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ArribaAbajoActo II

 

Terraza en casa de Buendía.- Al fondo, una fila de manzanos y otros frutales, en espalier, con un hueco al centro, por donde entran los que vienen de la huerta.- En el forillo paisaje rústico.- Puertas laterales en primer término.- La de la izquierda, cubierta de enredaderas, da paso a las habitaciones de servicio, cocina y despensa, y junto a ella hay un hueco de emparrado, que conduce al sitio en que se supone que está el horno.- La de la derecha comunica con las habitaciones de los señores.- A la izquierda, cerca del proscenio, una mesa grande que sirve para planchar y amasar.- Dos sillas y una banqueta de madera.

 

ArribaAbajoEscena I

 

ROSARIO, RUFINA, LORENZA, las tres con mandil. La primera plancha una camisola. LORENZA la dirige y enseña. RUFINA apila en una banqueta la ropa planchada ya.

 

LORENZA.-   Más fuerte, Señora.

ROSARIO.-    (Apretando.)  ¿Más todavía?

LORENZA.-   No tanto... ¡Ah! las pecheras de hombre son el caballo de batalla.

ROSARIO.-   ¡Qué torpe soy!

LORENZA.-   ¡Quia! si va muy bien. Ya quisieran más de cuatro...

RUFINA.-   No te canses. Lorenza concluirá.

ROSARIO.-    (Fatigada, dejando la plancha.)  Sí... No puedo más. Hoy, ya me he ganado el pan.

LORENZA.-    (Planchando con brío.)  Concluyo en un periquete.

RUFINA.-   Nosotras a guardar.

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ROSARIO.-    (Apilando en una bandeja de mimbres almohadas y sábanas.) Déjame a mí.

RUFINA.-   No... yo... tú te cansas.

ROSARIO.-   Que no me canso, ea. ¡Qué placer llenar los armarios de esta limpia, blanquísima y olorosa ropa casera!... y ponerlo todo muy ordenadito, por tamaños, por secciones, por clases...  (Cogiendo la bandeja de ropa.)  Venga.  (RUFINA le ayuda a cargársela a la cabeza.)  ¡Hala!

RUFINA.-    (Señalando por la derecha.) ¡Al armario grande de allá!

 

(Sale ROSARIO por la derecha.)

 

LORENZA.-   Parece que no; pero tiene un puño... y un brío...

RUFINA.-   ¡Ya, ya!

ROSARIO.-    (Reapareciendo presurosa por la derecha.)  Ahora, las sábanas.

RUFINA.-   Ahora me toca a mí.

 

(Cargando un montón de ropa. Vase por la derecha.)

 

ROSARIO.-   ¿Y yo? Lorenza, dame la plancha otra vez. Me habéis acostumbrado a no estar mano sobre mano, y ya no hay para mí martirio como la ociosidad.

LORENZA.-   Si estoy acabando.

RUFINA.-    (Por la derecha resueltamente.)  Con que... señora duquesa de San Quintín, concluyó el planchado. ¿Qué hacemos hoy?

LORENZA.-   Manteca.

ROSARIO.-   No; hoy toca rosquillas. D. José lo ha dicho.

RUFINA.-   Y ya mandé a Víctor que encendiera el horno.

 

(LORENZA recoge la última ropa, y la lleva adentro: después va retirando los utensilios de plancha.)

 

ROSARIO.-   Hoy me pongo yo a la boca del horno, yo, yo misma... y ya verás...  (Indica el movimiento de meter la pala en el horno.) 

RUFINA.-   No... tú no sabes; no tienes práctica y quemarás la tarea. Déjame a mí el horno.

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ROSARIO.-   Bueno, bueno.  (Con inquietud infantil, haciendo movimiento de amasar sobre la mesa.) 

LORENZA.-   ¿Amasan aquí?

ROSARIO.-   Aquí, que está más fresco.

RUFINA.-   Y Víctor se encargará de llevarme la masa.

ROSARIO.-   ¿Pero le dejarán venir acá?

RUFINA.-   Si está ahí.  (Señalando la puerta.)  Papá le ha mandado arreglar la esparraguera, y replantar el fresal viejo.

ROSARIO.-   ¿Qué? ¿también entiende de horticultura?

RUFINA.-   De todo entiende ese pillo.  (Va hacia el fondo, y llama, haciendo señas con la mano.)  ¡Eh, Víctor!...

ROSARIO.-   ¡Eh, señor socialista, señor nivelador social, venga usted acá!



ArribaAbajoEscena II

 

Dichas; VÍCTOR por el fondo.

