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ArribaActo III

 

El mismo decorado. A la mañana siguiente del acto anterior.

 
 

(MAITÉ, sentada a la mesa, desayuna. Mientras come, lee atentísimamente un ejemplar de «abc». ROSITA, al otro extremo de la escena, ordena, en un cacharro, un ramo de flores.)

 

ROSITA.-  ¡Señorita! ¿Se puede saber qué lee usted con tanto interés? ¿Es que hay algún crimen bueno?

MAITÉ.-  ¡Ay, no! Estoy leyendo los «Ecos de sociedad».

ROSITA.-  ¡Ah! ¿Sí?

MAITÉ.-   (Felicísima.)  ¡Huy! Me chiflan... Mira. Hay unas cuantas personas59 importantes que van a todas las fiestas, y claro, salen todos los días en los «Ecos de Sociedad» de «abc». Como siempre son los mismos, yo ya me los sé de memoria. Y les he tomado mucho cariño... Vamos, los quiero como si fueran amigos íntimos.

ROSITA.-  ¡No me diga!

MAITÉ.-  Ya lo creo. Cuando hay una fiesta y alguno de los que van siempre no aparece en «abc», me cuesta un disgusto. Ahora mismo, la duquesa de Monteviejo me tiene muy preocupada. Se ha perdido tres «cóckteles» y un té.

ROSITA.-  Eso es que la duquesa se ha retirado a la vida privada.

MAITÉ.-  ¡Ca! Eso es que ha pescado una gripe...

ROSITA.-  ¿Usted cree?

MAITÉ.-  ¡Vamos! Si no es por enfermedad, esta duquesa no se pierde tres guateques así como así. ¡Si la conoceré yo!  (Transición.) Oye... ¿Para dónde son esas flores?

ROSITA.-  Para el cuarto de estudio. La señora ha ordenado que, desde hoy, todas las mañanas haya flores en el cuarto cuando «monsieur» Duval dé su lección a la señorita...

MAITÉ.-  ¡Anda!

ROSITA.-  Sí, señorita. Y, además, la señora quiere que todos los días se sirva a «monsieur» Duval una taza de café y un «croissant». Dice la señora que hay que cuidar mucho al profesor, porque el pobrecito vive solo en una pensión y está muy abandonado...

MAITÉ.-  ¡Ay!  (Regocijadísima.) De modo que flores en el estudio, café y un «croissant». ¡Es fantástico! Resulta que tía Cándida finge tan bien que parece que se60 ha enamorado de verdad de «monsieur» Duval...

ROSITA.-  ¡Toma! Como que hace un ratito, cuando la señora me daba estas órdenes y hablaba de «monsieur» Duval, le brillaban los ojos de una manera... Yo juraría que se le saltaban las lágrimas.

MAITÉ.-  ¡Fabuloso! Nadie hubiera creído que tía Cándida era capaz de representar una comedia de ese modo. Para que se fíe una de las señoras que no han roto un plato...

 

(Entra MANOLÍN. Se lanza, casi con desesperación, a ocupar un puesto en la mesa. Durante las primeras palabras de la escena que sigue, ROSITA abandona el arreglo del búcaro y entra en la terraza, donde se ocupa en arreglar las plantas. Luego desaparece por la izquierda de la terraza. Quedan solos en escena MAITÉ61 y MANOLÍN.)

 

MANOLÍN.-  ¡Pronto! Mi desayuno...

MAITÉ.-  Hola, hombre. ¿Qué vas a tomar?

MANOLÍN.-  De todo... Café, mermelada, mantequilla y pan. ¡Mucho pan!

MAITÉ.-  ¡Ay, hijo! ¡Qué apetito más ordinario!

MANOLÍN.-   (Comiendo.)  Es que me muero de hambre... No sé qué me pasa por las mañanas...

MAITÉ.-  Lo mismo que a todas horas... ¡Que te pasas el día comiendo!

MANOLÍN.-   (Con la boca llena.) ¿Tú crees?

MAITÉ.-  Claro que sí. Pero no te preocupes, hijo.  (Muy suficiente.) Cuando seas mayor y te enamores perderás el apetito. Ya verás, pequeño, ya verás...

 

(MANOLÍN se pone en pie lleno de furia.)

 

MANOLÍN.-  ¡¡Maité!!

MAITÉ.-   (Muy asustada.) ¡Ay!

MANOLÍN.-  ¡Si me vuelves a llamar pequeño otra vez, te atizo!

MAITÉ.-   (Con mucha dignidad.) ¿A mí? ¿A una señorita?

MANOLÍN.-  ¡Sí, a ti! ¿Qué pasa?

MAITÉ.-  ¡Salvaje! ¡Ordinario! ¡Bruto! ¡Más que bruto!

MANOLÍN.-  ¡Ea!, que ya estoy muy harto. Tanto pequeño por aquí y pequeño por allá. ¡Porras!

MAITÉ.-  ¡Bruto! ¡Bruto! ¡Bruto!

 

(Aparece TONY. Viene listo para salir a la calle. De punta en blanco, elegantísimo.)

 

TONY.-  ¡Chist! ¿Hay bronca?

 

(MAITÉ y MANOLÍN se vuelven hacia el recién llegado y de pronto olvidan su pendencia, porque se quedan suspensos viendo el elegante porte de TONY.)

 

MAITÉ.-  ¡Tony!

