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La Celestina

Razones para tratar de esta obra dramática en la historia de la novela española

Marcelino Menéndez Pelayo





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La Celestina. - Razones para tratar de esta obra dramática en la historia de la novela española. - Cuestiones previas sobre el autor y el texto, genuino de la «Tragicomedia de Calisto y Melibea». -Noticia de sus primeras ediciones y de las diferencias que ofrecen. - Noticia del bachiller Fernando de Rojas. - ¿Es autor del primer acto de la Celestina? - ¿Lo es de las adiciones publicadas en 1502? - ¿Fecha aproximada de la Celestina? - Lugar en que pasa la escena. - Fuentes literarias de la Tragicomedia: reminiscencias clásicas. - Teatro de Plauto y Terencio. - Comedias elegíacas de la Edad Media, especialmente la de Vetula: su imitación por el Arcipreste de Hita. - Comedias humanísticas del siglo XV: el Paulus, de Vergerio; la Poliscena, atribuida a Leonardo Bruni de Arezzo; la Chrysts, de Eneas Silvio. - La Historia de Euríalo y Lucrecia, del mismo. - Otras reminiscencias de escritores del renacimiento italiano: Petrarca; Boccaccio. - Literatura española del siglo XV que pudo influir en Rojas: el Arcipreste de Talavera, Juan de Mena, Alonso de Madrigal, la Cárcel de amor. - Análisis de la Celestina. - Los caracteres. - La invención y composición de la fábula. - Estilo y lenguaje. - Espíritu y tendencia de la obra. - Censuras morales de que ha sido objeto.- Historia póstuma de la Celestina. - Rápidas indicaciones sobre su bibliografía. - Principales traducciones. - Su influjo en las literaturas extranjeras. - Importancia capital de la Celestina en el drama y en la novela española.


Al incluir la Celestina y sus más directas imitaciones en esta historia de los orígenes de la novela española, y ofrecer en este tomo algunas muestras del género, no pretendo   —8→   sostener que estas obras, y menos que ninguna la primitiva, sean esencialmente novelescas. En trabajos anteriores1 he manifestado siempre parecer contrario, y no encuentro motivo para separarme de él después de atento examen. La Celestina,2llamada por su verdadero nombre Comedia de Melibea en la primera edición, Tragicomedia de Calisto y Melibea en la refundición de 1502, es un poema dramático, que su autor dio por tal, aunque no soñase nunca con verlo representado.

Por mucho que se adelante su fecha, hay que conceder que fue escrita por lo menos en el último decenio del siglo XV, y es probablemente anterior a las más viejas églogas de Juan del Enzina, a lo sumo coetánea de algunas de ellas3. ¿Qué relación podía tener aquel escenario infantil con el arte suyo, tan reflexivo, tan maduro, tan intenso y humano? El autor escribió para ser leído,4 y por eso dio tan amplio desarrollo a su obra, y no se detuvo en escrúpulos ante la libertad de algunas escenas, que en   —9→   un teatro material hubieran sido intolerables para los menos delicados y timoratos. Pero escribía con los ojos puestos en un ideal dramático, del cual tenía entera conciencia. Le era familiar la comedia latina, no sólo la de Plauto y Terencio, sino la de sus imitadores del primer Renacimiento. Este tipo de fábula escénica es el que procura no imitar, sino ensanchar y superar, aprovechando sus elementos y fundiéndolos en una concepción nueva del amor, de la vida y del arte.

Todo esto lo consigue con medios, situaciones y caracteres que son constantemente dramáticos, y con aquella lógica peculiar que la dramaturgia impone a la acción y a los personajes, con aquel ritmo interno y graduado que ningún crítico digno de este nombre puede confundir con los procedimientos de la novela. La Celestina no es un mero diálogo ni una serie de diálogos satíricos como los de Luciano, imitados tan sabrosamente por los humanistas del siglo decimosexto. Concebida como una grandiosa tragicomedia, no podía tener más forma que el diálogo del teatro, representación viva de los coloquios humanos, en que lo cómico y lo trágico alternan hasta la catástrofe con brío creciente. Fuera de algunos pasajes en que la declamación moral predomina, el instrumento está perfectamente adecuado a su fin. La creación de una forma de diálogo enteramente nueva en las literaturas modernas, es uno de los méritos más singulares de este libro soberano. En nuestra lengua nadie ha llegado a más alto punto; pero compárese esa prosa con la de Cervantes, y se verá cuánto distan el   —10→   estilo del teatro y el de la novela, aunque tanto influyan el uno en el otro.

El título de novela dramática que algunos han querido dar a la obra del bachiller Rojas, nos parece inexacto y contradictorio en los términos. Si es drama, no es novela. Si es novela, no es drama. El fondo de la novela y del drama es uno mismo, la representación estética de la vida humana; pero la novela la representa en forma de narración, el drama en forma de acción. Y todo es activo, y nada es narrativo en la Celestina.

Pero ¿cómo prescindir de ella en una historia de la novela española? Así como la antigüedad encontraba en los poemas de Homero las semillas de todos los géneros literarios posteriores y aun de toda la cultura helénica, así de la Tragicomedia castellana (salvando lo que pueda tener de excesivo la comparación) brotaron a un tiempo dos raudales para fecundar el campo del teatro y el de la novela.5 Y si extensa y duradera fue la acción de aquel modelo sobre la parte que podemos llamar profana o secular de nuestra escena, no fue menos decisiva la que ejerció en la mente de nuestros novelistas, dándoles el primer ejemplo de observación directa de la vida: el primero,   —11→   decimos, porque las pinturas de los moralistas y de los satíricos apenas pasan de rasguños, aun en las animadas páginas del Arcipreste de Talavera, uno de los pocos precursores indudables de Fernando de Rojas. La corriente del arte realista fue única en su origen, y a ella deben remontarse así el historiador de la dramaturgia como el que indague los orígenes de la novela. Y aun puede añadirse que en el teatro esa dirección fue contrastada desde el principio por una poesía romántica y caballeresca muy poderosa, que acabó por triunfar y dio su último fruto con el idealismo calderoniano; al paso que en la novela, vencidos definitivamente los libros de caballerías y relegados a modesta oscuridad los pastoriles y sentimentales, imperó victoriosa la fórmula naturalista, primero en la novela picaresca y luego en la grandiosa síntesis de Cervantes, que llamaba, aunque con salvedades morales, libro divino a la inmortal Tragicomedia.

Estas razones justifican, a mi ver, la inclusión de la Celestina en el cuadro que venimos bosquejando. Y admitida ella, que es sin duda la más dramática, no puede prescindirse de sus imitaciones, que lo son mucho menos, a excepción de la Selvagia, la Lena y algunaotra. Aun estas mismas fueron escritas sin contar para nada con la escena; y no lo digo solamente por las situaciones pecaminosas, pues iguales, ya que no peores, las hay en varias comedias italianas que positivamente fueron representadas, sino porque en todas esas imitaciones falta aquella chispa de genio dramático que inflama la creación del bachiller Rojas y la hace bullir y moverse ante nuestros ojos en un escenario ideal. En las Celestinas secundarias, el diálogo, aunque constantemente puro y rico de idiotismos y gracias de lenguaje, camina lento y monótono, se pierde en divagaciones hinchadas y pedantescas o se revuelca en los más viles lodazales. Sus autores calcan servilmente los tipos ya creados, pero rara vez aciertan a hacerles hablar su propio y adecuado lenguaje. Del drama sólo conservan la exterior corteza, la división en actos o escenas, pero introducen largas narraciones, se enredan en episodios inconexos y usan procedimientos muy afines a los de la novela. Algunas hasta carecen de verdadera acción. La Lozana Andaluza, por ejemplo, no es comedia ni novela, sino una serie de diálogos escandalosos, del mismo corte y jaez que los Ragionamenti del Aretino. Pero de los caracteres que distinguen a algunos de estos libros y les dan peculiar fisonomía se hablará en el capítulo   —12→   que sigue. Ahora debemos atender sólo a la obra primitiva, que por ningún concepto debe mezclarse con su equívoca y harto dilatada parentela.

Trabajos muy importantes de estos últimos años han puesto en claro la primitiva historia tipográfica de la Celestina; nos han revelado que el libro pasó por dos formas distintas, y han levantado una punta del velo que cubría la misteriosa figura del que yo tengo por único autor y refundidor de la Tragicomedia, aunque personas muy doctas conserven todavía alguna duda sobre el particular.

Algo de bibliografía es aquí indispensable, pero la abreviaremos todo lo posible. La primera edición de la Celestina conocida hasta ahora es la de Burgos, 1499.6 ¿Existió otra anterior? Me guardaré de negarlo, pero no encuentro fundada la sospecha. Lo único que puede abonarla son estas palabras del prólogo de la edición refundida de 1502: «que avn los impressores han dado sus punturas, poniendo rúbricas o sumarios al principio de cada aucto, narrando en breue lo que dentro contenía: vna cosa bien escusada, segun lo que los antiguos scriptores vsaron». Es así que estas rúbricas o sumarios aparecen ya en la edición de Burgos, luego tuvo que haber otra anterior en que no estuviesen. El argumento no me convence.7 Pudo el primer impresor hacer esta adición en el texto manuscrito, y no enterarse de ello el autor hasta verlo impreso, puesto que no tenemos indicio alguno de que asistiera personalmente a la corrección de su libro.

Dejando aparte esta cuestión, que por el momento es ociosa e insoluble, conviene fijarnos en el inestimable y solitario ejemplar de la edición de Burgos, que nos ha   —13→   conservado el texto primitivo de la Comedia de Melibea. Y en verdad que se ha salvado casi de milagro, pues no sólo ha tenido que luchar con todas las causas de destrucción que amagan a los libros únicos, sino con el ignorante desdén de aficionados imbéciles, que le rechazaban por estar falto, y hasta llegaron a dudar de su autenticidad.8

Carece, en efecto, de la primera hoja, empezando por la signatura A-II (Argumento del primer auto desta comedia). Es un tomo en 4.º pequeño, de letra gótica, con diez y siete grabados en madera, que convendría reproducir. En el folio 91 se halla el escudo del impresor con la siguiente leyenda: Nihil sine causa. 1499. F. A. de Basilea. Lo cual quiere decir que el libro salió de las prensas de Fadrique Alemán de Basilea, que estampó en Burgos muchos y buenos libros desde 1485 hasta 1517.

Pero este último pliego es contrahecho, según testimonio unánime de los que han tenido la fortuna de ver el precioso incunable.9 Quedaba, pues, la duda de si ese final fue copiado de otro ejemplar auténtico, o si el escudo y la fecha eran una completa falsificación. Pero tal duda no es posible después del magistral estudio del doctor Conrado Haebler, bibliotecario de Dresde, cuya pericia y autoridad en materia de incunables españoles es reconocida   —14→   y acatada por todo el mundo. Haebler deja fuera de duda que los caracteres con que está impreso el libro son los bien conocidos de Fadrique Alemán de Basilea, usados por él en casi todas las ediciones que hizo en 1499 y 1500, e idéntico el escudo del impresor al que aparece en otros productos de sus prensas.10

Aparte de esta demostración tipográfica, bastaba haber examinado el libro por dentro (lo cual no creo que hiciese nadie antes de don Pascual Gayangos, por quien fue redactada la interesante nota del Catálogo de Quaritch) para convencerse de que la edición era original y auténtica y anterior de fijo a la de 1502, que nos da ya el texto definitivo de la Celestina en veintiún actos. Los trece primeros se corresponden sustancialmente en las dos versiones, pero a la mitad del decimocuarto comienza una grande interpolación que dura hasta el decimonono; el vigésimo corresponde al decimoquinto de la edición primitiva, y el vigésimo primero al décimosexto. Se interpolan, pues, cinco actos seguidos, además de numerosos aumentos parciales, que unidos a las variantes equivalen a una refundición total.

Como el ejemplar de 1499 está falto de la primera hoja, no podemos saber cuáles eran sus preliminares; pero en tan corto espacio no se comprende que cupiera más que el título de la obra en el anverso, y a la vuelta el argumento general de la obra. En cuanto a la carta de El autor a un su amigo, sólo podemos decir con seguridad, que consta ya en la edición de Sevilla de 1501, tenida generalmente por segunda, y única que conserva la división en diez y seis actos.

Pero ¿puede negarse de plano que haya existido una edición de Salamanca de 1500? En las coplas de Alfonso de Proaza,11 que van al fin de la edición de Valencia, de   —15→   1514, una de ellas, la postrera, «describe el tiempo y lugar en que la obra primeramente se imprimió acabada:


    El carro Phebeo despues de aver dado
Mil e quinientas bueltas en rueda,
Ambos entonces los hijos de Leda
A Phebo en su casa teníen possentado.
Quando este muy dulce y breue tratado
Despues de revisto e bien corregido,
Con gran vigilancia puntado e leydo,
Fue en Salamanca impresso acabado».


La reproducción de estos versos en la edición valenciana de 1514 no implica, en concepto de Haebler ni en el mío,   —16→   que ésta sea copia de la salmantina de 1500, ni nos autoriza para creer que llevase el título de Tragicomedia, ni que contuviese los veintiún actos y el prólogo. Pudo tomarse el texto de otro ejemplar posterior, que acaso estaría incompleto, y añadirle los versos del de Salamanca. Tampoco es materialmente imposible que, después de publicada la   —17→   refundición, prefiriese el impresor de Sevilla el texto de la Comedia al de la Tragicomedia, por ser más de su gusto o por tenerle más a mano. En bibliografía hay bastantes ejemplos de primeras ediciones que no han sido arrinconadas ni sustituidas por las segundas; que han coexistido con ellas, y que a veces han llegado a triunfar del texto   —18→   enmendado por los propios autores. No fue éste ciertamente el caso de la Celestina, puesto que desde 1502 todas las ediciones tienen veintiún actos; pero ¿es tan irracional creer que el impresor de Sevilla pudo ignorar la edición de Salamanca? Hasta la circunstancia de haber omitido una de las octavas de Proaza induce a sospechar que no   —19→   las tomó de allí. Hubo otras ediciones de que no ha quedado memoria: recuérdese que las nueve más antiguas que conocemos han llegado a nosotros en ejemplares únicos, como restos de un gran naufragio. Tres de ellas son de un mismo año, 1502, lo cual atestigua la inmensa popularidad de la obra. ¡Quién sabe las sorpresas que todavía nos guarda el tiempo!

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Absteniéndonos de conjeturas y cavilaciones sobre un punto imposible de resolver por ahora, la que hoy hace veces de segunda edición es la de Sevilla, 1501, ejemplar completo e inestimable que posee la Biblioteca Nacional de París y ha publicado también el señor Foulché-Delbosc con todo el primor que pone en sus reproducciones tipográficas.12

El título es Comedia de Calisto z Melibea con sus argumentos nueuamente añadidos la qual contiene, demas de su agradable y dulce estilo, muchas sentencias filosofales y avisos muy necessarios para mancebos, mostrándoles los engaños que estan encerrados en siruientes y alcahuetas.13

A continuación se lee una carta de El Autor a vn su amigo, en que le manifiesta que «viendo la muchedumbre de galanes y enamorados mancebos que nuestra comun patria posee», y en particular la misma persona de su amigo, «cuya juventud de amor ser presa se me representa aver visto, y dél cruelmente lastimada, a causa de le faltar defensivas armas para resistir sus fuegos», las halló esculpidas en estos papeles, «no fabricadas en las grandes herrerias de Milan, mas en los claros ingenios de doctos varones castellanos formadas; y como mirase su primor, sotil artificio, su fuerte y claro metal, su modo y manera de labor, su estilo elegante, jamas en nuestra castellana lengua visto ni oydo, leylo tres o quatro veces, y tantas quantas más lo leya, tanta más necessidad me ponía de releerlo, y tanto más me agradava, y en su proceso   —21→   nuevas sentencias sentia. Vi no sólo ser dulce en su principal hystoria, o ficion toda junta; pero avn de algunas sus particularidades salían delectables fontezicas de filosofia, de otras agradables donayres, de otras avisos y consejos contra lisonjeros y malos siruientes y falsas mugeres hechizeras. Vi que no tenia la firma del auctor, y era la causa que estaua por acabar; pero quien quiera que fuesse es digno de recordable memoria por la sotil invencion, por la gran copia de sentencias entretexidas, que so color de donayres tiene. ¡Gran filósofo era! Y pues él con temor de detractores y nocibles lenguas, más aparejadas a reprehender que a saber inventar, celó su nombre, no me culpeys si en el fin baxo que lo pongo no expresarse el mio, mayormente que siendo jurista yo, avnque obra discreta, es agena de mi falcultad; y quien lo supiese diria que no por recreacion de mi principal studio, del qual yo más me precio, como es la verdad, lo hiziesse; antes distraydo de los derechos, en esta nueva labor, me entremetiesse... Assi messmo pensarían, que no quinze dias de unas vacaciones, mientras mis socios en sus tierras, en acabarlo me detuiesse, como es lo cierto; pero avn mas tiempo y menos acepto. Para desculpa de lo cual todo, no sólo a vos, pero a quantos lo leyeren, ofrezco los siguientes metros. Y porque conozcays dónde comiengan mis mal doladas razones y acaban las del antiguo autor, en la margen hallareys una cruz, y es el fin de la primera cena

Los metros son once coplas de arte mayor, en que el autor insiste sobre sus propósitos morales y afirma de nuevo que ha proseguido y acabado una obra ajena:


   Yo vi en Salamanca la obra presente;
Mouime a acabarla por estas razones:
Es la primera que estó en vacaciones;
La otra que oy14 su inventor ser sciente,
Y es la final, ver ya la más gente
Buelta y mezclada en vicios de amor...


