Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajo

Capítulo VII

Las lenguas



I. Principios generales

Primera dificultad; fusión del lenguaje y del pensamiento.- No hacer más que una cosa a la vez.- Ejercicio de la memoria de las palabras.- Ventaja que hay en juntar inmediatamente las palabras con las cosas que representan.- Importancia que hay en comprender bien el sentido de las palabras.- Inconveniente que existe en empezar demasiado pronto el estudio de las lenguas extranjeras.- Medios generales que pueden emplearse para aprender las palabras con más facilidad.- Medios mnemotécnicos.- Concentración de la atención sobre las palabras que deben aprenderse.- Las palabras que hay que aprender primero son aquellas que vuelven a presentarse con más frecuencia.


Los métodos que deben seguirse para el estudio de las lenguas ofrecen ciertas particularidades que exigen un examen especial. El modo con que debe aprenderse la lengua materna suscita cuestiones cuyo número iguala la importancia. En cuanto a las lenguas extranjeras, nadie se ha puesto todavía de acuerdo sobre los métodos que deben seguirse para estudiarlas, ni sobre su valor relativo.

Fácil es figurarse un estado de cosas que nos dispensara de estudiar nuestra lengua materna en el colegio. Si un niño no estuviera rodeado más que por personas que hablasen correctamente su idioma, si tuviese frecuentes ocasiones de leer y oír buenos modelos fijándose bien en ellos, entonces la simple imitación a que le sería imposible sustraerse, le enseñaría perfectamente su lengua materna, sin que necesitase otra enseñanza que la que existe para las locuciones y el acento propio a ciertas provincias. Esto es poco más o menos lo que sucede en nuestro país con las clases superiores de la sociedad, y es en absoluto verídico en las naciones que no poseen más que una serie de expresiones para todas las personas.

Sólo para las diferencias que existen en este ideal y nuestra posición, es por lo que necesitamos una enseñanza especial de nuestra lengua materna. Sin embargo, hay que tener siempre en cuenta la instrucción accidental que los discípulos han adquirido, casi sin querer. Malo es que se repita en la escuela lo que los niños han aprendido ya en su casa, y peor aun que se dedique una parte del tiempo de la escuela a cosas que no pueden menos de aprender en la gran escuela del mundo. Todas las horas que pasamos en sociedad nos enseñan necesariamente nuestra lengua. Todo lo que nos enseñan los demás, lo recordamos bajo ciertas formas de lenguaje. Los diferentes cursos que seguimos en la escuela o en el colegio, desarrollan inevitablemente en nosotros, la facultad de expresarnos.

La escuela primaria tiene que luchar contra el carácter poco elevado de las costumbres contraídas en la casa paterna, bajo el concepto del lenguaje así como bajo otros muchos. La escuela secundaria continúa esta tarea, corrigiendo además lo que halla de incorrecto en el lenguaje hasta de los niños que han recibido cierta educación, sin hablar de la mezcla de cizaña y de buen grano que nos ofrece el campo literario.

A la primera dificultad que se presenta desde el principio de la enseñanza de las lenguas en general, y de la lengua materna en particular, dificultad que persiste mucho tiempo, proviene de que el objeto estudiado es doble, puesto que se trata de la unión del lenguaje y del pensamiento. El lenguaje no es nada sin el pensamiento que expresa, de modo que la atención se reparte entre estos dos elementos, en vez de abandonar al uno para concentrarse exclusivamente sobre el otro. Además, la naturaleza del pensamiento que se quiere expresar obra necesariamente sobre la forma de la expresión, de modo que se ve uno obligado a tener cuenta de ella; sin embargo, gran número de hechos lingüísticos son iguales para todo -las reglas gramaticales, por ejemplo, y cierto número de preceptos de la retórica-, y estos hechos constituyen el estudio propiamente dicho de una lengua.

No debe olvidarse que enseñar una lengua no es enseñar un conocimiento cualquiera, por lo menos en el sentido que dan generalmente a esta expresión, que se aplica especialmente a un estudio tal como la historia, la geografía, las ciencias, las artes. No consiste tampoco en presentar al entendimiento ideas elevadas, poéticas o morales. En estos estudios, la lengua no es más que el instrumento, el medio de comunicación; hacer uso de ella de este modo no es enseñarla de un modo expreso. Lo cierto es que servirse de una lengua con un fin cualquiera, es un modo indirecto e involuntario de enseñarla, y que una parte considerable de lo que sabemos de nuestra lengua se adquiere por este medio; pero hay que distinguir este resultado de los ejercicios lingüísticos propiamente dichos.

La necesidad de ocuparse de un doble objeto se presenta muy a menudo en la educación; un gran número de estudios tienen dos puntos de vista, y en este caso, fácil es equivocarse. Lo que no debe olvidarse nunca, es que el entendimiento humano no puede ocuparse más que de una cosa sola, por más que le sea fácil fijar rápidamente su atención de un punto a otro, de modo que pueda considerar dos objetos sucesivamente; mas cuando se trata de educación, que nos obliga a estudiar diferentes temas y a grabar en la memoria detalles muy numerosos, es indispensable concentrar durante cierto tiempo la atención sobre un ejercicio solo, y para los estudios que comprenden dos elementos, no hay que ocuparse más que de uno a la vez, en vez de pasearse del uno al otro.

Casi todo el trabajo del estudio de una lengua permite seguir este principio de concentración de las fuerzas sobre un solo punto. Sin embargo, se presentan algunos casos en que el lenguaje y el pensamiento están unidos de una manera tan íntima que es hasta imposible considerarlos separadamente. En los rompecabezas, los epigramas y las expresiones metafóricas, las ideas y las palabras son a la par el vehículo del pensamiento. Por otra parte, el conocimiento de las cosas se presenta muchas veces bajo la forma de un conocimiento de la lengua. Si se pregunta lo que significa la palabra epidemia, parece hacerse una simple pregunta sobre una palabra, y en el fondo se pide el conocimiento de un hecho o de un fenómeno natural.

CONDICIONES DEL ESTUDIO DE LAS LENGUAS EN GENERAL.- Estudiando las lenguas extranjeras, es como puede uno darse cuenta del trabajo que exige el estudio de una lengua. Estas lenguas nos dan a conocer en toda plenitud la acción de adherencia verbal por la que las palabras se ligan unas con otras. En cuanto a nuestra lengua materna, nos acostumbra a asociar las palabras con las cosas o los pensamientos. Las leyes de estos dos actos intelectuales no son iguales.

El estudio de una lengua es, bajo todas sus formas, un trabajo muy laborioso para la facultad plástica del entendimiento; exige por consiguiente el conjunto de todas las condiciones generales favorables a la retentividad que hemos ya mencionado. Las combinaciones elementales que se trata de formar son, por decirlo así, innumerables; sólo los vocablos de una lengua un poco extensa se cuentan por millares, y muchos de ellos tienen diferentes sentidos. Todo esto sin contar con los sentidos particulares de las locuciones, y las ideas o combinaciones que exigen ciertos actos retentivos especiales.

La acción que une las palabras entre sí nos demuestra la facultad de adherencia verbal del entendimiento, facultad ejercida por el oído para la lengua escrita, pues la voz sirve de auxiliar al oído, y la mano al ojo. Este modo de aprender un idioma no es de los mejores. Para buscar la relación existente entre una palabra inglesa y la que le corresponde en francés, latín, griego, etcétera, no se ponen en juego las fuerzas de asociación más poderosas; este trabajo no sigue las líneas de retentividad y no está sostenido por motivos de interés poderoso.

Asociando las palabras directamente con los objetos o las ideas, es como se llega a poseer una lengua con más rapidez. Esto es lo que hace siempre el que aprende su lengua materna. Al encontrarse en presencia de cualquier objeto -fuego, una bola, un gato- que cautiva su atención en aquel momento; el nombre que choca su oído se confunde en el mismo acto de atención, y se encuentra inmediatamente unido al objeto. Cuanta más impresión nos causa un objeto, mejor se graba su nombre en el entendimiento: un relámpago, un ruido repentino, o un movimiento rápido, si se oyen nombrar en el instante en que se producen, exigen pocas veces que se repita su nombre.

El acto por el que unimos los nombres con las impresiones producidas por los objetos, recibe una ayuda poderosa con la emoción que sigue inmediatamente a cualquiera impresión algo fuerte. Siempre que experimentamos una emoción, que nos asustamos, o que un objeto llama vivamente nuestra atención, nos sentimos impulsados a lanzar una exclamación; y si en aquel momento nombran el objeto que nos conmueve, lo repetimos enseguida para expresar nuestra emoción. En el niño se nota especialmente esta tendencia a gritar el nombre del objeto que llama su atención: «¡fuego!, ¡gato!, ¡muñeca!», exclama el niño, y estas exclamaciones contribuyen a hacerle comprender mejor y más pronto un gran número de palabras.

Cuando se aprende una lengua extranjera en el país en que se habla, se reconoce fácilmente la diferencia que existe entre unir una palabra con otra, y apropiarla inmediatamente a un objeto visible. Un inglés que se encuentre en una población española lee en los rótulos de las esquinas la palabra calle; ve en los escaparates de las tiendas diferentes objetos con letreros indicando su nombre. Si pasa en ómnibus por una calle cuyo empedrado haga dar una sacudida un poco fuerte al coche, y que cualquiera de los viajeros exclame: «¡Qué traqueteo!»; esto solo basta para que establezca de un modo indeleble una relación entre la palabra y el hecho, mientras que sin esto se necesitarían varias repeticiones de la palabra traqueteo y de la palabra inglesa shock para establecer entre ellos una relación duradera. Para hacer más fuerte la impresión producida por la palabra castellana que quiere enseñarse a un inglés, puede insistirse un poco sobre el sentido de esta palabra, o darle de ella alguna explicación que represente el hecho de un modo más vivo: le dirán, por ejemplo, que la palabra traqueteo significa un choque como los que se reciben cuando se pasa en coche por una calle mal empedrada. Una explicación de este género, dada de viva voz por el maestro, basta generalmente para grabar la palabra en la memoria; si el discípulo la lee simplemente en el diccionario, producirá mucho menos efecto en él.

Este ejemplo solo es suficiente para demostrar que la facultad de coger el sentido de las palabras es la condición esencial de todo adelanto rápido en una lengua, o, en otros términos, que el conocimiento de las cosas debe preceder siempre al de las palabras. Presentar demasiado pronto al entendimiento de un niño objetos que no sean aun buenos para él, para que aprenda una lengua difícil, como el latín por ejemplo, es andar desacertado. Si como ejercicio lingüístico, tenemos que traducir un autor, bueno es que comprendamos primero, como ejercicio de conocimiento, de qué trata en su obra; nos hallamos entonces en estado de aprender los vocablos y las formas de frase que emplea para expresar este conocimiento. Para aprender las expresiones que empleaban los griegos para la geometría, es preciso ante todo que aprendamos la geometría estudiándola en nuestro propio idioma; después podremos leer sin inconveniente Euclides en el original. No es exagerar decir que, en semejante caso, el mejor geómetra es el que adelantará más en el griego; hasta la memoria de las palabras que es mucho más viva en la infancia o en algunas personas excepcionalmente dotadas, no podría compensar el conocimiento imperfecto del objeto, y un buen matemático de cincuenta años de edad emplearía probablemente menos tiempo en leer todo Euclides que un adulto de quince años que no sabría bien su geometría, a pesar de su facilidad para retener las palabras.

Esto nos da a conocer una de las partes débiles del estudio prematuro de las lenguas extranjeras, y en particular de las lenguas muertas. Verdad es que empezando temprano se saca partido de la vivacidad y de la fuerza de la memoria, y se utiliza un tiempo que el poco desarrollo de la razón no permite emplear para los estudios más difíciles; pero si no se lleva este estudio de la lengua extranjera sobre unos puntos que el discípulo comprenda claramente, las palabras escaparán a su memoria, por buena que sea. No se dan, generalmente, cuenta de esta dificultad, porque los relatos fáciles que sirven de texto para todos los ejercicios de la primera edad no se componen más que de ideas accesibles para todos. Siendo importante enseñar en edad temprana la pronunciación de una lengua extranjera, y preciso, para esto que el niño conozca cierto número de palabras de esta lengua, podrán enseñársela en los límites de lo que puede saber un niño, pero sin traspasar estos límites.

Veremos más adelante que el inconveniente de verse obligado a ocuparse a un tiempo del estudio de la lengua y de la de las cosas, es inevitable cuando se trata de la lengua materna, por más que no sea imposible atenuarlo; pero para las lenguas extranjeras, harían mal en exponerse a ello, como se hace tan a menudo. Con estas lenguas, es siempre fácil hacer de modo que el conocimiento de los objetos se adelante bastante al estudio de la lengua. En cuanto a las razones que parecen contrarias a la adopción de este sistema, pueden combatirse victoriosamente con motivos opuestos.

Antes de aplicarse completamente estos principios generales al estudio de la lengua materna, queremos detenernos un instante sobre el caso más sencillo de la adquisición verbal, es decir, sobre la reunión de las palabras entre sí, fuera de toda consideración de sentido. Aunque la base de nuestro conocimiento del lenguaje tenga que ser la asociación de las palabras con las cosas, los hechos, o las ideas, sin embargo el estudio de una lengua y su conocimiento exigen un gran trabajo de adquisición puramente verbal. Tales son, por ejemplo, los trabajos gramaticales -declinaciones, conjugaciones, listas unidas a las reglas y a las definiciones-; tales son también las primeras frases que aprendemos a repetir en nuestra infancia, y aquellas, más complicadas, que empleamos más tarde casi maquinalmente: estas son otras tantas asociaciones, por decirlo así, puramente verbales. Ocurre lo mismo con los trozos que aprendemos de memoria, en una edad en que el sentido tiene muy poco valor para nosotros, así como respecto a los proverbios que retenemos más bien por su forma que por el fondo. Todo conocimiento formulado con palabras, queda grabado en nuestra memoria, en parte por causa del encadenamiento de las ideas, y en parte por el de las palabras. La mayor parte de los sinónimos de una lengua se hallan reunidos en grupos por la memoria de las palabras, y esto se extiende de los simples vocablos a las construcciones que tienen igual sentido, así como a los diversos modos de expresar la misma idea. Excusado es decir que toda la parte del conocimiento de las lenguas extranjeras que descansa sobre una asociación entre una palabra de la lengua materna y la palabra extranjera que le corresponde, depende del mismo principio. El caso extremo es el del estudio de las lenguas por el filólogo, sólo en vista del conocimiento de sus relaciones filológicas.

Estas asociaciones puramente verbales, de las que un número tan considerable nos es indispensable, deben considerarse como una desagradable necesidad; raras veces son interesantes de por sí. ¿Quién aprenderá de memoria por gusto la lista de los verbos irregulares y de sus formas diversas? Las condiciones de este género de trabajo son las que dominan todos los estudios más áridos. Sólo la plasticidad debe entrar en juego, sin que pueda contarse con el estimulante que proporciona el atractivo natural del estudio, o el gusto que inspira.

En todo aquello en que los elementos que hay que retener son a la vez muy numerosos y sin atractivo, es preciso conformarse estrictamente a los principios de economía que han sido establecidos para las adquisiciones intelectuales. Se dividirá el trabajo en partes, de las que sólo una será asignada a cada día, para que tenga su parte de tiempo, de fuerza y de atención durante los momentos de plasticidad intelectual; las lecciones serán cuidadosamente recitadas al maestro, y los deberes corregidos y aprobados por él. Se harán a ciertas épocas, recopilaciones regulares de las partes ya vistas. Estimularán a los niños con pequeñas recompensas. Estos son los principales artificios por los cuales logrará triunfarse de la monotonía de todas las lecciones de detalle.

En cuanto a las lecciones en que no se trata más que de palabras, existe, para hacerlas más fáciles, ciertos medios que un maestro hábil no deja nunca de aprovechar. Si las lee en alta voz debe hacerlo con entonación clara, distinta y hasta agradable; si son lecciones escritas o impresas, tienen que ser los caracteres claros, inteligibles, y las listas simétricamente dispuestas. Es también ventajoso hacer copiar con cuidado por los discípulos todas las listas importantes, los modelos de declinaciones y de conjugaciones, así como todos los detalles del mismo género. Estos medios estimulan siempre la atención, por lo menos cuando los discípulos no se contentan con copiar maquinalmente.

Después de estos medios de asegurar el empleo juicioso de la plasticidad, siguen los artificios especiales para el estudio de las palabras, incluso los de mnemotecnia.

Un medio bien conocido para hacer más fácil el estudio de los detalles del lenguaje, consiste en encontrar puntos de semejanza entre las palabras que pueden asociarse; esto es lo que fácilmente puede hacerse cuando se aprende el alemán, el francés y el latín. Gran número de estas semejanzas son evidentes y muy marcadas; otras no resaltan más que después de algunas ligeras trasformaciones que el maestro o el diccionario darán a conocer. Así es como la filología ayuda al estudio de las lenguas extranjeras.

La mnemotecnia nos suministra otros medios. Para aprender las listas de palabras con más facilidad, se pueden arreglar de modo que formen versos, y diremos que este artificio es muchas veces de gran utilidad. Si se formara con ellas una frase que tuviera sentido, el resultado sería casi igual, y si este sentido ofreciese algún interés, sería superior.

Colocando la lista de palabras por orden alfabético, sería mucho más fácil de aprender; y siendo este orden absoluto, ayudaría mucho a la memoria de las palabras. Debe seguirse sin interrupción, a no ser que exista alguna razón poderosa que obligue a apartarse de aquél.

Otro medio, cuyo carácter es aun más técnico, consiste en disponer las palabras de modo que exista entre sus sentidos cierta relación que ayude a la memoria. Esta no es más que una modificación de la memoria tópica de los antiguos oradores.

Para establecer entre dos palabras una asociación sólida y duradera, es preciso, por decirlo así, aislarlas y concentrar en ellas la atención de los discípulos. Esto se consigue de diferentes modos. El que más se emplea consiste en hacer que busquen la palabra en el diccionario; cuando la memoria es aun joven, basta generalmente que la hayan visto una vez en el diccionario para retenerla, y mas, si tarda poco en volver a presentarse. También pueden grabarse bien en la memoria las palabras que el maestro pronuncie de manera que llame la atención, cuando lee un trozo cualquiera. El método de Hamilton no propone ningún medio de llamar la atención sobre tal o cual palabra dada. El mejor sistema parece ser preparar una serie de ejercicios que presenten cada uno dos o tres palabras nuevas, pero no más.

El método empleado en Inglaterra para la enseñanza de las lenguas, deja ordinariamente al discípulo el cuidado de encontrar primero, con ayuda del diccionario, el sentido de cualquier pasaje; luego el maestro corrige los deberes, y se repiten después en su presencia. No creemos que haya motivo para no combinar este método con algo del método contrario, según el cual el maestro empieza por explicar bien un pasaje, y exige luego que los discípulos lo reproduzcan de memoria al día siguiente, permitiéndoles hacer uso del diccionario si se les ha olvidado algo. Podría explicarse de este modo la primera parte de un deber, y tratar la segunda por el método antiguo. Lo expuesto primero por el maestro conviene especialmente a los puntos científicos, tales como la geometría, pero puede adaptarse también a los estudios de pura memoria.

Nos abstenemos, por ahora, de tratar aquí las cuestiones referentes a la enseñanza gramatical de las lenguas, y no querernos considerar más que los casos en que se trata en el fondo de unir una palabra con otra.

En una conferencia interesante sobre la enseñanza de las lenguas, Don Alejandro J. Ellis propone aplicar la estadística al estudio de las palabras, y determinar su importancia relativa según la frecuencia con que vuelven a presentarse aquellos. El Señor Ellis quisiera que esta frecuencia relativa reglase el orden en que deben presentarse las palabras de los ejercicios. Don David Nasmith ha aplicado este método a la lengua inglesa y a la alemana. Para hacerlo, es preciso que se haya comprobado ya la frecuencia de recurrencia de todas las palabras. Considerado en toda su generalidad, este principio se aplicaría tanto a las locuciones como a las palabras aisladas.

Nosotros creemos que el mismo principio podría adoptarse para muchos estudios, otros que el del lenguaje. Bueno sería poder determinar anticipadamente la frecuencia probable del empleo de todos los estudios para poder escoger con preferencia los más necesarios. Semejante criterio probaría la gran importancia de las ciencias experimentales, tales como la física y la química, la menor importancia aunque bastante considerable de la mineralogía y de la botánica, y la mínima importancia de muchos estudios que ocupan en la educación actual un lugar mucho mayor que ninguna de estas ciencias. Sin embargo, para las lenguas, tiene que modificarse el principio. Aunque cierta palabra de una lengua puede no volver a presentarse tanto como otra, puede suceder que las dos sean en el fondo igualmente esenciales; no nos parece, pues, útil establecer más de un número, muy reducido de categorías, empezando por las palabras más indispensables, tomando luego las que se presentan en el lenguaje ordinario, y así sucesivamente, para concluir por las palabras raras, técnicas o incomprensibles. Además, el único hecho de la recurrencia frecuente obra de por sí; no necesitamos recurrir a medios artificiales para poner en evidencia, desde el principio, palabras que se presentan a menudo; nos bastará alejar durante cierto tiempo las que no son ni frecuentes ni esenciales. Sin embargo si tiene que aprenderse una palabra tarde o temprano, el momento en que se aprende no tiene gran importancia, y por la fuerza de las cosas, la introducción de las palabras raras antes que otras palabras más usuales no puede llegar nunca al estado de abuso.

Las consideraciones que preceden se aplican a todas las lenguas, y tratan del rasgo esencial que caracteriza su estudio. Pasaremos ahora al estudio de la lengua materna, después de lo que podremos volver con más provecho a la cuestión de las lenguas extranjeras.




II. La lengua materna

Los niños aprenden con gusto los nombres de las cosas que conocen.- Empleo de las lecciones de cosas.- Conocimiento de las palabras por si mismas.- Corrección de las faltas vulgares y de las locuciones provinciales.- Estudio de la lengua propiamente dicha; los sinónimos; los matices que presentan.- La enseñanza de todos los conocimientos contribuye siempre a la enseñanza de la lengua.- La lengua se aprende por medio de historias y de descripciones simples.- Los trozos aprendidos de memoria.- Los versos son más fáciles, pero la prosa es más útil.- Cómo se aprende la construcción de las oraciones.- Formas diversas que puede tomar una misma frase.- ENSEÑANZA DE LA GRAMÁTICA.- La gramática simplifica el trabajo; sirve: 1.º para que evitemos las faltas del lenguaje; 2.º para aislar la lección de la lengua; 3.º para enseñar la construcción de las oraciones; 4.º para enriquecer nuestro vocabulario.- Edad en que conviene empezar el estudio de la gramática.- ¿Debe enseñarse la gramática sin libro?.- No debe empezarse antes de la edad de diez años.- De cómo conviene ocupar los años que preceden.- Ejercicios preparatorios.- Diferencias de opinión sobre ciertos puntos.- LA RETÓRICA.- Definiciones y reglas.- Ejercicios diversos.- LA LITERATURA.- Elección de los autores.- Sólo las cualidades literarias deben tomarse en consideración.


En todos los grados del estudio de la lengua materna, los ejercicios de palabras están más o menos acompañados de la consideración de las cosas expresadas; en la gramática es donde el entendimiento se ve más libre de esta consideración.

Si un niño ha aprendido primero a distinguir cierto número de objetos, aprenderá con gusto sus nombres, y la relación intelectual entre cada nombre y el objeto que representa se establecerá rápidamente. Cuanto más visto y más distinguido habrá sido un objeto entre todos los demás, más fácilmente se aprenderá su nombre. Si ciertos objetos excitan el interés, si despiertan o llaman la atención, el niño aprende ávidamente sus nombres. En todas las edades, estamos deseosos de conocer los nombres de las personas, de los lugares, de las acciones y de las circunstancias que llaman nuestra atención. Si, por el contrario, ciertos objetos no excitan más que poco interés, son indistintos, y se confunden con otros, quedamos tan indiferentes a los nombres como a las realidades. El punto importante es, pues, hacer de manera que el objeto que se trate de nombrar produzca antes una impresión bastante viva.

Cuanto más se examine la cuestión de la enseñanza de las lenguas desde la primera edad, mejor podrá verse que está, casi bajo todos conceptos, rodeada de dificultades. Se exige que el niño comprenda unas oraciones seguidas, de las que ciertas partes están desprovistas de interés para él; pero, para explicarle las palabras que escapan a su inteligencia, es preciso presentarle ante todo unos objetos que, hasta entonces, le eran desconocidos. Hay que darle una lección de cosas seguida de una lección de palabras, y la primera es la más difícil de las dos; en el fondo, la segunda no causa ningún trabajo, si se ha conseguido algo en la primera. Así que ha triunfado el maestro de las dificultades que ofrece el conocimiento del objeto de que se trata, no necesita ni esfuerzos extraordinarios ni métodos complicados para hacerle retener la palabra que le representa. Las facultades, que están ya despiertas en el niño, le permiten más bien aprender los nombres de los objetos, cuando ya los ha concebido, que formar estas concepciones mismas.

La verdadera solución de la dificultad de enseñanza de una lengua desde la niñez, se encuentra en las lecciones de cosas, es decir en los primeros ejercicios de conocimiento de las cosas, cualquier nombre que demos a estos ejercicios.

La principal relación que existe entre la lengua y estas lecciones consiste en que el empleo de la lengua, bajo forma de ejercicio oral o de lectura, proporciona la ocasión de presentar a los discípulos los objetos que quieren enseñarles y hacerles comprender. La mejor ocasión de presentar un hecho sería su ocurrencia espontánea, como por ejemplo cuando un niño ve la estrella del Norte, y que le hablan inmediatamente de ella, pero una conversación o una lectura trata de ciertos objetos sin que se ofrezcan en realidad a nuestra vista, y entonces se necesita un medio de enseñarlos a los discípulos, lo que, en muchos casos, es prematuro e imposible.

