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La creación dramática entre el ágora y el oráculo

Miércoles 6 de marzo de 2002

Conferencia de Albert Boadella en el Congreso de Inventores: «Conocimiento e invención, 40 años de creación». Organizado por el Aula Atenea de Humanidades de la Universidad Politécnica de Valencia.


Albert Boadella





Una limitación muy común entre la gente que compone el mundo de la farándula es a menudo su facilidad para refugiarse en la autocomplacencia y la endogamia. La práctica de una forma artística lleva implícita una vida algo narcotizada por su condición de universo placentero en sí mismo y aparentemente autosuficiente.

Empiezo por este preámbulo, porque mi inclusión en un congreso sobre invención y conocimiento me obliga forzosamente a salir del caparazón protector de la ficción teatral, y plantearme objetivamente si la construcción de las irrealidades escénicas puede constituir también alguna forma de aportación en el terreno de los elementos tangibles. Me refiero a los ámbitos de la invención y el descubrimiento, vinculados directamente a la evolución de las técnicas de investigación, entendidas como progreso humano.

A modo de prólogo, aunque parezca una perogrullada, es necesario insistir en que el ánimo conductor de la creación artística es de naturaleza muy distinta al impulso que conduce hacia la investigación técnica o científica. En el proceso de búsqueda de un antídoto contra un virus, por poner un ejemplo, concluyen una serie de pasos y una dinámica personal que difícilmente conducirían a la creación de una sinfonía.

Si reconocemos el equilibrio humano como una justa armonía entre la voluntad racional y el impulso inconsciente, lo segundo constituye un ingrediente más acusado para la introducción en el universo de las artes y lo primero, obviamente, una actitud metodológica imprescindible para acceder a un objetivo preciso de carácter técnico-científico. Bajo esta premisa, el punto de partida plantea dos tendencias distintas, aunque las aportaciones finales puedan tener determinadas similitudes.

Es evidente que la corazonada espontánea no está reñida con una rigurosa aplicación del análisis mental (antes los médicos presumían del ojo clínico) pero en todo caso la utilidad de lo que venimos a llamar intuición en el terreno científico es hoy insignificante si la comparamos con la proporción empleada en la mayoría de prácticas artísticas. Naturalmente, en la antigüedad las proporciones eran distintas.

Recuerdo todavía cómo durante mi niñez, los educadores de la posguerra, siempre empeñados en una obsesiva inclinación por mezclar el oscurantismo y la ciencia, nos introducían al descubrimiento de la penicilina como un hecho casual, cuyo protagonista era el humus de unas naranjas que Fleming había dejado olvidadas en su laboratorio. En el supuesto de que la anécdota fuera del todo veraz, no se hacía nunca hincapié en el trabajo previo para la deducción precisa del fenómeno casual. La versión del acontecimiento reflejaba una cierta voluntad de presentarnos al científico como un excéntrico de ojos desorbitados que obtenía sus descubrimientos mezclando productos por pura inspiración irracional. Así crecimos toda una generación.

En el caso de las materias artísticas ocurre algo parecido en el mismo sentido. Muchos ciudadanos de cierto nivel cultural siguen alimentando la fantasía de que Beethoven componía su música aporreando el piano a base de desmelenes temperamentales, o que un simple bailarín de flamenco funciona sólo empujado por efecto del «duende».

La supuesta intuición no es valorada como síntesis de una acumulación de experiencias, sino como el destello ingenioso de un irracional tocado por los dioses.

Entre ese confusionismo del tópico sobre creación e invenciones, trataré de contarles mi propia experiencia en el camino de la composición dramatúrgica, y en particular, mi manera de entender algo tan fundamental para el arte, como es el equilibrio sutil e impreciso entre el logos y el mito, o lo que viene a ser lo mismo, entre el ágora y el oráculo.

A través de los vestigios que nos han llegado hasta nosotros, se puede deducir que la civilización ateniense consiguió una armonía muy notable manipulando sabiamente esta dualidad. El ágora no impedía el mito, todo lo contrario, coexistían las dos tendencias en un terapéutico equilibrio.

