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Capítulo XX

De cómo Asato fue nombrado Igana Iguru, y del draconiano proyecto que concibió para corregir la creciente inmoralidad de las costumbres.-Sublevación de los accas.-Paz con el Ancori.

     La reina Mpizi no podía acostumbrarse a la soledad en que la había dejado, con la muerte de su hijo mayor, la brusca desaparición de sus ciento cincuenta y cinco nueras; por respeto a las tradiciones no intentó oponerse al para ella tan doloroso sacrificio; pero habíala impresionado vivamente, al regresar a su palacio, el profundo silencio que en todo él reinaba, turbado sólo por el ir y venir de los enanos. La infecundidad del rey había impedido que el palacio real disfrutara del mejor ornamento de una casa maya: los numerosos niños, traviesos, graciosos, juguetones, que inspiraban una dulcísima afección, exenta de penosos cuidados por abundar a bajo precio los artículos de primera necesidad; para mayor desgracia, los hijos que Mujanda había adquirido por accesión habían sido reclamados, al cumplir la edad legal, por los jefes de las familias de que por parte de padre procedían; y las gracias precoces del rey Josimiré, aunque consolaban un tanto a su afligida madre, no podían

remediar los inmensos estragos causados por la muerte.

     Este particular estado psicológico de la reina Mpizi no es anotado aquí por simple curiosidad o por presentar una excepción del tipo de la suegra, eternamente zaherido de la alocada juventud, sino por las consecuencias políticas que produjo; pues la tristeza y el aburrimiento hicieron concebir a la reina la idea de atraerme al palacio real, y de dar fin a la situación anómala en que, por altos respetos, habíamos ella y yo hasta entonces vivido. La ley maya ordena que la esposa siga al esposo, pero no se opone a que el esposo siga a la esposa; y ya que lo primero no había podido ser, era conveniente realizar lo segundo, ahora que tan gran parte del palacio había quedado desocupada. Yo expuse ante mis mujeres los deseos de Mpizi, y todas se mostraron bien dispuestas al cambio de domicilio, en el que salían mejoradas; en cuanto a la reina Muvi, su entusiasmo no podía ser mayor, pues su naturaleza vehemente atesoraba un inmenso caudal de ternura, de admiración y de orgullo por aquel inocente Josimiré, a cuya gloria y grandeza había ella sacrificado los augustos derechos de la maternidad.

     Como en Maya los cargos públicos están ligados muy fuertemente a los atributos exteriores, no era posible que yo continuase ejerciendo el mío una vez que abandonara mi palacio, y con él todas sus pertenencias propias, entre las que ocupaba un lugar preeminente el sagrado hipopótamo, y había que pensar en el nombramiento de un Igana Iguru; y quizá la razón que me decidió más que ninguna otra a acceder a la mudanza, fue el deseo de apartarme de los negocios públicos, de ver desde lejos cómo funcionaba el organismo fabricado por mí. Puesto que un día u otro la muerte podía sorprenderme y la nación se había de ver privada de mis servicios, era prudentísimo hacer antes estos ensayos para corregir lo defectuoso, suprimir lo perjudicial y completar lo deficiente, con lo cual yo podría abandonar el mundo con la conciencia tranquila y con la satisfacción de haber realizado una obra buena y durable.

     La elección de nuevo Igana Iguru correspondía a los regentes, y de buena gana hubiera yo influido sobre éstos para que designasen una de las dos personas en quienes tenía más confianza: el listísimo Sungo o su hijo, el astuto Tsetsé; pero la ley exigía que el Igana Iguru fuese hijo o nieto de rey, y Sungo era sólo bisnieto, y Tsetsé tataranieto. Quedaban numerosos descendientes próximos del corpulento Viti, del ardiente Moru y del fogoso Viaco; pero tenían derecho preferente los del último y cabezudo rey Quiganza, entre los que había un solo hijo varón, el regente Asato; y en edad de desempeñar el cargo, varios nietos de línea femenina. Hice elegir, pues, a Asato por respeto a la ley y por apartarlo de la regencia. Los regentes tenían libre entrada en el palacio real, y vivían en la intimidad de Josimiré; y como Asato era presunto heredero de la corona, parecíame arriesgado mantenerle en un puesto en que le sería muy fácil matar a su primito Asato aceptó con gran júbilo la dignidad de Igana Iguru, así como la designación de dos nuevos auxiliares o Igurus que le ayudasen a llevar el pesado fardo de sus atribuciones: el bravo uaganga Angüé, el flechero, antes auxiliar mío en Upala, fue comisionado particularmente para la preparación de los abonos, y el astuto Tsetsé para la fabricación del alcohol. Yo sólo me reservé, por razón de Estado, la facultad de crear los misteriosos rujus y de fabricar las tinturas y la pólvora.

     El puesto vacante por el nombramiento de Asato fue concedido a Sungo, con lo cual la regencia quedaba en manos de los tres hermanos, Sungo, Catana, y Mjudsu; y para la prebenda de Boro, en la que el astuto Tsetsé había acumulado tantas riquezas, nombré al jefe de los pedagogos de Maya, al ilustre geógrafo Quingani, que había figurado en la expedición científica al Ancori, y que era el primer ejemplo de lo que pueden el talento y la perseverancia en un Estado democrático. Quingani era natural de Mbúa e hijo de siervos; su madre fue condenada, por robo, a trabajar en los campos del reyezuelo Muno, famoso por su crueldad y por sus tremendos labios, no menores que los de un hipopótamo; y en vista de su holgazanería, los capataces que vigilaban a los siervos la arrojaron viva, sin consideración a lo avanzado de su preñez, en una fosa que había en el valle del Unzu, para que allí muriese de hambre. Pero la fortuna quiso que por aquellos días ocurriese la rebelión de Muno, su deposición y muerte, y la proclamación del nuevo reyezuelo Lisu, y por incidencia la liberación de la pobre sierva; la cual, durante su encierro en el impace, había dado a luz el niño que por esta razón recibió el nombre de Quingani, �el hijo del valle�. Quingani, no obstante su ruindad y servilismo, llegó a ser el más hábil pedagogo de Lisu y el encargado de la educación de Mujanda, quien, al ser proclamado rey, le recompensó nombrándole pedagogo público y allanándole el camino para más altos honores.

     Quedaban cuatro vacantes de consejeros, y antes de abandonar los negocios públicos quise proveerlas entre los más merecedores, para dejar un último y agradable recuerdo de mi influencia. Para la de Sungo, que era del orden de reyezuelos, hice designar al hermano de la reina, Lisu, reyezuelo de Bangola, con obligación de marchar a Unya a dirigir la banda musical; al puesto de Lisu fue ascendido el corredor Churuqui, reyezuelo de Mbúa; el valiente Ucucu pasó de Upala a Mbúa; el narilargo Monyo vino a Upala, en recompensa de los méritos contraídos en la defensa de Unya; a Unya fue el veloz Nionyi, reyezuelo de Ancu-Myera, deseoso de tomar parte en la lucha contra el Ancori; a Ancu-Myera pasó el pacífico Mtata, reyezuelo de la decadente ciudad de Misúa, y este gobierno, rechazado por los reyezuelos de Mpizi, Urimi y Cari, a quienes lo ofrecí, fue admitido por el reyezuelo de Rozica, el despejado Macumu, llamado así por su extremada afición a las habas verdes que en las vegas de Misúa se crían en abundancia; por último, a Rozica fue un reyezuelo de nueva creación, el famoso cantor de las palmeras, Uquindu, siervo de Upala que me fue regalado por el corredor Churuqui, y que, casado con la viuda del siervo Enchúa, víctima de la revolución, había quedado en mi casa como primer pedagogo después de la liberación de los siervos.

     Para la vacante de Asato, que era del orden de generales, elegí al prudente Uquima, que, aunque reyezuelo de Lopo, había intervenido en la guerra como general de las tropas voluntarias, dejando interinamente su gobierno al dormilón Viami, viejo jefe del partido ensi, elevado por su popularidad al cargo de presidente del yaurí local de Lopo; el mando de las tropas voluntarias fue concedida al nuevo reyezuelo de Unya, el veloz Nionyi; y Viami, el dormilón, fue nombrado en propiedad reyezuelo de Lopo, con lo cual quedó coronada la célebre transacción que dio vida a esta ciudad en los comienzos del reinado de Mujanda.

     Las otras dos vacantes, del mímico Catana y de Mjudsu, el de la trompa de elefante, como eran del orden de uagangas, me sirvieron para demostrar más aún mi agradecimiento a los reyezuelos Mcomu y Ucucu. Para la primera elegí a un hijo del viejo y honrado Mcomu, el gangoso Nganu, notable, como el mímico Catana, por la perfección con que remedaba los gritos de toda especie de animales; y para la segunda, a un hijo del valiente Ucucu, celebrado por lo descomunal de sus narices, heredadas de su ilustre padre, así como su nombre de Nindú, que se recordará fue el primer apodo de Ucucu. En el narigón Nindú concurrían además, dos circunstancias muy recomendables: la de haber sido el que me acompañó en mi primer viaje desde Ancu-Myera a Maya, y la de ser hermano del bello Rizi, cuya sangrienta muerte en el circo dio entrada en el consejo a mi hijo el morrudo Mjdsu. Había, pues, en este caso justa compensación, y los mayas aplaudieron el nombramiento. Tan extensa promoción produjo, en últimas resultas, varios huecos en el cuerpo de ugagangas y en el de pedagogos; mas conviniendo dejar siempre una puerta abierta a la esperanza, aplacé el resto de la combinación hasta el término de la guerra, en la que podrían aquilatarse los méritos de los infinitos pretendientes. Faltábame, pues, sólo, para retirarme con brillantez a la vida privada, idear una ceremonia solemne; y para ello, una vez instalado en el palacio real con mis cincuenta mujeres, los treinta y dos hijos con que contaba a la sazón, mis pedagogos, y accas, y ganados, y objetos de mi propiedad privada, me dediqué a levantar en los frescos prados del Myera, junto al templo de Igana Nionyi, una estatua del rey Mujanda por el estilo de la erigida en honor del radiante Usana. Sólo difería esta segunda estatua de la primera en que el pedestal era mucho más alto, para suplir la falta de jumento, y adornado con inscripciones alusivas a la batalla de Unya. Mujanda estaba representado de pie, en actitud heroica, enarbolando en su diestra un asta bandera, donde debía ondear la túnica verde de Quiganza cuando la rescatásemos del Ancori. Recordando el feliz éxito que tuvo en la estatua de Usana la intervención del piojoso can Chigú, quise también introducir algún elemento alegórico en la de Mujanda; y como de éste no se supo jamás que tuviese predilección por ningún animal, decidí colgarle del brazo izquierdo una gran marmita de las que servían para conservar el alcohol. Esta ocurrencia fue inspiradísima, puesto que obtuvo apasionados elogios, lo mismo de las personas inteligentes que de las masas populares.

     En el primer día muntu celebrado antes de la ceremonia del afuiri se verificó el descubrimiento de la estatua, y al pie de ella entregué a Asato las insignias de mi autoridad, para que ejerciera por primera vez las funciones sacerdotales, no sin dirigir antes una breve arenga a la muchedumbre, atónita ante mi singular desprendimiento. Hasta aquel día no registraban los anales del país el ejemplo de que un hombre abandonase un puesto lucrativo por pura longanimidad. En Maya había varios medios para ingresar en los cargos públicos; pero no había para salir de ellos más que uno: la muerte natural o violenta; el que allí cogía una tajada, sólo la soltaba junta con los dientes.

     El nuevo Igana Iguru inauguró sin tropiezo su pontificado asistido por sus dos adjuntos, en quienes me parecía ver ya el núcleo de un futuro colegio cardenalicio, y la numerosa concurrencia descuidó algún tanto aquel día los espectáculos y regocijos de costumbre para comentar con extraordinario interés los acontecimientos del día, tan inesperados como sorprendentes. La alegría era tan íntima, que no hallaba medio de desbordarse; de corazón en corazón, y de cara en cara, iba circulando, como por red telegráfica invisible, una corriente de sentimientos nuevos y misteriosos, engendrada por tantos y tan admirablemente combinados sucesos: la pacífica transmisión de los poderes públicos, garantía de un orden y estabilidad hasta entonces ni soñados; la estatua de Mujanda, símbolo de la justicia, de la gratitud y de la inmortalidad; la infantil figura de Josimiré, rodeada de sus austeros regentes, signo de la debilidad amparada por la ley y por la fuerza. No debe extrañar que después de la retirada las reuniones se prolongaran en cafés y tabernas, y que hasta muy altas horas de la noche los mnanis, inspectores del alumbrado, tuviesen que ocuparse en el acarreo de los que se habían excedido, más que de costumbre, en sus libaciones.

     Al día siguiente, viendo el orden admirable que por todas partes reinaba, decidí ausentarme de la corte y encaminarme a Unya, donde el zancudo generalísimo Quiyeré daba la última mano a los preparativos para la segunda expedición militar al Ancori. Mi deseo era presenciar el funcionamiento de los dos nuevos organismos creados por mí, y de paso apartarme aún más del gobierno, para que los políticos indígenas se acostumbraran a prescindir de mi concurso y de mi consejo. Mi decisión fue esta vez imprudente, pues, a poco de llegar a Unya (después de haberme detenido algunos días en Mbúa y Ruzozi por invitación de los excelentes reyezuelos Ucucu y Mcomu, y en Ancu-Myera para ver cómo gobernaba el pacífico Mtata), el astuto Tsetsé, montado en un velocípedo, vino a decirme que en la reunión de uagangas que había seguido al último día muntu, el inconsiderado Asato había propuesto la castración general de todos los siervos enanos, y, que muchos de éstos habían huido a Misúa, dispuestos a abandonar el país antes que sufrir tan bárbara mutilación.

