Escena I |
|
DON JOSÉ
sentado,
en el sillón próximo a la mesa.
A su lado RUFINA. A la izquierda,
junto al velador,
DON CÉSAR
y una SEÑORA.
A la derecha,
junto a la mesa,
dos SEÑORAS,
sentadas,
y
dos CABALLEROS, en pie.
En el centro de la escena,
CANSECO,
en pie.
LORENZA entra y sale sirviendo Jerez. En la mesa y velador,
servicio de copas y botellas,
y una bandeja de rosquillas.
Al alzarse el telón,
CANSECO
está en actitud de pronunciar un
discurso;
ha terminado una frase que provoca aplausos y
bravos de todos los personajes que se hallan en escena.
Copa en mano,
impone silencio,
y prosigue hablando.
|
CANSECO.-
Concluyo, señoras y
caballeros, proponiéndoos beber a la salud de nuestro venerable
patriarca, gloria y prez de esta honrada villa industrial y marítima,
del esclarecido terrateniente, fabricante y naviero, D. José Manuel de
Buendía, que hoy nos
—6→
hace el honor de cumplir ochenta y ocho
años... digo... que hoy cumple... y se digna invitarnos... en fin...
(Embarullándose.)
|
TODOS.-
Bien, bien... que siga...
|
CANSECO.-
Bebamos también a la salud de
su noble hijo, el gallardo D. César de Buendía.
|
|
(Risas.)
|
DON CÉSAR.-
(Mofándose.) ¡Gallardo!
|
CANSECO.-
Quiero decir, del nobilísimo
D. César, heredero del cuantioso nombre y de los ilustres bienes
raíces, y no raíces, del patriarca cuyo natalicio celebramos hoy.
Y por último, brindo también por su nieto.
(Rumores de
extrañeza.
Movimiento de sobresalto en
DON JOSÉ
y
DON CÉSAR.)
(¡Ay... se me
escapó!).
(Tapándose la
boca.)
|
SEÑORA 1.ª.-
(Que te resbalas, Canseco).
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DON CÉSAR.-
(¡Majadero
como este!).
|
CANSECO.-
(Disimulando con toses y
gestos,
y enmendando su inconveniencia.) De su... quiero decir, de su nieta,
(Encarándose
con
RUFINA.) de esta flor temprana, de este
ángel, gala de la población...
|
RUFINA.-
(Burlándose.) ¡Ay, Dios
mío... de la población!
|
CANSECO.-
De la familia, de la...
(Vacilando.) En fin, que
viva mil años D. José, y otros mil y pico D. César y
Rufinita, para mayor gloria de esta culta villa, célebre en el mundo por
su industria minera y pesquera, y, entre paréntesis, por sus
incomparables rosquillas; de esta villa, digo, en la cual tengo la honra de ser
notario, y como tal, doy fe del entusiasmo público, y me permito
notificárselo al señor de Buendía en la forma de un
apretado abrazo.
(Lo abraza,
LORENZA
ofrece a los invitados rosquillas.
Todos comen y beben.
Risas y aplausos.)
|
DON JOSÉ.-
Gracias, gracias, mi querido
Canseco.
|
SEÑORA 3.ª.-
(La que está junto
a
DON CÉSAR.) ¡Qué hermosura de vida!
|
—7→
|
SEÑORA 1.ª.-
¡Qué bendición de
Dios!
|
SEÑORA 2.ª.-
¿Y siempre fuertecito, D.
José?
|
DON JOSÉ.-
Como un roble veterano. No hay viento
que me tumbe, ni rayo que me parta. Pueden ustedes llevar la noticia a los
envidiosos de mi longevidad. La vista clara, las piernas seguras
todavía... el entendimiento como un sol. En fin, no hay más que
dos casos en el mundo: yo y Gladstone.
|
CABALLERO 1.º.-
¡Prodigioso!
|
CANSECO.-
¡Qué enseñanza,
señores; qué ejemplo! A los ochenta y ocho años,
administra por sí mismo su inmensa propiedad, y en todo pone un orden y
un método admirables. ¡Qué jefe de familia, previsor cual
ninguno, atento a todas las cosas, desde lo más grande a lo más
pequeño!
|
DON JOSÉ.-
(Con modestia.) ¡Oh, no tanto!
|
RUFINA.-
Diga usted que sí. Lo mismo
dirige mi abuelito un pleito muy gordo, de muchísimos pliegos...
así, que dispone la ración que debemos dar a las gallinas.
|
CABALLERO 2.º.-
Así, todo es prosperidad en
esta casa.
|
DON JOSÉ.-
Llámenlo orden, autoridad.
