un escándalo y harás una tontería.

Doña Inés se resignó y se calló.

Pocos segundos después entró D. Andrés Rubio en la sala.



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- XLIII -

Juanita no se arrepentía nunca de lo que había hecho, después de haberlo reflexionado bien o mal; pero si su voluntad era firme y hasta terca, su entendimiento vacilaba y cambiaba a menudo, porque sucesivamente, cuando no al mismo tiempo, veía el pro y el contra de todas las cosas.

Al hallarse en presencia de D. Andrés, la asaltaron dudas y sintió algo como remordimiento.

-¿Hasta qué punto, pensó, me puedo permitir la burla que quiero hacer a este hombre, y hasta qué punto se la tiene merecida? ¿He sido suficientemente acosada para llegar a este extremo?

Como si ella misma se contestase, y sin dar tiempo a que D. Andrés dijese palabra, Juanita habló de esta suerte:

-Perdóneme V. E. Sr. D. Andrés, si le he atraído a mi casa con algo que puede calificarse de engaño. Me pidió V. E. una cita amorosa y yo se la he concedido...

  -292-  

-Pues entonces, dijo D. Andrés, no es mi perdón sino infinitas gracias lo que tengo que darte.

-Así sería, dijo la muchacha, si yo, desmintiendo la lealtad de mi carácter, no hubiese en esta ocasión engañado a V. E.

D. Andrés era hombre de mucha calma y de bastante mundo. Presumió que la muchacha quería hacerse valer, ir cediendo poco a poco y no declararse desde luego vencida. Tomó, pues, una silla y se sentó con mucho reposo apercibiéndose a oír lo que la muchacha dijese y hasta a contestarle discutiendo tranquilamente con ella. Aunque la discusión y el coloquio durasen media hora, serían el andante de un dúo y harían más vivo y más grato el allegro que vendría después.

Echados estos cálculos y ajustando a ellos su conducta, D. Andrés dijo:

-Veo con sorpresa que he venido a hacer aquí el extraño papel de tu confesor. Te me confiesas desleal y engañosa. ¿Qué quieres? Feos pecados son esos, pero la pecadora es tan bonita que yo la perdonaré y la absolveré si se arrepiente.

-De nada tengo que arrepentirme. Lo que he hecho, lo he hecho porque no podía por menos. V. E. me perseguía, me comprometía, me exponía y se exponía a sí mismo a tener un lance con mi novio. He sido leal y no he ocultado a V. E. que tengo novio y que le quiero y que por nada y por nadie del mundo le faltaré nunca. V. E. ha sabido por mi boca que ese novio mío es su amigo de toda la vida. Si él debe a V. E. muchos favores,   -293-   también V. E. excelencia se los debe. Y si esto no le arredra y si no desiste de perseguirme y de solicitarme, ¿quién es aquí el desleal y el engañoso: V. E. o yo?

-No hay de mi parte, contestó D. Andrés, ni deslealtad ni engaño. El lazo reciente que a don Paco te une, bien puede desatarse con la misma prontitud con que se ha atado. Ni a él ni a ti os conviene. A él y a ti os sirvo y os valgo interviniendo para que el lazo se rompa. Quizás le dolería a él por lo pronto, pero más tarde me lo agradecería. Más tarde sentiría la satisfacción de verse libre de un absurdo compromiso.

-El compromiso, exclamó Juanita enojada, no es ni absurdo ni repentino. Hace ya cerca de dos años que él me ama de amor; que me respeta cuando todos me desdeñaban; que me trata como a una señora y como a una santa cuando todos me juzgaban una perdida; que no ha sentido vergüenza ni ha vacilado en ofrecerme su mano y en darme su nombre; que aun viéndose desdeñado por mí, ha seguido amándome y que me ha celado, y, creyéndome pocos días há prendada de otro hombre o harto liviana para concederle favores, ha faltado poco para que se muera de pena. ¿Qué hay pues de absurdo ni de repentino en este compromiso? Yo le quiero y sería la más ingrata de las mujeres si no le quisiese. Yo le amo desde hace tiempo aunque hasta ayer no se lo he declarado y no le he dicho que soy suya. Suya soy ahora, y lo seré siempre, y sería yo muy vil si sólo con el pensamiento y si sólo por un   -294-   leve instante quebrantase la fe que le tengo prometida.

El Imparcial, 29 de diciembre de 1895

-Todo eso estará muy bien. No vengo aquí a discutirlo contigo. Ni para que tú me lo digas ni para que yo lo discuta, te he pedido yo y tú me has concedido la cita. Yo no soy un personaje ridículo y tú no tienes derecho para querer hacerme objeto de una necia burla.

-Yo estaba exasperada Sr. D. Andrés y si alguna falta hubo en mí, harta disculpa tiene. Por mi humilde cuna, por mi baja condición social, todos me despreciaban, incluso V. E. Confieso que he querido vengarme de este desprecio, y aun convertirle en aprecio, haciendo sentir a V. E. que valgo más de lo que imagina.