     Para comprender el draconiano proyecto del nuevo Igana Iguru es preciso presentar algunos antecedentes. La relajación de las antiguas costumbres había ido poco a poco poniendo más en contacto a hombres y mujeres, a señores y siervos; y del mayor contacto, en particular de las relaciones nocturnas, había surgido un aumento considerable en los delitos de adulterio; y en el aumento se atribuía a los accas la parte principal, no sólo porque así era realmente, sino porque los resultados, sin ningún género de duda, lo confirmaban. Aunque no habían estudiado etnografía, los mayas habían aprendido a distinguir a primera vista un niño del país de un niño acca o de un niño mestizo, y de esto a inducir que los niños mestizos procedían del cruce de razas, no había más que un paso. Si la superchería ideada en beneficio de Josimiré y de la nación no fue descubierta, no fue ciertamente porque tomasen al rey por puro ejemplar de raza humana, sino porque atribuían la rareza de su tipo a ser hechura mía, a estar aún bajo la influencia de las mutaciones sufridas por mí en las obscuras mansiones de Rubango.

     Lo incomprensible era que, a pesar de la condición inferior de los accas, las mujeres del país, venciendo el desprecio y repugnancia que al principio les habían tenido, les mostraran después tan marcada predilección. Ocurría un hecho muy digno de estudio: los uamyeras, cuyo tipo se apartaba del de los niayas en detalles secundarios, cuya situación era la de hombres libres e industriosos, representaban un papel semejante al de los gitanos en Europa. Muchos se habían trasladado desde las ciudades de Bangola, Bacura, Matusi y Muvu a otras del país, a consecuencia del gran desarrollo que adquirió la industria metalúrgica; pero formaban en ellas rancho aparte, como suele decirse, y sin estar prohibida su unión con las indígenas, era raro que un maya comprase una uamyera, e inaudito que una maya fuese dada en matrimonio a uno de estos extranjeros. En cambio, los accas, siervos y enanos, tendían a desaparecer en dos o tres generaciones por el cruce con los indígenas; los hombres tenían todos mujeres enanas, y las mujeres, no pudiendo ni queriendo casarse con los accas, adulteraban con ellos, en virtud de un impulso fisiológico superior a su voluntad y a su recato. De esto inferí yo que existe una ley fisiológica en todas las sociedades, que obliga a sus diversos miembros a procrear, según una concepción sincrética, hasta fundir todos los tipos en uno solo. En virtud de esta ley, y teniendo en cuenta la fecundidad de los enanos, la raza acca y la indígena estaban condenadas a desaparecer, como desaparecieron, siglos atrás, la raza nyavingui, que yo he llamado etiópica, y la raza primitiva africana, dando vida al tipo huma, del que todavía difieren algunos individuos, cuyos rasgos reflejan el influjo predominante de uno u otro de los elementos de la amalgama. Dicha ley, sin embargo, no es absoluta ni se aplica por igual a los dos sexos. Si la raza invasora es la más fuerte, el cruce es más seguro, porque el invasor tiene interés en no destruir por completo al invadido, cuyo conocimiento del país suele ser útil; por regla general, se prefiere esclavizarle y hacerle trabajar; pero, aun en tan triste situación, la mezcla de las dos razas no deja de verificarse con el tiempo. Si la raza invasora es la más débil, supuesto que, en tal caso, la que ya estaba establecida no se oponga a la inmigración, el cruce es más difícil, porque, prohibidas por orgullo patriótico las uniones mixtas, no quedan más caminos que los extralegales, y suelen salir al paso medidas de brutal represión, como la ideada por el terrible Asato. Aparte de esto, resulta, según pude observar, que la potencia prolífica de los dos sexos depende, en primer término, de la relación de sus estaturas. Cuanta más diferencia hay entre las del hombre y la mujer, los crímenes pasionales son más frecuentes y violentos; pero el resultado útil no es siempre el mismo, porque el principio fundamental de la buena generación es la supremacía de la hembra. Así en Maya las uniones adulterinas en que intervenían los enanos eran indefectiblemente fecundas, mientras que las de los mayas con las mujercillas accas, o eran estériles, o, si fecundas, ocasionadas a producir la muerte de muchas de las parturientes. En la primera especie de cruce notábase que tres cuartas partes de las crías eran de sexo femenino, con lo cual, en el porvenir, se acentuaría aún más el crecimiento de la población; en la segunda especie, por predominar el elemento activo o masculino, la producción era principalmente masculina y de superiores condiciones intelectuales. La sabia Naturaleza preparaba en ellas una aristocracia intelectual que gobernase y dirigiese hacia el bien las masas humanas que brotaran del primer grupo.

     De los detalles expuestos no debe deducirse, como deducen los pesimistas en materia de amor, que el sexo y demás cualidades de los recién nacidos dependan de la estatura o diferencia de tipo de sus progenitores; entre los indígenas, por ejemplo, la regla no era aplicable. Ahondando más en tan complicado problema, se llega a ver muy a las claras que las diferencias de tipo o de estatura obran sólo como aperitivo pasional; que no influyen en el sexo, pues lo que en realidad influye en éste es la energía de la raza. Los enanos eran más jóvenes, más tiernos, y por esto su influjo sexual quedaba debilitado o anudado por el contacto con las mayas.

     De esta observación podrían sacarse abundantes leyes de extremado valor científico. La psicología de la mujer maya (y acaso de todas las mujeres) parece estar concentrada en este principio: su tendencia fatal, invencible, a crear nuevos seres de su propio sexo. La hembra maya no es igual, ni inferior, ni superior al varón; ni menos activa, ni más receptiva, ni más amante de las tradiciones; es simplemente un molde siempre dispuesto para la generación, el cual, por instinto, busca una fuerza complementaria poseedora de la indispensable virtud fecundativa, pero no en tal grado que imponga su sexo al nuevo ser. De aquí los éxitos amorosos de los siervos accas. Como si no fuera suficiente la exigencia específica que obligaba fatalmente al cruce para destruir las desigualdades y crear una raza común, venía aún a incitar a las mujeres su propio instinto, que veía en los enanos el medio de conseguir el ideal de la generación. Alrededor de esta idea madre giraba siempre la vida entera de la mujer, y ahora con mayor violencia que nunca, porque, en una sociedad muy bien amalgamada, el instinto camina a ciegas, como perro sin olfato que no puede ventear la caza; mas en presencia de tipos notablemente diversos y que se prestan a satisfacer los recónditos ideales de la naturaleza humana, la sensibilidad adquiere una tensión portentosa. Todo hubiera ido a la perfección si los varones mayas, que por su parte están también sujetos a un instinto análogo al de las hembras, hubieran hallado en la llegada providencial de los accas una ocasión para realizar ellos y sus mujeres respectivas sus ideales en el comercio amoroso con aquella raza tierna y servil, librándose del disgusto permanente en que hasta entonces, por el equilibrio de sus antagónicas aspiraciones, habían vivido. Pero, dueños de la fuerza, querían disfrutar de sus antiguas mujeres por tradición, y de las nuevas por instinto, sin cuidarse de la posición delicada en que colocaban a los siervos, poco castos de suyo, y a las hembras mayas, cuya psicología era tan peligrosa. Resultó, pues, una mansa corrupción de las costumbres y una adulteración visible del tipo nacional.

     Aunque yo, extraño a unos y a otros, no me alarmé por tales hechos, tenía que aplicar las leyes del país y condenar a muchos delincuentes pasionales, que no podían negar por haber sido cogidos in fraganti, a combatir en el circo con los búfalos. Pero los adulterios menudeaban cada día más, y no era posible destruir del todo a los trabajadores accas sin daño de la agricultura, la industria y el comercio; hubo, pues, que dulcificar las penas; las mujeres, caso nuevo, en la historia de las legislaciones, fueron consideradas como irresponsables, y a los adúlteros se les imponía una multa de diez mcumos, o diez palos en el vientre, a elección de los condenados. Sólo se imponía la pena de circo a los que adulteraban con las mujeres del rey, consejeros y reyezuelos, pues a tanto llegó la osadía de los accas que nadie se vio libre de sus ultrajes. Yo mismo podría citar numerosos atentados contra mi honor, cometidos por la mayor parte de mis mujeres con los centenares de siervos empleados en mi servicio personal o en las industrias que corrían a mi cargo; y era tan exagerada la parsimonia con que yo les castigaba, que me conquistó entre ellos una inmensa popularidad. Para conciliar aún más la severidad de la ley, respecto de los adúlteros del último grupo, con la conveniencia de no quitar brazos activos al trabajo nacional, tuve el mal acuerdo de sustituir, en los casos en que el agraviado era un alto personaje, la pena de muerte en el circo por la castración, desconocida de los jurisconsultos mayas; y de algunas contadas sustituciones de pena, por una generalización peligrosa, había inducido Asato el grave y cruelísimo plan que motivó la huida de los siervos a Misúa.

     Si alguna justificación tenía el proyecto de Asato, era la insolencia con que mujeres y accas, aprovechando la ausencia forzada de los guerreros, que combatían en el Ancori por la gloria del país, se entregaban a los livianos placeres. Los que tal veían se imaginaban, no sin fundamento, que al ausentarse serían víctimas de iguales infamias, y no se conformaban con la penalidad de los diez palos en el vientre, que a la segunda o tercera vez ya no producían efecto; ni con la multa, que, las más de las veces era pagada indirectamente por el mismo que había recibido la ofensa. Y como la pena de muerte no convenía a los intereses creados, se hubo de pensar en la castración, no ya represiva, sino general y preventiva, y Asato fue el rápido y fiel intérprete del pensamiento nacional.

     Mi primer impulso fue marchar a la corte sin tardanza para resolver tan grave conflicto; pero después me contuve, y decidí enviar al astuto Tsetsé con instrucciones secretas, para ver si ya que los regentes se habían dejado sorprender por los acontecimientos, sabían al menos dominarlos. Para mayor seguridad, y comprendiendo que sería preciso dictar algunas leyes, aconsejé al calígrafo Mizcaga que acompañase al astuto emisario.

     Al día siguiente, apresurando un poco los sucesos, conseguí que saliese de Unya la nueva expedición militar. Al frente de ella, en la vanguardia, iba el veloz Nionyi con media brigada de voluntarios, batidores armados de hachas y de hocinos para aclarar la vía al grueso del ejército, y entre éste y la vanguardia, para asegurar las comunicaciones, un destacamento de velocipedistas. Seguía la banda musical, dirigida por el consejero Lisu, el de los grandes y espantados ojos, y bajo la protección, a falta del estandarte de Maya, de los de Lopo, Viti y Unya; después, cien porteadores de comestibles y quinientas cantineras, a razón de cinco para cada carretilla y para cada cincuenta soldados; y, por último, el ejército regular, bajo el mando supremo del firme y zanquilargo Quiyeré. El gobierno interino de Unya, y el mando de dos mil hombres de reserva que allí quedaban, fueran confiados al hijo primogénito de Nionyi, habilísimo en la natación y experto navegante, conocido en todo el país bajo el nombre de Anzú, �el pez�. De estos hombres de reserva, algunos fueron instruidos en el manejo del fusil, para que, en el caso probable de nuevas derrotas de nuestro ejército, pudiesen acudir en su auxilio. Mi deseo no era que nos derrotasen, ni tampoco vencer en toda la línea, sino un término medio, una alternativa de derrotas y triunfos que prolongasen la guerra, y con ella la paz interior del país y el movimiento de las escalas. De esta suerte se realizaría en Maya mi ideal político: la paz permanente en el interior, combinada con la guerra constante en las fronteras; la prosperidad material realzada por el brillo de las acciones heroicas.