Adquiriendo así pequeños conocimientos, es como los niños pueden, por medio de su memoria de las palabras, retener ciertas expresiones sin comprenderlas; ya hemos hablado anteriormente de esta facultad particular. Después de entrar estas expresiones en su entendimiento, éste trabaja para buscar su sentido, observando las ocasiones en que se hace uso de ellas. Un niño podrá, por ejemplo, conocer la palabra luz antes de comprender claramente su sentido. Procederá entonces por una especie de inducción a desembrollar el sentido verdadero de esta palabra de todas las circunstancias accesorias, y, para conseguirlo, recurrirá a todos los métodos inductivos de la lógica. En cuanto a las palabras que indican una idea general, habrá que ejecutar un acto de generalización, como por ejemplo, si se trata de encontrar el sentido de las palabras: «redondo, pesado, frío, movimiento, etc., etc.»; pero todo esto no es más que el conocimiento de las cosas y de los hechos considerado con sus relaciones con el lenguaje, y no el estudio del lenguaje mismo, que constituye el dominio del profesor de idiomas. Para comprender bien este estudio especial, es necesario suponer el conocimiento de las cosas como fijo en un punto dado, y considerar todos los modos, buenos o malos, de expresar un hecho, una doctrina, o un conjunto de hechos o de doctrinas, ya conocidos. El maestro que enseña los hechos da por lo menos una de las maneras de expresar lo que enseña, pero no se ocupa de comparar los méritos relativos de todas las diferentes formas verbales bajo las cuales es posible presentar el mismo hecho. Para una educación completa, el reparto del trabajo es indispensable; sólo por esto se podrá conseguir por esta parte suficiente cantidad de conocimientos, y por la otra las expresiones necesarias y hasta superfluas.

Admitiremos primero que el maestro se da por tarea continuar, y en caso necesario, rectificar la obra de los padres, dando a los niños una articulación clara, una pronunciación distinta y buen acento. Supondremos que desde el día en que entra un discípulo en la escuela, el maestro se ocupa de corregir todas sus expresiones vulgares y sus locuciones provinciales, pues no es en ningún modo necesario esperar a que lleguen las reglas gramaticales para corregir las faltas de lenguaje que cometen los niños de las clases inferiores de la población. Aunque el oído no sea suficiente para precavernos contra todas las faltas de sintaxis, los ejemplos que nos suministran los niños de las clases superiores prueban que se puede, sin gramática, acostumbrar a los niños a decir: «ser, estar, es, son, esta clase de cosas, etcétera, etcétera», y a emplear convenientemente los verbos auxiliares de la lengua.

El verdadero reparto del trabajo en enseñanza de hechos y enseñanza de la lengua, tiene lugar cuando llega el tiempo de abordar la gramática; no se confunde nunca el estudio de la gramática con el de otros conocimientos. El curso de gramática posee entre otras ventajas, la de hacer notar bien esta distinción, y permitir que se enseñe pura y sencillamente la lengua. Hasta que llegue a este punto, el maestro duda muchas veces de si enseña la lengua, unos hechos, o todo a un tiempo; y en realidad, titubea siempre entre los dos. No será inútil insistir aun más sobre la diferencia que existe entre estas dos ramas de estudios.

Hemos visto ya que la explicación de palabras nuevas es casi igual a una lección de cosas. Por ejemplo, cuando la palabra esclavo se presenta por primera vez, explicará el maestro lo que es esclavitud, y dará así una idea nueva al discípulo; sin embargo esto no es en realidad una lección de palabras, por más que una palabra haya sido el principal motivo de la enseñanza de un hecho. Si el discípulo hubiera conocido antes ciertas cosas sin conocer sus nombres, indicarle estos nombres hubiera sido una lección de palabras; mas este caso no se presenta con tanta frecuencia como el precedente.

El estudio de los sinónimos nos suministra el primer ejemplo bien claro de lecciones de lengua algo desarrolladas. Este estudio, se hace necesario en Inglaterra por la naturaleza misma de la lengua inglesa, compuesta de dos vocabularios, uno sajón y el otro latín. Los discípulos traen a la escuela los nombres vulgares de los objetos que conocen, y el maestro cambia estas palabras por otras más exactas tomadas del vocabulario más noble, o hace comprender, durante una lectura, las expresiones escogidas explicándolas con términos más vulgares, pero correspondientes a aquellas. Puede llevarse aun más allá la multiplicación de los sinónimos dando sus equivalentes metafóricos, poéticos y científicos. El equivalente clásico del verbo morir, por ejemplo, o del sustantivo muerto, es mortandad; pero sus equivalentes metafóricos, unidos con las locuciones y las perífrasis que expresan la, misma idea, son muy numerosos; pérdida de la vida, sueño eterno, deuda pagada a la naturaleza, salida de la existencia, separación del alma con el cuerpo, etc. Desarrollando así la lista de estas expresiones equivalentes, el maestro da una lección de lengua.

Sin embargo, hasta en este ejercicio, vemos reaparecer la influencia del conocimiento de las cosas. Los equivalentes metafóricos suponen unas comparaciones entre el objeto de que se trata y otros objetos: sirven sobre todo para hacer más claro el sentido de una palabra, con tal que estén bien comprendidos; si por el contrario no lo están, el maestro querrá sin duda explicarlos, y se verá en la precisión de hacer, o mejor dicho, de dar una lección de cosas. Mejor es, en general, evitar toda digresión de este género: si la figura trata de un objeto conocido, producirá el efecto deseado; sino, quedará sin efecto momentáneamente, pero el nombre de este objeto se unirá con los demás en la lista de los sinónimos. La expresión separación del alma con el cuerpo, es ininteligible para los niños; mas una buena memoria la retendría, como sirviendo para designar la muerte, aunque no haya comprendido por completo su significado.

La explicación de las figuras no es el único modo con que una lección de sinónimos puede transformarse en lección de hechos. Raro es que dos sinónimos tengan enteramente el mismo sentido; dan matices o grados diferentes del mismo sentido; presentan una cosa bajo diferentes puntos de vista, o son también más vagos o más precisos uno que otro. Cuando quiere indicar el maestro estas diferencias, entra en el dominio de los hechos. Las palabras verdad, veracidad, presentan la misma idea, con ciertas diferencias que no permiten emplearlas una por otra. Indicar estas diferencias, es hacer una lección sobre el hecho expresado y no sobre la expresión. No hay que hacer con frecuencia lecciones de esta clase.

Se dirá tal vez, con cierta apariencia de razón, que no deben aprenderse las palabras más que aprendiendo también las ideas exactas que representan. Sin duda alguna, este principio es justo, pero debe aplicarse sin presentar intencionalmente palabras cuyo sentido es imposible hacer comprender; mas como no podemos hacer que las palabras no se presenten de por sí, el único medio es explicarlas por sinónimos fáciles de comprender para los niños, dejando que la experiencia les enseñe más adelante los matices más delicados. Tal vez estas palabras resultarán momentáneamente mal empleadas; pero habrá también en esto una gran ventaja que será la de aumentar la riqueza del vocabulario.

Para que nos entiendan mejor, consideraremos también los casos en que el maestro que enseña una ciencia llega a ser forzosamente profesor de lengua. Hemos dicho varias veces que, en el orden lógico de la enseñanza, las cosas deben pasar antes que los nombres; así pues la aplicación rigurosa de este principio convertiría el que enseña los hechos en maestro de lengua. Los límites de este principio han sido ya indicados, y volveremos más adelante a tratar de ellos. Entre tanto, vamos a demostrar que, hasta bajo el punto de vista de la abundancia de los sinónimos, el profesor de ciencias se ve obligado a estar casi al nivel del profesor de lengua. No trata de agotar todos los modos posibles de expresar cada uno de los hechos que enseña; pero, cuando el tema es difícil, las necesidades de la explicación le obligan a recurrir a un número bastante crecido de maneras diferentes de presentar el mismo hecho, y es muy poco frecuente que estas expresiones falten de precisión.

Tomemos como ejemplo el peso. Para explicar esta fuerza, el maestro debe escoger con preferencia ciertos hechos familiares, tales como la caída de los cuerpos que no están sostenidos; pero no dejar al propio tiempo de recurrir a las diferentes expresiones que se emplean ni atándose de esta fuerza: peso, presión de arriba abajo, caída hacia el suelo, atracción, desviación de la línea recta.

Algunas de estas expresiones están asociadas, en el entendimiento de los auditores, con la acción del peso; los demás se asociarán con ella más adelante, y por consiguiente bueno es que la memoria las retenga. El maestro de lengua no podría hacer mucho más, al menos para el estudio de los sinónimos, sin salir del dominio rigurosamente científico para extraviarse en el de la imaginación.

A la extensión de nuestros conocimientos por medio de la palabra es a lo que debemos las mejores adiciones de nuestro vocabulario, es decir, aquellas que mejor comprendemos. Las expresiones metafóricas que añadimos no son más que una manipulación del lenguaje; pero tienen por punto de partida la percepción de las cosas, y no llegan a ser un asunto de sinonimia más que cuando la costumbre ha hecho familiares las comparaciones que expresan.

Volvamos ahora al papel que desempeña el profesor de lengua. Hemos visto como aumenta el vocabulario de sus discípulos, añadiendo a la lista unos sinónimos que poseen ya. Podría hacerlo de intento, durante todas las lecciones de lectura; pero el hecho ocurre de otro modo, sin previa intención. Hemos hecho observar ya que, para los primeros ejercicios de lectura, los libros que se acostumbran a usar dan historias o descripciones fáciles de comprender, que no cansan la atención, y sobre las que no hay lugar de insistir bajo el punto de vista de los hechos que contienen. Estos trozos están expresamente preparados para servir de lecciones de lengua y para enseñar palabras nuevas. Los hechos son familiares y fáciles; el lenguaje es escogido y hasta elegante, mucho más elevado que el que los discípulos están acostumbrados a oír, tratándose del mismo objeto; en una palabra, estas lecturas tienen por objeto aumentar poco a poco el vocabulario de los discípulos. Con este fin, es por lo que el maestro interviene con ejercicios especiales. Para cerciorarse de si los discípulos recuerdan el trozo ya leído, sus relaciones y sus puntos principales, les hace una serie de preguntas a las que deben contestar haciendo uso de las expresiones del libro, o de otras formas, siempre escogidas, a las que sus lecturas deben acostumbrarles. Para que este ejercicio sea verdaderamente provechoso, es necesario que el maestro no olvide nunca que, en estas lecciones, hay que ocuparse con preferencia del lenguaje antes que de los hechos.

Podemos ver ahora si los trozos aprendidos de memoria, y especialmente los versos, constituyen el lenguaje. Podrán servir para la adquisición de conocimientos nuevos; pero este no es el mejor modo de enseñar los hechos, y no queremos apreciarlos aquí más que bajo el punto de vista del lenguaje.

Recitar algunos trozos, constituye uno de los medios más antiguos empleados en las escuelas; como tiene el gran mérito de ser sencillo y práctico, puede seguir empleándose por los maestros menos hábiles, y nadie podrá decir que este ejercicio no da buenos resultados. Cierto es que graban a la vez en el entendimiento los pensamientos y las formas de lenguaje, y preciso sería que los discípulos tuviesen muy poco entendimiento para no sacar de esto ningún provecho. En las escuelas griegas, se hacía aprender de memoria y recitar trozos de algunos poetas. Los Judíos confiaban el cuidado de educar a los niños, durante mucho tiempo, a los padres, que no podían casi hacer uso de otro método. Además, la enseñanza trataba principalmente de la ley del Antiguo Testamento, etc., cosas para las cuales la memoria desempeñaba el principal papel. En todas las escuelas modernas el recitado de trozos está mas o menos en uso; en nuestra época, por ejemplo, los discípulos de los liceos franceses aprenden de memoria trozos de los clásicos, para formar su estilo.

Los trozos en verso se prefieren generalmente para estos ejercicios de memoria. La armonía de los versos, su estilo elevado, la emoción que despiertan, hace que se retengan mejor. En efecto, el que sabe de memoria cierto número de buenos trozos de versos posee un verdadero tesoro, bajo el doble punto de vista de los sentimientos y de la cultura del entendimiento: los pensamientos, las figuras y las expresiones que encuentra en aquellos están entonces a su disposición, y puede, si quiere, hacerlos entrar en sus combinaciones intelectuales. Citaremos luego bajo el mismo punto de vista, la prosa animada y armoniosa; aunque inferior a la poesía bajo el concepto de la forma, puede prestar aun más servicios para la práctica del arte de escribir.

Para que los versos nos preparen recuerdos agradables para el porvenir, tenemos que aprenderlos con gusto en la escuela, y que esta lección no tenga el carácter de un trabajo hecho con disgusto. Los trozos en versos, de los que mejor partido sacamos son aquellos que hemos aprendido voluntariamente; para que un estudio deje recuerdos agradables, no debe ser obligatorio. Si estos trozos pueden imponerse como lecciones, no es más que en la infancia, edad en que las reglas despóticas de la escuela parecen menos duras, y dejan una impresión menos viva. De los siete a los diez años, el entendimiento es, bajo todos conceptos, más flexible para este trabajo que de los diez a los quince. ¿Cuál es el valor intelectual de este estudio, especialmente bajo el punto de vista que nos ocupa en este momento, es decir, para la adquisición de expresiones y de giros de frases nuevas? A pesar de reconocer la facilidad más grande de las lecciones en versos, no debemos dejar de ver sus partes débiles. La forma, la concisión, el sentimiento, el lenguaje elevado, todo hace que nos guste el conjunto de un trozo de poesía, y no pensamos en el sentido de sus diferentes partes, y especialmente de las palabras consideradas separadamente. Sólo para las obras de los grandes poetas es cuando llaman nuestra atención sobre cada palabra; y esto tampoco se hace siempre.

En los versos, más que en cualquier otra lección que los niños aprenden de memoria, las palabras son las que desempeñan el papel más importante; el sentido es enteramente secundario, y basta que una débil luz sirva de guía, con tal que un sentimiento de interés se una a la lección.

La prosa es más difícil de retener, pero tiene ciertas ventajas que los versos no poseen; mas sería gastar inútilmente las fuerzas intelectuales obligando a los discípulos a que aprendiesen trozos demasiados largos. Lo que necesitamos en la práctica es, o un modelo de frase bien hecha, o alguna expresión propia para la idea que queremos expresar. El encadenamiento de las frases de un largo trozo no contribuye pues de ningún modo para suministrarnos lo que necesitamos; más probabilidad tendríamos de encontrarlo entre frases sueltas que habríamos aprendido de memoria, especialmente si estas frases ofreciesen algo particular u original bajo el concepto de la construcción o de las lecciones. Imposible es explicar a los niños el mecanismo de estas frases, y puesto que es preciso recurrir a los medios artificiales para darles modelos de lenguaje, no queda más recurso que hacer que aprendan trozos de memoria; pero así que ha llegado la idea de comprensión razonada, los trozos completos tendrán que reemplazarse con modelos escogidos, bajo la forma de frases separadas, o de pequeñas series de frases, animadas por la explicación crítica, es decir por la indicación de sus bellezas y de sus defectos. Nuestra opinión es que los discípulos de los colegios franceses de segunda enseñanza han pasado ya la edad en que es conveniente desarrollar la facultad de expresión, haciéndoles aprender maquinalmente algunos trozos escogidos, cualquiera que sea el mérito de estos modelos. Este procedimiento nos recuerda involuntariamente el ejercicio de los soldados franceses, y la ineptitud francesa para las distinciones sutiles y la crítica. Un discípulo aprende siempre con gusto las frases y los trozos que le habrán hecho admirar y apreciar anteriormente.

Los ejercicios de recitación y de declamación suministran a los discípulos ya adelantados una ocasión excelente para aprender de memoria ciertos trozos escogidos en prosa o en verso.

Las observaciones que preceden sobre el estudio especial del lenguaje, se refieren principalmente a los vocablos, aunque hayamos extendido a veces algunas de aquellas a la construcción de las frases. Esta segunda parte del estudio de una lengua merece tratarse más detalladamente. Hablando, escuchando a los demás, y leyendo, es como aprendemos a formar oraciones completas con palabras, y trozos seguidos con oraciones; así como, también los pasajes de los buenos autores que aprendemos de memoria nos suministran modelos de frases tanto como palabras y locuciones. Debemos aprender a conocer todas las formas diversas de una frase antes de llegar a su análisis gramatical.

Puede el maestro dejar que los modelos de frases se amontonen poco a poco en el entendimiento de sus discípulos durante las lecciones de lectura, sin intervenir para nada, o puede, por el contrario obrar directamente para que se graben en su memoria. Supongamos que no haya llegado aun la edad de la gramática, y que por consiguiente los discípulos no hayan estudiado todavía la ciencia de las frases. Sin embargo, esta edad se aproxima, y hay que preparar, por consiguiente, los discípulos para este nuevo estudio, si no es hasta empezar un trabajo especial con el mismo objeto, aunque bajo una forma menos completa.

Repetimos aquí para las frases lo que hemos dicho ya para la palabras: llegan después que los pensamientos. Todo hecho exige una frase para expresarle; si el hecho es sencillo, la frase lo será también; si es complejo, la frase lo será igualmente. Cuando decimos: el sol se pone, enunciamos un hecho sencillo con ayuda de una simple frase. Cuando añadimos: si sube V. sobre cualquier cerro, verá V. reaparecer el sol, enunciamos un hecho condicional. Si hemos aprendido oralmente cierto número de hechos sencillos y complejos, otras tantas frases sencillas y complejas sabremos. ¿Qué más necesitamos? Contestaremos a esta pregunta repitiendo lo que hemos dicho ya al hablar de los vocablos: muy cómodo es conocer todas las formas del lenguaje bajo las cuales puede presentarse un mismo hecho, simple o complejo. Aprendiendo estas nuevas formas, no estudiamos los hechos, sino el lenguaje.

El mejor modo de aprender las formas de las oraciones es asociarlas con los conocimientos que deben expresar; no debe pues hacerse este estudio antes de poseer estos conocimientos. Hemos indicado ya bastante las restricciones que deben hacerse para este principio.

Veamos ahora lo que debe hacer el maestro para enseñar o hacer que se retengan estas formas. El ejemplo suministrado por las palabras puede todavía serle útil. El maestro puede tomar una frase dada, que exprese cierto hecho, e indicar a sus discípulos otras disposiciones de la misma frase, variando, o no, las palabras que la componen, pidiéndoles que las distingan y las repitan también. Es el mejor medio que haya sido propuesto, como introducción a la enseñanza de la gramática propiamente dicha; este ejercicio debe seguirse únicamente de un modo sistemático, por más que sea inútil llamar la atención de los discípulos sobre el sistema seguido. Cuando hayamos llegado a examinar lo que la gramática de nuestra propia lengua hace por nosotros, veremos que este es uno de los mayores servicios que nos presta.

Uno de los ejemplos más sencillos de las formas diferentes, pero equivalentes, de la misma frase, nos lo suministra el cambio de lo activo en pasivo, como por ejemplo: César invadió la gran Bretaña; la Bretaña fue invadida por César. Puede también reemplazarse un nombre por un pronombre, y recíprocamente; transformar los sustantivos, los adjetivos o los adverbios en locuciones correspondientes.

El restablecimiento de las palabras omitidas en las frases elípticas, tan frecuentes en todas las lenguas, es uno de los mejores ejercicios de éste género. Más de la mitad de las dificultades que presenta el análisis gramatical son debidas a estas elipses. Otra modificación importante consiste en transformar los miembros de frase en números abstractos; por ejemplo la frase: creemos lo que vemos, se transforma en ver es creer, o la vista es la creencia.

Las palabras y los diferentes miembros de una misma frase pueden estar dispuestos de muchos y diferentes modos. Los calificativos pueden preceder o seguir las palabras que califican: pero existe, en general, para cada caso particular, un orden más conveniente que cualquier otro. Al principio de estos ejercicios, los discípulos no pueden demostrar preferencia, porque no están aun bastante adelantados; pero no deben perderse todas las ocasiones que se presentan haciendo que escojan poco a poco el orden que vale más, pues es el verdadero fin de la enseñanza de una lengua.

El maestro podrá adoptar un sistema regular de trasformación para el cual se dejará guiar por la gramática y por su propio juicio. No multiplicará los cambios fáciles, y no insistirá sobre los que no tienen importancia. Sabrá cuáles son las trasformaciones más usuales en los ejercicios de estilo, y más propias para acostumbrará los discípulos a distinguir la claridad y la concisión; pero no les dará todavía a conocer los motivos por que los ha escogido. Aunque pueda contentarse con las consideraciones gramaticales, podrá también presentar a los discípulos algunas de las figuras más usuales de la retórica: inversión del sujeto y del atributo, interrogación, exclamación, metáfora y metonimia.

De todas las formas verbales equivalentes, la que profundiza más las cosas, es la obversión que consiste en hacer que resalte un hecho por el enunciado del hecho contrario; por ejemplo: la virtud es digna de elogios, el vicio merece la vituperación; -tres veces armado está aquel que pelea con razón; y completamente desarmado el que no la tiene; -el calor es favorable a la vegetación, el frío le es contrario. Esto ya no es gramática, sino lógica y retórica; y al propio tiempo, como disciplina intelectual, es uno de los ejercicios más fecundos que puedan imaginarse hasta aquí. El maestro puede, sin ostentación, dar este pequeño trabajo que hacer a una clase, cuando se prestan a ello las circunstancias, y los resultados serán de los mejores. No debe hacerse más que en los casos que se explican de por sí. «¿Si la virtud es digna de elogios, qué diremos del vicio, su contrario?» Un discípulo de ocho años contestaría sin trabajo a esta pregunta.

La enseñanza de la gramática. Los límites exactos de los ejercicios preparatorios para el estudio regular de la gramática, y el modo con que conviene escogerlos, serán aun más evidentes por un profundo examen de la cuestión tan debatida de la enseñanza gramatical.

En Inglaterra, se admite con demasiada facilidad que la lengua exige el estudio de la gramática, y que saca de él las mismas ventajas; y sin embargo la situación es muy diferente. Antes de empezar la gramática de su lengua, un discípulo inglés ha aprendido ya poco más o menos todo lo que aquella enseña; por el contrario, cuando empieza a estudiar la gramática latina, todo lo que contiene es nuevo para él. Podríamos hablar y escribir nuestra lengua de un modo correcto sin abrir una vez tan solo la gramática; pero no podríamos traducir una frase latina sin tener, antes algunas nociones de gramática latina. Podríamos evitar esta dificultad aprendiendo la lengua muerta por el procedimiento que empleamos para nuestra propia lengua; pero no habría en esto más que una tentativa muy torpe para producir un resultado que es verdaderamente imposible conseguir. La única situación análoga es la de una persona que aprende una lengua viva extranjera, viviendo en el país mismo en que se habla esa lengua. Para aprender una lengua extranjera, si estamos en una edad en que las facultades de conocimiento y de razonamiento estén suficientemente desarrolladas, lo más fácil es aprender la gramática. El motivo es evidente. La gramática abrevia el trabajo, generalizando todo lo que puede generalizarse.

Lo que hace el estudio de la gramática más penoso, son las excepciones de las reglas; pero esto no es razón para renunciar a ello. Uno de nuestros gramáticos, Cobbett, que tenía a veces algunas rarezas, propuso renunciar a todas las reglas relativas al género de los sustantivos franceses, y aprenderlo escribiendo todos los sustantivos del diccionario de la lengua francesa. Fácil sería demostrar, no solo que este trabajo impondría a la memoria unos esfuerzos mucho más considerables que los necesarios para retener todas las reglas acompañadas de sus excepciones, sino que el discípulo llegaría infaliblemente, y casi sin apercibirse, a erigir en reglas las analogías que presentaría este catálogo; no tardaría mucho, por ejemplo, en reconocer que los nombres abstractos son en general del género femenino. Un riguroso examen de los servicios positivos que nos presta la gramática, será la guía mejor para el modo de enseñarla.

Es indispensable enseñar a los discípulos a que eviten las faltas más graves del lenguaje, pero este trabajo no exige todos los detalles técnicos que contienen las gramáticas empleadas en esta época. Las faltas más comunes pueden corregirse de un modo mucho más sencillo, del que ya hemos hablado; pero difícil sería hacer desaparecer todas las faltas de sintaxis sin seguir un plan más regular, y sin pasar por el estudio de las partes de la oración y de sus variaciones, estudio que constituye la esencia misma de la gramática. Algunas personas, que no hayan oído hablar más que en términos elegantes, podrían llegar, tal vez, a la corrección, sin haber aprendido la gramática: pero pocas serían, pues no todas tienen esta facilidad. El oído solo bastaría para impedir que dijésemos: «las casas es»; pero cuando el sujeto y el verbo están separados por algunas palabras, el acuerdo entre los dos no es tan evidente, y el conocimiento de los términos gramaticales se hace indispensable para dar a comprender en qué consiste la falta. Los auxiliares ingleses no dan lugar a ninguna duda en los casos ordinarios, mientras que en las frases complicadas, la gramática es necesaria para emplearlos bien.

Para nosotros, la gramática tiene mucho mérito, el de ser el primer estudio por el cual el maestro concentra la atención de sus discípulos sobre la lengua misma. Acabamos de indicar una serie de ejercicios, relativos a la lengua, que pueden hacerse con discípulos que no hayan alcanzado aun la edad en que se estudia la gramática, y destinados a prepararlos a este estudio; pero estos ejercicios, los hemos inventado nosotros, y no han entrado todavía en la enseñanza ordinaria. Los maestros titubean aun para el reparto del tiempo entre las lecciones de hechos y las lecciones de lenguaje que pueden preceder el estudio ordinario de la gramática; pero podemos decir que hasta ahora, nadie se ha ocupado de la construcción de las oraciones antes de haber sido obligado a ello, por decirlo así, por los ejercicios de análisis gramatical. La gramática es la que resuelve el problema del estudio de las formas del lenguaje fuera de toda consideración del fondo. ¿Es esto un bien? Es lo que van a demostrarnos las consideraciones siguientes.