-Ahí está tu equivocación, Juanita; dijo don Andrés. Yo no he creído que te menospreciaba y que te humillaba al requebrarte. Sobre poco más o menos tan plebeyo soy yo como tú y tan humilde es mi cuna como la tuya. Si tu madre se emplea en adobar cerdos, mi padre, antes de hacerse rico, como arriero y como labrador, guardó los cerdos en sus primeros años, porque fue porquerizo. Con que ya ves que nada nos debemos. Ya ves que es una tontería imaginar que yo te he solicitado por la bajeza de tu extracción. Lo mismo te hubiera solicitado y te hubiera perseguido, porque me enamoras, aunque fueses una reina extraviada por estos andurriales o la princesa heredera del mayor imperio del mundo. Además tú eres libre y yo también lo soy. ¿A qué juramentos, a qué deberes hubiéramos   -295-   faltado queriéndonos? ¿Me habías tú dado seriamente parte de tu compromiso con D. Paco? ¿No podría yo suponer que era una coquetería sin formalidad ni consecuencia? Desengáñate, tú has querido mofarte de mí sin motivo alguno, tú has querido vengar en mí agravios, imaginados o reales, que otros y no yo te han hecho. A decir verdad tú debiste enamorar al padre Anselmo y atraerle a esta cita si es que la cita sigue siendo de burla. Él y no yo fue quien reprobó que te vistieses de seda. Lo que es yo aprobé y aplaudí el verte tan bien vestida. Y por mi gusto cada día estrenarías tú trajes mejores y más lujosos.

Juanita se aturdió un poco con esta no esperada salida del Sr. D. Andrés.

Casi receló que él tenía razón y que ella se había conducido irreflexiva y arrebatadamente.

Al fin habló así:

-Yo no voy a sostener ahora que he procedido contra V. E. con motivo bastante. Lo que digo es que estaba y aún estoy fuera de mí. Nada me importaría que me considerasen con la obligación de no vestirme ni de seda, ni de lana, ni de algodón siquiera, sino de esparto. Lo que me importa es que me respeten. ¿Qué segundo pecado original es el mío, que no hay bautismo que lave? ¿Qué mancha indeleble ha caído sobre mí, que no hay nada que limpie? ¿Qué vicio innato hay en mi sangre del que yo no puedo purificarla? ¿Por qué se supone tal mi flaqueza,   -296-   que necesite yo refugiarme en un convento para resistir las seducciones y los peligros del mundo? Crea V. E., Sr. D. Andrés, que aunque yo tuviera vocación de monja, la perdería si imaginase que era para huir de peligros que desprecio y que me siento capaz de arrostrar con el mayor denuedo.

D. Andrés se sonrió, halló graciosa y algo disparatada a Juanita al oírla quejarse y lamentarse de aquel modo, y le dijo con dulzura.

-Pero, hija mía, con todo eso que dices sólo me pruebas que estás quejosa de doña Inés. Quéjate en hora buena y no me hagas a mí responsable. Ni yo quiero que te metas monja, sino todo lo contrario, ni por más que miro alrededor de ti descubro los peligros que te cercan. Yo no deseo que te vengues de doña Inés ni de nadie; pero en todo caso, de ella y no de mí tendrías razón para vengarte. Y perdona, además, que sea franco contigo y que te acuse de un pecado constante y aun prolijo en ti; tu hipocresía tenaz. Ha tiempo que debiste tener el valor de no fingirte mística y devota si no lo eras, y de decírselo a doña Inés y no seguir engañándola. En tu franqueza pudo haber peligro, aunque tú le exagerabas; pero, ya que te jactas de valiente, debiste hacer cara a ese peligro sin apartarle de ti por medio de una falsía.

Juanita se mordió los labios, se compungió un poco y empezó a sospechar que en vez de dar una lección era ella quien iba a recibirla. Pronto, no obstante, se repuso. La misma dureza de   -297-   la acusación le hizo ver más clara su injusticia.

Juanita no había tomado asiento como D. Andrés. De pie se agitaba, hablaba e iba de un lado a otro.

Parándose y encarándose con D. Andrés, le dijo:

-¡Cuán injustamente me acusa V. E. de hipócrita y de falsa! ¿Qué había de hacer yo? La aprobación y el aplauso que V. E. dice que me daba, eran tan ocultos como inútiles; eran la carabina de Ambrosio. La reprobación general cayó sobre mí y sobre mi madre, y V. E. no protestó ni volvió por nosotras. Se supuso que yo era una perdida. Huyó la gente de mí para evitar el contagio como si yo tuviera la peste. Hasta ese desventurado de Antoñuelo me insultó y me abandonó. Sólo D. Paco fue constante en amarme y en respetarme. Pero, repito, ¿qué había yo de hacer? Si yo apreciaba todo el valer de D. Paco, aún no le amaba de amor. ¿Podía yo abusar entonces de su caballerosidad y tomarle por marido y por escudo, arrastrándole conmigo al basurero en que todos los del lugar me habían echado? ¿Si yo fuese en realidad una perdida o tuviese inclinación a serlo, me cree V. E. tan estúpida que ignore lo que valdría y lo que alcanzaría si a tal oficio me dedicase? Al verme en aquel humillante aislamiento, por haber querido lucir entre patanes la gallardía de mi persona, en vez de quedarme aquí y de ser hipócrita y falsa como V. E. dice, me hubiera ido a Madrid, a Barcelona, quien sabe si a París, donde se entiende lo que es hermoso y elegante   -298-   y se paga bien cuando se pone a la venta, y hace tiempo que viviría yo en un palacio y andaría en coche y gastaría en una semana más de lo que vale todo el caudal de V. E. bien vendido. ¿Pues qué ventaja he sacado yo de la hipocresía de que V. E. me acusa? Vivir con más apuros y con más miseria que antes; emplear mi tiempo en oír discursos de doña Inés y en leer con ella libros devotos, y no haber logrado hasta ahora con todo ello, sino la amistad de doña Inés que yo apreciaría infinito si ella me la diese incondicionalmente y sin sujetarme a sus tiránicos caprichos. También he logrado con mi hipocresía llamar hacia mí la tardía atención de V. E., que ahora, y no antes, me aprueba y me aplaude, pero de un modo según el cual no quiero yo ser aprobada ni aplaudida.

