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El canon poético en España de 1830 a 1837

Ricardo NAVAS RUIZ


University of Massachusetts

Desde comienzos del siglo XVIII hasta 1830 se pueden documentar en la literatura española, según la considerable evidencia acumulada por la historia y la crítica, abundantes manifestaciones románticas. En breve síntesis cabría agruparlas en tres categorías. Comprende la primera el intenso trabajo de recuperación y revalorización de la herencia medieval y áurea a través de ediciones, estudios, ensayos laudatorios, refundiciones [McClelland 1937]. En lo que concierne a la poesía culminó este esfuerzo en los treinta primeros años del siglo XIX con el reconocimiento del romancero tradicional como la verdadera poesía nacional de España. A ello contribuyeron las ideas de Herder y la estima que mostraron por él alemanes, ingleses y franceses. Haciéndose eco de su recobrada importancia, lo recogieron Manuel José Quintana en su antología de Poesías escogidas [1796], Böhl de Faber en su Floresta de rimas antiguas castellanas [1821-1825] y, sobre todo, Agustín Durán en sus tres tomos del Romancero [1828, 1829, 1832].

Cultivaron además el romance con renovado interés Juan Meléndez Valdés en «Alarmas españolas» [1808], Manuel José Quintana en «La fuente de la mora encantada», el futuro Duque de Rivas en Poesías [1814, 1820] como su famoso «Con once heridas mortales». No hubo quien no lo elogiase, incluso quienes, como Meléndez Valdés, condenaron los romances de ciego. Baste el testimonio de alguien un tanto recalcitrante ante el género, José Joaquín de Mora. En sus artículos sobre «Spanish Poetry» [The European Review, 1824, 1826] reconoce que el romancero encarna la auténtica poesía española, hecha sobre todo de amor a la Patria y la Religión, si bien aconseja a los jóvenes que sigan la influencia de los poetas ingleses modernos [Llorens 1979]. En una escala mucho menor se inició asimismo la recuperación y revalorización de la copla popular en la Colección de seguidillas y cantares [1799] de Alfonso Valladares y Colección de las mejores coplas, seguidillas, boleras y tiranas [1805] de Nicolás Zamacola, Don Preciso.

Abarca la segunda categoría ciertos rasgos, actitudes, gustos, que emergieron hacia 1775 [Valera 1901, Arce 1981], anticipando supuestamente la sensibilidad romántica al punto que se ha llegado a hablar de un primer romanticismo español [Sebold 1983]. Se trata en poesía del colorido descriptivo de un Nicolás Fernández de Moratín, el orientalismo de algunos romances moriscos y el mucho más tardío proveniente de las traducciones árabes y persas contenidas en Poesías asiáticas   -300-   [1833] del conde Noroña, el intimismo y sentimiento de la naturaleza de Meléndez Valdés, el pesimismo de Nicasio Álvarez Cienfuegos, el patriotismo liberal y nacionalista de Quintana, el tema astral, la toma de actitud ante seres explotados como el esclavo y el obrero, algunas meditaciones filosóficas. De modo particular se ha recalcado [Sebold 1983] el dolor romántico presente en «El melancólico. A Jovino» [1794] de Meléndez Valdés que inventó incluso un término para designarlo, el de fastidio universal, y el tenebrismo sepulcral de las Noches lúgubres [1799-1780] de José Cadalso.

En la tercera se incluyen traducciones, polémicas, periódicos, ensayos, discursos, que de algún modo trataron de informar sobre las nuevas corrientes literarias europeas desde finales del siglo XVIII. La lista es amplia y bien conocida [Navas Ruiz 1990]. Dentro del campo poético, gozó de extensa fama James MacPherson [Montiel 1974]., traducido por José Alonso Ortiz [Obras de Ossián 1788], Pedro de Montengón [Fingal y Temora, 1800] y José Marchena [«Himno al sol» y otros fragmentos, 1804]. Quintana, en nota a las traducciones de éste insertas en Variedades de Ciencias, Literatura y Arte, se ocupó de él con no poco entusiasmo. Johan C. Friedrich Schiller, más influyente como dramaturgo por su Don Carlos, no fue ignorado como poeta. Con el título de «Reflexiones sobre la poesía» se incluyó también en Variedades [1805] una traducción o adaptación de su importante ensayo «Uber naive und sentimentalische Dichtung», quizá de Bohl de Faber [Lorenzo 1960, Juretschke 1975]. El Europeo difundió sus ideas estéticas. A Byron se lo mencionó en la polémica entre Bohl de Faber y Mora [1814]. Algunos poemas fueron traducidos en prosa: El sitio de Corinto [1818], El Corsario [1827], Lara [1828], Childe Harold [1829], Don Juan [1829]. Apareció también una antología de la lírica con el título de Odas [1830]. Los juicios sobre el mismo abundaron desde el Discurso [1829] de Juan Donoso Cortés.

La existencia de tantos datos deberían permitir inferir que los poetas españoles, al hablar hacia 1830 de romanticismo y de la necesidad de ponerse a la par de Europa, enlazarían con ellos, se apoyarían en ellos, los citarían como precedentes de su nuevo proyecto. No fue así, o por lo menos no completamente. La historia tiene caminos extraños. No siempre lo que se cree evidente desde la posteridad se presentó de igual modo a los contemporáneos de los hechos. Toda generación asume tomas vitales, mejor aun viscerales, de posición, aceptaciones y rechazos, que pueden parecer luego absurdos al espectador objetivo, pero que condicionan decisivamente para bien o para mal su actuación y su carácter. Aciertos y errores pertenecen a los protagonistas, no a sus comentadores. Es necesario, por lo tanto, no imponer sobre los escritores de 1830 deseosos de cambio lo que sabemos y lo que nos puede parecer lógico. Hay que escucharlos, indagar cómo sienten, explorar lo que buscan y dónde. En otros términos, y centrados en el tema propuesto, por muy arriesgado que sea, hay que tratar de reconstruir el proceso por el que llegaron a establecer un concepto o un canon de poesía romántica. Sólo así se evitará la trampa de la falacia histórica que, desde cierta altura del hoy, juzga como de cierto signo, romántico por ejemplo, fenómenos de épocas anteriores que sólo se pueden considerar tales porque   -301-   luego existió ese signo, no porque en sí lo fueran. Sin la aparición posterior del mismo, su interpretación sería muy diferente.

Pudo haber, en efecto, abundancia de rasgos románticos en la poesía de España antes de 1830 según nuestra apreciación presente; pero los jóvenes poetas de esa década no parecen haberlo percibido. Nadie menciona el fastidio universal de Meléndez Valdés para designar el romántico hastío o tedio existencial. Nadie se acerca a los cementerios o la noche macabra a través de Cadalso. Nadie invoca sus ilustres nombres como predecesores de lo moderno. Ante tan llamativo olvido, se ha hablado de interrupción o represión del romanticismo en los treinta primeros años del siglo XIX [Sebold 1995] debido a la dictadura fernandina. O simplemente se acepta que quizá sea «tan exagerado afirmar que el autor de las Cartas marruecas sea el primer romántico español como pretender que del «fastidio universal» de Meléndez Valdés resulte el spleen baudelairiano» [Urrutia 1995, 26]. Lo cierto es que no se contó con ello en la poesía española hacia 1830. El impulso renovador que situó estos temas y otros mencionados en el centro de la creación poética vino directamente de fuera, ya en forma de redescubrimiento, ya en forma de absoluta novedad.