Su propio teatro de tragedia trasluce claramente los signos de dicha armonización, en el que las fuerzas irracionales y mitológicas heredadas de las primitivas ceremonias tribales se hallan presentes, pero contenidas siempre por las intervenciones del logos.

La auténtica sinopsis argumental de la tragedia clásica no son las desventuras pasionales o mitológicas en sí mismas, esto es más bien una carpintería escénica para realzar la estructura básica. Lo fundamental es que dicha estructura viene sostenida esencialmente por el conflicto entre las fuerzas racionales e irracionales que conviven en el ser humano.

A modo de resumen se puede decir que en la Grecia antigua todas las acciones que se hallaban bajo la inspiración de las musas y la advocación de Dionisos tenían que ver con la práctica de mi oficio u otros de carácter artístico-lúdico. Mientras Apolo patrocinaba las de signo opuesto, o sea, que el propio montaje mitológico también contemplaba las dos tendencias.

Teniendo en cuenta los siglos que nos separan, las cosas tampoco parecen haber cambiado substancialmente; hoy encontraríamos escasas diferencias entre un ateniense y un ciudadano actual en la mayoría de sus impulsos.

Aunque el hombre haya seguido realizando infinidad de piruetas intelectuales para resolver en favor de la razón el eterno conflicto (como lo demuestran los pensadores de la Ilustración) el siglo XX ha significado el fracaso constante de unas corrientes que intentaban relegar lo irracional al baúl de los recuerdos. Paradójicamente, las mayores exhibiciones de irracionalidad conocidas en la historia humana se han dado precisamente en el siglo que acabamos de dejar.

En el arte, el proceso ha sido similar. Concretamente en el terreno de las manifestaciones plásticas, podemos constatar cómo después del impresionismo se practica una especie de automatismo reiterativo para dejar de lado el sentimiento y la emoción que pueda emitir una obra.

Al margen del bombardeo teórico que acompaña los movimientos de la modernidad, los resultados prácticos de algunas corrientes que han pretendido ser mega-racionales han provocado generalmente la indiferencia de la ciudadanía, y lo que es peor, o por lo menos contradictorio, se han convertido en una paradójica demostración de primitivismo. Solo han extendido su influencia en la publicidad.

Las monótonas exhibiciones de pretendida esencialidad a través de la destrucción de cualquier forma reconocible, la mayoría de las veces han caído en una especie de «pompierismo» del paleolítico, con la diferencia de que en aquel pretérito ciclo humano, los signos primitivos poseían siempre una función precisa como lenguaje de comunicación colectiva, mientras que ahora se trata de puro nihilismo efectista.

La creación dramática, quizá debido al arbitraje directo del público, no se ha dejado arrastrar por ese impulso decodificador y ha seguido manteniendo un cierto equilibrio entre lo racional y lo ancestral. Ello no implica que desde la aparición de Freud, la balanza se haya inclinado notablemente por un abuso de la tesis sobre la escena en detrimento del rito catártico y el sentimiento.

A grandes rasgos, este viene a ser el contexto que me ha tocado vivir como artesano teatral, y es precisamente en el complejo equilibrio entre el acto intuitivo y el análisis previo, donde se ha desarrollado básicamente mi trabajo, buscando al mismo tiempo una acción sanitaria en el público. No obstante, confieso que a pesar de estas intenciones más o menos terapéuticas, en pocas ocasiones he conseguido el resultado esperado. Sin embargo, los escasos momentos donde uno cree acertar sirven algunas veces para el establecimiento de sencillas hipótesis, a fin de saber, si no por dónde andamos, por lo menos dónde hemos andado.

Así pues, les definiré cinco simples deducciones en este sentido. La primera es la que yo llamo: «El efecto Maigret».