-Juanita, dijo D. Andrés: yo no he venido aquí a disputar contigo. Tendrás razón en estar quejosa de todo el género humano, pero de mí debes estar menos quejosa que de nadie. Mi pecado, si le hubo, fue de tardanza. No volví por ti a tiempo: ahora estoy dispuesto a enmendarme, pero quiéreme. ¿No gustas tú de que te respeten? Pues yo también gusto de ser respetado. No debo sufrir que de mí hagas tu juguete.

-Yo soy una chica de tan buen humor, que por fortuna huyo de lo trágico y todo lo tomo a risa. Y más vale así, porque mis compatricios me han desesperado tanto, que si yo lo hubiese tomado más por lo serio, hubiera sido cosa de armarme de una caja de fósforos y de una lata   -299-   de petróleo y de pegar fuego al lugar. Con que así, mejor es que yo tome a V. E. por juguete, que no que le pegue fuego.

-Prefiero el fuego a la burla que ahora quieres hacer de mí.

-Cuánto yerra al decir eso el Sr. D. Andrés -dijo Juanita casi cariñosamente. ¿Por qué ha de tenerse por burlado un hombre de noble corazón, si en vez de lograr los fáciles favores y de gozar de las compradas caricias de mujer sinvergüenza, se halla con una mujer digna y honrada que anhela merecer y obtener su estimación, que le brinda con su más fervorosa amistad y que le tiende confiadamente las manos?

Al hablar así, con verdadera efusión, Juanita tendió en efecto las manos a D. Andrés. D. Andrés las tomó entre las suyas.

Juanita apareció entonces tan confiada y tan hermosa a los ojos del cacique, que éste le dijo:

-¿Por qué tu amistad solamente? ¿Por qué no tu amor? Ambos somos libres. Amándonos no tendremos que engañar a nadie. No tendremos que disimular ni que ocultar nuestro amor como un delito, como un robo.

-Eso no puede ser, yo no amo a V. E. de amor -contestó Juanita-. Yo amo de amor a otro hombre; y desprendió sus manos de las de don Andrés, que aún las retenían.

Durante todo este coloquio doña Inés miraba por la claraboya y a menudo sentía la comezón de tomar parte en él hablando desde allí, pero el temor de lo ridículo enfrenaba su lengua.



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- XLIV -

Don Andrés perdió entonces su circunspección y su calma. No pudo contenerse más.

-Ámame, dijo.

Y se abalanzó a Juanita y la ciñó con fuerza entre sus brazos.

Juanita recordó en aquel trance toda su antigua destreza en la lucha, cuando se peleaba con los muchachos a brazo partido y los tumbaba en medio del arroyo. Ella también se abrazó a don Andrés, le puso la barba en el pecho, le empujó al mismo tiempo en sus espaldas con las manos de ella y le echó una zancadilla tan hábil que le derribó al suelo.

Con maravillosa rapidez apartó Juanita sus manos y su cuerpo del cuerpo del enemigo derribado, y quedó erguida sobre él con la rodilla derecha en tierra y con la rodilla izquierda sobre el estómago y el pecho de D. Andrés, donde pesaba y oprimía como pujante prensa de hierro.

  -301-  

Con la mano izquierda había Juanita agarrado a D. Andrés por el pescuezo para que no levantase la cabeza y con la mano derecha tenía asido su siniestro brazo.

Juanita estaba así tan guapa que se parecía, aunque sin alas, al propio arcángel San Miguel dando una soba al diablo.

El Imparcial, 29 de diciembre de 1895

D. Andrés la contemplaba con tal embeleso que apenas sentía enojo de verse vencido. Y como era hombre muy versado en fábulas y en narraciones verídicas, trajo a su pensamiento, para que quedasen eclipsadas por Juanita, a Pentesilea, a Clorinda y a Bradamante, y a otras mujeres heroicas que han florecido en el mundo, desde el Ebro, glorioso por las zaragozanas, hasta el claro Termodonte en cuyas fértiles orillas reinaron las amazonas.

Por acaso se tocó D. Andrés, con la diestra que tenía libre, en el bolsillo del chaquetón, y notó con amargura los dos medios inútiles, que en él traía, de conquista, de ofensa y de defensa. Traía allí un cartucho con veinticinco onzas peluconas de Fernando VI y de Carlos III, dignas hoy por su rareza de figurar en el más rico gabinete de numismática. Y traía asimismo el revólver de seis tiros, bien preparado y cargado; pero como hubiera sido felonía villana emplearle contra una mujer, le dejó allí reposar tranquilamente para mejor ocasión.

Entre tanto, y todo esto fue en menos tiempo que el que yo empleo en decirlo, la mencionada mano libre se hizo atrevida; pero contra todo atrevimiento   -302-   son valladar y estorbo los bríos del alma, y éstos valieron bien a la gallarda vencedora.