Cuando comenzaron a brotar los signos del cambio hacia 1830, se miró directamente al extranjero, incluso en asuntos que atañían a la herencia patria. Espronceda ensayó el poema ossiánico sólo cuando se hubo familiarizado con Inglaterra y fue por entonces, hacia 1832, cuando modificó de acuerdo con parámetros románticos su poema medieval clásico Pelayo [Marrast 1969, 1974]. El Duque de Rivas no escribió El moro expósito [1834] antes de recibir los consejos de John H. Frere y conocer la novela histórica inglesa [Peers 1923]. La historia y el romancero españoles estaban por supuesto allí, a la disposición de los escritores; pero no tenían signo. Es discutible el afán de enmarcarlos en un contexto romántico per se. De hecho sirvieron para inspirar poemas épicos clásicos. Para modernizarse, para hacerse románticos con todas las consecuencias, tenían que ser vistos bajo otro prisma, no sólo nacional, sino nacionalista, que iluminase con nueva luz héroes antiguos, castillos y catedrales, batallas y gestos, arrebatándolos a la fría objetividad de la arqueología. Y para eso fue necesario conocer los mal llamados «cuentos» de Byron, -sus grandes poemas-, y la novela de Walter Scott, en los que encontraría sus raíces la leyenda. Del mismo modo la copla no alcanzaría la esencialidad de Ferrán o Bécquer sin el filtro de Heine. Pero no conviene adelantar conclusiones, sino verlas a través del proceso de construcción del canon poético español entre 1830 y 1837 por parte de críticos y creadores.

Hay que ir a la Cataluña de 1833 para escuchar las primeras voces disconformes. Una afecta a modelos y versificación; la otra al sentimiento nacional. Manuel de Cabanyes, dentro de su fidelidad al clasicismo, no ocultó su admiración por Byron, descubierto a través de sus lecturas directas, en la introducción a Preludios de mi lira [1833], en el que por otro lado justificó ciertas audacias métricas. Buenaventura Carlos Aribau utilizó el catalán en «A la Patria» para encarnar incluso lingüísticamente un nuevo sentir de lo nacional. Al año siguiente en Madrid se incorporaron   -302-   inquietudes más amplias bajo el signo de la libertad estructural y la especificidad creadora. Jacinto de Salas y Quiroga en el prólogo a sus Poesías [1834] estableció la función primordial de la inspiración y sostuvo la necesidad de un nuevo lenguaje, de la libertad creadora sin sujeción a reglas, de modelos distintos de los clásicos franceses, entre ellos, algunos escritores del Siglo de Oro. Pablo Alonso de la Avecilla en su Poética trágica [1834] recogió las doctrinas schlegelianas sobre la influencia del clima, costumbres y creencias de un pueblo en el carácter de su poesía. Espronceda en su artículo «Poesía» [1834] llamaba a una revolución literaria que, como la política, combinara libertad y orden.

Entre tanto en Londres un viejo clasicista convertido a la causa, Antonio Alcalá Galiano [1834], diagnosticó con acierto la situación poética española, sugiriendo a la vez remedios. En unos artículos aparecidos en The Athenaeum londinense tachaba la literatura española de comienzos de siglo hasta esa fecha de insignificante, sin interés fuera de las fronteras nacionales. En poesía en concreto, a pesar de los esfuerzos de Böhl de Faber en la polémica con Joaquín de Mora [1814], en la que él mismo había intervenido, y del Discurso [1828] de Agustín Durán, no podía percibirse rasgo alguno de romanticismo. Nada, insistía, en Meléndez Valdés, Cienfuegos, Quintana, Martínez de la Rosa, Tapia o los integrantes de la Escuela de Sevilla: «Las escuelas románticas de Alemania, Francia e Inglaterra, cuyos discípulos tan hábilmente combinan en sus obras romanticismo y clasicismo, han encontrado pocos prosélitos allende los Pirineos». Sólo había una excepción, El moro expósito del Duque de Rivas: «El autor se ha propuesto ser el poeta romántico de la España moderna. Su obra no lleva el sello de aquel código literario bajo cuyos edictos viven y escriben aún sus compatriotas. [...] Su difusión puede tener como consecuencia nada menos que un cambio en el gusto del pueblo español». Lo que le parecía romántico en él no era tanto la leyenda narrada, con serlo no poco, cuanto la mezcla de estilos y clases sociales, la creación de tipos populares y la capacidad descriptiva colorista.

Ante tal panorama terminaba haciendo un llamamiento a los jóvenes para que buscasen horizontes más amplios. Les proponía evitar «la imitación de las extravagancias de la moderna escuela romántica [...] y desdeñando las vagas diferencias entre clasicismo y romanticismo, debieran seguir los brillantes y juiciosos ejemplos de los ilustres poetas ingleses de los últimos años», esto es, como aclaró en otras ocasiones, Southey, Wordsworth, Coleridge y Byron. Pero también les aconsejaba que basaran su inspiración en la tradición nacional y en la naturaleza humana, no en una «desgastada mitología». Desde otra perspectiva volvió ese mismo año de 1834 a insistir en algunas de estas ideas en el prólogo a El moro expósito. La importancia del mismo como esclarecedor del origen y carácter del movimiento romántico ha sido ya señalada [Navas 1990]. Importa ahora destacar lo referente a poesía. Habla Alcalá Galiano de la necesidad de una poesía libre de reglas, nacional en su espíritu, y natural, sujeta sólo a las normas de la naturaleza, no al dictado de los preceptistas. En un brillante párrafo resume, de cara sin duda a los poetas españoles que pudieran leerle, sus posibles géneros: la poesía caballeresca o histórica de asuntos básicamente   -303-   medievales; la poesía metafísica o inspirada por las pasiones; la poesía civil o patriótica enraizada en los problemas sociales de la época.

Con esta valoración de la situación poética española realizada por Alcalá Galiano coincidió en 1835 Mariano José de Larra, que quizá no lo había leído, cuando en «Literatura. Poesías de Juan Bautista Alonso» [19 febrero1835] escribió: «En poesía estamos aún a la altura de los arroyos murmuradores, de la tórtola triste, de la palomita de Filis, de Batilo y Menalcas, de las delicias de la vida pastoril, del caramillo y del recental [...]. Ningún rumbo nuevo, ningún resorte no usado». Estas palabras parecen reflejar las que su amigo Espronceda usó casi al mismo tiempo [El Artista I, 21, 1835] en «El pastor Clasiquino» para satirizar al influyente preceptista José Gómez Hermosilla y en él la poesía clasiquista: «Y estaba el pastor Clasiquino recordando los amores de su ingrata Clori, en un valle pacífico, al margen de un arroyo cristalino, sin pensar [¡oh quién pudiera hacer otro tanto!] en la guerra de Navarra» Pero frente a la negatividad de Alcalá Galiano que sólo encontraba como excepción al Duque de Rivas y del satírico que no veía a nadie, el futuro gran lírico opone a Clasiquino una «caterva de poetas noveles», que aquél juzga «idólatras de los miserables Calderón, Shakespeare y comparsa», que «son inmorales y no saben escribir una égloga».