MANOLÍN.-  ¡Chico!

MAITÉ.-  ¡Qué elegancia!

TONY.-  Psche... ¿De verdad estoy bien? ¿Os gusto?

MANOLÍN.-  ¡Toma! Si hasta se ha puesto una corbata de papá...

MAITÉ.-  Oye. ¿Y se puede saber adónde vas tú tan peripuesto y tan de mañana?

TONY.-   (Misterioso.)  ¡Psche! Cosas.

MAITÉ.-  ¿Cosas? Oye, oye, oye...

TONY.-  ¡Je!  (Tímidamente.) Verás... Es que tengo una cita.

MAITÉ.-  ¿Una cita? ¿Dónde?

TONY.-  ¡Je! ¡En el Retiro! En la Rosaleda...

MAITÉ.-   (Interesadísima.) ¿Con quién?

TONY.-  Pues...  (Heroicamente.) Con Piluca Montes.

MAITÉ.-   (Escamadísima.) ¡Ah! ¿Sí? ¿Y por qué te has citado con Piluca Montes en la Rosaleda?

TONY.-  Bueno. Es que anoche no tuve tiempo de decírtelo. Como estábamos tan ocupados arreglando los conflictos de mamá... Pero ayer me encontré a Piluca y se me declaró...

MAITÉ.-   (Casi en un grito.) ¿Qué?

TONY.-  Sí. Y quedamos en vernos hoy por la mañana en la Rosaleda para que yo le dijera lo que había decidido. ¿Comprendes?

MAITÉ.-   (Excitadísima.) Entonces es que Piluca Montes te ha puesto los puntos...

TONY.-  Sí, sí. ¡Y de qué manera, chica!

MAITÉ.-  La muy...

TONY y MANOLÍN.-   (Asustadísimos.)  ¡Maité!

MAITÉ.-  La muy...

MANOLÍN.-  Oye, tú. A ver si dices algo que no podamos oír nosotros...

MAITÉ.-   (Al fin.) ¡La muy... fresca, descarada, sinvergüenza!

TONY.-  ¡Maité!

MAITÉ.-  ¡La arranco62 el pelo!  (Con muchísimo coraje.) Esa pécora... Esa coqueta... Esa mala amiga. De manera que se te ha declarado sabiendo lo que sabe, porque yo le he63 hecho confidencias y se lo he contado todo...

TONY.-   (En la luna.) ¡Anda! ¿Y qué es lo que sabe?

MAITÉ.-   (Enrojeciendo.)  ¿A ti qué te importa?  (Transición. Irritadísima.) ¡Tony! Quítate ese traje y devuélvele esa corbata al tío Ricardo, porque tú no vas hoy a la Rosaleda...

TONY.-   (Muy contrariado.) Pero, mujer...

MAITÉ.-  ¡He dicho que no vas! ¿Me has oído?

TONY.-  ¡Y dale!  (Mohíno.)  ¡Siempre que voy a tener novia te pones tú en medio! Ya me has estropeado tres proporciones...

MAITÉ.-  Y te estropearé otras tres. Y muchas más. ¡Pues no faltaría otra cosa!

TONY.-   (Indignado débilmente.) Pero ¿es que yo no tengo derecho a tener novia?

MAITÉ.-  ¡Claro que sí! Y la tendrás. Pero no esa lagartona de Piluca, ni otras por el estilo... Tú tendrás la novia que te mereces. La única que debes tener. ¿Comprendes? La que más te quiere...

TONY.-   (Curiosísimo.) Oye... Y ¿quién es esa?

MAITÉ.-  ¿Esa?  (Enrojece, se azara muchísimo.)  Pues quién va a ser...64

TONY.-  ¿La conoces tú?

MAITÉ.-   (Se va a echar a llorar.) ¡Huy! Muchísimo. Una barbaridad... ¡Ay, Dios mío! Pero qué tonto, retonto, que tontísimo eres.

TONY.-   (Estupefacto.)  ¡Maité!

MANOLÍN.-  ¡Chica!

MAITÉ.-   (Azaradísima65, llorando con verdadero desconsuelo.)  ¡Ay, Dios mío! ¡Qué desgraciada soy! Pero ¡qué desgraciada!...

 

(Y toda llena de rubores escapa corriendo por el fondo. TONY y MANOLÍN se quedan estupefactos mirándose de hito en hito.)

 

TONY.-  ¿Has oído?

MANOLÍN.-  ¡Sí!

TONY.-   (Emocionadísimo.)  ¿Si será...?

MANOLÍN.-  Yo creo que sí...

TONY.-  ¿Si será...? ¿Si será...?  (Transportado por el júbilo y la sorpresa escapa hacia el fondo.)  ¡Maité, escucha!... ¡Espera, Maité!

MANOLÍN.-   (Muy contento.)  ¡Chico! ¡Chico!

 

(Y sale también MANOLÍN corriendo detrás de su hermano. Un segundo la escena sola. Entra RICARDO. Tiene un gesto huraño, un humor pésimo. Va a la mesita, se sienta y, maquinalmente, comienza a desayunar. Un instante después regresa a escena ROSITA, por la terraza. Se dirige al lugar donde está el búcaro de flores que antes compuso, lo toma y se dispone a salir.)

 

ROSITA.-  Buenos días. ¿Necesita algo el señor?