     De regreso a Maya por el camino de Lopo, entré en esta ciudad para saludar al dormilón reyezuelo Viami e inspeccionar el hospital recientemente fundado, donde, asistidos por varios pedagogos, médicos y cirujanos de la corte, convalecían más de cien heridos de la batalla de Unya. En Lopo vino nuevamente a consultarme el astuto Tsetsé, trayéndome noticias que me llenaron de júbilo. La primera y más sorprendente era la muerte del terrible Asato, llevada a feliz término, en la noche anterior, por el siervo Bazungu, rey acca y esposo que fue de la reina Muvi, al cual, por ambos conceptos, había yo reservado una situación preponderante, tanto en mi antigua casa como en el palacio real. Los regentes y los consejeros habían aprobado el crimen del enano Bazungu, y habían resuelto que en adelante el Igana Iguru fuese libremente elegido por la asamblea de los uagangas. Reforzada ésta por gran número de pedagogos, nombrados para cubrir las vacantes no provistas, había elegido al listísimo Sungo, que en el acto dejó su puesto de regente al consejero Mizcaga, cuyos trabajos caligráficos eran de suma necesidad. La vacante de Mizcaga, que era del orden de pedagogos, fue concedida, por recomendaciones vivísimas de la vieja Mpizi, al distinguido geógrafo Quingani, recién instalado en Boro. Esta designación me confirmó la exactitud de ciertos vagos rumores, que señalaban al antiguo preceptor del malogrado Mujanda como uno de los amantes que Mpizi había tenido durante su larga viudez. La prebenda de Boro tocó en suerte al reyezuelo de Tondo, Cané, que deseaba enriquecerse para igualar a su hermano menor, Tsetsé, y a sus tres hermanos mayores, que gobernaban las prósperas ciudades uamyeras del Sur. El vegetalista Macumu fue trasladado desde Misúa a Tondo, donde la cosecha de habas era también considerable; y, por último, para Misúa fue habilitado como reyezuelo, a pesar de lo dispuesto por las leyes, el enano Bazungu, con misión expresa de sofocar la naciente rebelión de sus congéneres accas refugiados en aquella ciudad. Tan vasta combinación acreditaba el talento político de los regentes indígenas; y en particular el nombramiento de Bazungu, era una medida gubernamental de primer orden. Por desgracia, la idea lanzada por el inconsiderado Asato continuaba su sorda labor en la corte y en el resto del país, y apenas pasaba día sin que se registrara alguna bárbara mutilación; los dueños de siervos eran a la vez jueces y verdugos, y los infelices accas no tenían más remedio que huir, en busca de seguridad y amparo, a la única ciudad amiga con que contaban. En vano, cuando regresé a la corte, hice publicar edictos severos, y en vano hice ver que aquellas cobardes ejecuciones producirían, en un porvenir próximo, la extinción de la raza acca, y con ella la necesidad de que todo el mundo trabajase, como ocurría en lo antiguo. Los mayas no se interesaban por lo que pudiera acontecer a sus descendientes, y seguían encariñados con la idea de la castración, que les aseguraba por el momento una servidumbre sumisa, fiel y exenta de apetitos carnales.

     Sin embargo, la paciencia de los accas debía tener un límite. Después que, atraídos por persuasión a las ciudades, se convencieron de que los atentados no cesarían por completo, y de que constantemente peligraba la integridad de sus personas, comenzaron colocarse en actitud díscola, y un hecho vino a provocar la rebelión. Los habitantes de Misúa juzgándose agraviados por el nombramiento del enano Bazungu y por la intrusión de los accas fugitivos, se amotinaron contra su pequeño reyezuelo, le prendieron y le mutilaron atrozmente. Bazungu y los suyos se defendieron con heroísmo y causaron gran mortandad en las filas contrarías; pero tuvieron que escapar y refugiarse en la ciudad de Mpizi, cerca de la frontera. La noticia cundió por el país, y en todo él se repitieron los motines y las escenas de carnicería, terminando por una deserción general de los accas hacia la frontera Norte, de cuyas guarniciones se apoderaron.

     Tan imprevistos acontecimientos hacían necesaria la presencia de las tropas en el interior, y yo envié al prudente Uquima, al geógrafo Quingani y al astuto Tsetsé para que negociaran la paz con el Ancori. Al mismo tiempo era indispensable restablecer el principio de autoridad en Misúa, y no encontrando otro mejor a quien encargar tan difícil empresa, hice que los regentes nombraran reyezuelo a mi antiguo vecino, el gran innovador y ladrón Chiruyu, quien salió sin tardanza para Misúa con un fuerte destacamento de mnanis.

     A los cinco días regresaron los embajadores, y el prudente Uquima anunció que la paz había sido concertada mediante la restitución de la túnica verde del cabezudo Quiganza y una demarcación de los límites de ambos países, con la cual el reino de Maya salía altamente ganancioso. Esta última parte del tratado me hizo sospechar que el prudente Uquima no decía verdad, porque Maya y Ancori no tienen límites comunes; y, en efecto, el astuto Tsetsé me confirmó mi sospecha. Los tres embajadores no habían ido siquiera al Ancori, sino que, guiados por Tsetsé, habían encontrado en el bosque de Unya la bandera nacional, escondida allí por el sagacísimo portaestandarte. Una vez en posesión de ella marcharon en busca del ejército, que se había apartado apenas dos leguas del cuartel de Viti y establecido en un paraje muy pintoresco, donde consumía alegremente las abundantes provisiones que mi buena industria le había asegurado. Sólo el veloz Nionyi parece que había avanzado más, y en su opinión, el Ancori no se preparaba para continuar la guerra; sus reyezuelos consideraban como un bien inapreciable la derrota de Unya, que les libraba de sus feroces mercenarios, y los contados rugas-rugas que lograron escapar habían sido víctimas del malquerer de los ancorinos. La batalla de Unya, estuvo a pique de ser una doble derrota, se convirtió, pues, en una doble victoria.



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Capítulo XXI

Entrada triunfal del ejército en Maya.-Medidas pacificadoras.-Hallazgo del tesoro de Usana, e idea repentina que me sugirió.-Promulgación de una Carta constitucional.-De mi éxodo y de los fenómenos sobrenaturales que lo acompañaron.

     Detrás de los embajadores venía el ejército triunfador, y la corte se preparó para recibirlo dignamente. Como el día no era muntu, y la incomunicación diurna de la mujer continuaba siendo rigurosa, se dispuso que el desfile de las tropas tuviera lugar por el centro de la ciudad, entrando por la puerta de Mbúa, o del Sur, y saliendo por la de Mpizi, o del Norte, y volviendo a entrar por la de Lopo, en lo antiguo de Viti, u oriental, y a salir por la de Misúa, u occidental. Así, todas las mujeres podrían presenciar el espectáculo, ocultas, desde las claraboyas de los palacios y tembés.

     En la puerta de Mbúa estaban las autoridades, colocadas por orden jerárquico. En primera línea el listísimo Sungo, montado sobre el tranquilo hipopótamo, cuyas riendas eran tenidas por los dos Igurus auxiliares, el valiente Angüé y el astuto Tsetsé; a la derecha, los tres regentes: el hábil mímico Catana; el elefantiaco Mjudsu y el calígrafo Mizcaga, y a la izquierda los cuatro consejeros presentes: el prudente Uquima, el geógrafo Quingani, el gangoso Nganu y el narigudo Nindú. En segunda fila los uagangas matutinos y vespertinos, separado cada grupo en tres alas, según costumbre antigua. Detrás los numerosos pedagogos y mnanis. La muchedumbre, entre la que yo me confundía, se desparramaba por el prado y por las calles de la ciudad.

     A eso de mediodía se divisó, por el camino que bordea la margen Norte del río, la vanguardia del ejército, el cual fue llegando, las túnicas marcialmente agitadas por un viento favorable, en el mismo orden en que había salido de Unya. Primero el veloz Nionyi con sus batidores y velocipedistas; luego la banda de música, capitaneada por el consejero Lisu, con sus espantados ojos, abrumado bajo el peso del rescatado estandarte; después los porteadores y cantineras, que ahora caminaban con pie ligero; a continuación el consejero Quiyeré, marcando el paso con sus descomunales patazas, y el grueso del ejército, dividido en doce secciones, cada una mandada por un general; y por último, los dos mil hombres de la reserva de Unya, a cuyo frente venían el gran nadador Anzú y los cuarenta fusileros. Tan brillante milicia desfiló con orden perfectísimo ante los ojos satisfechos de la autoridad y en medio de las aclamaciones populares.

     Cuando las tropas, después de atravesar dos veces la ciudad, salieron por la puerta de Misúa, el gobierno, con su comitiva, las aguardaba allí para disolverlas y distribuirlas con arreglo al plan consuetudinario de defensa nacional. El corpulento Mjudsu fue organizando los cuadros de las doce guarniciones, y cada general, después de recibir abundantes provisiones de boca para el camino, y una paga extraordinaria, partió con sus soldados, sus porteadores y sus cantineras. Los músicos obtuvieron permiso para retirarse a sus moradas, pues ardían en deseos de ver a sus familias, y los voluntarios de la reserva, a excepción de los fusileros, fueron licenciados, y salieron en distintas direcciones hacia sus respectivas ciudades. Sólo quedaron en pie de guerra los voluntarios mayas y los velocipedistas, que formaban el núcleo dirigido por el veloz Nionyi, y a los cuales se reservó la honra de sofocar la rebelión de los accas. Nionyi partió para su gobierno de Unya, y su hijo, el experto navegante Anzú, le sucedió en tan importante mando militar. Anzú emprendió la marcha a Mpizi por el camino de Misúa, y en Maya quedaron para nuestra defensa los cuarenta fusileros al mando del prudente Uquima.

     El solo anuncio del regreso de los ruandas a sus guarniciones restableció la calma en las ciudades, y para afirmar aún más el orden, muchos reyezuelos acordaron la expulsión de los pocos siervos que se habían librado de la mutilación o de la muerte. Contra lo que yo creía, los accas eran más bien aborrecidos que estimados por el trabajo que prestaban, pues los indígenas pobres querían trabajar en lugar de ellos para poder obtener los tan útiles mcumos. Los muchos atractivos que ahora tenía la vida, y por encima de todo el deseo de embriagarse, les iba poco a poco haciendo amar el trabajo. Los accas, por su mísera condición, por sus pocas exigencias, eran, pues, unos terribles concurrentes, y si los adulterios no bastaran, las leyes reguladoras del trabajo hubieran hecho estallar los odios de los obreros nacionales contra el trabajador extranjero. Los que antes no querían trabajar, ahora estaban muy cerca de sostener su derecho (y aun derecho preferente) al trabajo.

     En Maya, no obstante, el problema era más complicado, porque la centralización y monopolio de muchas industrias exigía un gran número de siervos que trabajasen a las órdenes inmediatas del rey o del Igana Iguru. Pero comenzó a susurrarse que podían servir para el caso los esclavos rugas-rugas, cogidos en la batalla de Unya. Es admirable cómo se aguza el ingenio de una nación movida por el odio, y cómo se encuentra salida para las situaciones más complicadas. Examinando la historia de las persecuciones religiosas en los países civilizados, de las expulsiones de que han sido víctimas los judíos, los moriscos españoles y tantos otros pueblos, se pueden hallar crisis análogas a ésta por que atravesó la nación maya. Aquí las diferencias no eran de religión, porque los accas no tenían ninguna y se acomodaban a todas; pero las había y grandes, de tipo, de estatura, de carácter y de temperamento, sin contar la interposición funesta de lo eterno femenino. A pesar de mi resistencia, comenzaba a convencerme de que al fin habría que prescindir de los enanos, que expulsarlos del país, ya que la oportuna adquisición de los rugas-rugas venían muy a punto a suplir su falta y a satisfacer la necesidad que tiene toda nación de algo o alguien en quien desahogar impunemente los malos humores.

     Los accas, concentrados poco a poco en los bosques de Mpizi, dueños de los cuarteles de la frontera, podían libremente abandonar el país; pero �adónde ir, solos, sin sus mujeres y sus hijos? �Dónde ha existido una raza cuyos hombres se trasladaran de unas a otras regiones, abandonando sus seres amados, sin esperanza de volverlos a ver? Aunque a los accas se les hubiesen borrado los dulces recuerdos de su estancia en las ciudades mayas, los retenía aún el amor a sus mujeres propias, porque este amor no era obcecación momentánea, sino sentimiento secular e indestructible. Y aunque por raro ejemplo olvidasen a sus antiguas mujeres y se decidiesen a partir sin ellas y hasta sin sus hijos, en los que los infelices castrados veían la única esperanza de conservación de su especie, �cómo podrían partir, desorganizadas sus tribus por la servidumbre, sin jefes que con la debida autoridad les guiaran y supieran vencer los innumerables obstáculos de una emigración al través de los inmensos bosques que separan el reino de Maya de los bordes del Aruvimi?

     Ateniéndose estrictamente a las órdenes recibidas, el hábil nadador Anzú pasó por Misúa, donde el innovador y ladrón Chiruyu se hallaba en pacifica posesión del gobierno de los escasos súbditos que había encontrado, y por Mpizi, cuyo reyezuelo, el anciano Racuzi, descendiente de la dinastía anterior a la del plebeyo Usana, no tenía ningún motivo de queja de los infelices siervos y condolido de la desesperada situación en que les veía, les proporcionaba algunos víveres para que no muriesen de hambre los pocos que sanaban de las feroces heridas que recibieran. Después se dirigió hacia la frontera para restablecer la guarnición, expulsada por los enanos, y entró en negociaciones con el malaventurado Bazungu para ver el modo de que la ley fuese cumplida sin más derramamiento de sangre. Bazungu se prestó a entregar los cuarteles y a establecerse con los suyos en un lugar próximo a la frontera, entre Mpizi y Urimi, si se les aseguraban las provisiones necesarias para ir viviendo en paz hasta tanto que pudiesen alimentarse del fruto de su trabajo. El experto Anzú aceptó la proposición, rescató los cuarteles, y de acuerdo con el humanitario Racuzi señaló el terreno y la parte de la foresta que había de darse a los accas. La nueva ciudad que se fundase sería como tributaria de Mpizi, y el mismo Bazurígu sería su reyezuelo.