Esa caterva irrumpió como grupo compacto a través de la revista El Artista [1835], cuyas páginas le sirvieron para establecer definitivamente el canon poético romántico en España. El Artista acogió a no pocos clasicistas, reproduciendo poemas y haciendo incluso elogios de los autores en retratos literarios: Lista, Quintana, Gallego, Gallardo o, entre los más jóvenes, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega. Pero dejó claro que esa poesía no era la defendida por los editores. Eugenio de Ochoa, por ejemplo, en su reseña «Poesías de don Juan Bautista Alonso» sostiene que éste escribe bien como clasicista, pero al margen de los modos y corrientes actuales que él y su revista trataban de consolidar. En el retrato dedicado a «Don Juan Nicasio Gallego» se le ocurre clamar a F. V. M. que la escuela clasicista será la vencedora históricamente frente a la romántica; pero le falta tiempo al editor para contradecirle en nota. En las dos escuelas, se viene a afirmar en última instancia, hay buenos poetas; pero el clasicismo es cosa del pasado. Simbólicamente J. M. B. lo plasma en un mediocre y divertido poema, «La ruina del clasicismo»: la Virgen manda al infierno juntos a dioses y poetas paganos.

El Artista fomentó el afianzamiento del nuevo canon no tanto en la teoría cuanto en la práctica. No abundan, en efecto, en ella las reflexiones teóricas sobre literatura y menos aún sobre poesía; pero las que hay son una buena pista de la dirección. En la presentación de la misma [I,1,1835] se sostiene, entre otras cosas, el carácter poético del siglo frente a cuantos creen lo contrario apoyados en el triunfo del positivismo y el materialismo. De hecho, se argumenta, hay unos cuantos poetas que harán eterna la memoria del siglo en que vivieron: Byron, Moore, Beranger, Lamartine, Hugo, Chateaubriand. Poco después [I, 3,1835] Eugenio de Ochoa alude en «Un romántico» a dos notas poéticas importantes: los temas caballerescos y las catedrales cristianas que «encierran más poesía que los templos del paganismo». El mismo   -304-   autor [I, 8, 1835] en «Literatura» fija dos más: el sentimiento y la naturaleza. Aquél ha remplazado a los sentidos, al sensualismo pagano; ésta es la fuente de toda creación, de toda inspiración, ajena como es a la imitación. En «Poesías de don Juan Bautista Alonso» [I, 9, 1835] se refiere a la misión del poeta, misión generosa y santa, grande y severa, a la que la gente responde con indiferencia e incomprensión. No faltan menciones, finalmente, aunque sean muy ocasionales, aparte de los citados, de Goethe, Schiller, Lamartine, Scott. Choca un tanto la ausencia de Ossián.

La parquedad teórica queda ampliamente compensada por la praxis. Entre las traducciones figuran un fragmento de El sitio de Corinto de Byron [I, 1835] por Telesforo de Trueba y Cossío, El y Granada de Víctor Hugo [II, 1835] por Salas y Quiroga. Un rápido recuento de las composiciones originales, excluidas las clasicistas, permite percibir motivos y géneros puestos de moda por el romanticismo europeo. Siguiendo la clasificación propuesta por Alcalá Galiano, la poesía caballeresca o histórica tiene una presencia casi abrumadora destacando la Edad Media como período preferido y la leyenda más o menos extensa como género. Ante los ojos del lector desfilan el castillo gótico en ruinas [«El castillo del espectro» de Ochoa], personajes famosos [fragmentos de Pelayo de Espronceda, obra a la que explícitamente se considera romántica, «La vuelta del Cid» de Ochoa], tipos representativos de época como peregrinos y trovadores [«El peregrino» de Bermúdez de Castro, «El suspiro de amor» de Ochoa, «El trovador» de Zorrilla y otro de Pedro de Madrazo], las cruzadas [«Ricardo» de Julián Romea, «Romance» de José de Espronceda]. La leyenda histórica tiene adecuada representación [«El caballero del Olmedo» de P. de Madrazo, «Canto de Elvira» de Zorrilla] y alcanza un logro excelente en «El bulto vestido de negro capuz» de Patricio de la Escosura sobre un episodio ficticio del castigo imperial a los comuneros. En este mismo apartado caballeresco cabe incluir la poesía morisca y oriental [«Don Rodrigo» de P. de Madrazo, «El cristiano en oriente» de Salas y Quiroga, «Celma y Zaida» de P. de Madrazo, «Romance morisco» de Ochoa].

La poesía social o civil, la menos abundante, se encarna en la creación de una tipología romántica de héroes y marginados. En ella se asiste a la transformación de alguno de éstos en modelo de conducta gracias a ciertos afortunados poemas que se han perpetuado en la historia literaria como la «Canción del pirata» de Espronceda. Menos proyección tuvieron «La muerte del bravo» de Salas y Quiroga sobre el valiente que busca la muerte en la batalla, «El expósito» de F. Grandallana, y «El contrabandista» de Zorrilla. A esta categoría se suma el tema griego del que es ejemplo «A Grecia» de Ochoa en la línea byroniana de llamada a la guerra contra los turcos.

La poesía metafísica, la que canta los problemas del hombre moderno, tiene extensa representación en poemas que permiten comprender en qué ambiente se gestaron otros parecidos de Espronceda, Zorrilla y demás románticos. Un grupo de composiciones recoge sentimientos pesimistas de hastío, dolor vital, desengaño, desesperación, refugio en la muerte como solución: «El misántropo» de Ochoa, que aún mantiene, sin embargo, una forma clasicista [Apolo, Natura, Lucina]; «La maldición.   -305-   Fragmento imitado del Manfredo de Byron» de Salas y Quiroga con la presencia del diablo o el mal en el acontecer humano; «Mi destino» de Marcelino Azlor sobre la fugacidad de la felicidad; «La meditación» de Bermúdez de Castro en torno a la vanidad de la ilusión y el ansia de la nada; «El día de difuntos» del mismo, amarga y angustiosa, donde imagina que podría negarse a los vivos la paz de la muerte, prolongándose la agonía de la existencia más allá. Cierta relación guardan con ellas las dedicadas a definir al poeta y su misión. «El poeta» de Ochoa, que va encabezado con una cita de Goethe, presenta la imagen de un ser maldito que reniega de Dios por haberse llevado a su joven amada y dar al hombre una vida tan amarga. Es posible que Ochoa conociera Fausto porque hay una situación semejante: el poeta vivía entregado a la ciencia hasta la aparición de Matilde. En «Mi musa» Ochoa concibe la poesía como compañera en las horas infantiles y en la pérdida de la fe y la ilusión.