Al sentir el insolente conato, el rubor tiñó sus mejillas; brillaron como ascuas sus ojos; la ira trocó en espantosa su linda cara.

Aterrorizada doña Inés, sacó la cabeza fuera del ventanucho y empezó a gritar; pero nadie podía oírla, y menos aún D. Andrés que no estaba para oír ni ver cosa alguna.

Juanita le apretaba el cuello con ambas manos haciéndole sacar tres pulgadas de lengua fuera de la boca, como perro jadeante.

Harto le pesaba tener que matarle. No había previsto Juanita que pudiese llegar aquel extremo; pero, puesta en él, estaba resuelta a todo por más que le pesase.

Apeando a D. Andrés el ya inoportuno tratamiento de V. E., le dijo:

-¡Ríndete o mueres!

Nada contestó D. Andrés, porque no podía contestar. Lo que hizo fue retirar la diestra atrevida.

Aflojó entonces Juanita el dogal que tenía echado al cuello del cacique y le dijo:

-¿Te rindes a discreción? ¿Te declaras vencido?

-Me declaro vencido: haz de mí lo que quieras.

-¿Aprobarás y aplaudirás ahora que yo me case con D. Paco y serás en la boda su padrino?

-Aprobaré, aplaudiré y seré padrino en la boda.

-¿Serás además constante y bondadoso amigo   -303-   mío, sin guardarme rencor, y pagándome, como debes, la amistad pura que yo te profeso y la estimación con que te miro?

-Seré tu mejor amigo como lo mereces.

Juanita entonces se levantó de un brinco, dejando libre a D. Andrés, que se levantó también algo maltrecho, mohíno y humillado por la derrota.

Trocada así en piedad la cólera, Juanita hizo esfuerzos de imaginación, y, entre cándida y maliciosa, inventó desatinos para disimular o explicar su triunfo.

-No te aflijas, dijo. Lo que te pasa le hubiera pasado a un jayán: al propio Goliat. No soy yo quien te ha vencido sino el demonio que ahogaba a los impuros novios o amantes de la que fue luego mujer de Tobías, a fin de guardarla entera para él. Sin duda, D. Paco, que es muy devoto de San Rafael, Patrono de Córdoba, halló al tal demonio, en el desierto en que ha estado, y con el auxilio del arcángel, le desató y le envió a esta casa para que me defendiese. Por él estuviste, poco ha, y volverías a estar, si de nuevo te desmandaras, muy a punto de morir ahorcado como un zorzal entre mis dedos convertidos en percha. Pero no pienses más en eso. ¡Qué lástima si hubiera dado yo, sin querer, un día de luto a la ya entonces mal llamada Villalegre! Ahora no debemos pensar sino en el gran placer que hay en renovar amistades después de una brava batalla. Aquí no ha habido ni vencido ni vencedor. Digamos ambos a la vez, tú a mí y yo a ti:

  -304-  

Valiente eres, capitán,
y cortés como valiente;
con tu espada y con tu trato
me has cautivado dos veces.



-Tú eres mi cautivo y yo quiero ser tu cautiva, es decir, más amiga tuya que antes.

Y diciendo así, tendió de nuevo ambas manos a D. Andrés, más cariñosamente y con mayor confianza que la vez primera. Luego añadió:

Ahora vete con Dios y vuelve por aquí dentro de poco, a las diez y media, para que, en presencia de mi madre y de varios amigos, se celebren con D. Paco mis esponsales.

-Volveré como deseas. Antes de irme te dejaré aquí para el rescate de mi pariente Antoñuelo, a quien tanto o más que tú tengo obligación de proteger, los ocho mil reales que hay que dar al tendero murciano.

-Ya está arreglado eso. No necesito los ocho mil reales.

-Pues aunque no los necesites quédate con ellos, y tú y D. Paco contad con otros ocho mil más que os daré como regalo de boda.

Dicho esto se fue D. Andrés a la calle, no sin besar galantemente al despedirse la linda mano que había estado a punto de estrangularle.

Apenas salió D. Andrés, Juanita abrió la puerta de su alcoba, donde, como en chiquero, había estado doña Inés encerrada. Salió ésta de allí algo atontada y muda de espanto. Salió igualmente muy mansa y muy benigna, y aunque perdidas sus ilusiones respecto al misticismo de Juanita,   -305-   casi tan prendada ahora de su patente bizarría como antes de su misticismo, ya convertido en humo.

De todos modos, doña Inés siguió admirando la virtud de Juanita, y aun formó desde allí en adelante sobre su casta entereza un concepto muy superior al que tenemos de las antiguas heroínas que nos ponen por modelo las historias sagradas y profanas. Doña Inés, discurriendo sobre esto, pensó que al fin y al cabo Susana sólo tuvo que defenderse de dos viejos petates y no de un hombre guapo, rico y joven aún como el cacique. Lucrecia, a lo que doña Inés entendía, sucumbió aunque se mató después. Y en cuanto a Timoclea, tan ensalzada por Plutarco y a la que el macedón Alejandro concedió su admiración, todavía doña Inés tenía más que criticar, porque Timoclea, durante el saco de Tebas, no acertó a defenderse del capitán de los tracios, y sólo después le mató arrojándole a un pozo, porque aquel bárbaro le pidió dinero; de suerte que, si se le hubiera dado en vez de pedírsele, él hubiera quedado vivo y la anterior violencia impune.