Cuantos viven aquí bajo la férula de este viejo machacón,
desde mi querido hijo hasta el último de mis criados, obedecen
ciegamente el impulso de mi voluntad. Nadie sabe hacer mi pensar nada sin
mí; yo pienso por todos.
|
CABALLERO 1.º.-
¿Qué tal?
|
CABALLERO 2.º.-
¡Esto es un hombre!
|
CANSECO.-
Nació de padres
humildísimos... Entre paréntesis, ya sé que no se
avergüenza...
|
DON JOSÉ.-
Claro que no.
|
CANSECO.-
Y desde su más tierna edad ya
mostraba disposiciones para el ahorro.
|
DON JOSÉ.-
Cierto.
|
—8→
|
CANSECO.-
Y a poco de casarse empezó a
ser una hormiga para su casa.
|
|
(Risas.)
|
DON JOSÉ.-
No reírse... la idea es
exacta.
|
DON CÉSAR.-
Pero la forma es un poco...
|
CANSECO.-
Total, que en una larga vida de
laboriosidad ha llegado a ser el primer capital de Ficóbriga.
Hállase emparentado con ilustres familias de la nobleza de
Castilla...
|
SEÑORA 1.ª.-
Sr. D. José, ¿es usted
pariente de los duques de San Quintín?
|
DON JOSÉ.-
Sí señora, por
casamiento de mi hermana Demetria con un segundón pobre de la casa de
Trastamara.
|
SEÑORA 2.ª.-
¿Y la actual Duquesa
Rosario?
|
DON JOSÉ.-
Mi sobrina en grado lejano.
|
CANSECO.-
Usted lo tiene todo: nobleza por un
costado, y por otro, mejor dicho, por los cuatro costados, riquezas mil. Suyas
son las mejores fincas rústicas y urbanas del partido; suyas las dos
minas de hierro... dos minas, señores, y mejor será decir tres
(A DON
JOSÉ.) , porque la fábrica de escabeches y salazones, que
usted posee a medias con Rosita
la Pescadera, mina es, y de las más
productivas.
|
DON JOSÉ.-
Regular.
|
CABALLERO 1.º.-
Suma y sigue: la fábrica de
puntas de París...
|
CANSECO.-
Ítem: los dos vaporcitos que
llevan mineral a Bélgica. Ainda mais: los dos buques de vela...
|
RUFINA.-
(Vivamente.) Tres.
|
CANSECO.-
Verdad. No contaba yo la fragata
Joven Rufina, que no navega.
|
RUFINA.-
Sí que navega. Barquito
más valiente no lo hay en la mar.
|
CANSECO.-
Otra copita, la última, para
celebrar este maravilloso triunfo del trabajo,
(En tono oratorio.) señores, de
—9→
la
administración, del sacrosanto ahorro... ¡Oh gloriosa leyenda del
siglo del hierro, del siglo del papel sellado, del siglo de la fe
pública que a manera de... que a manera de los...
(Embarullándose.)
|
CABALLERO 1.º.-
Que se atasca...
|
|
(Todos
ríen.)
|
CANSECO.-
Del siglo de oro de nuestra
literatura, digo, de nuestra economía política, y de la luz
hipotecaria...
(Risas
estrepitosas.)
No... de la luz
eléctrica, eso... y del humo, es decir, del vapor... de la locomotora...
uf! He dicho.
(Aplausos.)
|
DON CÉSAR.-
(Levantándose.) ¿Quién viene?
|
RUFINA.-
(Mirando por las vidrieras
del fondo.) Un caballo de lujo veo en el
portalón de la huerta.
|
DON JOSÉ.-
¿Caballo dijiste? Tenemos en
casa al Marqués de Falfán de los Godos.
|
RUFINA.-
(Mirando por el
fondo.) El mismo.
|
Escena II |
|
Dichos;
EL
MARQUÉS DE ALFAFÁN DE LOS GODOS en
traje de montar,
elegante sin afectación,
a la moda inglesa.
|
EL MARQUÉS.-
Felices...
|
DON JOSÉ.-
Señor Marqués,
¡cuánto le agradezco!...
|
DON CÉSAR.-
(Contrariado.) (¡A qué
vendrá este farsante!).
|
EL MARQUÉS.-
Pues señor, me vengo
pian pianino, a caballo, desde las Caldas a
Ficóbriga, y al pasar por la villa en dirección a la playa de
baños, advierto como un jubileo de visitantes en la puerta de esta
mansión feliz. Pregunto: dícenme que hoy es el cumpleaños
del patriarca, y quiero unir mi felicitación a la de todo el pueblo.
|
DON JOSÉ.-
(Estrechándole las
manos.) Gracias.
|
—10→
|
EL MARQUÉS.-
¿Con que ochenta?
|
DON JOSÉ.-
Y ocho; no perdono el pico.
|
EL MARQUÉS.-
No tendremos nosotros cuerda para
tanto.