La mujer y el amor originan composiciones en las que se perfilan la idealización de lo femenino, el contraste entre ensueño y realidad, la inevitable presencia de la muerte, el dolor y el desengaño en el sentimiento más puro. Elegías son «El llanto sepulcral» de Francisco Grandallana y «A la luna» de Nicomedes Pastor Díaz donde el recuerdo de la amada muerta impone un tono de inconsolable desolación. La imagen de la mujer como plenitud de los anhelos masculinos y símbolo de lo bello aparece en «A una hermosa» de Salas y Quiroga, «A una mujer» de Ochoa, «La agitación» de Ventura de la Vega, «Una estrella misteriosa» de Bermúdez de Castro quien asocia acertadamente astro y mujer, porque aquél preside la noche, ésta la vida del poeta. El desamor se insinúa de varias maneras. En «Ella» Julián Romea enfatiza la pasión traicionada en tanto que en «Mi esperanza» hace de la noche símbolo de la nada y el corazón destrozado. Zorrilla se queja de los desvíos de su prima Catalina en «A una joven» imaginando venganzas del tiempo y en «Amor del poeta». Joaquín Francisco Pacheco invoca la noche con su mezcla de hermosura y olvido para evocar la amada perdida en «En una noche de ausencia». Interesante es «La mujer» de Salas y Quiroga donde llora la fragilidad y el dolor de la condición femenina y recuerda a la madre para terminar enfatizando su soledad. Bermúdez de Castro en «Al sueño» trata de refugiarse en él para ahogar sus pasiones.

Importante es, por otro lado, el cambio métrico que tratan de llevar a cabo. El rasgo más destacado es la polimetría de la que es conocido ejemplo la «Canción del pirata» de Espronceda. Pero no es sólo éste; todos ellos tienden a componer el poema en estrofas variadas: octavas, octavillas, romances, estrofa manriqueña, pareados, sextetos, sextillas, décimas, seguidillas. Buscan también la variedad del verso, combinando los de distintas sílabas, once, ocho, siete. Incluso dan cabida a otros menos familiares como el de doce sílabas o alejandrino, dividido normalmente en hemistiquios de seis con un ritmo muy peculiar. Pero ninguno de los colaboradores de El Artista se aventura a defender teóricamente las innovaciones métricas.

A la muerte de El Artista a comienzos de 1836, tras una breve, pero fecunda vida con sus tres bien nutridos tomos [Simón Díaz 1946], el nuevo canon poético español ha quedado firmemente establecido dentro de las más puras líneas románticas.   -306-   En él se consagra la admiración por los poetas románticos europeos: Byron, Hugo, Lamartine. Se defiende la libertad frente a las reglas, proponiendo como modelo la Naturaleza. Se hace de la inspiración la fuente de la creación artística frente a la imaginación, elevando al poeta a la categoría de vate, de «inspirado», con una misión específica, de profeta o satán, que sabe expresar el dolor y el mal, aportando un consuelo a la humanidad castigada. El yo impone su perspectiva, derramándose en una poesía subjetiva o pasional, abierta a la angustia existencial, el hastío, el desengaño. El sentimiento se convierte en la cualidad preferida frente a los sentidos del mismo modo que el Cristianismo, reino de aquél, remplaza al paganismo, reino de éstos. La compasión dicta una nueva sensibilidad ante la víctima y el marginado en tanto que el compromiso político inspira una poesía civil basada en la lucha por un orden más justo. La historia patria queda recuperada en un nacionalismo de nuevo cuño, no simplemente reconstructivo o conservador, que incorpora al hoy vivencias de antaño con el medievalismo, castillos en ruinas, cruzadas, orientalismo, leyendas.

Tras El Artista, Espronceda dio a conocer algunos fragmento de El estudiante de Salamanca en El Español [1836], mostrando qué de prisa se andaba el nuevo camino. Ese mismo año Larra menciona a Heine en una de sus crónicas sobre el «Ateneo científico y literario» a propósito de las conferencias dadas allí por Fernando Corradi [Albert 1962, Owen 1968]. En Barcelona, Andrés Fontcuberta utilizó abundantemente el libro de aquél, Die Romantische Schule [1833], en sus dos artículos sobre «La Alemania literaria» aparecidos en su periódico El propagador de la libertad para sostener un romanticismo liberal frente al conservador de los Schlegel [Juretschke 1954]. El poeta alemán no suscitó el interés de nadie en ese momento. Sólo sería redescubierto e incorporado a la poesía española veinte años más tarde. Manuel Milá y Fontanals en «Clasicismo y romanticismo» [junio 1836] reiteró una idea ya conocida: el romanticismo es la poesía del espíritu; el paganismo la de los sentidos.

1837 marcó hitos decisivos, cabe decir mejor definitivos, en la consagración y refinamiento del canon. En la creación apareció uno de los poemas más extensos y curiosos del romanticismo español, hoy en injusto olvido, con su mezcla inconfundible de mensaje liberador, religión y crimen, pasión y muerte, La sílfide del acueducto de Juan Arolas. Zorrilla lanzó el primer tomo de sus Poesías. La revista No me olvides [1837-1838] agrupó en sus páginas, entre otros, a Zorrilla, Hartzenbusch y Campoamor. El editorialista del primer número abogaba por una misión específica de la poesía: ser consuelo y guía en las tormentas del hombre moderno. Pero en un artículo «Acerca del estado actual de nuestra poesía», un aún desconocido Campoamor se mostraba enemigo del romanticismo degradado de crímenes y delirios, y partidario del moderado y del inspirado en temas nacionales.

Este giro hacia el conservadurismo aparece más marcado en un artículo de B. S. Castellanos, «De la revolución de la poesía de esta edad», inserto en El Observatorio Pintoresco [julio 1837]. Se felicita en él del florecimiento de las letras en España y de que haya tantos jóvenes que siguen «la revolución resucitando la memoria   -307-   de nuestros antiguos poetas y las obras selectas de Góngora, Lope de Vega, Calderón, Tirso, Moreto y otros patriarcas del romanticismo español del siglo XVI» Es interesante que Castellanos una el romanticismo al Siglo de Oro en un evidente afán de escapar, como pide explícitamente, de las truculencias sangrientas de Francia y de contribuir a resucitar el laúd nacional frente a la lira homérica, el cristianismo frente al paganismo. Con ello aceptaba las ideas de Schlegel en cuanto al carácter del Siglo de Oro, expuestas en España por Bohl de Faber en su polémica con Mora, ideas que éste rechazó por reaccionarias frente a la Ilustración, lo mismo que hizo luego Larra en su reseña [1828] a Treinta años o la vida de un jugador de Víctor Ducange.