     Esta transacción, que a mí me parecía de perlas, y que valió a su negociador Anzú el cargo de pedagogo, vacante desde que pasó a Boro el geógrafo Quingani, no satisfizo a la generalidad de los mayas, porque éstos se habían encariñado ya con la idea de la expulsión, y veían un peligro en la existencia de los accas dentro del país y en la posibilidad de que continuasen ejerciendo sus industrias como hombres libres. Y aun vino a favorecer tan tenaz oposición la conducta noble y gloriosa de las mujeres accas. Éstas se habían mantenido en las ciudades, o bien por temor, o por apego a sus hijos, o porque creían que los hombres de su raza no tendrían más remedio que volver cuando pasase la tormenta; pero viendo que la escisión tomaba cuerpo y que se reconocía la independencia de los enanos, todas escapaban de noche en busca de sus esposos, de sus padres o de sus hermanos, llevándose consigo cuanto podían. Esta fuga general era alentada y favorecida, por las mujeres mayas, que, privadas de los enanos, aplicaban a sus maridos la ley del talión, por la cual, en caso de duda o de silencio en la ley escrita, se rigen en el justiciero país de Maya.

     En tal situación, quiso la buena fortuna de los accas que el famoso cantor de las palmeras y reyezuelo de Rozica, Uquindu, me invitase a pasar unos días a su lado, y que yo aceptara la invitación para zafarme de las mil molestias que la mala voluntad del pueblo maya y mi cargo decorativo de rey padre me proporcionaban. Dirigíme, pues, a Upala, cuyo nuevo reyezuelo, el narilargo Monyo, me retuvo y me colmó de atenciones, demostrando que, a pesar de sus �legales exacciones en Boro, albergaba en su pecho un alma agradecida. A veces, y no me fundo en este caso solo para afirmarlo, el hombre que abusa del poder y se burla de las leyes, es más justo que el que las cumple y las acata; porque el primero suele ser un espíritu abierto al mal y al bien, y obrar como verdadero hombre, mientras que el segundo es siempre un alma seca e inabordable, incapaz así de bondad como de malicia.

     En Upala me embarqué con destino a Rozica; pero al pasar por Nera, su reyezuelo, el rico armador Cazala, a quien personalmente no conocía, me salió al encuentro, me agasajó como mejor pudo y me acompañó hasta Rozica, donde me recibieron con gran pompa el poeta y reyezuelo Uquindu y sus seis hijastros, hijos del célebre Enchúa, alojándome en las mejores piezas de su grande y ruinoso palacio. Al día siguiente, después de pasearme por la ciudad para calmar la expectación pública, consagré el resto de la mañana a visitar el palacio, no tan abastecido como solían estarlo los de los demás reyezuelos, pero donde me estaba reservada una grata sorpresa. En un inmenso tembé, situado cerca del kiosco de los loros, se conservaba desde tiempo inmemorial una colección de objetos pertenecientes al rey Usana, botín de sus victorias en los países vecinos, particularmente en Banga, que tenía con Rozica fronteras comunes. A la sazón el país de Banga estaba deshabitado, y los ruandas de esta guarnición vivían casi siempre en la ciudad, sin temor a extrañas intrusiones.

     Entre los objetos allí quedados, que no eran todo el botín de guerra, pues gran parte de él fue distribuido entre diversos reyezuelos, había gran variedad de armas enmohecidas, y aun me pareció reconocer restos de fusiles comidos por el orín; pero lo más interesante era una pila enorme de defensas de elefante, amontonadas como cosa inútil, y que de seguro databan del tiempo en que estas regiones sostenían tráfico mercantil con las costeñas. Al cortar Usana estas relaciones, que juzgó peligrosas, acaso con buen fundamento, aquel rico tesoro de marfil no tenía ya valor, y fue abandonado en el palacio del reyezuelo de Rozica. La contemplación de tan valiosas como inútiles riquezas suscitó en mi ánimo, en forma de vago preludio, el pensamiento de abandonar el país. No fue que se me despertara el instinto comercial, que, sinceramente hablando, nunca me poseyó por completo, ni aun logró contrabalancear el fondo de idealismo que de mi buena madre tenía heredado, sino que, viendo el perfecto orden en que los mayas vivían, alterado sólo por la presencia de los enanos, ocurrióseme librar a aquéllos de tan gran estorbo y valerme de éstos para transportar los dientes de elefante, que eran en mis manos un precioso recurso. De esta suerte aseguraba la felicidad de los mayas, la de los siervos, a quienes dejaría bien establecidos fuera del país que tan duramente y con tanta ingratitud les pagaba sus asiduos trabajos, y la mía propia, que no podía cifrarse en vivir toda mi vida entre gente de otra raza. Ante la posibilidad de volver al viejo mundo, simbolizada por mí en las defensas de elefante y en las espaldas de los enanos, los ya moribundos recuerdos de mi primera vida renacían, y la realidad de la vida presente se alejaba, como si ya me encontrase en mi tierra, con los míos, viendo desde allí, con la imaginación, este otro cuadro algo más obscuro, obra mía, del que se destacaban tantas figuras conocidas y amadas. �Quién sabe si en esa otra vida con que los hombres sueñan para después de la muerte, no se vive también entre espíritus del recuerdo de lo que fue la vida carnal, menos pura, pero también digna de nuestro pensamiento y de nuestro amor!

     Despedíme apresuradamente del vate y reyezuelo Uquindu, y regresé a Maya dominado por estas ideas, y de hora en hora más dispuesto a realizarlas. Los regentes y consejeros hallábanse aún embarazados con la grave cuestión de los accas; sin saber cómo apaciguar las iras populares. Comenzó a notarse escasez de algunos artículos, entre ellos de alcohol, por falta de inteligencia en los rugas-rugas traídos de las ciudades de Occidente, para suplir a los enanos, y veíase con malos ojos el donativo de alimentos concertado por el experto Anzú. Mi intervención resolvió estas dificultades por los medios más pacíficos y más prudentes. Dicté al regente y calígrafo Mizcaga un decreto, en el que se ordenaba que los enanos salieran del país en el término de dos meses lunares, y que mientras tanto se fuesen reuniendo en la ciudad de Rozica, para que la expulsión tuviera lugar por el río abajo y no quedasen ningunos escondidos en los bosques. Todos los mayas debían entregar a los expulsados las mujeres accas que aún retuvieran en su poder, así como los hijos de raza pura acca, conservando sólo los mestizos, que serían tratados, cuando les llegase la edad, como hombres libres. Y, por último, debía darse a cada uno de los expulsados víveres para un mes y armas para defenderse de los ataques de las fieras o de los hombres, hasta llegar a su antigua patria. Mientras llegaba el día de la expulsión, quinientos accas, elegidos entre los castrados, quedarían en la corte para enseñar a los rugas-rugas los diversos oficios en que éstos habían de trabajar a las órdenes del rey y del Igana Iguru. Por doloroso azar, propio de las cosas humanas, el precoz Josimiré puso su primera firma en este terrible edicto, que debía privarle del cariño de su verdadera madre y del apoyo de su padre.

     Porque urdiendo hábilmente las diversas partes de un plan que de antemano había concertado, después de publicar el edicto anuncié que, por inspiración de Rubango, sería yo mismo el que caminaría al frente de los accas hasta llevarlos muy lejos del país y canjearlos por igual número de cabilis, de acuerdo con las predicciones del Igana Nionyi. Igualmente les profeticé que mi segunda ausencia sería tan larga como la primera, y les ordené que en el intervalo cumplieran rigorosamente los preceptos consignados en unas tablitas de madera que antes de separarme de ellos les entregaría.

     Mi pensamiento en este punto se redujo a condensar en varios preceptos breves, claros y razonables lo substancial de la Constitución que tenía en cartera, y que no promulgué por desconfianza en las fuerzas intelectuales de mis gobernados; y como era aún más importante que los preceptos el modo de colocárselos perpetuamente delante de los ojos, ideé la novedad de las tablillas de madera, que de rechazo me obligó a dotar a los carpinteros del país de una nueva herramienta: el cepillo. Las tablitas tenían que estar muy bien cepilladas, y contener en el anverso la microscópica Constitución, y en el reverso el nombre del que la poseía, seguido de los nombres de su padre y de su abuelo. Había yo notado que las familias mayas se tenían poco cariño, y llegué a descubrir que la causa era la eterna falta de memoria. Como las personas tenían un solo nombre, y la mayor parte ni siquiera lo recordaban, no se conservaba el ligamen familiar más que entre los que vivían bajo el mismo techo; en separándose, como si fueran animales inferiores, se olvidaban los unos de los otros, y aun perdían el hábito de reconocerse. Mi pensamiento era, pues, de gran trascendencia moral y social, porque obligando a cada persona a llevar colgada al cuello, como adorno, la tablita de madera, no sólo les recordaba los mandamientos de la Constitución, sino también su abolengo familiar y las buenas o malas acciones que a él fueren anejas. Sólo había una dificultad que salvar al establecer la reforma: la de inscribir los nombres del padre y abuelo de las personas que no los recordaban. En estos casos se eligió uno arbitrariamente, por donde vinieron a ser los más pobres, como los más ricos, nietos de los más ilustres personajes glorificados por la historia nacional. El lluvioso Ndjiru, el segundo Usana y el corpulento Viti tuvieron millares de descendientes en todo el país, y la nivelación de clases dio un paso digno del firme y zancudo Quiyeré.

     Al mismo tiempo que, auxiliado por gran número de pedagogos, inscribía en el reverso de las tablillas los nombres de cada habitante del país, según los censos de los afuiris de la corte y locales, y con arreglo a los datos que cada particular aportaba, hacía copiar exactamente en el anverso los cinco artículos de que se componía la Constitución, redactados, después de muchas cavilaciones y tanteos, en la forma siguiente:

     I. Teme a Rubango, cree en el Igana Nionyi, confía en Arimi.

     II. Ama al gran muanango, venera al Igana Iguru, respeta a todos los uagangas.

     III. Obedece a los reyezuelos, sigue a los pedagogos, huye de los ruandas y mnanis.

     IV. Trabaja mientras dure el sol, paga los tributos, ten gran número de mujeres e hijos.

     V. Come sólo legumbres, bebe poco alcohol, duerme mucho.

     Como se nota a primera vista, los preceptos están todos en forma ternaria, y, además, en lengua maya resultan con cierto ritmo, muy conveniente para que se peguen al oído y se les retenga sin esfuerzo. La colocación de los tres términos en cada renglón no es tampoco arbitraria, pues aparte de estar colocados por orden de materias, procuré que el primer mandamiento de cada grupo fuese el más esencial, y que en cada mandamiento fuese también lo más esencial la primera palabra. Por este sistema, aunque los perezosos mayas no pasaran del principio de los renglones, hipótesis muy admisible, aprendían ya lo bastante para que su vida fuera tan perfecta como cabe concebirla en lo humano, puesto que, siempre que se las interprete con mediano buen sentido, las cinco palabras iniciales: teme, ama, obedece, trabaja y come, son como los fundamentos de la sabiduría, de la humanidad, de la paz de los estados, de la prosperidad material y de la buena salud.

     Simultáneamente con mis faenas legislativas marchaban otros trabajos de no menor importancia, en los que mis paternales previsiones para asegurar la felicidad y el progreso de la nación llegaron hasta un extremo exagerado. Revelé al listísimo Sungo todos mis secretos de gobierno, en particular la preparación de los milagrosos rujus, sin reservarme más que el de la pólvora, que después de muchas vacilaciones consideré muy perjudicial aun en las manos más firmes y prudentes; y aprovechando la romería a la montaña de Boro, hice una última visita a la hierática ciudad, y en medio del pasmo de los innumerables peregrinos lancé al espacio, desde el observatorio astronómico, un globo de tela que construí con el intento de fortificar más todavía la fe en el Igana Nionyi y de extender por todo el país las profecías sobre mi viaje y mi tardío regreso. El globo era como un mensaje al progenitor de los cabilis, quien debía contestar por medio de signos celestiales, que yo también hice aquella misma noche, disparando desde el nuevo enju varios cohetes que, envueltos entre matas de maíz, había llevado conmigo, y que al caer en forma de bellos caireles, de estrellas fugaces y de largos lagrimones, dejaron cimentada la nueva Constitución, con tanta firmeza como los fuegos del Sinaí habían establecido, algunos siglos atrás, la ley judaica.

     Pero con ser estas medidas de gran trascendencia para el país, había otras queme preocupaban más altamente, por referirse a mi numerosa familia, a la que yo amaba con amor entrañable, aunque parezca deducirse lo contrario de la severidad con que, a fuer de historiador verídico, la he juzgado en algunos pasajes de estas Memorias. Pareciéndome peligroso dejar en el real palacio un número excesivo de mujeres sin otra autoridad que la del tierno Josimiré, jefe natural durante mi ausencia, decidí hacer un expurgo riguroso y distribuir mis mujeres jóvenes entre los regentes, uagangas, consejeros, reyezuelos y personas de altísima posición social, exceptuando a los inhabilitados por su parentesco conmigo, como eran, aparte del Igana Iguru, los regentes Catana y Njudsu y los hijos de éstos. Entre las mujeres regaladas figuraron también dos de mis favoritas: la sensual Canúa, que pasó a poder de su antiguo señor, Lisu, el de los grandes ojos, y la revoltosa y glotona Matay, mi lavandera familiar, enviada a mi gran favorecido, el valiente Ucucu, uno de los entusiastas del lavado de las túnicas desde los albores de la reforma.

     En virtud de esta selección quedaron sólo en palacio quince mujeres ancianas para hacer compañía a la vieja Mpizi, a la ya bastante ajada Memé y a la flaca Quimé. En cuanto a mis treinta y dos hijos, en muchos de los cuales se notaba la influencia de los accas, todos debían quedar bajo la potestad de Josimiré.