El estudio de la estructura, de la disposición y de los elementos de la frase, contribuye evidentemente a la facilidad, a la corrección y a la fuerza del estilo. Podemos pasar sin estudio; pero perderemos en ello, y ningún otro ejercicio nos enseñará tan pronto el arte de escribir. Es necesario que la gramática sirva para otra cosa que para hacernos evitar las faltas contra las reglas o contra el uso. Hemos indicado ya este segundo papel de la gramática. La consideración de las formas de frase equivalentes, que se haría posible sin ayuda de gramática, es casi inevitable así que se enseña ésta. Solamente analizando las frases de un modo mecánico es como deja de presentarse.

Aunque este hecho no necesite demostración, fácil es probarlo. Supongamos que alguno encuentre dificultad para expresar cierta idea. La dificultad proviene primero de que faltan palabras, y luego, de que no se sabe todavía construir bien las oraciones. ¿Cómo aprenderán a hacerlo? De dos modos: primero, leyendo mucho, y también acostumbrándose a analizar, volver a hacer y variar las oraciones que sirven de texto para las lecciones de lenguaje. Este es un hecho cuya importancia es bueno que los maestros comprendan, para dirigir en consecuencia las lecciones de análisis gramatical. Queremos decir con esto que, analizando, deben estudiarse las relaciones de las palabras, indicar el papel que desempeñan, decir si expresan ideas principales o si solo sirven para modificar estas ideas, y examinar su valor relativo comparándole con sus sinónimos. Siguiendo este método, colocan así a los discípulos en la situación en que más tarde se encontrarán, cuando tengan que escribir ellos mismos un ejercicio de estilo.

Las partes de la gramática que tratan más directamente de la construcción de las oraciones, son ciertos capítulos sobre las partes de la oración y la parte de la sintaxis que tiene relación con el análisis de las frases y con el orden de las palabras.

La gramática contribuye, en cierto modo, a enriquecer el vocabulario de los discípulos. Todos los ejemplos que contiene y que se aprenden de memoria, tienen este resultado; y los capítulos sobre la derivación y la inflexión contribuyen a conseguirla directamente. La derivación obliga a los discípulos a pasar revista a un considerable número de palabras, de las que la mayor parte se graban en la memoria. Para la lengua inglesa, la comparación entre los elementos sajones y los que otras lenguas suministran, es un verdadero ejercicio sobre las palabras. El estudio de los prefijos nos hace conocer mejor los recursos de la lengua, demostrándonos el partido que puede sacarse de la composición de las palabras. Este capítulo tiene la ventaja de estar aislado de toda complicación técnica; por esta razón se ha recomendado como siendo mejor que todos los demás para los principios del estudio de la gramática. También cuando se estudian las palabras variables, las listas de las palabras citadas como ejemplos de las reglas sobre el género y el número, causan cierta impresión en la memoria, impresión que contribuye a que encontremos con más facilidad las palabras que necesitamos. Los maestros hacen muy bien en no insistir para cargar la memoria con estas listas de palabras; más probabilidades tienen de obtener un resultado duradero por la necesidad en que se encuentran los discípulos de fijarse en ellas para dar ejemplos de reglas; y esta circunstancia es también favorable a la recurrencia de estas palabras para los ejercicios de estilo.

El estudio de las palabras variables es el fondo mismo de la gramática latina, pues, en latín, el único medio de distinguir entre sí las diferentes partes de la oración, son las terminaciones. Por esto la gramática latina es mucho más fácil que la gramática inglesa, pues la primera es más bien un asunto de memoria que de raciocinio. Si en vez de ser el latín, hubiese sido el inglés considerado como lengua muerta, proponer que la gramática extranjera pasase antes que la otra se hubiera considerado como una proposición monstruosa.

De la edad en que debe empezarse el estudio de la gramática. Muchos se aperciben ahora que es un error hacer empezar el estudio de la gramática a niños de ocho a nueve años. La experiencia ha debido ya demostrar a los profesores que es inútil intentarlo. Algunos han querido simplificar el trabajo por diferentes medios. Han aconsejado que se empiece a presentar este estudio bajo un aspecto fácil, dejando para más adelante el examen de las verdaderas dificultades. Desgraciadamente para estas diversas tentativas, en el umbral mismo de la ciencia es donde se hallan las dificultades, y es imposible eludir sin tachar de nulo todo lo que sigue. Si no se comprenden bien todas las partes de la oración, no se adelantará nada.

Cuando llega a comprender un discípulo que una oración se compone de un sujeto y de atributo, que el atributo puede tener un complemento, y que el sujeto, el complemento, y el atributo pueden modificarse con palabras secundarias, es cuando se conoce que se halla en estado de aprender gramática. Debe también comprender las ideas lógicas de individualidad, generalidad y abstracción, pues todas estas ideas son indispensables para comprender el nombre y el adjetivo. Se necesita discernimiento para coger el sentido de las palabras de relación, es decir de los pronombres, preposiciones, y de las conjunciones, y por esta razón es por lo que el discípulo debe haber llegado ya a cierta edad.

Se ha intentado enseñar la gramática sin libro, y por cierto algunos maestros siguen aun este método; dicen que las dificultades no provienen del estudio mismo; sino que nacen solamente de la forma que se les da, y del libro que se pone en manos del discípulo. Debe haber en esto algún sofisma. No contiene un libro más que lo que es bueno decir de viva voz, y si el maestro puede expresarse más claramente que el mejor libro que pueda encontrarse, no queda más que escribir todo cuanto dice y formar un libro con ello. Si es bueno el método del maestro, puede imprimirse para servir de ejemplo a los demás, lo que producirá libros aur mejores, de modo que la reforma que propone la completa supresión de libros, no puede tener lugar.

Tal vez conteste a esto el maestro que no propone nada nuevo, sino que sólo quiere escoger los puntos que los discípulos puedan comprender, dejándose guiar en esta elección por su tacto y juicio natural; pero, hasta en este caso, es posible dar una forma positiva a esta elección, y lo que es bueno para una clase, lo será probablemente también para todas las clases iguales. Se dirá también tal vez que los niños no han llegado aun a la edad de poder estudiar en un libro las reglas que pueden perfectamente enseñarles de viva voz. En esto hay mucha verdad, por más que esta no sea razón para suprimir el libro, del que podrán los discípulos hacer uso para recordar lo que les habrá enseñado su maestro y prepararse a contestar a las preguntas que les harán sobre este estudio. Si la enseñanza de una clase es exclusivamente oral, sus progresos serán necesariamente muy lentos; este procedimiento no conviene, pues, más que a los párvulos, para quienes la pérdida de tiempo es insignificante.

Enseñar gramática sin texto impreso es lo mismo que enseñar religión sin manual ni catecismo: o se sirve el maestro del catecismo sin dar el libro a los discípulos, o se forma un catecismo propio. Una enseñanza no es posible más que con un plan y un orden bien definidos, y la publicación de este plan bajo forma de libro es un bien en vez de ser un mal. El maestro de gramática que enseña sin libro se sirve, sin confesarlo a nadie, de cualquier gramática, o de una gramática que se habrá hecho él mismo.

Si consideramos el conjunto de la gramática inglesa en lo que tiene de fácil y de difícil, diremos que la generalidad de los discípulos no pueden estudiarla con provecho antes de la edad de diez años. Vencer las dificultades y escoger las partes más sencillas para ponerlas al alcance de niños más pequeños, ya no es presentar la gramática bajo su verdadero aspecto, sino enseñarla como ciencia híbrida que no se comprende más que medianamente, y que no desempeña, en ningún modo, el verdadero papel de la gramática. Mal cálculo es querer adelantar la aptitud natural del entendimiento para cualquier estudio; y la aptitud necesaria para aprender gramática no se manifiesta ni a los ocho, ni a los nueve años. Hemos dicho ya que, según nuestra opinión, la gramática es más difícil que la aritmética y que, bajo este punto de vista, debe colocarse a la altura de la primera parte del álgebra y de la geometría. Si no se empieza más que cuando el entendimiento está bastante desarrollado, no sólo cansa menos, sino que da resultados que no se hacen posibles si se empieza su estudio demasiado pronto. Sin embargo, podrá hacerse una grave objeción, pero sólo una, al sistema que defendemos. Este sistema deja en la enseñanza un vacío bastante difícil de llenar. Si tiene el maestro que excluir la gramática de su enseñanza, se verá obligado a desterrar también de esta los ejercicios sobre la lengua, y hacer solo de las lecciones de hechos, unos ejercicios de lectura; mas en esto también se verá expuesto a tener que tratar de algunos ejercicios del lenguaje, aunque, en el fondo, sean iguales al fondo de las lecciones de gramática. Las dificultades que ofrece la gramática son las de todas las ciencias, es decir, de las generalidades expresadas en términos técnicos, y en este caso, como en el de todas las demás ciencias, pueden hacerse siempre unos ejercicios preparatorios empíricos sobre algunos ejemplos concretos. Esto vuelve a recordarnos lo que hemos dicho ya de la necesidad que existe para el maestro de hacer estudiar las expresiones por sí mismas, y sin fijarse en la idea general del trozo, ejercitando los discípulos sobre las formas equivalentes que pueden darlas, y enriqueciendo también su vocabulario con el estudio práctico de los sinónimos. Poco importa que se vea en estos ejercicios una preparación directa a la gramática; vemos en ellos una preparación al fin de aquella, es decir, a los ejercicios de estilo, y éste es un trabajo que no se perdería jamás, aun cuando no se llegara a empezar nunca el estudio regular y técnico de la gramática.

Una preparación especial para el estudio de la gramática, propiamente dicho sería de enseñar, por ejemplo, cómo se compone una frase de un sujeto (o nominativo) y de un atributo o complemento (acusativo) sin tener que emplear sin embargo estas palabras técnicas tan espantosas para la niñez. Al tratar de un hecho cualquiera, podemos decir: «La zorra es un animal muy astuto», y siempre fácil es preguntar al discípulo de qué objeto se trata en esta frase: «La zorra», contestará.- ¿Y qué se dice de la zorra? replicará el maestro.- «Que es un animal muy astuto».

Podrían añadirse a estos ejercicios otros muchos sobre nombres de objetos, para demostrar la diferencia que existe entre las clases y los individuos, así como también el origen de los nombres de clase y el modo que tienen los adjetivos de hacerles recaer sobre otras clases menos extensas. Bueno sería establecer estas distinciones lógicas algunos meses antes de empezar la gramática. Son de muy poca utilidad para la verdadera lógica, y forman el único título que posee la gramática para que se la considere como ejercicio de lógica. Así preparado, puede empezar el discípulo las partes de la oración, y estudiar el nombre, su definición y sus diferentes especies; en cuanto a las otras nociones de lógica, podrán dejarse a un lado, hasta que llegue el momento de recurrir a ellas. Más adelante, hablaremos de la distinción tan importante que debe hacerse entre la coordinación y la subordinación, sin la cual las conjunciones y los pronombres relativos están muy oscuros, cuando debieran resplandecer.

Dos años antes de la edad en que se ha de empezar la gramática, podría hacerse la lección de lengua independiente de la de lectura; es el único medio de darle un sitio bien determinado en la educación. Hacer una o dos preguntas gramaticales durante una lección de hechos, no es de ningún provecho. Si los hechos de que trata la lección tienen alguna importancia, bueno será que toda la atención se fije en ellos; si la lección de lengua es también importante, exige igualmente toda la atención del discípulo; además un vaivén rápido entre dos estudios enteramente distintos no hace más que perjudicarlos mutuamente. Una lección de lectura puede servir para enseñar tres cosas: primero, el arte mecánico de la lectura, así como la ortografía; en segundo lugar, unos hechos que deben ser comprendidos y retenidos; y por último, la lengua propiamente dicha. De lo que suelen ocuparse más tiempo, es del primer punto; después, se aborda el segundo, es decir la instrucción general, que absorbe la atención del maestro, y lleva consigo por necesidad, cierto estudio de la lengua. La tercera fase, la del estudio especial de la lengua, no viene más que en último lugar, y exige un trabajo especial al que debe dedicarse una hora determinada. Los trozos de instrucción general pueden servir para la lección de lengua; pero no deberá hablarse de los hechos mismos que contienen, más que por el provecho que puede sacarse de ellos para el estudio de la lengua. Por otra parte, ciertos trozos poco instructivos de por sí, pueden ser muy convenientes para una lección de lengua, como por ejemplo los extractos, en versos o en prosa, que pertenecen a las Bellas-Letras, propiamente dichas. Las lecciones, así separadas, tomarían naturalmente una forma característica, y presentarían cierta continuidad, formando de este modo un curso en el que cada lección sería la consecuencia de la precedente. Acabaría el maestro por trazarse un plan, y no se vería apurado para encontrar algo mejor que los ejercicios gramaticales que hemos indicado ya. Podría agregarse también de vez en cuando, a la lección de lengua, el recitado de pequeños trozos escogidos.

Así que llegan los discípulos a la edad del estudio gramatical, el problema de la enseñanza de este estudio está resuelto. La gramática es una ciencia práctica, fundada en unos principios generales que llegan a ser reglas; estos principios tienen que explicarse, y aplicarse a los casos particulares. En vez de buscar ciertas vías indirectas para evitar las dificultades, el maestro no tiene que seguir más que la vía recta trazada por los mejores gramáticos. Muy divididas están las opiniones sobre todos los puntos detallados, y no será, tal vez, inútil hacer aquí algunas observaciones sobre los que más importantes son.

Nos parece mejor separar el estudio de las variaciones de las palabras, del de las partes de la oración. Definir cada especie de palabras, clasificarla, y dar ejemplos, constituye una operación homogénea muy diferente del estudio de las variaciones de ciertas especies de palabras, estudio que hay ventaja en hacer con método y continuidad.

El análisis lógico, que ha servido de base para la reforma radical de las definiciones de las partes de la oración, no ha hecho introducir aun en la sintaxis inglesa los cambios que son su legítima consecuencia. Gracias a él, sabemos descomponer una frase, y demostrar las locuciones y las proposiciones bajo su verdadero aspecto y como equivalentes de adverbios y adjetivos; pero no se ocupa del orden que conviene asignar en la oración a cada uno de los determinativos. Esta consideración es, sin embargo, más importante para el arte de escribir que todo el resto de la gramática.

Existe alguna utilidad y gran interés en estudiar los orígenes de la lengua inglesa; pero no hay que ocuparse mucho de este trabajo durante los primeros años. Nuestros únicos guías tienen que ser las acepciones y los giros actualmente admitidos, pues si el conocimiento del arcaísmo puede algunas veces explicar un uso, no puede en ningún modo modificarle.

LA RETÓRICA. No existe entre la gramática y la retórica ninguna línea de demarcación bien definida; aunque sean, en realidad, dos estudios distintos. Escribir de un modo correcto, o escribir con claridad, corrección y elegancia, no es, ni mucho menos, lo mismo. La enseñanza de la gramática tal como la hemos presentado, nos proporciona algo más que la simple corrección. Sin embargo, queda todavía mucho que aprender bajo el concepto del estilo; pero para conseguirlo, hay que recurrir a otros métodos que no sean los que hemos indicado hasta aquí.

La retórica, así como la gramática, tiene sus reglas, que el profesor debe explicar y enseñar por medio de ejemplos y de ejercicios de composición. Tienen que presentarse también estas reglas de un modo metódico, con todos los desarrollos necesarios, y dando bien la definición de los términos importantes. La retórica se divide en dos partes: la primera trata del estilo en general y comprende las explicaciones, las reglas y los principios que se aplican a todos los géneros de composición; la segunda se ocupa de cada género en particular -descripción, narración, relato, discurso, poesía.

Diciendo que el profesor debe explicar y enseñar por medio de ejemplos todos los términos de la retórica, así como las reglas y los principios de la composición, hemos indicado ya, con bastante claridad, la marcha que debe seguirse en este estudio; mas los ejercicios que hay que dar a los discípulos, pueden escogerse de muchos modos diferentes, y los profesores no proceden del mismo modo. Nos permitiremos, pues, dar algunos consejos sobre este punto. Hay que evitar de no dar más que el título del tema que debe tratarse a unos discípulos demasiado jóvenes. Haciéndolo, se faltaría a la regla de toda enseñanza que es no ocuparse más que de una cosa a la vez. La averiguación de las ideas absorbe por lo menos la mitad de las fuerzas del discípulo, y no deja casi nada para el estudio de la forma. Además, se emplean muchas expresiones diferentes, y se hace imposible para el maestro señalar todas las faltas y las inadvertencias; así es que la corrección de este género de ejercicios no podría tampoco ser provechosa para toda la clase.

En los ejercicios de composición, el maestro dará pues las ideas, y dirá a los discípulos que las presenten bajo una forma conveniente; pero este género de ejercicio no está al alcance de los principiantes. El trabajo que consiste en poner versos en prosa es un ejercicio muy cómodo; solo es de temer que, despojando las ideas de su forma poética, no las deje el discípulo bastante fuerza ni elegancia para obtener buena prosa. Un ejercicio mejor aun, por más que no esté al alcance de todos, consiste en escoger un trozo de prosa y en introducir, en el mismo, ciertos cambios definidos, relacionados con la lección de retórica de que se ocupa la clase en aquel momento: se tratará por ejemplo de suprimir o agregar algunos términos metafóricos, prescindir de algunos detalles inútiles, o dar, por el contrario, a un pasaje demasiado conciso, un desarrollo necesario; presentar la misma idea bajo diferentes formas igualmente buenas, y por último, cambiar, al ocuparse de la lengua inglesa, la proporción que existe entre las palabras tomadas de las lenguas antiguas, y las de origen sajón.

El maestro deberá aprovechar los ejercicios que las consideraciones de acuerdo y de oposición suministran naturalmente. La primera nos da el ejemplo y la comparación, la segunda impide lo vago de las ideas, y contribuye poderosamente a la precisión del lenguaje.

Determinar el orden de las oraciones en el mismo párrafo, es un trabajo importante y difícil. Lo mejor es estudiarlo en los trozos escogidos para la lectura, y hacer que los discípulos cambien este orden según ciertos principios determinados. La composición de un buen párrafo es, por decirlo así, la más bella aplicación de las reglas del orden del estilo. La colocación de las ideas de un discurso no presenta muchas ni grandes dificultades bajo este concepto.

El ejercicio de más provecho para el estudio del estilo es el examen crítico de los mejores trozos de prosa o de versos, combinado con las lecciones ordinarias de retórica. En este trabajo, el discípulo concentra todas las fuerzas de su entendimiento en el examen de las expresiones y de la forma, y no conocemos otro que ofrezca ventajas más grandes.

La enseñanza de la retórica, considerada bajo este punto de vista, tiende únicamente a evitar en los discípulos el sentimiento de lo que es bueno y malo en la composición. Este punto, según nuestro parecer, debe pasar antes que todos los demás. En efecto, aunque para escribir bien, cierta abundancia de expresiones sea todavía más necesaria que la facultad de juzgar lo que está bien, el maestro no ejerce sin embargo más que una influencia muy débil sobre la primera, mientras que la que tiene sobre la segunda es muy grande. La abundancia de las expresiones exige algunos años de trabajo; por el contrario, seis meses de estudio son suficientes para conocer casi todas las elegancias y las delicadezas del estilo; pero si se admite que se consagre cierto tiempo durante algunos años al estudio de la lengua, podrá el maestro hacer que adquieran sus discípulos un gran número de expresiones y enseñarles a sacar partido de las mismas.

Existe para la enseñanza regular y metódica de la retórica, unos ejercicios preparatorios semejantes a aquellos que hemos indicado para la gramática; estos ejercicios consisten en variar las expresiones que se encuentren en un trozo, indicándolas que sean preferibles, pero sin dar las razones de esta preferencia. En ciertos casos, el sentimiento personal del discípulo sobre el valor de una forma comparada con otra podrá manifestarse, y tendrá que ser guiado por el maestro. Los cambios producidos por las figuras o por su supresión, y los que se harán en el arreglo de las oraciones, podrán comprenderse antes de la edad en que es conveniente estudiar la retórica.

Durante los ejercicios de lectura, bueno será llamar poco a poco la atención de los discípulos sobre las cualidades principales del estilo, tales como la claridad, la fuerza y el sentimiento. Algunos ejemplos hábilmente escogidos podrán darles a conocer la diferencia que existe entre lo sencillo y lo escogido, entre la fuerza y el sentimiento. Podría entrarse en más detalles, e indicar los métodos y los medios que producen aquellos efectos; pero, difícil sería hacerlo fuera de la enseñanza ordinaria de la retórica.

LA LITERATURA.- La enseñanza de la literatura presenta las mismas dificultades que la de la historia. La literatura nos presenta a la vez un conjunto de ideas fáciles, inteligibles e interesantes hasta para los niños, e ideas técnicas, complicadas y comprensibles sólo para los entendimientos ya maduros. Para este estudio, lo mismo que para el de la historia general, es imposible imaginar un método que esté siempre al alcance del entendimiento de los niños.

La base de la crítica literaria, aplicada solo a un escritor, o bien a toda la literatura de un país o de una época, es la retórica, es decir, el conocimiento exacto de las cualidades y de las reglas del estilo. El mayor inconveniente de una enseñanza prematura de la literatura, es dirigirse a unos entendimientos tan ignorantes que no comprendan siquiera el sentido de los términos que se emplean. Comprendiendo los términos de la retórica, la crítica y la historia literaria se explican por sí solas. La enseñanza de la literatura en las escuelas ha tomado en nuestra época la forma de un estudio de las obras más escogidas de nuestros mejores autores. Poseemos ahora un número más que suficiente de estas obras, con todos los comentarios y notas que pueden facilitar su estudio. Los dos puntos de este método, que importa considerar, son la elección de autores y el modo de presentarlos.

Es preferible elegir escritores modernos mejor que antiguos, y prosistas más bien que poetas. La preferencia que debe darse a los modernos se funda en que la prosa ha hecho y hace todavía grandes progresos, y que los pensamientos y el interés general de los temas militan igualmente en favor de los modernos. Debe empezarse por enseñar a los discípulos los mejores modelos de prosa, después de lo que podrá remontarse con ellos a otros modelos menos perfectos. El interés que muchos prosistas antiguos presentan, sin estar agotado por completo, disminuye progresivamente con el tiempo, y no conviene darlos a los discípulos más que bajo forma de extractos. En una historia de la literatura hecha bajo el punto de vista del desarrollo de la forma literaria, es donde tienen señalado su puesto.

Por más que el valor del estilo no dependa del tema, lo cierto es que el interés que éste ofrece, desempeña un gran papel en la impresión producida por el estilo. Si los pensamientos llegan a ser vulgares: si el tema, cualquiera que sea, ha sido tratado de un modo superior por algunos escritores más modernos, nuestra atención vacila, y se necesitan extraordinarias cualidades de estilo para cautivarla. Para que el estilo nos produzca el efecto deseado, tiene que estar acompañado de ideas que nos interesen de por sí.

Hemos dicho también que, al principio, deben preferirse los prosistas a los poetas, y nos fundamos en ciertas consideraciones prácticas, puesto que la prosa es la forma que empleamos de costumbre, mientras que la poesía, lo mismo que la música y la pintura, no está dedicada más que al recreo del entendimiento. Hacer que todos los discípulos de una clase se detengan algunos meses sobre una pieza de Shakespeare, o sobre tres libros del Paraíso perdido, es, sino una pérdida de tiempo, por lo menos una gran exageración. En las poesías, es donde encontramos los mejores efectos de estilo; pero si sacamos algún provecho de estos ejercicios, es más bien para nuestra prosa; así pues, para obtener buenos modelos de prosa, a los prosistas, y no a los poetas, es a quienes debemos dirigirnos.

En las clases superiores, el profesor de lengua no explica nunca las dificultades ni las oscuridades de los sentidos, si no es para hacer resaltar alguna regla. Ponemos en duda que tenga que tratar de explicar las alusiones contenidas en las figuras de estilo; pero debe, en todo caso, abstenerse de desarrollar las comparaciones obligadas de la prosa poética y de la poesía propiamente dicha, y hacer de aquellas el punto de partida de las lecciones truncadas de historia, mitología, geografía, historia natural, y costumbres de los pueblos. Esta clase de explicaciones conviene a las lecciones de lectura de los principiantes, para las cuales no se separa aun el estudio del sentido del de la lengua; pero hay que cuidar de darlas a discípulos más adelantados.

Las nociones generales se dan en casi todas las ramas, de un modo sistemático, y la enseñanza irregular que las alusiones de los poetas pueden suministrar, se ve sustituida por algo mejor.






ArribaAbajo

Capítulo VIII

Valor positivo de las lenguas muertas


Razones para las cuales se estudió primero el latín y el griego en la Europa moderna.- Argumentos invocados en pro del estudio de las lenguas muertas.- 1.º Los autores griegos y latinos pueden enseñarnos todavía muchas cosas-2.º Sólo por medio de las lenguas muertas es como podemos distinguir los tesoros literarios de los antiguos.- 3.º El estudio de las lenguas antiguas es una verdadera disciplina intelectual.- 4.º Nos prepara para el estudio de nuestra lengua materna. Sin embargo, para el de la sintaxis, las lenguas antiguas son más bien un obstáculo.- 5.º Las lenguas muertas nos inician a los estudios filológicos.- Argumentos invocados en contra del estudio de las lenguas muertas:-1.º Exigen mucho trabajo.- 2.º La mezcla de estudios distintos produce la confusión y el desorden en el entendimiento de los discípulos.- 3.º El estudio de las lenguas muertas no ofrece ningún interés.- 4.º Peligros que presenta el servilismo intelectual. Opiniones de algunos escritores sobre las lenguas muertas.