RICARDO.-  ¡No!  (Transición.)  Un momento. ¿Adónde vas con esas flores?

ROSITA.-   (Sonríe.) Son para la mesa de «monsieur» Duval...

RICARDO.-  ¡Oh!

 

(Nerviosamente, se le cae una cucharilla, que hace un ruido tremendo. ROSITA inquiere amablemente.)

 

ROSITA.-  ¿Le sucede algo al señor?

RICARDO.-   (Ceñudo.)  ¡Vete! Déjame en paz...

ROSITA.-  Sí, señor...

 

(Sale ROSITA con sus flores. RICARDO toma su café. Aparece CÁNDIDA. Viste un bonito traje azul con un gran cuello blanco. RICARDO, al verla, se pone en pie, casi de un brinco.)

 

RICARDO.-  ¡Cándida!

CÁNDIDA.-  ¡Ay! ¿Qué?

RICARDO.-  ¡Ese vestido! ¡Has sido capaz de ponerte ese vestido!66

CÁNDIDA.-   (Sonríe.) Naturalmente... ¿Ya no recuerdas que se lo prometí anoche a Marcelo? Yo llevaba este vestido cuando él me conoció, hace un año, y se enamoró de mí. Para él es un bello recuerdo. ¿Qué quieres? Me parece de muy buen gusto que hoy vuelva a encontrarme tal como me vio entonces...

RICARDO.-  Eso no es decente...

CÁNDIDA.-  ¿Qué dices? Si es un modelo recatadísimo...

RICARDO.-  ¡Está pasado de moda!

CÁNDIDA.-   (Sonríe.) No... Los recuerdos no pasan de moda.  (Se sienta a la mesa y se prepara el desayuno. Habla con una alegre ternura.) ¡Pobrecillo Marcelo! Quién iba a pensar que en un hombre tan tímido y tan delicado había un ser tan apasionado. Ha sido una deliciosa sorpresa. Claro que yo comprendo que a ti no te puede resultar simpático. ¡Sois tan diferentes! En él todo es quietud y serenidad y paz... Tú eres el alboroto, el ruido, el escándalo. Como si dijéramos: Marcelo es el ideal para marido, y en cambio tú eres el perfecto amante.  (Suspira.)  Lo malo es cuando una se casa con el amante. Entonces resulta que no tiene una ni amante ni marido...  (Con volubilidad.)  ¿Quieres otra taza de café?

RICARDO.-  ¡No!

CÁNDIDA.-   (Con risueña impaciencia.) Debe de estar al llegar. Es la hora de su lección a Maité... Verás cómo se emociona al verme.  (Sonríe.) Dicen que los enamorados, cuando sueñan, recuerdan siempre a la amada tal como la vieron el primer día.  (Se mira y vuelve a sonreír.)  A mí eso me conviene, ¿sabes? Reconozco que este vestido me favorece un poco... (Transición.)  Te costó dos mil pesetas.

RICARDO.-   (Cejijunto.) Dos mil quinientas.

CÁNDIDA.-  ¿Tanto?

RICARDO.-  ¡Sí! Esas cosas nunca se me olvidan...67

CÁNDIDA.-  Pues es caro...

RICARDO.-  Eso dije yo entonces y tú te empeñaste en que era una ganga...

CÁNDIDA.-  Sí, es posible. Pero, si lo piensas bien, verás que el tiempo me ha dado la razón. Por unas pocas pesetas diste ocasión a despertar un gran amor en el corazón de Marcelo... ¿No te sientes orgulloso?

RICARDO.-  Mucho... Muchísimo. Es una verdadera satisfacción para un marido haber contribuido con dos mil quinientas pesetas a que otro hombre se enamore de su mujer.

CÁNDIDA.-   (Amablemente.) ¿Quieres un poco más de café?

RICARDO.-   (Furioso.) ¡Te he dicho que no!

CÁNDIDA.-  ¡Ay! Ricardo..., ¿qué te sucede?

RICARDO.-  ¡Que voy a estallar! ¡Que me voy a volver loco! ¡Que voy a hacer un disparate! ¡Eso!

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo!

RICARDO.-  Pero Cándida, reflexiona, por favor. ¿Tú crees que puedo resignarme con el papel que me corresponde en todo lo que aquí está sucediendo desde anoche?

CÁNDIDA.-  ¿Sabes lo que pienso?

RICARDO.-  ¿Qué?

CÁNDIDA.-  Que otro, en tu lugar, estaría muy ufano...

RICARDO.-  ¡Cándida!

CÁNDIDA.-  Sí, no me mires así. Lo natural es que un marido se sienta halagado cuando su mujer es capaz de despertar todavía una gran pasión. Sobre todo un hombre de ideas morales tan audaces y tan modernas como las tuyas... Lo que pasa es que tú eres muy moderno cuando tratas de conquistar a la mujer de un amigo. Pero, claro, cuando es otro hombre el que le hace el amor a tu mujer, entonces pones el grito en el cielo... ¡Ah! No, hijo. Eso no vale.

RICARDO.-  ¡Cándida! Me pareces otra. Jamás has hablado con esa frivolidad. ¿No te das cuenta de que todo esto es muy grave? Anoche, de madrugada, en esta misma habitación, en mi presencia, un hombre se ha declarado a mi mujer...

CÁNDIDA.-  Bueno. Pero de una manera bastante original. Por primera vez, en escena había un francés y no era el marido... Era el otro.