(A
DON CÉSAR.) Sobre todo, usted.
|
DON CÉSAR.-
Ni usted.
|
EL MARQUÉS.-
Gozo de buena salud.
|
DON CÉSAR.-
¿Qué haría yo
para poder decir lo mismo? ¿Montar a caballo?
|
EL MARQUÉS.-
No: tener menos dinero...
(En voz baja.) y menos vicios.
|
DON CÉSAR.-
(Aparte al
MARQUÉS.) (Graciosillo viene el
prócer).
|
EL MARQUÉS.-
No es gracia. Es filosofía.
|
CABALLERO 1.º.-
Señor Marqués,
¿mucha animación en las Caldas?
|
EL MARQUÉS.-
Tal cual.
|
DON JOSÉ.-
¿Y no tomará usted
baños de mar?
|
EL MARQUÉS.-
¡Oh, sí!... ¡Mi
Océano de mi alma! Dentro de un par de semanas, me instalaré en
el establecimiento.
|
CABALLERO 2.º.-
¿Ha venido usted en
Ivanhoe?
|
EL MARQUÉS.-
No, señor; en
Desdémona.
|
SEÑORA 3.ª.-
(Con
extrañeza.) ¿Qué es
eso?
|
DON CÉSAR.-
Es una yegua.
|
SEÑORA 3.ª.-
Ya.
|
DON JOSÉ.-
(Con
interés.) Dígame:
¿Salió usted de las Caldas a eso de las diez?
|
EL MARQUÉS.-
Ya sé porqué me lo
pregunta.
|
DON JOSÉ.-
¿Llegó la Duquesa?
|
EL MARQUÉS.-
¿Rosario? Sí
señor. Díjome que vendrá luego, en el mismo coche que la
trajo de la estación.
|
DON JOSÉ.-
¿Y está buena?
|
EL MARQUÉS.-
Tan famosa y tan guapa. Parece que no
pasan catástrofes por ella. Me encargó que le dijese a usted...
Ya no me acuerdo.
|
DON JOSÉ.-
Ella me lo dirá... ¿No
toma usted una copita?
|
EL MARQUÉS.-
Sí señor, vaya.
(Le sirve RUFINA.)
|
—11→
|
DON JOSÉ.-
Y pruebe las rosquillas, que dan
celebridad a nuestra humilde Ficóbriga.
|
EL MARQUÉS.-
Son riquísimas. Me gustan
extraordinariamente.
|
RUFINA.-
Hechas en casa.
|
EL MARQUÉS.-
¡Ah...!
|
CANSECO.-
(Tomando otra
rosquilla.) Y mucho más sabrosas que
todo lo que se vende por ahí.
|
|
(Las
SEÑORAS
y
CABALLEROS
se despiden para marcharse.
RUFINA
y
DON CÉSAR
les atienden.)
|
DON JOSÉ.-
¿Se van ya?
|
SEÑORA 1.ª.-
Mil felicidades otra vez.
|
CABALLERO 1.º.-
Repito...
|
SEÑORA 2.ª.-
Mi querido D. José...
Marqués...
|
|
(EL MARQUÉS
les hace una gran reverencia.)
|
DON JOSÉ.-
Saldremos a despedirlos.
(Al
MARQUÉS.) Dispénseme...
|
SEÑORA 3.ª.-
No se moleste...
|
|
(Salen todos,
menos
CANSECO
y
EL MARQUÉS. Este come otra rosquilla.)
|
Escena III |
|
EL MARQUÉS, CANSECO.
|
EL MARQUÉS.-
Dispense usted, caballero.
¿Tengo el honor de hablar con el médico de la localidad?
|
CANSECO.-
No, Señor. Canseco, notario,
para servir a usted.
|
EL MARQUÉS.-
¡Ah! sí... ya recuerdo:
tuvo el gusto de verle...