A primera vista estas octavas no tienen misterio, pero otras de Alonso de Proaza, corrector de la impresión, que cierran el libro con pomposo elogio, declaran un secreto que el autor encubrió en los metros que puso al principio:


    No quiere mi pluma ni manda raçon
Que quede la fama de aqueste gran hombre,
Ni su digna gloria, ni su claro nombre
Cubierto de oluido por nuestra ocasion;
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Por ende, juntemos de cada renglon
De sus onze coplas la letra primera,
Las cuales descubren por sabia manera
Su nombre, su patria, su clara nacion.


Y en efecto, juntando las letras iniciales de los versos resulta este acróstico: «El bachiller Fernando de Royas (sic) acabo la comedia de Calysto y Melybea, y fve nascido en la puebla de Montalvan.

Quién fuese este bachiller Rojas, vamos a verlo en seguida. Pero desde luego conviene notar la contradicción en que incurren Rojas y su panegirista. El primero se da por continuador, al paso que Alonso de Proaza no reconoce más autor que uno.

Un año después, en 1502, aparecieron en Salamanca, en Sevilla y en Toledo tres ediciones cuyo orden de prioridad no se ha fijado todavía. Las tres llevan el título de Tragicomedia de Calisto y Melibea y constan de veintiún actos. Las variantes de pormenor son innumerables. Todo ha sido refundido, hasta el prólogo y los versos acrósticos. En el primero, después de las palabras vi que no tenía su firma del autor, se han intercalado estas otras, el qual, segun algunos dizen, fue Juan de Mena, e según otros Rodrigo Cota, pero quien quiera que fuese, es digno de recordable memoria. En los acrósticos se decía al principio:


    No hizo Dedalo en su of ficio y saber
Alguna más prima entretalladura,
Si fin diera en esta su propia escriptura
Corta, un gran hombre y de mucho valer.


En la Tragicomedia se estampó:


    Si fin diera en esta su propia escriptura
Cota o Mena con su gran saber.


Tienen estas ediciones un nuevo prólogo lleno de autoridades y sentencias,15en que el autor nos informa de las varias opiniones que hubo sobre su comedia y de los motivos que tuvo para refundirla. «Vnos dezian que era prolixa, otros breve, otros agradable, otros escura; de manera que cortarla a medida de tantas e tan differentes condiciones, a solo Dios pertenesce... Los niños con los   —23→   juegos, los moços con las letras, los mancebos con los deleytes, los viejos con mil especies de enfermedades pelean, y estos papeles con todas las edades. La primera los borra e rompe; la segunda no los sabe bien leer; la tercera, que es la alegre juventud e mancebía, discorda. Vnos les roen los huesos que no tienen virtud, que es la hystoria toda junta, no aprovechandose de las particularidades, haziendola cuento de camino; otros pican los donayres y refranes comunes, loandolos con toda atencion, dexando passar por alto lo que haze más al caso e utilidad suya. Pero aquellos cuyo verdadero plazer es todo, desechan el cuento de la hystoria para contar, coligen la suma para su provecho, rien lo donoso, las sentencias e dichos de philosophos guardan en su memoria para trasponer en lugares convenibles a sus autos e propositos. Assi que quando diez personas se juntaren a oir esta comedia, en quien quepa esta differencia de condiciones, como suele acaescer, ¿quién negará que aya contienda en cosa que de tantas maneras se entiende?... Otros han litigado sobre el nombre, dizziendo que no se avia de llamar comedia, pues acabaua en tristeza, sino que se llamase tragedia. El primer auctor quiso darle denominacion del principio, que fue plazer, e llamola tragicomedia. Assi que viendo estas conquistas,16 estos dissonos e varios juyzios, miré a donde la mayor parte acostava, e hallé que querian que se alargasse en el processo de su deleyte destos amantes, sobre lo qual fuy muy importunado; de manera que acordé, avnque contra mi voluntad, meter segunda vez la pluma en tan estraña lavor e tan agena de mi facultad, hurtando algunos ratos a mi principal estudio, con otras horas destinadas para recreacion, puesto que no han de faltar nueuos detractores a la nueua adicion.»

Tales son los datos externos que nos suministran las primeras ediciones de la Celestina. Hemos subrayado intencionadamente todas aquellas frases que más importancia pueden tener en este proceso de indagación crítica. Lo primero que nos interesa es la persona del bachiller Fernando de Rojas, autor de la mayor parte de la obra por confesión propia, autor único según Alonso de Proaza.

No ha faltado en estos últimos años quien pusiese en tela de juicio la existencia del bachiller Rojas, o a lo menos su   —24→   identificación con el autor de la Celestina. El erudito que con más tesón y agudeza, y también (justo es decirlo) con menos caridad para sus predecesores, ha examinado las cuestiones celestinescas, preguntaba en 1900: «¿Quién es ese Fernando de Rojas, nacido en Montalbán? ¿Dónde ha vivido, qué ha hecho, qué ha escrito y cuándo ha muerto?» Y se reía a todo su sabor de los eruditos españoles que habían dado por buena la atribución a Rojas, aconsejando nominalmente a uno de ellos «que no fuese tan de prisa, porque este género de investigaciones exigen menos precipitación y menos credulidad».17 El consejo era ciertamente sano, y el aludido tomó de él la parte que le convenía, quedando agradecido a quien se lo daba. Pero siguió opinando que en materias de crítica, tan peligrosa es la incredulidad sistemática como la ciega credulidad, y que era aventurarse mucho el sostener, «hasta que hubiese pruebas de lo contrario, que Fernando de Rojas era un personaje inventado por el autor de la carta y de los versos acrósticos, y propuesto por él a la admiración de sus contemporáneos y de la crédula posteridad».

La prueba en contrario vino dos años después, y pareció perentoria a todos los que no tenían opinión cerrada sobre el asunto. El señor don Manuel Serrano y Sanz, empleado de la Biblioteca Nacional entonces, y ahora dignísimo catedrático de Historia en la Universidad de Zaragoza, tropezó, entre otros procesos de la Inquisición de Toledo (que hoy se guardan en el Archivo Histórico Nacional), con uno formado en 1525 contra Álvaro de Montalbán, el cual declara bajo juramento tener una hija llamada Leonor Álvarez, muger del bachiller Rojas, que compuso a Melibea, vecino de Talavera. Y cuando los inquisidores autorizaron al Montalbán para nombrar defensor, «dixo que nombraba por su letrado al Bachiller Fernando de Rojas, su yerno, vecino de Talavera, que es converso

Justamente satisfecho el señor Serrano con tan importante hallazgo, publicó íntegro el proceso, acompañado de otros documentos que dan nueva luz sobre la familia de Rojas.18 La identificación del personaje no podía ser   —25→   más completa. La celebridad de su libro era tal, que iba unida a su nombre, y su suegro le invocaba como un título de honor: «el bachiller Rojas, que compuso a Melibea».

Tampoco ocultaba su condición de judío converso, que parece recaer sobre su propia persona y no meramente sobre su familia, pues entonces se hubiera dicho que venía «de linaje de conversos», según la fórmula usual. Conjetura el señor Serrano, que su madre pudo ser cristiana y vieja, que de ella tomaría su apellido, que en la Puebla de Montalbán, en Talavera y en otras partes del reino de Toledo era de gente hidalga, al paso que no figura en los padrones conocidos hasta ahora de los judíos de aquella tierra. Pero con la anarquía que entonces reinaba en materia de apellidos y la frecuente mezcla de sangre entre gentes de ambas estirpes, poca seguridad puede haber en esto. Lo único que resulta averiguado es que el nombre del autor de la Celestina debe añadirse desde ahora a la rica serie de nombres preclaros con que la raza hebrea ilustró los anales literarios y científicos de nuestra Península.19

Resulta del proceso que Leonor Álvarez, mujer del bachiller Rojas, contaba en aquella fecha treinta y cinco años. No consta la edad de su marido, pero siendo ya autor de la Celestina en 1499, y viviendo todavía en 1538 según datos que parecen fidedignos, puede conjeturarse que tenía bastante más edad que su mujer, y por mi parte no   —26→   encuentro inverosímil la de cincuenta años o poco más, en que se fija el señor Serrano.20 A esto se abjeta que una obra maestra como la Celestina, que arguye tan profunda experiencia de la vida, no puede atribuirse a un joven recién salido de las aulas, por precoz que se le suponga. Pero el autor de la Celestina era positivamente un genio, y con el genio no rigen las reglas comunes. La intuición puede suplir a la experiencia en tales hombres. No hablemos de los grandes poetas líricos muertos en la flor de sus años, porque la poesía lírica tiene algo de juvenil en su esencia. No es preciso recordar tampoco los portentos de precocidad de Pascal, porque el espíritu geométrico se desenvuelve en condiciones que nada tienen que ver con las experiencias de la vida. Pero buscando en nuestra propia literatura, y muy cerca de nosotros, ejemplo bien adecuado, ¿quién no sabe que toda la obra crítica y satírica de Larra, no superada en nuestra lengua durante el siglo XIX, y a la cual nadie negará amarga y honda penetración social, fue escrita antes de los veintinueve años?

¿Qué inconveniente puede haber para admitir que la Celestina sea obra de un estudiante? Nada hay en ella que él no hubiese podido observar directamente: no hay un solo personaje, ni el gentil mancebo Calisto, ni su enamorada Melibea, ni Celestina y sus alumnas, ni los criados de Calisto, ni el rufián Centurio, que salga de los límites del mundo en que él vivía. Tipos como aquéllos debían encontrarse a cualquier hora en Toledo y en Salamanca. Además, el ambiente de la Celestina tiene algo de universitario. La obra de Rojas, a pesar de su originalidad potente, es una comedia humanística, cuyos lances recuerdan los de las comedias latinas compuestas por los eruditos italianos del siglo decimoquinto: filiación que procuraré poner en claro más adelante. Estas obras se leían en nuestras universidades, y alguna de ellas logró los honores de la reimpresión para uso de nuestros escolares.21 El medio, pues, era perfectamente adecuado para la elaboración de la Celestina, a la cual prestó sus elementos la realidad castellana, y sus formas la tradición clásica en consorcio con la Edad Media.

No es un desatino, aunque lo den a entender doctos filólogos,   —27→   que llegan a tachar de «inverisímil ignorancia» a que opinamos lo contrario, el decir que las expresiones «mi facultad», «mi principal estudio», pueden aplicarse lo mismo a un estudiante que «a un hombre provisto de un empleo o que ejerce una profesión».22 A la facultad de Derecho pertenece lo mismo el que la aprende que el que la enseña o la practica: todos ellos pueden decir con igual razón «mi facultad», «mi principal estudio». Jurista, según el diccionario vigente, es «el que estudia o profesa la ciencia de las leyes». Estudiante jurista se dijo siempre en nuestras aulas, para distinguirle del estudiante teólogo o de cualquier otra clase de estudiantes.

Además, aquellas vacaciones en que dice haber acabado su obra, ¿qué pueden ser sino vacaciones universitarias? Entonces no había vacaciones de tribunales, y aun éstos apenas comenzaban a organizarse, ni consta que Rojas ejerciese más oficio público que el de alcalde mayor de Talavera en sus últimos años. Los socios que «estaban en sus tierras» serían otros estudiantes o bachilleres como él. Quizá una detenida exploración en el archivo de la Universidad de Salamanca podría resolver definitivamente este punto, en que bien podían ejercitarse los eruditos de aquella ciudad, que por no sé qué siniestro influjo empieza a olvidar demasiado la investigación de su gloriosa historia.

En Salamanca, digo, porque es para mí casi seguro que estudió allí, y allí se graduó de bachiller en Jurisprudencia, en fecha ignorada, pero anterior de fijo a 1501, cuando ya usa ese título en los versos acrósticos. No había más que dos Estudios de Leyes en todo el territorio de la corona de Castilla, y el de Valladolid estaba más lejos de Talavera o de la Puebla que el de Salamanca y tenía menos nombradía que él.23

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Esta sospecha raya poco menos que en certidumbre cuando se repara en aquellos tres versos:


    Yo vi en Salamanca la obra presente:
Movíme a acabarla por estas razones:
Es la primera que estó en vacaciones...


No por eso creemos que deba localizarse en aquella ciudad la escena de la Tragicomedia. Pero dejando en suspenso este y otros puntos relativos a la composición de la obra, continuemos recogiendo los pocos vestigios que de su paso por el mundo dejó el bachiller Fernando de Rojas. No da mucha luz la causa inquisitorial de su suegro Álvaro de Montalbán. Es uno de tantos procesos contra judaizantes, en que pueden adivinarse de antemano las acusaciones y los descargos. La familia había dado un regular contingente a los registros del Santo Oficio, que había desenterrado y quemado los restos del escribano Fernando Álvarez de Moltalbán y de su mujer Mari Álvarez, padres del procesado Álvaro. El cual declara tener setenta años, antes más que menos, y haber sido ya reconciliado hacía más de cuarenta, por comer el pan cenceño24 y entrar en las cabañuelas25 y hacer otras ceremonias judaicas. El promotor   —29→   fiscal le acusa de hereje y apóstata, no sólo por los actos dichos, sino por haber sembrado proposiciones de mala doctrina, dudando, como los saduceos, de la inmortalidad del alma. «Item, que despues acá, con poco temor de Dios y en menosprecio de la religión cristiana, hablando ciertas personas cómo los plazeres de este mundo eran todos burla, e que lo bueno era ganar para la vida eterna, el dicho Álvaro de Montalvan, creyendo que no ay otra vida despues desta, dixo e afirmó que acá toviese el bien, que en la otra vida no sabia sy avia nada.» Un Iñigo de Monzón, vecino de Madrid, que había conocido a Álvaro en casa de su hija Constanza Núñez, mujer de Pedro de Montalván, aposentador de Sus Magestades, no sólo fue testigo de este cargo, sino que añadió otros bastante graves para la ortodoxia del procesado: «Preguntado en qué posesión es avido e tenido el dicho Álvaro de Montalvan en esta dicha villa e en los otros lugares donde dél se tiene noticia, dixo que en vezes ha estado en esta dicha villa, en la perrochia de san Gines, en casa del dicho su yerno, más de dos años, y el uno a la contina puede ayer tres años, e que en el dicho tiempo que aquí estovo nunca le veya en misa los domingos ni fiestas, sino es alguna vez que yva con su hija, y que entrando en la yglesia se sentava en un poyo cabizbaxo, y que asy se estava sin sentarse de rodillas ni quitarse el bonete; e no se acuerda ni parava mientes si adorava el Santo Sacramento, pero acuerdase que murmuravan muchas mugeres en la yglesya de verle asy syn devocion y syn verle rezar ni menear los labrios; e que otras vezes se metia en una capilla, donde estava hasta que se acabase el ofiçio, sentado; y que en el dicho tiempo tampoco, le vió comulgar ni confesarse, e que preguntandole este testigo, con sospecha al dicho cura, le dixo que con él no se había confesado, ni comulgado.» El cura de San Ginés atenuó algo los términos de esta declaración; y no se pasó adelante en la prueba testifical, sin duda porque en la Puebla (como dijo el mismo cura) apenas había persona que no tuviese nota de reconciliada. Las confesiones del reo, que prometió vivir de allí adelante como buen cristiano, y sin duda también su avanzada edad, mitigaron algo el rigor de la sentencia, que se redujo finalmente a asignarle su casa por cárcel, con obligación de traer el sambenito sobre todas sus vestiduras, y las demás penitencias en tales casos acostumbradas.