Razón tenía, pues, doña Inés, en seguir admirando a Juanita; en decirle, como le dijo, que se alegraría de tenerla por madre política; en desistir con gusto de que Juanita se hiciese monja para que no eclipsase a la Monja Alférez y fuese la Monja Generala, y en ofrecerle para el regalo de su boda la cantidad que pensaba dar para la dote de su monjío.

  -306-  

Llamada por Juanita, acudió Rafaela, que se quedó estupefacta y boquiabierta al ver allí a doña Inés, a quien acompañó a su casa.

Doña Inés prometió volver con don Álvaro a las diez y media.



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- XLV -

Cuando Juanita se quedó sola, se lavó la cara y las manos, se alisó el pelo y sacó del armario el famoso vestido de seda, regalo de D. Paco.

Ella había tenido cuidado de refrescarle y de modificarle, dejándole a la moda del día. Con tela que tenía de sobra el corte y que ella había guardado, se había hecho un nuevo corpiño de medio escote, a propósito para recepciones y tertulias. Se puso este vestido, se miró al espejo y quedó muy satisfecha encontrándose bien.

Al volver Rafaela y al ver a Juanita vestida de gala, tuvo nuevo motivo de admiración.

Juanita y la criada encendieron después los tres velones que tenían, cada uno con cuatro mecheros.

Encendieron además veinte o veintidós velas de cera y lo iluminaron todo tan ricamente, que la casa parecía aderezada para una solemne fiesta.

  -308-  

A poco llegó Juana la Larga, no trastornada porque era sobria y prudente, pero algo sobreexcitada y de buen humor por haber presidido la opípara cena en casa de D. Andrés Rubio, cenando ella entre el rey David y San Pedro.

Al ver Juana la Larga la iluminación que en su casa había y cuyo fin ignoraba, receló por un instante que se había excedido en beber vino y que a causa de aquel exceso veía tantas luces.

Pronto la tranquilizó Juanita explicándoselo todo.

Juana se puso más contenta que unas pascuas.

No bien dieron las diez y media, entraron casi a la vez todos los convidados. Eran éstos doña Inés y D. Álvaro, D. Andrés Rubio, el maestro de escuela D. Pascual, el tendero murciano y doña Encarnación su mujer, el padre Anselmo y D. Paco, personaje principal de la fiesta. Venía éste hecho un brinquillo, muy bien afeitado y peinado, con la levita nueva, regalo y obra de Juanita, y en el ojal con la condecoración azul que ella le había concedido.

Todos estaban ya informados de lo que iba a suceder, unos directamente por Juanita, según ya hemos visto, y otros por medio del maestro de escuela, a quien Juanita había dado el encargo de convidarlos. No fueron, pues, indispensables, ni discursos, ni explicaciones. Reinó allí muy cordial alegría.

Rafaela, auxiliada por Calvete, a quien llamó para este fin, sirvió un delicado piscolabis. Para   -309-   los que no habían cenado o tenían suficiente capacidad estomacal, hubo chocolate con hojaldres y con tortas de aceite; y para todos, mostachones, roscos y bizcochos de espumilla con mistela y dos o tres clases de rosolis.

Cuando cundió el regocijo y se aumentó la animación de todos, Juanita los formó en círculo, asidos de las manos, y se puso a cantar con mucha gracia y con muy afinada y buena voz, aunque no había estudiado música, el célebre cantar del Conde de Cabra:


Yo no quiero al Conde de Cabra,
Conde de Cabra, ¡triste de mí!
que a quien quiero solamente,
solamente, es ¡ay!, a ti.



Al cantar es ¡ay!, a ti, Juanita miró con ojos muy dulces a D. Paco. Luego siguió cantando:


Arroz con leche,
me quiero casar
con un guapo mozo
de porte real.



Y tocando con sus manos en los hombros de cuantos había en el corro, sin excluir al cura, que la miraba complacido, Juanita fue diciendo:

-Ni con éste, ni con éste, ni con éste.

El Imparcial, 30 de diciembre de 1895

Al llegar a D. Paco, que dejó Juanita para lo último, dijo sino con éste, y le dio un abrazo muy apretado.

D. Paco la tomó por la cintura, la chilló, la aupó y la levantó a pulso dos o tres veces en el aire.

  -310-  

Todos aplaudieron y gritaron:

-¡Que vivan los novios!

Anunciada ya la boda para lo más pronto posible, los futuros esposos fueron felicitados.

El padre Anselmo, viendo que D. Andrés y los Sres. de Roldán hacían regalos muy lucidos, no quiso ser menos, hasta donde sus recursos lo consintiesen. Y con el fin de que su regalo tuviese el significado de retractación y palinodia, prometió hacer venir de Madrid un lujoso corte para un vestido de seda.

El maestro D. Pascual estaba harto mal de dineros, pero tenía buenos libros, y quiso dar inmediatamente, para regalo a Juanita, algunos tomos de la Biblioteca de Rivadeneira; entre ellos El Romancero General y las Comedias de Tirso, a cuyas heroínas era Juanita muy semejante por lo desenfadada y traviesa.