(Queriendo
recordar.)
|
CANSECO.-
Sí, tres años ha, cuando
otorgamos aquella escritura de préstamo... del préstamo que hizo
a usted D. César.
|
EL MARQUÉS.-
Sí, sí. Usted ha de
dispensarme si me permito hacerle una pregunta. ¿No lo parecerá
impertinente mi curiosidad?
|
CANSECO.-
¡Oh! no, señor
Marqués...
|
—12→
|
EL MARQUÉS.-
¿Usted conoce bien a esta
familia?
|
CANSECO.-
Soy íntimo. La familia merece
todo mi respeto.
|
EL MARQUÉS.-
Y el mío. Yo respeto mucho al
patriarca... Pero a su hijo...
|
CANSECO.-
Pues D. César es...
|
EL MARQUÉS.-
Es... ¿qué?
|
CANSECO.-
Una bellísima persona.
|
EL MARQUÉS.-
El pillo más grande que Dios ha
creado, ejemplar que sin duda echó al mundo para que admiráramos
la infinita variedad de sus facultades creadoras; porque si no es así...
Confiéseme usted, señor de Canseco, que nuestra limitada
inteligencia no alcanza la razón de que existan ciertos seres molestos y
dañinos.
|
CANSECO.-
Verbigracia, los mosquitos, las...
|
EL MARQUÉS.-
Por eso yo, cuando me levanto por las
mañanas, o por las tardes, en la corta oración que dirijo a la
soberana voluntad que nos gobierna, siempre acabo diciendo:
«Señor, sigo sin entender por qué existe D. César de
Buendía».
|
CANSECO.-
(Con malicia.) (Este lo debe
dinero).
|
EL MARQUÉS.-
Y... dígame usted, si no le
parezco importuno: ¿el inmenso caudal amasado por ambos
Buendías... dejo a un lado el por qué y el cómo del tal
amasijo... esta inmensa fortuna pasará íntegramente a la nieta, a
esa Rufinita angelical...?
|
CANSECO.-
¿Íntegramente?... No. La
mitad, según creo...
|
EL MARQUÉS.-
(Comprendiendo.) ¡Ya!
|
CANSECO.-
Y entre paréntesis,
señor Marqués, ¿no es un dolor que esa niña, en
quien veo un partido excelente para cualquiera de mis hijos, haya dado en la
manía de meterse monja?
|
EL MARQUÉS.-
Entre paréntesis, me parece un
desatino... Ha dicho usted la mitad. Pues aquí encaja mi pregunta.
|
—13→
|
CANSECO.-
A ver...
|
EL MARQUÉS.-
¿No será
indiscreción?
|
CANSECO.-
Que no.
|
EL MARQUÉS.-
(Llena dos copas.) ¿Es cierto que...?
(Da una copa a
CANSECO.) Otro paréntesis, amigo Canseco... ¿Es cierto
que D. César tiene un hijo natural?
|
CANSECO.-
(Con la copa en la
mano,
lo mismo que EL MARQUÉS,
sin beber.)
Sí, señor.
|
EL MARQUÉS.-
¿Es cierto que ese hijo
natural, nacido de una italiana, llamada Sarah, está aquí?
|
CANSECO.-
Desde hace cuatro meses.
|
EL MARQUÉS.-
¿Lo ha reconocido su padre?
|
CANSECO.-
Todavía no.
|
EL MARQUÉS.-
Luego, piensa reconocerlo.
|
CANSECO.-
Sí señor, porque hoy
mismo me ha dicho que prepare el acta de reconocimiento.
|
EL MARQUÉS.-
Bien, bien.
|
|
(Beben ambos.)
|
CANSECO.-
Es guapo chico; pero de la piel del
diablo. Criado en tierras de extranjis, su cabeza es un hervidero de ideas
socialistas, disolventes y demoledoras. Por dictamen del abuelo, le han
sometido a un tratamiento correccional, a una disciplina de trabajos
durísimos, sin tregua ni respiro.
|
EL MARQUÉS.-
¿Aquí?
|
CANSECO.-
Vive en la fábrica de clavos, y
allí trabaja de sol a sol, menos cuando le encargan alguna
reparación aquí, o en los barcos, o en los almacenes... porque,
entro paréntesis, es gran mecánico, sabe de todo. En fin, como
talento y disposición, crea usted que Víctor no tiene pero.
|
EL MARQUÉS.-
(Calculando.) Su edad debe ser... veintiocho años.
|
CANSECO.-
Por ahí. Tiénenle en
traje de obrero, hecho un esclavo; y en realidad, ideas tan revoltosas,
temperamento tan inflamable, bien justifican lo duro del
—14→
régimen educativo, señor Marqués. Esperan domarle, y,
entre paréntesis, yo creo que le domarán.
|
EL MARQUÉS.-
Bueno, bueno. Un millón de
gracias, amigo mío, por haber satisfecho esta curiosidad... enteramente
caprichosa, pues no tengo interés...
|
Escena IV |
|
EL MARQUÉS, CANSECO, DON
CÉSAR.
|
DON CÉSAR.-
(¡Aquí todavía
este tarambana!).
|
EL MARQUÉS.-
¡Ah! ¡D. César!...