 

VÍCTOR.-   ¿Qué mandan las lindas proletarias?

RUFINA.-   Que te prepares. Necesitamos de tu co... operación revolucionaria y disolvente.

ROSARIO.-   Somos las hordas populares... Pedimos pan y trabajo; y como no nos dan el pan, lo hacemos; pero no para que se lo coman los ricos.

VÍCTOR.-    (Riendo.) ¿Van a hacer pan?

ROSARIO.-   Rosquillas, hombre, para el pueblo soberano.  (Señalándose a sí misma.) 

RUFINA.-   Y traerás aquí la tabla de amasar, las latas y todos los adminículos.

ROSARIO.-   Y luego usted se dignará llevar la tarea a la boca del horno.

VÍCTOR.-   Encendido está ya. Parece un corazón enamorado. Conviene esperar a que se temple.

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ROSARIO.-   Con el frío de la sana razón.

RUFINA.-   Vuélvete a la huerta. No diga papá que te entretenemos.

VÍCTOR.-    (Contemplando estático a ROSARIO.)  (¡Divina, sobrenatural mujer...! ¡Miserable de mí!). ¿Me llamarán luego? ¿Es de veras que me llamarán?

ROSARIO.-   Sí, hombre, sí.

VÍCTOR.-   Pues abur.

 

(Vase por el fondo.)

 

RUFINA.-   ¡Qué guapo y qué simpático!

ROSARIO.-   Sí que lo es. Corazón grande, alma de niño.

LORENZA.-    (Que ha entrado y salido repetidas veces en la escena, llevando los trastos de planchar.)  Señoritas, no olvidarme las gallinas. Es hora de darles de comer.

ROSARIO.-   Sí, vamos.

 

(Al ir hacia el fondo son detenidas por DON JOSÉ y EL MARQUÉS, que entran. Vase LORENZA por la izquierda.)

 


ArribaAbajoEscena III

 

ROSARIO, RUFINA; DON JOSÉ, EL MARQUÉS.

 

DON JOSÉ.-   Aquí la tiene usted.

EL MARQUÉS.-    (Riendo de la facha de ROSARIO.)  Ja, ja, ja... Rosarito, ¿eres tú? ¡Increíble metamorfosis!

ROSARIO.-    (Por DON JOSÉ.)  Aquí tienes al autor del milagro.

DON JOSÉ.-   ¿Qué cree usted? Se levanta a las cinco de la mañana.

EL MARQUÉS.-   Justamente a la hora a que se acostaba en Madrid.

ROSARIO.-   ¿Y tú qué tal?

EL MARQUÉS.-   Ayer me instalé en los baños, y mi primera visita en la gran Ficóbriga es para la nieta de reyes, hoy aprendiz de planchadora.

DON JOSÉ.-   Se pasa el día de faena en faena, vida gozosa, entretenida y saludable.

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EL MARQUÉS.-   Sí que lo será. ¿Me admiten en la partida?

RUFINA.-   Mire usted que aquí se trabaja de veras.

DON JOSÉ.-   Diga usted que también se divierten, triscan y retozan.

ROSARIO.-   ¡Ay, ayer tarde, por el monte arriba, qué espectáculo, qué pureza de aires, qué aromas campesinos! Nunca he sentido tan grande amor a la Naturaleza y a la soledad.

EL MARQUÉS.-   Pues en los baños me dijeron que una tarde, al subir al monte, por poco te matas.

ROSARIO.-   ¿Yo?

RUFINA.-   No fue nada.

DON JOSÉ.-   Una torpeza de Víctor. Ya le he reprendido. Empeñose en llevar el burro por un desfiladero...

RUFINA.-   No fue culpa de Víctor. ¡Vaya!¡que todo lo malo lo ha de hacer el pobre Víctor!...

ROSARIO.-   Fue culpa mía. Yo, yo misma le mandé que me llevara por aquellos riscos. Por poco nos despeñamos, amazona, burro y borriquero... En fin, gracias al arrojo de ese valiente muchacho, no pasó nada.

DON JOSÉ.-   Ni volverá a ocurrir. Ya tendrá cuidado.

ROSARIO.-   Y finalmente, Currito Falfán, primo mío, vástago ilustre de la segunda rama de los Otumbas, ¿quieres ayudarnos a hacer rosquillas?

EL MARQUÉS.-    (Riendo.)  ¿De veras?... ¿Pero tú...?

DON JOSÉ.-   Amasa que es un primor.

EL MARQUÉS.-   Ayudaré... a comerlas. Y acepto también la invitación de D. José, que sostiene que no hay sidra como la suya...