RICARDO.-  Después, ese individuo te llamó por teléfono y estuvisteis hablando durante más de media hora. Y todavía no me has dicho ni una sola palabra de lo que tratasteis en68 esa conversación.

CÁNDIDA.-  ¡Naturalmente!

RICARDO.-  ¿Por qué?

CÁNDIDA.-   (Sonríe. Despacito.) Por discreción. Agradécemelo...

RICARDO.-   (Furioso.)  ¿Qué te dijo?

CÁNDIDA.-  Por Dios, Ricardo.

RICARDO.-   (Tozudo.)  ¿Qué te dijo?

CÁNDIDA.-  Vamos. No seas niño. Me dijo las cosas naturales que dice un enamorado. Figúrate todo lo que quieras.  (Sonríe.)  Lo gracioso es que por teléfono todo el mundo resulta más atrevido de lo que es en realidad. Y Marcelo...

RICARDO.-  ¿Qué?

CÁNDIDA.-  Estuvo atrevidísimo... No quieras saber.

RICARDO.-  ¿Te... faltó al respeto?

CÁNDIDA.-   (Encantada.) Un poco... Lo correcto.

RICARDO.-  ¡Oh! ¡Lo mato!

CÁNDIDA.-  No digas barbaridades. En los crímenes pasionales, el personaje más antipático es el asesino.

RICARDO.-   (Con cierta curiosidad.) Oye... ¿Te habló de mí?

CÁNDIDA.-  No quería decírtelo. Pero como te empeñas... Me habló de ti.

RICARDO.-  ¿Y qué?

CÁNDIDA.-   (Con el natural sentimiento.) No le eres simpático... No le gustas.

RICARDO.-  ¿Nada?

CÁNDIDA.-  ¡Nada!

RICARDO.-  No me lo explico.

CÁNDIDA.-  Yo tampoco...  (Alentadora.) Pero, en fin, confío en que, con el tiempo, os acostumbraréis el69 uno al otro.

RICARDO.-   (En un grito.) ¡Cándida!

CÁNDIDA.-  ¡Ay!

RICARDO.-  ¿Qué has querido insinuar?

CÁNDIDA.-  Mi querido Ricardo...  (Dignamente.) Si estás decidido a interpretar con un doble sentido todo lo que yo diga, no seguiremos hablando.

RICARDO.-   (Volviéndose hacia ella con violencia.) Pero, ¿es que crees que no sé todo lo que ocurre dentro de ti en este momento? ¿Crees que no veo la enorme ilusión con que te has puesto ese estúpido vestido anticuado, y con qué coquetería te has pintado los labios, y te has peinado de otro modo, todo, todo para que cuando ese... caballero entre por esa puerta te encuentre más bonita y más agradable que nunca?

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo! ¿De verdad se me nota mucho que me he arreglado un poco?

RICARDO.-  ¡Sí! Se nota una barbaridad... Es una vergüenza.

CÁNDIDA.-  ¡Ah! Pues tendré que disimular... No me gustaría que Marcelo me considerase demasiado fácil... Sería horrible...

RICARDO.-   (Desesperado.) ¡Cándida! ¿Es que solo piensas en él?

 

(Se deja caer, abrumadísimo, en un sillón. CÁNDIDA está lejos, al otro lado. Entra MAITÉ corriendo, y con gran alborozo se dirige a su tía.)

 

MAITÉ.-  ¡Tía Cándida!  (Alegrísima.) ¡Ahí viene «monsieur» Duval!

CÁNDIDA.-   (Nerviosa.)  ¡Ay! ¿Ya?

MAITÉ.-  Le he visto cruzar la calle desde el balcón de mi cuarto... ¿Te has arreglado bien?

CÁNDIDA.-  Yo creo que sí. ¿Qué te parece a ti?

MAITÉ.-  A ver, a ver...  (Muy satisfecha del examen.) ¡Imponente! Estás guapísima. No me extraña que le tengas chiflado...

RICARDO.-  ¡Maité!

MAITÉ.-  ¡Ay! ¿Qué?

RICARDO.-  ¡Que estoy yo aquí!

MAITÉ.-   (Casi sin mirarle.) ¡Ah, bueno! Hola, tío.  (Transición, como antes.)  Dime, tía Cándida. ¿Estás muy nerviosa?

CÁNDIDA.-  Pues sí, hija. Como desde que me casé no me habían vuelto a pasar estas cosas...

 

(Entra TONY.)

 

TONY.-  ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Que viene «monsieur» Duval! ¡Y cómo viene! ¡Con traje70 nuevo, no te digo más!

 

(Entra velozmente MANOLÍN.)

 

MANOLÍN.-  ¡Mamá! ¡Ahí está «monsieur» Duval! Y no sabéis lo bueno...

TODOS.-  ¿Qué?

MANOLÍN.-  ¡Se ha puesto una flor en la solapa!

TODOS.-  ¡Oh!

MAITÉ.-   (Palmoteando.) ¡Es un sol! ¡Un sol!

RICARDO.-   (Horrorizado.)  ¡Hay que ver! ¡Cómo se ha perdido la moral en esta casa!

 

(Entra ROSITA.)

 

ROSITA.-  ¡Señora!

 

(RICARDO se yergue y casi pega un grito.)

 

RICARDO.-  ¡Sí!