     Para que la realeza se conservara con el mayor exclusivismo entre mis descendientes aproveché la circunstancia de estar permitido por las leyes del país el casamiento entre hermanos de un solo vínculo, y desposé un tanto prematuramente al hijo único de Memé, mi primogénito, llamado, como yo, Arimi, a pesar de su extremada torpeza en la articulación de los sonidos, con la hija mayor de Quimé, flaca como su madre y celebrada por mis vates caseros bajo el nombre de Vitya, porque su cabellera ondulante y larguísima, tan diferente de la rizada y corta de las mujeres mayas, tenía, a juicio de los cantores, cierta semejanza con un árbol del país, especie de mimbrera llorona. Los hijos que saliesen de este enlace, como hijos de la hermana mayor del rey, serían, con arreglo a la ley maya, los llamados a continuar la dinastía de Arimi a la muerte de Josimiré.

     Al expirar el plazo de dos meses lunares, fijada en el edicto de expulsión de los siervos, todo estaba preparado para mi partida. Los enanos, con sus mujeres e hijos, sus armas y provisiones, se habían concentrado en Rozica, y todos los organismos de la nación funcionaban con la regularidad de un aparato de relojería. Asistí por última vez a las fiestas del día muntu, y cuando el sol empezaba a declinar anuncié que era llegada la hora de la triste separación, y, no sin dirigir una suprema mirada al vencedor de Unya, en cuya diestra ondeaba la verde túnica del cabezudo Quiganza, abandoné los frescos prados del Myera, arrastrando tras de mí a la confundida muchedumbre, que con profunda emoción permaneció junto a la gruta de Bau-Mau, sobre la catarata, hasta que, siguiéndonos con los ojos, nos vio desaparecer en nuestra canoa a mí y a mi pobre comitiva, formada sólo por la angustiada reina Muvi y seis remeros enanos. Aquella noche dormirnos en Upala, en el palacio del narilargo Monyo, y a la mañana siguiente, rayando el día, continuamos nuestro viaje hasta Rozica, adonde llegamos al anochecer.

     Durante el viaje iba yo repasando en mi memoria todas las ideas que se me habían ocurrido en los dos últimos meses para resolver el arduo problema del establecimiento de los accas. Pensaba utilizarlos para mi liberación, pero pensaba pagarles este servicio como mejor pudiera. Abandonados a su torpe iniciativa, su actividad, que, era grande, quedaría anulada por su falta de dirección. Ellos eran para mí una fuerza utilísima, y yo quería ser para ellos un nuevo Moisés, que, sacándoles de la servidumbre, les llevara a un país libre, donde pudiesen vivir y multiplicarse a sus anchas. Daba por cosa hecha que, con los conocimientos que habían adquirido en los nueve años de vida común con los mayas, estaban en condiciones para fundar una nación tan bien gobernada como la de éstos, siempre que encontrasen un territorio deshabitado, sin relación con otros hombres de mayor estatura, que, por ser más fuertes, sentirían inmediatamente el deseo de destruirlos o esclavizarlos. Al propio tiempo comprendía la imposibilidad de hacer un largo viaje al través de selvas vírgenes con más de veinte mil personas a pesar de las mutilaciones y matanzas, los enanos, que al entrar en Maya eran unos diez mil, resultaban duplicados con largueza; los hombres útiles habían disminuido; pero en cambio las mujeres habían aumentado, y la impedimenta de niños era un obstáculo casi insuperable para emprender largas jornadas.

     Confiando en la bondad de mi antiguo poeta casero, el reyezuelo Uquindu, y en la amistad que, tanto él como sus seis hijastros, profesaban a la reina Muvi, propuse a éstos secretamente una combinación que me pareció ventajosa: el establecimiento de las mujeres accas, con sus hijos, en el vecino reino de Banga, bajo promesa solemne de que no se les molestaría, y de que siempre que fuera posible se les prestarían los auxilios propios de una buena vecindad. Como muchas de estas mujeres habían perdido a sus esposos, y en Rozica, por ser práctica constante la poliandria, el sexo femenino estaba muy escasamente representado, era de esperar que nacieran de este contacto uniones mixtas y una descendencia no incapacitada para vivir en Maya, donde ya quedaba un número considerable de mestizos. Andando el tiempo, insensiblemente, los habitantes de Banga irían penetrando en el país, y Rozica encontraría en ellos los más activos auxiliares para desarrollar sus industrias. El cantor Uquindu penetró rápidamente en mis trascendentales designios, y el mayor de sus hijastros, el primogénito de Enchúa, se ofreció para ejercer el cargo de reyezuelo de la nueva nación; mas pareciendo justo que en una nación de mujeres el gobierno lo ejerciera una mujer, se decidió que la magnánima Muvi fuera la reina, y que el primogénito de Enchúa sustituyera como rey al malaventurado Bazungu.

     Tuvo, pues, lugar nuestra salida del país en las circunstancias más favorables, y en particular la reina Muvi no ocultaba su regocijo ante la idea de quedar cerca de Maya y de su hijo Josimiré, a quien amaba como madre y veneraba por natural orgullo, tanto más intenso cuanto que no podía hallar desahogo ni en hechos ni en palabras. Grande es siempre el amor maternal, pero toca en lo sublime cuando se mezcla con la admiración por el hijo amado. Todos los sentimientos de la magnánima reina acca, sin excluir el religioso amor que a mí llegó a tenerme, cedían ante la idea de su hijo rey triunfante de la malquerencia de los mayas; proclamando, bien que para su madre sola, la superioridad intelectual del vencido, que huyendo impone al pueblo fuerte un amo de su raza. Entre todos los enanos, Muvi era la única que tuviese un ideal que la ligara perpetuamente al país perdido: la necesidad de seguir paso a paso la historia de su hijo Josimiré, y la esperanza de penetrar alguna vez, sin ser vista, hasta la corte de Maya, y verle y tributarle su muda adoración, y glorificarse a si misma con la grandeza de su obra. Por esto su alegría fue indecible cuando conoció el feliz resultado de mis negociaciones, que la permitían quedar junto a las fronteras mayas, y en tal dignidad que acaso con el tiempo tuviese ocasión de tratar de asuntos de Estado con su propio hijo y de descubrirle el gran secreto que la devoraba.



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Capítulo XXII

Peripecias de mi viaje desde la ciudad de Rozica a la costa occidental de África.-Mi vuelta a Europa.-Último correo espiritual de la corte de Maya.

     Excepción hecha de la reina Muvi, para quien yo no podía tener secretos, todos los accas ignoraron el de mi negociación diplomática con el reyezuelo cantor Uquindu, y creyeron, al anunciarles yo que sus mujeres e hijos quedarían en el país de Banga, que mi resolución obedecía a algún motivo misterioso; y por lo mismo que su inteligencia no daba con el misterio, era más grande la lealtad, el celo, la prontitud con que se sometían a mis mandatos.

     Antes de traspasar las fronteras de Rozica exploré, en compañía de dos fuertes grupos de enanos, dirigidos por el antiguo jefe Bazungu y por otro viejo rey llamado Batué, hombre de gran experiencia y prestigio, gran parte del territorio deshabitado de Banga; elegí diversos parajes que me parecieron muy a propósito para establecer a las pequeñas amazonas, e hice construir en ellos grandes cabañas, donde gradualmente fueron éstas instalándose por tribus, y cuando las tribus eran muy numerosas, por familias. Así que tan rudo trabajo llegó a su término, volví a Rozica con mis accas, recogimos el armamento, las provisiones que allí quedaban y el tesoro de marfil, y después de despedirme amigablemente del reyezuelo Uquindu, cuya conducta fue tan noble y generosa como correspondía a su alma de poeta, acompañados por el primogénito de Enchúa y la reina Muvi, que hasta entonces habían permanecido en el palacio real, salimos de la amable ciudad de Rozica, firme baluarte de la poliandria y del comunismo familiar, y algunas horas después abandonamos para siempre el país de Maya, en el que yo dejaba tantos recuerdos queridos y los accas tantos agravios sin venganza.

     En el flamante palacio real de Banga, situado hacia el centro de aquella gran colmena, de la que el feliz primogénito de Enchúa estaba llamado a ser el único zángano, celebrose la consagración de la reina Muvi, así como la de su esposo efectivo y la de su antiguo esposo Bazungu, a quien se le dio el título de rey honorario, y después un yaurí, al estilo de Maya, en el que declaré a los enanos la razón de aquellas extrañas ceremonias. Para salvarlos de una muerte segura en medio de los bosques, había concertado con el generoso Uquindu, mi antiguo siervo, una tregua de seis meses, durante los cuales las mujeres y niños accas quedarían junto a Rozica, y serían respetados y atendidos en sus necesidades. En este tiempo los varones accas buscarían un país donde establecerse bien, lejos de las fronteras mayas, y edificarían ciudades, donde irían recibiendo poco a poco a sus familias. La garantía de este armisticio era la presencia del primogénito de Enchúa, en quien las mujeres accas tendrían un leal y decidido defensor. Nuestros trabajos en Banga eran, pues, el primer paso hacia la independencia; ahora faltaba atravesar los bosques del Norte, buscar un territorio libre, acomodarse en él y reunir las familias dispersas, conforme los medios de subsistir lo fueran permitiendo. Para asegurar el buen éxito de nuestra empresa contábamos con un gran recurso: las defensas de elefante, que, negociadas con habilidad, nos permitirían reponer nuestras provisiones, armas y vestidos, hasta tanto que la nueva ciudad estuviese completamente organizada. Este último argumento fue el más convincente, porque los accas, según supe, habían vivido largos años cerca del Aruvimi imponiendo derechos de paso a las caravanas árabes y conocían el alto valor comercial del marfil. Así se explicaba el entusiasmo con que todos ellos se prestaron a cargar con las defensas de elefante que yo les fui distribuyendo en Rozica, y el cuidado paternal con que las transportaban.

     Después de consagrar dos días al descanso y a ultimar los preparativos de viaje, al amanecer del tercero, abreviando las despedidas, aunque sin dejar yo de estrechar en mis brazos a la reina Muvi y de mezclar con sus lágrimas mis lágrimas, emprendimos nuestra ruta hacia el Norte, en la que nos acompañaban muchas mujeres accas, hasta que las persuadíamos a que volviesen atrás, a lo que, unas antes y otras después, se conformaban, no sin conmovernos una última vez con sus tiernas demostraciones de cariño. La expedición iba en tres grupos: el primero, de cien hombres, dirigido por mí, era el encargado de abrir paso y de poner señales en el suelo o en los árboles, para facilitar la vuelta; los otros dos, de más de mil hombres cada uno, marchaban en hilera, unos hombres detrás de otros, llevando al frente, para dar órdenes, al rey Bazungu; y en la retaguardia al segundo jefe elegido, Batué, para evitar que hubiese rezagados. Cada hombre llevaba sobre la cabeza un fardo con provisiones, al hombro un diente de elefante, y en la mano, quién una lanza, quién un cuchillo, quién un haz de flechas.

     En tan monótona marcha, yo era el único que sentía una constante agitación e inquietud de ánimo, por ser el director de ruta y el responsable de los contratiempos que pudieran ocurrir, y que seguramente ocurrirían por mi falta de experiencia; no podía confiarme a la dirección de los enanos, pues de hacerlo, no sólo quedaba en el acto sin prestigio, sino que, en vez de ir más o menos pronto adonde yo me proponía, sería conducido adonde a ellos les pareciera; y mi solo medio de orientación, aparte del sol, era el curso de los ríos, por ser cosa averiguada que su definitivo paradero es el mar. Sin embargo, esta indicación resultaba demasiado vaga, y no impidió que anduviésemos dos y hasta tres veces largos trechos de camino. En mi opinión el río Myera debía desembocar en el Zaire o en uno de sus afluentes, superiores a las grandes cataratas; pero aunque llegásemos con bien al punto de conjunción con el Zaire, �cómo salvar la enorme distancia que hay entre ese punto y el mar, sin medios de transporte, teniendo que cruzar territorios habitados, y por consecuencia hostiles, y sin saber como yo no sabía, que a la sazón existiesen establecimientos europeos a lo largo de la gran vía fluvial? Por esto creí preferible atenerme al camino viejo y conocido, y buscar, atravesando la selva hacia el Norte, el camino de las caravanas, para volver a Zanzíbar por el mismo camino que traje.

     Los primeros días, a pesar de mis torpezas y de las marchas y contramarchas inútiles que imponía a los pobres enanos, nuestro viaje fue feliz, porque abundaban las provisiones. Al amanecer levantábamos el campo, y para entrar en calor andábamos media jornada; antes de mediodía hacíamos un alto, como de dos horas, para reparar las fuerzas, y luego emprendíamos la segunda parte de la jornada. Cuando el sol iba a ponerse, o cuando la obscuridad del bosque cerrado era tal que no podíamos guiar nuestros pasos, suspendíamos la marcha, apilábamos las provisiones y las defensas de elefante, y después de aplacar el estómago, cada cual, con las armas al alcance de la mano, se acomodaba en el suelo o en los árboles hasta el alborear del nuevo día. En estas primeras jornadas el interés se concentraba sólo en el paisaje, y ningún accidente vino a romper la solemne monotonía de nuestro desfile por los claros de la virginal foresta, a ratos silencioso, a ratos interrumpido para abatir los árboles que nos estorbaban, a ratos acompañado por los canturreos de los accas o por los gritos de sorpresa de las bestias salvajes.