DON JOSÉ.-    (Ponderando.)  Hecha en casa. ¡Verá usted qué sidra!

ROSARIO.-   Y ahora, al gallinero.

EL MARQUÉS.-   Espérate, hija, tengo que hablarte. ¿Acaso valgo menos que las aves de corral?

RUFINA.-   Quédate. Yo iré.

 

(Vase por el fondo.)

 

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ArribaAbajoEscena IV

 

Dichos menos RUFINA; DON CÉSAR, presuroso por el fondo. Después, LORENZA, por la izquierda.

 

DON CÉSAR.-   ¿No ha venido Canseco...? Hola, Marqués...  (Receloso y displicente.) (¡Aquí otra vez este botarate!).

DON JOSÉ.-   El notario no puede tardar.

EL MARQUÉS.-   Dígame, D. César, ¿es cierto que compra usted los dos caballos de tiro, y la yegua del Marqués de Fonfría, que hoy salen a subasta?

DON CÉSAR.-    (Con vanidad.) Sí señor... ¿Y qué?

DON JOSÉ.-   ¿Pero te has vuelto loco? ¡Caballos de lujo... tú!

DON CÉSAR.-   Yo, yo... El señor Marqués, tan perito en asuntos caballares, me dará informes...

EL MARQUÉS.-   Con muchísimo gusto.

DON JOSÉ.-    (Asustado.)  ¿Pero te ha entrado el delirio de grandezas? César, vuelvo en ti.

EL MARQUÉS.-   Los dos de tiro, Eclair y Néstor, son de la yeguada de mi hermano, media sangre. La yegua Sarah fue mía. Procede de las cuadras del Duque de Northumberland... pura sangre, fina como el coral, y veloz como el viento.

 

(ROSARIO limpia la mesa, y acaba de retirar algunos objetos que sobran.)

 

EL MARQUÉS.-   La tengo en mi libro, y los datos de alzada, edad... Compre usted sin miedo: es verdadera ganga.

DON JOSÉ.-    (Inquieto.) ¿Pero no es broma?... ¡Despilfarro mayor!

ROSARIO.-    (Acercándose al grupo.)  D. César piensa poner coche a la gran D'Aumont, para que so paseo por Ficóbriga Rosita la Pescadera.

DON CÉSAR.-   Se paseará... quien se pasee.

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EL MARQUÉS.-   ¿Pero se casa? ¡Oh, Providencia!

DON JOSÉ.-    (Malhumorado.)  Como la elección no sea buena, vale más no pensar en ello.

ROSARIO.-   ¿Casarse?... Si dice que se va a morir pronto.

EL MARQUÉS.-   Mejor para encontrar novia.

DON CÉSAR.-   Todavía daré alguna guerra.  (A ROSARIO bruscamente en tono afectuoso.)  Rosarito, no trabaje usted tanto, que se le estropearán las manos.

ROSARIO.-   ¿Y a usted qué le importa?

DON CÉSAR.-   Me importa... puede importarme mucho. Y no debe andar usted tanto al sol si quiere conservar la finura de su cutis.

DON JOSÉ.-   Si así está más bonita.

EL MARQUÉS.-   Más pastoril, más campestre.

DON JOSÉ.-    (Regañón.)  A buenas horas te entra la manía de lo aristocrático.

ROSARIO.-   Cuando a mí me da por lo popular.

DON CÉSAR.-   Rosarito de mi alma, no me lleve usted la contraria. Ya sabe que la quiero bien, que...

DON JOSÉ.-    (Incomodado.)  Ea, basta de bromas.

DON CÉSAR.-   Si no es broma.  (A ROSARIO.)  ¿Ha tomado usted a broma lo que le he dicho?

EL MARQUÉS.-   ¿Pero qué es ello?  (Bromeando.)  D. José, esto es muy grave.

DON JOSÉ.-   Insisto en que mi hijo no tiene la cabeza buena.

DON CÉSAR.-   Y hay más...

DON JOSÉ.-    (Alejándose airado.)  No quiero, no quiero saber más locuras. Tendría que tratarte como a un chiquillo. Marqués, ¿probamos o no probamos esa sidra?

EL MARQUÉS.-   Estoy a sus órdenes.

DON JOSÉ.-   Voy un instante a la bodega. Le espero a usted en el comedor.  (En la puerta mirando a DON CÉSAR.)  (¡Calamidad de hijo! ¡Ah, veremos, veremos quién puede más!).

 

(Vase por el fondo.)

 
  —50→  

LORENZA.-    (Por la derecha.)  El señor de Canseco.