Se trata de lo siguiente: La fase inicial de aproximación al esclarecimiento de una acción escénica es, a mi entender, semejante al método de investigación empleado por el famoso comisario Maigret creado por Georges Simenon. El astuto policía se acerca siempre cautelosamente y sin prisas al esclarecimiento de un crimen. A través del olor a Calvados de un mugriento café, una frase escuchada al azar o una imagen fugaz retenida en la memoria, el comisario va construyendo lentamente el móvil y la escena del crimen, hasta llegar al retrato exacto de su autor.

Al igual que el mítico comisario nada tengo claro en principio. Mi único aliado es el tiempo y la certeza de que a pesar del aparente vacío, todo se halla a mi alrededor. No parece, pues, especialmente necesaria la fantasía sino solo una cierta capacidad de observación para detectar algo más profundo detrás de la realidad superficial, y consiguientemente de naturaleza mucho más compleja emocionalmente que ésta. Me refiero a una realidad de carácter superior porque contiene infinidad de matices indescifrables a primera vista.

Para penetrar en dinámicas semejantes hay quien utiliza términos como investigar, experimentar o crear. Personalmente para este proceso prefiero el término desvelar, lo que quiere decir devolver a la luz lo ocultado.

Significa, en definitiva, conseguir que aparezca como auténtico o como una simple verdad, aquello que no percibíamos previamente y que acaba plasmándose en la obra con la luminosidad de lo evidente.

Como ejemplo de ello utilizaré el arte de la pintura. Unas manzanas y unos cacharros están sobre la mesa, se trata en principio de algo que consideramos real, pero la sabia artesanía de Paul Cézanne los transforma en pintura. Su utilidad o su función comestible dejan de ser relevantes, porque un nuevo valor oculto de las frutas, los objetos y el lugar emerge a la luz. ¿Pero se puede afirmar que no existía antes esa nueva «realidad» superior que se nos presenta en el cuadro de forma indiscutible?

A lo largo de mi trayectoria teatral, cualquiera de las situaciones escénicas que yo haya podido «desvelar», no tengo la menor duda de que han existido; puede que en épocas recientes o en la más remota antigüedad. Quizá fragmentadas, desordenadas, cambiadas de contexto pero en definitiva auténticas. Quiero decir con ello que, para un artista, los términos descubrimiento e invención van estrechamente ligados a la dinámica de iluminación de lo oculto. El hecho de que no existiera su presencia hasta el momento de ejecución de la obra es irrelevante; puede ser a causa de los tabúes, el olvido, la dificultad técnica o el simple azar, pero la verdad se halla siempre presente y su contemplación solo depende de que aparezca alguien o algo que la materialice. Puede ser a través de una fórmula química o con la simple especulación de un lenguaje que permita una nueva traducción de la realidad aparente.

Desde hace pocos siglos se viene plasmando la visión de la perspectiva, pero eso no significa que no existiera.

En la llamada creación artística, para la consecución de este proceso, los preconcebidos mentales no constituyen la mejor táctica de penetración. Siempre resulta más apropiado aproximarse dejando que los primeros pasos se orienten mayormente en los terrenos intuitivos, o por lo menos, como he señalado anteriormente, más cerca del oráculo que del ágora. Encontraríamos multitud de obras en las que buena parte de su construcción fue mérito absoluto del subconsciente, aunque ello no significa que se hallen carentes de una enorme demostración de conocimiento.

En este sentido cabe señalar que el análisis para descubrir el cientificismo implícito en cualquier obra artística acostumbra a realizarse de forma más o menos exhaustiva en etapas posteriores y a lo largo del tiempo, sobre todo en el caso de las obras pertenecientes al género de las artes perennes (poesía, pintura, escultura, arquitectura, etc.).

Con referencia a las artes efímeras (la danza, el teatro o la música) cualquier disección posterior será obviamente incompleta por la falta de presencia de todos los elementos concurrentes en el acto de ejecución.