     Cuando comenzaron a escasear los víveres fue necesario dedicar parte del día a buscar frutos silvestres y a cazar, y en nuestras batidas dejamos bien pronto en jirones nuestros vestidos, y a veces algo de nuestras propias carnes, con lo que vinimos a quedar en un estado casi primitivo y en situación harto lastimera. Los accas comenzaron, a ir y a venir en secretos conciliábulos, y, por fin, una mañana en que yo presentía ya algo desfavorable de la parte de mis gentes, el rey Bazungu me manifestó que gran número de accas se negaban a seguirme y que tenían por jefe al desleal Batué. Acudí en el acto al foco de la rebelión, y el rebelde Batué, lejos de amilanarse, me explicó los motivos de su conducta con gran claridad y firmeza. Los accas habían encontrado varios túmulos o pirámides de tierra que marcaban, sin ningún género de duda, un paraje donde vivieron algún tiempo antes de emigrar a Maya, y donde dejaron sepultada mucha gente de sus tribus; y esta señal, apoyada por el cantar de nuevos pájaros y por el abundante césped que comenzaba a tapizar el suelo, daba a entender que nos hallábamos cerca del lago Nguezi y de los hombres blancos o uazongos, más temibles aún que los mismos mayas. Profunda y grata emoción me produjo el discurso del experimentado Batué, y justificada me pareció su exigencia final de volver al país de Banga. Mientras se explicaba, los enanos, por movimiento instintivo, se habían ido separando en dos alas casi iguales, una a mi derecha, bajo la inspiración del rey Bazungu, y otra a mi izquierda, partidaria del orador; y noté (por permítirlo el estado de desnudez a que la pérdida de las túnicas nos dejó reducidos) que todos mis partidarios figuraban entre las víctimas del horrible plan del inconsiderado Asato, y que todos los descontentos, con Batué a la cabeza, pertenecían al grupo más dichoso de los que pudieron sacar a flote su integridad personal de aquella espantosa carnicería. Y ocurrióseme pensar que si los hombres pusiéramos siempre al desnudo nuestros cuerpos y nuestras almas, o por lo menos anduviésemos más ligeros de ropa, la historia de nuestras divisiones, disputas y combates aparecería iluminada por una luz vivísima que acaso nos sirviera para mejorarnos en lo por venir. El cisma surgido entre los enanos me pareció, ante todo, lógico e irreductible, y en vez de adoptar medidas de represión, me dispuse a satisfacer las opuestas aspiraciones; la del bando del rey Bazungu era seguirme ciegamente, porque sus agravios con los mayas eran inextinguibles y porque su amor a la familia era cada día menos intenso; la del de Batué era regresar a Banga, adonde les atraía el cariño de sus esposas. Raras veces se habrá ofrecido a la contemplación de un filósofo un símbolo tan enérgico de la permanente rebeldía del principio masculino, original y creador, contra la autoridad, que es la fórmula de las fuerzas pasivas, rutinarias, infecundas, de la Naturaleza. A pesar del escepticismo que se había apoderado de mí en estos climas cálidos, conservaba aún gran respeto, quizás el único, a la ley de conservación de las especies, y me parecía abusivo contribuir a la extinción de los accas, ya de suyo expuestos a perecer a manos de otros hombres más fuertes; y como mi principal objeto estaba ya conseguido, según los pronósticos del experimentado Batué, accedí sin tardanza, y con intima satisfacción, a las pretensiones formuladas por éste. En un pedazo de piel redacté un mensaje al cantor y reyezuelo Uquindu, y di orden a Batué de partir inmediatamente, con sus parciales, en dirección de Banga, a cuya reina se presentarían para que ésta llevara el mensaje al generoso reyezuelo de Rozica, de quien yo esperaba que les permitiría establecerse al lado de sus familias. Si a los treinta días no estaban de vuelta en los bordes del lago Nguezi se entendería que mi ruego había sido atendido, y todos podríamos regresar a Banga después de vender las defensas de elefante.

     Como leones que logran escapar de la trampa en que se vieron aprisionados, así salieron de nuestro campamento los accas revoltosos al mando del experimentado Batué; los demás, en número ahora de mil doscientos, libres ya del estorbo de los rebeldes y más apegados que nunca a mi persona, llevando cada uno dos defensas de elefante, siguieron tras de mí el camino que debía llevarnos a los bordes del Nguezi. Pero la fatalidad de las cosas humanas es tal, que aquel día, que me pareció decidir del buen éxito de mis penosos planes, sentí el primer ataque de fiebre, de la terrible fiebre africana, que me había respetado en tantos y tan duros trances, y de la que había salido indemne hasta en el amarguísimo destierro de Viloqué. La milagrosa conservación de mi salud tengo para mí que fue obra de la alimentación exclusivamente vegetal, a la que yo estaba habituado mucho antes de salir de Europa; pero en la penosa travesía de los bosques congoleses tuve por necesidad que aplicarme también a la carne, a veces descompuesta, de antílope, por ser éste el animal que podíamos cazar más fácilmente, y de aquí me debió resultar, según los últimos adelantos de la ciencia, una invasión en la sangre de esos microscópicos animalitos, que los mayas designan en globo bajo la denominación de rubango. A los tres días de marcha, que más bien era ascensión, por terrenos muy quebrados, a la meseta en cuyo centro se forma la cuenca del lago Nguezi, salimos por fin del inacabable bosque, y pudimos reposarnos bajo la bóveda del cielo; mas mis fuerzas estaban tan quebrantadas, que ni aun tuve ánimo para mirar a las estrellas ni para elevar la debida acción de gracias por haber escapado con vida, aunque moribundo, de aquellos sombríos panteones en que todo parece vivir para engendrar el silencio y la muerte.

     Cuando me resignaba ya a morir y pensaba tomar algunas disposiciones para asegurar el porvenir de los infelices accas, uno de éstos se me presentó trayendo cogido entre el pulgar y el índice, por una de las pastas, cual bicho extraño y peligroso, un libro que me enseñaba, como preguntándome si aquello era animal, vegetal o mineral. Yo tomé con ansiedad el libro y vi que era una Biblia en inglés, y que, a juzgar por unas líneas manuscritas en la portada, pertenecía a un misionero de alguna de las misiones protestantes próximas. Reanimado un instante por tan feliz hallazgo, ordené a los accas que recorrieran todo el territorio en diversas direcciones, para ver si se encontraba en él algún hombre blanco; y fue tal mi fortuna, que a las dos horas poco más volvió el rey Bazungu acompañado de un blanco, al que seguían varios hombres armados de fusiles. Era mi visitante un Hércules por lo recio y musculoso de su constitución, y bajo su mirada dura e impasible parecía ocultar un alma bondadosa, puesto que instintivamente inspiraba confianza y simpatía, y el instinto rara vez se equivoca en su primer movimiento. A mis saludos y preguntas en su lengua, respondió ser, en efecto, el dueño del libro extraviado, y venir a ruego de los accas, sin comprender apenas lo que éstos habían querido decirle. Viéndome postrado en el suelo, abatido por la fiebre, se felicitaba del encuentro y se ofrecía amistosamente para cuanto fuese menester. Yo le declaré que me hallaba a las puertas de la muerte (cosa que él claramente veía sin que yo se lo dijera); pero que mi naturaleza era tan dura y vigorosa, que, si pudiera tomar algunas dosis de quinina, aún podría ser que levantara la cabeza. El misionero se apresuró a contestarme que tenía establecido a corta distancia un gran tembé donde había todo género de provisiones y artículos de comercio, y que no tendría inconveniente en abastecerme de todo cuanto yo necesitara a cambio de marfil. Y diciendo esto no apartaba sus ojos del montón de dientes de elefante, como si se extrañara de ver junta y en poder de un solo hombre y en estos parajes, trillados por los mercaderes árabes, tan asombrosa colección. Yo accedí de buen grado a la permuta propuesta, y en la tarde de aquel día, la mitad y un poco más de mi caudal, hasta un millar de defensas, había pasado a poder del misionero o comerciante, a cambio de un paquetito de quinina, seis botellas de coñac, tres piezas de tela de colores muy subidos, y un vestido, ya usado, con el que pude cubrir mi desnudez.

     El misionero o comerciante siguió viniendo todos los días, pues esperaba el regreso de dos de sus hombres para levantar el tembé y dirigirse a la costa, no sé si por el Uganda o si por el Caragüé. Por él supe que me encontraba cerca del Mpororo, no muy lejos del riachuelo de este nombre y del lugar donde me separé de la caravana de Uledi, que la cuenca del Nguezi era a la sazón el punto donde confluían las esferas de influencia del Estado libre del Congo, Alemania e Inglaterra, y que existían ya muchos establecimientos europeos en el África Central. En estas conversaciones, el misionero o comerciante me manifestó su extrañeza ante la imprevisión e insensatez con que yo me había arrojado, solo y sin defensa, en el centro del Continente africano, entre pueblos tan salvajes y tan poco respetuosos de la vida de los europeos.

     -Aunque mi proceder fuera tan insensato como os parece- le contesté con cierta arrogancia (pues con el empleo de la quinina iba poco a poco recuperando mis fuerzas),-yo no sabría seguir otro más prudente, porque, aunque indigno, soy descendiente de aquellos conquistadores españoles que jamás volvieron la vista atrás para examinar los peligros vencidos, ni precavieron la imposibilidad de vencer los que se presentasen, ni pensaron en asegurar la retirada, siendo, como era, su idea única, avanzar siempre, si la muerte no les obligara a caer. Justo será que los mercaderes, que no buscan más que la ganancia material, cuiden de salir a salvo con la vida, sin la que sería poco apetitosa la riqueza; pero el héroe del ideal debe huir de esas soluciones prosaicas, no mirar más que de frente, concebir una empresa de tal modo ligada con su vida, que o ambas sean glorificadas en la victoria, o perezcan juntas en el vencimiento.

     El misionero o comerciante se sorprendió de que yo fuera español; porque, fundándose en cierto aire desdeñoso con que yo le había mirado al devolverle la Biblia, me había tomado por católico irlandés; y acaso este error suyo contribuyera, en gran parte, a que con tanta habilidad y prontitud me extrajese los mil dientes de elefante. A su juicio, mis ideas eran fantásticas y disparatadas, e impropias de nuestro tiempo. -Nadie duda-me decía-de la utilidad de las misiones para la conquista y civilización de los pueblos africanos; pero �quién sería el osado que intentase predicar a estos salvajes sin contar con el apoyo de la fuerza? Si nos confiásemos al amparo exclusivo de la palabra divina, la conversión de cada negro, aun excluidos los antropófagos, costaría la vida a media docena de predicadores.

     -Aunque así fuese-le replicaba yo,-aunque hubiera que lamentar la pérdida de tantas vidas humanas, no vacilaría en darlas, y las daría gustoso, en cambio de las del último y más despreciable antropófago, sacrificado en nombre de la civilización. En el apostolado hay que atender a la redención de los miserables, pero no olvidar la dignificación de los apóstoles: el martirio de un millón de misioneros no rebaja, mucho más que ya lo está, la condición de los salvajes, mientras que la muerte de uno solo de éstos destruye en absoluto la base misma de la civilización que se intenta inculcarles. Al enseñar, son dos los que deben levantan el espíritu a las alturas; cabe aún que, por rebeldía del inferior, sea uno solo; pero que aquel que blasone de apóstol y se lance resueltamente a la predicación de su fe, cuide más de probarla con su propio sacrificio que con la conquista de gran número de adeptos, y no espere que éstos sean leales si los ha catequizado desde una fortaleza. Hasta los hombres más salvajes saben adorar el ideal cuando lo ven simbolizado en el sacrificio de otros hombres que, pudiendo emplear la fuerza, se ofrecen en holocausto por la humana fraternidad. Si nuestro ideal no nos inspira el sacrificio de nuestra vida, no es digno ya de que nos molestemos en propagarlo o imponerlo a los demás hombres; y si no es tan puro que se acomoda a aliarse con vulgares intereses, vale más prescindir de él y no deshonrarlo aún más con los crímenes cometidos por la ambición de la riqueza o del poder. �Quién será tan menguado que se imagine a Jesús explicando alguna de sus admirables parábolas, y sacando luego un variado surtido de baratijas para venderlas a buen precio a sus oyentes? Y �quién hubiera depositado su fe en Jesús si, luchando contra sus enemigos o salvándose con sus parciales, hubiera rehuido la gran prueba que, engrandeciéndole a él, ennoblecía al resto de la humanidad? �Grave error es creer que los triunfos parciales conduzcan al triunfo final, porque es ley eterna que la victoria definitiva sea siempre de los vencidos!

     Con estos y otros discursos pasábamos el tiempo; y si bien yo no lograba convencer a mi interlocutor, me hacía respetar más de los accas, asombrados de oírme hablar en una lengua que ellos no comprendían. Algunos días transcurrieron sin que el misionero o comerciante me hiciera su visita acostumbrada, y yo supuse que estaría muy ocupado en la organización de su caravana; nunca pudo ocurrírseme que la fatalidad le tuviera predestinado para un fin tan trágico como el que tuvo. Mis accas recorrían con frecuencia las colinas y bosques inmediatos a nuestro punto de parada con objeto de recoger o comprar víveres; y un día, de vuelta de una larga expedición, me trajeron la terrible e inesperada noticia: unas bandas salvajes, establecidas recientemente en el país, habían sorprendido en los alrededores de Quiquere al hombre blanco y a algunos servidores que le acompañaban en su excursión, y los habían hecho prisioneros; las gentes de la comitiva habían sido libertadas por su cualidad de indígenas, y bajo promesa de entregar varios fusiles y cierta cantidad de pólvora; pero el jefe había sido decapitado después de sufrir grandes torturas, y su cuerpo había servido para celebrar un gran festín.