DON CÉSAR.-   Que pase a mi cuarto.  (A ROSARIO.)  Tengo que ocuparme de cosas graves. Hablaremos luego.  (Al MARQUÉS.)  Dispénseme. No se olvidará usted de mandarme...

EL MARQUÉS.-   ¿El registro de caballos?... Sí, sí. Descuide.

DON CÉSAR.-   Hasta ahora.

 

(Vase por la derecha.)

 


ArribaAbajoEscena V

 

ROSARIO, EL MARQUÉS.

 

ROSARIO.-    (Viendo alejarse a DON CÉSAR.)  ¿Has visto qué cócora de hombre?

EL MARQUÉS.-   Juraría que se ha prendado de ti.

ROSARIO.-   Tengo esa desdicha.

EL MARQUÉS.-   ¿Y se ha declarado?

ROSARIO.-   Salimos a declaración por día, en diferentes formas. Ayer, en una carta larguísima, fastidiosa y con muy mala gramática, me hizo proposición de casamiento.

EL MARQUÉS.-   ¡Y tú...!

ROSARIO.-   ¡Cállate, por Dios! Te juro que antes me casaría, con un albañil, con un peón, con un presidiario que con ese hombre.

EL MARQUÉS.-   Bien dicho. Todo antes que esta dinastía de pasteleros enriquecidos. El que inventó las rosquillas debió de ser un excelente hombre. Pero la raza ha ido degenerando, y D. César es rematadamente protervo. Tú le odias; yo más.

ROSARIO.-   No; yo más. Reclamo el privilegio. Las mordeduras de ese reptil han sido más venenosas para mi familia que para la tuya.

EL MARQUÉS.-   ¡Ah! tú no sabes... No quiero hablarte de la humillación   —51→   en que he vivido diez años, sufriendo sus perfidias, y sin poder defenderme. Luego, el maldito, con refinada hipocresía, afectaba una adhesión servil a mi persona; y después de jugarme una mala pasada, se deshacía en cumplidos y protestas de amistad... ¡Y qué solapada astucia para fiscalizar mis actos, qué aptitudes de polizonte...! Nada, que no me dejaba vivir... Me seguía los pasos... Era mi sombra, mi pesadilla. ¿No te conté aquel caso?... ¡Ah! verás. Logró apoderarse de siete cartas mías, dirigidas a la Estéfani...

ROSARIO.-   Y se las mandó a tu mujer. Lo supe, sí.

EL MARQUÉS.-   Tenía que enviar a Dolores una cantidad en billetes. Dentro del sobre puso las cartas.

ROSARIO.-   ¡Infamia mayor! ¿Y no le mataste?

EL MARQUÉS.-   Me fui a él como un tigre... Habías de verle y oírle, tembloroso, servil, queriendo encubrir la cobardía con la lisonja... Jurome que se había equivocado... que las cartas pensaba mandármelas a mí. En efecto, bajo otro sobre me mandaba una nota de réditos...

ROSARIO.-   Debiste ahogarlo.

EL MARQUÉS.-   Debí... sí... pero ¡ay! aquella noche necesitaba yo dos mil duros... Cuestión de honor... cuestión de pegarme un tiro si no los tenía.

ROSARIO.-   Comprendo... ¡ah!

EL MARQUÉS.-   Y tuve que humillarme. Rosario de mi vida, nada envilece como cierta clase de deudas. No debas. Si para verte libre de tal suplicio, necesitas descender en la escala social, baja sin miedo, cásate con un guardia de consumos, o con el sereno de tu barrio.

ROSARIO.-   Tienes razón. He sido también esclava y mártir. Gracias a Dios, estoy libre... aunque pobre.

EL MARQUÉS.-   Y ahora, prima querida, resuelto a no morirme sin   —52→   dar a mi verdugo un bromazo como los que él me ha dado a mí, pongo en tu conocimiento que ya se la tengo armada.

ROSARIO.-   ¿Un bromazo?...

EL MARQUÉS.-   Una equivocación de la escuela fina, del estilo de las suyas.

ROSARIO.-   Cuéntame... ¿Qué es eso?

EL MARQUÉS.-   Una cosa tremenda...

ROSARIO.-    (Con vivo interés.)  Pues dímelo. ¿Es algún secreto?

EL MARQUÉS.-   Para ti no.

ROSARIO.-   ¿Qué harás, pues?

EL MARQUÉS.-    (Temeroso de ser oído.)  Destruir la ilusión de su vida. Ya sabes que anda por ahí un hijo...

ROSARIO.-   Sí, le conozco; está aquí.