Hemos dejado de intento un vacío en el capítulo de la importancia relativa de los diferentes estudios, porque nos ha parecido que la cuestión tan debatida del estudio de las lenguas muertas requiere examinarse separada y profundamente. Para la educación liberal, esta cuestión es la más importante que pueda suscitarse hoy. Los defensores más acérrimos de las lenguas muertas, aseguran que el latín y el griego son indispensables para una educación liberal. No admiten que se puedan conseguir por otros medios los diplomas universitarios. No quieren admitir que tres siglos enteros, con todas las revoluciones y todos los conocimientos nuevos que han traído consigo, han podido disminuir el valor educacional del conocimiento de los autores griegos y latinos. En vano les decimos que ya no se hablan ni se escriben estas lenguas: nos contestan dándonos una larga lista de ventajas que pueden sacarse de aquellas, ventajas a las cuales nunca habían pensado Erasmo, Casaubon, ni Milton.

En la edad media, se estilaba el latín en todas partes. Después de la toma de Constantinopla, la literatura griega se reveló bruscamente a la Europa occidental, y sedujo algunos espíritus hasta el punto de hacer revivir en algún modo el paganismo. Los cristianos letrados acogieron favorablemente la lengua griega, porque les hizo conocer el texto primitivo del Nuevo Testamento, así como los Padres de la Iglesia de Oriente. El afán del trabajo así avivado, permite imponer a los discípulos el estudio de una lengua nueva, tarea que hubiera parecido, con seguridad, demasiado pesada para la pereza natural al hombre. Nuestras Universidades aceptaron este aumento de trabajo, y maestros y discípulos tuvieron que hablar latín y traducir griego.

Los hombres del siglo XV y los del siglo XVI tenían sus preocupaciones, sus errores, y sus supersticiones; pero el modo con que apreciaban el estudio de las lenguas muertas era conforme con el buen sentido. Hegius, el célebre erudito holandés, maestro de Erasmo, que dirigió el colegio de Deventer de 1438 a 1468, decía: «Si se quiere comprender bien la gramática, la retórica, las matemáticas, la historia o la escritura sagrada, es preciso aprender el griego. Al griego lo debemos todo.

Melanchton consideraba las lenguas únicamente como unos medios, y su plan de educación comprendía todos los estudios en vista de la utilidad de cada uno de estos. Gerónimo Wolf, de Augsburgo, se expresa sobre este punto del modo más explícito: «Los Latinos eran felices, exclama, pues no tenían que aprender más que el griego, y no lo aprendían tampoco en la escuela, sino de los mismos griegos de su tiempo. Más felices aun eran los griegos que, así que sabían leer y escribir su lengua materna, podían empezar enseguida el estudio de las artes liberales y buscar la sabiduría. Pero para nosotros que tenemos que dedicar algunos años al estudio de las lenguas extranjeras, el acceso de la filosofía se hace mucho más difícil. En efecto, el conocimiento del latín y del griego no es la ciencia misma, sino el vestíbulo y la antesala de la ciencia.

La importancia del estudio de las lenguas muertas, consideradas como únicas depositarias de todos los conocimientos humanos, va necesariamente siempre disminuyendo por causa de los trabajos independientes hechos en todos los países desde hace tres siglos. Especialmente desde cien años a esta parte, este movimiento decreciente ha aumentado, gracias al gran número de buenas traducciones de los autores antiguos que han sido publicadas. Llegará un momento en que, contrapesando el trabajo que cuesta el estudio de las lenguas muertas y los conocimientos que puede proporcionarnos, éstos pesarán demasiado poco comparativamente con aquél. Algunos alegan otras ventajas, que se consideran como suficientes para compensar esta causa de desestimación.

Conocimientos que contienen aun los autores griegos y latinos.- Este es el gran argumento de los profesores de lenguas muertas; pero es tan fácil contestarles que no hay lugar a insistir extensamente sobre este punto.

Ni un solo hecho, ni un solo principio de las ciencias físicas o de las artes prácticas, se ha dejado de expresar de la manera más completa en todas las lenguas de los pueblos civilizados de nuestro tiempo; este es un punto universalmente reconocido. Tal vez no estén todos tan conformes sobre la cuestión de las ciencias morales y metafísicas, pues algunas personas afirman que Platón y Aristóteles, por ejemplo, encierran tesoros de pensamientos inseparables de la forma bajo la cual los presentan en el original. Además, las lenguas antiguas conservan el depósito exclusivo de los hechos históricos y sociales del mundo antiguo; pero los libros que contienen estos hechos son fáciles de traducir, y han sido reproducidos varias veces en las lenguas modernas. Aquí todavía se hacen ciertas reservas, y se dice que para la vida íntima o subjetiva de los Griegos y de los Romanos, las mejores traducciones deben ser inexactas.

En cuanto a la filosofía griega, diremos, y con razón, que sus doctrinas y sus distinciones sutiles se comprenden mejor ahora, gracias a los trabajos de los traductores y de los comentadores modernos, escritos en inglés, francés y alemán, que en tiempo de Bentley, de Porson o de Parr. Cierto es que para hacer una buena traducción, es por lo menos esencial, conocer tan bien la cuestión como la lengua. En la academia diplomática de Cosme de Médicis, en Florencia, cuando el profesor de literatura griega daba una lección sobre Platón, los aristotelistas latinos preguntaban indignados como podía ser que un hombre que no conociese la filosofía, explicase un filósofo.

Decir que se nos hace imposible comprender claramente la vida íntima de los Griegos y la de los Romanos sin conocer su lengua, es emitir una afirmación que no es muy difícil refutar.

La vida privada puede deducirse de la vida pública, y ésta puede describirse en una lengua cualquiera. Todo lo que nos demuestran los usos, los modos de obrar y de pensar, las instituciones y la historia de un pueblo, nos ayuda a comprender su vida privada tanto como podemos hacerlo desde los tiempos más remotos, y todo esto se hace posible por la mediación de los traductores y de los comentadores.

Esto, a nuestro parecer, es insuficiente para las profesiones liberales. En cuanto a la medicina, por ejemplo, no puede decirse que podamos sacar ningún partido del conocimiento de las lenguas muertas. Hipócrates ha sido traducido. Todo lo que Galeno sabía, lo sabemos nosotros también sin leer sus obras. En realidad, las obras de los médicos de la antigüedad no pueden tener para nosotros más que un interés puramente histórico.

Un legista puede indudablemente pasar sin conocer el griego. Dirán, tal vez, que no puede prescindir del latín, por las relaciones de éste entre el derecho moderno y el romano; pero el latín, se ha expuesto bastante en varias obras. Las palabras latinas que hay precisión de conservar, por la imposibilidad que existe de traducirlas literalmente, pueden perfectamente explicarse cuando se presenten, sin que sea necesario para esto aprender toda la lengua latina.

Se ha admitido siempre como evidente e incontestable el principio de la necesidad de las lenguas muertas para el clero; pero aun aquí, pueden hacerse algunas objeciones. Un eclesiástico debe comprender la Biblia, lo que hace imprescindible el conocimiento del hebreo y del griego vulgar; mas el griego literario y los clásicos griegos le son inútiles.

No existe libro más comentado que la Biblia. Todas las luces que pueden suministrar la erudición, han sido dadas en todas las lenguas modernas. No hay, por decirlo así, ningún texto que pueda comprenderse por un hombre que no conozca más que su lengua materna, tanto como los mejores eruditos, y para conseguir otra cosa, sería preciso que aprendiesen las lenguas en las que ha sido primitivamente escrita la Biblia.

Entre los caprichos de la opinión sobre la cuestión que nos ocupa, se nos permitirá señalar la poca importancia que se da al hebreo para la educación del clero. Las Iglesias más exigentes no imponen a los que aspiran a las órdenes más que unos exámenes muy fáciles sobre la lengua hebraica, y muy pocos predicadores acostumbran a consultar la Biblia hebraica. Sin embargo, el Antiguo Testamento es uno de los libros más difíciles de traducir correctamente, porque contiene un número considerable de máximas y de trozos poéticos, y que se relaciona con un estado social muy distinto del nuestro. Si admitimos que el fondo inagotable de ideas que ofrece el Antiguo Testamento exige el conocimiento del hebreo, queda establecido que muy pocas personas aprenden esta lengua.

En cuanto al Nuevo Testamento, por el contrario, el conocimiento de la lengua original no puede añadir casi nada a la explicación completa que nos han dado los teólogos más sabios.

El griego vulgar del Nuevo Testamento no exige el conocimiento de los autores griegos clásicos. Podrían enseñarle cómo se enseña el hebreo en las escuelas de teología, y sin relación ninguna con la literatura de la Grecia pagana. Que estos autores paganos sean los fundadores de la Iglesia cristiana, es por cierto muy extraño, pero lo que no lo es menos, es que se autorice a la juventud cristiana, educada con tanto cuidado bajo el concepto de las costumbres, a que lea las inmoralidades contenidas en un considerable número de autores antiguos.

El sistema que el clero debiera adoptar, sería aconsejar a algunos eruditos a que estudiasen a fondo las lenguas en que han sido escritos el Antiguo y el Nuevo Testamento y todo lo que se relaciona con éstos, y dispensar de estos estudios la mayoría de los miembros del clero, cuyo tiempo se emplearía mucho mejor en los trabajos de su ministerio.

Sólo por las lenguas muertas es como podemos conocer los tesoros literarios de los antiguos.- Ciertas bellezas del estilo, y sobre todo de la poesía, pertenecen a la lengua misma del escritor, y no pueden traducirse; pero estos efectos particulares no son los más grandes ni los más útiles para la cultura literaria. Las bellezas que pueden traducirse están mucho más elevadas que las que escapan a la traducción; sin esto, ¿qué hubiera sido de la Biblia? La armonía es la cualidad más difícil de reproducir, y es precisamente la única de que la traducción no puede dar sino una idea muy sucinta, si es que lo consigue. Las lenguas modernas consiguen representar hasta las relaciones tan delicadas de las palabras con las ideas, lo mismo que deben presentarse al discípulo que estudia el texto antiguo. Para todas las lenguas muertas, gran parte de esta esencia sutil debe ser irremisiblemente perdida.

Todo lo que un erudito puede comprender, consigue comunicarlo a los que no han estudiado las lenguas muertas.

Las lenguas muertas son una disciplina intelectual que no puede sustituirse.- El estudio de las lenguas muertas hace indudablemente trabajar mucho la memoria; pero este trabajo no es una disciplina, es más bien una pérdida. Cierta cantidad de fuerza plástica del organismo se consume, y es por consiguiente una sustracción hecha a los demás estudios. Se trata ahora de demostrar las ventajas positivas que compensan este trabajo y este gasto de fuerzas. Las facultades para las que se admite que esta disciplina ha servido, son las facultades superiores que se llaman razón, juicio, facultad de combinación y de invención, y los ejercicios empleados son las lecciones de gramática y las traducciones.

No es difícil darnos cuenta de la influencia ejercida por la gramática. Unas lecciones gramaticales suponen, además del trabajo de la memoria, la comprensión de ciertas reglas y su aplicación para los casos que se presentan, teniendo cuenta de las excepciones cuando las hay. El estudio de los cambios de las palabras es la parte más fácil de la gramática.

La gramática de la lengua latina y la de la lengua griega son sumamente sencillas, hasta llegar a ciertos puntos delicados de la sintaxis, tales como las reglas relativas al empleo de los tiempos y de los modos de los verbos. Las partes de la oración no necesitan definición; se conocen por sus variaciones, y no por el papel que desempeñan en la oración. Esta es una de las grandes diferencias que existen entre el latín y el inglés. Este hecho ha servido de argumento a los que pretenden que se enseñe el latín antes que el inglés. Dicen que antes de la gramática complicada, debe marchar la más fácil; mas nosotros diremos que si a la edad en que conviene este estudio, un niño conoce la gramática de su propia lengua, entonces, bajo el concepto de la facultad de raciocinio ha sobrepujado ya la gramática latina o la gramática griega, y debía, por consiguiente, dispensarse de seguir ejerciendo esta facultad sobre la gramática.

Las versiones y los temas latinos o griegos son los que exigen más trabajo y esfuerzos intelectuales; en estos ejercicios es donde debemos buscar más especialmente la disciplina intelectual que se atribuye a las lenguas muertas. Así pues, triunfar de las dificultades no es propio de ningún género de estudio, y además nos queda que examinar las dificultades que hay que vencer en el caso que nos ocupa. Traducir es un trabajo de combinación; dado un texto, cierta cantidad de conocimientos gramaticales y verbales, y la facultad de servirse de un diccionario, el discípulo debe encontrar el sentido de este texto. Tres casos pueden presentarse. El primero es aquel en que el grado de instrucción y los recursos intelectuales del discípulo están mucho menos elevados que la tarea que le han dado, y en este caso el trabajo no puede serle muy provechoso: no se gana nada con trabajar a un estudio en que no hay probabilidad de éxito. El segundo caso es aquel en que, con cierto grado de aprobación, el discípulo puede conseguir un buen resultado; entonces el trabajo es agradable y provechoso, y puede aquel sacar buen partido de este. Por último, en el tercer caso, el discípulo se halla en estado de hacer sin ningún esfuerzo el trabajo que le han dado, y no hay entonces dificultad que vencer, de modo que el éxito mismo vale muy poco. Es pues preciso admitir, lo que no siempre es verdad, que el discípulo se encuentra invariablemente en el segundo caso, y ver en qué puede el trabajo que se le exige contribuir a ejercitar, formar, o fortalecer las facultades superiores.

Traducir es andar a tientas: hay que darse primero cuenta de los diferentes sentidos de todas las palabras, y luego escoger para cada una de ellas un sentido que esté conforme con los que han sido ya adoptados para todas las demás. Se hacen pues diferentes combinaciones; si por una parte no se consigue nada, se intenta por otra, y se repiten estas tentativas hasta encontrar una combinación que tenga cuenta de todas las palabras y de sus relaciones gramaticales. Este trabajo exige una larga serie de esfuerzos, y estos esfuerzos deben dar indudablemente hábitos de aplicación; sin embargo, cualquier estudio exige el mismo grado de paciencia y de aplicación, y muchas clases de trabajo toman exactamente la misma forma y consisten en dar diferentes sentidos a ciertas palabras, hasta que se encuentre uno que resuelva el problema, como por ejemplo el trabajo mental que tenemos que hacer para acertar los enigmas y las charadas. Para encontrar el sentido de una proposición científica, o para llegar a la regla que conviene para un caso dado, nos vemos muchas veces obligados a hacer varias tentativas; rechazamos muchas hipótesis, pero ninguna llena todas las condiciones del problema, y reflexionamos constantemente hasta que otras hipótesis se ofrezcan a nuestro entendimiento.

Difícil es mantener siempre los discípulos en el término medio de que hemos hablado anteriormente y darles una tarea que esté siempre al alcance de sus fuerzas. Si se trata de un texto que el diccionario no nos proporcione los medios de traducir, es de presumir que ninguna tentativa formal se hará, y que, por consiguiente, el entendimiento no se hallará en estado de recibir con avidez la explicación dada por el maestro. Además, está probado que el empleo de las traducciones que existen ahora para todos los autores clásicos, neutraliza todas las ventajas de las versiones; para formar el entendimiento, no quedan pues más que los temas latinos o griegos, es decir, los ejercicios de menos provecho en sí mismos; pero que se trate de lenguas vivas o de lenguas muertas, el trabajo de traducción es el mismo, y por consiguiente cualquier lengua viva presenta bajo este concepto la misma disciplina intelectual.

Después de refutar algunos de los argumentos fundados en la utilidad de las lenguas muertas, el Sr. Sidgwick señala, sin embargo, ciertas ventajas muy notables, y dice: «Primero, las lenguas muertas suministran a los discípulos una abundancia y una variedad de materiales casi inagotables. Una página sola de un autor antiguo presenta a un discípulo una continuidad de problemas bastante complejos y variados para ejercitar su memoria y su juicio de muchos y diferentes modos. En segundo lugar, la exclusión de las distracciones extranjeras, la sencillez y el rigor de la clasificación que se trata de explicar, la claridad y, la evidencia de los puntos que deben observarse, nos permiten decir que este estudio proporciona, particularmente a los discípulos más jóvenes, mayor concentración de las facultades que desarrolla que ningún otro trabajo. Si renunciaran a enseñar el griego y el latín en nuestras escuelas, se privarían, según nuestro parecer, de un instrumento precioso, que sería bastante difícil reemplazar por completo».

Los materiales de que se trata en el párrafo anterior son, sin duda alguna, los estudios mismos tratados por los autores antiguos, y no sólo la lengua; pero no cambia en nada lo que ya hemos dicho, pues estos estudios o puntos son mucho más fáciles de comprender en las traducciones. La segunda razón de que habla el Sr. Sidgwick -la exclusión de las distracciones extranjeras, y la sencillez y rigor de la clasificación que se trata de aplicar- debe tener relación con el lenguaje; pero no tiene nada que sea especial para las lenguas muertas. Además, para presentar al entendimiento del discípulo un fin distinto, y sobre todo para establecer una proporción entre la dificultad del trabajo con su grado de desarrollo intelectual, el estudio de las lenguas nos parece mucho menos elevado que la mayor parte de los demás estudios.

El conocimiento de nuestra lengua exige el de las lenguas antiguas.- Esta afirmación debe aplicarse a los vocablos de la lengua inglesa, o a la gramática y a la construcción de la oración.

Para los vocablos, se trata de las palabras latinas y griegas que se encuentran en la lengua inglesa. Como hay en inglés, así como en español, muchos miles de palabras que provienen directamente del latín, puede suponerse que hay que remontarse directamente al origen y aprender el sentido de estas palabras en la lengua madre. ¿Pero por qué no aprender este sentido tal como se presenta en nuestra propia lengua? ¿Qué trabajo nos ahorramos aprendiéndolo en otro lugar? Contestaremos a esto que la primera de estas alternativas es la más económica, y esto por razones muy evidentes. Si aprendemos las palabras latinas tales como se presentan en nuestra lengua, nos limitaremos a las que han sido introducidas realmente en ella; pero si, por el contrario, aprendemos la lengua latina en su conjunto, tendremos que estudiar muchas palabras que no han sido introducidas nunca en nuestra lengua.

Además del gran número de palabras latinas que forman parte de nuestro idioma, y desempeñan en el mismo un papel tan importante como las palabras de origen teutónico, encontramos un limitado número de términos técnicos y científicos que provienen igualmente del latín y del griego. La importación de gran número de estos términos es muy reciente, y continúa aun en esta época. Sin embargo, hasta para el sentido de estos términos, no siempre es bueno remontar a las lenguas madres, y hay que ver como ha sido modificado. El conocimiento del griego nos basta para comprender las palabras termómetro, fotómetro, y algunas otras; pero para la gran mayoría sería insuficiente y no serviría más que para extraviarnos. La palabra barómetro, que significa literalmente medida del peso, convendría muy bien a las pesas ordinarias, e imposible sería acertar el sentido positivo que la damos. La palabra eudiómetro sería también ininteligible para el que no supiese más que el griego; la palabra hipopótamo no sería para él menos enigmática. Entre las palabras terminadas en ología, muy pocas hay cuyo sentido pueda darnos exactamente la etimología. Las palabras astrología y astronomía, frenología y psicología, geología y geografía, lógica, logógrafo y logomaquia, teología y teogonía, aerostática y pneumática, tienen un sentido muy distinto a pesar de la sinonimia de sus raíces. Siendo la teología la ciencia de Dios, la filología debía ser la ciencia de la amistad y de las afecciones. Sabemos que una de las razones que hace que tomamos ciertos términos técnicos de las lenguas extranjeras, consiste en que estos términos no presentan entonces otro sentido que el que querernos darles. Cuando se trata de formar palabras para representar nuevas ideas generales, las raíces tomadas de nuestra propia lengua nos recuerdan ideas que pueden engañarnos; el gran mérito de las palabras química, álgebra, hidrato, arteria, es que no conocemos su sentido primitivo; toda designación sacada de nuestra propia lengua, que podríamos inventar para ciencias tan vastas como la química y el álgebra, contendría alguna idea limitada e insuficiente, que sería un escollo perpetuo para el que quisiese aprenderla.

La única razón que impide aprender únicamente según su acepción actual el sentido de las palabras tomadas de las lenguas muertas, es que estas palabras provienen de un número bastante reducido de raíces, de las que un centenar basta para dar el significado de algunos millares de palabras derivadas. Esto, a la verdad, no nos dispensa de darnos cuenta del sentido moderno de cada uno de estos derivados; pero es siempre una gran ayuda para la memoria conocer el sentido primitivo de las raíces, que se conserva por lo menos en parte en sus numerosos compuestos. Estamos obligados a tener cuenta del sentido moderno de las palabras agente, actor, acción, transacción; pero cuando conocemos el sentido primitivo de la palabra ago, su raíz común, retenemos con más facilidad el de los derivados. Sucede lo propio para las raíces griegas logos, homos, métros, zoon, théos, etc.; pero, para conseguirlo, no es necesario aprender a fondo el griego y el latín.

La literatura moderna europea posee una numerosa escuela de imitadores de la antigüedad, en los que podemos encontrar la reproducción de todos los efectos característicos que las lenguas modernas pueden asimilarse.

Las lenguas muertas sirven de introducción para los estudios filológicos.- Este argumento en pro del estudio de las lenguas muertas es de fecha muy reciente. La filología es una ciencia nueva, y antes de hacerla entrar en la discusión actual, bueno sería establecer previamente los derechos que tiene para ser inscrita en el programa de los estudios de nuestros colegios. Como la filología tiene sus raíces más profundas en el entendimiento humano, se une de lejos, lo mismo que muchas otras ciencias, bajo el doble concepto de la estructura y de la historia, al vasto tema de la sociología o de la sociedad. Sus fuentes inmediatas son las lenguas humanas aun existentes, de las cuales hacemos un estudio comparado, para comprobar sus semejanzas y sus diferencias de estructura (lo que da nacimiento a la gramática general) así como sus orígenes históricos. Semejante estudio puede entrar en el programa de la educación superior, pues tiene que seguir a las ciencias fundamentales.

Si se admite que la filología puede formar parte de los estudios de nuestros colegios, se verá que el papel de las lenguas muertas es bastante insignificante. La enseñanza del latín y del griego, como acostumbran a hacerla, da a la vez demasiado y demasiado poco para lo que exige la filología general.

Trabajo que cuestan las lenguas muertas.- Aunque no se dedique en todas partes el mismo tiempo al estudio de las lenguas muertas, ocupan gran parte de los mejores años de la juventud. En la mayor parte de los establecimientos de segunda enseñanza en Inglaterra, los discípulos dedican, durante algunos años, más de la mitad de su tiempo en estudiar el latín y el griego, y no hay que remontar muy alto para encontrar muchas escuelas en que no se dedicaban los discípulos más que a este estudio. En los colegios alemanes, durante cuatro años se dedican al latín seis horas a la semana, y durante otros dos años, siete horas también semanales (de doce a diez y ocho años); al griego, se dedican durante dos años, siete horas, siempre semanales, y durante los dos siguientes sólo seis horas (de catorce a diez y ocho años). En la Universidad, el estudio de las lenguas muertas es facultativo.

La cuestión es saber si los resultados obtenidos están en relación con este enorme gasto de tiempo y de fuerzas. Admitimos que estos resultados equivalen a dos o tres horas semanales de trabajo durante uno o dos años, pero no podemos comprender que estén en relación con el gasto verdadero.

En el sistema adoptado hace ya algunos años, y que comprende el estudio de la historia y de las instituciones de la Grecia y de Roma, cierta cantidad de conocimientos útiles se hallan mezclados con la parte inútil de la enseñanza, e injusto sería no tener cuenta de ellos; pero para todos estos conocimientos una pequeña fracción del tiempo que absorben las lenguas muertas sería suficiente.

Los estudios clásicos han tenido por resultado práctico desterrar todos los demás estudios de la enseñanza. Durante mucho tiempo, los únicos puntos de estudio tolerados con las lenguas muertas fueron las partes más elementales de las matemáticas: la geometría de Euclides es un poco de álgebra. La presión de la opinión pública ha obligado a los colegios a agregar aun algunos estudios más: el inglés, las lenguas vivas y las ciencias físicas; pero éstos no se admiten más que por la forma, pues los otros estudios no dejan a los discípulos bastante tiempo para dedicarse a éstos. Cinco horas de clase al día y dos o tres horas consagradas a escribir los deberes, son un fardo muy pesado para niños de diez a dieciséis años, y esto prescindiendo de que el estudio de las lenguas muertas exige mucho más tiempo que los demás. Respecto a esto se alega algunas veces la imperfección de los métodos generalmente empleados para la enseñanza de las lenguas muertas, y se han propuesto también algunos métodos rápidos y fáciles para llegar al mismo fin. La experiencia no ha demostrado aun que sea posible disminuir el trabajo de un modo notable, y no es probable que se pueda conseguir. Cultivar una lengua es por necesidad un estudio considerable. Para aprender de memoria la gramática y el vocabulario, se necesita un gran gasto de fuerza intelectual; además, cada autor que hay que traducir posee sus caracteres particulares, que es preciso estudiar. Siguiendo un buen método, se obtendrá inmediatamente una gran disminución de trabajo, pero no podrán dispensarse de dedicar dos o tres horas diarias, durante algunos años, al estudio del latín y del griego, si se quiere llegar a cierto grado de saber. Además, el sistema actualmente en vigor desprecia el mejor medio conocido para acelerar el estudio de las lenguas, que es familiarizar anticipadamente los discípulos con el punto tratado por cada autor. Los discípulos de las clases de latín y de griego no han tratado aun ningún punto importante, y lo único que hace soportable el estudio de las lenguas muertas, es la parte que se hace a los relatos referentes a las personas, tema siempre interesante.

Mezclar estudios contrarios, perjudica siempre al adelanto de los discípulos.- Si se supone que las lenguas muertas se enseñan, no sólo como lenguas que se trata de retener, sino para que los discípulos aprendan también al propio tiempo la lógica, la lengua materna, la literatura general, y la filología, buscar tantos fines distintos todos juntos y en el mismo estudio, no puede ser más que perjudicial para los progresos en todas las ramas, aunque no haya que hablar nunca las lenguas muertas, es necesario, sin embargo, vencer todas las dificultades de su estudio, y estas dificultades exigen primero toda la atención del discípulo.