TODOS.-   (Con susto.) ¡Ay!

RICARDO.-   (Furiosísimo.) Dilo tú también. ¡Dilo! Ahí está «monsieur» Duval que quiere ver a la señora. ¿No es eso?

ROSITA.-   (Tranquilamente.) No, señor.

TODOS.-  ¿Eh?

ROSITA.-  «Monsieur» Duval desea hablar a solas con el señor...

RICARDO.-  ¡Hola!  (Transición.) ¿Estás segura?

ROSITA.-  Sí, señor. Eso ha dicho.

RICARDO.-  ¡Caramba, caramba!  (Encantado.) Resulta que a quien quiere ver «monsieur» Duval es a mí... Entonces, todo cambia. ¿Qué os parece a vosotros? ¿Eh?

MAITÉ.-   (Un mohín.)  Bueno, tío. Pero no es para que te des tanta importancia...

RICARDO.-   (Transición.) ¡Silencio!

TODOS.-  ¡Ay!

RICARDO.-  ¡Y largo de aquí! ¡Fuera!

MAITÉ.-  Sí, tío.

MANOLÍN.-   (Indignado.) Siempre le echan a uno cuando llega lo mejor. ¡Pues esta vez me voy a quedar escuchando, ea!

TONY.-  Y que lo digas. ¡Yo también!

 

(MANOLÍN y TONY salen juntos. MAITÉ, por otra puerta. ROSITA, por el fondo. Quedan solos CÁNDIDA y RICARDO.)

 

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo! En este momento me parece que vuelvo a tener otra vez veinte años...

RICARDO.-  ¿De verdad?

CÁNDIDA.-  Sí. Tengo la sensación de que ese hombre viene a pedirte mi mano...

RICARDO.-  ¡Cándida!

 

(Aparece MARCELO en el fondo. TÍMIDO y prudente, como siempre, inquiere.)

 

MARCELO.-  «Bon jour, madame...» ¿Se puede?

CÁNDIDA.-  ¡Marcelo!

 

(MARCELO, muy dichoso, va hacia CÁNDIDA y le besa las manos, que ella le ofrece.)

 

MARCELO.-  «Ma chérie!» ¡Su vestido azul! «Je vous vois encore avec cette robe bleue. J'ai l'impression que le temps s'est arrête...»71

RICARDO.-   (Desde el sofá. Muy rápido.) Eso es una tontería...

MARCELO.-   (Sorprendido.) ¿Cómo?

CÁNDIDA.-  Pero, ¿no dices que no entiendes el francés?

RICARDO.-  Es que desde anoche lo estoy recordando mucho...

MARCELO.-   (Con extrañeza.)  ¡Oh! ¿Le sucede algo a su marido?

CÁNDIDA.-   (Un suspiro.)  Por favor, le ruego que sea usted benévolo con él... Está muy excitado.  (Desde el fondo, mira piadosamente a su marido y suspira. Luego mira a MARCELO y sonríe. Sale.) 

 

(Quedan solos MARCELO y RICARDO. Un silencio. RICARDO está inmóvil en el sofá. MARCELO, desde lejos, le contempla y mueve suavemente la cabeza. Después avanza sin ruido, despacito, y72 se sienta a su lado en el sofá.)

 

MARCELO.-  «Monsieur...» Yo supongo que le extrañará a usted esta visita, pero era necesaria después de lo que anoche ocurrió entre nosotros tres.  (Muy cortés, pero muy firme.)  Yo deseo legalizar esta situación...

RICARDO.-   (Boquiabierto.) Pero, ¿cree usted que nuestra situación se puede legalizar?

MARCELO.-   (Muy jovial.)  ¡Naturalmente! Todo es cuestión de un poco de buena voluntad por su parte...

RICARDO.-  ¡Oiga!  (Estupefacto.)  ¿Qué es lo que pretende usted de mí?

MARCELO.-  No se exalte, se lo ruego. Quiero que entre nosotros no haya equívocos...

RICARDO.-   (Indignado.) ¡Pero si no hay ninguno! ¡Si lo sé todo!

MARCELO.-  ¡Oh, no! Todo no.  (Sensato.) El marido nunca lo sabe todo...

RICARDO.-   (Mirándole. Con un escalofrío.) ¿Qué quiere usted decir?

MARCELO.-  Verá... Vengo decidido a hablar claro. Como dice el noble pueblo español: al pan, pan. Y al vino, pan.

RICARDO.-  ¡Ca! No es eso...

MARCELO.-  ¿No?

RICARDO.-  No, señor.  (Con altivez.) ¡Francia no comprenderá jamás al noble pueblo español!  (Transición.) Pues bien: ya que usted lo quiere, hablemos. Pero antes voy a hacerle una pregunta sobre algo que me tiene muy preocupado...

MARCELO.-  Diga, diga...

RICARDO.-  ¡«Monsieur» Duval! ¿De verdad, de verdad no le soy a usted simpático?

MARCELO.-  ¡Oh! Sí. De verdad... Lo siento. Lo que me impide sentir simpatía por usted es una cuestión de principios...

RICARDO.-   (Asombradísimo.)  ¿De qué?

MARCELO.-  De principios.  (Solemnemente.)  ¡Señor mío! Yo soy muy moral...

RICARDO.-  ¡Ah!