EL MARQUÉS.-   Por más señas, demagogo, sectario de la Commune, del ateísmo y del mismísimo infierno. Pues con todo, no será tan antipático como César.

ROSARIO.-   En efecto, no es antipático. No parece hijo de tal padre.

EL MARQUÉS.-   ¡Toma! como que no lo es... como que no lo es... ¿Lo quieres más claro?

ROSARIO.-    (Estupefacta.)  ¡Qué me cuentas!

 

(Pausa.)

 

EL MARQUÉS.-   Lo que oyes. Puedo probarlo. Es decir, lo que puede demostrarse es que la filiación del joven reformador de la sociedad, es un enigma, una equis...

ROSARIO.-    (Con ardiente curiosidad.)  Explícame eso... ¿Pero es de veras que...?

EL MARQUÉS.-   ¿Conociste a una tal Sarah Balbi?

ROSARIO.-   ¿Italiana, institutriz en la casa de Gravelinas? A mamá oí hablar de esa mujer. Ya, ya voy comprendiendo. Y D. César la amó, y la creyó fiel...

EL MARQUÉS.-   Rarezas, anomalías de los caracteres humanos.

ROSARIO.-   ¡Un hombre que tan bien conoce la moneda falsa, que entre mil centenes buenos encuentra el malo,   —53→   sólo con revolverlos sobre una tabla... no conocer a Sarah!

EL MARQUÉS.-   ¡Y tenerla por oro de ley!... Cegueras que impone el cielo como castigo.

ROSARIO.-   ¿Pero tú, cómo sabes...?

EL MARQUÉS.-   Recordarás que hace pocos meses murió en casa el pobre Barinaga.

ROSARIO.-    (Recordando.) Coronel de ejército, figura noble... barba blanca...

EL MARQUÉS.-   Por meterse en trapisondas políticas, acabó sus días en la miseria. Yo le recogí para que no fuera al hospital.

ROSARIO.-   Ya, ya... Y ese infeliz tuvo amores con la italiana...

EL MARQUÉS.-   Sí.

ROSARIO.-   Al mismo tiempo que D. César.

EL MARQUÉS.-   Dos días antes de morir, refiriome el pobre coronel su martirio. Porque verás. La amó locamente. Conservaba siete cartas de ella... ¡siete! fíjate en el número, siete cartas, que me entregó.

ROSARIO.-  ¿Y las tienes?

EL MARQUÉS.-   Como que ellas serán el cartucho de dinamita que pienso poner en las manos del caballero de las equivocaciones... ¡Ah! me faltaba decirte que Barinaga padeció el suplicio de los celos...

ROSARIO.-   De modo que la tal Sarah le engañaba también...

EL MARQUÉS.-   Él lo creía, o lo temía... Era un misterio esa mujer... Misterio lleno de seducciones; me consta... Corramos un velo...

ROSARIO.-   Sí, corrámoslo.

EL MARQUÉS.-   En las siete cartas, que yo llamo las siete partidas, se ve bien claro que explotaba la ceguera de D. César...

ROSARIO.-   Con el argumento de su maternidad.

  —54→  

EL MARQUÉS.-   Que era en ella como una palanqueta para forzar aquella arca tan difícil de abrir.

ROSARIO.-   ¡Horrible historia! ¡Y ese infeliz joven...! ¿Pero qué culpa tiene él? ¡Arrancarle su nombre, privarle de su fortuna!... No, no, primo, no hagas eso... déjale que...

EL MARQUÉS.-   La cosa es grave. No creas... Yo también dudo a veces...

ROSARIO.-    (Cambiando súbitamente de idea.)  ¡Oh, qué ideas me asaltan! Pues sí, debes...

EL MARQUÉS.-   ¿Opinas que...?

ROSARIO.-    (Rectificándose con espanto de sí misma.)  No, no...

EL MARQUÉS.-   Entonces, ¿te parece que...?

ROSARIO.-    (Después de vacilar, afirma de nuevo.)  Sí, sí... Siento en mí impulsos rencorosos, vengativos. Merece el tal D. César un golpe duro, muy duro, y no seré yo quien le compadezca... Esta aversión la heredé de mi padre.

EL MARQUÉS.-   Ya sé...

ROSARIO.-   La heredé también de mi madre. Ese hombre se permitió hacerle proposiciones amorosas, y colérico y venenoso, al verse rechazado con horror, la calumnió infamemente...

EL MARQUÉS.-   ¡A quién se lo cuentas...! Dijo de ella...

ROSARIO.-    (Indignada, tapándole la boca.)  Cállate.

EL MARQUÉS.-   ¿Con que decididamente... me equivoco?