El bachiller Fernando de Rojas no vuelve a ser mencionado   —30→   en el proceso de su suegro más que una vez sola, cuando le designó como abogado. Los inquisidores dijeron que no había lugar y que nombrase persona sin sospecha, y él nombró al licenciado del Bonillo.

Ya en 1517 había figurado el bachiller Fernando de Rojas entre los testigos de abono y descargo en otro proceso inquisitorial contra Diego de Oropesa, vecino de Talavera, acusado también de judaizante. Ni el triste percance de su suegro, ni los buenos oficios que generosamente prestaba a los de su raza, parecen haberle hecho personalmente sospechoso, si hemos de dar crédito a las noticias que en el primer tercio del siglo XVII recogió en su Historia de Talavera, inédita aún26, el Licenciado Cosme Gómez de Tejada de los Reyes, escritor juicioso y fidedigno en las tradiciones locales que conserva, y mucho más próximo a Rojas que nosotros, aunque no fuese coetáneo suyo. Este pasaje, descubierto por Gallardo y dado a conocer por Cañete con una errata substancial27, dice así en su integridad:

«Fernando de Rojas, autor de la Celestina, fábula de Calixto y Melibea, nació en la Puebla de Montalban, como él lo dize, al principio de su libro en unos versos de arte mayor acrósticos; pero hizo asiento en Talavera: aquí vivió y murió y está enterrado en la iglesia del convento de monjas de la Madre de Dios. Fué abogado docto, y aun hizo algunos años en Talavera oficio de Alcalde mayor. Naturalizóse en esta villa y dejó hijos en ella. Bien muestra la agudeza de su ingenio en aquella breve obra llena de donaires y graves sentencias, espejo en que se pueden mejor mirar los ciegos amantes que en los christalinos adonde tantas horas gastan rijando sus feminiles guedejas. Cumplió bien sus obligaciones en aquel género de escrevir, con que pueden entender tantos autores modernos de libros de entretenimiento y de otros, que no consiste la arte y gallardía de decir en afectadas culturas,   —31→   todo ruido de palabras que atruenan el viento y lisonjean el oído, mas no hieren el alma porque les falta solida munición: vano estudio, indecente, infructuoso, que solamente a ingenios semejantes deleita, y a ninguno enseña ni mueve.28 Vienen medidos a Fernando de Rojas respecto de otros autores aquellos dos versos de Marcial, hablando de Persio comparado a Marso:


Saepius in libro memoratur Persius uno
Quam levis in tota Marsus Amazonide;


y lo que admira es que siendo el primer auto de otro autor (entiéndese que Juan de Mena o Rodrigo de Cota) no sólo parece que formó todos los actos vn ingenio, sino que es individuo.29 El mismo ejemplo tenemos en nuestro tiempo en los dos hermanos Argensolas, Lupercio y Bartolomé, insignes poetas, dos padres de un solo hijo, que sus metros más dicen unidad que similitud.»

Prescindiendo del elogio de la Celestina, que es uno de los más curiosos de un tiempo en que ya comenzaba a olvidársela, nada hay en la sencilla noticia de Tejada que pueda infundir sospechas al más escéptico, ni que esté en contradicción con los pocos documentos originales que poseemos. Es cosa sabida (por declaración del mismo Rojas y por testimonio de su suegro), que era abogado, y sin gran temeridad se le ha podido llamar docto, pues no hemos de suponer ignorante y cerril en su principal estudio a quien era capaz de componer por mera recreación la Celestina. Que se naturalizó en Talavera está confirmado por todos los documentos, pues ya aparece como vecino de aquella ciudad en 1517, y a ella se refieren todas las noticias posteriores de su vida, que alcanzan hasta 1538. Consta que aquel año ejerció en Talavera desde el 15 de febrero al 21 de marzo el cargo de alcalde mayor, sustituyendo al Dr. Núñez de Durango30. Si Cosme Gómez escribía de memoria, pudo equivocarse en cuanto a la duración del cargo, pero ésta no es variante de trascendencia. Lo del enterramiento en la iglesia del convento de monjas de la Madre de Dios era caso de notoriedad pública y no   —32→   podía inventarse. Finalmente, es ciertísimo que Fernando de Rojas dejó descendencia. El testamento de su cuñada, Constanza Núñez, descubierto por el benemérito y malogrado don Cristóbal Pérez Pastor en el archivo de protocolos de Madrid, nos ha dado a conocer el nombre de una hija del poeta, Catalina de Rojas, casada con su primo Luis Hurtado, hijo de Pedro de Montalbán31. Y probablemente no fue única: en el archivo de la parroquia del Salvador, de Talavera, que está próxima al convento de la Madre de Dios, se encuentran partidas bautismales de 1544, 1550 y 1552, referentes a varios hijos de Álvaro de Rojas, y de Francisco de Rojas, casado este último con Catalina Álvarez, patronímico que llevaba también la mujer de nuestro autor. La razón de los tiempos y el no conocerse por entonces otros Rojas en Talavera, puede inducir a sospechar que el Álvaro y el Francisco eran hijos del bachiller; lo que no parece dudoso es que pertenecían a su familia.

No es únicamente el testimonio de Cosme Gómez el que afirma la atribución de la Celestina a Fernando Rojas. Hay otro más antiguo y que estaba ya indicado años antes del hallazgo de los procesos de Toledo. Al tomar posesión de su plaza de número en la Academia de la Historia, leyó el inolvidable don Fermín Caballero, en 1867, un precioso discurso sobre las Relaciones geográficas que los pueblos de Castilla dieron a Felipe II desde 1574 en adelante, contestando al interrogatorio redactado por Ambrosio de Morales. No se olvida don Fermín de consignar que «del bachiller Fernando de Rojas, coautor de la famosa Tragicomedia, hace referencia la respuesta de su lugar natal, la Puebla de Montalbán».32Y así es, en efecto, salvo lo de coautor, que no es frase del documento, sino gratuita afirmación del ilustre académico, que en eso seguía la opinión más corriente en su tiempo. Para los naturales de la Puebla, como para Álvaro de Montalbán, Rojas era único autor de la Tragicomedia. Mandaba el capítulo 37 del interrogatorio que se especificasen «las personas señaladas en letras, armas y en otras cosas que haya en el dicho pueblo, o que hayan nacido o salido de él, con lo que se supiere de sus hechos y dichos señalados». El bachiller Ramírez Orejón, clérigo, que fue, en compañía   —33→   de Juan Martínez, ponente (como hoy diríamos) de esta Relación, contesta que de la dicha villa fue natural el bachiller Rojas, que compuso a Celestina.33

Aclarado ya, aunque no tanto como nuestra curiosidad desearía, el enigma personal del bachiller, que por tanto tiempo ha fatigado en inútiles disquisiciones a la crítica,34 entremos en las cuestiones verdaderamente graves y difíciles que se refieren a la composición del libro. Estas cuestiones se han complicado con la aparición de los ejemplares en diez y seis actos. Antes no se disputaba más que sobre el acto primero. Ahora no basta preguntar: el bachiller Rojas, ¿es autor único de la Celestina?, sino que la interrogación debe formularse así: el bachiller Rojas, ¿es único autor de los diez y seis actos que conocemos por las ediciones de Burgos y de Sevilla? ¿Se le deben atribuir también los cinco actos interpolados en las ediciones de 1502, y conocidos con el nombre de Tractado de Centurio? ¿Le pertenecen asimismo las variantes y adiciones que se introdujeron en los demás actos del texto refundido?

En absoluto rigor crítico la cuestión del primer acto es insoluble, y a quien se atenga estrictamente a las palabras del bachiller ha de ser muy difícil refutarle.35 Él afirmó siempre en la carta «a vn su amigo», en los versos acrósticos   —34→   y en el prólogo, que no había hecho más que continuar una labor ajena. Los elogios que hace del primer autor son tan enfáticos que superan a todo lo que han dicho los más exaltados panegiristas de la Celestina:


    Jamas yo no vide en lengua romana,
Despues que me acuerdo, ni nadie la vido,
Obra de estilo tan alto e sobido,
En tusca, ni griega, ni en castellana.
No trae sentencia, de donde no mana
Loable a su auctor y eterna memoria...


Él no ha hecho más que dorar con oro de lata


El más fino tíbar que vieron sus ojos,
Y encima de rosas sembrar mil abrojos.


Afecta desdeñar los quince actos por él escritos: «el fin baxo que le pongo»; obra al fin, de quince días de vacaciones, en que anduvo algo distraído de los derechos». Sus mal doladas razones irán distinguidas de las del antiguo autor con una cruz en la margen al fin de la primera cena. Ha de advertirse que ni en la edición de Burgos ni en la de Sevilla (1501) aparece tal cruz, ni el texto está dividido en cenas o escenas, sino en auctos, como en todas las restantes. Un humanista como Rojas, que da tan seguras pruebas de conocer el teatro de Plauto y Teroncio, no podía ignorar que tanto en la comedia latina como en la moderna son cosa muy diferente actos y escenas. En la Celestina misma algunos actos pueden dividirse en escenas, atendiendo a las mutaciones de lugar y a las entradas y salidas de los personajes.36Pero es lo cierto que el bachiller, por inexperiencia acaso del vocabulario teatral, usaba promiscuamente las dos palabras, puesto que en las ediciones de 1502 la carta termina de este modo: «acordé que todo lo del antiguo auctor fuesse sin diuision en vn aucto o cena, incluso hasta el segundo aucto, donde dize: «Hermanos míos...» No hay duda, pues, que la primera cena coincidía exactamente en el primer acto, y es la parte que Rojas da por ajena.

Este acto es ciertamente más largo que ningún otro de la Tragicomedia, aunque no con la desproporción que se ha dicho. En la edición más reciente ocupa treinta y ocho páginas, pero no es corto el aucto dozeno, que pasa de   —35→   veinticuatro. Quizá cuando el autor comenzó a escribir no pensaba en dar a su obra el desarrollo que luego tuvo, y creyó poder encerrar toda la materia en un solo acto. Lo que sí llama la atención, y lo consigno lealmente por lo mismo que soy partidario acérrimo de la unidad de autor en la Celestina, es que el primer acto fue el único que se salvó de adiciones y retoques en la refundición de 1502, como si Rojas hubiera tenido escrúpulo de poner la mano en obra que no le pertenecía. Hay algunas variantes, pero son puramente verbales. Hubiera sido demasiado candor en Rojas dar con su propio texto armas contra la supuesta existencia de otro autor. Inventada ya la fábula, tenía que sostenerla con algún color de verosimilitud.

Pero ¿qué autor era ese a quien tanto admiraba? En la primera redacción de la Carta a un su amigo no nombra a nadie, ni hace conjetura alguna: se limita a decir que la obra llegó anónima a sus manos. En la segunda es más explícito y consigna la atribución por unos a Juan de Mena y por otros a Rodrigo Cota.

Nadie ha tomado en serio la primera, a excepción del editor barcelonés de 1842, que tuvo el capricho de estampar en la portada los nombres de Mena y Cota, ligándolos, con la conjunción y, como si hubiesen sido colaboradores en la tragicomedia.37 Juan de Mena fue un poeta superior dentro de su género y escuela, y en cierto modo el mayor poeta del siglo XV, pero su prosa es francamente detestable, llena de pedanterías, inversiones y latinismos horribles, que le hacen digno émulo de don Enrique de Villena, cuyas huellas procuró seguir. Basta haber leído una página cualquiera del Omero romanzado o de la Glosa que hizo a su propio poema de la Coronación, para comprender que era incapaz de escribir ni una línea de la Celestina. De esa Glosa decía el Brocense que, «allende de ser muy prolija, tiene malísimo romance y no pocas boberías (que ansi se han de llamar): más valdría que nunca pareciesen en el mundo, porque parece imposible que tan buenas coplas fuesen hechas por tan avieso entendimiento».38

  —36→  

Esta incapacidad de Juan de Mena para usar otro lenguaje que el métrico debía de ocultársele menos que a nadie a Fernando de Rojas, verdadero progenitor de nuestra prosa clásica, a quien no llega ningún escritor del siglo XV y superaron muy pocos del siguiente. ¿Cómo hubiera podido creer ni por un momento que era obra de Juan de Mena la que dice haber tenido entre manos? Este rasgo es uno de los que hacen dudar de su absoluta sinceridad. Puso a bulto el nombre del poeta cordobés, porque era una grande autoridad literaria en su tiempo y se le citaba para todo, y el mismo Rojas estaba empapado en sus escritos, como lo declaran de un modo palmario algunos pensamientos e imitaciones de detalle que en la Celestina se encuentran, como veremos después.

La cuestión de Rodrigo Cota es diversa y merece más atento examen. Rodrigo Cota de Maguaque, llamado comúnmente el Tío o el Viejo, para distinguirle de un deudo suyo a quien llamaron el Mozo, era un judío converso de Toledo, que afectó como otros muchos, odio ciego y feroz contra sus antiguos correligionarios, y recibió por ello dura lección de otro poeta judío, Antón de Montoro.39   —37→   A Cota han sido atribuidas, con leve fundamento, diversas producciones anónimas del siglo XV, tales como las Coplas de la Panadera, el escandaloso y sucio libelo titulado Coplas del Provincial y la célebre sátira política Coplas de Mingo Revulgo. Pero aun suponiendo que fuera suya esta alegórica y revesada composición, que para los mismos contemporáneos tuvo necesidad de comento, más perdía que ganaba en títulos para ser considerado autor de la Celestina, obra sencilla y humana, y por eso eternamente viva, la cual nada tiene que ver con una sátira política del momento, ingeniosa sin duda, pero todavía más afectada que ingeniosa, especialmente en la imitación del lenguaje rústico. La verdadera joya poética que debemos a Rodrigo Cota es el Diálogo entre el Amor y un Viejo, inserto en el Cancionero General de 1511. Fuera de las Coplas de Jorge Manrique, no hay composición que venza a ésta en toda la balumba de los cancioneros del siglo XV. Y no vale sólo por su espléndida ejecución, por sus bellezas líricas, por la elegancia y el brío de muchos de sus versos, sino también por su contenido, que es intensamente dramático. No se trata de un mero contraste o debate, de los que tanto abundan en las escuelas de trovadores, sino de una verdadera acción, de un drama en miniatura, con tema filosófico y muy humano: el vencimiento del Viejo por el Amor y el desengaño que sufre después de su mentida transformación. Quien imaginó este coloquio en verso, anterior sin duda a las églogas de Juan del Enzina, no era indigno de haber escrito algunas páginas de la Celestina, pero no sabemos siquiera que cultivase la prosa. Nos falta todo punto de comparación, y hay mucha distancia entre un sencillo diálogo de dos personajes alegóricos y una visión del mundo tan serena y objetiva como la que admiramos en la inmortal Tragicomedia.

Cota y Rojas fueron contemporáneos, aunque no de la   —38→   misma generación; los dos procedían de estirpe hebrea; los dos nacieron y vivieron en el reino de Toledo, el uno en la Puebla de Montalbán, el otro en la capital misma, de la cual sólo dista cinco leguas aquella villa. En 1495 debía de haber muerto ya, puesto que su nombre no consta en la Lista de los inhábiles de Toledo (es decir, de los conversos) y cantidades que cada uno pagó por su rehabilitación, pero su apellido se repite mucho: María Cota, mujer de Pero Rodríguez de Ocaña; Inés y Sancho Cota, hijos del doctor Cota; Rodrigo Cota, joyero.40 En la misma lista están el suegro de Rojas, Álvaro de Montalbán, y otros conversos de su apellido. ¿Cómo no suponer relaciones entre personas de la misma raza y que habían corrido los mismos peligros y sufrido las mismas exacciones pecuniarias? ¿Tan difícil le hubiera sido a Rojas poner en claro esa atribución a un antiguo correligionario suyo, a quien pudo muy bien conocer y tratar, puesto que hay versos de Cota posteriores a 1472?