Aunque en las artes, el conocimiento minucioso de la forma en que fue realizada la obra no lleva implícita su posibilidad de repetición. Bajo esta premisa las diferencias con el mundo de las invenciones técnicas o científicas son obvias, pues el objetivo de estas últimas no es la obra única, sino la repetición e incluso la posible industrialización del descubrimiento.

Los efectos de repetición industrializada de Las Meninas no son las reproducciones, son las impresiones emocionales que a lo largo de casi cuatro siglos han obtenido sus millones de observadores en directo. La reproducción e incluso la copia exacta resultan incompletas, pues ante el público carecen de mito. No debemos olvidar que únicamente la figura original de una Virgen merece todavía la máxima adoración.

Es indudable que el proceso técnico de construcción del cuadro de Velázquez constituye un dato secundario respecto a las emociones y signos que desprende. Quizás este conocimiento solo sirva exclusivamente para su propia restauración, lo cual tampoco es despreciable. Pero para reproducir aquella pintura faltaría un Velázquez con un contexto idéntico, y aun así sería imprescindible que el artista estuviera en los mismos instantes emocionales.

Toda la compleja expansión comunicativa de un acto artístico contiene una exclusividad y una parte no explicable. En ello precisamente recae uno de los ingredientes más importantes en la atracción que emiten las artes sobre los hombres. Si las obras pudieran explicarse antes de su ejecución, pertenecerían a otro género de cosas que nada tendría que ver con el arte, porque como decía Dalí sobre este particular: «El hecho de que ni yo mismo entienda el sentido de mis pinturas en el momento en que las pinto, no quiere decir que no lo tengan», o también esta otra máxima suya: «Para pintar bien hay que pensar siempre en otra cosa».

Esta primacía del inconsciente sobre la premeditación mental tiene la ventaja de conducir al artista más allá de la inmediatez de su anécdota personal, de tal manera que su expresión tiende a proyectarse como testimonio de las profundidades más ancestrales de su propia cultura territorial.

Consiguientemente, a medida que aumentan las explicaciones y los análisis sobre las artes, más nos alejamos del mito, restringiendo así de forma progresiva su ámbito de sugestión. Esto es algo irreversible sobre lo que nada se puede hacer: el instinto investigador del hombre desplaza constantemente los terrenos de lo sorprendente.

Parece como si la metáfora del paraíso terrenal con el pecado original del conocimiento tratara de proteger la irradiación de las artes, intentando mantenerlas en la tesitura de lo perenne.

Ello ocurre porque en nuestra valoración actual del arte siguen conviviendo muchos lazos con los mitos de la antigüedad. La única posibilidad estaría en ampliar los límites de lo que llamamos arte a otras disciplinas como la aeronáutica o la ingeniería molecular. Aunque bajo esta premisa, la contradicción radica en que el concepto de arte figura en nuestra mente estrechamente ligado a la austeridad empleada en los medios de expresión.

Las más intensas emociones nos siguen fluyendo a través de una simple piedra para la escultura, los pigmentos para la pintura, el cuerpo en los ritos escénicos o el alfabeto para la poesía. Las sofisticaciones técnicas en este ámbito no han sobrepasado momentáneamente la idea del parque temático o la exhibición de efectos especiales.

Aceptando pues que el término «desvelar» tenga ciertos paralelismos con lo que en las especialidades técnicas venimos a llamar invención o descubrimiento, en relación con las artes, dichos conceptos sería más propio utilizarlos en el terreno concreto de su constante transformación del lenguaje.

Para la ciencia, el lenguaje es una cosa entre otras muchas, ya sean minerales, vegetales u otros elementos orgánicos de la tierra. Para el artista es todo lo contrario, estos elementos materiales resultan siempre secundarios. Incluso un maravilloso violín Stradivarius (que en sí mismo ya se podría considerar una obra de arte) no posee una relevancia decisiva en la emisión de las emociones musicales, porque lo esencial en ellas es la creación de un lenguaje sensorial mas allá de las indicaciones técnicas de la partitura, e incluso por encima de la imperfección del instrumental.