D. Ramón, que traía en cartera el pagaré para que Juana le refrendase y pusiese en él su visto bueno, en vez de dar o de prometer, recibió por lo pronto las veinticinco onzas peluconas, o sean los ocho mil reales. Pero D. Ramón se sintió estimulado a competir y hasta a vencer en generosidad a los otros. Dijo al oído a su mujer el prurito que sentía de ser generoso, y doña Encarnación tuvo que dominarse para no arañarle. La generosidad triunfó, a pesar de todo, en el corazón del tendero murciano.

-Juanita, dijo: yo te doy dos mil reales para que te merques un hermoso brazalete de oro, diamantes y perlas.

  -311-  

Al hablar así, D. Ramón devolvió a Juanita el pagaré que ella había firmado. En seguida añadió:

-Según el pagaré, tú me eres deudora de diez mil reales, y como me has dado ocho mil, me debes dos mil aún. Yo te los perdono.

La generosidad de D. Ramón fue solemnizada por toda la concurrencia con los más ruidosos aplausos.

Veinte días después de lo que acabamos de contar se celebraron las bodas de Juanita y don Paco.

Los mozos del lugar no prescindieron de la cencerrada que debía darse a D. Paco como viudo.

Él y Juanita la oyeron cómoda y alegremente desde la casa y alcoba de D. Paco, donde Juanita estaba ya, sin que hasta la una de la noche les molestase el desvelo que podía causar aquel ruido. Cesó éste al fin convirtiéndose en vivas y aclamaciones, merced a la simpatía que inspiraban los novios y a una arroba de vino generoso y a bastantes hornazos y bollos que el alguacil y su mujer repartieron entre los tocadores de los cencerros.

Así D. Paco se durmió al fin con reposo y merced al silencio, y también se durmió Juanita, a la vera suya, como mansa cordera y no como fiera leona; suave y graciosa como Jerusalén y no terrible como un escuadrón de caballería.





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Epílogo

Después de los sucesos referidos han pasado seis o siete años.

Posible es, por más que a mí me apesadumbre, que los personajes principales que en esta historia figuran a nadie interesen; pero, como yo he tenido que tratar de ellos y que describir sus caracteres, les he cobrado bastante afición, despertando en mi alma curioso interés la situación y término en que hoy se hallan.

Interrogado por mí el diputado novel a quien debo todo el relato, me ha comunicado las noticias que voy a transcribir como contera o remate, aunque los críticos lo tachen de superfluo.

D. Paco sigue gozando de la privanza del cacique y gobernando en su nombre cuanto hay que gobernar en la villa. Juanita, casada con él, le adora, le mima y le ha dado dos hermosísimos pimpollos: una niña que se llama también Juanita la Larga, tercera de este nombre y apellido,   -313-   y que promete valer tanto como su madre, porque ya es muy linda, picotera y graciosa; y un Ricardito, como su abuelo materno, que es un diablejo, ágil, robusto y bullicioso, por lo que sus padres le destinan a que sea, también como su abuelo, oficial de caballería.

Juanita no ha embarnecido. Está gallarda y bonita como siempre. Se viste de seda sin que el padre Anselmo la censure en sus sermones, y parece una princesa encantada, pues no pasan días por ella. Tampoco envejece D. Paco, porque la felicidad mantiene, conserva y hasta remoza, y él es feliz de veras.

El pobre D. Álvaro Roldán es el que está muy averiado. Hace ya tiempo que se quedó lelo, paralítico y con los dedos engarabatados. No se sabe si es falta de la lengua o de algún otro órgano del aparato vocal, pero es lo cierto que ya no puede decir ni dice sino:

-Ta, ta, ta, ta, ta.

Doña Inés le cuida con esmero y cariño de esposa; pero como es tan moralizadora y tan concionante, le reprende a menudo con suavidad.

Cuando, a pesar de su deplorable situación, a Serafina, que le cuida, la mira con ojos encandilados, y lo ve doña Inés, ésta le dice:

-¿Es posible, Alvarito, que no te abandone el demonio que te posee? ¡El vicio que huye de todo tu cuerpo se te mete en la cabeza y no te deja! ¡Da asco y vergüenza!

-Ta, ta, ta, ta, ta, contesta D. Álvaro.

Si por señas se queja del estómago o del vientre   -314-   que le muge como si tuviera allí, no una borrega, sino dos o tres becerras, doña Inés exclama:

-Si te lo tengo dicho mil y mil veces, siempre has sido un glotón de siete suelas, pero ya, hijo mío, no estás para eso. Tus fuerzas digestivas son muy pocas. Menester es que te moderes y que seas sobrio si no quieres reventar el día menos pensado.

Y D. Álvaro responde:

-Ta, ta, ta, ta, ta.

Calvete, que ha pasado de zagalón a ser un mozo muy gentil y brioso, y que es al mismo tiempo travieso y más malo que la quina, viendo que D. Álvaro no puede quejarse de sus travesuras, ya que ni habla ni escribe, se deleita a menudo en ponerle furioso.

Para ello acude a Serafina que está muy frescachona y floreciente y que sigue tan regocijada como en su primera juventud. En las barbas de D. Álvaro se pone el bellaco de Calvete a retozar amorosamente con Serafina; y D. Álvaro, fuera de sí, con espumarajos en la boca, grita como un energúmeno:

-Ta, ta, ta, ta, ta.

Y cada ta, por el tono con que D. Álvaro le suelta, parece un centón de blasfemias y una letanía de maldiciones.