Es pues, una falta evidente de método llamar la atención sobre otros puntos y otras ideas antes de haber vencido estas dificultades. Hemos sido siempre partidarios de la regla de no presentar nunca temas diferentes más que en lecciones distintas, como principio fundamental de la conducta y de la economía de la inteligencia. Bastante difícil es seguir esta regla cuando dos estudios están representados por el mismo trozo literario, como lo son la forma y las ideas; en este caso, el único modo de separar los puntos es relegar uno de los dos al segundo plan mientras que se trata únicamente el otro.

El resultado menos dudoso de los estudios clásicos, por más que este resultado pueda darse igualmente por las lenguas vivas, es el ejercicio de estilo que suministran las versiones. A pesar de esto, no dedicarnos a este trabajo más que una parte de nuestra atención. Tenemos que buscar por necesidad el sentido del texto, y no podemos ocuparnos más que de un modo secundario de la mejor forma que puede darse a las ideas en nuestra propia lengua. Esta objeción no tiene evidentemente siempre la misma fuerza. Puede suceder que encontremos, sin trabajo, el sentido del autor, y que nos quedemos libres para reservar todo nuestro trabajo a la averiguación de la forma; pero esto es un asunto casual, y algunos accesos intermitentes de reflexión no bastan para adelantar en un estudio tan largo. El profesor es un hombre que ha sido elegido por su conocimiento de las lenguas muertas, y no porque conoce mejor la lengua viva de que se sirve. Así pues, es indiscutible que el único modo de tener éxito en un estudio extenso y difícil es dedicarse a él metódicamente, a horas fijas y prestándole toda la atención posible, bajo la conducta de un hombre experto en el estudio. La experiencia demuestra que las versiones latinas o griegas no facilitan más que un estilo muy mediano.

Hay ciertamente un gran atractivo en ejercitar todas las facultades a la vez, como si pudiera inventarse un trabajo que nos enseñase a la vez la ortografía, el arte de guisar y el baile. Porque el mismo texto depende a la vez de la gramática, de la retórica, de la ciencia y de la lógica, no debe deducirse que este trozo tenga que servir para enseñar a la vez todos estos conocimientos. No es únicamente porque el medio de hacer progresos en todos estos estudios es tener la atención fija en cada uno de ellos durante cierto tiempo; es también porque, a pesar de que cada texto de que se ocupan presenta necesariamente ciertas reglas gramaticales y de retórica, así como útiles conocimientos, el mismo pasaje no conviene de igual modo a estas distintas enseñanzas.

Sólo por el latín y el griego es como puede hacerse un estudio seguido de las bellezas del estilo, y esto por dos motivos: primero, el entendimiento se distrae con otras cosas; y en segundo lugar, los ejemplos no se presentan más que sin regularidad, sin orden y sin continuidad. Aun cuando no existiera orden determinado entre las partes de un estudio, presentándolas de un modo irregular se conseguiría difícilmente una impresión de conjunto. Lo mismo sucedería para la filosofía general si se considerara como uno de los resultados obtenidos por el estudio de las lenguas muertas.

En resumen, diremos que la enseñanza de una lengua es racional cuando desempeña el papel que desempeñaban las lenguas muertas en el siglo XV y en el XVI; es decir cuando se enseña únicamente por ella misma, y en vista de la comunicación del pensamiento. Podía entonces concentrarse toda la atención del discípulo en el estudio de la gramática y de los vocablos, únicas cosas que hubiese que buscar en los autores de que se ocupaban. El que enseña una lengua no es profesor de historia, de poesía, de arte oratorio ni de filosofía, es solamente un maestro encargado de poner a los discípulos en estado de ir en busca de todos estos conocimientos a sus fuentes primitivas en una lengua extranjera.

El estudio de las lenguas muertas carece de interés.- Las lenguas muertas tienen la aridez inseparable del estudio de toda lengua, especialmente al principio. Añadiremos que los discípulos no sienten el interés literario de los autores antiguos, por falta de preparación conveniente. Cierto es que sin el recurso infalible de los interesantes relatos que se hacen para llamar la atención, la traducción de los autores antiguos sería demasiado pesada para los discípulos a quienes se exige.

Toda ciencia es naturalmente más o menos árida; mientras que su poder no se ha dejado sentir, el camino del que la estudia no es más que un sendero cubierto de espinas; pero la esencia misma de la literatura, es el interés. La literatura contiene también cierta parte científica: las generalidades, las palabras y las reglas técnicas; pero estos preliminares se traspasan pronto, y el entendimiento puede entonces gozar libremente de todas las riquezas del dominio literario. En vez de ser la parte pesada de los estudios escolares, la literatura debería servir para que el entendimiento descansase del estudio de las matemáticas y de todas las demás ciencias. Esto se hace imposible cuando se impone demasiado pronto a los discípulos el estudio de una literatura extranjera con el de varios vocabularios nuevos. Los hombres más eminentes que se han ocupado de la cuestión de educación, dicen que es preciso despertar el interés de los discípulos por el estudio de la literatura nacional para prepararles de este modo al de la literatura universal.


Opiniones de algunos escritores contemporáneos sobre la cuestión de las lenguas muertas

D. Enrique Sidgwick.- «La lengua y la literatura, así como las ciencias naturales, deben ocupar un lugar bien determinado e importante en nuestras escuelas... También debía insistirse más en el estudio del francés... Para hacer sitio a estos estudios nuevos, el medio evidente es excluir el griego del programa, por lo menos durante los primeros años... Se cree, en general, ganar tiempo empezando temprano el estudio del griego: no es esta nuestra opinión, pues nos parece más bien que se pierde más tiempo de este modo, y que si quieren aprenderse varias lenguas, habrá gran ventaja en desliar el haz para romper sucesivamente sus diferentes partes».

D. Alejandro J. Ellis.- En una conferencia referente al estudio de las lenguas, hecha en el Colegio de los preceptores, el Sr. Ellis ha hecho una severa crítica del sistema de educación seguido en las escuelas inglesas. Halla absurdo que se hable de humanidades, de literatura griega y latina, cuando falta precisamente la condición indispensable de todo esto, es decir, la facultad de hablar estas lenguas.

«Para hablar, es necesario que sepamos ante todo nuestra propia lengua, sin tener cuenta de las lenguas extranjeras... Las lecciones de lenguas deben estar acompañadas de lecciones de cosas. Necesitamos algo más que la lengua misma para hablar y escribir. Hasta ahora, el alemán y el francés se han considerado como estudios de adorno, y el latín y el griego como bases de la educación literaria.

Tiempo es que se invierta este orden. Todo discípulo que sabe bien el inglés a los diez años, está bastante adelantado en el alemán a los doce, y en el francés a los catorce, sabrá más latín a los dieciséis años y más griego a los dieciocho, que la mayor parte de los que salen de nuestras escuelas públicas... La literatura es uno de los últimos estudios que deben empezarse. Para comprenderla bien, se necesita mucha educación, a veces gran experiencia de la vida y gran conocimiento de la lengua y de las costumbres sociales».

D. Mateo Arnold.- «El objeto de una educación completa y liberal, es darnos el conocimiento de nosotros mismos y también del universo».








ArribaAbajo

Libro III

La Educación moderna



ArribaAbajo

Capítulo I

Nuevo plan de estudios


Programa general.- Motivos en que se funda.- Refutación de las objeciones.


Si se admite que las lenguas no son en ningún modo la parte principal de la educación, sino que no intervienen más que como auxiliares y en condiciones bien definidas, debe deducirse, a nuestro parecer, que no deben ocupar en ella un lugar preferente, como lo hacen ahora, sino sólo un lugar secundario, como objetos accesorios.

Nuestra opinión es que el programa de la educación secundaria debe tener por parte principal, el estudio de los conocimientos propiamente dichos, incluso el de la lengua materna. Las mejores horas del día deben dedicarse a estos estudios, dejando sin embargo, cierto tiempo para las lenguas y para los demás conocimientos que todos no necesitan, pero que pueden ser útiles a algunos discípulos.

El programa de los estudios secundarios debe componerse de tres partes esenciales:

I. LAS CIENCIAS, incluso las ciencias que hemos llamado fundamentales, una o varias ciencias naturales -mineralogía, botánica, zoología, geología-, y por último la geografía. Hemos demostrado ya suficientemente en qué medida deben entrar estos conocimientos en la educación.

II. LAS HUMANIDADES, incluso la historia y todas las ramas de la ciencia social que puede hacerse entrar en un curso regular. La historia puramente narrativa se confundiría con la ciencia del gobierno y de las instituciones sociales, y podría añadirse también la economía política así como un pequeño sumario de jurisprudencia, si lo juzgasen oportuno. Se colocaría de este modo en un lugar conveniente, y en el orden más ventajoso, un estudio muy extenso que ha sido unido hace poco a la enseñanza de las lenguas muertas.

En el capítulo de las humanidades podría hacerse entrar un cuadro más o menos completo de la literatura universal.

Como al estudiar su lengua materna, los discípulos habrán recibido ya algunas nociones indispensables relativas a las cualidades del estilo y al medio de adquirirlas, así como cierto conocimiento de literatura nacional, podrán ocuparse inmediatamente de la marcha y del desarrollo de literatura general en sus principales ramas, incluyendo por supuesto en ella les autores griegos y latinos. Escusado es decir que a pesar de esto no se exigirá el estudio de los textos originales. No examinamos aquí cómo debería reunirse la filosofía de la literatura con este estudio. Los materiales no faltan para este curso de humanidades. Es el bello ideal de la retórica y de las letras, tales como las han concebido los hombres más eminentes que se han ocupado de ellas, como por ejemplo Campbell y Blair en el siglo pasado. Sólo proponernos empezar por los elementos de retórica, aplicándolos a la literatura nacional.

Este curso de humanidades realizaría por completo lo que no existe más que en estado de prueba muy imperfecta en la enseñanza clásica actual. Podría hacerse primero una lista bastante detallada de los principales autores griegos y latinos, deteniéndose en algunas de las partes más importantes, y se conseguiría entonces, sin duda alguna, obtener también un conocimiento suficiente de las principales literaturas modernas.

III. LA RETÓRICA Y LA LITERATURA NACIONAL.- Este trabajo podría repartirse en toda la duración de los estudios, o hacerse en los primeros años, reservando para más adelante la literatura general; creemos haber indicado ya suficientemente de que se compone. El cuadro de literatura general no haría más que ayudar a comprender el de la literatura nacional.

El conjunto de estos tres estudios nos parece merecer, bajo todos conceptos, el nombre de educación liberal; además, más bien por la forma que por el fondo, es por lo que difiere este programa del que se sigue actualmente. Las ciencias no constituirían por sí solas, a nuestro parecer, una educación liberal; y sin embargo, un plan que abrazase un conocimiento suficiente de las ciencias fundamentales, cierta parte de las ciencias naturales y un extenso conocimiento de la sociología, prepararía bastante bien a cualquier joven para la lucha de la vida. Sería tal vez mejor repartir en toda la duración de la educación el estudio de los materiales sociológicos, y emplearlos para distraer de la aridez de un trabajo puramente científico.

Creemos, además, que no se consideraría como completa, en general, una educación liberal sin literatura, por más que estén divididas las opiniones relativamente al lugar que debe ocupar.

Nos parece que las tres ramas de conocimientos que hemos indicado, comprenden todo lo necesario para constituir una buena educación general, y que no debe exigirse nada más para el bachillerato (sello que debe llevar impreso todo hombre que ha terminado sus estudios).

Este trabajo general tendrá que dirigirse de modo que quede tiempo a los discípulos para dedicarse a algunos estudios suplementarios. Dos o tres horas diarias son suficientes para estudiar de un modo continuo las tres ramas principales. Si suponemos que se necesitan seis años de estudio para la enseñanza secundaria, se comprende claramente que estos límites permiten estudiar detenidamente los estudios principales, dejando aproximadamente la tercera parte del tiempo libre para los estudios suplementarios.

Entre estos últimos, las lenguas deben ocupar el primer lugar: pero no hay que hacerlas obligatorias, ni exigirlas para los exámenes que se hagan sobre los conocimientos fundamentales. Habrá que contentarse con aconsejar a los discípulos que estudien una lengua extranjera -lengua viva, con preferencia-, de modo que puedan, no sólo comprenderla y traducirla, sino que también hablarla. El número de lenguas que deberán estudiarse dependerá necesariamente de las circunstancias. Nunca debe imponerse sin razón plausible el trabajo que una lengua exige. Nunca es tarde para aprender un idioma cuando se reconoce su utilidad. Si es necesario para estudiar un tema cualquiera, podrán no aprender más que lo indispensable, sin ir más allá.

Debe poder disponerse de una hora diaria, a un momento cualquiera de los estudios, para dedicarla a una lengua nueva, viva o muerta. Si se escoge el latín o el griego, hay que aprenderlo únicamente con gramática y diccionario, lo mismo que si se aprendiese el holandés, prescindiendo de toda consideración literaria o de averiguaciones críticas sobre el estilo; este género de trabajo podrá hacerse rápidamente después del estudio de la literatura, y cuando ya esté el discípulo familiarizado con buenas traducciones.

No es de ninguna utilidad empezar muy pronto el estudio de las lenguas, sin embargo, si se hace, no debe emprenderse nunca el estudio de dos lenguas a la vez. Entre los estudios que mejor convienen a todos los discípulos, citaremos solamente la elocución; y entre los estudios menos generales, la música y el dibujo. Además, debe haber cursos especiales sobre muchos puntos que no entran en el programa ordinario. Un establecimiento bien organizado debería tener cursos de filosofía general, de historia especial, etc. No hablamos aquí de estudios necesarios para preparar a los jóvenes a las profesiones sabias.

Hemos dado ya las razones en que se funda el cambio que proponemos aquí. Resultan de la discusión que ha tenido lugar relativamente al papel que deben desempeñar las lenguas en general, y las lenguas muertas en particular. Después de demostrar que no deben aprenderse las lenguas más que en vista de su utilidad intrínseca, hemos insistido sobre la pérdida de fuerzas que trae forzosamente el estudio simultáneo de varios estudios diferentes. Desde que hemos sentado las leyes de acuerdo, hemos sostenido la necesidad de no reunir más que las que sean iguales en el mismo ejercicio.

Hemos tratado también de demostrar que hay economía en no aprender las lenguas hasta que se posea un considerable fondo de ideas. Sin tratar aquí la cuestión de pronunciación, lo cierto es que se aprende mejor y con más facilidad la gramática y el vocabulario de una lengua extranjera, empezando un poco tarde; la disminución de la fuerza plástica de la memoria está más que compensada con lo que ha ganado el entendimiento por otra parte.

El plan que acabamos de exponer nos parece el único medio de combatir la tendencia siempre más marcada que, en nuestra época, tiende a una especialización exagerada de los estudios que constituyen una educación liberal. Creyéndose indispensable conservar las lenguas muertas y adoptar las lenguas vivas como partes integrantes de la educación, está uno tentado de excluir casi enteramente del plan general, bien sean las ciencias, bien la literatura. Una enseñanza que se limita a las lenguas, con algo de historia y de literatura, no proporciona a las facultades humanas una cultura suficiente; peca bajo el doble concepto de la disciplina intelectual y de los conocimientos que proporciona. Por otra parte, no nos parece mejor estudiar exclusivamente las ciencias, sobre todo si se limitan a las ciencias físicas, sin añadir la lógica y la psicología. En fin el peor de todos los planes de estudios sería aquel que no admitiese más que las matemáticas y la física.

Pasemos ahora rápidamente revista a las principales objeciones que pueden hacerse a nuestro programa.

Primero, dirán que es revolucionario; sin embargo este programa no lo es mucho, pues se contenta con relegar las lenguas al segundo plan, poniendo en el primero el estudio de los hechos. Respeta el elemento antiguo representado por Roma y la Grecia, y trata de hacer más general y más completo que lo es actualmente el conocimiento de la historia y de la literatura de estos dos países. Llegará tal vez un día en que se verá claramente que se les concede una parte demasiado grande.

En segundo lugar, se dirá que es la ruina del estudio de las lenguas muertas. A esta objeción podrá contestarse de diferentes modos.

Cada uno podrá conservar las lenguas muertas según como las juzgue más o menos útiles; pero estas lenguas no desaparecerán nunca, mientras duren las bases que existen actualmente.

Muchas personas aprenderán a fondo el griego y el latín para conservar el estudio de la historia y de la literatura del mundo antiguo. Los que enseñan la literatura antigua tendrán que conocer por precisión los textos originales, y sólo estos maestros formarán un cuerpo considerable.

Nos dirán también que ciertos entendimientos son incapaces de aprender las ciencias, y en particular las matemáticas, base de todas las demás. Concederemos que muchos entendimientos encuentran muy pocos atractivos en las ideas abstractas, así como mucha dificultad. Muchos discípulos de gran capacidad, que se han distinguido en el estudio de las lenguas y de la literatura, no han podido aprender nunca la geometría; pero nos parece que esta falta de éxito debe atribuirse a una falta de proporción en los estudios. La experiencia de las universidades actuales demuestra que, de cada cinco discípulos, cuatro pueden sufrir un examen en que se exijan las matemáticas elementales. Tal vez no conozcan muy bien esta facultad, mas si su entendimiento no estuviese tan preocupado por otros estudios, podrían comprender las matemáticas bastante bien para abordar las ciencias experimentales y naturales, cuyo interés es más general.

Por más que ciertos hombres que no son faltos ni de juicio ni de sentido práctico, no se hayan ocupado nunca de estudios abstractos, y parezcan tal vez incapaces de hacerlo, no por esto deja de ser verdad que un juicio o entendimiento superior exige la combinación de ideas abstractas y de hechos concretos, y que sin las ciencias abstractas no podría haber educación verdaderamente liberal. Añadiremos que un hombre que conoce bien la gramática de varias lenguas no está desprovisto de aptitudes para las ciencias abstractas, pues, sin ser de por sí una disciplina científica, la gramática prueba la posibilidad de esta disciplina para el entendimiento que la comprende bien.




ArribaAbajo

Capítulo II

La Educación moral


Las fuentes de la moral: tendencias innatas; experiencia personal; enseñanza.- Las virtudes fundamentales: prudencia; justicia; benevolencia.- Los motivos: personales; sociales.- El ideal de la moral.- El sacrificio.- La humanidad.- La veracidad.- El trabajo.- Relaciones de la moral con la religión.


Las dificultades de la educación moral son mucho mayores bajo todos conceptos que las de la educación intelectual. Las condiciones que deben llenarse son tan numerosas que es casi imposible indicar de un modo preciso el mejor método que haya que adoptar.

Sucede para la moral lo mismo que para la lengua materna; no depende ni del maestro ni de una fuente única; proviene en realidad de muchas y distintas fuentes, entre las que la escuela no es ni siquiera una de las principales. Los hombres tienen indisputablemente ciertas tendencias innatas, más o menos poderosas, para llegar a ser prudentes, justos, y generosos, cuando se encuentran en circunstancias favorables; pero la experiencia demuestra que estas fuerzas nativas no son suficientes para dar el resultado deseado, y la sociedad añade todavía una disciplina especial para remediar a su insuficiencia. La parte principal de esta disciplina no es una enseñanza propiamente dicha; sólo se compone de castigos y de recompensas públicas.

No habiendo nacido el hombre para el aislamiento, sino para pasar su vida en la sociedad de sus semejantes, se desarrolla en el corazón de cada individuo un conjunto de sentimientos sociales de muchas clases distintas, pues la necesidad que cada hombre tiene de sus semejantes se deja sentir tanto para sus satisfacciones más vulgares como para las más elevadas. En todo lo que hacemos, hay que tener cuenta de los demás; las personas que nos rodean influyen sobre nuestros deseos personales, y nuestra conducta se modifica según nuestras relaciones sociales.

La experiencia personal es la que nos enseña primero como tenemos que obrar con los demás, y lo que podemos esperar de ellos. Al entrar por primera vez en la sociedad, nos hallamos en un completo estado de dependencia, y obramos más bien según la voluntad del prójimo que según la nuestra propia, tenemos que adelantar o retroceder según que nos impulsa o nos detiene un poder superior al nuestro. Esta violencia nos acostumbra a la obediencia, que es para nosotros el principio de la educación moral, es decir, en realidad, la parte más grande de esta educación. Nuestras relaciones con muchos individuos de distintas clases en la vida social, nos dan a la vez la noción del deber y de los motivos que deben impulsarnos a cumplirle.

No sólo estamos personalmente en contacto con nuestros parientes, maestros, superiores y amigos; no sólo todas estas personas ejercen una influencia constante sobre nuestra conducta, sino que vemos también el modo con que nuestros compañeros se portan en sus relaciones con la sociedad en medio de la que viven. Vemos diariamente los obstáculos que se oponen al libre ejercicio de su voluntad, el castigo impuesto a su desobediencia y las recompensas concedidas a su obediencia y sumisión.

En una palabra, aprendemos por un gran número de ejemplos lo que la sociedad exige de cada uno, y las consecuencias que siguen a cada acción. Todos estos ejemplos nos producen una impresión que hace aun más grande la influencia de la sociedad sobre nuestra educación moral.

Esta primera fuente, toda personal, de educación moral, puede compararse con la educación de las leyes físicas que nuestra experiencia personal nos da del bien y del mal que pueden causar. Aprendemos a sujetar nuestra conducta a las influencias del mundo material, para evitar lo que podría hacernos tropezar, caer, quemarnos, caer al agua, y buscar lo que puede sernos útil o agradable -el sol, el calor, el alimento.

Nos acostumbramos pronto a ajustar nuestros movimientos según estas leyes físicas, y esto sin que nadie nos lo enseñe, por más que la experiencia del prójimo llegue a sernos muy útil.

Puede perfectamente admitirse que nuestras relaciones personales y de todas clases con nuestros semejantes pueden bastar por sí solas para darnos todas las costumbres morales necesarias a un buen ciudadano, tanto como la imitación, por decirlo así, involuntaria, basta para dar buenos modos y un lenguaje elegante a los niños de familias distinguidas. En el fondo, si leemos la historia de la raza humana, veremos que en la mayoría de los casos, no recibe más educación moral. El niño aprende a evitar los golpes, a ganarse el cariño de los que le rodean, por sus relaciones con sus padres, compañeros, superiores e iguales, haciendo lo que ve hacer a otros en iguales casos. Estas son las únicas lecciones morales que nos ofrecen las costumbres de las tribus salvajes; y esto ocurre también ahora en los pueblos civilizados.

El soldado, por ejemplo, debe casi exclusivamente sus virtudes al Código penal. Conoce, por experiencia propia y por la de sus compañeros, cual ha de ser el castigo de la desobediencia, y evita este castigo, primero por un acto de voluntad especial, y más tarde por la costumbre adquirida.

Después de expresar claramente como es que las relaciones mutuas de los hombres reunidos en sociedad son la fuente única y constante de la buena conducta social, es decir, de la moral, bajo su forma primitiva, podemos examinar cuales son las imperfecciones de este método, y los mejores medios para remediarlas. Estos medios auxiliares constituyen lo que se acostumbra a llamar la enseñanza moral, que es el correctivo de la enseñanza, más positivo y más severo, suministrado por las buenas o malas consecuencias de nuestros actos, así como la ciencia y las tradiciones de la raza aumentan aun más el conocimiento de las leyes físicas que cada uno de los miembros de esta raza debe a su experiencia individual.

Cualquiera que sean los demás modos de inculcar la moral, podemos asegurar que están conformes con el método primitivo, seguro, y eterno de la experiencia positiva de las relaciones humanas. Pueden precaverse y evitar el choque demasiado rudo y penoso de la colisión con la voluntad de los demás, dejando sin embargo subsistir la enseñanza moral de este choque; o si este tiene realmente lugar, un comentario hábilmente tratado puede hacerle evitar más adelante; pero, en uno y otro caso, la fuerza motriz es la de los hechos de la vida positiva; el bien y el mal que recibimos de los demás son las fuerzas que nos retienen en la órbita del deber.

El maestro de escuela, así como todas las personas que ejercen una autoridad determinada, es un maestro de moral y de disciplina que contribuye por su parte a grabar en el entendimiento de los discípulos las consecuencias buenas o malas de sus actos. En lo que le concierne, debe reglamentar los actos de sus discípulos, y aprobar o vituperar lo que hacen en sus relaciones con él mismo. Debe exigir y desarrollar en ellos costumbres de obediencia, exactitud, lealtad, veracidad, consideraciones y política para con los demás; en una palabra, todas las cualidades necesarias en una escuela. Todo maestro que sepa mantener el orden y la disciplina indispensables a una buena enseñanza intelectual, puede estar seguro de dejar en el entendimiento de sus discípulos las impresiones de verdadera moral, sin darse cuenta de ello. Si, por otra parte, el maestro posee bastante tacto para hacer que sus discípulos amen el trabajo y que acepten con alegría la violencia que impone el estudio de modo que no posean más que buenos sentimientos para sus compañeros y para él mismo, puede desde luego considerarse como un excelente maestro de moral, quiera, o no, merecer este título; pero no es esto todo lo que se exige al maestro en las escuelas primarias. Se le exige que de lecciones especiales de moral, sea por medio de la enseñanza religiosa, o fuera de esta misma enseñanza; y es preciso advertir que esto es superior a la enseñanza intelectual propiamente dicha.

Admitimos que el maestro no es únicamente uno de nuestros semejantes encargado de repetir las expresiones de aprobación o vituperación, y de aumentar el número de voces que graban las impresiones morales en el entendimiento de la juventud. En toda su enseñanza intelectual o científica, y, probablemente también, en todos los consejos que da a sus discípulos, concentra bajo una forma metódica las impresiones morales irregulares de la vida ordinaria, de suerte que pasar un solo día a su lado será más provechoso que mil, pasados en el mundo.