     Según parece, algunas tribus del Niam-Niam, acosadas por el hambre o por otras tribus enemigas, habían abandonado su territorio e invadido la región situada al Sur de la Ecuatoria, donde todo lo asolaban con sus correrías. Una de estas bandas de Niam-Niam había descendido hasta las inmediaciones del lago Nguezi, más que por propia decisión, empujada por los habitantes de los territorios invadidos, y acampaba cerca de Quiquere, cuando, mis accas acertaron a alargarse hasta allí a tiempo de presenciar, escondidos en el bosque, la horrible matanza y el banquete antropofágico de los salvajes. Cuando los accas me describieron la angustiosa escena, imitando con sus gestos, mohines y contorsiones la rabia impotente y la desesperada agonía de la víctima, el crispamiento amenazador de sus brazos atléticos, su mirada suprema a los cielos impasibles, sentí profunda piedad por el misionero o comerciante, y me apresuré a levantar el campo antes que se nos echasen encima tan famélicos huéspedes. Carne, a decir verdad, yo no tenía ninguna, pues más que hombre era una momia, y podía confiar en que los antropófagos me despreciarían y no intentarían roerme los huesos; mas los accas habían entrado también en tierra de miedo, y deseaban huir de aquellos parajes, y yo aproveché tan buenas disposiciones para proseguir mi penosa marcha hacia la ansiada liberación.

     Mi deseo hubiera sido dirigirme a pie hasta Yambuya, importante estación en el Aruvimi, vender el marfil que me quedaba, despedir a los accas, aconsejándoles que volviesen a Banga, y dándoles en especies algún socorro para el camino hasta el Nguezi y tomar yo la vía fluvial hasta Boma, donde me embarcaría para las Canarias. Pero la presencia en el territorio del Estado libre congolés de los bandidos de Niam-Niam me hizo cambiar de ideas y de rumbo y emprender la marcha hacia el Ujiji, con ánimo de establecerme en los alrededores del Tanganyica, hasta que, completamente restablecido, pudiera continuar el viaje a Zanzíbar.

     La impresión que me produjo el relato mímico de los enanos, unida a los recargos de la fiebre y a las penalidades de nuestra precipitada marcha, influyó, sin embargo, tan desastrosamente sobre mí, que desde entonces no acerté a darme cuenta del camino que seguíamos, ni puede decirse que estuviera en mi juicio cabal; no recuerdo ninguno de los mil incidentes que debieron ocurrirnos desde el día que abandonamos nuestro campamento del Nguezi, hasta aquel en que volví a mi estado normal y me encontré en Santa Cruz de Tenerife, en un sanatorio o casa de salud destinada especialmente a asistir a los enfermos de fiebres africanas, que antes de volver a Europa desean restaurarse un poco con ayuda del suave clima de Canarias.

     Sólo he llegado a reconstruir de una manera vaga el tipo de un etnólogo alemán, de perfil judaico, con quien me reuní en el Ujiji y por cuya mediación vendí las pocas defensas de elefante que se habían librado de los saqueos de que fuimos víctimas por parte de los pueblos del camino, los cuales no permiten el paso si no se les paga un derecho de peaje, tanto más fuerte cuanto más débil es el viajero. Asimismo creo recordar que en una misión establecida al Sur del Ufipa me incorporé a una expedición, a cuyo frente venía un hidalgo capitán de la marina portuguesa, y cuyo objeto era explorar el África Central, desde Mozambique a San Pablo de Loanda, pasando por el Nyanza, por el lago Tanganyica y por Cazongo. A ambos providenciales encuentros soy deudor, sin duda, de haber escapado con vida de tan largas y arriesgadas peregrinaciones. Ni olvidaré tampoco mencionar el movimiento de terror que se apoderó de mí cuando, al recuperar mi juicio, vi distintamente los primeros hombres blancos, en quienes mis ojos, hechos ya a la vista de los africanos, creían descubrir cadáveres moviéndose como sombras.

     Una vez que me encontré con fuerzas para moverme, sin esperar más me embarqué con destino a España, deseoso de volver al seno de mi familia, que debía darme ya por muerto después de tantos años de ausencia. Mi pensamiento no cesaba de formar conjeturas, y a veces mi corazón se angustiaba con tristes presentimientos; pero no quise hacer preguntas ni averiguaciones, sino verlo todo por mis propios ojos, presentándome de improviso por las puertas de mi casa. Y quizás si me hubiese estado en Canarias hasta recibir noticias de los míos, y hubiera sabido allí el cruel desencanto que me aguardaba, en vez de seguir hasta Europa, regresara a África a morir entre mi familia negra, en la que volvía a concentrar mi cariño al faltarme la de mi primer amor. La noticia de mi desaparición y de mi muerte, desfigurada al principio y confirmada después por varios conductos fidedignos, había costado la vida a mi padre, que se culpaba a sí mismo de lo ocurrido por el empeño con que me había apartado de la casa y lanzado involuntariamente en mi peligrosa vida aventurera; y poco después a mi madre, herida en su más entrañable afecto. Sólo sobrevivía mi hermana menor y única, y aun ésta había sufrido todo género de infortunios. Casada con un agente de Bolsa de Madrid, su marido, después de gastarle todo cuanto mis padres la habían dejado, se había comprometido hasta el extremo de tener que suicidarse por salvar siquiera el buen nombre; y mi hermana había quedado en la miseria con una hija de pocos años, continuaba viviendo en Madrid, sola con sus apuros y sus amarguras.

     Decidí, pues, irme a vivir a su lado para acompañarla y ayudarla con lo que yo pudiese ganar. El matrimonio me estaba vedado, porque, prohibida en España la poligamia, yo no me hallaba dispuesto a sufrir las incomodidades que lleva consigo la posesión de una sola mujer; me pareció preferible cerrar la historia de mi vida de progenitor, dejar apagarse las cenizas de mis pasiones africanas, y consagrar todo mi cariño a mi sobrinilla, a la que encontraba gran parecido con mi hijo Josimiré. Sólo me debía preocupar en adelante el triste problema de la manutención, el cual era para mí casi insoluble por haber perdido la brújula y hallarme en mi país tan desorientado como si jamás hubiera vivido en él. Para los negocios me incapacitaba el no tener capital ni crédito; para la política o el periodismo, el no saber distinguir a unos hombres políticos de otros, ni siquiera este de aquel partido; para la abogacía, el haber olvidado casi todas las leyes que aprendí y haber caído en desuso las pocas que recordaba. Y aparte de esto, la contrariedad de tener el hígado echado a perder y estar casi siempre de malísimo humor. En tal apuro, no fue escasa fortuna que la protección del diputado de mi distrito, antiguo criado de mi casa, me proporcionara un destino de ocho mil reales en la Dirección de la Deuda, en una de cuyas oficinas me propuse, si me dejaban, pasar el resto de mis miserables días. Allí, con papel, tinta y plumas del Estado he ido urdiendo esta relación de mis aventuras y descubrimientos, destinada en un principio a quedar manuscrita, para uso reservado de mis parientes y escasos amigos, y publicada sólo porque así me determinó a hacerlo un sueño que tuve, y que me pareció de buen augurio.



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Sueño de Pío Cid

     Hallábame, no sé cómo ni por qué, paseando a las altas horas de la noche por uno de los patios del monasterio del Escorial, cuando se me acercó un hombre de mediana talla, de rostro agresivo, su complexión toda aguileña, en quien creí descubrir alguna semejanza con un retrato de Hernán Cortés que, allá en mi niñez, recordaba yo haber visto. Aquel hombre o fantasma me saludó familiarmente, como si de muy antiguo me conociera, y sin rodeos ni preámbulos entabló conmigo el diálogo siguiente:

     -No he querido pasar por estos lugares sin estrechar tu mano en prueba de amistad, y sin aconsejarte que des a luz la historia de tus descubrimientos y conquistas, de la que nuestra pobre patria está en gran manera necesitada.

     -No sé si dar las gracias o entristecerme y afligirme-dije yo con un movimiento de desconfianza, y retirando mi mano con modestia no exenta de orgullo;-porque me hallo indigno de merecer estímulos que parecen venir de tan alto, y temo ser víctima de un ensueño engañoso. �Cuáles son mis hazañas y mis conquistas? �Qué nuevo imperio he colocado yo bajo el dominio de España? �A qué amistad soy acreedor yo, pobre diablo, que tras mil aventuras incoherentes e infructuosas, tengo que vivir a expensas de la caridad del Estado, de una limosna disfrazada de sueldo, soportando humildemente que mis superiores jerárquicos, que en Maya no servirían ni para mnanis, me reprendan cuando llego a la oficina con retraso, o cuando dedico a componer mis Memorias los ratos perdidos, que otros consagran a hablar de lo que no saben o a contemplarse mutuamente?

     -Si alguna humillación hubiera en lo que dices, recaiga toda sobre la sociedad degenerada, que no sabe conocer a sus hombres; y si faltó a tus triunfos la glorificación exterior, échese toda la culpa a la fatalidad, que nos trajo a tan completa ruina. En cuanto a ti, �qué pudiste hacer más? Los más descollados conquistadores necesitaron de auxiliares, pocos o muchos, pero algunos, para acometer sus empresas, en tanto que tú fuiste solo, y solo terminaste la pacífica conquista de muchas tierras y de muchas y varias gentes, y aun te bastaste para fundar un numeroso plantel dinástico, que durante muchos siglos prolongará tu dominación.

     -Quiero creer que todo eso sea verdad; pero, aun así, considero mi obra más como capricho de mi fantasía que como real y positiva creación; porque hombres somos, y para que nuestras obras sean humanas han de ser conocidas de otros hombres, y mi conquista quedará ignorada de todo el mundo por haberle faltado dos importantes detalles: la sumisión del rey Josimiré a la soberanía de España, y el solemne reconocimiento de las potencias. �A qué bueno pueden servir esos descubrimientos; y esas conquistas, que no traen consigo ningún provecho, ni siquiera un cambio en la composición de los mapas?

     -Y �en qué libro está escrito que las conquistas deban producir provecho a los conquistadores? �Qué utilidad trajeron a España las grandes y gloriosas conquistas de todos conocidas y celebradas? Ellas se llevaron nuestra sangre y nuestra vida a cambio de humo de gloria. �Qué significa ni qué vale un siglo, dos o cuatro de dominación real, si al cabo todo se desvanece, y el más poderoso y el más noble viene a quedar el más abatido y el más calumniado? Quizá nuestra patria hubiera sido más dichosa si, reservándose la pura gloria de sus heroicas empresas, hubiera dejado a otras gentes más prácticas la misión de poblar las tierras descubiertas y conquistadas, y el cuidado de todos los bajos menesteres de la colonización. Por esto, tu conquista me parece más admirable. No será útil a España, ni debe serlo; pero es gloriosa y no ha exigido dispendios, que en nuestra pobreza no podríamos soportar. Los grandes pueblos y los grandes hombres, pobres han sido, son y serán; y las empresas más grandiosas son aquellas en que no interviene el dinero, en que los gastos recaen exclusivamente sobre el cerebro y el corazón.

     Yo también me entusiasmo más con las glorias sin provecho, que con los provechos sin gloria; mas, a decir verdad, mis aventuras no sólo han sido inútiles, sino que no aumentarán en un adarme la gloria de nuestra gloriosísima nación; porque careciendo, como carezco, de pruebas documentales en que apoyarlas, aunque me determine a darlas a luz, �quién, por los tiempos que corren, las tomará por verdaderas?

     -He ahí una razón que debe decidirte sin más réplicas a seguir mis consejos. Nunca es más oportuna la verdad que cuando se sospecha que no ha de ser creída. El genio de la acción tiene mucho que penar si nace en naciones decadentes, porque necesita del concurso de las fuerzas nacionales, y cuando éstas faltan, las empresas mejor concebidas se quedan en el mundo de lo imaginado; pero el genio de la idea tiene siempre el campo expedito para concebir y para crear, y debe cumplir su misión con tanto más celo cuanto mayor sea la sordera y la ceguedad de los que le rodean. Si Cervantes, el más poderoso y universal héroe que yo descubro en nuestra raza, viviera en estos tiempos raquíticos, de seguro que no tendría ocasión de quedarse manco, a no ser que el pobre se cayese por las escaleras de algún quinto piso; pero no dejaría de escribir su Don Quijote para señalarnos a qué altura podemos llegar cuando huimos de las groseras y vulgares aspiraciones que contrarían nuestra naturaleza y nos apartan de nuestra congénita austeridad.