La tradición de Cota prosperó más que la de Juan de Mena, y son varios los escritores del siglo XVI que la repiten, especialmente los toledanos, que encontraban motivo de orgullo en tal compatriota. Así Alonso de Villegas, en los metros que sirven de dedicatoria a su Comedia Selvagia, impresa en 1554:


    Sabemos de Cota que pudo empeçar,
Obrando su ciencia, la gran Celestina;
Labróse por Rojas su fin con muy fina
Ambrosia, que nunca se puede estimar.


Don Tomás Tamayo de Vargas, que nació en Madrid, pero puede considerarse como hijo adoptivo de la imperial ciudad, consigna en su inédita bibliografía Junta de libros, la mayor que España ha visto en su lengua hasta el año de 1624,41 una curiosa tradición local, que valga lo que valiere, merece recogerse, por ser tan pocos los testimonios antiguos sobre la Celestina: «Rodrigo Cota, llamado el Tío, de Toledo, escribió estando en Torrijos debaxo de unas higueras, en la casa de Tapia, el acto primero de Scelestina, Tragicomedia de Calisto e Melibea, libro que ha merecido el aplauso de todas las lenguas. Alguno ha querido que sea parto del ingenio de Juan de Mena, pero con engaño, que fácilmente prueba la lengua en que está escripto, mejor que la del tiempo de Juan de Mena.»

  —39→  

La indicación no puede ser más precisa, pero por lo mismo infunde recelo. Tamayo de Vargas era un erudito al uso de su tiempo, novelero y algo falsario, o por lo menos patrocinador de falsos cronicones y antiguallas supuestas. Pudo hacerse eco de un rumor vulgar, que acaso se refería a Rojas y no a Rodrigo de Cota; pudo inventarlo él mismo en obsequio y lisonja a los toledanos o a los vecinos de Torrijos. Con escritores tales es menester gran cautela. Sin duda por eso don Nicolás Antonio, que los conocía a fondo, y que manejó la Junta de libros, ingiriéndola casi entera en su Biblioteca Nova, se guardó mucho de copiar ésta y otras especies.

Con la única excepción acaso de Lorenzo Palmyreno en sus Hypotiposes clarissimorum virorum,42todo el siglo XVI creyó en la veracidad de las palabras de Rojas y aceptó la Celestina como obra de dos autores. El voto más importante es el del autor del Diálogo de la lengua: «Celestina, me contenta el ingenio del autor que la començó, y no tanto el del que la acabó. El juicio de todos me satisfaze mucho, porque sprimieron, a mi ver muy bien y con mucha destreza, las naturales condiciones de las persoras que introduxeron en su tragicomedia, guardando el decoro d'ellas desde el principio hasta el fin».43

Precisamente por haber guardado ese decoro o consecuencia de los caracteres desde el principio al fin, que señala con fina crítica Juan de Valdés, parece difícil admitir en el plan y composición de la Celestina, más mente ni más ingenio que uno solo.

Tal es el sentir unánime de la crítica moderna, con una sola excepción que yo recuerde, muy respetable por cierto44, y apoyada en ingeniosos argumentos, que no han logrado convencerme. En este punto sigo opinando   —40→   como opinaba en 1888, cuando la tesis del autor único de la tragicomedia distaba mucho de ser tan corriente como ahora.

Prescindamos de la divergencia entre los dos textos de la carta al amigo y atengámonos sólo al segundo. La misma incertidumbre con que el bachiller Rojas se explica, diciendo que unos pensaban ser el autor Juan de Mena y otros Rodrigo de Cota, si no basta para invalidar su testimonio, le hace por lo menos muy sospechoso, puesto que en cosa tan cercana a su tiempo no parece verisímil tal discrepancia de pareceres. Toda la narración tiene visos de amañada. ¿Quién puede creer, por muy buena voluntad que tenga, que quince actos de la Celestina primitiva, es decir, más de las dos terceras partes de la obra, hayan sido escritas ni por un estudiante, ni por un letrado, ni por nadie, en quince días de vacaciones, cuando hasta por la extensión material parece imposible, y lo parece mucho más si se atiende a la perfección artística, a la madurez y reflexión con que todo está concebido y ejecutado, sin la menor huella de improvisación, ligereza ni atolondramiento. ¿Qué especie de ser maravilloso era el bachiller Fernando de Rojas, si hemos de suponerle capaz de semejante prodigio, inaudito en la historia de las letras?

Porque aquí no se trata de aquellas atropelladas fábulas que Lope de Vega se jactaba de haber lanzado al mundo en horas veinticuatro. Esto en Lope mismo tenía que ser la excepción y no la regla. Él no habla de todas, sino de algunas: «más de ciento», modo de decir hiperbólico sin duda (como hipérbole debe de haber también en lo de las horas), pero que, aun tomado a la letra, no sería la mayor, sino la menor parte de un repertorio que contaba ya en la fecha en que el Arte Nuevo se imprimió (1609) «cuatrocientas y ochenta y tres comedias». Poseyó Lope en mayor grado que ningún otro poeta el ingenio de la improvisación escrita; pero sin recelo puede afirmarse que ninguna de sus buenas comedias fue compuesta de ese modo. Harto se distinguen unas de otras, aunque en las mejores hay tremendas caídas y en las más endebles algún destello de aquel sol de poesía que nunca llega a velarse del todo por las nubes del mal gusto. Y además, Lope era un artista dramático, un hombre de teatro, a quien el aplauso popular   —41→   estimulaba a la producción sin tasa, y con quien colaboraba inconscientemente todo el mundo. ¡Cuán diversa la posición de Rojas, que no veía delante de sí modelos, ni público en torno suyo, ni podía entrever más que en sueños lo que era la dramaturgia representada, ni podía sacar su arte más que de las entrañas de la vida y de su propio solitario pensamiento; empresa mucho más difícil que hilvanar comedias con vidas de santos o con retazos de crónicas, como solía hacer Lope en los malos días en que la inspiración le flaqueaba!

Grandes poetas románticos, que pertenecen, en algún modo a la familia de Lope, se han gloriado también de esos alardes de fuerza. Sabido es de qué manera explicaba Zorrilla el origen de El Puñal del Godo, escrito en dos días; pero su relato es tan descabellado, que apenas se le puede dar crédito.45 Víctor Hugo afirmó que había compuesto el Bug-Jargal en quince días; pero su maligno comentador Biré, que le ha ido siguiendo paso a paso en toda su carrera literaria, prueba de un modo irrefutable que ese Bug-Jargal no era la novela que conocemos ahora, sino un esbozo de ella, un cuento muy breve (de 47 páginas), publicado en un periódico (Le Conservateur Littéraire), y que pudo ser cómodamente escrito por su joven autor en quince días y aun en menos, sin que haya en ello nada de extraordinario.46

Y además, la Celestina no es el Bug-Jargal, ni El Puñal del Godo, ni una de las comedias que Lope olvidaba después de escritas. Pertenece a una categoría superior de arte, en que todo está firme y sólidamente construido; en que nada queda al azar de la improvisación; en que todo se razona y justifica como interno desenvolvimiento de una ley orgánica; en que los mismos episodios refuerzan la acción en vez de perturbarla.47 No es la perfección del estilo la maravilla mayor de la Celestina, con serlo tanto, sino el carácter clásico e imperecedero de la obra, su sabia y magistral contextura, que puede servir de modelo al más experto dramaturgo de cualquier tiempo. La locución es   —42→   tan abundante, fluye con tan rica vena, que no parece haber costado al autor grandes sudores. Su corrección es la del genio que adivina y crea su lengua; no es la corrección enteca y valetudinaria del estilo académico, sino la expansión generosa de un temperamento artístico, la plétora sanguínea de los grandes escritores del Renacimiento, cuando todavía la secta de la difícil facilidad no había venido a encubrir muchas impotencias. Pero ni ese estilo, ni mucho menos la concepción a que sirvió de instrumento, son compatibles con la leyenda de los quince días, que a mis ojos es una inocente broma literaria, un rasgo que hoy llamaríamos humorístico. Los quince días fueron sugeridos por los quince auctos, ni más ni menos.

A nuestro juicio, todas las dificultades del preámbulo tienen una solución muy a la mano. El bachiller Fernando de Rojas es único autor y creador de la Celestina, la cual él compuso íntegramente, no en quince días, sino en muchos días y meses, con toda conciencia, tranquilidad y reposo, tomándose luego el ímprobo trabajo de refundirla y adicionarla, con mejor o peor fortuna, que esto lo veremos luego. Y la razón que tuviese para inventar el cuento del primer acto encontrado en Salamanca no parece que pudo ser otra que el escrúpulo, bastante natural, de no cargar él solo con la paternidad de una obra impropia de sus estudios de legista, y más digna de admiración como pieza de literatura que recomendable por el buen ejemplo ético, salvas las intenciones de su autor, que tampoco están muy claras.48 Este mismo recelo o escrúpulo le movió acaso a envolver su nombre en el laberinto de los acrósticos y a llenar de sentencias filosofales el diálogo de la comedia,   —43→   queriendo con esto curarse en salud y prevenir todo escándalo. Si no se acepta esta explicación, que acaso no cuadra con la gran libertad de ideas y de lenguaje que reinaba en Castilla a fines del siglo XV, y no queremos suponer al bachiller Rojas más tímido de lo que realmente era, dígase que la invención del primer acto fue un capricho análogo al que solían tener los autores de libros de caballerías, que rara vez declaran sus nombres verdaderos, y en cambio fingen traducir sus obras del griego, del hebreo, del caldeo, del armenio, del húngaro y de otros idiomas peregrinos.49

La igualdad, diremos mejor, la identidad de estilo entre todas las partes de la Celestina, así en lo serio como en lo jocoso, es tal, que a pesar de la respetable opinión de Juan de Valdés, repetida por muchos sin comprobarla, no ha podido ocultarse a los ojos de la crítica, desde que ésta comenzó a ejercitarse directamente sobre los textos y a desconfiar de los argumentos de autoridad. Moratín declara en sus Orígenes del teatro español que «quien examine con el debido estudio el primer acto y los veinte añadidos, no hallará diferencia notable entre ellos, y que si nos faltase la noticia que dio acerca de esto Fernando de Rojas, leeríamos aquel libro como producción de una «sola pluma».50

Don José María Blanco (White) afirmó resueltamente, en un discreto artículo de las Variedades o Mensajero de Londres, que «toda la Celestina era paño de la misma tela», y que «ni en lenguaje, ni en sentimientos, ni en nada de cuanto distingue a un escritor de otro, se halla la menor variación».51 ¿Sería esto posible, aun suponiendo que   —44→   entre la composición del primer acto y de los restantes no mediaran más que veinte o treinta años, cuando precisamente estos treinta años fueron de total renovación para la prosa castellana, en términos tales que un libro del tiempo de los Reyes Católicos se parece más a uno de fines del siglo XVI que a otro del reinado de don Juan II, con la sola excepción del Corbacho? Rojas está a medio camino de Cervantes, y, sin embargo, una centuria entera separa sus dos producciones inmortales.

Ni Fernando Wolf,52 ni Lemcke,53 ni Carolina Michaëlis,54 ni otros eminentes hispanistas de los que más a fondo han tratado de la historia de nuestras letras, admiten que el primer acto de la Celestina sea de distinta mano que los restantes. La impresión general de los lectores está de acuerdo con ellos. Por mi parte no temo repetir lo que escribí hace veinte años: «El bachiller Rojas se mueve dentro de la fábula de la Celestina, no como quien continúa obra ajena, sino como quien dispone libremente de su labor propia. Sería el más extraordinario de los prodigios literarios y aun psicológicos el que un continuador llegase a penetrar de tal modo en la concepción ajena y a identificarse de tal suerte con el espíritu del primitivo autor y con los tipos primarios que él había creado. No conocemos composición alguna donde tal prodigio se verifique; cualquiera que sea el ingenio del que intenta soldar   —45→   su invención con la ajena, siempre queda visible el punto de la soldadura; siempre en manos del continuador pierden los tipos algo de su valor y pureza primitivos, y resultan o lánguidos y descoloridos, o recargados y caricaturescos. Tal acontece con el falso Quijote, de Avellaneda; tal con el segundo Guzmán de Alfarache, de Mateo Luján de Sayavedra; tal con las dos continuaciones del Lazarillo de Tormes. Pero ¿quién será capaz de notar diferencia alguna entre el Calisto, la Celestina, el Sempronio o el Pármeno del primer acto y los personajes que con iguales nombres figuran en los actos siguientes? ¿Dónde se ve la menor huella de afectación o de esfuerzo para sostenerlos ni para recargarlos? En el primer acto está en germen toda la tragicomedia, y los siguientes son el único desarrollo natural y legítimo de las premisas sentadas en el primero».

Claro es que esto se escribió cuando no se conocían más que Celestinas en veintiún actos. El señor Foulché-Delbosc, que está enteramente de acuerdo conmigo en lo que toca a la cuestión del primer acto y de los quince siguientes,55 ha planteado con mucho tino un nuevo y más interesante problema, que afecta a la integridad de la Celestina, aun que por diverso modo. ¿Pertenecen al autor primitivo las adiciones introducidas en 1502 (acaso antes)? ¿Pueden atribuírsele los cinco actos nuevos, o sea, el Tractado de Centurio? El señor Foulché-Delbosc sostiene resueltamente que no. Su argumentación es brillante y especiosa; pero en materia de gusto tales alegatos nunca pueden convencer a todos, por mucho que sea el ingenio y la sutileza del abogado. La crítica literaria nada tiene de ciencia exacta, y siempre tendrá mucho de impresión personal. Para mí las adiciones son de Rojas, aunque muchas de ellas empeoren el texto. Prescindamos de la inverosimilitud de que nadie, en vida del autor, se hubiese atrevido a alterar tan radicalmente su obra, sin que él de alguna manera protestase; porque esta razón, que sería de mucha fuerza para la literatura moderna, pierde valor tratándose de los primeros años del siglo XVI y aun de épocas muy posteriores. Todavía en la centuria siguiente las obras dramáticas eran objeto de la más desenfrenada piratería: Lope, Tirso, Alarcón, Calderón vieron impresas muchas de sus comedias en forma tal, que no acertaban a reconocerlas. Cualquier librero que compraba a histriones hambrientos unas cuantas copias de teatro, llenas de gazafatones   —46→   y desatinos, formaba con ellos una parte extravagante, y la echaba al mundo atribuyendo las comedias a quien se le antojaba. Si esto sucedía en tiempo de Felipe IV, imagínese lo que podía pasar en tiempo de Rojas, cuando apenas comenzaba a existir la salvaguardia del privilegio.

Pero las interpolaciones de 1502 tienen tal carácter, que cuesta trabajo ver en ellas una mano intrusa. Afortunadas o desgraciadas, son enmiendas de autor, que se propone mejorar su libro y condescender con el gusto común de los que le importunaban para que «se alargasse en el proceso de su deleyte destos amantes».

Líbreme Dios de negar las ventajas de la corrección y de la lima. Rodrigo Caro volvió tres veces al yunque la Canción de Itálica antes de encontrar la forma definitiva y perfecta de aquella oda clásica. Moratín, cuyo gusto era tan severo, y en quien llegó a ser monomanía el furor de las correcciones, mejoraba comúnmente sus obras; pero no siempre el último texto de sus comedias aventaja en todo y por todo a los anteriores. Hartzenbusch escribió tres veces Los Amantes de Teruel, y la última versión supera notablemente a la primitiva, aunque algo ha perdido de su juvenil frescura. Pero, ¿cuántos ejemplos grandes y chicos presenta la historia literaria de obras estropeadas por sus propios autores, con retoques que la posteridad ha desdeñado, ateniéndose a la lección primera? ¿Quién se acuerda hoy de la Gerusalemme Conquistata del Tasso? Para nadie que no sea erudito de profesión existe más Gerusalemme que la Liberata. ¿Quién no se duele de ver estropeados los mejores versos de Meléndez en la edición póstuma, que había preparado él mismo? ¿Quién no aplica la misma censura a la última colección que de sus versos líricos y dramáticos hizo doña Gertrudis Avellaneda? Más cerca de nosotros, Tamayo, digan lo que quieran sus panegiristas, sacrificó muy bellos rasgos de su Virginia en aras de una corrección fría y seca, de que en sus últimos años se había prendado.