ROSARIO.-    (Con firmeza.)  Sí, sí.

EL MARQUÉS.-   Él me ha pedido la filiación de la yegua... que también se llama Sarah... ¡Bromas del Altísimo, Rosario!... Pues este cura... se equivoca, y en vez de meter en el sobre...

ROSARIO.-   Comprendido...  (Turbada y confusa.)   ¡Ay, no sé qué pensar... ni lo que siento sé! ¡Si supieras, primo, por qué camino tortuoso ha venido a tener   —55→   esto asunto para mí un interés inmenso!

ROSARIO.-    (Con resolución.)   ¿Harás lo que te mande?

EL MARQUÉS.-   ¿Qué es?

ROSARIO.-   Dame las siete partidas.

EL MARQUÉS.-   ¿Y tú...?

ROSARIO.-   Déjame a mí.

EL MARQUÉS.-   Te enviaré el paquetito con persona de confianza.

ROSARIO.-   Tomo sobre mi conciencia el cuidado y la responsabilidad de la equivocación.  (Sintiendo voces por la derecha.)  Chist... Creo que el patriarca te llama.

EL MARQUÉS.-    (Presuroso.)  ¡Ah! sí, la sidra... Quedamos en que te mando eso.

ROSARIO.-   Sí, Sí.



ArribaAbajoEscena VI

 

Dichos; DON JOSÉ por el foro; tras él LORENZA.

 

DON JOSÉ.-   Pero, Marqués, le estoy esperando...

EL MARQUÉS.-   Allá iba...

DON JOSÉ.-    (Registrando con la mirada toda la terraza.) ¿No ha vuelto ese loco?  (A LORENZA.)  ¿Y César?

LORENZA.-   En su cuarto. El señor de Canseco ha salido; dijo que volverá.

DON JOSÉ.-   Ya... (Reconocimiento tenemos).

EL MARQUÉS.-   ¿Pero no sabe usted lo mejor?

ROSARIO.-   Que soy causa de su delirio, Sr. D. José de mi alma.

DON JOSÉ.-   ¿Crees quo no lo había comprendido? Hace días que me dio en la nariz el tufo del volcán.

ROSARIO.-   Yo, triste de mí, no le he dado el menor motivo...

DON JOSÉ.-   Ya me lo figuro... Hija mía, yo te suplico que hagas lo posible y lo imposible por quitarle de la cabeza   —56→   esa idea caprichosa. Ni a él le conviene, ni...

ROSARIO.-   Claro, ni a mí.

DON JOSÉ.-   Yo deseo casarle con una mujer sencillota, sin pretensiones...

ROSARIO.-   Alianza muy natural. Y así aseguramos el negocio del pescado.

DON JOSÉ.-   No lo digas en broma.  (Receloso.)  (¡Si alentará ésta su locura! Estaremos en guardia).



ArribaAbajoEscena VII

 

Dichos; RUFINA por el fondo con una cesta de huevos.

 

RUFINA.-   Hoy van ocho.

DON JOSÉ.-    (Examinando embelesado los huevos, y mostrándolos al MARQUÉS.)  ¡Vea usted qué hermosura!

EL MARQUÉS.-   ¡Oh, sí!

DON JOSÉ.-   Y puede usted asegurar que no hay en el mundo gallinas tan ponedoras como las mías.

EL MARQUÉS.-   Así lo proclamaré urbi et orbe, y ¡guay de quien lo ponga en duda!

LORENZA.-    (A RUFINA.)  Señorita, la llave para sacar el azúcar.

DON JOSÉ.-    (Asombrado.)   ¡Azúcar!

ROSARIO.-   Claro... para las rosquillas.

DON JOSÉ.-   ¡Ah! ya.

RUFINA.-   Tarea de cinco libras, abuelito.

DON JOSÉ.-  Pues una libra de azúcar. Saca el azúcar y la canela  (Tentándose los bolsillos.)   ¿Tienes tú las llaves?

 

(RUFINA da las llaves a LORENZA.)

 

Libra y media de manteca, ¿sabes?...Primero separas las claras; bates bien las yemas con el azúcar, y cuando esté bien espeso, lo...

LORENZA.-    (Interrumpiéndole.)  Si ya sé, señor...

DON JOSÉ.-   Digo que haces tú la primera pasta, para facilitarles   —57→   el trabajo... Anda.

 

(Vase LORENZA.)

 

Con que... señor Marqués, ¿vamos a probar la sidra?