Pero los trabajos más interesantes en torno a la poesía son de Pastor Díaz y Antonio Ribot y Fontseré. El primero puso prólogo al tomo I de las Poesías [1837] de Zorrilla. Nadie mejor supo expresar o interpretar el nuevo sentir poético. Tras referir la consagración del escritor vallisoletano ante la tumba de Larra, dedica no pocos párrafos a establecer la misión del poeta que tan acertadamente había resumido aquél en la elegía dedicada al suicida. A propósito del impacto producido por ésta en los oyentes, observa cómo la inspiración es el verdadero principio creador, no la imaginación de los clásicos. En cuanto a las clases de poesía concuerda básicamente con Alcalá Galiano, pero las reduce a dos: la que refleja las tormentas interiores del individuo y sociales de la época, la histórica en que el corazón se refugia en busca de paz y orden. Con lo primero apuntaba acertadamente el cambio esencial de la poesía obligada a ser punto de encuentro del yo y el no yo, del yo y el otro en un diálogo imposible, pero inevitable. Con lo segundo establecía la tradición y la historia como refugios de la inestabilidad presente. En dos artículos, «Del movimiento literario en España en 1837» aparecidos en Museo Artístico y Literario [29 junio, 6 julio 1837], constata el éxito de la nueva literatura e insiste en la misión social y civilizadora de la poesía frente a los males sociales: «Nuestro deber y nuestra misión es dirigir una voz de consuelo a esta sociedad que nos lo agradecerá con lágrimas, y distraerla de su aflicción con himnos de paz y tonos de dulzura».

Ribot y Fontseré publicó en Barcelona una curiosa poética con el título de Emancipación literaria didáctica [1837]. El libro, de dimensiones reducidas, se divide en dos partes: la primera, en verso, expone los principios; la segunda, en prosa, los comenta. La una complementa a la otra. No son desdeñables la condena de los poemas de circunstancias, los consejos sobre el cuidado de la locución y la versificación, el elogio de buen gusto, las ideas sobre la misión consoladora del poeta. Pero el valor de la obra estriba en otras cosas, sobre todo, en el esfuerzo que supone transformar la poética clásica para reflejar los cánones románticos, salvando de aquélla cuanto parece razonable y tratando de enlazar éstos con lo que sin duda aún se estimaba de la misma. Para el crítico y el historiador ofrece la oportunidad de aclarar algunos conceptos que se barajaban en el lenguaje literario no siempre con absoluta conciencia de su significado.

Ribot deja muy clara su posición en materia retórica en «Cuatro palabras al autor», estableciendo lo que ya era en Europa y desde él será en España tópico o   -308-   paradigma de las poéticas románticas, la subjetividad o intransferibilidad de la experiencia poética, la ausencia de reglas: «Mi didáctica es didáctica; pero es una didáctica que enseña a despreciar todas las didácticas; y yo soy un maestro que te enseña a despreciar los maestros». En el texto [Lección última, en verso] reitera: «¿Reglas me pides? No las hay, Lorenzo. / Aquí acabó el maestro, no más reglas». El autor vive la paradoja que representa intentar codificar lo que no se sujeta a código, la creación literaria, y ejemplifica tempranamente la crisis decimonónica de la poética. Como de algún modo, sin embargo, cree todavía en la utilidad de los modelos, pues de lo contrario no habría escrito ese libro, confiesa al final haberse basado para sus ejemplos y doctrina en los primeros tomos de El Artista. La famosa revista se convierte así en canon del quehacer poético.

Entre los tópicos que discute hay algunos que merecen especial atención. En el problema arte vs. naturaleza se decanta por ésta, sin despreciar aquél. El poeta no es fruto del arte, sino de la naturaleza [Lección I, verso]: «Pretender ser poeta es desvarío / si no has nacido para serlo». El arte, sin embargo, ayuda: «Lee, estudia, medita: / que es el talento innato, / pero se desenvuelve con los libros» Ribot trata de conjugar la idea del genio con la necesidad de su cultivo; de aceptar el principio romántico del ser inspirado, del «vate», pero moderándolo con el trabajo y la educación. Resuelve de este modo la dicotomía genio / arte en una útil síntesis. Además sale al paso de frecuentes acusaciones clasicistas que consideraban inculto el genio romántico. De hecho [Lección VI, comentarios] elogia a Calderón, Shakespeare, Hugo, Dumas, Rivas, García Gutiérrez como escritores que «no pretenden significar que el romanticismo es el desvío de la imaginación, la anarquía de la naturaleza».

La naturaleza, en consecuencia, pasa a ocupar un papel primordial en su teoría como en otros románticos. Ella debe ser el modelo del poeta [Lección III, comentarios]: se debe «leer en el libro de la naturaleza, único donde se beben imágenes siempre nuevas y siempre sublimes» Critica a los que no la siguen y se guían más bien por los libros, sobre todo, los clásicos. Es imprescindible volver a ella, estudiarla, para lo cual se han de usar adecuadamente los sentidos pues sólo a través de ellos es percibida: «Todo lo que posee el entendimiento lo debe a los sentidos» Ribot se muestra en ello buen seguidor del sensualismo de Condillac. Si hay algo, afirma, que se puede admirar aún en Meléndez Valdés son sus descripciones del campo que revelan su contacto con la naturaleza más que su saber libresco. Pero la naturaleza sola no basta. El sensualismo no es sino un comienzo. Ribot la complementa mediante otras facultades que la modifican radicalmente, la fantasía, la razón y el sentimiento. La primera transforma los datos de aquélla, siendo de hecho la verdadera facultad creadora. La razón controla a ésta, sujetándola. Pero es el sentimiento el que verdaderamente es la clave del arte [Lección II, comentarios]: «yo creo que el verdadero artista tiene el ingenio en el corazón». De ahí su admiración por Rousseau.

Se debe precisar que, si Ribot toma de los clásicos diciochescos el sensualismo, ello no implica que el sensualismo sea el fundamento del romanticismo o su principio   -309-   esencial. Son desorientadoras afirmaciones como ésta: «No es posible entender la aparición de la estética romántica como ruptura violenta con los presupuestos diciochescos, sino más bien como culminación de ciertas tendencias que venían fraguándose en los poetas que vivieron entre los dos siglos, entre ellas sin duda, la filosofía sensualista que lleva directamente al sine que non romántico» [Reyes 1996]. El sensualismo es para los románticos sólo un mecanismo perceptivo, preparatorio. No podría ser de otra manera si se tiene en cuenta [Gusdorf 1982] la base subjetiva del nuevo movimiento. Mientras el sensualismo de Condillac es una imposición del mundo a la conciencia a través de los sentidos, el romanticismo es un producto idealista del yo fichtiano, creador de no yo, para el que los sentidos son tan sólo instrumentos de relación con él, no el origen del conocimiento. El corazón, el sentimiento, la fantasía, imágenes evidentes de la conciencia, son los verdaderos órganos creadores. A la cita de Ribot sobre la importancia del sentimiento, cabe sumar en corroboración ésta de Ochoa en «Literatura» [El Artista, I, 1936]: «El Cristianismo ha acabado con la poesía de los sentidos, introduciendo la poesía del corazón». Por cierto, en lo que hace a la poesía española, fue Juan Nicasio Gallego quien sostuvo tempranamente la necesidad de la fantasía y el sentimiento en su epístola «Al Exmo. Sr. Conde de Haro» y su oda «A la influencia del entusiasmo público en las artes» Pero esa necesidad se integraba en un contexto reglamentado, no libre como en los románticos.

