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Julián Marías «Una vida presente: Memorias 1»

(Banco de Bilbao, 21 de diciembre de 1988)

Fernando Lázaro Carreter


De la Real Academia Española



Entre los haberes más valiosos de mi vida, cuento la amistad de Julián Marías. La que yo siento por él; la que él siempre me ha mostrado. La mía empezó siendo asombro y respeto por su nombre. Decía Ortega que, en los años de su mocedad, había un escándalo en Madrid, y que ese escándalo era Valle-Inclán. Cuando yo llegué a Madrid, año 1943, exactamente hace nueve lustros, el escándalo no era, por desgracia, estético, sino ético. Estaban aún sin cicatrizar las heridas materiales de la guerra. La vida intelectual, cuya rica diversidad buscaba un joven de provincias, era sólo un coro que entonaba un único himno. La Facultad de Filosofía y Letras no sólo había roto con su inmediato pasado, sino que lo miraba con rencor. Los escasos supervivientes, Dámaso Alonso, por ejemplo, flotaban en un ambiente de sospechas y aprensiones. Los nombres que un joven de provincias, discípulo de José Manuel Blecua y de Francisco Ynduráin, admiraba, habían sido cruelmente entintados, para que no pudieran leerse, en las cubiertas de sus libros. Los apuntes que una de las nuevas estrellas de la filología decía haber tomado de las explicaciones de don Américo Castro, nos eran leídos en clase por su ayudante -la estrella se abstenía de brillar en el aula- para que apreciáramos «qué tonterías decía el judiote de don Américo». Eran, claro, las tonterías del copista. Quien no quería cantar, callaba con prudencia o con temor. El escándalo de aquel Madrid sombrío se llamaba Julián Marías. Era prácticamente el único antifranquista público que andaba por la calle, la extraña oveja negra, que, poco antes, había sido cargada, mediante un infamante suspenso asestado a su tesis doctoral, con las culpas de una intelectualidad presunta responsable de los males de España. El misterioso Julián Marías circulaba por el sigilo de los que callábamos mientras sonaba el himno, musitado su nombre con respeto, asombro y una absoluta falta de información acerca de su persona. «Un discípulo de Ortega», era su única etiqueta. Sí, pero, además, ¿quién?

Naturalmente, ya pudimos saber más, mucho más, cuando apareció su Historia de la Filosofía, y se nos reveló una mente tan poderosa como nítida. Y cuando otros libros y escritos suyos vieron luz, y él mismo fue haciéndose presente con su palabra. Al fin, pudimos traerlo a la Universidad de Salamanca, finales de los cincuenta. Algo grave, creo que una muerte política, no lo recuerdo, había ocurrido en España el día de su conferencia. Una oscuridad moral se añadía a la de aquel anochecer de invierno. Y en el paraninfo donde un 12 de octubre había sonado el célebre aldabonazo de Unamuno, Marías no calló, y dijo por todos -no se si por todos, pero sí por muchos- nuestra angustia.

Allí empezó nuestro conocimiento, que iría trocándose en amistad. Durante muchos años, durante muchos jueves del año, me siento en un sillón contiguo del suyo en la Academia. Allí, nuestras coincidencias suelen ser absolutas; y no sólo en la estimación de vocablos y de significados: mientras otros compañeros discuten de sustantivos y verbos, nosotros nos susurramos algo sobre todas las cosas. Conozco, no hay que decirlo, cuanto escribe, anticipado y resumido, muchas veces, en nuestros cuchicheos. Ante sus análisis o interpretaciones de lo que acontece, puedo suponer sin error, en infinidad de casos, con sólo leer el planteamiento, cuál va a ser la actitud que Marías adopta: hasta tal punto coincido con su pensamiento; o hasta tal punto mi propio pensamiento se ha impregnado del suyo, no sé. A pesar de eso, yo no conocía verdaderamente a Julián Marías . Y, a pesar de su visible presencia en la vida española, de su relevante influencia pública, me temo que eso mismo sucede a infinidad de personas que lo admiran, lo quieren y creen conocerlo.

Me he leído el primer volumen de sus Memorias de un tirón. No exagero: ni la cena ni el sueño han interrumpido la lectura. Oía la voz del autor -cuando se lee a Marías, se escucha su voz- contándome de sí, haciéndome confidencias, descubriendo lo que, bajo el trato frecuente, continuaba oculto. Todo lo actual tiene un pasado, un hacerse, sin el cual no se comprende; la superficie procede de un espesor que la sustenta y explica. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que nuestra amistad era superficial: apenas si yo hubiera podido añadir algo a lo que de él dice cualquier currículo sucinto. Entiéndase: algo referente al hombre y sus vicisitudes. Porque pocos hay, con relieve público, tan celosos, tan púdicos con su intimidad. Y he aquí que, en esa noche de lectura confidencial, Julián Marías se me ha revelado, esto es, se me ha explicado con una doble biografía, aunque el libro entreteja fuertemente las dos: la de su vida intelectual y la que le ha tocado gozar y sufrir como persona. Si la primera puede rehacerse por cualquiera que haya seguido la trayectoria de sus publicaciones, la segunda precisa de confesiones para ser conocida. Es ésta lógicamente la que más me ha interesado. Narra algunas anécdotas de su más temprana infancia, que no contaré para no privarlas del encanto de su estilo, que anuncian ya tres cualidades del Julián Marías que todos conocemos: la sinceridad desafiadora del riesgo, la cortesía aun con quienes no la merecen, y la veracidad como supremo valor: a los seis años, se juramenta con su hermano para no mentir nunca; con sencillez comenta que no cree haber quebrantado jamás aquel propósito.