MARCELO.-   (Con energía.) ¡Sí! Yo soy muy moral. Y usted, en cambio, carece de todo sentido moral.  (Muy enfadado.) ¡Caballero! ¿Qué puedo pensar yo de un hombre que se pasa la vida haciendo el amor a las mujeres casadas?

RICARDO.-   (Atónito.) ¡Oiga!

MARCELO.-  ¡Silencio! ¿O piensa usted que no conozco toda su vida, paso a paso? Es horrible. Es espantoso. Usted es capaz de todo. Usted no tiene principios, no tiene miramientos, no tiene decoro. Para usted no hay una sola mujer respetable.  (Más indignado todavía.)  Cuando usted se ha enamorado de una mujer casada le ha dicho tranquilamente: ¡Te quiero! Y en paz...

RICARDO.-   (Mohíno.) Hombre, hombre...

MARCELO.-  ¡Sí! Se lo ha dicho usted. Y a lo mejor en presencia del pobre marido, porque usted no tiene escrúpulos...

RICARDO.-  Hombre, yo...

MARCELO.-  ¡No me interrumpa!  (Con santa razón.) ¿No ha pensado usted nunca que una mujer casada es algo sagrado? ¿No se da usted cuenta de todo lo que hay detrás de ella? Otro hombre. Unos hijos... ¡Un hogar! ¡Sobre todo, un hogar! ¡Qué escándalo! Pero, señor mío, ¿no le da a usted vergüenza?

RICARDO.-  Hombre... Le diré.

MARCELO.-  ¡Es usted un monstruo! ¡Un monstruo!

RICARDO.-   (Con dolorosa decepción.) ¡Vaya un francés! ¡Si parece de los Padres de Familia73!...

MARCELO.-  ¡Y aún quiere usted que a mí me resulte simpático!74 Vamos, hombre, vamos...

 

(Muy disgustado, se sienta en el sofá en la actitud de un hombre muy cargado de razón. RICARDO está ya francamente avergonzado y se acerca a él con mucha humildad.)

 

RICARDO.-  Bueno... ¿No me juzga usted con demasiada severidad? Usted recurre a todas las leyes establecidas por la moral y por la sociedad. Sí, eso es muy cómodo. Pero, ¿no hay otras leyes? ¿Y las leyes del corazón? Cuando un hombre se enamora, ¿debe detenerse a pensar en todo lo que destroza? ¡No! Sería un cobarde. Todo eso, lo que se hunde, ese hogar, esos hijos, ese marido, no importan nada. ¡Nada! Solo importa el triunfo del amor. La verdad del corazón. La única verdad por la que merece la pena vivir...  (De pronto, se calla en seco. Tiene una brusca transición. Parece que vuelve a escuchar aterrado sus propias palabras. Se vuelve hacia MARCELO, y como este le está75 mirando, hace ya rato, sus miradas se cruzan. Un segundo de silencio.)  ¡No! ¡No, no! No es verdad. Todo eso es falso. La única verdad es que la quiero y es mía, ¡solo mía!, porque es mi mujer... ¡Yo solo tengo derecho a ella! ¿Me oye usted?

MARCELO.-   (Un silencio. Tímidamente.) ¿La quiere usted?

RICARDO.-  Sí. La quiero con toda mi alma. Creo que nunca la he querido como ahora...

 

(Hunde la cabeza entre las manos. Una pausa. Impetuosamente, surgen MANOLÍN y TONY. Por su actitud y su ímpetu se adivina que han estado escuchando.)

 

TONY.-  ¡Profesor! ¡Dígaselo!

MANOLÍN.-  ¡Dígaselo ya!

TONY.-  ¡Dígaselo, profesor! ¿No ve usted cómo sufre? ¡Papá! ¡Papá!

MANOLÍN.-  ¡Papá! Escucha...

 

(Los dos chicos, corriendo, emocionadísimos, se han sentado uno a cada lado de RICARDO.)

 

RICARDO.-   (Confundido.)  ¡Hijos! ¿Qué es esto?

MANOLÍN.-  ¡Que todo es mentira, papá!

RICARDO.-  ¿Qué?... ¿Qué dices?

TONY.-  ¿No comprendes? Todo ha sido una comedia preparada para que tú tengas celos de mamá. Para que vuelvas a quererla...

MANOLÍN.-  ¡Claro, papá! Como eres tan golfo...

TONY.-  Todo empezó el último día que no viniste a dormir a casa... ¿Te acuerdas?

MANOLÍN.-  ¡Hombre! Cómo no se va a acordar, si se fue con Manolita, la mecanógrafa, que estaba imponente...

RICARDO.-   (Gozosamente confundido.) Entonces, lo que aquí ha sucedido anoche, ¿no es verdad?

TONY.-  ¡No!

RICARDO.-  ¿Y ese hombre?

TONY.-  Estaba de acuerdo con mamá.

MANOLÍN.-  Es que el profesor es muy amable.

RICARDO.-  ¿Eso ha hecho vuestra madre? ¿Ha sido capaz?

TONY.-  Sí, papá. Era su último recurso. Tenías a la pobre mamá tan abandonada... Te quiere tanto...

RICARDO.-  ¡Es increíble, fabuloso, fantástico! Y yo he llegado a creer... He sufrido como si fuera verdad.  (A MARCELO.)  De modo que usted y mi mujer han jugado conmigo.

MARCELO.-  Sí, «monsieur».