Hay un último punto de sumo interés, el de los géneros poéticos. No se le escapa a Ribot la diferencia abismal de clasicistas y románticos ante los mismos. Aquéllos se sujetan, dice, a ciertos cauces; éstos «no siguiendo constantemente ningún carril, apenas presentan dos composiciones parecidas. Su entendimiento, libre de toda especie de trabas, puede desplegar su vuelo por infinitas direcciones». Ve, pues, con exactitud la ruptura romántica con la estrechez reguladora de los clásicos. Pero, al tratar de caracterizar lo nuevo, se siente un tanto perdido, en parte por la diversidad que encuentra ante sí, en parte por carecer de modelos o de metalenguaje para hacerlo. Por eso acude a un recurso que le permita observar las diferencias de los movimientos ante los géneros: partir de lo parecido y establecer el patrón dominante en unos y otros. El arranque es el género clásico; la llegada, el romántico.

Los románticos han desterrado, afirma, la égloga, la poesía pastoril. Lo que Larra y Espronceda criticaban había desaparecido, los pastores, los arroyos, las Filis. El canto civil, prosigue, tuvo en el «gran Quintana» su maestro; pero en él destaca hoy el «divino Ochoa» por poemas como «A Grecia» La elegía se ha transformado para cantar los males del corazón. En ella expresa el poeta su misión dolorosa, su angustia: «A ella» de Romea, «Mi porvenir» de Mata son ejemplares. La oda sublime ya no celebra a un héroe, sino todo lo que en sí es grande: si Quintana escribió «A España» Romea ha compuesto «A la luna», astro testigo de la historia. La oda moral está dedicada a exaltar la virtud como Ochoa hace en «A un niño». La anacreóntica ha encontrado modulaciones originales en «A una hermosa» de Salas y Quiroga y «A una mujer» de Ochoa. El romance, «composición verdaderamente española» tiene «numerosas variedades». Tampoco es fácil definir la canción en la que se   -310-   incluyen «El Pirata» de Espronceda y «El suspiro de amor» de Ochoa. La epopeya, que ya no debe cantar héroes, sino los intereses del pueblo, se ha hecho leyenda: «El bulto vestido de negro capuz» de Patricio de la Escosura, «El cristiano en Oriente» de Salas y Quiroga son sus modelos.

De lo expuesto se puede afirmar sin vacilaciones que entre 1833 y 1837 queda definitivamente establecida la conciencia de lo que debe ser la poesía romántica. En esos cuatro años se ha descrito casi por completo su canon conforme al cual discurre la creación. Hasta en ciudades como Sevilla considerada bastión del clasicismo [Palenque 1987, 1993] emergen síntomas de su imposición. La revista El Sevillano [1837-1843] publicó en 1837 poemas de Zorrilla y Pastor Díaz. Pero además insertó artículos en los que se defendía y definía la moda romántica y sus representantes. En «Literatura. Lord Byron» se elogia al inglés como uno de los genios más extraordinarios de este siglo, dotado de un lenguaje de fuego, de un estilo sereno y profundo. En «Romanticismo. El poeta del siglo XIX» se especifica la misión de éste como la de iluminar con su idealismo el cieno social. En El Cisne [1838], un año después, dio acogida a importantes artículos sobre poesía romántica. Hasta Rodríguez Zapata, el fiel discípulo de Lista, en «A nuestros subscriptores» se entusiasma ante Hugo, Lamartine y Byron, pidiendo que la poesía se convierta en arma de combate.


Referencias

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Dialéctica y síntesis naturalista en la novela española

Gilberto PAOLINI


Tulane University

Por la brevedad de tiempo y el riguroso enfoque de esta presentación, no se me permite hacer aquí una disquisición sobre el Naturalismo en su totalidad porque entrar en el tema del Naturalismo es algo como entrar en un campo sembrado de minas. Como bien sabemos, es el movimiento literario más polémico, más discutido, más difamado, más presumido de ser conocido y, sin embargo, el menos entendido. Por consiguiente, el título de mi ponencia, «Dialéctica y síntesis naturalista en la novela española», lleva el subtítulo, «La libertad en acción: la paradoja determinista». Esto me hace posible entrar, sin rodeos, en el calor de la secular polémica del determinismo.

En 1987, un crítico, como tantos desde los primeros momentos de vida del naturalismo, sin prestar oído a las muchas refutaciones hechas desde esos mismos momentos, reitera la inexacta y errónea definición del naturalismo. Así dice:

El Naturalismo, nuevo método literario, representa una concepción materialista y determinista del mundo moral pues no sólo niega el libre albedrío sino que postula que el hombre es estrictamente el resultado del ambiente social y de las leyes de herencia y no puede salvarse por sus propias fuerzas.


(Aguirre 17-18)                


Como podemos suponer, se quiere asociar esta definición con la de Zola. Es imperativo, entonces, dar una cita, breve sí pero muy explícita, de «La novela experimental» de Zola. Sobre este tema, así dice el maestro en 1879:

No actuamos nunca sobre la esencia de los fenómenos de la naturaleza, sino sólo sobre su determinismo, y por el hecho de que actuamos sobre él, el determinismo difiere del fatalismo, sobre el cual no se puede actuar. El fatalismo supone la manifestación necesaria de un fenómeno, independientemente de sus condiciones, mientras que el determinismo es la condición necesaria de un fenómeno cuya manifestación no es obligada.


(Naturalismo 50; la cursiva es mía)                


De lo que acaba de decir el mismo Zola, resalta muy claramente que hay libertad en el determinismo. La equivocación, entonces, sin duda, surge de otro lugar donde Zola, disertando como si se tratase del ideal en un tiempo futuro, dice:

  -314-  

[...] puesto que sabios como Claudio Bernard demuestran en la actualidad que unas leyes fijas rigen el cuerpo humano, podemos anunciar sin temor a equivocarnos la hora en que las leyes del pensamiento y de las pasiones serán a su vez formuladas.


(40)                


Por supuesto, el futuro no es certeza, como tampoco es ley natural el deseo de Zola. Sin embargo, como dije, en otra parte:

La inmediata asociación, que se quiso hacer, del Naturalismo con el concepto materialista filosófico junto con el determinismo genético causó un conflicto con los conceptos morales, éticos, y metafísicos y por consiguiente con los defensores de la ortodoxia católica.


(«Inquietudes» 110)                


Es así que en España, surge la idea de la controversia: Determinismo - Libre albedrío.