En el caso del teatro, lo fundamental no es un edificio con los más sofisticados medios como ahora creen los políticos. Lo esencial sigue siendo la creación de un lenguaje que por medio del cuerpo sobrepase la partitura literaria o argumental, desvelando impulsos emocionales insólitos y, por tanto, capaces de excitar los sentidos hasta lo sublime. No debemos olvidar que las páginas más gloriosas de la escena se realizaron iluminadas por una docena de velas y el público de pie o sentado en bancos de madera. En definitiva, la evolución del lenguaje parece pues la aportación más tangible de las artes a la propia evolución de la humanidad.

Segunda deducción: «El disparo providencial».

Se me han dado diversas oportunidades para comprobar que la realidad auténtica sin manipular no contiene teatralidad o por lo menos impresión de veracidad. Pero ninguna situación ha sido para mí tan aleccionadora como la ocurrida durante las representaciones del espectáculo Alias Serrallonga aquí en Valencia. La obra recreaba la historia del famoso bandolero catalán del siglo XVII, y en ella, utilizábamos pedreñales cargados con pólvora para simular los combates.

En una de las escenas que representaba la ejecución de un traidor por parte de sus cofrades de la banda, la pólvora que utilizábamos para disparar los pedreñales a tan poca distancia se taponaba con polvo de amianto en vez de papel comprimido como cuando se disparaba al aire para conseguir mayores detonaciones. En las representaciones de Valencia hubo un error en el reparto de las armas y el actor al que se simulaba ejecutar, fue gravemente herido por una bola de papel que le penetró en los pulmones.

En aquel preciso momento yo estaba situado en otro escenario entre el público haciendo el personaje del Conde-Duque de Olivares, y al observar la escena me quedé sorprendido de lo mal que había muerto el actor, el cual siempre simulaba una muerte muy trágica ante sus ejecutores.

O sea que para los espectadores, el hecho de que el actor estuviera a punto de morir de verdad, no sólo les era indiferente, sino que su sensación fue menor que si le hubieran herido con una pistola de balines. Pero no acaba aquí la cosa, pues al percatarnos de su gravedad, cortamos la actuación y me dirigí al público por si había un médico en la sala. En el primer momento la gente se lo tomó a guasa, y no me hicieron el menor caso hasta después de insistir varias veces. Es muy probable que de haber simulado la situación de emergencia, me hubieran creído a la primera.

Tampoco quiere decir esto que la realidad no sea el núcleo central de nuestro juego. Es imprescindible que la inspiración del actor se halle fundamentada en algo concreto y lo más aproximado posible a la autenticidad; de otra manera, se van elaborando copias de las copias y, en consecuencia, la acción escénica se aleja del principio funcional que poseen las referencias de nuestro entorno. Aunque estas referencias sin alguien que realce su «brillo y esplendor» permanecen en la tenuidad de lo convencional.

En otra ocasión, durante el montaje de Yo tengo un tío en América, una vez decidido que la historia de la conquista la representarían los pacientes de un manicomio como terapia de psicodrama, los actores acudían puntualmente al hospital psiquiátrico de Sant Boi a convivir con los enfermos mentales. Después, en los ensayos, intercambiaban las experiencias sobre cada uno de los personajes auténticos, representándolos de manera idéntica.

Lógicamente, una vez construida la obra, el comportamiento de algunos locos no mostraría las características exactas que correspondían a la patología representada, pero esta manipulación de la realidad científica era precisamente el recurso que confería más veracidad ante el público. Si hubiéramos colocado al enfermo auténtico sobre el escenario, habría pasado por un actor discreto sin que nadie hubiera captado la dimensión de su drama.

Otro ejemplo: mientras preparábamos Virtuosos de Fontainebleau, el escritor Lluís Racionero nos confió la presentación de su libro El Mediterráneo y los bárbaros del norte. Para ello utilizamos los personajes de los músicos que aparecían en la obra.