RICARDO.-   (Resplandeciente.) ¡Todo es mentira!

MARCELO.-  Todo.

RICARDO.-  ¿No está usted enamorado de mi mujer?

MARCELO.-   (Suavemente.)  ¿Quiere usted no hacer más preguntas y correr al lado de su mujer?

RICARDO.-  Sí, tiene usted razón. No sé en qué estoy pensando. Vamos, hijos, ¡Cándida! ¡Cándida!

TONY.-  ¡Mamá!

MANOLÍN.-  ¡Mamá! ¡Mamá!

 

(Jubilosamente, salen, por el fondo, RICARDO, TONY y MANOLÍN. MARCELO queda solo en escena. Se sienta lentamente en el sofá. Entra CÁNDIDA.)

 

CÁNDIDA.-  ¿Me llaman?

MARCELO.-  Sí, «madame». Es él. La busca, la necesita.

CÁNDIDA.-  ¿Lo sabe?

MARCELO.-  Sí. Se lo han descubierto los muchachos...

CÁNDIDA.-  ¡Oh! Entonces, ha terminado el juego...

MARCELO.-  Pero usted ha ganado. Ante la idea de perderla, su marido la quiere como nunca la ha querido.  (Sonríe.)  Ya no iremos a Toledo...

CÁNDIDA.-  No, claro... Ya no es necesario.

MARCELO.-  Tampoco76 volveremos al Museo del Prado. Ni volveremos a recorrer juntos las callecitas del Madrid antiguo... Ni volveré a explicarle a usted mi concepto de la socialdemocracia entre los árboles del Retiro.

CÁNDIDA.-  ¡Marcelo! ¿Está usted triste?

MARCELO.-  Un poco...  (Sonríe.) Éramos como tres niños jugando. Y, de pronto, yo soy como el niño que ha perdido su juguete. Su querido juguete.

 

(Un silencio.)

 

CÁNDIDA.-  Anoche estuvo usted magnífico.

MARCELO.-  ¿Cree usted?

CÁNDIDA.-  Sí. Cuando dijo usted «Te quiero» había tal acento de verdad en sus palabras... Casi, casi parecía verdad. Realmente, le hubiera parecido verdad a cualquiera que no hubiera estado en el juego.

MARCELO.-   (Sonríe.) ¡Oh! Usted... Usted también se portó maravillosamente.

CÁNDIDA.-  ¿No lo hice mal?

MARCELO.-  No, no. Cuando su marido le dijo: «¿Quién tiene la razón? ¿Él o yo?», usted dijo77: «Él, él tiene la razón. Porque dice la verdad. Porque habla con el corazón...».

CÁNDIDA.-  ¿Eso dije? Ya no lo recordaba...

MARCELO.-  Es natural. (Un gran silencio. Avanza unos pasos hacia ella.)  «Madame...» Me despido.

CÁNDIDA.-   (Con sobresalto.)  ¿Qué dice usted?

MARCELO.-  Sí. Mis servicios ya no son necesarios en esta casa. Maité sabe el suficiente francés como para asistir a un teatro de París y comprender la comedia. En cambio, sabe lo suficientemente poco como para no entender las frases de doble sentido... Me parece que sabe todo el francés que debe saber una señorita española.

CÁNDIDA.-  ¿No le volveremos a ver?

MARCELO.-  No es probable...

CÁNDIDA.-  Entonces, adiós, Marcelo...

MARCELO.-  Adiós, «madame»...  (Le besa la mano que ella le tiende y marcha hacia el fondo. En la puerta, se detiene.)  ¡Ah! Muchas gracias por su vestido azul...

CÁNDIDA.-  No me lo volveré a poner más.

MARCELO.-  Gracias.

 

(Sale MARCELO. Queda CÁNDIDA sola en su sillón y llora suavemente. Entra corriendo MAITÉ.)

 

MAITÉ.-  ¡Tía Cándida! ¿Se marcha «monsieur» Duval? Pero, ¿qué es eso, tía? (Corre hasta ella, se arrodilla a sus pies y le coge las manos.)  ¿Estás llorando?

CÁNDIDA.-   (Recogiendo presurosa sus lágrimas.) Sí... No. No sé. No sé lo que me ocurre.

MAITÉ.-   (Asustada.) ¡Tía Cándida! ¿No te habrás enamorado de verdad del profesor?

CÁNDIDA.-  No, no. Claro que no... Es otra cosa que no podría explicarte. Desde anoche hasta ahora me parece que he sido otra mujer. También era yo la de siempre, ¿sabes? Yo estaba en la broma y sabía que todo era un juego. Pero, al mismo tiempo, era una pobre mujer que vivía por primera vez una gran aventura... Óyeme, pequeña. Cuando seas mayor, cuando seas de verdad una mujer, no juegues... No se puede jugar. No se sabe quién juega con quién. Es tan peligroso poner como prenda el corazón... Lo mejor es vivir tomando lo que nos dé la vida. Risas o lágrimas. Pero sin jugar. ¿Comprendes, Maité, comprendes?

MAITÉ.-  ¡Tía Cándida!

 

(Entra RICARDO, seguido de TONY. Va hacia CÁNDIDA. MAITÉ y TONY, juntos, se retiran a un lado.)

 

RICARDO.-  ¡Cándida!

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo!