EL MARQUÉS.-   Andiamo... y después me bajo al establecimiento. Con que abur.  (A ROSARIO.)  A trabajar se ha dicho.  (Con intención.)  Afinar bien la masa...

DON JOSÉ.-   En marcha.

 

(EL MARQUÉS le da el brazo. Vanse por el fondo.)

 


ArribaAbajoEscena VIII

 

ROSARIO, RUFINA, VÍCTOR; después, LORENZA.

 

VÍCTOR.-    (Que sale por la izquierda con una tabla de amasar, un rodillo y varias latas.)  ¿Dónde pongo esto?

ROSARIO.-   Aquí. ¿Y Lorenza, ha batido las yemas?

VÍCTOR.-   En eso está. Las yemas y el azúcar: alegoría de la aristocracia de sangre unida con la del dinero.

ROSARIO.-    (Con gracejo.)  Cállese usted, populacho envidioso.

VÍCTOR.-   ¿Está mal el símil?

ROSARIO.-   No está mal. Luego cojo yo las aristocracias, y...  (Con movimiento de amasar.)  las mezclo, las amalgamo con el pueblo, vulgo harina, que es la gran liga... ¿Qué tal? y hago una pasta...  (Expresando cosa muy rica.) 

RUFINA.-   Pero ese pueblo, alias harina, ¿dónde está?

ROSARIO.-   ¿Y la manteca, clase media, como quien dice?

VÍCTOR.-   Voy por la masa.

ROSARIO.-   Pero no nos traiga acá la masa obrera.

RUFINA.-   Ni nos prediques la revolución social.

ROSARIO.-    (Empujándole.)  Vivo, vivo.

VÍCTOR.-   A escape.

 

(Vase por la izquierda.)

 

RUFINA.-    (Arreglando la tabla de amasar y pasándole un trapo.)  ¡Qué bueno es Víctor!

ROSARIO.-   ¿Le quieres mucho?

  —58→  

RUFINA.-   Sí que le quiero. ¡Qué hermoso es tener un hermano! ¿Verdad...?

ROSARIO.-    (La mira fijamente. Suspira con tristeza. Pausa.)  Sí.

 

(Entra LORENZA con una jofaina y toalla, que pone al extremo de la mesa; detrás VÍCTOR con la masa, que forma un bloque sobre una tabla.)

 

LORENZA.-   Ya está todo mezclado.

ROSARIO.-   ¿Y bien cargadito de manteca?

LORENZA.-   Sí señora.  (Pone la masa sobre la tabla y le da golpes con el puño.) 

ROSARIO.-    (Impaciente.)  Yo, yo.  (Apartando a LORENZA, golpea la masa.) 

LORENZA.-   Antes de trabajar con el rodillo... así, así...  (Indica el movimiento de ligar con los dedos.) 

RUFINA.-   Y le das muchas vueltas, y aprietas de firme para que ligue bien.

ROSARIO.-    (Hundiendo las manos en la masa.)  Si sé, tonta. Vete tú al horno. ¿Está bien caldeado?

LORENZA.-   Hay que verlo.

RUFINA.-   Vamos.

ROSARIO.-   En seguidita te mando masa.

 

(Vanse RUFINA y LORENZA por la izquierda, segundo término.)

 


ArribaAbajoEscena IX

 

ROSARIO, VÍCTOR.

 

ROSARIO.-    (Suspendiendo el trabajo.)  Gracias a Dios que estamos solos.

VÍCTOR.-   Cortos instantes de felicidad para mí, robados a la soledad y a la tristeza de este presidio.

ROSARIO.-    (Trabajando de nuevo.)  Tengo que reñirle a usted. Anoche, al volver de paseo por la playa con Rufinita y las sobrinas del cura, cuando se   —59→   hizo usted el encontradizo, me dijo usted cosas muy malas. He soñado con hordas populares desbordadas, con la guillotina y el saqueo...

VÍCTOR.-   Eso no va con usted.

ROSARIO.-   Porque soy pobre y nada tengo que saquear.

VÍCTOR.-   No es por eso.

ROSARIO.-   Vamos; que usted, cuando toquen a derribar ídolos, hará una excepción en favor mío. Porque este señor socialista escarnece sus ideas enamorándose locamente de una aristócrata.

VÍCTOR.-   Locamente, sí.

ROSARIO.-   ¡Traidor, desertor, apóstata! Eso es burlarse de los principios!...

VÍCTOR.-   Pues me burlo...

ROSARIO.-   Abandona un imposible por aspirar a otro.

VÍCTOR.-    (Vivamente.)  No, si yo no aspiro a nada. Sé que usted no puede amarme.