Doña Inés suele acudir entonces y dice:

-¿Por qué chillas tanto, diantre de hombre? Lo que tú padeces nada vale en comparación de la hiel y vinagre que dieron a Cristo. ¿Piensas tú que chilló nunca Job en el muladar tanto como   -315-   tú chillas ahora? ¡Sufre y ganarás el cielo!

-¡Ta, ta, ta, ta, ta, -dice D. Álvaro algo resignado.

Doña Inés suele también moverse a compasión y dice a Calvete:

-¡Muchacho!, haz alguna de tus chuscadas para que el señor se distraiga y regocije.

Y contesta Calvete:

-Pues si las hago a manta y el señor rabia y chilla más. Como está tan jaquecoso...

Y exclama don Álvaro:

-¡Ta, ta, ta, ta, ta!

Se cuenta en el lugar (casi no queremos creerlo) que cuando está D. Álvaro muy mal y siente físicamente muchos dolores, arma tan incesante y fatigosa retahíla de ta, ta, ta, que aburre a todo el mundo, alborota la casa, y hace que doña Inés pierda la circunspección y la paciencia que ella suele recomendar, llegando una o dos veces hasta a decir a su marido:

-Cállate, hombre indigno, y padece por el amor de Dios, que no sin justo motivo te castiga. No te verías así si no hubieras tenido una vida tan depravada. Y al fin yo creo que te quejas un poco de vicio. Tú tienes miedo porque piensas te vas a morir. Ya, ya; bien pesado has sido para todo y me parece que vas a serlo también para morirte.

Y como don Álvaro contesta con acento muy triste:

-Ta, ta, ta, ta, ta; -el noble corazón de su esposa se enternece; y arrepentida ella de las frases   -316-   duras que se le han escapado, se acerca a don Álvaro con cariño, y para función de desagravios, le da un blando cogotacito, le pasa la blanca mano por la papada o le pega en las narices un amoroso capirotazo.

El Imparcial, 30 de diciembre de 1895

D. Álvaro sonríe consolado, y beatificado exclama:

-Ta, ta, ta, ta, ta.

Así va tirando aún el ilustre descendiente, según pretende su ejecutoria, del más heroico de los doce pares.

En cuanto a doña Inés, afirma mi amigo el diputado, que está hermosa y fresca todavía y que pudiera hacer el papel de Angélica, aunque algo metida en carnes. Conserva todas sus virtudes, incluso la prolífica, y en estos últimos años ha conseguido que los vástagos de su ilustre casa lleguen a la docena.

El cacique permanece soltero e imperando en el lugar con la sabiduría y la moderación de los Antoninos en Roma.

La señora doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua ha sufrido con resignación algunos reveses de fortuna. Entre otros ha perdido un pleito de importancia. Sus rentas han quedado reducidas a menos de la mitad. Apenas tendrá ahora doce mil reales al año. La disminución de sus rentas, en vez de disminuir, ha aumentado sus ganas de casarse. Ha buscado compañía doméstica que la consuele. Y tal vez por no encontrar partido mejor, ha apechugado con el boticario don Policarpo, el cual, si bien es feo, es inteligente   -317-   y tan gracioso que nadie debe maravillarse de que seduzca y enamore con su labia a una mujer de talento. Doña Agustina, además, se manifiesta muy ufana de haber vencido la repugnancia al matrimonio de tan pertinaz solterón, y, lo que es más trascendental, de haber traído al gremio de los fieles a aquel impío extraviado que ahora va a misa y cumple con todos los preceptos.

A lo que se presume, desde que doña Agustina empezó a mostrársele propicia, D. Policarpo discurrió sobre poco más o menos de esta suerte:

-No se comprende ni se explica cómo, por el proceso evolutivo del ser, aunque haya durado millones de años, por el concurso fortuito de los átomos, y por su fatal y ciego prurito y constante tendencia a la perfección, ha podido aparecer sobre nuestro planeta, después de prolongadísima serie de transformaciones, un mamífero tan primoroso y apetecible como doña Agustina, dotado además de claro entendimiento y de voluntad benigna, y con el portentoso don de la palabra, que le sirve para transmitir las ideas más agradables en contestación a las que salen de mi cabeza y a las voliciones de mi corazón. Acrecienta lo inexplicable de este prodigio, si no presuponemos una Providencia personal y sapientísima que todo lo dirige, el que posea aún el mencionado mamífero doce mil reales de renta y el que se vista y calce con sumo primor, elegancia y decoro, lo cual implica, por un lado, el   -318-   desenvolvimiento de la sociedad, a través de los siglos, para crear las leyes, para sostener la paz, para fomentar la agricultura y para hacer que haya herencia y propiedades individuales; e implica, por otro lado, según se comprende muy bien cuando se estudia la economía política, la multitud de milagros del comercio, de la industria, de las artes textiles, indumentarias y de curtido de cueros, y otras mil agudas invenciones, como la división del trabajo y como el objeto que vale por sí y representa además y mide con exactitud lo que valen los otros objetos, facilitando la circulación y los cambios, sobre todo si se le añade cierto descubrimiento más sutil aún, o sea la virtud representativa de todo lo que vale por algo que por sí vale poco o nada y que se llama crédito, difícil de adquirir no obstante, pues yo carezco de él aunque le deseo. La primera causa de todo lo cual es absurdo que sea el acaso sino una potencia suprema y anterior a todo, la cual dio el impulso inicial al linaje humano, le marcó el camino y guió con orden su marcha por la interminable senda del progreso.