En aquel acto se trataba de simular una orquesta de cámara francesa en gira por España con motivo de la inminente integración de nuestro país en la Comunidad Europea. Con este pretexto, en el transcurso de la presentación del libro, un supuesto cargo del departamento de Cultura de la Generalitat, interpretado por un actor, explicaba al público que aquello era una primicia de los conciertos itinerantes.

Seguidamente, los músicos hacían intención de tocar, pero antes de iniciar el primer compás, una serie de inconvenientes técnicos, como podían ser el funcionamiento de las luces o los ruidos que hacían unos camareros también actores, irritaban de tal manera a los franceses, que éstos se marchaban de la sala, increpando al público por la falta de sensibilidad musical de los españoles.

Pues bien, tales increpaciones, farfulladas sin decir nada concreto, mediante una simple imitación del tonillo y los sonidos del francés, provocaron el bochorno de muchos espectadores, y al día siguiente en el periódico El País apareció una crónica sobre la desastrosa organización del acto. El periodista se refería a la precariedad cultural de un país tercermundista como el nuestro, incapaz de reunir las condiciones necesarias para la actuación de los famosos Virtuosos de Fontainebleau.

Los preámbulos realistas en forma de parlamentos y la perfecta caracterización de los personajes establecieron una convención de veracidad suficiente para que el espectador se la creyera con total vehemencia, pese a la descarada realidad de ser increpados en una lengua parodiada.

Estoy convencido que con los auténticos Virtuosos de Fontainebleau y su perfecto francés, la situación hubiera sido mucho menos creíble. El teatro, como todo arte, no intenta reconstruir la realidad, busca la máxima aproximación a la verdad.

Tercera deducción: «Caos-Orden-Caos».

Cuando comienzo a preparar un montaje teatral, dejo que inicialmente se apodere de mí un caos de imágenes, palabras, sensaciones y emociones imprecisas que de forma natural me va induciendo el tema escogido.

En los ensayos intento ordenar ese universo caótico con un enorme esfuerzo de concreción. Debo distribuir minuciosamente el tiempo y el espacio, para establecer posibles referencias en relación con el público, y tengo que ordenar mis impresiones inconexas en un conjunto de signos cercanos a la cultura vivencial del espectador.

Una vez la obra terminada y ya durante su representación, por muy bien que se haya clasificado todo, el público la recibirá volviendo a la forma primitiva, o sea, al caos. Pero para que le llegue en toda su intensidad esta convulsión desordenada es imprescindible que durante los ensayos hayamos conseguido dominar los materiales de transmisión, me refiero a una forma dramática perfectamente comprensible y ordenada.

En el terreno de la música el proceso resulta más diáfano. Cuando escuchamos la Cuarta Sinfonía de Brahms, lo que nos llega no es la partitura codificada, sino directamente las caóticas emociones del músico durante la composición de la obra. Aunque obviamente sin partitura no nos habría llegado nunca, ni él mismo hubiera conseguido expresar tan detalladamente su universo emocional.

De aquí se pueden deducir dos conceptos contradictorios:

El primero es que sin las distintas invenciones de lenguaje la complejidad mental del hombre expresada sobre todo a través de las artes, se hallaría hoy en un estadio muy primario.

El segundo es una paradoja sobre esta misma cuestión, porque precisamente el arte contemporáneo que tenía a su alcance la mayor variedad de lenguajes de la historia cae a menudo en un estadio absolutamente primitivo de la comunicación humana, al intentar eliminar la imprescindible ordenación del caos.

Se busca vanamente una relación directa entre el caos emocional del supuesto artista y su receptor, con la pretensión de pasar directamente de caos a caos, ahorrándose el trabajo de síntesis, de referencias culturales, de codificación semántica apta para la comprensión de los demás. Por lo general, en vez de la riqueza y la complejidad emocional del caos, lo que acostumbra a llegar es la sordidez de la incomunicación. De tal manera que siempre parece que asistimos a la misma obra, ya sea pintura, teatro, danza o música.