ROSARIO.-   Pues si no puedo amarlo, domínese; coja usted su corazón, y haga con él  (Apretando la masa.)  lo que hago yo ahora con esta masa insensible.

VÍCTOR.-   Y después al horno de la imaginación...

ROSARIO.-    (Vivamente.)   Eso es lo que le pierde a usted.

VÍCTOR.-   Al contrario, me salva. ¡Bendita imaginación! Mi único consuelo es cabalgar en ella y lanzarme por el espacio infinito, hacia la región de lo ideal, del pensar libre y sin ninguna traba. Delirando a mi antojo, construyo mi vida conforme a mis deseos; no soy lo que quieren los demás, si no lo que yo quiero ser. No me importan las leyes, porque allí las hago todas a mi gusto. Me instalo en el planeta más hermoso. Soy rey, semidiós, dios entero, amo y soy amado.

ROSARIO.-   Basta. Eso me recuerda mi niñez, cuando, con mis amiguitas, jugaba yo a los disparates.

  —60→  

VÍCTOR.-   ¿Qué es eso?

ROSARIO.-   ¿Pero usted, de muchacho, no ha jugado a los desatinos? Es cosa muy divertida. Yo deliraba por ese juego. Vea usted; mis amigas y yo nos desafiábamos a cuál inventaba un disparate mayor; y la que sacaba de su cabeza un absurdo tal que no pudiera ser superado, esa ganaba.  (La actriz determinará, conforme a la intención de cada frase, cuándo debe interrumpir y cuándo reanudar el trabajo.) 

VÍCTOR.-   ¡Qué bonito!

ROSARIO.-   Juguemos a los desatinos. A ver cuál de los dos inventa una cosa más disparatada.

VÍCTOR.-   Más imposible.

ROSARIO.-   Justo; la otra noche pensaba yo que era una hormiga, y que daba vueltas alrededor del mundo, siempre por un mismo círculo, hasta que al fin, con el roce de mis patitas, partía el globo terráqueo en dos... Imagínese usted el número de siglos que necesitaría para...

VÍCTOR.-    (Riendo.)  Sí... ¡Qué gracioso! Pues yo he pensado un desatino mayor. Que usted y yo vivíamos en un planeta donde los vegetales hablaban.

ROSARIO.-   Y los animalitos echaban hojas.

VÍCTOR.-   En que nosotros éramos como arbustos que caminaban, y nuestros ojos flores que reían, y nuestras bocas flores que besaban... En aquel extraño mundo, usted no era aristócrata.

ROSARIO.-   Como que probablemente sería una calabaza, quizás una apreciable ortiga... Bah, sus disparates no valen nada, amigo Víctor. Se puede inventar un despropósito incomparablemente mayor.

VÍCTOR.-   ¿A ver?

ROSARIO.-   Un absurdo... vamos, que apenas se concibe.  (Pausa. Se miran un momento.)  Que yo, no en ese planeta   —61→   donde hablan las hierbas, sino aquí, en este, pudiera llegar a quererle a usted, a simpatizar con sus ideas primero, con la persona después...

VÍCTOR.-   Señora duquesa, ¿quiere usted que yo me vuelva loco?

ROSARIO.-   ¿A que no inventa usted una barbaridad como esa?

VÍCTOR.-   ¡Quererme usted... y...! Duquesa...

ROSARIO.-   Ea, ya me empalaga usted con tanto Duquesa, Duquesa... Si sigue usted tan fino, las rosquillas van a salirme muy cargadas de dulce. Llámeme usted Rosario.

VÍCTOR.-   ¿Así, con toda esa llaneza?

ROSARIO.-   ¿Pero usted no sabe que la de San Quintín es también revolucionaria y disolvente? Sí señor, creo que todo anda muy mal en este planeta; que con tantas leyes y ficciones nos hemos hecho un lío, y ya nadie se entiende; y habrá que hacer un revoltijo como esto  (Amasando con brío.) , mezclar, confundir, baquetear encima, revolver bien  (Haciendo con las manos lo que expresan estos verbos.)   para sacar luego nuevas formas...

VÍCTOR.-   ¡Admirable idea...! Yo voy más allá.

ROSARIO.-    (Vivamente.)   A donde va usted ahora, pero volando, es a ver si el horno está a punto.

VÍCTOR.-   Sí que estará.

ROSARIO.-   Vaya usted, le digo.

VÍCTOR.-    (Sonriendo.)  ¡Despótica!  (Alejándose.) 

ROSARIO.-   No soy yo la despótica, sino la masa, la soberana masa.

 

(Vase VÍCTOR por la izquierda, segundo término.)