Pues no sólo por felicitar a mi Sr. D. José me he detenido
aquí, sino por hablar con usted dos palabras.
|
DON CÉSAR.-
Ya, ya me figuro...
|
CANSECO.-
(Apártase a la
derecha y llena otra copa.) (Este quiere otra
prórroga... Y van seis).
|
EL MARQUÉS.-
Sin duda, usted cree que vengo a
solicitar otra prórroga...
|
DON CÉSAR.-
Naturalmente. Y lo peor del caso es
que yo, sintiéndolo mucho, señor Marqués, no podré
concedérsela.
(Con afectación de
sentimiento.)
|
EL MARQUÉS.-
No hay que afligirse. Vengo a
participar al que ha sido mi pesadilla durante diez años que...
(Echando mano al
bolsillo.) Aquí tengo el telegrama de
mi apoderado, que recibí anoche... Entérese.
(Se lo muestra.) Ayer quedaron cancelados los dos pagarés.
|
DON CÉSAR.-
¿El grande también?
¿El de las doscientas mil y pico?
|
EL MARQUÉS.-
Ese y el otro, y el de más
allá.
|
CANSECO.-
(¡Pagar este hombre! Celebremos
el milagro con otra copa, precedida de su correspondiente rosquilla).
(Come y bebe.)
|
—15→
|
DON CÉSAR.-
¡Qué milagro! ¿Le
ha caído a usted la lotería?
|
EL MARQUÉS.-
Me ha caído una herencia. Usted
es dichoso cobrando, y yo reviento de júbilo al verme libre de la
ignominiosa servidumbre que impone una deuda inveterada, mayormente cuando el
acreedor es de una complexión moral... intolerable.
|
DON CÉSAR.-
(Con falsa
humildad.) No lo dirá usted por
mí.
|
EL MARQUÉS.-
(Con malicia revestida de
formas corteses.) ¡Oh, no...! Dios me libre de
chillar ahora por el fabuloso incremento de los intereses, que en los cuatro
años últimos han triplicado la suma que debí a su
misericordia... Es la costumbre, ¿verdad?
|
DON CÉSAR.-
(Afectando
franqueza.) Hijo, lo convenido.
|
EL MARQUÉS.-
Eso; lo convenido. Basta. Deferente
con usted, y tan conocedor de los negocios como del resto de la vida humana, no
incurriré en la vulgaridad de llamarle a usted usurero, judío,
monstruo de egoísmo, como hacen otros... sin duda injustamente.
|
DON CÉSAR.-
(Quemado,
pero disimulando su rencor con falsa
cortesía.) Usan ese lenguaje los mismos
que tienen la audacia de decir que es usted un perdido... ¡Infamia como
esa!
|
EL MARQUÉS.-
(Dándole
palmaditas.) Despreciamos la maledicencia,
¿verdad? ¡Ay, amigo D. César! ¡qué hermoso es
pagar! (Suspirando fuerte.) Soy libre, libre. ¡Roto al fin el vergonzoso
grillete! El pagador recobra los fueros de su personalidad, amigo mío...
Los afanes, la sorda vergüenza, los mil artificios que trae la
insolvencia, transfiguran nuestro carácter. Un deudor es... otro
hombre... no sé si me explico.
|
DON CÉSAR.-
Y usted, al cumplir sus compromisos,
vuelve a ser...
|
EL MARQUÉS.-
Lo que debí ser siempre, lo que
soy en realidad.
|
—16→
|
DON CÉSAR.-
(Como queriendo
concluir.) Lo celebro mucho. De modo que nada
nos debemos el uno al otro.
|
EL MARQUÉS.-
¿Nada?
|
DON CÉSAR.-
Que yo sepa.
|
EL MARQUÉS.-
Piénselo bien. Puede que
tengamos alguna olvidada cuentecilla que ajustar...
|
DON CÉSAR.-
¿Cuentas...?
¿mía... de usted? No hay nada.
|
EL MARQUÉS.-
No es de dinero.
|
DON CÉSAR.-
¿Pues de qué? ¡Ah!
algún supuesto agravio...
|
EL MARQUÉS.-
Justo.
|
CANSECO.-
(Esto se pone feo).
|
DON CÉSAR.-
Pues si he agraviado a usted... de un
modo inconsciente, sin duda, ¿por qué no me pidió usted
explicaciones en tiempo oportuno?
|
EL MARQUÉS.-
Porque el infeliz deudor
¿quiero que se lo repita? carece de personalidad frente al
árbitro de su vida y de sus actos todos. Se interpone la delicadeza, que
es la segunda moral de las personas bien educadas, y ya tiene usted al hombre
atado codo con codo, como los criminales. El dinero prestado hace un tremendo
revoltijo en el orden lógico de los sentimientos humanos.
|
CANSECO.-
(¡Vaya unas metafísicas
que se trae este aristócrata!).
|
DON CÉSAR.-
No entiendo una palabra, señor
Marqués... ¡Ah! cuestión de mujeres quizás...
|
EL MARQUÉS.-
Hablo con el hombre más
mujeriego y más enamoradizo del mundo.
|
DON CÉSAR.-
¡Cosas que fueron!...