No relacionándose las lecciones expresas de moral con los incidentes que se producen en la escuela, estas deben necesariamente fundarse en ciertos incidentes y ciertas situaciones imaginarias que el maestro cita como ejemplos. Después de haber recordado ciertos hechos positivos y conseguido de los discípulos que se representen claramente los que inventa, saca de esto una lección moral. Este ejercicio tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

Las ventajas consisten en la superioridad que la experiencia posee sobre la observación en todas las ciencias.

El maestro inventa algunos ejemplos para demostrar las consecuencias funestas de cada vicio y los buenos resultados de cada virtud. Produce así una impresión mucho más fuerte en favor de la regla de conducta que debe seguirse en tal o cual situación. La lista de las malas consecuencias y de los peligros de la mentira, en vez de estar hecha por la mano de la casualidad, que presenta algunas veces una pequeña circunstancia y otras veces otra, se hace más notable por la reunión de un gran número de hechos, positivos o imaginarios, que tienden todos a producir la misma impresión.

Las lecciones de moral exigen ante todo una buena clasificación de las virtudes y de los vicios. El maestro necesita un plan claro y detallado, que le permita concentrar su enseñanza.

Si repite lo mismo bajo diferentes nombres, producirá una gran confusión en el entendimiento de sus discípulos. Tendrá que empezar primero por las virtudes fundamentales, designándolas por su nombre más usual; y tendrá también que dar algunos ejemplos claros y precisos. Por este medio, es como podrá fácilmente dar a comprender las virtudes mixtas y modificadas.

El principal inconveniente de esta enseñanza proviene de la debilidad de concepción de los discípulos; rasgos de virtud o de vicio imaginarios no producen siempre efecto en los entendimientos que tienen poca experiencia del mundo. Se hace necesario presentar los ejemplos bajo unas formas exageradas y que dejen en el entendimiento impresiones falsas, y difíciles de borrar.

En cuanto a la moral, puede seguirse, así como para otros estudios, una marcha sin orden ninguno, como preparación a un estudio regular y metódico. Se escogerán con preferencia los ejemplos suministrados por la casualidad, y se aprovecharán de ellos para producir cierta impresión; pero estos ejemplos deben siempre poner en evidencia un principio determinado, lo que exige una generalización conveniente. Este trabajo exige, por parte del discípulo, la misma sutileza de percepción que la inteligencia de clasificación de las virtudes.

Diremos ahora algo sobre esta clasificación. Las virtudes cardinales, según las ideas modernas, son la prudencia, la probidad o justicia, y la benevolencia. Se dice algunas veces que la prudencia se compone de todos nuestros deberes para con nosotros, pero esta no es la mejor definición que pueda da rse de ella. La PRUDENCIA, o nuestra buena conducta, se encuentra en un caso muy distinto de las otras dos virtudes cardinales; se apoya en la tendencia que nos impulsa naturalmente a buscar nuestro bien. Los obstáculos que tiene que superar son la ignorancia y los impulsos del momento. La ignorancia disminuye con el tiempo y puede combatirse con la instrucción; en cuanto a los impulsos del momento, es posible moderarlos en cierta medida, y dirigirlos por buenos consejos y la representación de las consecuencias que pueden ocasionar. Lo más importante, es que no estamos aquí en el dominio de la autoridad, si no es en lo que concierne a los padres; en cuanto a los demás, sus únicos medios de acción son los buenos consejos y la instrucción. Es tanto más necesario tener exactamente cuenta del carácter especial de la prudencia, cuanto que estamos siempre dispuestos a tomar cierto tono de autoridad con los que están en nuestro poder; además, encontramos fácilmente un pretexto para imponer la prudencia a los demás, pues si a un hombre le falta prudencia en sus propios negocios, es más que probable que faltará igualmente a algunos de sus deberes para con los demás. Si un padre es holgazán, derrochador o borracho, su familia se resentirá necesariamente de ello. A pesar de esto, se verá que hay ventaja, bajo el concepto de la persuasión, en tomar primero cada virtud según su carácter particular; y el de la prudencia es la consideración del interés personal. Esta es la primera conquista, y la más fácil de hacer, sobre las debilidades morales inherentes a la humanidad. La marcha que debe seguirse es especial y bien trazada.

Las cualidades que se relacionan con la prudencia -actividad, economía, templanza- son fáciles de comprender, y el maestro no debe perderlas de vista más que en la clasificación de las virtudes.

Nuestras relaciones con los demás nos suministran numerosas ocasiones de dar pruebas de prudencia, pues para sacar el mejor partido de la vida, debemos portarnos bien con todos los que puedan ayudarnos o perjudicarnos. Las relaciones sociales hacen resaltar también nuestros deberes propiamente dichos, es decir la justicia y la benevolencia; pero es indispensable no empezar el estudio de estas dos virtudes mientras que queremos conocer bien la prudencia. Luego daremos a conocer el porqué.

La probidad o JUSTICIA ocupa el primer lugar entre nuestras obligaciones o deberes sociales. La justicia es la protección de un hombre contra todos los demás; está contenida en las leyes y sancionada por los castigos. El conocimiento de estos castigos, como lo hemos dicho ya, es la primera enseñanza de la justicia. La obra del maestro viene luego a apoyar esta enseñanza al tratar de corregir las malas disposiciones que nos exponen a las penas pronunciadas por la ley. La idea fundamental de la justicia es el bien recíproco, y la abstinencia recíproca de todo lo que pudiese perjudicar. Es la conducta impuesta a todos, para la ventaja de cada uno. A nadie se exige que haga más ni menos de lo prescrito a cada miembro de la sociedad.

La virtud de BENEVOLENCIA es algo más que la justicia. Consiste en hacer el bien fuera de las necesidades sociales sobre las cuales se funda la justicia. No está sancionada por castigos, sino sólo recomendada a la elección de cada uno. Se ejerce especialmente para aliviar la miseria o las privaciones que provienen de la pobreza, y para remediar a los accidentes que ponen a nuestros semejantes en la imposibilidad de bastarse a sí mismos. Abnegación, sacrificio, bondad, compasión, benevolencia, filantropía, estos son los principales nombres que se dan a este deber moral. Además, ciertas cualidades que parecen depender de las otras dos virtudes, o ser absolutamente independientes, tienen verdaderamente relación con la benevolencia. La firmeza, el valor y la resignación, parecen pertenecer a la prudencia, pero la alta estima en que se las tiene, indica que sirven de apoyo a la justicia y a la benevolencia; la honradez no es más que otro nombre dado a la probidad llevada hasta el extremo de ser una verdadera bondad.

La veracidad se considera algunas veces como virtud independiente, pero en realidad tiene relación con las demás. Es eminentemente rigurosa: no admite graduación en el mismo sentido que las otras; es, o no es.

Estas tres virtudes fundamentales tienen tantos puntos de contacto, que se necesita cierta penetración para distinguir siempre la naturaleza esencial; y sin embargo esta distinción es indispensable para el que enseña la moral, si quiere que sus lecciones sean eficaces. Un curso de ciencia moral, bien hecho, debe establecer esta distinción fundamental.

A la clasificación de las virtudes, sigue la percepción exacta de los motivos. Aquí aun, puede temerse la confusión. Los motivos se dividen esencialmente en motivos de interés personal y de interés social, y como cada una de estas clases imita fácilmente a la otra, es también necesario estudiar el carácter particular de cada una de ellas, desde el principio. La prudencia es el campo de los motivos de interés personal; la justicia supone una mezcla de motivos personales y de motivos sociales, y la benevolencia es la región de los motivos de interés social propiamente dicho, así como de cierta clase de motivos de interés personal más elevados y menos vulgares, que provienen de nuestro amor por la sociedad.

Toda llamada a los motivos de INTERÉS PERSONAL sigue una marcha especial y muy conocida de todos los que estudian el arte oratorio. Esta marcha consiste en demostrar a cada uno la influencia que debe tener su conducta sobre su bienestar; debe indicarse siempre con claridad. El trabajo, la economía, la templanza, el amor al estudio o a la ciencia tienen cada uno su recompensa, y conviene hacerla tan palpable y tan evidente como posible sea.

Esto debe distinguirse claramente de las relaciones sociales de estas mismas virtudes, para dar a cada una de las fuerzas toda la influencia que debe tener. Además, es siempre más fácil, por muchas razones inútiles de enumerar, obrar sobre los sentimientos egoístas de los hombres que sobre los demás.

Especialmente cuando nos dirigimos a los MOTIVOS SOCIALES es cuando más expuestos estamos a equivocarnos. Aquí se trata de la parte excepcional del ser humano, del campo limitado del sacrificio, y corremos siempre el riesgo de abandonar el estrecho sendero que seguimos para entrar en la ancha vía de los sentimientos de prudencia y de interés personal. Las lecciones de moral y la persuasión no conseguirán nunca dar a luz grandes virtudes, si no tenemos siempre ante los ojos los motivos sociales; primero bajo su forma más pura de sacrificio absoluto, y luego bajo su forma mixta de gustos y de placeres sociales.

Para conseguirlo, existen muchos medios, que hemos estudiado detalladamente a propósito de la simpatía. El único punto importante es el siguiente. Las aptitudes sociales, tanto como otras aptitudes, no se desarrollan más que por el ejercicio; así pues, se ejercen dirigiendo y fijando su atención en las necesidades y los sentimientos del prójimo. La forma más marcada de estos ejercicios es la compasión que nos inspira toda desgracia evidente; luego viene la simpatía para los placeres de nuestros semejantes: repitiendo a menudo estos ejercicios es como adquirimos poco a poco la costumbre de interesarnos por los que nos rodean. Lo difícil es excluir completamente de estos actos todo motivo de interés personal.

Los motivos de sociabilidad que pertenecen a la segunda clase -necesidad de cariño, de amor, de compasión-, son tal vez los medios de persuasión moral más poderosos; en efecto, además de su parte de sacrificio verdadero para los demás, tienen también una considerable cantidad de sentimientos de interés personal. Invocarlos exclusivamente, sería renunciar a las virtudes elevadas que nacen del sacrificio puro y desinteresado, para limitarnos a las de orden inferior; pero es posible caer aun más bajo, y debe temerse algunas veces que la observación de las consideraciones mutuas no tenga por verdadero fin obtener, no el cariño mismo, sino únicamente algunas ventajas materiales.

Un tercer estudio, también indispensable para el que enseña la moral, es el de las relaciones sociales, empezando por la familia para extenderse hasta el Estado y el mundo entero.

Tiene que llegar a comprender claramente las relaciones exactas de cada grupo social, la posición a la cual debe pretender y la que se le rehúsa, a fin de que esté bien definida la conducta que conviene a cada uno. Esto entra en el vasto dominio de la sociología, es decir de la ciencia y de la filosofía social, que no ocupan más que un lugar poco definido en el plan de estudios de nuestras escuelas.

El estudio de las relaciones existentes entre los padres y los hijos, los amos y los servidores, los jefes y los subordinados, tiene una importancia moral fácil de comprender, y puede hacerse bajo este punto de vista.

Otra condición indispensable para el que quiere conseguir algo en la enseñanza de la moral, es poseer una gran facilidad de palabra y un lenguaje persuasivo. Esto nos conduce inmediatamente a la región más elevada del arte de hablar bien, a cuya región sólo han podido llegar los grandes oradores. Nadie puede halagarse de producir profundas impresiones morales sólo por la enseñanza, sin cierta abundancia de expresiones apropiadas al objeto; por esto no podemos esperar más que pocos resultados de un maestro de escuela que sólo cuenta con sus propias fuerzas.

Sólo por medio de buenos libros, de los que sacará partido para sus lecciones, es como podrá obtener una influencia que sobrepuje la de los proverbios comunes que oímos decir en el mundo, tales como: «La honradez es la mejor política; sed justo antes de ser generoso; en todo hay que considerar el fin; haced todo el bien que podáis»; y otros muchos.

Por rápida que tenga que ser esta ojeada sobre la enseñanza de la moral, es imposible no decir una palabra del ideal en la moral. Especialmente por la moral es como el maestro propone muchas veces un ideal grande, elevado, y hasta imposible de alcanzar, porque supone que el encanto y el atractivo de este ideal producirán en nosotros una impresión mucho más viva que el expuesto puro y sencillo de las consecuencias de nuestros actos.

Desde los más remotos tiempos, la educación moral del género humano se ha hecho según un sistema constante de exageración, como si la verdad desnuda no fuese suficiente. Es de todos los usos el que más se ha sancionado por la aprobación general: los padecimientos que el vicio proporciona, y las dulzuras de la virtud se describen siempre en términos que sobrepujan la verdad. Si no llegara al fin hasta cierto punto, esta práctica no sería tan general. La influencia moral que ejerce un ideal exagerado de dicha o desdicha futura debe, pues, considerarse como muy considerable; pero no hay que hacerse ilusiones sobre los peligros y los inconvenientes que este sistema ofrece. Poniendo los caprichos de la imaginación en el lugar del rigor de la verdad, se incurre siempre en mucha responsabilidad. Hay que poner límites a la exageración, en el interés mismo del fin que se trata de conseguir, y no se respetan estos límites en los relatos de los libros de moral que tratan de virtud; sin embargo mientras no haya reforma en una enseñanza moral que alcance más que la de la escuela, no debe exigirse que el maestro de escuela encuentre algo que decir relativamente a los materiales que ponen en sus manos. Todo lo que puede hacer, es no perder de vista los hechos de la vida real, y hacer uso de ellos para contrarrestar los arrebatos poéticos del libro de moral. Si se representa, en el ideal, el sacrificio de modo que nos entusiasmemos momentáneamente, la más severa realidad nos advierte que una parte muy pequeña de este entusiasmo puede desarrollarse en la memoria de los hombres.

Vemos por una parte el espíritu de lucha y de rivalidad, la ambición frenética y el deseo de suplantar al prójimo; y por otra, las disposiciones sociales, simpáticas y amables, y no sin trabajo es como éstas quedan victoriosas.

En las cuantas páginas que podemos dedicar a este punto tan importante, queremos indicar los que más precauciones exigen para la enseñanza de la moral.

La táctica adoptada por el maestro se determina en gran parte por la repugnancia que el estudio de la moral inspira naturalmente a los hombres. Los discípulos prefieren siempre una lección de ciencias a un discurso sobre la moral; y también sucede que la falta de gusto no perjudica tanto a la ciencia como a la moral. Las fábulas, las parábolas, y ciertos ejemplos tienen por objeto evitar las lecciones directas, e insinuarse disimuladamente en el entendimiento.

Una lección que se presenta sin haberla buscado, que se impone a la atención cuando ésta se ha fijado en otro objeto, es siempre más eficaz que otra. Este es uno de los efectos producidos por las lecturas históricas. Las reflexiones morales que se presentan naturalmente por sí solas en ciertas ocasiones, pueden producir una impresión duradera. El espectáculo de un desastre causado por la imprevisión, por disputas, o por una culpable ignorancia, da a conocer a todos los que reflexionan algo, el valor de las principales virtudes que se relacionan con la prudencia.

Los cuentos, los relatos y las biografías en que se trata de las cualidades morales más elevadas, producen más efecto cuando se leen espontáneamente; si los presentan, por el contrario, como lecciones en un libro de estudio, tendrán el inconveniente de todo lo que es obligatorio, y el maestro necesitará mucho tacto para disimular su influencia. Los libros que los niños escogen, y que leen por gusto, les convencen mucho mejor.

El que enseña la moral debe obrar siempre con dulzura y no con severidad. Si no se trata más que de producir cierta apariencia exterior de buena conducta, el temor y los castigos producirán efecto; pero el sentimiento interior no se consigue por estos medios.

Siempre que el disimulo sea posible, debemos dirigirnos a la libre voluntad del discípulo; toda tentativa de violencia no hace más que acrecentar la perversidad natural. En una edad aun tierna, cuando el niño no tiene tantas ideas de independencia, la vituperación y el castigo se graban en su entendimiento y forman sus sentimientos buenos o malos, pero debemos tener cuidadosamente en cuenta el momento en que este carácter humilde y flexible se reemplaza por unos sentimientos de personalidad que impiden que se aplique en adelante el mismo sistema. Podemos decir como regla general que las lecciones directas de moral no convienen ya cuando han cumplido los niños la edad de doce años, a no ser empleándolas como medio de disciplina; mejor es entonces no emplear más que alusiones muy indirectas referentes a este punto. Se ha renunciado ya, en las grandes escuelas y en las universidades, a hacer entrar la enseñanza directa de la moral en el plan de estudios.

Pueden invocarse siempre los motivos de prudencia o de interés personal; pero hay que cuidar de no hacer que se buscan pretextos para multiplicar los castigos. Si nuestros discípulos ven que tenemos interés en que aprendan, nos escucharán con atención, pero debemos cuidar de no llevar nuestras miras más lejos que las suyas. La gran dificultad que existe en presentarles una lista de las consecuencias posibles de sus actos, que no sea exagerada ni ininteligible, esta dificultad que es insuperable con los niños, disminuye con los años, pero es siempre una delicada prueba para el tacto del maestro, y los buenos modelos de que pudiera servirse son muy escasos.

Los motivos intermediarios -que no son puramente egoístas ni puramente heroicos-, son las afecciones sociales, en el número de las cuales colocamos la compasión. Las necesidades de cariño varían mucho en las épocas críticas del desarrollo intelectual. Lo necesarios que son los padres para los niños, hace que estos sean cariñosos; sigue luego a esta edad la de los instintos enérgicos y de la independencia, en que la conciencia de su fuerza impulsa al niño a querer dominar y a ser cruel; es lo que sucede a la entrada de la adolescencia. Se consigue entonces muy poco invocando el amor, el cariño y la compasión; es preciso que el momento elegido sea muy favorable para tener alguna esperanza de éxito. Es tal vez la edad en que puede recurrirse a los motivos heroicos; pero debe observarse una prudente reserva en la llamada que se hace a estos sentimientos. Existe en el corazón del hombre un sentimiento que responde a la idea de un sacrificio heroico; pero hay que reservarle para las grandes ocasiones, en vez de desperdiciarle. La proporción de este sentimiento que se trasforma en acción es muy débil en la mayoría de los entendimientos; el heroísmo sólo pertenece al menor número de éstos.

Existe un sentimiento mixto que contiene una pequeña parte de heroísmo y una gran cantidad de egoísmo, que puede emplearse con éxito para combatir las formas más pronunciadas de este último defecto. Queremos hablar del honor y de la dignidad personal, que crece con la importancia de la posición social, y que no falta más que en los últimos de los hombres. Demostrando que una acción es vil, vergonzosa, deshonrosa e indigna, puede conseguirse mucho, en todas las épocas de la vida; es el medio de acción que más influencia ejerce sobre la juventud indisciplinada. Los que han predicado la templanza no han podido descubrir otro argumento más enérgico que aquél en favor de su causa; un buen maestro debe saber empezar este medio con mucho tacto, cuidando de reservarle para las grandes ocasiones.

Por más que se haya vituperado con razón la severa sentencia pronunciada por Platón contra los poetas, queda establecido que, para la enseñanza de la moral, son demasiado exagerados. Son primero artistas antes que moralistas; y el arte que quiere gustar, no está dispuesto a predicar la abstinencia ni el sacrificio. Aumentando la esfera de la poesía de modo que entre también en ella la novela que, efectivamente, le pertenece, se reconoce la exactitud de esta observación. El poeta expresa mucho mejor que otro cualquiera las acciones grandes, nobles y sublimes, y contribuye así a excitarnos al heroísmo; pero la verdadera base en que puede fundarse el maestro, es la historia.

El punto que trata de la reciprocidad de los servicios, y del cariño, es inagotable. El objeto de la abnegación o del sacrificio no es satisfacer el egoísmo de los demás, sino hacer que consientan en prestar buenos servicios, lo que constituye la felicidad más grande de los hombres. Si el sacrificio no existe más que por una parte, no puede ser más que momentáneo; si no es recíproco, dejará pronto de existir. Sin embargo, la verdadera reciprocidad es tan buena, que hay que hacer grandes sacrificios para obtenerla.

La cortesía nos suministra el ejemplo más ordinario de reciprocidad, que no es más que una bondad mutua en las cosas más pequeñas. No es muy difícil hacer que todos la tengan por medio de la educación. Lo que menos se ve, es ver a los hombres llegar hasta participar de los fardos más pesados del prójimo; y, sin embargo, no hay mucho mérito en esto. Lo más difícil es empezar, pues nunca estamos seguros de si nuestros sacrificios no estarán perdidos. Un hombre ordinario no se determina nunca a ser generoso si no se ve rodeado más que por seres egoístas.

Al enseñar el maestro a sus discípulos que trabajar para nuestros semejantes y ayudarles es un deber, tiene que presentarles en perspectiva alguna esperanza de recompensa.

La humanidad, bajo su duplicada forma de indulgencia y de asistencia eficaz, cuando la necesidad lo exige, es el tema que mejor éxito tiene en las lecciones morales que se dan a los niños. Las historias destinadas a enseñarla son numerosas y bien hechas, y si se habla a menudo de ellas delante de los niños, se conseguirán, seguramente, buenos resultados. Las lecciones de humanidad, así como todas las demás, deben darse a tiempo y sin exageración, y son la mejor impresión moral que pueda producir el maestro. El efecto obtenido durante los primeros años de los niños parecerá haberse borrado más adelante, pero volverá a parecer, con seguridad, tarde o temprano. Bueno es que los niños aborrezcan la crueldad, la opresión, la intolerancia, la esclavitud, la brutalidad del despotismo, y cualquier acto de dureza para con los animales.

La veracidad exige que se la considere de un modo especial. La mentira es un acto tan explícito y tan distinto, que es casi imposible que el culpable disimule su falta por cualquier subterfugio, sin embargo es un error considerar la mentira como vicio independiente. Efectivamente, está siempre acompañada de alguna influencia que hay que tener en cuenta. Un niño miente siempre con algún objeto -para evitarse un castigo, para conseguir algo, etc., etc.- ; hay que buscar, pues, el origen de la mentira en cualquiera de estas miras egoístas, y ocuparnos más aun de ellas que del instrumento de que se han servido; la reprensión o el castigo podrá ser mucho más eficaz si conocemos el motivo que ha impulsado al culpable. Mentir para escapar a la brutalidad de un tirano, no es lo mismo que mentir para obtener una ventaja cualquiera, y la conducta del maestro tendrá que variar según el motivo que haya sido causa de la mentira. Los niños tratados con justicia y bondad son los únicos que no faltan nunca a la verdad; para ellos, la mentira no tiene disculpa; los demás hallan una verdadera grandeza moral en decir la verdad, y deben citarse como ejemplos, presentando su conducta como heroica.

La mayor parte de los medios y de las máximas que se emplean para enseñar la moral, se fundan muchas veces en ciertos principios falsos o demasiado infantiles. Citaremos ahora algunos ejemplos. Presentan muchas veces a los niños ejemplos de animales, especialmente para excitarles al trabajo. La abeja y la hormiga, por ejemplo, dan el ejemplo del trabajo, y deben avergonzar a los holgazanes. Como ejercicio de imaginación agradable, las comparaciones de esta clase pueden pasar; pero es muy poco lógico comparar seres tan distintos como lo son los hombres y los insectos. No podrá citarse aun una sola persona que el ejemplo de la abeja haya convertido al trabajo; y poco probable es que ningún animal nos de nunca ninguna virtud o nos impida cometer cualquier falta. Comparaciones de este género no pueden tratarse nunca seriamente, son simplemente juegos de imaginación y diversiones que pueden degenerar en tonterías. Por más que sea imposible hacer que los niños sean siempre lógicos, no es necesario hacer que no lo sean nunca dándoles comparaciones falsas. A pesar de ser la hormiga un modelo de trabajo, es también un modelo de tiranía, puesto que tiene esclavos y que comete muchas veces muy malas acciones.

Por más que el trabajo no sea la única virtud que se exija al hombre, es por lo menos la base y la primera condición de todas las demás. Por esto uno de los puntos de moral que más indispensables son de inculcar a los niños, es que renuncien a la indolencia y a la pereza. Nos parece que, afirmando, como suele hacerse, que el trabajo es de por sí una dicha, que sin él no hay felicidad posible, y que los hombres que no tienen nada que hacer son los más desgraciados, es partir de un principio falso. Una idea más justa, la de la necesidad del trabajo, sería un motivo tan poderoso como aquél. Todo ser humano de buena constitución tiene cierta cantidad de energía disponible, y mientras goza de buena salud, halla cierto placer, o por lo menos, no experimenta ningún sufrimiento gastando esta energía. Debe emplearla para ganar su sustento, y procurarse todo el bienestar posible. Debe vencer la repugnancia que le causa, a veces, hacer uso de esta energía de tal o cual modo; y el gasto de fuerzas debe llegar muy a menudo a un extremo estado de fatiga; pero como no podemos proporcionarnos todo lo necesario a nuestra existencia, ni los placeres de la vida, sin pasar algunos trabajos, el juicio hace que nos sometemos a lo malo para conseguir lo bueno. Este es el resumen exacto de las condiciones del trabajo. Hay una gran exageración en la relación de las desgracias que ocurren a los ricos que no trabajan; podría también exagerarse las de los pobres que no hacen nada, pues estos piden a los otros lo que les es indispensable, y pueden muy bien renunciar a lo superfluo por lo necesario.

Dicen muchos que cualquier trabajo honra; esto es un sofisma evidente y absolutamente inútil. Cierto es que, en cierto modo, el que trabaja para ganar su sustento entra en la fraternidad general de los hombres, a quienes está impuesta esta obligación; pero la palabra honra significa distinción, elección de algunos entre muchos. Por muchos motivos, unos naturales, otros convencionales, ciertos géneros de trabajo están recompensados por mucho dinero y por un elevado puesto; en una palabra, existen en todos los servicios muchos grados diferentes, y esta diferencia no puede borrarse. Si un simple soldado cumple con su deber, obtiene cierta cantidad de dinero y de estima; pero los dos son, y deben ser, verdaderamente bastante módicos.