RICARDO.-  Calla, calla. Ni una palabra. No digas nada. Todo me lo merezco. Pero, desde hoy, te aseguro que todo cambiará. Ahora sí que soy otro. Buen juego te has traído. Buena lección. Oye... Me gustaría que me contaras. ¿Cómo empezó esto?78 ¿Cómo se te ocurrió esta idea?

CÁNDIDA.-  Pero si no se me ocurrió a mí...

RICARDO.-  ¿No?

MAITÉ.-  No, no, tío Ricardo. Se me ocurrió a mí.

RICARDO.-   (Atónito.) ¿A ti?

TONY.-   (Muy contento.) Sí, papá. Todo es cosa de Maité, que sabe mucho...

RICARDO.-  ¡Ah! ¿Sí?

MAITÉ.-   (Orgullosísima. Se ríe muy divertida.)  Pero todavía no sabe lo79 mejor. La que llamó anoche al Círculo era yo...

RICARDO.-   (Mirándola fijamente.)  ¿Tú...?

CÁNDIDA.-  Sí, sí. ¡Ella!

TONY.-  ¡Ella! ¡Ella!

MAITÉ.-  ¡Yo! ¿Qué te parece?

 

(RICARDO se queda mirando fijamente a su sobrina durante un segundo y casi pega un grito.)

 

RICARDO.-  ¡Maité!

TODOS.-   (Asustados.) ¡Ay!

RICARDO.-  De manera que este infierno en el que he vivido desde anoche, te lo debo a ti...80

MAITÉ.-   (Muy asustada.) ¡Ay, tío Ricardo! No me mires así...

RICARDO.-  ¡Maité! Prepara tus maletas. Se acabaron los estudios en Madrid. Esta noche coges el tren, y mañana vas a hacer de las tuyas en provincias, con tu madre...81 ¡Vivo!

MAITÉ.-  Pero tío Ricardo...  (Llorando.)  ¿Es que me echas?

RICARDO.-   (Furioso.)  ¡Sí!

CÁNDIDA.-  ¡Ricardo!

TONY.-  ¡Papá!

MAITÉ.-  Tío, por Dios. Yo no quiero irme de esta casa. No me eches. No me eches. Yo no puedo vivir sin vosotros. Yo no quiero, no quiero...

 

(Y, desconsolada, ahoga sus sollozos abrazándose con verdadero ímpetu a TONY.)

 

TONY.-  ¡Maité!

MAITÉ.-  Yo te quiero muchísimo, tío Ricardo. Yo quiero mucho a tía Cándida...

 

(Se abraza otra vez al muchacho.)

 

TONY.-   (Muy apurado.) Pero, chica... ¡Que me ahogas!

RICARDO.-   (Asombradísimo.) Oye. ¿Qué te parece? Dice que no puede vivir sin ti y sin mí y mira...

CÁNDIDA.-  Ya, ya... Es curioso.  (Contempla a los muchachos y sonríe. En voz baja.)  ¡Ricardo! Creo que cuando son primos hermanos hay que pedir permiso al Papa...

RICARDO.-  ¿Tú crees? Pero, ¿será posible?

CÁNDIDA.-  Ya ves...

 

(RICARDO avanza hacia los chicos y separa, cariñosamente, a82 MAITÉ y a TONY.)

 

RICARDO.-  ¡Oh! Está bien, mujer, está bien. No te irás. Pero suéltalo...

MAITÉ.-  ¡Tío de mi alma! (MAITÉ abraza y besa a RICARDO. Luego corre hacia CÁNDIDA y se refugia en sus brazos.)  ¡Tía Cándida!

CÁNDIDA.-  ¡Chiquilla!

RICARDO.-  Oye, hijo... ¿Qué las das?

TONY.-  ¿Yo? Pero si no hago nada, papá. ¡Si es que se declaran ellas!

RICARDO.-  ¡Caray! ¿Eso es verdad?  (Muy interesado.) Cuéntame, hombre, cuéntame...

 

(En ese momento entra ROSITA, cruza la escena muy indignada, de izquierda a derecha. Casi va llorando de coraje.)

 

ROSITA.-  ¡Señora! Tengo que advertir a la señora que si la señora no riñe al señorito Manolín, yo no puedo continuar en la casa. Porque, para que usted lo sepa...  (Indignadísima.) ¡El señorito Manolín es un granuja!

 

(Sale. Todos se miran asombrados. En la puerta aparece MANOLÍN, tan tranquilo, que atraviesa la escena con las manos en los bolsillos del pantalón. Porque ya es un hombre.)

 

TODOS.-   (Mirándole.)  ¡Manolín!

MANOLÍN.-  ¿Qué pasa? ¿Por qué me miráis así? ¡Ah, vamos! Eso es que Rosita os ha venido con el cuento...

RICARDO.-  ¡Niño!

MANOLÍN.-  Pero si no ha sido nada... Total, que hemos tropezado en el pasillo y dice que yo la he83 dado un beso. Pero yo no me he dado cuenta... Palabra. Habrá sido sin querer. ¡Hay que ver! Cómo se pone esta chica por nada...

 

(Y sale silbando con todo desparpajo. Todos le siguen con la mirada, verdaderamente atónitos.)

 

RICARDO.-  Oye, Cándida. ¡Este chico es un fresco!

CÁNDIDA.-  Sí, Ricardo. Este... ¡Este es igual que tú!


 
 
TELÓN
 
 



 
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