¡Bah! ¿Y al cabo de los años mil sale usted con esa tecla?
(Riendo.) ¡Vaya unas antiguallas que desentierra el buen
Marqués de Falfán...!
|
EL MARQUÉS.-
Me gusta refrescar sentimientos
pasados.
|
DON CÉSAR.-
A mí no. Soy muy positivo. Lo
pasado, pasó. Y el
—17→
presente, mi noble amigo, es harto
triste para mí.
(Sentándose triste
y desfallecido.) Estoy muy enfermo.
|
EL MARQUÉS.-
¿De veras?
|
DON CÉSAR.-
(Con abatimiento.) Gravemente enfermo, casi casi condenado a muerte.
|
EL MARQUÉS.-
Sería muy sensible...
(Poniéndole la mano
en el hombro.) ¡Pobrecito! La codicia y
la concupiscencia son polilla de las naturalezas más robustas.
|
DON CÉSAR.-
Pero en fin. ¿Qué
agravio es ese? Yo no recuerdo...
|
EL MARQUÉS.-
No hay prisa. Cuando usted recobre su
salud, pasaremos revista a diferentes períodos de nuestra vida, y en
alguno de ellos hemos de encontrar ciertos actos que no tuvieron correctivo...
debiendo tenerlo...
|
DON CÉSAR.-
(Recordando y queriendo
desvirtuar el hecho recordado.) ¡Ah!... ¿Tanta
importancia da usted a bromas inocentes?
|
EL MARQUÉS.-
(Con seriedad,
reprimiendo su ira.)
Bromas, ¿eh? Pues ahora qué estoy libre, no
extrañe usted que yo también... ¡Y las gasto pesadas!
|
DON CÉSAR.-
O quizás se refiera usted a
sucesos, o accidentes, motivados por una equivocación lamentable, por un
quid proquo...
|
EL MARQUÉS.-
(Con
intención.) También sé yo
equivocarme lamentablemente cuando quiero dar un sofoco... Golpes a mansalva
que he aprendido de usted...
|
CANSECO.-
(Confuso.) (¿Pero qué significa esto...?).
|
Escena VI |
|
DON JOSÉ, RUFINA, LORENZA.
|
DON JOSÉ.-
¿Cuánto Jerez se han
bebido?
|
LORENZA.-
Once botellas.
|
DON JOSÉ.-
Con media docena habría
bastado.
|
LORENZA.-
Pues de las siete libras de
rosquillas, que hicimos para hoy, mire usted lo que dejan.
|
DON JOSÉ.-
En estos días ya se sabe...
(Recordando.) ¡Ah! antes que se me olvide...
(Saca varias llaves y da
una a
LORENZA.) Saca tres botellas de clarete
para la comida de hoy.
|
LORENZA.-
Bien. ¿Y ponemos otro
principio?
|
DON JOSÉ.-
No.
|
LORENZA.-
Como me dijo que quizás
tendría un convidado...
|
—19→
|
DON JOSÉ.-
(Con
extrañeza.) ¿Quién?
|
RUFINA.-
Sí, abuelito; la Duquesa...
|
DON JOSÉ.-
¡Ah! sí... Pero ignoro si
querrá comer con nosotros. Por si acaso, mata una gallina.
|
RUFINA.-
¿La moñuda?
|
DON JOSÉ.-
No; reservar la moñuda; que es
la mejor. Maten la pinta. Di, tú: ¿Cuántos huevos pusieron
ayer?
|
LORENZA.-
(Retrocediendo.) Nueve.
|
DON JOSÉ.-
Poco es. Más vale el
maíz que se comen.
|
LORENZA.-
¡Pobrecillas! Si supieran de
cuentas lo que usted, ya igualarían el provecho que dan con la pitanza
que consumen. Pero Dios no ha querido que las aves sean tan...
matemáticas...
|
|
(Vase con la loza.)
|
DON JOSÉ.-
En cambio, ha querido que tú
seas respondona.