La novela naturalista española consiste en la dramatización del conflicto entre la voluntad y las fuerzas determinantes y a causa de esto, también, el espiritualismo viene a hacer parte íntegra del Naturalismo español659. Característica ésta inexistente en el Naturalismo francés. Sin embargo, es la implícita o explícita referencia al modelo de Zola, a la sombra del Naturalismo filosófico, que provoca comparaciones e identificaciones sin tener en cuenta el peculiar y concomitante estado interior de España durante la época en que iban penetrando la fraseología y los conceptos naturalistas. Hemos de considerar que en España, como en otros países fuera de Francia, el Naturalismo fue trasplantado, fue injertado, y, por lo tanto, para poder sobrevivir, tuvo que contar con adaptarse, ajustarse a la fuente de la vida existente en el nuevo ambiente. En consecuencia, desarrolló una cadena genética modificada. ¿Cuáles fueron los frutos?... Como sería inconcebible hacer provenir del ambiente cultural de Francia a El Cid, Cervantes, los místicos Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Velázquez, El Greco, los Reyes Católicos, o la Inquisición, igualmente inconcebible sería hacer provenir de España a Voltaire, Roland, el rey Luis XIV, los Enciclopedistas, Compte, Taine, Bernard o Zola. El Naturalismo, que por definición se basa en el carácter nacional, en la herencia y en el medio ambiente, se desarrolló en la España decimonónica y en otros países según la nueva situación que encuentra y dio frutos nativos para esa nueva situación. Así Verga y Capuana sobresalen en Italia, Ibsen en Noruega, Dostoievski y Tolstoy en Rusia.

Fue la fuerte religiosidad la que frenó y alteró el Renacimiento en España; pero, también, fue esa misma actitud la que hizo posible la existencia de los místicos y, a su tiempo, el naturalismo español. Al iniciarse la década de 1880, venían adoptándose, en el mundo literario español, muchas manifestaciones y expresiones científicas o literarias que tenían algo que ver con el movimiento de Zola y fue esta   -315-   repentina infusión la que causó una contingente confusión en el ambiente literario español y, por consiguiente, en la definición de los parámetros del movimiento. Para muchos, la ciencia de esa época turbulenta parecía ofrecer soluciones prometedoras a los antiguos problemas de la vida. Se creía firmemente que la perfección humana podría lograrse por medio de la ciencia moderna.

El conflicto religión-ciencia, fe-ciencia, que había dominado durante el siglo diecinueve, se reavivó con los nuevos estudios, con las nuevas actitudes, con los nuevos descubrimientos científicos. La ciencia iba causando una confianza mayor en el hombre como ser independiente más bien que una dependencia de la voluntad de Dios. En España, la palabra «ciencia» vino a igualarse a irreligiosidad, a ateísmo. Tenemos muy bien presente, en Doña Perfecta (1878), lo que le pasó eventualmente a Pepe Rey por tener fama de ser instruido en las Ciencias (69).

El conflicto religión/ciencia nunca se puede recalcar suficientemente. La religión, en su más íntima percepción como en sus múltiples manifestaciones exteriores, es la que ha diferenciado a España de los otros países europeos. Como decíamos antes, fue esta fuerte actitud religiosa que refrenó y modificó en España el espíritu del Renacimiento, y será esta misma actitud que señalará y dominará las modificaciones en esta circunstancia.

Además, dada la tradición que considera a los españoles más romanos que los romanos y más católicos romanos que el papa, no nos extraña el encontrar grabado en lo más íntimo del alma española el alto concepto de la dignidad del ser humano arraigado en el libre albedrío, en la libertad de acción tan ensalzado, comentado y defendido por los Padres de la Iglesia Católica Romana.

Al considerarnos libres y en posesión de nuestras facultades, normalmente aceptamos la responsabilidad de una acción. Aun al estar bajo el influjo de pasiones fuertes, celos, amor, ira, la voluntad puede venir en nuestra ayuda al hacernos hacer lo que se debe hacer. Sin embargo, si, en principio, se admite la libertad, hay que suponerla relativa, y constantemente contrastada y limitada por todos los obstáculos que pueden presentarse. Y por eso habrá situaciones cuando, como dice San Agustín, «por la resistencia habitual de la carne [...] el ser humano ve lo que debe hacer, y lo desea sin poder cumplirlo». La Teología católica, sea en la tradición de San Agustín (354-430), sea en la de Santo Tomás (1225-1274), nunca desconoció la mutua influencia del cuerpo y del alma y siempre reconoció la sutil distinción entre el «sentir» y el «consentir». Inspirada en la sobredicha tradición filosófica y teológica de San Agustín y de Santo Tomás, una maravillosa ilustración la encontramos, en 1300 y pico, en el Canto IV de Il Paradiso, donde Dante, el divino poeta tan imitado y reverenciado en España, al presentarnos, en el Cielo de la Luna, a las dos almas de Picarda Donati y de Costanza660, nos esclarece el papel de la voluntad en relación al voto contrastado por la violencia y dice:

  -316-  

Porque la voluntad, si no quiere, no se aquieta, sino que hace lo que naturalmente hace el fuego, aunque la tuerzan mil veces con violencia. Por lo cual, si la voluntad se doblega poco o mucho, sigue a la fuerza; y así hicieron aquellas, pues pudieron haber vuelto al sagrado lugar. Si su voluntad hubiera sido firme [...] ella misma las habría vuelto al camino de donde las habían separado, en cuanto se vieron libres; pero una voluntad tan sólida es muy rara661.


(P, IV, 76-87) (Aranda, 397)                


Dante concuerda con Santo Tomás al decir que la voluntad humana es siempre libre y nunca cede a menos que no se quiera. La voluntad fuerte resulta superior a la situación y cambia lo resultante (Summa Theolog. P. I.).

Pico della Mirandola, el gran humanista italiano, celebrado por su amplio conocimiento y autor de múltiples tratados de filosofía y de teología, en la Oración De hominis dignitate (Roma, 1486), que se juzga el manifiesto del Renacimiento, para mostrar por qué el hombre, criatura de Dios, ocupa un lugar especial y único en la creación, se vale de la siguiente fábula:

We have given you, Oh Adam, no visage proper to yourself, nor any endowment properly your own, in order that whatever place, whatever form, whatever gifts you may, with premeditation, select, these same you may have and possess through your own judgement and decision [...]. We have made you a creature neither of heaven nor of earth, neither mortal nor inmortal, in order that you may, as the free and proud shaper of your own being, fashion yourself in the form you may prefer. It will be in your power to descend to the lower, brutish forms of life; you will be able, through your own decision, to rise again to the superior orders whose live is divine.


(Oration on the Dignity of Man 7-8)                


Calderón de la Barca, en La vida es sueño (1635), plantea y resuelve el problema del libre albedrío al decir el rey Basilio:


   Porque el hado más esquivo,
La inclinación más violenta,
El planeta más impío,
Sólo el albedrío inclinan,
No fuerzan el albedrío.