Siendo tan frecuentes estos ejemplos, no hay motivo para creer que las intercalaciones de Rojas dejen de ser auténticas por ser desacertadas. Luego veremos que no siempre lo son, y que perderíamos mucho con perder algunas de ellas.

Estas alteraciones pueden estudiarse sin trabajo alguno, ya en el importante estudio del señor Foulché-Delbosc, que las ha recogido y clasificado antes que nadie, ya en la reciente y muy cómoda edición de la Celestina, en que el   —47→   señor don Cayo Ortega ha distinguido, poniéndolas entre corchetes, todas las frases añadidas en el texto de veintiún actos

Supresiones hay muy pocas e insignificantes. Todas ellas juntas suman treinta y cinco líneas, según el cálculo del señor Foulché.

Las adiciones son de dos clases: unas recaen sobre el texto antiguo, otras constituyen actos nuevos. De las primeras, que llegan a 439 líneas, hay poco que decir, porque casi todas obedecen al mismo sistema.

Una de las mayores novedades de la Celestina (aunque tuviese algún precursor), y una de las que más debieron contribuir a su éxito, fue el empleo feliz y discreto de los refranes, proverbios y dichos populares. Ya el primitivo diálogo estaba sembrado de ellos, pero en la refundición hay abuso: tiene razón el señor Foulché. Parece que el autor ha querido darnos un índice paremiológico o verter todo el del marqués de Santillana. Generalmente son repeticiones excusadas de lo que ya estaba bien dicho. «Señor (dice Sempronio en el acto VIII), no es todo blanco aquello que de negro no tiene semejanza». «Ni es todo oro quanto amarillo reluze», se añade en el texto de 1502. Decía Celestina en sus diabólicos consejos a Areusa: «Una ánima sola ni canta ni llora; un frayle solo pocas veces le encontrarás por la calle; una perdiz sola por maravilla vuela». Y en la edición refundida, continúa así: «un manjar solo presto pone hastío; una golondrina no hace verano; un testigo solo no es entera fe, quien sola una ropa tiene presto la envejece» (Acto VII).

Claro que esta retahíla no puede aplaudirse, y menos tomada como procedimiento habitual, pero ¿por ventura era infalible el gusto de Rojas? ¿Es intachable el texto de diez y seis actos? ¿Por qué no hemos de suponer que dormitó alguna vez, a pesar de su maravilloso instinto, un hombre que no había nacido en la edad de la crítica ni tenía más consejero que su propio discernimiento? ¿No era fácil que cayese en la tentación de recargar lo que un artista de tiempos más cultos, aunque de menos lozanía, hubiese probablemente cercenado como vicioso?

La repetición de les refranes en formas diversas ofende más, porque casi siempre es superflua. Pero en las sentencias añadidas hay cosas muy notables, que sólo el primitivo autor o alguno que valiese tanto como él era capaz de escribir.

Sirvan de ejemplo estas enseñanzas morales del acto IV,   —48→   que nada pierden de su valor por estar puestas en boca de la madre Celestina: «Aquél es rico que está bien con Dios; más segura cosa es ser menospreciado que temido; mejor sueño duerme el pobre que no el que tiene de guardar con solicitud lo que con trabajo ganó y con dolor ha de dexar. Mi amigo no será simulado y el del rico sí; yo soy querida por mi persona, el rico por su hacienda; nunca oye verdad, todos le hablan lisonjas a sabor de su paladar; todos le han envidia; apenas hallarás un rico que no confiese que le seria mejor estar en mediano estado o en honesta pobreza. Las riquezas no hazen rico, mas ocupado; no hazen señor, mas mayordomo; más son los poseídos de las riquezas que los que las poseen; a muchos traxeron la muerte, a todos quitan el placer y a las buenas costumbres ninguna cosa es más contraria. ¿No oiste dezir: «durmieron su sueño los varones de las riquezas, y ninguna cosa hallaron en sus manos?»

El que haya leído en las ediciones vulgares éste y otros trozos no dejará de echarlos de menos en las de diez y seis actos. Y todavía le sorprenderá más que se tache de intercalación apócrifa este donoso pasaje del acto IX, en que la mala pécora de Areusa se duele de la triste suerte de las criadas: «Nunca tratan con parientes, con yguales a quien pueden hablar tú por tú, con quien digan: ¿qué cenaste? ¿estás preñada? ¿cuántas gallinas crias? llevame a merendar a tu casa; muestrame tu enamorado; ¿quánto ha que no te vida? ¿cómo te va con él? ¿quién son tus vecinas? e otras cosas de igualdad semejantes. ¡O tia, y qué duro nombre, e qué grave e sobervio es señora contino en la boca!»56 Ese diálogo intercalado, tan vivo y tan sabroso, ¿no vale más que el texto, aquí muy seco, de la primera edición? «Assi goce de mí, que es verdad; que éstas que sirven a señoras ni gozan deleyte ni conocen los dulces premios de amor.»

Tales excepciones, y hay otras, prueban, a mi juicio, que no siempre anduvo torpe la mano del refundidor. Se le acusa de hacer impertinente y pedantesco alarde de erudición histórica y mitológica; pero este cargo, que es muy justo, debe recaer sobre toda la Celestina, no sobre una parte de ella tan sólo. Ya en el primer acto, Sempronio, criado con puntas de rufián, pregunta a su amo, después de compararle con Nembrot y Alexandre: «¿No has leydo   —49→   de Pasifae con el toro, de Minerva con el can?» Y más adelante, tratando de los peligros del amor y de las malas artes de las mujeres, tiende el paño del púlpito como si fuera un moralista de profesión: «Lee los historiales, estudia los philosofos, mira los poetas, llenos están los libros de sus viles y malos exemplos e de las caydas que levaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomon do dize que las mujeres y el vino hazen a los hombres renegar. Conséjate con Séneca e verás en qué las tiene. Escucha al Aristoteles, mira a Bernardo. Gentiles, judíos, cristianos e moros, todos en esta concordia están.» En el acto VIII el mismo Sempronio cita a «Atibater Sidonio» y «al gran poeta Ovidio».

El conjuro archilatinizado de Celestina (en el acto III), más propio de la maga Ericto de Tesalia que de una bruja castellana del siglo XV, y bien diverso de los verdaderos conjuros que los procesos inquisitoriales nos revelan, estaba ya en la primera versión y sólo se le añadieron en la segunda las pocas líneas que van en bastardilla y que no alteran su carácter aunque le refuercen con nuevas pedanterías: «Conjúrate, triste Pluton, señor de la profundidad infernal, emperador de la Corte dañada, capitan sobervio de los condenados angeles, señor de los sulfureos fuegos que los hirvientes ethnicos montes manan, governador e veedor de los tormentos e atormentadores de las pecadoras ánimas (regidor de las tres furias Tesifone, Megera e Aleto, administrador de todas las cosas negras del reyno de Stigie e Dite, con todas sus lagunas e sombras infernales e litigioso caos, mantenedor de las bolantes arpias, con toda la otra compañia de espantables e pavorosas ydras); «yo, Celestina, tu más conocida clientula, te conjuro, por la virtud e fuerza destas bermejas letras; por la sangre de aquella nocturna ave con que estan escritas; por la gravedad de aquellos nombres e signos que en este papel se contienen; por la áspera ponçoña de la bivoras de que este aceyte fue hecho, con el qual vnto está hilado, vengas sin tardança a obedescer mi voluntad...»

No es éste el lenguaje habitual de Celestina, pero en la restante de la pieza se muestra tan leída en las historias, antiguas como el que más. Ponderando en el acto IV las buenas partes de Calisto, no se olvida de las fábulas ovidianas y acota como si le fueran muy familiares los versillos de Adriano Animula, vagula, blandula, que seguramente lo serían para el escolar o bachiller que puso en sus labios tan donosa cita: «Por fe tengo que no era tan hermoso   —50→   aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura, cuando se vido en las aguas de la fuente...57 Tañe tantas canciones e tan lastimeras, que no creo que fueran otras las que compuso aquel Emperador e gran musico Adriano de la partida del ánima, por suffrir sin desmayo la ya vezina muerte... Siacaso canta, de mejor gana paran las aves a le oir, que no aquel antico, de quien se dize que movia los arboles e piedras con su canto. Siendo éste nacido, no alabaran a Orfeo.»

En este género de erudición, todos los personajes rayan a la misma altura. Si los criados y las alcahuetas saben tanto y hablan tan bien, no han de quedar inferiores los que se criaron en mejores paños, los mancebos de noble estirpe, las ilustres doncellas, los viejos venerables y sentenciosos. Calisto poseía a fondo la Eneida, y sacade ella un cumplimiento para Celestina, que no le hubiera entendido a no estar versada también en el poema, virgiliano: «De cierto creo, si nuestra edad alcançara aquellos passados Eneas e Dido, no trabajara tanto Venus para atraer a su hijo el amor de Elisa, haciendo tomar a Cupido Ascánica forma para la engañar; antes por evitar prolixidad pusiera a ti por medianera.»

La lamentación del padre de Melibea, Pleberlo, que llena el acto XXI, contiene reminiscencias clásicas tan oportunas como éstas:58«Yo fuy lastimado sin aver ygual compañero de semejante dolor, aunque más en mi fatigada memoria rebuelvo presentes e passados. Que si aquella severidad e paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de los hijos nuestros en siete dias,... no me satisfaze, que otros dos le quedaban dados en adopcion. ¿Qué compañia me ternan en su dolor aquel Pericles, capitan atheniense, ni el fuerte Xenofon, pues sus pérdidas fueron de hijos absentes de sus tierras...? Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras e yo», etc., etc.

No negamos que en la parte añadida el abuso de citas llega al colmo y estropea algunas situaciones que antes   —51→   estaban libres de este vicio. Pero ¿por eso hemos de suponer un autor nuevo? Más natural es creer que Rojas, al refundirse, extremase sus defectos, lo mismo la verbosidad declamatoria que el pedantismo infantil del Renacimiento. Grima da leer en el soliloquio de Melibea, próxima a arrojarse de la torre, aquella absurda enumeración de todos los grandes parricidas: Bursia, rey de Bitinia, que sin ninguna razón mató a su propio padre; Tolomeo, rey de Egipto, que exterminó a toda su familia por gozar de una manceba; Orestes, matador de Clitemnestra; Nerón, de Agripina; Filipo, rey de Macedonia; Herodes, Constantino; Laodice, reina de Capadocia; Medea, la nigromantesa, y finalmente, «aquella gran crueldad de Phraates, rey de los Partos, que porque no quedase sucesor después de él mató a Orote (Orontes), su viejo padre, e a su único hijo, e treynta hermanos suyos».

Todo este catálogo falta, es cierto, en la edición de diez y seis actos; pero ¿no era muy capaz de escribirlo el que había puesto en boca de Melibea, dirigiéndose a su padre en el momento crítico de consumar el suicidio, una pedantería mayor que todas esas, aunque no esté recargada de nombres propios? «Algunas consolatorias palabras te diría antes de mi agradable fin, collegidas e sacadas de aquellos antiguos libros que por más aclarar mi ingenio me mandavas leer, sino que la dañada memoria con la gran turbación me las ha perdido.»

Falta examinar el valor de los cinco actos nuevos, o sea del Tractado de Centurio. Para ello hay que tener a la vista algunos antecedentes sobre el plan de la Celestina que nos ahorrarán luego otras explicaciones. ¿Y qué palabras serán más breves para declararlo que las mismas palabras del argumento de la obra?

«Calisto fue de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposicion de linda criança, dotado de muchas gracias, de estado mediano. Fue preso en el amor de Melibea, muger moça, muy generosa, de alta y serenissima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio y de su madre Alisa muy amada. Por solicitud del pungido Calisto, vencido el casto proposito de ella, entreveniendo Celestina, mala y astuta muger, con dos servientes del vencido Calisto, engañados e por ésta tornados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleyte, vinieron los amantes e los que les ministraron en amargo y desastrado fin. Para comienço de lo qual dispuso la adversa fortuna lugar oportuno, donde a   —52→   la presencia de Calisto se presentó la desseada Melibea.»

Cómo empezó a cumplirse este proceso amoroso, lo declara el argumento del primer aucto, que también íntegramente transcribimos. «Entrando Calisto en una huerta en seguimiento de un falcon suyo, halló allí a Melibea, de cuyo amor preso, començole de hablar. De la cual rigurosamente despedido fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el qual después de muchas raçones le endereçó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenia el mismo criado una enamorada llamada Elicia...»

La fábula, aunque muy sencilla, está perfectamente construida. Desde que Celestina entra en escena, ella la domina y rige con su maestría infernal, convirtiendo en auxiliares suyos a los criados de Calisto y Melibea, seduciendo a Pármeno con el cebo del deleite de Areusa, prima de Elicia; a Sempronio con la esperanza de participar del botín; a Lucrecia, otra prima de Elicia, que no desmiente la parentela aunque criada de casa grande, con recetas de polvos de olor y de lejías para enrubiar los cabellos. Pero estos son pequeños medios para sus grandes y diabólicos fines. Necesita introducirse en casa de Melibea, adormecer la vigilancia de los padres, despertar en el inocente corazón de la joven un fuego devorador nunca sentido, hacerla esclava del amor, ciega, fatalmente, sin redención posible. Esta obra de iniquidad se consuma con la intervención de las potencias del abismo, requeridas y obligadas por Celestina con enérgicos conjuros, aunque el lector queda persuadido de que Celestina sería capaz de dar lecciones al diablo mismo. La verdadera magia que pone en ejercicio es la sugestión moral del fuerte sobre el débil, el conocimiento de los más tortuosos senderos del alma, la depravada experiencia de la vida luchando con la ignorancia virginal, condenada por su mismo candor a ser víctima de la pasión triunfante y arrolladora. Toda la dialéctica del genio del mal se esconde en las blandas razones y filosofales sentencias de aquella perversa mujer.

Pero tanto ella como sus viles cómplices sucumben antes que Melibea (vencida moralmente en el aucto X y concertada ya con su amante en el XII) acabe de caer en brazos de Calisto. Riñen Sempronio y Pármeno con la desalmada vieja, que les niega su parte en la ganancia de la cadena de oro entregada por Calisto. Encréspase la pendencia y acaban por darla de puñaladas y saltar por una ventana, quedando muy mal heridos. La justicia los prende y al   —53→   día siguiente son degollados en público cadalso, con celeridad inaudita.

Con tan siniestros agüeros llega Calisto a su primera y aquí única cita de amor con Melibea (aucto XIV). La escena es rápida y no puede calificarse de lúbrica. Triunfa el enamorado mancebo de la honesta aunque harto débil resistencia de la doncella; pero la fatalidad que se cierne sobre sus amores le hiere alevosamente cuando se creía más dichoso, al salir del huerto que había ocultado con sus sombras los regalados favores de Melibea. Ella misma lo cuenta admirablemente en su discurso postrero: «Como las paredes eran altas, la noche escura, la escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel género de servicio, no vido bien los pasos, puso el pie en vazio e cayó, e de la triste cayda sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras e paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortaronle sin confessión su vida; cortaron mi esperança, cortaron mi compañía.»

Los dos últimos actos, equivalentes al XX y XXI de la edición actual, no contienen más que el suicidio de Melibea y el llanto de sus padres. No hay duda que en esta primera forma la Celestina tiene más unidad y desarrollo más lógico; pero ¿la intercalación de los cinco actos es tan absurda como se pretende? ¿Nada perderíamos con perderlos? ¿Son tales que puedan atribuirse a un falsario más o menos experto? Por mi parte, no puedo menos de responder negativamente a estas preguntas. La tesis que pretende despojar a Rojas del Tractado de Centurio, me parece tan dura y difícil de admitir como la del que pretendiera ser apócrifas todas las aventuras y episodios que añadió el Ariosto a su gran poema en la edición de 1532, y se empeñase en preferir la de 1516. Claro que un poema novelesco de plan tan libre como el Orlando se prestaba mejor a las intercalaciones; pero ¿es seguro que todas las que hizo el Ariosto sean igualmente felices? Bellísimos son sin duda el episodio de Olimpia y Bireno y el de Ulania y Bradamente en el castillo de Tristán; pero no todos dirán lo mismo de la historia de León de Grecia, de la expedición de Rugero a Oriente y de otras cosas que alargan sin fruto el poema.