Esto o algo por el estilo pensaba D. Policarpo, y era creyente.

En aras de su amor a doña Agustina y de su renaciente fe, se cortó aquella uña maldita del dedo meñique, vara de virtudes de Satanás, y no volvió a electrizar, ni a magnetizar, ni a encender candiles, ni a tirar cañonazos con ella.

Se cortó la uña como se cortan los toreros la   -319-   coleta cuando dejan de torear y se retiran a la vida privada.

Se cortó la uña, despojándose de sus fuerzas taumatúrgicas y teratológicas, por obra y gracia de las tijeras de doña Agustina, que fue la piadosa Dalila de este Sansón de nuevo cuño.

Doña Agustina, sobre un fondo de raso color de púrpura, para que resaltase mejor, colocó y guardó la uña, como trofeo de su victoria, en un passepartout muy bonito que colgó en su alcoba.

Por bajo de la uña quiso poner un letrero explicatorio, y rogó a D. Andrés que le pusiese. D. Andrés que, como ya sabemos, era muy erudito y que asimismo era algo guasón, recordó el cambio glorioso de Napoleón I, en los últimos años de su vida, y no creyendo menos glorioso el cambio del boticario, le aplicó los versos de Manzoni, y escribió de buena letra por bajo de la uña y defendido todo por un cristal:


«Bella, inmortal, benéfica
Fede ai trionfi avezza
Scrivi ancor questo.»



Juana la Larga es dichosísima al ver la felicidad de su hija y de su yerno: adora a sus nietecillos, los consiente, los mima y les ríe todas las gracias, hasta las más pesadas y olorosas.

Para que se críen robustos, después que los ha amamantado Juanita, Juana los desteta con chorizo, longaniza y asadura de cerdo.

Su actividad culinaria no decae, a pesar de su   -320-   edad. Sigue haciendo la matanza, la carne de membrillo, el arrope y las frutas de sartén, en las casas más principales. Ha importado nuevos guisos en la cocina local y hasta inventado dos o tres con sorpresa y general aplauso de los gastrónomos.

El padre Anselmo está achacosillo y muy viejo, pero alegre y sereno con la esperanza de su tránsito a mejor vida. Ya no le pesa, antes se regocija, de que Juanita no sea monja, porque la quiere mucho y se le cae la baba cuando la ve tan hermosa y cuando oye su dulce voz y sus discretas razones.

Doña Inés, no obstante, sigue siendo su preferida, por lo mística que es y por la mucha teología que sabe.

Por último, el diputado novel ha pedido y recibido con frecuencia las noticias que de Antoñuelo se tienen en el lugar. Allá en el Río de la Plata, a donde el cacique le obligó a que emigrase, se dedicó al comercio y prosperó mucho. Aunque nunca quiso inscribirse en el consulado, para ahorrarse tres o cuatro duros, acudió con frecuencia a la legación pidiendo que España reclamase diplomáticamente en su favor contra mil agravios y daños que del gobierno argentino había recibido, y que exigiese con amenazas de bombardeo que dicho gobierno le diera una indemnización muy cuantiosa. Pero ni le indemnizaron de nada, ni por amor suyo hubo bombardeo, y él adquirió tan mala reputación y crédito que consideró prudente irse a Cuba. Ya   -321-   en la Habana, como es mozo gentil y de rostro blanco y sonrosado, logró cautivar el sensible corazón de una rica heredera, muy subidita de color. Casado con ella, vivió con tanta pompa y decoro, dando comidas y saraos y paseando en quitrín, acompañado de su mujer, tan ricamente vestida que parecía la reina de Saba, que se empeñó, hipotecó los predios urbanos y rústicos y acabó por tener más deudas que pelos en la cabeza. A lo que parece, a fin de consolarse y de remediarse, se ha hecho ahora partidario de la independencia de la perla de las Antillas, y ya sueña con ser en Cuba libre un Dictador como el Doctor Francia en el Paraguay o como Rosas en Buenos Aires, o un Emperador, como Faustino I en Haití, aunque tenga que tiznarse con hollín: ya, con más modestia, forma un plan que muchas personas creen desatino, aunque tal vez no lo sea. Espera que por filibustero y laborante, le secuestren los bienes, porque entonces, según dice, se irá a Nueva-York, se hará ciudadano de la Gran República, y, nuevo Coriolano español, obligará a su ingrata patria a darle una indemnización di primo cartello. Aunque tenga que ceder a los Fabricios, Cincinatos y Catones de escalera abajo y de quinta clase, que acaso haya en las orillas del Potomac, las cuatro quintas partes de lo que se extraiga a la paciente y semiforzosa longanimidad de España, siempre le quedará otra quinta parte, con la cual podrá vivir como un príncipe en una magnífica casa de la Quinta Avenida. Allí brillará su morena consorte,   -322-   que habla ya el idioma de Shakespeare y de Milton, como la más ilustrada, talkative y funny inglesita


De la fecunda zona,
Que al sol enamorado circunscribe
El vago curso, y cuanto ser se anima,
En cada vario clima,
Acariciada de su luz, concibe.






 
 
FIN
 
 
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