Marías comparece en sus confidencias rodeado desde la niñez de gentes encantadoras: sus padres, su hermano, la tía soltera de los hogares españoles, parientes, vecinos, que son su paisaje vital, evocados con la inimitable y persuasiva sencillez de su palabra. Primero, el vivir confortable y burgués de aquella honorable familia de provincias, naturalmente ajeno el muchacho a lo que acontecía al otro lado de las verjas del Campo Grande vallisoletano. Pronto, el descubrimiento de que hay un más allá de las paredes de casa y de los árboles del parque: el bosque inmenso y complicado de los problemas nacionales. Paralelamente, la decadencia, la ruina familiar y la primera gran tragedia que hiere su ánimo, ya en Madrid. Los estudios primarios y bachilleriles, hasta la llegada a la Universidad, donde su aún indecisa vocación es literalmente raptada por la Filosofía que, al fin, ya alumbraba originalmente en España. Sus lecturas, la compra de libros sin dinero apenas, su aprendizaje de idiomas. Y, en medio de todas estas cosas entre las que va creciendo, la aparición de Lolita. Sólo un alma tan delicada como la de Julián, dotada además de singular potencia artística, es capaz de hacer un análisis tan fino, tan cautivador, del surgir del sentimiento amoroso, a partir del simple placer que causa la compañía, hasta que ese querer estar juntos se convierte en necesidad de no separarse. Por el libro desfilan muchas mujeres; el autor conoce muy bien la condición femenina, y a elucidarla ha dedicado hondas e inolvidables meditaciones. Al hilo de esas mujeres evocadas, Marías hace revelaciones absolutamente íntimas acerca de su modo de vivir la relación entre los sexos (algo de lo que jamás habíamos hablado, y sin lo cual no acaba de conocerse al prójimo). Entre todas las mujeres que contornearon el vivir del autor, Lolita representó el amor, el solo y único amor de su vida, el hilo que, a diferencia del de Penélope, suelda irrompiblemente el vivir intelectual, moral y familiar de nuestro amigo. A la inversa -si no, no hubiera sido amor- Julián se hace parte del alma de su esposa. Las páginas en que eso se narra son dignas de cualquier gran lírico que fuera capaz de razonar su sentir.

Este primer volumen, que acaba con el primer viaje del matrimonio a los Estados Unidos, en 1950, narra dos momentos culminantes, privado uno y público el otro. En el orden personal la escalofriante pérdida del hijo primogénito, relatada con un ascetismo formal que hace más punzante la tragedia. En el orden social, la República y la guerra, vistas con unos ojos que, entre las tantas opciones de aquellos años, habían optado por una mirada resuelta y firmemente liberal. Marías puso su esperanza en la República, aunque no se le ocultaban los errores en que incurría cada vez que resolvía contra la libertad. Creo que son páginas necesarias para construir la historia de la guerra civil, las que, en estas Memorias, cuentan el Madrid sitiado y, sobre todo, el papel importante que aquel jovencísimo soldado, desempeña en los momentos finales de la contienda, cuando, al servicio de la República, por la convicción socrática de que, a pesar de sus equivocaciones, era la legalidad, sirve a la Junta de Defensa en la cual, como consecuencia del estado de guerra al fin declarado, reside la última legitimidad. Marías se vincula a ella por la amistad que le une con Julián Besteiro. Ahora sabemos que la mayor parte de los escritos y manifiestos que emanaron de aquella Junta se debían a su pluma. Emociona verlo llegar al Ministerio de Hacienda, ya en poder de las tropas nacionales, a dar el que sería su último abrazo al noble, al admirable Besteiro de aquellas horas dramáticas, sin temor a las consecuencias graves que podrían derivársele de aquel gesto.

Después, la prisión, la liberación -que no es lo mismo que la libertad-, la construcción de la vida familiar a partir de la pobreza, sólo menor que el entusiasmo, que el deseo de proseguir, mediante su ejemplo y su enseñanza, la historia intelectual del pasado que acababa de arruinar el gran desastre. El último Ortega, el de Lisboa, el de la conferencia del Ateneo, el del Instituto de Humanidades, ya asociado Marías con su maestro pasa imborrablemente por estas páginas. De las cuales emerge algo más importante que un hombre sabio: Julián es un hombre de absoluta limpieza moral que, como alguna vez le he oído, no tendría que borrar ni un solo párrafo de los que ha firmado en toda su vida, aunque se le diera esa oportunidad. Siento ira cuando, a veces, algunos oportunistas de nuestra hora, que tal vez eran los maestros del coro de la posguerra, se permiten juzgar torcidamente actitudes que Marías adopta ante la vida nacional, ejercitando como siempre su libérrimo y nunca venal pensamiento. Y recuerdo a aquel suspenso en el doctorado que le impedía el acceso a la docencia oficial, cuyo nombre pronunciábamos con asombro y temor los estudiantes que, entonces, no cantábamos.

En esas horas de lectura entusiasta que he consagrado a las Memorias, cuando al abrir el libro se me ha abierto su vida, he aprendido de Marías mucho más que en años enteros de frecuentación. Ahora que ya sé de él, que conozco los avatares de su vida, que no ignoro por qué ha ejercido siempre atracción sobre mí su figura, que me consta lo casi todo que compartimos, es cuando puedo asegurar con plenitud que soy su amigo. La amistad que me inspira ya tiene fundamento. No elogio, pues, sólo la calidad literaria e histórica de un montón de páginas, sino los latidos de un corazón honrado, insobornable, constante, leal, y, por tantos conceptos, ejemplar. Uno de los pocos corazones sabios y sin resentimientos que nos van quedando.





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