Mucho más peligro corre el interpolador de una obra dramática, y obra tan sencilla como la Celestina. Acaso Rojas no debió condescender nunca con los que mucho le instaban para que «se alargasse en el proceso de su deleyte destos amantes», exigencia muy propia de lectores vulgares   —54→   y mal inclinados a la carnal grosería. Pero ya que contra su voluntad entró en la empresa (lo cual no creemos más que a medias) y determinó retardar la catástrofe, haciendo que «el deleytoso yerro de amor» durase «quasi un mes» no había para qué recurrir a una intriga episódica e inútil: que no conduce a ninguna parte ni modifica en nada el desenlace. Si la venganza que Areusa y Elicia quieren tomar de Calisto y Melibea por haber sido sus amores ocasión de las muertes de Pármeno y Sempronio llegara a cumplirse, y Calisto pereciera a manos de asesinos y no por el accidente fortuito de la caída de la escala, aun pudiera tener disculpa este largo rodeo, que haría la muerte del amante más verisímil desde el punto de vista material, y más interesante como cuadro escénico. Pero como el rufián Centurio, buscado por las dos mozas para el caso, no hace más que proferir fieros y baladronadas, y el otro rufián, llamado Traso el Cojo, y sus dos compañeros, no pasan de dar cuatro voces y trabar una pendencia de embeleco con los pajes de Calisto, claro es que tres por lo menos de los actos intercalados huelgan por completo, aunque a nadie le pesará leerlos, pues allí fue trazado la primera vez con indelebles rasgos uno de los tipos que más larga vida hablan de tener en nuestra literatura dramática y novelesca, la figura del bravo, de profesión, del baladrón cobarde. Centurio es uno de los personajes cómicos más vivos y mejor planeados de la obra. Ninguna de sus innumerables copias ha llegado a oscurecerle.

Pero hay en la parte añadida bellezas de otro orden, que pertenecen a la más alta esfera de la poesía; que nadie, seguramente nadie, más que el bachiller Fernando de Rojas, era capaz de escribir en España en 1502, cuando ni siquiera habían comenzado su carrera dramática Gil Vicente y Bartolomé de Torres Naharro. Son dos adivinaciones de genio, que conviene reivindicar de la injusta nota que se ha querido poner a esta continuación.

Uno de estos aciertos, salvo pedanterías accidentales, que pueden borrarse mentalmente, es el acto XVI de la segunda versión, en que los padres de Melibea razonan sobre las bodas que proyectan para su hija y ella a escondidas oye su conversación. ¡Qué tormenta de afectos se desata en su alma bravia y apasionada! ¡Qué delirio amoroso en sus palabras, tan ardientes como las de Safo y Heloisa! «¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria? ¿Quién apartarme mis placeres? Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor, en quien yo tengo toda mi esperança;   —55→   conozco dél que no vivo engañada. Fues él me ama, ¿con qué otra cosa le puedo pagar?... El amor no admite sino sólo amor por paga. En pensar en él me alegro; en verlo me gozo; en oyrlo me glorifico. Haga e ordene de mí a su voluntad. Si passar quissiere la mar, con él yré; si rodear el mundo, lléveme consigo; si venderme en tierra de enemigos, no rehuyré su querer. Dexenme mis padres goçar dél, si ellos quieren gogar de mí; no piensen en estas vanidades, ni en estos casamientos, que más vale ser buena amiga que mala casada.»

Pero esta mujer furiosamente enamorada y cuya pasión llega hasta la impiedad, no es una impúdica bacante, sierva vil de los sentidos, sino una castellana altiva y noble, en quien el yerro de amor deja intacta la dignidad patricia. El autor lo ha expresado con un rasgo delicadísimo. Oye Melibea decir a su madre, falsamente persuadida de la virtud de su hija: «¿Piensas que su virginidad simple le acarrea torpe deseo de lo que no conosce ni ha entendido jamás? ¿Piensas que sabe errar aun con el pensamiento? No lo creas, señor Pleberio; que si alto o baxo de sangre, o feo o gentil de gesto le mandáremos tomar, aquello será su placer, aquello habrá por bueno; que yo sé bien lo que tengo criado en mi guardada hija.» Al escuchar eso, Melibea, enemiga de toda simulación y mentira, siente oprimido el corazón por el engaño en que viven sus padres, y exclama dirigiéndose a su criada: «Lucrecia, Lucrecia, corre presto, entra por el postigo en la sala, y estorvales su hablar, interrumpeles sus alabanças con algun fingido mensaje, si no quieres que vaya yo dando vozes como loca, segun estoy enojada del concepto engañoso que tienen de mi ignorancia.»

«Este rasgo de carácter (dice muy bien Blanco-White), este dolor intenso causado por alabanzas indebidas, pinta a la infeliz Melibea del modo mas interesante, y aumenta el efecto lastimoso de la catástrofe.»

¿Y habremos de declarar apócrifo todo esto? ¿Lo será también la segunda escena del jardín, que a tantos ha hecho recordar los grandes nombres de Goethe y de Shakespeare? ¿Quién si no un poeta de primer orden, al cual en este caso habría que declarar más eminente que el inventor original, pudo imaginar aquel contraste de voluptuosidad y muerte, asociando a él los misterios de la noche, las armonías de la naturaleza, el prestigio del canto lírico, en versos que conservan perenne juventud, como dictados por el Amor mismo, y que se parecen tan poco a los que   —56→   solían hacerse en el siglo XV? Cierto es que algunas groserías deslucen este acto. Hay en él cierta embriaguez sensual, que es sin duda de mal gusto y de mal ejemplo. Pero en el trozo bellísimo que vamos a citar no hay una sola palabra que pueda suprimirse ni por razón de arte ni por razón de decoro. La cita será algo larga, pero no la creo inútil, porque, a pesar de las apariencias, son muchos los españoles cultos que no conocen la Celestina más que de nombre, y los que la leen no suelen fijarse en la perfección de los detalles.

CALISTO.-  Poned, mozos, la escala, e callad, que me paresce que está hablando mi señora de dentro. Sobire encima de la pared y en ella estare escuchando, por ver sy oyre alguna buena señal de mi amor en absencia.

MELIBEA.-  Canta más, por mi vida, Lucrecia, que me huelgo en oyrte, mientras viene aquel señor; e muy passo entre estas verduricas, que no nos oyan los que passaren.

LUCRECIA
    ¡O quién fuesse la ortelana
De aquestas viciosas flores,
Por prender cada mañana
Al partir a tus amores!
    Vistanse nuevas colores
Los lirios y el açuçena;
Derramen frescos olores,
Quando entre por estrena.

MELIBEA.-  ¡O quán dulce es oyrte! De gozo me deshago; no cesses, por mi amor.

LUCRECIA
    Alegre es la fuente clara
A quien con gran sed la vea;
Mas muy más dulce es la cara
De Calisto a Melibea.
    Pues aunque más noche sea,
Con su vista goçará.
¡O quando saltar le vea
Qué de abrazos le dará!
    Saltos de gozo infinitos,
Da el lobo viendo ganado;
Con las tetas los cabritos,
Melibea con su amado.
—57→
    Nunca fué más desseado
Amador de su amiga,
Ni puerto más visitado,
Ni noche más sin fatiga.

MELIBEA.-  Quanto dizes, amiga Lucrecia, se me representa delante; todo me parece que lo veo con mis ojos. Procede, que a muy buen son lo dizes, e ayudarte he yo.

LUCRECIA y
MELIBEA
    Dulces árboles sombrosos,
Humillaos cuando veays
Aquellos ojos graciosos
Del que tanto deseeays.
    Estrellas que relumbrays,
Norte e lucero del dia,
¿Por qué no le despertays
Si düerme mi alegria?

MELIBEA.-

Oyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.

    Papagayos, ruyseñores,
Que cantays al alvorada,
Llevad nueva a mis amoyes,
Cómo espero aqui asentada.
    La media noche es passada,
       E no vine.
Sabedme si hay otra amada
       Quél detiene59

CALISTO.-  Vencido me tiene el dulçor de tu suave canto; no puedo más suffrir tu penado esperar. ¡O mi señora e mi bien todo! ¿Quál muger podia aver nascida, que desprivase tu gran merescimiento? ¡O salteada melodia! ¡O gozoso rato! ¡O coraçon mio!...

MELIBEA.-  ¡O sabrosa traycion! ¡O dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi alma? ¿Es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estavas, luziente sol? ¿Dónde me tenias tu claridad escondida? ¿Avia rato que escuchavas? ¿Por qué me dexavas echar palabras sin seso al ayre, con mi   —58→   ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna quán clara se nos muestra; mira las nuves cómo huyen. Oye la corriente agua de esta fontecica, ¡quánto más suave murmurio e ruido lleva por entre las frescas yervas! Escucha los altos cipreses, ¡cómo se dan paz unos ramos con otros por intercession de un templadico viento que los menea! Mira sus quietas sombras, ¡quán escuras están e aparejadas para encobrir nuestro deleyte!...


En resumen, la Celestina de diez y seis actos y la Celestina de veintiuno pertenecen a un mismo autor, que por todas las razones expuestas no creemos pueda ser otro que el bachiller Fernando de Rojas, el cual unas veces refundió con acierto y otras con desgracia lo que de primera intención había escrito: percance en que suelen tropezar los más discretos. Por lo demás, es imposible desconocer su mano, tanto en la creación de las nuevas figuras como en la manera de sostener las antiguas. De los reparos que se han hecho a esto hablaremos más de propósito al tratar de los personajes que intervienen en la Tragicomedia. La identidad del estilo no ha sido negada por nadie y viene a reforzar todas las pruebas alegadas. Felicitémonos, pues, de poseer dos versiones de una obra maestra, que tanta luz dan, cotejadas entre sí, sobre los procedimientos del autor, pero no sacrifiquemos la una a la otra y reimprimámoslas siempre juntas. No amengüemos por mera cavilosidad nuestros goces estéticos: también la hipercrítica tiene sus peligros; acordémonos, no ya del P. Harduino,   —59→   sino de lo que modernamente hizo el holandés Hofman Peerlkamp con el texto de las obras de Horacio.60

Aun no hemos agotado las cuestiones previas al estudio de la Celestina. ¿Cuándo fue escrita aproximadamente? ¿En qué lugar de España quiso poner el autor la acción del drama?

La primera cuestión es insoluble hasta ahora. El único pasaje que puede dar alguna luz sobre ella se encuentra en el auto tercero, y ha sido interpretado, de tan varios modos, que unos infieren de él que la comedia de Calisto es posterior al año 1492, otros que debió ser escrita en 1483 y otros que no puede fijarse con precisión fecha alguna. Veamos de qué se trata: «El mal y el bien, la prosperidad y adversidad, la gloria y pena, todo pierde con el tiempo la fuerça de su acelerado principio. Pues los casos de admiración venidos con gran desseo, tan presto como passados, olvidados. Cada día vemos novedades, y las oymos, y las passamos y dexamos atrás: disminuyelas el tiempo, fazelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarias, si dixesen: la tierra tembló, o otra semejante cosa, que no olvidasses luego? Assi como: elado está el río, el ciego vee ya, muerto es tu padre, un rayo cayó, ganada es Granada, el rey entra oy, el turco es vencido, eclipse hay mañana, la puente es llevada, aquél es ya obispo, a Pedro robaron, Inés se ahorcó. ¿Qué me dirás sino que a tres dias passados o a la segunda vista, no hay quien dello se maraville? Todo es assi, todo passa desta manera, todo se olvida, todo queda atrás.»

El sentido general de estas palabras de Sempronio no puede ser más claro. Todas las cosas, por admirables que parezcan al principio, dejan de causar maravilla con el tiempo y con el hábito. Pero los ejemplos que se traen para probarlo, ¿son de cosas pasadas o futuras? Evidentemente   —60→   lo segundo, cuando se trata de hechos concretos como la conquista de Granada, el vencimiento del turco, la entrada del rey; no de cosas genéricas y que en todo tiempo acontecen, como «muerto es tu padre61, un rayo cayó, aquél es ya obispo, a Pedro robaron, Inés se ahorcó». No creo que ganada es Granada sea una frase proverbial, que lo mismo pudo emplearse antes que después de la conquista, y que sólo alude a la dificultad de la empresa. No es regla segura tampoco el que la acción de una obra ficticia haya de coincidir con los datos de la cronología histórica, pero el señor Foulché nota con razón que esta coincidencia es general en las obras antiguas.

Entendido el pasaje de esta manera, sólo nos autoriza para decir que la Celestina fue escrita antes de la rendición de Granada (2 de enero de 1492) y cuando todavía se consideraba ésta como un acontecimiento remoto. La guerra había comenzado en 1482. Su término venturoso no pudo presagiarse con claridad antes de la toma de Málaga en 1487, o más bien, hasta la rendición del rey Zagal en Baza (1489). La resistencia de la capital se prolongó todavía dos años.

El señor Foulché-Delbosc, que por su tesis contra Rojas propende a exagerar la antigüedad de la Celestina, la hace remontar hasta 1483, conjeturando que la alusión al vencimiento del turco es una reminiscencia del sitio de Rodas en 1480; que «la puente es llevada» debe de referirse al hundimiento de uno de los arcos del puente de Alcántara en Toledo, que fue reparado en 1484; que el eclipse de sol puede ser el de 17 de mayo de 1482, y finalmente, que la frase «aquél es ya obispo» hace pensar en don Pedro González de Mendoza, que comenzó a ser arzobispo de Toledo en 1482. La tal frase es de lo más vago y genérico que puede darse y a nadie cuadra menos que al gran Cardenal de España, que ya en 1452 era obispo de Calahorra y la Calzada, que en 1468 lo fue de Sigüenza y en 1473 arzobispo de Sevilla. ¿Qué podía tener de insólito, ni qué estupor había de causar a nadie el que llegase a ocupar la silla primada un varón de extraordinarios merecimientos, tan poderoso además por su linaje, riqueza y sabiduría política, que llegó a ser llamado en su tiempo el tercer Rey de España?

  —61→  

Además, estos argumentos son contraproducentes o se quiebran de sutiles. Si alude Sempronio a hechos pasados, hay que contar entre ellos la toma de Granada, es decir, todo lo contrario de lo que se pretende demostrar. Por consiguiente, no hay prueba alguna, ni indicio siquiera, de que la Celestina fuese compuesta entre los años 1482 y 1484. Más natural es creerla del último decenio del siglo, y este parecer es conciliable con cualquier interpretación que se dé a las palabras de Sempronio, y con lo que podemos conjeturar acerca de la edad de Rojas.

Es tal la ilusión de realidad que la Tragicomedia produce, que ha hecho pensar a algunos que puede estar fundada en un suceso verdadero, y ser históricas las principales figuras. Sin llegar a tanto, sospechamos que hay algunas alusiones incidentales a cosas que el tiempo ha borrado. Aquellas horribles palabras de Sempronio a Calisto en el aucto I: «Lo de tu abuela con el ximio, ¿hablilla fué? testigo es el cuchillo de tu abuelo», ocultan probablemente alguna monstruosa y nefanda historia en que no conviene insistir más. Acaso la venganza del judío converso se cebó en la difamación de la limpia sangre de algún mancebo de claro linaje, parecido a Calisto. También tiene visos de cosa no inventada (y sobre este pasaje me llamó la atención el señor Foulché-Delbosc) aquella venida del embaxador francés, a quien engañó dándole gato por liebre la pícara Celestina del modo que Pármeno lo cuenta en su famosa descripción de la vida y hazañas de su madrina (acto I).