     -Pero �cómo me atreveré yo a remontar mi espíritu a esas alturas ideales, si con los pies firmes en el suelo, con sólo fijar el pensamiento en esas grandezas, se me desvanecen todos los sentidos? Yo adoro y reverencio a los héroes inmortales que, enseñoreados de toda la Creación, lo mismo escriben una epopeya con la pluma que con la espada; sin embargo, en mi pequeñez, tan desmesurados ejemplos me oprimen, me descorazonan y me quitan los pocos ánimos que tengo para acometer empresas literarias. Quizás haya en mí algo de eso que tú has llamado genio de la acción, y en otra época o en otro país hubiera podido figurar dignamente entre los hombres más resueltos, más atrevidos y más audaces; pero mis medios pacíficos de expresión son muy pobres. Sólo he parecido elocuente en Maya por el prestigio de mi antecesor Arimi, y sólo en aquel país, casi salvaje, llegué a escribir medianamente, porque su lengua contiene pocas palabras, y de éstas ninguna inútil. Mis Memorias no contendrán, pues, méritos de forma, y por lo que hace al fondo, tengo también mis dudas; pues la mayor parte de los que llegaran a leerlas me censurarían por haber sacado a los mayas del estado de paz en que mal o bien iban viviendo, para iniciarles en los peligrosos secretos de la civilización.

     -No te importe la opinión de los demás, y atente a la tuya propia. Los verdaderos escritores no buscan el placer en la obra terminada; el placer está en el esfuerzo, no en la obra, porque ésta es siempre despreciable para el que la compuso. Quédese para la muchedumbre, en la cual existe un fondo permanente de salvajismo, la admiración de los hechos consumados. Los mayas eran felices como bestias, y tú les has hecho desgraciados como hombres. Esta es la verdad. El salvaje ama la vida fácil, en contacto directo con la Naturaleza, y rechaza todo esfuerzo que no tiene utilidad perentoria; el hombre civilizado detesta, quizá con motivo, esa vida natural, y halla su dicha en el esfuerzo doloroso que le exige su propia liberación. Conquistar, colonizar, civilizar, no es, pues, otra cosa que infundir el amor al esfuerzo que dignifica al hombre, arrancándole del estado de ignorante quietud en que viviría eternamente. Yo veo pueblos que adquieren tierras y destruyen razas, y establecen industrias, y explotan hombres; pero no veo ya conquistadores desinteresados y colonizadores verdaderos. Así, tu obra es más bella. Porque tú saliste de Maya como entraste (salvo lo del tesoro de marfil, que allí no hacía ninguna falta, y a ti te era indispensable para el camino); amoldaste tu vida a la del pueblo que ibas a regenerar, para que tus ideas parecieran como salidas del seno de la misma nación; fuiste introduciendo con habilidad los gérmenes de la reforma, la levadura que había de hacer fermentar el espíritu de los mayas; y en vez de destruirlos tú, les diste los medios necesarios para que ellos entre sí se destruyeran, para que el placer que en ello recibieran les llevara de la mano a la cumbre de la civilización. Morirán muchos, sin duda, pero nacerán más, porque en los estados poligámicos, si quedan a salvo las mujeres, pocos hombres bastan para que la especie se propague; y tú estuviste inspiradísimo decretando que las mujeres fuesen irresponsables y libres de la acción destructora de la ley penal.

     -Hay, sin embargo, un punto en el cual mi conciencia no me absuelve: el de los sacrificios. Cuando veo el respeto casi supersticioso que en Europa se tiene a la vida de los hombres, las prolijas formalidades que están en uso para imponer la última pena, me horrorizo recordando la serenidad, por no decir la frescura, con que yo les separé las cabezas de los troncos a las ciento cincuenta y cinco nueras de la reina Mpizi, junto a la gruta de Bau-Mau.

     -No comprendo ese horror; antes estoy convencido de que el progresivo envilecimiento de las naciones cultas proviene de su ridículo respeto a la vida. El principio jurídico fundamental no debe ser el derecho a la vida, sino el derecho al ideal, aun a expensas de la vida. Yo repruebo resueltamente el sacrificio de vidas humanas si los móviles del sacrificio son el engrandecimiento pasajero de este o aquel país, las disputas sobre propiedad, jurisdicción, supremacía y demás mezquindades en que los hombres se interesan. Tal es también tu sentimiento, puesto que, habiendo asistido imparcial a mil degollaciones en Maya, estuviste a dos dedos de perder el juicio sólo de oír a los accas el relato de una decapitación y un festín, en los que no tenías arte ni parte. Pero el noble sacrificio de las mujeres de Mujanda en aras de su fidelidad conyugal, o la muerte en las corridas de búfalos, tan bella, tan artística, paréceme que, lejos de degradar al hombre, le ennoblecen mucho más que su desmesurado apego a la vida y su cobarde aspiración a terminarla en un lecho, agarrado hasta el fin a los jirones de carne que le emponzoñan el espíritu con su fétida emanación. Amable es la vida; pero �cuánto más amable no es el ideal a que podemos elevarnos sacrificándola? De igual suerte, con ser la Biblia libro de tantos quilates, yo no vacilaría en destruir el único ejemplar que existiese en el mundo si había de servirme para prender fuego a tantas ciudades degradadas del presente o del porvenir. Yo amo a los hombres; si me dieran el mando de grandes ejércitos para emprender nuevas conquistas y para triunfar en nuevos combates, lo rechazaría, porque creo que ha llegado la hora de que cese la eterna disputa, el viejo afán del efímero poder; pero no vacilaría en ponerme al frente de hordas amarillas o negras que por Oriente o por Mediodía, como invasores sin entrañas y proféticos verdugos, cayeran sobre los pueblos civilizados y los destruyeran en grandes masas, para ver cómo, entre los vapores de tanta sangre vertida, brotaban las nuevas flores del ideal humano. En el paso de la barbarie a la civilización se encuentran siempre las mayores crueldades de nuestras historias, como para indicar que esa eflorescencia de los ideales exige un riego abundantísimo de sangre de hombres. Y lo que hoy llamarnos civilización, bien pudiera ser la barbarie precursora de otra civilización más perfecta; así como en Maya la aparente civilización de hoy es sólo el anuncio de un esplendoroso porvenir, al que la nación camina con paso firme bajo la dura mano de tu hijo Josimiré.

     -�Mi hijo Josimiré! �Tú le has visto? �Qué noticias de él puedes darme, ya que tan bien enterado pareces de lo que ocurre en aquellos lejanos países, en donde yo vivo casi siempre en pensamiento? Creo tener del continuo delante de mis ojos todas aquellas figuras conocidas, y la primera de todas la del tierno Josimiré, enano y gordinflón, semejante a un botijo.

     -A pesar de su mala presencia, Josimiré es un rey que asombra. Con varios que hubiera en África de su temple, la supremacía de Europa no la pasaría muy bien. Al llegar a su mayor edad, comprendiendo con rara intuición el alcance del matrimonio entre sus hermanastros, el elocuente Arimi y la cabelluda Vitya, decidió no aceptar mujeres indígenas y tomó por esposas a todas sus hermanastras, para conservar en lo posible la superioridad de la sangre; y como además de gran rey es hombre limpio, ha designado como favorita a la hija mayor de la glotona Matay, tan hábil como su madre en el lavado de las túnicas. Pero el alma de palacio y el tirano de la moda en todo el país es la flaca Quimé, ahora en el apogeo de su belleza. La pobre Memé está ya muy alicaída, y la reina Mpizi continúa con sus devaneos amorosos. También vive en él palacio real, aparentemente como sierva del rey, la reina Muvi, que es ahora, como siempre, un modelo de madres.

     -Entonces, �no existe ya el reino de Banga?

     -Sí existe, y muy próspero y celebrado par la perfección de sus túnicas de colores. El primogénito de Enchúa es hoy uno de tantos reyezuelos mayas, por haberlo así dispuesto Josimiré en su primer viaje a Rozica. Entonces fue cuando tuvo lugar su entrevista con la reina Muvi, de la que salió que ésta viniese a vivir en la corte; no fue ella la primera, pues muchas enanas se habían introducido subrepticiamente en el país, y habían hallado excelente acogida en todas las ciudades. Otras, las que tenían esposos o hijos, continuaron viviendo en Banga en estrechas relaciones con Rozica, y contando siempre con la benevolencia del generoso reyezuelo y poeta Uquindu.

     -Desde luego suponía que los accas del bando del experimentado Batué, guiados por su olfato amoroso, volverían sin tropiezo junto a sus amadas esposas; pero los otros, los de Bazungu, desorientados y en medio de pueblos enemigos, �qué se han hecho? �Dónde viven, si viven?

     -Viven, y han hecho gran fortuna como eunucos de los harenes de los jefes europeos que gobiernan las diversas estaciones del antiguo sultanato de Zanzíbar. Estos jefes, pasado el primer ímpetu guerrero, y no llegados aún a la última y más indigna fase de la colonización, la explotación comercial, se hallan en el período que pudiera llamarse erótico, el más bello de todos. Su afición actual es el mejoramiento de la raza por el sistema más recomendado de los antropólogos: el cruce. Tenían, pues, gran necesidad de eunucos que mantuvieran el orden en sus bien repletos harenes, y los accas llegaron a tiempo de salvar a otros infelices predestinados a la mutilación. El que los introdujo fue tu compañero de viaje, el etnólogo alemán, que, de vuelta del Ufipa, mostró algunos, de ellos como ejemplo nuevo y nunca visto de tribus practicantes de la poligamia, que someten a la castración a todos los varones, excepto algunos privilegiados, haciendo resaltar el hecho curioso de que esas tribus, que parece debían ser más pusilánimes, eran valentísimas, a juzgar por la variedad de armas de guerra que en poder de las mismas había encontrado. No todos los accas, sin embargo, han tenido colocación como eunucos; más de doscientos están aún en el Ufipa, de soldados mercenarios de la reina viuda, a quien les recomendaste antes de abandonarlos e incorporarte a la expedición portuguesa. La buena suerte de Bazungu ha querido que éste sea rey por cuarta vez; pues la reina viuda le ha aceptado como esposo, para dar una prueba patente de fidelidad a la memoria de su primer marido.

     -Mucho me alegran esas noticias, porque los accas se condujeron conmigo con una lealtad digna de las más altas recompensas. Y ahora se me ocurre otra duda, a saber: si los regentes de Josimiré continúan en sus puestos después que éste ha llegado a la mayor edad.

     -No siguen de regentes, pero forman parte del consejo de los uagangas, el cual se compone ahora de nueve miembros. El zanquilargo y ya decrépito Quiyeré hace de presidente, y de secretario el inimitable calígrafo Mizcaga. Aparte de esto, ha habido otros cambios. El consejero Lisu cerró para siempre sus espantados ojos, y ha sido sustituido, como consejero y director de la banda musical, por tu grande amigo, el valiente Ucucu, para que la revoltosa y glotona Matay, que es su actual favorita y su ojo derecho, pueda vivir en la corte al lado de la reina, su hija. También murieron el viejo y honrado Mcomu y el humanitario Racuzi; y como el listísimo e influyente Sungo no tenía más hijos que colocar, han sido creados reyezuelos dos de sus sobrinos: uno, hijo del mímico Catana, y otro, hijo de Mjudsu, el de la trompa de elefante, juntamente con el hábil nadador Anzú, que actualmente gobierna Ruzozi, su ciudad natal. El narilargo Monyo está en la fiel Mbúa, y el veloz Nionyi en Upala. En suma, si se exceptúa al cantor Uquindu, que no quiere salir de Rozica, y al corredor Churuqui y al dormilón Viami, que continúan en Bangola y Lopo, no hay reyezuelo que siga en el gobierno en que le dejaste. Y a las demás autoridades les ocurre lo propio.

     -Y de adelantos científicos y artísticos, de religión, de costumbres, �no hay nada nuevo?

     -Hay mucho. El jefe de los astrónomos de Boro, Cané, ha publicado unas tablas astronómicas. El geógrafo Quingani aprovecha los ratos que le deja libres la vieja Mpizi para trazar el mapa del país. Hay muchos y muy notables cantores, y en los frescos prados del Myera se alza una estatua más, obra del astuto Tsetsé: la del cabezudo Quiganza, la cual, desde lejos, parece un lanzón sosteniendo el globo terráqueo. Los monopolios crecen como la espuma, y las corridas de búfalos tienen lugar todas las semanas, y apasionan más cada día a todas las clases sociales. Las industrias prosperan que es un contento, figurando siempre en primera línea la fabricación de rujus y de alcohol y la venta de fetiches.

     -Y mi hijo primogénito, el silencioso Arimi, �qué es de él? �Seguirá al lado de su hermano en el palacio real?

     -Allí continúa-contestó la sombra, empezando a retirarse,-y es el mejor y más leal consejero del rey. La cabelluda Vitya le ha hecho padre de dos hijos varones, y el primogénito ha sido reconocido como príncipe heredero bajo el nombre insustituible de Arimi, que en Maya es hoy el símbolo de todas las esperanzas. Tu hijo Arimi es, además, uno de los jóvenes uagangas más asiduos; dirige con gran tacto las deliberaciones del ala derecha y sobresale en la figura del conejo.

     -Una última pregunta-dije yo yendo detrás de la sombra, que comenzaba a desvanecerse:-�qué han hecho cuando se les acabó la escasa pólvora que les dejé, los cuarenta fusileros, capitaneados por el prudente Uquima?

     -Se han convertido espontáneamente en reyes de armas-suspiró el fantasma desde lejos,-y son el ornamento más precioso de la corte, cada día más etiquetera y ceremoniosa, de Josimiré.

FIN

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