Al ocuparse de la pobreza, este punto tan triste, hay que buscar los medios de remediarla en cuanto se pueda. Para los que la edad o la enfermedad pone fuera de combate, no queda otro recurso que hacerlos vivir a costa de otros; pero a los que debutan en la vida, hay que tratar de enseñarles a triunfar de este mal.

Buenas lecciones de economía son de mucho valor para combatir la pobreza. El maestro se verá obligado a hablar de la desigualdad tan grande que existe entre las condiciones humanas, y necesitará poseer cierta habilidad para prescindir de los sofismas. La primera causa legítima de la desigualdad que existe entre los hombres, proviene de la diferencia de actividad, de energía y de habilidad que existe entre ellos; la riqueza es el fruto que produce una vida laboriosa. Todos, menos los ladrones, reconocen, y no pueden menos de respetar la desigualdad que resulta de esta causa; pero después surgen las dificultades. El hombre que consigue dejar a sus hijos la fortuna que ha adquirido, les libra de este modo de toda necesidad de trabajo; el respeto de la propiedad se extiende también a este caso. ¿No habrá pues límite ninguno a la acumulación de las riquezas? Esta pregunta es política o social.

No puede contestarse al descontento que causan naturalmente las desigualdades existentes más que por una discusión de ciencia social, y las necesidades de nuestra época exigen que sea completa.

Hemos estudiado hasta aquí la moral, sin hablar de sus relaciones con la RELIGIÓN. Exigimos del maestro de instrucción primaria que enseñe la religión, presentándola a la vez con su propio carácter, y como base de la moral más elevada.

Si no se aceptara esta enseñanza en toda su extensión, sería para el maestro una carga muy pesada. En cuanto a nosotros al tratar un punto tan discutido ya, seguiremos el método general que hemos adoptado en todo este trabajo, y nos esforzaremos en distinguir los diversos elementos de que se componen los puntos complejos, pero que acostumbran a considerar como indivisibles.

Algunas personas afirman que la religión y la moral son absolutamente inseparables. El filósofo Kant ha querido demostrar que son idénticas: su objeto era poner la moral sobre todo. Otros consideran esta identidad como necesaria para asegurar la superioridad de la religión.

Nuestro parecer es que la verdad existe entre estos dos extremos: la moral no es la religión, y la religión no es la moral; y sin embargo tienen muchos puntos de semejanza. La moral sin la religión no puede ser igual que acompañada por ella; la religión, si no sale de su propia esfera, no provee a todas las necesidades morales de la vida humana. Los preceptos de la moral deben fundarse especialmente en nuestras relaciones humanas en este mundo, tales como la experiencia práctica las ha dado a conocer; sus motivos resultan también de estas relaciones.

La religión tiene preceptos y motivos que le son propios; el mejor modo de estudiarlos es hacerlo separadamente.

Hemos visto ya cuales son las dificultades de la enseñanza y los escollos que debe evitar cuando se estudia la moral aparte; hay que temer a cada instante de confundir los motivos de prudencia, de interés social y de sacrificio, sin dar a ninguno el desarrollo a que tiene derecho. Esta confusión en el método y en el orden debe aumentarse aun más si se agregan a estas consideraciones las de las doctrinas religiosas y de las relaciones de la moral con la religión. Por esto se oyen en nuestras escuelas lecciones por el estilo de la siguiente sobre la veracidad: «La veracidad es la cualidad moral a la que faltamos cuando mentimos; no tiene recompensa exterior; es agradable a Dios; nos da la paz y la tranquilidad de la conciencia, y es un deber para con nuestro prójimo». Daremos ahora un programa dado por el director de una de las escuelas de Londres.

La enseñanza de la religión considerada separadamente se hace en nuestras escuelas por medio de lecciones tomadas de la Biblia, con catecismo doctrinario, o sin él. Muchos manuales de enseñanza contienen un minucioso programa para el estudio de la Biblia. En las escuelas alemanas, se prescribe oficialmente el orden que debe seguirse para la enseñanza religiosa: se empieza por simples relatos sacados de la Biblia, y se termina por el resumen de las doctrinas. Si el fin de esta enseñanza fuese, como el de la enseñanza ordinaria, de instruir, los planes que se siguiesen serían aquellos de que nos hemos ocupado en toda nuestra obra. Hay, en efecto, un elemento intelectual en la religión, pero sin embargo, es esencialmente emocional, y la enseñanza ordinaria de la escuela no es favorable a la cultura de las emociones. El sistema que mejor conviene al elemento intelectual, no es el mejor para el elemento emocional. La seguridad de las lecciones, el método, la continuidad, y cierta severidad de disciplina, son las condiciones necesarias para todo adelanto en la instrucción; mas para producir y desarrollar una viva afección o un sentimiento profundo, hay que aprovechar circunstancias o acontecimientos que se presentan pocas veces en la vida de la escuela.

La dirección de las escuelas nacionales de Inglaterra, poniéndose en guardia contra el proselitismo y el espíritu de secta de los maestros, les priva de la libertad de acción necesaria para producir sentimientos profundos. Al principio de esta obra, en el capítulo sobre las emociones morales, hemos indicado algunas de las condiciones del desarrollo de los sentimientos; en las circunstancias más favorables, este desarrollo exige largos años para adquirir la fuerza necesaria a una gran influencia moral. Esto es una gran verdad para los sentimientos religiosos, a los que se exige bastante poder para contrarrestar todos los males de la vida. Hacemos mal encargando esta obligación al maestro de escuela. El padre o la madre, la Iglesia, la individualidad del discípulo, el espíritu del tiempo tal como se manifiesta en la sociedad y en la literatura, éstas son las influencias que contribuyen a determinar la presencia o la ausencia de disposiciones religiosas, y en este conjunto, la escuela es la que tiene menos importancia.

Para la escuela, hay que contentarse con el tono eminentemente teísta y cristiano que domina en los libros, y con la disposición natural que impulsa a los niños a aceptar la explicación del universo por la intervención de un Dios personal.

En otra parte es donde debe buscarse algo más.




ArribaAbajo

Capítulo III

Las Bellas artes


La enseñanza da las artes consiste esencialmente en la cultura del sentimiento artístico.- Es preciso aprender la práctica de un arte.- Cultura de la sensibilidad estética en sí misma.- El gusto del paisaje; sus condiciones.- La música, la pintura, la escultura, la poesía.- La novela y el drama; influencia que ejercen.


Lo que más necesario nos parece para las bellas artes, es determinar el lugar que debe ocupar la enseñanza artística en el programa de la instrucción primaria y secundaria.

Hemos hablado ya muchas veces de las bellas artes. Siendo grandes fuentes de placer, pueden emplearse como estimulantes para el estudio tan bien como para cualquier otro género de esfuerzo. Si consideramos la educación como medio de hacer a los hombres felices, debe comprender, por necesidad, el conocimiento de las artes.

Además, entre las ramas reconocidas de la educación ordinaria, encontramos el dibujo, la música, la elocución, la política, la literatura, que tienen todas relación con las bellas artes. Si se nos pregunta si existe un método especial para enseñar las artes, contestaremos afirmativamente: pero los detalles le este método son tan numerosos que tenemos que contentarnos con indicarlos.

El artista propiamente dicho -pintor, músico o escultor- debe pasar por una educación mecánica e intelectual cuya necesidad es evidente de por sí. El que quiere ser músico tiene que ejercitar por la práctica su voz, su mano, su oído, y las condiciones generales de éxito son por necesidad las mismas para este trabajo como para otro cualquiera: buena memoria, buen órgano, un sentimiento delicado, ejercicios frecuentes, y por fin una aplicación que resultará del placer o del interés que toma en este estudio. El sentimiento es la única condición propia del arte. Las palabras gusto, sentimiento artístico, sentimiento de la belleza, expresan un conjunto complejo de emociones bastante difícil de analizar. Cultivar un arte significa avivar, desarrollar, dirigir, purificar este conjunto de sentimientos, y esta cultura no es necesariamente acompañada de la facultad de ejecución artística. El gusto de la música puede existir sin la facultad de ejecución; el de la pintura no exige que se sepa dibujar ni pintar.

Sin duda alguna, uno de los modos de llegar a las emociones artísticas, es llegar a ser artista. Aprendiendo a cantar o a tocar un instrumento, nos familiarizamos con una multitud de composiciones musicales y adquirimos o desarrollamos en nosotros mismos el gusto de la música. Ciertas aptitudes naturales son necesarias; es preciso sentir naturalmente los sonidos armoniosos, saber distinguir los tonos, poseer el sentimiento de afinación, y tal vez también otras facultades delicadas. Estas condiciones nos hacen primero amar la música; nuestra educación musical aumenta este gusto primitivo. Lo mismo podría decirse para el dibujo.

Sin embargo, tenemos que considerar más extensamente la cultura del sentimiento artístico; muy pocos hombres son artistas; los demás gozan de las obras producidas por los primeros. Bueno es, no sólo que las obras y los tesoros de este arte sean accesibles para todos, sino que también todos puedan aprender a sacar todo el provecho posible y el gusto que producen.

Para que se comprenda mejor lo que entendemos por cultura del sentimiento artístico, tomaremos como ejemplo el gusto del paisaje, que representa bien una de las numerosas fuentes de nuestros goces artísticos. Empecemos por ciertas impresiones de los sentidos, y de la vida en particular. El sentimiento de los colores, muy variable de por sí, y algunas veces defectuoso, es necesario aquí, en una medida regular, sino completa. La primera percepción de las formas, menos fácil de aislar, es también indispensable.

Se necesita además cierta susceptibilidad de sentimientos tiernos, que es la principal fuente de las emociones que inspira el paisaje, así como también cierta parte de sentimiento malévolo, como base de lo sublime, por más que no sea necesario, que este sentimiento se manifieste por actos positivos. Estas necesidades de sensación y de sentimiento acompañan a todas las artes; es probable que su cantidad natural no puede aumentarse más que muy poco, y que la cultura no debe tratar de cualquier otro elemento.

El segundo punto, en el caso que nos ocupa, debe ser de ver paisajes, y esto sin reflexión, para examinar con cuidado todos sus detalles. Este examen satisface los sentidos, despierta las facultades emocionales y determina el interés colectivo. La vista de un paisaje nos dispone a buscar otro.

El resultado producido depende mucho de dos condiciones. La primera es una buena disposición de ánimo; como por ejemplo, cuando miramos un hermoso paisaje en toda la frescura de nuestra juventud y bajo la influencia de los sentimientos alegres que inspiran las vacaciones. Esta es una ocasión de conservar, para el porvenir, recuerdos agradables. La vista de un bello paisaje, para aquel que es feliz, es una dicha a la vez para el presente y para el porvenir.

La única condición favorable es ser dirigido por un hombre entendido. Ante una hermosa vista o una obra de arte, es una gran ventaja estar acompañado por alguien que nos enseñe lo que hay que observar y cómo debe observarse. Podremos estar algunas veces mal guiados; pero es de esperar que la mayor parte del tiempo nos encontremos con personas que estén más enteradas que nosotros de las condiciones del placer estético.

Excusado es decir que la afición a los paisajes crece según la atención que se pone en ellos. Un rato de atención para pasar el tiempo, una mirada distraída echada pensando en otras cosas, no son suficientes para desarrollar una afición, ni para despertar un profundo sentimiento de admiración para las obras de la naturaleza o del arte. Es preciso que demos una parte de nuestra energía vital a la acumulación de los innumerables y pequeños sentimientos de placer que nacen a la vista de una escena de la naturaleza o de una obra de arte.

Nos hemos ocupado hasta aquí del punto principal, que es aumentar nuestra sensibilidad natural para los placeres artísticos y proporcionarnos de este modo un fondo de felicidad duradera. Éste es el gusto, no sólo en el único, sino en el mejor sentido de esta palabra. La cultura del gusto supone también el discernimiento y la apreciación de los efectos; nos enseña cuáles son los efectos que hay que despreciar, sea porque nos harían perder los goces más elevados del arte considerado en su conjunto, o sea porque están en oposición con alguno de los deberes de la vida -veracidad, utilidad, moral-, que pueden algunas veces sacrificarse al arte. Esta parte de la estética, más aun que la primera, exige un buen guía, y, juntando las dos, podemos ver en qué medida es posible dar, a todos, nociones de arte.

Pasemos ahora rápidamente revista a las principales artes.

De la música, no nos queda nada que decir. Es el arte más universalmente cultivado, y la cultura de la música ha desarrollado su afición. Sin tocar un instrumento, se adquiere el gusto de la música oyendo buenas piezas, en las favorables condiciones que hemos indicado más arriba.

Se considera, en esta época, la elocución como un placer social que eleva el entendimiento. Volveremos a hablar de esto más adelante.

El grupo de las artes que hablan a los ojos -pintura, dibujo, escultura, arquitectura- es una fuente de goces para muchos hombres, pero pocos son los que le cultivan. Con el estudio de las obras de arte, es como puede desarrollarse la afición. El gozo crece, como lo hemos indicado ya; pero el gusto esclarecido puede exigir una instrucción prolongada. El arreglo de todos los elementos de un cuadro o de un edificio exige muchas combinaciones y cálculos que el sentimiento natural, por delicado que sea, no basta para dar a comprender.

La poesía está sujeta a todas las condiciones de la cultura del arte, y podemos tomarla como texto para lo que nos queda aun que decir. Como consiste en la unión del lenguaje con los cuadros de la vida y de la naturaleza, ofrece más elementos que conciliar que las demás artes. Despierta más sentimientos y más emociones que la música o la pintura.

El estudio de la poesía forma parte de la literatura, y empieza con el de la lengua materna. Nos presentan las cualidades más elevadas de la poesía por medio de muchos géneros de composiciones. Todo profesor de literatura contribuye a desarrollar el gusto poético, bajo el doble punto de vista del placer que hallamos en él y del discernimiento de las bellezas. La lectura de los poetas y de los críticos, confirma estos resultados.

Para comprender bien la poesía, se necesita buen oído, cierta sensibilidad, bastante experiencia de la vida, y conocimientos literarios bastante desarrollados. La extensión siempre creciente del campo de las alusiones que presenta la poesía moderna, hace de él, cada vez menos, un placer para las masas; pero la generalidad de los poemas poseen las cualidades necesarias para conmover a la mayoría de los hombres.

En el capítulo sobre la moral, hemos señalado ya el carácter ideal de la poesía. Este carácter es a la vez su fuerza y su debilidad. Entrando en el dominio del ideal, sobrepujamos la realidad, y nos ponemos en oposición con el mundo. La vivacidad del placer que proporciona el ideal compensa este desacuerdo. El entusiasmo, el éxtasis del mundo poético, inspira la virtud, y llega a ser la recompensa espiritual de la abnegación. La poesía desempeña el papel asignado a la religión. Por esta razón se consideran los poetas como los mejores maestros de virtud. Ahora nos queda que saber por qué medios producen los poetas sus efectos mágicos, y si estos medios son de por sí siempre favorables a la virtud. El poeta debe complacer a la multitud, y por esto tiene que hacer concesiones a la debilidad humana; la multitud exige sobre todo placeres, ilusiones y promesas; pero hay otras muchas cosas aun en un verdadero poema, y el gusto y la cultura poética consisten en querer otra cosa que no sean las exageraciones que gustan a los entendimientos menos cultivados.

No se necesita un gran estudio para conocer que el más enérgico estimulante de las obras artísticas está de parte de los deseos ilimitados del amor, de la malevolencia, de la ambición y de la sensualidad. Para excitar más o menos estas pasiones, es preciso que un poema, o un cuadro, sea interesante. El arte elevado y la educación artística superior moderan y dominan los movimientos de las pasiones demasiado ardientes, y doman los demonios que el arte ha evocado. Este es el mayor triunfo del arte y de la educación artística.

Los dos géneros que mejor hacen resaltar los buenos y malos lados de la poesía, son la novela y el drama. Algunas veces los admiran, y otras, hallan que son contrarios a la moral; en particular el drama.

El número de novelas es considerable, y la diferencia que existe entre el mejor y el peor libro de esta clase, es tan grande como la que separa el bien del mal, el vicio de la virtud; pero esto no resuelve la cuestión. Los ejemplos más notables son las novelas más esparcidas y más populares; se leen sin reparo por la gran mayoría. Así pues, si examinamos detenidamente las novelas que más éxito tienen en esta época, hallaremos en ellas un arte elevado, unido a una tendencia marcada a la exageración de los sentimientos. Según los lectores, unas veces el arte, y otras el más grosero elemento, es el que triunfa.

El verdadero objeto de la educación y de la cultura artística es ponernos en estado de sentir estos elevados efectos artísticos, haciendo el menor sacrificio posible a las pasiones vulgares y groseras. Semejante educación debiera protegerse y ayudarse por todos los medios que están a nuestro alcance.

Los placeres que proporcionan los libros exaltados están sujetos a una regla bien fácil de comprender: estos libros deben figurar entre los estimulantes, y por consiguiente, no deben usarse más que con moderación. Después de una rápida excursión en el dominio de lo ideal, volveremos pronto y sin trabajo a las realidades menos halagüeñas de la vida; no ocurre otro tanto cuando hemos abusado de aquellos.

Las buenas obras de literatura romántica y de poesía en general son tan numerosas que sólo su lectura es una verdadera educación. La fuerza, la elegancia y la abundancia del estilo considerado en general, la perfección y los delicados matices del diálogo en particular, el arte con el cual se trazan los caracteres, los cuadros de costumbres, la forma espiritual dada a las máximas, sin hablar del atractivo de la parte ideal; en una palabra, todas las cualidades obran sobre el entendimiento de los lectores; pero la influencia que ejercen es proporcional a la cultura anterior: para la inmensa mayoría de los lectores, es apenas perceptible, pues leen tan deprisa que no ven más que la intriga, el sentimiento y la pasión, y dejan pasar todo lo demás. Para que una obra nos produzca todo el efecto deseado, es preciso leerla detenidamente y dejar que pase algún tiempo antes de empezar a leer otra.

El drama no difiere de la generalidad de las novelas más que por la acción teatral. Esta acción produce necesariamente una impresión más viva; la historia, el sentimiento o la pasión que forman el tema de la pieza no cambia de carácter, pero consigue llamar más la atención, y hace resaltar por consiguiente el bien y el mal, según el caso.

Una pieza teatral conmueve más que una novela, y por consiguiente deben usarse más a menudo; pero la tendencia de la obra es la misma. Si nuestra educación nos ha preparado a apreciar los elementos superiores, el interés más grosero que se encuentre mezclado con ella nos hace padecer menos.

El teatro, de por sí, no posee más que una influencia educacional, que es el arte de la declamación y de la actitud; este es uno de los talentos de la vida social que más escasean en Inglaterra. Vemos en el escenario ejemplos escogidos de buenos modales y de declamación en todos los casos posibles, acompañados del grado de exageración que exigen las necesidades del efecto escénico, pero casi siempre superiores a todo lo que nos ofrece la vida ordinaria. La virtud y el vicio se encuentran igualmente en la escena como en el mundo, pero sólo en el teatro es donde puede aprenderse en toda su perfección el arte de declamar.




ArribaAbajo

Capítulo IV

Las proporciones


La proporción es una de las condiciones de un buen programa de estudios.- Inconvenientes de toda exageración.- Relación que debe existir entre la instrucción primaria y la secundaria.


Después de la confusión, el mayor defecto que existe es la falta de proporción. Podría suceder que un programa no encerrase más que materias útiles, y que sin embargo, fuese erróneo. Sin inventar casos absurdos, podemos citar hechos positivos que son demasiado evidentes.

Citemos primero los exámenes de matemáticas de Cambridge. El que obtiene el primer número en estos exámenes es un hombre apto para desempeñar un puesto en que las matemáticas sean necesarias; pero si abraza otra carrera -leyes, medicina, administración-, habrá gastado inútilmente una parte bastante considerable de sus fuerzas.

La misma observación puede hacerse para un estudio demasiado profundo de las lenguas muertas. Para todos aquellos que no se dedican a la enseñanza de estas lenguas, ni al estudio de la antigüedad, hay también en esto una gran desproporción, a parte de lo que hemos dicho ya de la cuestión general del estudio del latín y del griego.

No ha trascurrido aun bastante tiempo desde que se ha adoptado la historia natural en nuestros establecimientos de instrucción pública para que haya lugar a los mismos abusos; pero si se considera que las ciencias naturales están caracterizadas por un considerable número de detalles, nada es más fácil que hacer que los discípulos pierdan el tiempo y las fuerzas, y excluir los demás estudios igualmente indispensables para el desarrollo liberal de la inteligencia.

El defecto que acabamos de indicar en los programas de matemáticas de Cambridge puede volver a presentarse para todas las ciencias fundamentales -física experimental, química, fisiología, psicología. Todo estímulo especial dado a cualquiera de estas ciencias, si se une a una preferencia individual, hará que se abandonen, por necesidad, los demás estudios y que se pierdan al propio tiempo las fuerzas que se prestan mutuamente. Una educación únicamente psicológica o metafísica sería, sin duda alguna, la peor de todas, pues estas dos ciencias exigen más que otras el apoyo de todos los métodos científicos -deducción, inducción, clasificación. La lógica, que acompaña ordinariamente a la metafísica, no es suficiente para esta sola.

El estudio de las lenguas es el que nos suministra más ejemplos de desproporción, y de otros muchos defectos. Para agregar a la lengua materna una lengua extranjera, aunque no sea más que una, viva o muerta, se necesita un considerable gasto de fuerza, intelectual, y no debe emprenderse este trabajo sin haber calculado anticipadamente el partido que podrá sacarse de él ¿Qué diremos entonces de la multiplicidad de las lenguas? ¿qué debemos pensar de los programas que imponen dos, tres o cuatro de éstas, a la mayor parte de los jóvenes que se preparan a las carreras liberales? Muy pocos son los que pueden sacar partido de dos lenguas antiguas y de cuatro modernas. D. Jorge Cornewall Lewis, el historiador Grote, y los que se han dedicado como ellos a las averiguaciones literarias e históricas, han podido hacer uso a la vez del griego, del latín, del francés, del alemán y del italiano; pero estas son excepciones.

En la educación, por cierto muy incompleta, de las jóvenes, se considera como muy importante hacer entrar el francés, el alemán y muchas veces el italiano, sin pensar nunca si se interesan en el provecho que pueden sacar de estas lenguas, bajo el punto de vista de la instrucción general, o de la literatura. Exceptuando el partido que pueden sacar del francés, cuando hagan algún viaje (pues el francés se entiende en todas partes), el tiempo consagrado a estos estudios nos parece perdido para la mayor parte de aquéllas.

Hemos hablado ya de la parte exagerada que se hace al arcaísmo de la lengua inglesa. El inglés antiguo tiene muy poca importancia para el empleo de la lengua, y muy poco interés como asunto de curiosidad. El lugar que conviene al estudio del anglosajón y del inglés antiguo nos parece estar entre los estudios facultativos de los últimos años, y no al principio del estudio de la gramática ni de la retórica.

En todas las épocas de la educación, hay que observar una justa proporción entre la instrucción y el estudio de las lenguas, entre el pensamiento y la expresión. La exageración de esta última consiste sobre todo en el número demasiado grande de lenguas extranjeras, no se ha prestado aun mucha atención a la lengua materna en nuestros colegios, pero no se tardará mucho en hacerlo.

En la educación primaria, el defecto de proporción no es raro; pero no se nota tanto y no es tan constante como en la educación secundaria. Las preferencias de cada maestro producen desigualdades muy difíciles de impedir. Además, no se han ocupado aun bastante de la mejor composición que debe darse a los programas en vista de las necesidades de los discípulos. La escuela primaria empieza y termina la educación del mayor número de éstos, y empieza la educación de una parte de los que entran luego en las escuelas secundarias. La unión de estas dos clases de discípulos ofrece ahora bastante dificultad, a causa de las lenguas muertas que se exigen en la enseñanza secundaria. Con un programa modificado que tuviese por base los conocimientos positivos y la literatura, podría haber completa armonía entre la instrucción primaria y la secundaria, de manera que, desde el principio, la enseñanza fuese homogénea. Se emplearían los últimos años de los estudios primarios, de diez a trece años por ejemplo, en estudiar cursos regulares de ciencias físicas y sociales, de retórica y de literatura; y la continuación de estos estudios ocuparía otros tres o cuatro años de instrucción secundaria. Los programas se graduarían de tal manera que, a cualquier momento que el discípulo dejase la escuela, los conocimientos que hubiese adquirido podrían serles de mucha utilidad; no habría entonces principio perdido. Cada año del curso produciría todos los frutos que el terreno pudiera producir. Como conocimientos positivos, se trataría de enseñar todas las ciencias fundamentales. No se llevaría el estudio de la geografía ni el de la historia más allá de lo que fuese necesario para abordar las ciencias naturales y las generalidades de la ciencia histórica o social. Estas ciencias dejarían también, en cuanto fuese necesario, su puesto a las matemáticas, a la física, a la química, etc. para volver a estudiarse, si hubiese necesidad, bajo su forma más elevada, con las ciencias fundamentales.

Así pues, el único programa que pueda adoptarse, hasta para la clase obrera, es darle un conocimiento metódico del mundo físico y moral, tan grande, y una educación tan literaria como se lo permita el tiempo de que pueda disponer. Podría tomarse como regla, dedicar a los conocimientos positivos, aproximadamente las dos terceras partes del día, y dejar lo demás para la literatura; la música, el ejercicio militar, y la gimnasia, estarían fuera de estos dos estudios. Nos parece inútil discutir aquí ningún plan de estudios que pueda adoptarse mejor a las presuntas necesidades de las masas.








ArribaAbajo

Apéndice


ArribaAbajo

I.- Ejemplos de las lecciones de cosas

Dificultades que ofrecen las explicaciones referentes a las ciencias fundamentales.- Lecciones sobre el caño de una cafetera.- Relación de causa y efecto.- El agujero de la tapadera es un punto mucho más adelantado.- Modo de tratar esta cuestión.