Desde antiguo se supuso personaje real a la famosa hechicera y se enlazó su recuerdo con tradiciones locales de Salamanca, donde suponían muchos que pasaba la acción del drama. Ya se consigna esta especie en uno de los escritos médicos del famoso Amato Lusitavo (Juan Rodríguez de Castelobranco), que terminó sus estudios en aquella Universidad el año 1529. Habla en su comentario a Dioscórides de una fábrica de cola animal que había en Salamanca, junto al puente del Tormes y no lejos de la casa de Celestina, mujer famosa de quien se hace mención en la comedia de Calisto y Melibea: «non procul a domo Celestinae mulieris famosissimae et de quale agitur in comoedia Calisti et Melibeae».62 Sancho de   —62→   Muñón, que era natural de Salamanca y puso en la Atenas castellana el teatro de su Tragicomedia de Lisandro y Roselia (1542), da a entender que Celestina la barbuda vivió allí y también su discípula y heredera Elicia.63 El doncel de Xérica, Bartolomé de Villalba y Estaña, en El Pelegrino Curioso, obra terminada en 1577, cuenta que unos estudiantes le mostraron la casa de Celestina. «Y ansi baxaron por la puente que es larguísima, y de ahí dieron en las Tenerías, donde con gran chacota dixo uno de ellos al Pelegrino: «veis aquí la segunda estacion; esta dicen ser la casa de nuestra madre Celestina, tan escuchada de los doctos y tan acepta, de los mozos tan loada». A lo cual riendo respondió nuestro Pelegrino:


    «Reverenciar se debe la morada
De quien el mundo tiene tal noticia,
Mujer que es tan heroyca y encumbrada
¿Qué discreto no quiere su amicicia?
De todos los estados es loada,
Y más de los cursados en milicia:
Filosofo dichoso y bien andante
Quien retrató una madre ansí elegante.64»


  —63→  

Nueve años después, la casa estaba arruinada, al decir de Bernardo González de Bovadilla, estudiante de aquella insigne Universidad, en su libro Ninfas y Pastores de Henares65, pero en cambio se enseñaba la torre de Melibea. «Se fueron (los pastores) a pasear y a mostrar a Florino las cosas memorables que hay en la famosa Salamanca; conviene a saber: los insignes teatros de donde salen los eminentes varones para gobernar el mundo y tener a la republica en pacífico estado, los reales y innumerables colegios de doctos y letrados hombres, la cueva cegada donde dicen haberse leido la nigromancia, la nombrada y poco vistosa torre de Melibea y la derribada casa de la vieja Celestina, los pasatiempos y recreaciones del humilde Tejares, etc.»66

Una tradición tan vieja y constante algún respeto merece; pero examinada atentamente la Celestina, nada se ve en ella que convenga a Salamanca más que este pasaje, que puede haber sido el único fundamento de una localización caprichosa. «Tiene esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio cayda, poco compuesta e menos abastada.» Tenerías cerca del río había en otras partes, y lo que nunca ha podido verse en el Tormes son los navíos de que habla Melibea: «Subamos, señor, al açotea alta, porque desde allí goze de la deleytosa vista de los navios» (Aucto XX). Si de lo material se pasa a lo moral, parece muy raro que en una comedia salmantina no se hable ni una sola vez de la Universidad y que ninguno de los personajes sea estudiante. Véase, por el contrario, cuánto los hace intervenir en la suya Sancho de Muñón. No me contradigo al decir esto, y afirmar en otra parte que la Celestina es una obra humanística y de ambiente universitario, porque esto recae sobre los procedimientos literarios y sobre el fondo de la comedia, no sobre la circunstancia material del lugar de la escena. Calisto, Pármeno y Sempronio no son estudiantes, pero hablan y piensan como tales: la indigesta pedantería de Melibea y la extraña y abigarrada ciencia de que hace alarde Celestina son más verisímiles en una ciudad literaria que en otra parte. Creo   —64→   que en Salamanca recogió Rojas los principales documentos humanos para su obra, pero si hubiese querido dar a entender que la acción pasaba allí no habría dotado a la ciudad de un río navegable, ni hubiese dejado de hacer alguna alusión a sus escuelas.

La única ciudad de la Corona castellana desde cuyas azoteas pudiera disfrutarse de la vista de un gran río y de embarcaciones de alto bordo era Sevilla, y por esta sola razón sostuvo el canónigo Blanco que la Celestina pasaba en su tierra.67 Pero bien leída la Celestina, nadie encontrará en ella indicios de que su autor conociese la región meridional de España y el habla de sus moradores, ni se hubiese fijado en las costumbres andaluzas, todavía más pintorescas entonces que ahora y tan distintas de las que él había visto en el reino de Toledo y en las aulas de Salamanca. Compárese a Rojas con Cervantes en este punto, y se palpará la diferencia. Pintores eminentemente realistas uno y otro, no difieren mucho en la factura y, sin embargo, los mejores cuadros de Cervantes, hasta cuando pinta las arideces de la llanura manchega, tienen algún reflejo de la luz de Sevilla, al paso que el bachiller Rojas permaneció cruda y netamente castellano, con cierta sequedad y amargura muy ajena del tono blando y misericordioso de la sátira de Cervantes.

Queda una tercera hipótesis, la del señor Foulché-Delbosc, que fija en Toledo el escenario de la Celestina. Pero aquí nos encontramos también con la dificultad del río navegable. Nunca desde una azotea de Toledo han podido verse navíos, ni esto puede pasar como una licencia poética. La tentativa grandiosa, pero desgraciadamente efímera, de navegación del Tajo hasta su desembocadura en Lisboa, pertenece al reinado de Felipe II. Hubo, sin duda, proyectos anteriores, alguno del tiempo de los Reyes Católicos, pero no autorizaban a un escritor para dar por cumplido lo que no llegó a ser ni intentado siquiera.

Si se prescinde de los navíos, resulta que en Toledo concurren casi todos los pormenores topográficos citados por Rojas: las tenerías junto al río; los nombres de las parroquias de San Miguel y la Magdalena y de alguna calle como la del Arcediano, si es que realmente se la puede identificar como una antigua plaza del mismo nombre. De la calle del Vicario Gordo, mencionada también en la obra,   —65→   nadie da razón hasta ahora. Pármeno refiere haber servido nueve años en el monasterio de Guadalupe, que pertenece a la diócesis de Toledo, aunque situado en Extremadura.

Pero es el caso que algunas de estas cosas no son peculiares de Toledo: tenerías junto al río había también en Salamanca (como hemos visto), e iglesias de San Miguel y de la Magdalena allí y en Sevilla, aunque creo, por las razones expuestas, que Rojas no pudo pensar más que en una ciudad castellana. ¿Y por qué en una ciudad determinada? ¿No pudo crear, como suelen hacer los novelistas, una ciudad ideal, con reminiscencias de las que más presentes tenía, es decir, Salamanca y Toledo? El haber puesto una circunstancia que es imposible en ambas mueve a creer que no quiso concretar demasiado el lugar de la acción, para lo cual tendría muy buenas razones; que no es el cuento de Calisto y Melibea de los que pueden achacarse a personas particulares, moradoras de cierto pueblo, sin que padezca no leve mengua su buena fama y la de su apellido.

Poco nos importa todo esto. La Celestina no es obra local, sino de interés permanente y humano. Los datos sencillísimos de su fábula: una pasión juvenil, una tercería amorosa, una doble catástrofe trágica, han podido reproducirse infinitas veces. En esta parte, Rojas no inventó ni quiso inventar nada, porque su arte, antítesis radical de los libros de caballerías, no estribaba en quiméricas combinaciones de temas incoherentes. Tomó del natural todos sus elementos y extrajo el jugo y la quintaesencia de la vida.

Pero aunque su obra sea directamente naturalista y deba tenerse por un original dechado de pasmosa verdad y observación encarnizada y fría, no puede desconocerse que la armazón o el esqueleto de la fábula, y aun la mayor parte de los personajes, y por de contado las sentencias y máximas que pronuncian, tienen abolengo próximo o remoto en la literatura clásica, y en sus imitadores de la Edad Media y del Renacimiento, y en algunas obras también de nuestra propia literatura. La investigación de las que en este sentido pueden llamarse fuentes de la Celestina daría materia para un libro entero, del cual ya existe un excelente capítulo, el relativo a los «antecedentes del tipo celestinesco en la literatura latina68.» Aquí nos limitaremos   —66→   a lo más esencial, insistiendo en lo menos sabido.

La influencia clásica fue reconocida, aunque en términos vagos, por Aribau. «Sin parecerse la Celestina a ninguna de las obras de la antigüedad, en toda ella trasciende un olor suavísimo de lectura y meditación sobre los mejores modelos.»69 No se parece, en efecto, a ninguna; pero tiene rasgos sueltos de muchas, y algo, capital a mi juicio, que procede de fuente conocida.

No doy grande importancia a los nombres históricos, geográficos y mitológicos; pedantería harto fácil y común a todos los autores de aquel tiempo, pero merecen más atención las citas positivas de varios clásicos que hay esparcidas por el libro y la traducción ocasional de alguna frase o sentencia. Desde las primeras líneas del prólogo nos encontramos con el filósofo Heráclito y la exposición bastante clara de un principio capital de su sistema físico: «Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla, dize aquel gran sabio Eráclito en este modo: Omnia secundum litem fiunt

Más adelante nos da noticias del pez echeneis, que parecen tomadas de Aristóteles, Plinio y Lucano, pero que realmente lo han sido del Comendador Hernán Núñez en su glosa a Juan de Mena: «Aristóteles y Plinio cuentan maravillas de un pequeño pece llamado Echeneis... Especialmente tiene una, que si llega a una nao o carraca, la detiene que no puede menear, aunque vaya muy rezio por las aguas; de lo cual haze Lucano mención diciendo:


Non puppim retinens, Euro tendente rudentes,
    In mediis Echeneis aquis...


No falta allí el pece dicho Echeneis, que detiene las fustas cuando el viento Euro estiende las cuerdas en medio de la mar.»70

  —67→  

Del texto de la Tragicomedia sólo recordaré unos cuantos lugares, dejando lo demás para quien emprenda el comentario perpetuo que tal obra merece. La madre Celestina, en el aucto IV, cita con precisión un verso de Horacio, sin nombrarle: «¿No has leydo que dizen: verná el dia que en el espejo no te conozcas?» El lírico latino había escrito (Od. IV, carm. X, v. 6):

Dices, heu! quoties te in speculo videris alterum...


Sempronio nos advierte (aucto VIII) que «las yras de los amigos suelen ser reintegracion de amor». Es sentencia muy sabida de Terencio en la Andria (v. 556): Amantium, irae, amoris integratio est. Pármeno, tan leído como su compañero, traduce, embebiéndolos en el diálogo, cuatro versos de prólogo de las sátiras de Persio (8-11):


   Quis expeclivit psittaco suum imagen,
Picasque docuit verba nostra conari?
Magister artis ingenique largitor
Venter, negatas artifex sequi voces.


«La necessidad e pobreza; la hambre, que no ay mejor maestra en el mundo, no ay mejor despertadora e abivadora de ingenios. ¿Quién mostró a las picaças e papagayos ymiten nuestra propia habla con sus harpadas lenguas,71 nuestro órgano e boz, sino esta?» (Aucto IX).

En boca de Pleberio (aucto XX) encontramos el degeneres animos timor arguit, de Virgilio (Aen., VI, 13): «a los flacos coraçones el dolor los arguye». Y en su lamentación repite el Cantabit vacuus coram, latrone viator, de Juvenal (Sat. X, 22): «como caminante pobre que sin temor de los crueles salteadores va cantando en alta boz».

Estos y otros pasajes,72 que sin esfuerzo notará cualquier   —68→   humanista, pertenecen a lo más sabido y vulgar de las lenguas clásicas, y por lo mismo parecen indicar reminiscencias escolares muy frescas. Horacio, Virgilio, Terencio, Juvenal y Persio, eran de los autores que se leían más en las aulas. Acaso las frecuentaba todavía el autor o había salido de ellas poco antes.

Pero entremos en otro género de imitaciones más dignas de consideración. El primer esbozo del carácter de la tercera de ilícitos amoríos (con puntas y collares de hechicera) puede encontrarse en la vieja Dipsas, que figura en una de las elegías de los Amores del lascivo poeta de Sulmona (Lib. I, eleg. VIII):


Est quaedam; (quicumque volet cognoscere lenam,
    Audiat) est quaedam, nomino Dipsas, anus...73


Dipsas tiene rasgos comunes con Celestina. El primero es la intemperancia báquica (Lacrimosaque vino lumina), de la cual procede su nombre (ex re nomen habet), y por la cual el poeta, en sus maldiciones, la desea perpetua sed:


D tibi dent nullosque lares, inopemque senectam;
   Et longas hyenes, perpetuamque sitim.


(V. 1.13-114.)                


Otro, y más característico, es la pericia en las artes mágicas, el poder de la hechicería, que no se limita aquí a la preparación de filtros amorosos ni al conocimiento de las virtudes arcanas de ciertas yerbas, sino que domeña la naturaleza con infernal señorío, torciendo el curso de las aguas, disponiendo a su arbitrio de la tempestad y de la   —69→   calma, enrojeciendo la faz de la Luna y haciendo que derramen sangre las estrellas.74No falta, por supuesto, el vuelo nocturno y la evocación de los muertos:


Evocat antiquis proavos atavisque sepulcris;
   Et solidam longo carmine findit humum.


(V. 17 y 18.)                


Por robusta que fuese la credulidad de los contemporáneos de Fernando de Rojas, no era fácil que a una bruja castellana pudieran atribuirse tales portentos. Sólo de la necromancia ha quedado algún rastro en la relación que Celestina hace de las diabólicas artes de la madre de Pármeno.75 En todo esto puede verse también el recuerdo de las Canidias y Saganas de Horacio y del libro de Apuleyo, que está expresamente citado en la Tragicomedia (aucto VIII): «En tal hora comiesses el diacitron, como «Apuleyo el veneno que le convirtió en asno

Pero no son la embriaguez ni la hechicería las notas capitales de la Celestina española; en lo que emula y supera a la Dipsas ovidiana es en el oficio que ambas ejercen de concertadoras de ilícitos tratos, y en la pérfida astucia de sus blandas palabras y viles consejos:

  —70→  

Haec sibi proposuit thalamos temerare púdicos;
   Nec tamen eloquio lingua nocente caret.


(V. 19-20.)                


De esta elocuencia da muestra Dipsas queriendo sobornar a la amada del poeta en un razonamiento que recuerda mucho los coloquios de Celestina con Areusa y aun con la misma Melibea:



Scis, hera, te, mea lux, juveni placuisse beato;
    Haesit, et in vultu constitit usque tuo...

Ludite formosae: casta est, quam nemo rogavit,
    Aut, si rusticitas non vetat, ipso rogat.

Labitur occulte, fallitque volubilis aetas;
    Ut celer admissis labitur amnis aquis.


(V. 23-24; 43-44; 49-50.)                


Tal es el tipo de la Lena romana, ligeramente bosquejado por Ovidio y Propercio.

En el teatro clásico tiene otros precedentes de más consideración la fábula española. No los disimula Alonso de Proaza en sus octavas encomiásticas:


    No debuxó la cómica mano
De Nevio ni Plauto, varones prudentes,
Tan bien los engaños de falsos siruientes
Y las mugeres en metro romano.
Cratino y Menandro y Magnes anciano
Esta materia supieron apenas
Pintar en estilo primero de Atenas
Como este poeta en su castellano.