Este clima confuso, alimentado por los tópicos de la modernidad, que me ha venido rodeando la mayor parte de mi vida, también me ha llevado a determinar que mi oficio no consiste en ser vanguardista, ni en hacer crítica social, ni en transgredir los tabúes, sino básicamente en descubrir la manera más eficaz de hacer penetrar en los espectadores un conjunto de impresiones intangibles. Se trata sin duda de una ciencia imprecisa y algo enigmática que todavía no he llegado a dominar. Solo poseo algunos indicios.

Quizá porque no se trata de una acción repetitiva sino que cada vez constituye una forma de descubrimiento en el sentido griego aletheia (des-cubrir) descubrir algo que estaba cubierto.

Así llegamos a la cuarta deducción: «El juego de la vida».

Sería interesante encontrar las razones por las que nuestro país sigue siendo uno de los pocos donde no se utiliza el verbo jugar para referirse a la interpretación escénica y, en cambio, se utiliza trabajar, vocablo que arrastra connotaciones algo mortificadoras.

En todo caso jugar al teatro sería un término mucho más cercano a la dinámica que debe animar a un artista durante la elaboración de su obra. A través del juego, los animales y personas nos abrimos paso al conocimiento del mundo circundante. Estoy refiriéndome al juego en su versión de universo vital, tal como figura en la niñez. Posiblemente debido a ello, la infancia constituye el ciclo humano en el que nuestra mirada sobre el entorno se halla más cercana a la óptica del arte.

Los dibujos o los delirios infantiles nos descubren una visión mitológica pero también de enorme riqueza sobre la realidad. Una insólita mirada de la que el niño se irá alejando en relación a su crecimiento. Paradójicamente, si de adulto pretende dedicarse a un oficio artístico, deberá penetrar de nuevo en aquel universo perdido, aunque para definirlo le ponga otros enunciados como puedan ser surrealismo, dadaísmo, expresionismo, etc.

También un recién nacido sabe mantenerse a flote en el agua y un tiempo después tendrá que volver al aprendizaje de la natación si no quiere perecer ahogado. Y no digamos la resistencia de voz del bebé, capaz de berrear durante horas, lo que para un adulto significaría la más absoluta afonía, pues no sabe aplicar ya la respiración diafragmática.

En resumen, el enorme impulso irracional del juego figura como base en la construcción de nuestras obras. La sala de ensayos se convierte en un laboratorio de pruebas donde a través de la multiplicación de acciones, gestos y palabras se van definiendo o rechazando las cosas superfluas al núcleo del tema escogido.

El paralelismo con una sesión de jazz sería quizá la imagen más cercana al ritual de juego, aunque a diferencia de este procedimiento musical, en nuestro caso lo que buscamos sería la progresiva definición de una partitura fija. Es como si utilizáramos la improvisación del jazz para acabar componiendo una sinfonía perfectamente codificada, porque tal como he señalado anteriormente, ello constituye el proceso que empezando desde lo irracional se accede hasta la razón.

No obstante, debo precisar que el juego, o sea la improvisación, no se utiliza con el mismo espíritu de quien juega a las cartas o al fútbol. El azar en nuestro caso tiene un componente provisional, porque nuestra pretensión final es el acto perfectamente definido y sin posibilidad posterior de error.

Nosotros construimos teatro con la creencia de que la convención del juego nos sirve para plantear al espectador una acción simulada con mayor capacidad de conmoción que la realidad cotidiana. Ello solo puede surgir de un acto preparado con enorme precisión.

Así el público se entregará a nuestro protocolo y podrá emocionarse con la escena de forma mucho más intensa que ante la misma situación colocada en la auténtica realidad.

Se podría afirmar que en el arte, la vida está más viva que en la propia vida.

Quinta y última deducción: «Jugar en cuadrilla».

Cuando me hallo bajo la cúpula geodésica convertida en sala de ensayos, tengo a mi alrededor unos colegas, fieles conjurados de aventuras y trifulcas teatrales, que me miran con ojos de complicidad.