(A
RUFINA.) La cuenta de hoy.
|
RUFINA.-
(Sacando papel y
lápiz.) Aquí está. Carne,
siete y medio. Pescado, cinco...
(Escribe.)
|
DON JOSÉ.-
Apúntalo todo, y a la noche lo
pasas al libro. Quiero que hasta la hora de mi muerte se lleve cuenta y
razón del gasto de la casa. La regularidad es mi goce, y el orden mi
segunda religión. Benditos sean los números, que dan paz y
alegría a una larga existencia!
|
RUFINA.-
(Examinando sus
papeles.) Hay que añadir alpiste para
los canarios: seis. Y salvado para las gallinas. He traído ambas cosas
por mayor para que salga más arreglado.
|
DON JOSÉ.-
(Con entusiasmo.) ¡Eres un ángel!...
(La besa.) El ángel de la administración... No
extraño que Dios te quiera para sí... ¿Vas ahora a la
iglesia?
|
RUFINA.-
(Guardando sus
papeles.) Todavía no puedo. Ha de venir
más gente.
|
DON JOSÉ.-
Es verdad.
|
RUFINA.-
El capitán y marineros de la
Joven Rufina. ¿No
—20→
sabes? te traen una fragata de guirlache, con los palos de alfeñique, y
cargamento de tocino del cielo.
|
DON JOSÉ.-
(Gozoso.) Ja, ja... ¡Qué bonito!...
¡Cuánto regalo hoy!
(Regodeándose.) ¡Los
capones del Alcalde, qué hermosos!
|
RUFINA.-
¿Pues y la lengua ahumada de D.
Cosme?
|
DON JOSÉ.-
¿Y el jamón del
cura?
|
LORENZA.-
(Presurosa por el
fondo.) Señor, los del Resguardo traen
una docena de cocos; y también está el Rentero de la Juncosa con
muchas mantecas, morcillas y sin fin de golosinas.
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RUFINA.-
(Con
alegría.) Voy a verlo.
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DON JOSÉ.-
Obséquiales con una copa.
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(Vanse
RUFINA
y
LORENZA.
Entra
CÉSAR.)
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Escena VII |
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DON JOSÉ, DON CÉSAR.
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DON JOSÉ.-
(Indicándole el
asiento próximo.) Ya deseaba estar solo
contigo.
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DON CÉSAR.-
(Sentándose
fatigado.) ¡Condenadas visitas!
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DON JOSÉ.-
Tenemos que hablar.
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DON CÉSAR.-
Hablemos.
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DON JOSÉ.-
Has cumplido cincuenta y cinco
años.
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DON CÉSAR.-
(Suspirando.) Sí señor. ¿Y qué?
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DON JOSÉ.-
Que eres un muchacho.
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DON CÉSAR.-
Comparado con usted... Pero si miramos
a la salud, el muchacho es mi padre, y yo el octogenario. ¡Si viera usted
qué mal me siento de algunos días acá!
(Apoya los codos en las
rodillas,
y la frente en las manos.)
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DON JOSÉ.-
Ea, no marear con dolencias
imaginarias, César,
—21→
no seas chiquillo. Si has de casarte no
hay que perder el tiempo.
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DON CÉSAR.-
(Sin alzar la
cabeza.) ¿Acaso el casarse por segunda
vez es ganarlo?
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DON JOSÉ.-
En este caso sí. Vuelvo a
decirte que conviene a los intereses de la casa que sea tu mujer ese espejo de
las viudas,
Rosita Moreno, por mal nombre
La Pescadera.
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DON CÉSAR.-
(Alzando la
cabeza.) Y usted se empeña en que me
pesque a mí.
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DON JOSÉ.-
Exactamente. Y tengo poderosas razones
para desear ese matrimonio. Es tu deber crear una familia, asegurar... como si
dijéramos, nuestra dinastía.
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DON CÉSAR.-
Tengo una hija.
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DON JOSÉ.-
(Vivamente.) Pero Rufinita quiere ser monja.
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DON CÉSAR.-
Tengo un hijo.
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DON JOSÉ.-
Un hijo natural, no reconocido
aún.
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DON CÉSAR.-
Le reconoceré... Ya dije a
Canseco...
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DON JOSÉ.-
Sí, pero... Por dictamen
mío, el reconocimiento no se verificará hasta no asegurarnos de
que Víctor merece pertenecer a nuestra familia. En vista de la mala fama
que trajo del extranjero, donde se educó, y de Madrid, donde
vivió los últimos meses, opiné, y tú lo aprobaste,
que debíamos someterle a un sistema de observación correccional.
Figúrate que resultara imposible...
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DON CÉSAR.-
Víctor tiene talento.