Claro es que Magnes y Cratino, poetas de la antigua comedia ateniense, eran meros nombres para Rojas y su panegirista. Poco menos debía de pasarles con Menandro, cuyos fragmentos no fueron impresos hasta 1553, y de quien sólo en años muy recientes nos han revelado los papiros egipcios algunas comedias más o menos incompletas.76 Pero Menandro, a quien toda la antigüedad consideró   —71→   como el más exquisito poeta de la comedia nueva,77 vivía indirectamente en sus imitadores latinos, especialmente en Terencio. Tanto él como Plauto eran familiares al bachiller Rojas, según puede colegirse por varios indicios. Ya Aribau se fijó en los nombres de algunos personajes, que evidentemente están tomados de las comedias latinas, donde desempeñan papeles análogos. Pármeno78 (que se interpreta manens et aditans domino) aparece en el Eunuco, en los Adelfos y en la Hecyra. En esta misma comedia y en la Andria interviene Sosia, todavía más conocido por la parte chistosísima que desempeña en el Anfitrión de Plauto. El nombre de Crito se repite tres veces en el teatro de Terencio (Andria, Heautontimorumenos y Phormio). Traso es el soldado fanfarrón rival del joven Fedria en el Eunuco, y probablemente la idea de llamar Centurio a un rufián ha sido sugerida por la misma comedia (v. 775), en que se pregunta por un centurión llamado Sanga: «Vbi centurio est Sanga, manipulus furum?» La madre de Melibea (acto IV) dice que va a visitar a la mujer de Cremes. Tres viejos de Terencio (Andria, Heautontimorumenos, Phormio) y un adolescente (Eunuchus) tienen el nombre de Chremes. Otros nombres de la Tragicomedia parecen forjados a similitud de éstos.79

  —72→  

Si en la imposición de los nombres lleva Terencio la ventaja, en otras cosas de la Celestina se revela más el estudio de Plauto. A él hay que referir probablemente el título definitivo de la obra que primeramente había llamado su autor comedia. La voz tragicomedia (más bien tragicocomedia) es una invención jocosa del poeta latino en el prólogo de su Anfitrión. Mercurio, que le pronuncia, dice a los espectadores:

«Voy a exponeros el argumento de esta tragedia. ¿Por qué arrugáis la frente? ¿Porque os dije que iba a ser tragedia? Soy un dios, y puedo, si queréis, transformarla en comedia, sin cambiar ninguno de los versos. ¿Queréis que lo haga así o no? Pero, necio de mí, que siendo un dios no puedo menos de saber lo que pensáis sobre esta materia! Haré, pues, que sea una obra mixta, a la cual   —73→   llamaré tragico-comedia, porque no me parece bien calificar siempre de comedia aquella en que intervienen reyes y dioses, ni de tragedia a la que admite personajes de siervos. Será, pues, como os he dicho, una tragicocomedia


    Post, argumentum huius eloquar tragoediae.
Quid contraxistis frontem? quia tragoediam
Dixi futuram hanc? Deus sum; commutavero
Eamdem hanc, si voltis; faciam ex tragoedia
Comoedia ut sit, omnibus eisdem versibus.
Virum sit, an non, voltis? Sed ego stultior
Quasi nesciam, vos velle, qui divus siem.
Teneo quid animi vostri super hac re siet.
Faciam ut commixta sit tragicocomoedia,
Nam me perpetuo facere ut sit comoedia,
Reges quo veniant et dî, non par arbitror.
Quid igitur? quoniam heic servos quoque parteis habet
Faciam, sit, proinde ut dixi, tragicocomoedia.


(V. 51-63)                


Sin duda que este pasaje no puede tomarse en serio como determinación de un nuevo género poético, porque Plauto se chancea con el público, pero también es cierto que ninguna obra de su teatro se asemeja al Anfitrión, que no es parodia trágica ni tampoco verdadera comedia. El infortunio conyugal del jefe tebano, víctima de un poder tan absurdo como incontrastable, no produce risa sino indignación en el lector o espectador moderno, y acaso también en el antiguo, ni hay en los caracteres de Anfitrión y Alcumena nada que no sea decoroso y digno de personas trágicas. Lo cómico se refugia en figuras secundarias. Y como en los diez y nueve siglos que transcurrieron entre Plauto y el bachiller Fernando de Rojas, una sola obra que sepamos volvió a llamarse tragicomedia,80 nos inclinamos   —74→   a admitir la derivación Plautina. Pero conviene notar que el poeta romano justifica la novedad del título con la mezcla de personajes trágicos y cómicos, y el autor castellano con la mezcla de placer y dolor, lo cual es mucho más racional y filosófico: «Otros han litigado sobre el nombre, diziendo que no se avia de llamar comedia, pues acabava en tristeza, sino que se llamase tragedia. El primer autor quiso darle denominación del principio, que fue plazer, e llamóla comedia. Yo, viendo estas discordias entre estos extremos, partí agora por medio la porfia, e llaméla tragicomedia

El nombre quedó en la literatura española del siglo XVI, y fue aplicado a obras de muy vario argumento. Gil Vicente, que en tantas cosas fue tributario de la Celestina, llamó   —75→   tragicomedias a una sección entera de sus obras, en que se mezclan piezas alegóricas, como el Triumpho do inverno y la Serra da Estrella, con dramas caballerescos, como Don Duardos y Amadís de Gaula. Tragicomedia alegórica del Paraíso y del Infierno se rotula la excelente refundición castellana de una de las Barcas del mismo Gil Vicente, impresa en Burgos en 1539. Una de las piezas de la Turiana, atribuidas a Juan de Timoneda, lleva el título de Tragicomedia Filomena. En la numerosa serie de las Celestinas, sólo una, la de Sancho Muñón, conserva el dictado de Tragicomedia de Lisandro y Roselia.

Ninguna de las comedias de Plauto y Terencio presenta una acción análoga a la de la Celestina, pero hay en casi todas rasgos de parentesco y semejanza que las hacen hasta cierto punto de la misma familia dramática.81 Rojas se asimiló muchos de los elementos de la comedia latina. La continua intervención de los siervos en las intrigas amorosas de sus amos hacen al Líbano de la Asinaria, al Toxilo y al Sagaristión de El Persa, al redomado Pseudolo que da título a una comedia, al Epidico protagonista de otra, al Crisalo de Las dos Báquides, precursores remotos de Sempronio y Pármeno. Lo mismo puede decirse del Davo de la Andria, del Siro del Heautontimorumenos, del Geta del Formion, del Pármeno del Eunuco, que ni siquiera ha tenido que cambiar de nombre.

Abundan también en el teatro latino los rufianes propiamente dichos (lenones), que trafican con la venta de mujeres, como el Capadocio del Curculio, el Labrax del Rudens el Dordalo de El Persa, el Sannion de los Adelfos y otros varios, casi todos escarnecidos y burlados en su torpe lucro por las estratagemas de los siervos. Cuando desapareció la esclavitud en la forma en que la conocieron los pueblos clásicos, tuvieron que resultar exóticas en cualquier teatro moderno las intrigas a que dan lugar los raptos de doncellas, su exposición en público mercado Y los reconocimientos o anagnorises que las hacen pasar súbitamente de la condición servil a la ingenua. Nuestro autor se abstuvo cuerdamente de imitarlas, al revés de lo   —76→   que hicieron los poetas cómicos de Italia en el siglo XVI con monotonía servil y fatigosa.

Pero había otra figura cómica en el teatro latino, que podía trasplantarse a la escena moderna: el soldado fanfarrón, el miles gloriosus, bravo en palabras y corto en hechos, que al pasar a las imitaciones adquiere algunos de los caracteres del leno. No es ya mercader de esclavas, pero vive cínicamente con el tráfico vil de sus protegidas. Tal es el rufián Centurio, llamado así irónicamente, no por ser capitán de cien hombres, sino por rufián de cien mujeres. El abolengo de estos milites, que en los siglos XVI y XVII inundan nuestra escena y la italiana, se remonta a aquellos otros figurones que en el repertorio de Plauto llevan los retumbantes nombres de Therapontigono (en el Curculio), de Pyrgopolinices (en el Miles gloriosus), de Strasophanes (en el Truculentus). Todos ellos tienen por nota característica la fanfarronada: todos se jactan sin cesar de sus imaginarias proezas; todo el mundo se burla de ellos y de sus ridículos amoríos; son víctimas de los parásitos y de las rameras y a todos cuadra la descripción que Palestrio hace de su amo:


.................. gloriosus, impudens,
Stercoreus, plenus perjurii, atque actulterii:
Ait sese ultro omnes mulieres sectarier.
Is deridiculu'st, quaqua incedit omnibus.


(M. G., Acto II, scena I, v. 11-14).                


Apenas hay comedia latina sin meretrices, porque los hábitos de la antigua escena rara vez toleraban intrigas amorosas con mujeres de condición libre, sino con esclavas y libertas. Pero entre estas cortesanas hay muchos grados. Las de Terencio suelen ser enamoradas sentimentales, que desmienten con la delicadeza de sus afectos el oprobio unido a su nombre y oficio. La honestidad de su lenguaje es tal, que los más severos educadores cristianos no han tenido reparo en poner el volumen de las comedias terencianas, con muy ligera expurgación, en manos de sus alumnos.82 Las heroínas de Plauto, por el contrario, suelen   —77→   pertenecer al mismo mundo que Elicia y Areusa, y aun peor. Rasgos hay de ternura, por ejemplo, en la escena de la separación de Argiripo y Filenia en la Asinaria (acto III, scena III), pero ¿a quién no repugnan las bajas complacencias de Filena con el padre y el hijo simultáneamente?

Las comedias de Plauto donde más de propósito se pintan costumbres meretricias son las Bacchides, la Cistellaria y el Truculentus. En todo esto no se ve ninguna imitación indirecta. Más importante es la galería de las lenas, no sólo porque desempeñan el mismo oficio que Celestina, sino porque se muestran como ella razonadoras y sentenciosas, y dan verdaderas lecciones de perversidad a sus educandas. Así Cleereta en la Asinaria, Scafa en la Mostellaria, y más especialmente otra lena anónima que adoctrina en la Cistellaria a Silenia y a Gimnasia (acto I, scena I). Añádase el rasgo común de la embriaguez consuetudinaria y parlante. «Multiloqua et multibiba» es la «anus» de la Cistellaria. «Multibiba» y «merobiba» son epítetos que se aplican a la del Curculio,


Quasi tu lagenam dicas, ubi vinum, solet
Chium esse.


(Acto I, scena I, v. 78-79).                


Las palabras con que celebra el vino tienen el mismo entusiasmo ditirámbico que las de Celestina en el aucto IX de la Tragicomedia:

  —78→  

Salve anime mi,
Liberi lepos: ut veteris vetusti cupida sum!
Nam omnium unguentum, odor prae tuo, nautea'est.
Tu mihi stacte, tu cinnamomum, tu rosa,
Tu crocinum et casia es, tu bdellium: nam ubi
Tu profusus, ibi ego me pervelim sepultam...


(Acto I, scena II, v. 3-8).                


Rojas, que tan versado se muestra en las letras latinas, ¿tendría algún conocimiento de las griegas? No sería inverosímil el caso, ya que en su tiempo las enseñaban en Salamanca, Nebrija y Arias Barbosa, pero no tengo ningún motivo para afirmarlo. Lo que me parece seguro es que conoció, a lo menos en la versión latina de Marcos Musuro, que estaba impresa antes de 1494, el poema de Museo sobre los amores de Hero y Leandro,83de donde manifiestamente está imitada la catástrofe de Melibea. Sólo aquél texto clásico pudo sugerirle la idea, tan poco española, del suicidio, porque es idéntica la situación de ambas heroínas e idéntico también el modo que eligen de darse muerte, precipitándose ambas de una torre:

imagen



....................Apud fundamentum vero turris
Dilaniatum scopulis ut vidit mortuum maritum,
Artificiosam disrumpens circa pectore tunicam
Violenter praeceps ab excelsa cecidit turri.
At Hero periit super mortuo marito,
Se -invicem, vero fruiti- sunt etiam in ultima pernicie.84


Versos que tradujo con valentía, especialmente el final, nuestro orientalista don José Antonio Conde:

  —79→  

    Desde los pechos rasga el rico manto,
Y al mar se lanza desde la alta torre;
Así murió por su difunto esposo,
Y hasta en la misma muerte se gozaron.85


Esta apoteosis del Amor triunfante de la Muerte, es una de las cosas más notables de la Celestina, y no creo que pueda referirse a otra fuente literaria que la indicada. El delirio amoroso de los poemas del cielo bretón es cosa muy diferente, y el lento y torpe suicidio del Leriano de la Cárcel de Amor, que se extingue de hambre bebiendo en una copa de agua los pedazos de las cartas de su amada, por ningún concepto anuncia la arrogante y desesperada resolución de Melibea.

Pero no basta con los estudios clásicos puros para explicar la elaboración de la Celestina. Tuvo el drama antiguo una continuación erudita que nunca faltó del todo aun en los siglos más oscuros de la Edad Media, aunque llegara a perderse el genuino sentido de las voces tragedia y comedia y no quedase rastro alguno de representaciones en público teatro. Ya no fue destinada para él (aunque sí para cierta escena privada y aristocrática) la única obra cómica del tiempo del Imperio que nos ha quedado: la ingeniosa y elegante comedia Querolus o Querulus, que puede estimarse como una continuación de la Aulularia de Plauto, cuyo puesto y título usurpó durante los siglos bárbaros. Esta pieza, de autor ignoto, compuesta al parecer en la Galia Meridional a principios del siglo V y dedicada a un Rutilio, que, bien puede ser Rutilio Namaciano, el autor del Itinerarium, tuvo por auditorio a los comensales del mismo Rutilio, según se infiere de la dedicatoria: «Nos hunc fabellis atque mensis librum scripsimus». Es lo que hoy diríamos una «comedia de gabinete», fruto tardío, aunque sabroso, de un gramático de la decadencia. En su primitiva forma esta comedia seguía las tradiciones métricas del teatro latino, pero fue prosificada en la Edad Media, como lo fueron también las fábulas de Fedro. Varios eruditos han trabajado en restituirla a su lección primitiva, entre ellos Klinkhamer (1825) y más recientemente L. Havet, que al parecer ha salido triunfante de la empresa. De su delicado y minucioso análisis resulta que el Querolus fue escrito no en un pes clodus como el que Bücheler ha notado en las   —80→   inscripciones de África, sino en tetrámetros trocaicos catalécticos y tetrámetros yámbicos acatalectos, y con arreglo a este principio logra restaurar gran número de versos.86

Cinco siglos nada menos, y una transformación total del mundo, separan el Querolus de las seis comedias que en el siglo X compuso la monja alemana Rosvita (Hrotsvitha), bella y simpática figura en el renacimiento literario de la corte de los Otones. Estas seis piezas, que forman la segunda parte de sus obras (liber dramatica serie contextus), no llevan la menor indicación de haber sido representadas, ni nadie sostiene ya que lo fuesen, aunque Magnín lo defendió con deslumbradores argumentos87 y sobre ellos fantaseó libremente la crítica romántica. Por su argumento son leyendas religiosas, que sólo en estar dialogadas se diferencian de otras varias que Rosvita trató en narración épica. Por su forma o estilo quieren ser imitaciones de Terencio, y al mismo tiempo una especie de antídoto contra el veneno de las ilícitas pasiones que representó en sus   —81→   versos aquel poeta.88 Nada a primera vista menos terenciano que las comedias de Rosvita, que ni siquiera tienen división de actos y escenas; que no están en verso, sino en prosa; que sólo presentan triunfos de la castidad y de la fe, conversiones de pecadores, luchas heroicas de santos mártires, y que en su latinidad, cuyo mérito se ha exagerado, aunque es notable para su tiempo, poco o nada conservan de aquella flor de aticismo y gracia urbana que es el mayor encanto de Terencio. Pero reparando algo se advierte que la religiosa de Gandersheim debe a la asidua lectura del poeta cómico romano, no sólo la relativa pureza de su lenguaje y ciertos giros marcadamente imitados de su modelo, sino la soltura y facilidad con que llegó a manejar el diálogo y hasta algunos atisbos de psicología sentimental y amatoria, de que ella misma parece ruborizarse en su prefacio, escrito con cierta coqueteria mística que no carece de encanto.89Terencio, aunque sea el más casto de los poetas antiguos, es al fin un poeta del amor. Queriendo Rosvita imitarle a lo divino para borrar el efecto de sus pinturas, no retrocedió ante los coloquios amatorios, ni temió penetrar con los ermitaños Abraham y Pafnucio en los pecaminosos lugares de donde redimen aquellos santos varones a María y a Tais.90 Sólo en las páginas   —82→   de Terencio pudo adivinar algo de aquel mundo de las meretrices, que la inspira tan candorosas observaciones: «Hoc meretricibus antiquitus fuit in more, ut alieno delectarentur in amore

Las obras de Rosvita poco importan en la evolución del teatro religioso y profano de la Edad Media, pero son un anillo en la historia de la comedia clásica, y bastarían para probar, si no fuese tan notorio el hecho, que Terencio es de los raros autores que tuvieron el privilegio de atravesar incólumes la Edad Media, sin que fuese preciso desenterrarlos en los grandes días del Renacimiento.

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