Somos un reducido grupo de acérrimos individualistas, que paradójicamente llevamos muchos años de juego en común. El conocimiento mutuo marca bien claros los límites de nuestras posibilidades, libera de utopías frustrantes y facilita a cambio la inmediata comprensión de mis imprecisas escrituras o sugerencias abstractas, que ellos transforman hábilmente en improvisación práctica.

Obviamente también yo conozco a la perfección las posibilidades y limitaciones de mis colegas.

Anteriormente, durante mis aproximaciones mentales al tema del montaje, he mantenido una total lealtad con ellos: ni un solo personaje tenía un rostro imaginario que no fuera de la banda. No he tenido nunca fantasías ventajistas con grandes actores famosos de la escena o la pantalla.

La fidelidad es mutua, pues tampoco ellos me ponen los cuernos con otras metodologías. Practicamos una artesanía colectiva, y en la medida que se domina la diversidad personal, encontramos a cambio la clave de la colosal potencia que puede significar la armonía compartida en cuadrilla. En este sentido el equilibrio entre ética y estética no debe descontrolarse.

Naturalmente, esto requiere atención sobre algunos aspectos que pueden parecer marginales respecto a la sustancia creativa, pero que ignorándolos nos hacemos esclavos de insignificancias miserables, causantes a menudo de la destrucción de lo más esencial. El juego armónico entre nosotros no se halla solo durante los ensayos o representaciones, precisamente para que todo funcione es necesario que la armonía fluya también de un buen feeling humano.

¿Cómo es posible embarcarse en una aventura imprecisa y apasionante, limitada por normativas laborales o sindicales? ¿Cómo podemos pretender trabajar en una expresión colectiva, si nadie se siente coautor del acto?

Nosotros compartimos de la misma manera el botín y las persecuciones, pero para la composición de acciones tan intangibles como las escénicas, es aún más necesaria una férrea autodisciplina.

Nuestra banda Els Joglars está perfectamente militarizada: existe un protocolo jerarquizado basado en el conocimiento y la experiencia. Están los aprendices, los oficiales y los maestros. Se reparten los derechos de autor en diferentes proporciones, y participa de ellos hasta el escenógrafo. No es por mística comunista, sino porque no creemos que la autoría del arte dramático en su totalidad sea exclusiva del guionista literario.

Todos estos procedimientos se asientan sobre un concepto esencial: el tiempo. Sin ese ingrediente, hoy sólo se pueden construir productos de mercado. El tiempo actúa como filtro de lo que la euforia del momento nos hace considerar importante; el tiempo ayuda a recobrar la sensación viva de la espontaneidad perdida con la memorización mecánica; el tiempo trabajará a favor nuestro para eliminar las cosas superfluas.

Y sobre todo, tomándonos nuestro tiempo, evitaremos copiarnos a nosotros mismos y podremos seguir investigando juntos sobre las ocultaciones del entorno o las incógnitas del lenguaje entre los hombres. Nuestros mayores adversarios no han sido como creen muchos los poderes fácticos que nos han perseguido en algunas ocasiones, nuestra mayor lucha la hemos sostenido contra el mercado que hoy actúa como el mayor enemigo del tiempo.

Y para concluir en la misma tesitura humorística en la que se sitúa nuestro juego y nuestro trato, quiero detallarles una nota sobre el trabajo colectivo, aparecida anónimamente en la sala de ensayos. Me parece también una posible óptica del tema.

La nota decía así:

Decálogo del proyecto colectivo:

1. Optimismo general.

2. Fase de desorientación.

3. II fase de desorientación.

4. Confusión total.

5. Periodo de cachondeo imparable.

6. Búsqueda implacable de los culpables.

7. Castigo ejemplar a los inocentes.

8. Sálvese quien pueda.

9. Discreta recuperación del optimismo perdido.

10. Finalización inexplicable de la obra.



Ya se sabe: no hay tesis sin antítesis.








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