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DON JOSÉ.-
Si como tiene talento tuviera
juicio...
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DON CÉSAR.-
Espero que el rigor con que le
tratamos, le enderezará. Y ya ve usted que soy inexorable... No le dejo
vivir.
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DON JOSÉ.-
Así, así. Pero
¡ay! tan arraigadas están en su magín las ideas
disolventes, que...
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DON CÉSAR.-
Fruto de las malas
compañías y de las lecturas
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ponzoñosas.
Créalo usted; los pícaros libros son la perdición de la
humanidad.
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DON JOSÉ.-
No exageres... Hay libros buenos.
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DON CÉSAR.-
Pero como para saber cuál es
bueno y cuál no, hay que leerlos todos, y esto no es posible, lo mejor
es proscribir la lectura en absoluto... En fin, yo trato de formar a
Víctor a nuestra imagen y semejanza, antes de admitirle legalmente en la
familia... ¡Y cómo trabaja el pícaro! ¡Todo es
fácil para él! ¡Qué inteligencia, qué
prontitud, qué manos!
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DON JOSÉ.-
Pero esas cualidades poco significan
solas. El obrero que a su habilidad no une el don del silencio, no sirve para
nada.
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DON CÉSAR.-
Por eso le tengo prohibido que dirija
a los obreros más palabras que buenos días,
y
sí, y
no. Temo que arroje en los talleres alguna
semilla de insubordinación.
(DON JOSÉ
empieza a dar cabezadas de
sueño.) Si he de decir verdad, a mí mismo, que soy
tan árido de palabra y tan seco de trato, me cautiva si me descuido. Y
aunque me parecen absurdas sus ideas sobre la propiedad, el trabajo, la
política y la religión, de tal modo reviste sus disparates de una
forma reluciente, que me seduce, me emboba... ¡Ah! pues si yo lograra,
con este régimen de esclavitud en el trabajo, que aquel talento superior
entrara por el camino derecho...!
(Advirtiendo que
DON JOSÉ
se ha dormido,
inclinando la cabeza sobra el pecho.) Pero padre... ¿se duerme usted?
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DON JOSÉ.-
(Despertando lentamente y
creyendo que habla con otra persona.) Rosario
de Trastamara, Duquesa de San Quintín... perdóname si te digo
que...
(Sacudiendo el sopor y
viendo claro.) ¡Ah!... eres... De tal
modo me embarga el ánimo la visita de esa mujer, que...
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DON CÉSAR.-
¿Pero es de veras?...
¿Tendremos aquí a Rosarito?
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—23→
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DON JOSÉ.-
Ya oíste al Marqués de
Falfán. No puede tardar. Su carta dice que viene a pedirme consejo.
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DON CÉSAR.-
¡Pedir consejo! Traduzca usted
la frase al lenguaje corriente, y diga: pedir dinero.
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DON JOSÉ.-
¿Pero tan pobre
está?
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DON CÉSAR.-
En la última miseria.
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DON JOSÉ.-
¿Lo ha perdido todo?
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DON CÉSAR.-
Todo. A poco de morir el botarate de
su marido, la propiedad inmueble pasó a manos de tres o cuatro
acreedores. Rosario tuvo que vender los cuadros, armaduras y tapices, la plata
labrada, las vajillas, y hasta las libreas de los lacayos.
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DON JOSÉ.-
¡Qué demonches!
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DON CÉSAR.-
En París, según
oí, ha malbaratado sus joyas. Hoy no le queda más que el
guardarropa, la colección de trapos elegantes, que no valen nada.
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DON JOSÉ.-
¡Dios misericordioso, concluir
de ese modo casa tan poderosa!... Y dime, ¿viste a Rosario en Madrid
últimamente?
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DON CÉSAR.-
No, señor. Desde las cuestiones
agrias que tuve con su padre, la más orgullosa, la más atufada
nulidad que he visto en mi vida, no me trato con ningún Trastamara, y el
parentesco es letra muerta para ellos y para mí.
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DON JOSÉ.-
¡Pobre Rosario! No puedo olvidar
que la tuve sobre mis rodillas, que la he dado mil besos... Por cierto que si
su pobreza es tal como dices, no habrá más remedio que
facilitarle algunos recursos...
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DON CÉSAR.-
(Levantándose.) Usted
hará lo que quiera. Yo no le daría un cuarto. Ella no
pedirá, no; pero llorará. Verá usted como llora: las
lágrimas son en esa nobilísima raza la forma elegante del
pordioseo.
(Se aleja.)
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DON JOSÉ.-
Pero aguarda... óyeme.
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DON CÉSAR.-
Tengo que ir al Ayuntamiento.
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