Para dar a comprender mejor las formas, condiciones y límites de las lecciones de cosas, citaremos aquí algunos ejemplos tomados de las obras de enseñanza. Existen muchos libros en que se ha tratado de facilitar el trabajo de los maestros que debutan, y dar a estas lecciones un carácter fijo y metódico.

Hemos hablado ya bastante de las lecciones particulares o generales que tratan de historia natural. Las condiciones de estas lecciones son poco numerosas y fáciles de comprender. La gran dificultad, para el maestro, existe en las lecciones del tercer género, es decir, las que tienen relación con la idea de causa, y que nos conducen a alguna de las ciencias fundamentales. La relación de causa y efecto es un hecho de experiencia muy sencillo, de mucha impresión y, al propio tiempo, muy difícil de explicar. Nada hay más divertido para un niño que ver la explosión de una pequeña cantidad de pólvora; pero para que comprenda bien la explicación de este hecho, se necesitarán lecciones largas y arduas. Hasta en las lecciones relativas a la historia natural, la idea de causa se presenta algunas veces; una lección sobre la hulla, o el carbón de leña, no puede omitir el hecho de la combustión; pero si está bien dada, no se abordará la teoría química de este fenómeno. En una lección que se de, referente al hierro, se dirá por ejemplo que este metal se derrite bajo la influencia de una temperatura elevada, pero sin extenderse sobre las leyes generales del calor. Una de las principales precauciones que debe tomarse para las lecciones de historia natural, es no abordar ninguna de las ciencias fundamentales. En estas últimas, es donde se presentan los mayores peligros y las más grandes dificultades, como se habrá visto por lo que hemos demostrado ya. Admitimos que puede prescindirse por completo del orden, porque no tenemos obligación de explicar detalladamente un hecho, pues esta explicación exigiría lecciones regulares como las de un curso de física, de química o de fisiología. Suponemos también que podemos, si nos parece conveniente, tratar varios órdenes de causas diferentes en una sola lección. Por último, establecemos entre la forma empírica y la explicación racional una lucha perjudicial para las dos. Sólo preparamos a los discípulos con el cuidado conveniente para un expuesto empírico, cuando comprendemos que la explicación racional no está a su alcance. Daremos ahora un ejemplo de expuesto de este género, hecho con mucho cuidado, relativo a la energía o al trabajo, y medido por el camino que recorre un peso cualquiera. El objeto de este expuesto es expresar la relación que existe entre la rapidez y la altura, relación que el discípulo no se halla aun en estado de comprender por los principios de la mecánica: «Un cuerpo lanzado de abajo arriba con doble rapidez, sube, no sólo dos veces, sino cuatro veces más alto; un cuerpo lanzado con triple rapidez no sube tres veces, sino nueve veces más alto». Cuanto más conocemos que no podemos dar las razones científicas, tratamos con más afán de enunciar el hecho empírico con claridad; y los hechos así presentados son tal vez los mejores datos científicos que pueden grabarse en el entendimiento de los discípulos. La regla de retórica que exige que la enunciación de un hecho esté separada de la de la razón de este hecho, se sigue pocas veces de un modo exacto cuando quieren darse las dos a la vez.

Para que nos comprendan mejor, citaremos el ejemplo siguiente tomado de uno de nuestros mejores pedagogos. Los objetos tomados como texto son el caño de una cafetera y su tapadera.

I. EL CAÑO.- Hacemos notar a los discípulos que la parte más elevada del caño está a mayor altura que el nivel superior de la cafetera. ¿Cuál es la razón? Supongamos que el caño no llegue más que a la mitad de la altura. ¿Qué sucedería si quisieran llenar la cafetera? Pedir a los discípulos que den ejemplos que resuelvan claramente los puntos siguientes:

1.º Los líquidos obedecen fácilmente a la presión. 2.º Esta presión se trasmite en todos sentidos. 3.º El líquido sube mientras que ninguna presión le hace equilibrio en el caño. 4.º Deducir de esto que el agua subirá en el caño a la misma altura que en cafetera. Esto es lo que sucede en los sifones y las cañerías que traen el agua a nuestras casas.

Todo esto en cuanto a lo que concierne el caño.

El maestro debe desarrollar este sumario según las reglas dadas. Esta lección tiene relación con las ciencias fundamentales, y pone en evidencia algunas relaciones de causa y efecto. Como lo hemos dicho ya, el maestro determinará si quiere hacer de esto una lección empírica o una lección razonada, y hasta qué punto puede extender las explicaciones racionales; lo que depende por completo de las circunstancias, y entre otras, del modo con que los discípulos están preparados por lecciones anteriores, y por los conocimientos que han adquirido de cualquier manera.

El que no esté al corriente de estas circunstancias, no puede determinar si la forma dada a la lección es conveniente o no lo es. En la serie presentada por el autor que citamos, no hay lección que prepare directamente a ésta; pero puede ocurrir que por las explicaciones que el maestro ha dado ya relativamente a un gran número de hechos familiares, pueda juzgar si las vías están bien preparadas para el trabajo que ha de emprender. El simple examen del plan propuesto para esta lección nos permite decir que nos parece abrazar un número de cosas demasiado grande, y que tomando un solo objeto como punto de partida de una lección tan extensa, se comete un error. Esta lección tiene positivamente por objeto el primer capítulo de la hidrostática, que contiene el estudio de los efectos que produce la presión sobre los líquidos, con todas sus consecuencias; así pues, para que el maestro pudiese dar una buena lección de esta clase, tendría que tener, sobre la mesa, un gran número de objetos, todos muy importantes. El título elegido debería indicar a primera vista el tema de la lección: «Los líquidos, y el modo con el cual toman su nivel. En su Science Primer, el Sr. Balfour-Stewart da un ejemplo del modo con el cual puede darse una lección de esta clase, con ayuda de experiencias bien escogidas, en la que la simplificación se lleva mucho más lejos que pudiese llevarse, siguiendo el plan citado más arriba; una serie de lecciones de física preceden a este ejemplo y lo hacen aun más comprensible. Muchas lecciones relativas a la mecánica del movimiento y al peso, deben preceder a la lección de los líquidos, que no debe nunca presentarse separadamente, aun cuando sea con un plan rigurosamente empírico. Podrían hacer comprender anticipadamente a los niños lo que se entiende por nivel; pero esta idea tiene que tratarse aparte. Podría darse relativamente a la cafetera y al sifón una lección empírica, diciendo que el agua que contiene la cafetera o el sifón, o cualquier otra vasija, se eleva a la misma altura en las dos ramificaciones, éstas no son más que ideas sencillas. Habría que renunciar a toda explicación sobre los primeros principios, como estando fuera del alcance de los discípulos a quienes se destina la lección. Podrían enseñarles lo que sucede cuando se vierte nueva cantidad de líquido en el orificio de la cafetera o en uno de los tubos del sifón (un sifón de cristal vuelto de modo que sus aberturas estén vueltas hacia arriba, es el instrumento más conveniente para esta demostración); se verá entonces subir el líquido en el otro tubo hasta que haya alcanzado la misma altura en los dos. Puede variarse la experiencia con un sifón de tubos desiguales, el agua que se vierte en el tubo más largo, sale por el otro, que no puede conservarla a una altura conveniente. Se enseñará luego que, inclinando el caño de la cafetera, el líquido sale por la misma causa. Este es un buen ejemplo de lección de cosas empírico, sobre un fenómeno interesante y muy ordinario; por el contrario, con niños, no se haría más que echar a perder la impresión producida, si se hiciera de ello una verdad razonada, fundándose en las leyes fundamentales del movimiento, del peso y del estado líquido.

El ejemplo de la cafetera y del sifón sería más que suficiente para una lección. En otra, podría el maestro demostrar que si se vierte agua en la extremidad de un pilón, este agua corre inmediatamente hacia la otra extremidad, hasta que la superficie quede inmóvil; presentaría este hecho como un ejemplo del mismo principio de igualdad de altura, y podría deducir luego de aquel sentido de la palabra nivel, lo que le permitiría expresar el principio, diciendo que el agua y los demás líquidos buscan o encuentran su nivel, o no se detienen más que cuando están nivelados. Sin remontar a la explicación teórica, que no conviene más que a una clase de física, el maestro podrá insistir sobre las numerosas consecuencias de la ley que acaba de enunciar, tales como el curso de los ríos, las mareas, y otros muchos hechos. Si se interrogase a la generalidad de los discípulos de física, muy pocos habría que supiesen expresar la manera con que esta ley se deduce de las fundamentales, a pesar de haberles enseñado ya a expresarla y a comprenderla bajo su forma empírica (para ser rigurosamente lógico, debiera decirse derivada). Solamente en esta medida es como los discípulos más jóvenes pueden comprender esta ley. Volviendo ahora a la lección de la cafetera, hablaremos del plan de su segunda parte.

II. EL AGUJERO DE LA TAPADERA.- ¿Por qué tiene un agujero? Tal vez conteste uno de los niños: «Es para que salga el vapor». El maestro dirá entonces que al propio tiempo que sale el vapor, pierde el calor. ¿Qué resultará de esto? ¿Será bueno o malo?

Habrá que hacer ahora dos preguntas para cerciorarse de si los discípulos se han enterado bien. ¿Ejerciéndose cierta presión por la abertura de la tapadera, como es que el agua no sube por el caño y no sale enseguida? La presión que se ejerce en el caño se equilibra con la primera. ¿Cuando se inclina la cafetera para verter el líquido, cuáles son las fuerzas ejercidas sobre el caño? Existen dos: la presión del aire por el agujero de la tapadera, y el peso del agua.

Considerada en sí, esta lección se presta a las mismas críticas que la precedente. Las ideas preparatorias deberían concebirse de una manera distinta; habría que reconocer los límites de las explicaciones razonadas, y dar por consiguiente a la lección una forma empírica. Además, habría que presentar el objeto bajo su verdadero aspecto, y dar una lección sobre la presión del aire; por último, habría que poseer los aparatos más convenientes para explicar y demostrar los fenómenos. Ocuparse de una cafetera para dar una lección de esta clase, nos parece absurdo. Nuestro parecer es que los dos grandes puntos que tienen relación con la cafetera no deben presentarse ni el mismo día, ni el mismo mes. Deben darse muchas lecciones sobre los líquidos antes de hablar del aire; y llegando a este, no hay objeto que pueda enseñarse como siendo el único o el principal objeto de la lección. Se necesitaría entonces una mesa cubierta de instrumentos; y aun al cabo de más de doce lecciones, no podría conseguirse más que una lección empírica. En efecto, si se considera como inútil que los discípulos deduzcan el movimiento ascendente de los líquidos de las leyes de peso y de fluidez, estarán aun mucho menos en estado de demostrar las condiciones del equilibrio de los gases; mas como se ha conseguido dar a la lección de los líquidos la forma de un empirismo inteligible, y demostrar que resulta de ella un gran número de hechos naturales sumamente interesantes, podría hacerse otro tanto refiriéndose al aire, pero no sería tan fácil. La enorme diferencia que existe en esto es la naturaleza invisible del aire. Después de preparar la vía indicando las propiedades mecánicas del aire, para que comprendan bien los discípulos que pesa mucho y que ejerce en todos sentidos una presión de mil cuarenta y cuatro gramos por centímetro cuadrado, se tratará de demostrar lo que sucede cuando se extrae el aire existente sobre un cuerpo. Las experiencias son indispensables, limitándose a un enunciado empírico sin tratar de remontarse a la explicación teórica de los hechos. Se necesitarían muchas lecciones; pero acabaría por darse así la explicación de un gran número de hechos interesantes.




ArribaAbajo

II.- Explicación de los términos en el curso de las lecciones

Modos distintos de explicar las palabras que los discípulos no comprenden.- Inconvenientes del empleo de los sinónimos.- Las circunlocuciones.- Palabras ambiguas.- Los sentidos figurados.- Acertar el sentido de las palabras.- Explicación de las palabras técnicas.- Empleo de ejemplos concretos para explicar las palabras abstractas.


Uno de los deberes más importantes del maestro es explicar el sentido de las palabras difíciles que se hallan en los libros de lectura. Hay muchos modos de hacerlo. El maestro puede ver qué cierto número de palabras son incomprensibles para el discípulo; que otras exigirían más tiempo para explicarse, y que es mejor dejarlas para más adelante. Para aquellas cuya explicación es posible, vamos a considerar los medios que deben emplearse.

El método de Pestalozzi, que consiste en enseñar los objetos, es el mejor de todos, cuando puede aplicarse. Este método es tan evidente, pero al propio tiempo tan limitado en sus aplicaciones, que no queremos insistir en aconsejarle. No es tan conveniente para la escuela como para el mundo en general donde el niño encuentra continuamente objetos nuevos, cuyos nombres desea conocer. Si una escuela poseyera un pequeño museo y una colección de instrumentos de física para la enseñanza superior, sería una gran ventaja para la explicación de las palabras en todas las épocas de la educación.

Cuando un objeto, ya conocido, se designa por un término poco conocido, basta recordar el objeto para que se comprenda este término. Esto sucede con frecuencia con el vocabulario científico. Conocemos el calor y el frío, el agua, el aire y la luz, bajo estos nombres vulgares. Por este motivo, las explicaciones: «zona glacial, orbe luminoso, rocas auríferas, vapor de agua, subterráneo», se explican fácilmente. Hay en esto una facilidad y un inconveniente para la explicación de las palabras, en las lecciones o en los diccionarios. Definir por medio de sinónimos, es transformar un accidente en principio. Si la lengua inglesa no se compusiera de dos vocabularios distintos, la futilidad de este procedimiento de nuestros diccionarios se hubiera conocido hace ya mucho tiempo. La idea de la explicación por los sinónimos está tan bien establecida en nuestro entendimiento, que estamos casi tan dispuestos a explicar una palabra fácil por un término más difícil de comprender, que explicar la más difícil por el más fácil: peso por gravedad, cuidado por circunspección, razonable por racional. No solamente debe creer el maestro que un sinónimo cualquiera explica otro por necesidad, sino que también debe tener en cuenta otra consideración bastante grave. Las palabras que llaman sinónimas no son casi nunca equivalentes; y si lo fuesen, habría que desembarazar la lengua de términos superfluos. Existe efectivamente una ligera diferencia, y a veces una diferencia de sentido muy notable entre dos palabras llamadas sinónimas. Reemplazar la palabra antiguo por viejo, sería equivocar muchas veces su sentido; una nación antigua y una vieja nación, un filósofo antiguo, y un viejo filósofo, no tienen el mismo significado. Sería también inexacto decir viejo en vez de arcaico o de envejecido. Agregando una circunlocución se completa la explicación por los sinónimos. Para que se comprenda mejor la palabra antiguo se dirá que significa que pertenece a las primeras épocas de la historia de los hombres, y especialmente al periodo que ha precedido a la era cristiana. Una explicación de esta clase es muchas veces necesaria. Si no contiene palabras ni hechos nuevos para el discípulo, y si expresa exactamente el sentido de la palabra de que se trata, la explicación será buena y completa. Así se aplica la regla que manda que se proceda de lo conocido a lo desconocido; pero para esto es preciso que el objeto que hay que definir esté compuesto de elementos ya comprendidos. Muchas palabras diferentes deben tratarse de este modo; fácil es explicar, por ejemplo, la palabra anfibia a los niños, porque las ideas que hay que presentarles le son todas familiares. Templado, puede explicárseles diciendo que ni es calor ni frío.

Cuando los discípulos comprenden la naturaleza de cualquier institución fundamental, tal como la familia o el Estado, pueden hacerles comprender los diferentes nombres que corresponden a la misma idea en situaciones análogas. Por ejemplo, las palabras madre y niño pueden aplicarse también a los animales; los nombres que sirven para designar el soberano en las naciones extranjeras, tales como: emperador, czar, sultán, khan, presidente, son fáciles de explicar a los niños que comprender la palabra gobierno. Los que saben lo que se entiende por iglesia, pueden comprender esta palabra aplicada a otras sectas. Cuando comprendan los niños la palabra jardín, no tendrán ninguna dificultad en aprender el significado de la palabra huerto. Este método será imposible de seguir si la explicación no contiene más que un elemento inteligible, o si los conocimientos elementales que supone son confusos. Una combinación intelectual no tiene éxito más que si el entendimiento se hace dueño por completo de todos los elementos que se trata de combinar. Para comprender la palabra monopolio, preciso es saber lo que es comprar y vender. La explicación de la expresión tesoro público exige una gran cantidad de conocimientos políticos y demás. La palabra civilización no se comprenderá hasta más adelante, pues su explicación supone un conocimiento general de la ciencia social o histórica. Los diferentes sentidos de nuestras palabras presentan una verdadera graduación, que procede de lo simple a lo complejo. La palabra misterio puede significar sencillamente una cosa oculta; de esto pasamos a una cosa incomprensible, y por último llegamos a una cosa a la vez sublime y temible. Cuando se emplean palabras difíciles en su sentido más sencillo, la tarea del maestro es fácil: limitará sus explicaciones al sentido de que se trata. No nos parece que el maestro deba insistir de un modo especial sobre las palabras ambiguas. Por más que muchas palabras tienen doble sentido, sin embargo, en los libros bien escritos, la ambigüedad desaparece por el resto de la frase. Las lecturas seguidas hacen notar las ambigüedades y al propio tiempo las remedian. El maestro no debe abordar este punto sin razón especial, y no debe hacerlo más que de un modo metódico, pues el campo es demasiado vasto para obrar de otro modo. Permitirá que los discípulos le hagan alguna que otra pregunta, cuando hayan tenido ocasión de encontrar la misma palabra en más de un sentido, con tal sin embargo que puedan comprender la explicación. El sentido metafórico proporciona al maestro un vasto campo de explicaciones. Puede hacer mucho para ayudar a los discípulos, siguiendo una marcha regular. Cuando una palabra pierde, por el uso, su carácter metafórico, y que el objeto a que se aplica acaba por tener otro nombre, como por ejemplo fortuita, entendimiento, concepción, no hay que ocuparse más de ella. Las figuras de palabras propiamente dichas son las que nos ofrecen una extensión evidente de su sentido primitivo, cuya extensión hay que explicar a los discípulos. Un viento de doctrina, un océano de penas, una indigestión de lectura, la mañana de la vida, una sangre noble, son expresiones que sorprenden primero a los niños, y conviene aprovechar la curiosidad que despiertan para grabarlas en el entendimiento de los discípulos.

Debe tenerse en cuenta el procedimiento natural o espontáneo por el cual se encuentra el sentido de las palabras, cuando se consigue comprender ya el conjunto del lenguaje ordinario.

Este procedimiento consiste en una serie de pruebas y de inducciones. La primera vez que oímos una palabra nueva, juzgamos de su sentido por las palabras que la siguen. Por ejemplo el niño que oye decir: «Aquel cometió una falta y fue objeto de una censura severa», sabe lo que es cometer una falta, y creerá comprender que la persona de que se trata ha sido castigada; y sin embargo, no se trata aquí de castigo, sino de algo parecido. ¿Tal vez censura significa reñir? Esta conjetura es todo lo que puede hacer todavía el niño; pero supongamos que la misma palabra se le presente por segunda vez en esta frase: «Un periódico ha censurado el Consejo; el Consejo merece más bien felicitaciones que una censura»; entonces será que la censura no es igual al castigo; que esta palabra significa algo penoso que puede imponerse hasta a nuestros superiores, y que el instrumento que se emplea para esto, es la palabra. Tomamos, desde la niñez, la costumbre de acertar así el sentido de las palabras por la comparación de ejemplos diferentes, y la conservamos hasta lo último, pero es indispensable comprender el sentido general de la frase. Puede ocurrir que todo un párrafo sea ininteligible, y que haya ventaja en acertar el sentido de algunas de estas palabras. El maestro ayudará a sus discípulos del modo siguiente. En esta frase, por ejemplo: «El ejército avanzó para atacar al enemigo, y dejó la impedimenta atrás, con una guardia suficiente». ¿Qué significa la palabra impedimenta? Comprenden los niños que es algo que pertenece al ejército, pero que éste no necesita inmediatamente para combatir. El mejor medio de conocer si el sentido general de un párrafo se ha comprendido bien, es ver si los discípulos pueden sacar de aquél el significado probable de una palabra desconocida. No podemos pedir razonablemente al maestro que de más ejemplos como términos de comparación; a pesar de que esto no es imposible, y contiene el germen de lo que llamamos inducción en las ciencias más elevadas. Es indudable que ciertas palabras importantes no deben examinarse del modo que acabamos de indicar. Las palabras gravedad, polaridad, vibración, afinación, reciprocidad, belleza, diplomacia, estatuto, formalidad, emblema, civilización, ofrecerían cada una un tema suficiente para una lección entera, o exigirían, para explicarse bien, un estudio metódico de los conocimientos a que se refieren; pero puede suceder que no se empleen en su sentido más científico, y que sea posible explicarlas en aquel momento sin la ayuda de una definición rigurosa. La palabra naturaleza tiene un sentido muy complejo, pero es muchas veces fácil explicarla tanto como lo exige la oración en que se encuentra. En este caso, el maestro no debe olvidar que no tiene que dar la definición completa y exacta de las palabras de este género. Los libros que se dan a los discípulos pecan muchas veces por este concepto. Los autores no distinguen siempre entre una explicación suficiente para el caso de que se trata y una definición completa y rigurosa. En general, se figuran que cualquier palabra de una lección debe tratarse a fondo, y que uno de los usos de la lección es presentar palabras importantes para dar luego su explicación completa. Si esta idea se llevara hasta sus últimas consecuencias, destruiría la unidad de la lección, y haría de ella una especie de lectura de diccionario. El mejor partido que puede sacarse de una lección de lectura, y el punto más importante, es dar a los discípulos ideas que se sigan, y tengan relación de un modo notable unas con otras. Las partes más comprensibles deben servir para dar claridad a las oscuras, y esto no debe anularse nunca por las digresiones que tuviesen por objeto estudiar a fondo las palabras encontradas al azar. Existe también cierta clase de palabras que podrían explicarse de una vez, sin interrumpir la marcha regular de la lección. Son las que no son bastante importantes para ser términos científicos esenciales, pero que contribuyen, sin embargo, a expresar hechos o doctrinas de bastante valor. He aquí algunos ejemplos tomados al azar: veterano, soldado que ha servido bastante tiempo para tener experiencia, pero que no está todavía gastado (con oposición al quinto); frontera, límite de un país; retroceder, recular en vez de avanzar; simular, fingir ser lo que uno no es, para engañar, mientras que disimular quiere decir ocultar lo que hacemos, siempre con el mismo fin; lo contrario de estas dos ideas, es confesar francamente lo que hacemos. Para esta clase de palabras, las notas añadidas a las lecciones no deben dar más que explicaciones exactas y maduramente pesadas. No puede exigirse que el maestro improvise definiciones absolutamente rigurosas; esta tarea concierne el anotador y el lexicógrafo. No debemos dejar de indicar aquí la eficacia de las lecciones sistemáticas para la enseñanza del sentido exacto de numerosos grupos de expresiones. Cada lección de ciencia, por ejemplo, contiene cierta cantidad de términos importantes, que se unen unos con otros de modo que se formen grupos. Las primeras lecciones de geometría nos enseñan a la vez el sentido de las palabras punto, línea, curva, triángulo, cuadrado, círculo, etc.; las relaciones, los contrastes, y el orden regular hacen fácil la definición de estas palabras. La palabra paralelogramo o la palabra polígono es mucho más difícil de explicar si se presenta aisladamente en una lección. Otros muchos puntos nos presentan casos análogos. Hay muchos empleos y oficios que, siéndonos más conocidos, se citan más a menudo, como por ejemplo: la agricultura, la arquitectura, la navegación, el comercio, la justicia criminal, y más que ningún otro, tal vez, el arte militar. Cada una de estas artes tiene sus términos propios, que aprendemos por medio de la conversación, de la lectura, y del procedimiento de pruebas que hemos indicado ya. Este modo de aprender podría abreviarse por algunas cortas lecciones, que nos darían de un modo metódico las partes y los procedimientos principales de cada arte, con los términos técnicos. Una lección que tratase del arte militar sería muy interesante para niños de diez a doce años, y haría más inteligibles los relatos de campañas que se encuentran tantas veces en los libros de lectura. Por más que hayamos querido limitar la explicación de las palabras en el curso de las lecciones, indicando los límites que es conveniente no traspasar, y recomendando que se eviten las definiciones demasiado completas, no pretendemos que el maestro no deba hallarse en estado de dar definiciones completas. Para todas las ideas fundamentales -igualdad, sucesión, unidad, duración, resistencia, dolor, etc., y para muchas ideas complejas o derivadas, no hay definición posible más que por los hechos particulares, lo que nos vuelve a conducir, después de un largo rodeo, a lo que hemos dicho ya relativamente al modo de presentar las ideas abstractas. Los ejemplos particulares que habrán de emplearse para estas definiciones en las lecciones que son esencialmente lecciones de hechos, tendrán que ser completamente familiares. Aunque se aplica especialmente este método a los términos científicos y filosóficos, podrán emplearle algunas veces para otros términos menos elevados. La palabra alucinación podría muy bien explicarse por medio de dos o tres ejemplos, positivos o imaginarios, de personas cuyo espíritu trastornado hace que vean cosas que no existen. Como estas explicaciones exigen bastante tiempo, y cambian la dirección de las ideas de los discípulos, lo más conveniente sería darlas antes de empezar la clase, o reservarlas para más adelante, contentándose con hacer algunas indicaciones provisionales. Por fin haremos una última observación sobre la elección de los trozos destinados a los ejercicios de lectura. Habrá que desterrar de estas lecciones, tanto como sea posible, todas las palabras que puedan estorbar al maestro, y distraer el entendimiento de los discípulos. Si se presenta un término escogido, en uno de sus sentidos más sencillos, podrá reemplazarse por otro más fácil. Por otra parte, habrá que tratar algunas veces de introducir en una lección un término importante que sea más comprensible según el modo con que le coloquen, especialmente con notas bien hechas y cierta ayuda de parte del maestro.






 
 
FIN
 
 
  Arriba
Anterior Indice