(I, vv. 787-791)                


Adelantándonos hasta el siglo XIX y en pleno naturalismo, nos encontramos con Emilia Pardo Bazán. Se dio ella bien cuenta de hasta qué punto el medio ambiente material determina la vida humana y, no obstante, por su catolicismo, no quiso desesperar sino esperar. Reconocía las fuerzas deterministas de la herencia y,   -317-   no obstante, no quiso abandonar al ser humano a las fuerzas de la naturaleza sin la fuerza del libre albedrío662.

En el argumento de una novela naturalista española se dramatiza constantemente la antinomia entre el determinismo y el libre albedrío, entre las fuerzas determinantes y la voluntad de los caracteres, quienes luchan en contra de ellas. El Naturalismo español proclama la libertad de pensamiento, el estudio de la naturaleza y del hombre por medio de la observación y del análisis con el propósito de obtener para la humanidad las mejores condiciones o los mejores efectos morales y sociales.

El ser humano, enfoque del estudio, viene a considerarse en acción y en su totalidad en el medio ambiente, en la herencia, en el atavismo de lo cual va resultando una revaloración del concepto de la vida, del hombre, del mundo en que vive y de la interrelación entre ellos. «Todo lo que el individuo es, lo es en su existencia concreta dentro del proceso histórico-social, del cual es a la vez soporte y producto» (Gurméndez Carlos 2). Blasco Ibáñez capta los sentimientos de La barraca (1898) al exclamar: «¡El pan! ...¡Cuánto cuesta ganarlo! ¡Y cuán malos hace a los hombres!» (256). Palacio Valdés así plantea la génesis y formación del temperamento individual:

Nuestro ser espiritual, como nuestro ser físico, está construido pieza por pieza, molécula por molécula, y no somos nosotros los que lo construimos, sino los mil artífices que nos rodean. No hay más que cambiar un poco las circunstancias de nuestra vida para que seamos seres distintos.


(Testamento 1280-81)                


Muchas polémicas sigue provocando el concepto del determinismo y, la mayoría de las veces, se le quiere asociar e identificar con el fatalismo. Nos olvidamos de que en éste, en el fatalismo, el hombre queda imposibilitado a alterar el curso de su vida ya que una voluntad superior (Fatum), fuera del individuo, ha señalado de antemano todo lo que tiene que acontecer y todo esfuerzo por parte de una voluntad particular sería en vano. Para esto podemos referirnos a la Iliada, donde presenciamos los ineficaces esfuerzos de los dioses para alterar el fatal fin de Patroclo, de Héctor y de Aquiles.

Al contrario el determinismo está basado en el principio de la causalidad. Tenemos que reconocer que el pasado, sea físico, espiritual o cultural, es parte de nuestra vida y de nuestra experiencia, de las cuales no nos podemos deshacer. Poderosos motivos, resultantes genético-ambientales y de temperamento, arrastran al individuo en una situación; sin embargo, el hombre mediante su voluntad, trata de hacer lo más posible para salir de esa circunstancia. Por una parte está el hombre con su voluntad y su instinto y, por la otra, el mundo y sus fenómenos.

  -318-  

En 1887, el filósofo francés M. Guyau se detiene mucho y habla muy elocuentemente sobre este tema para concluir que el determinismo envuelve el mundo y es la «voluntad» que lo constituye. El determinismo se reduce a una serie de acciones de otras personas sobre nosotros y a una serie de nuestras acciones sobre otras personas. El determinismo consiste en una libertad que permite escoger entre las opciones que se nos presentan (L'irréligion 428).

Guyau, en otro estudio sociológico, afirma que «un ser es capaz de educación y de moralidad en la proporción en que lo es de voluntad (Educación 97), luego vuelve a insistir sobre la libertad en el determinismo y hábilmente arguye:

[...] no hay acto plenamente voluntario, o [...] plenamente consciente, que no esté acompañado del sentimiento de la victoria de ciertas tendencia interiores sobre otras [...]. La libertad consiste sobre todo en la deliberación. La elección no es libre más que a condición de haber sido deliberada: el verdadero principio de la libertad debe, pues, ser buscado más allá de la decisión [...]. Ahora bien: la deliberación, lejos de ser incompatible con el determinismo, no podría comprenderse sin él: porque una acción deliberada es aquella de que se puede dar razón, y que por tal modo se encuentra completamente determinada [...]

Ser libre es haber deliberado: haber deliberado es haberse sometido y haber sido determinado por motivos racionales o que tales parecen. Puede, pues, decirse que la deliberación es el punto en que se confunde la libertad y el determinismo. ¿Por qué deliberamos? Para ser libres...


(98)                


Esta cita es larga, pero la considero imprescindible en nuestro trabajo por ser una de las más tersas discusiones, y la que más y mejor reúne mi propio concepto sobre el tan discutido tema del determinismo. Contrariamente, entonces, a los que quieren ver, como efecto del determinismo, al ser humano solo, impotente, en un barco sin timón ni mástil, perdido en el mar borrascoso, zarandeado al azar por el viento y horrendas olas que al fin acaban por estrellarlo contra escollos y despiadadamente tragárselo; contrariamente, repito, a los que quieren ver al ser humano impotente, empujado por fuerzas ciegas e impasibles que le evitan todo desarrollo moral, económico y social, hallamos al individuo que capaz y deseoso de esfuerzos espontáneo, que dan origen a la energía moral, evita que el determinismo sea tan brutal mejorando la función de la voluntad que a su vez le permite triunfar de las resistencias interiores de sus pasiones y exteriores de su ambiente y disfrutar ese mejoramiento que tanto anhela.

En fin, aquí nos viene a propósito expresar el pensamiento de Palacio Valdés quien, hacia el fin del siglo XIX, con muy pocas palabras, corrobora lo documentado arriba:

No estamos fatalmente encadenados por nuestro temperamento. Cierto que nacemos con predisposiciones buenas o malas, pero el sentido moral es susceptible de desenvolvimiento como la inteligencia.


(Álbum 828; lo subrayado es mío)                


  -319-  

Galdós nos da un hermosísimo ejemplo en conclusión de la novela Fortunata y Jacinta al hacer decir en alta voz a Maxi:

¡Si creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la sumisión absoluta de mi voluntad a lo que el mundo quiera de mi persona. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar... Lo mismo da.


(548)                


Palacio Valdés en La alegría del capitán Ribot, busca y encuentra esa dignidad como una lucecita escondida profundamente en nuestro mismo ser. El hombre, hendiendo los impulsos de las pasiones mediante la fuerza de su libre albedrío, la desea, la busca y la alimenta hasta cuando, en concordancia con su conciencia, se consigue, se alcanza ese status animae inundado de calma, serenidad y alegría donde cada momento que pasa es divino y cada acción otra rica nota en el concierto sinfónico de la vida. Goza la paz que le ha hecho posible el ejercitar propiamente el libre albedrío.

Aquí un ejemplo en la obra teatral de Echegaray. En Mariana (1892), el conflicto principal se plantea en la conciencia de ella. Surge éste entre las dos Marianas: la niña, emocionalmente violentada, y la adulta, enamorada, pero consciente de su deber de hija. La actitud de Mariana no es proactiva sino pasiva, de reacción. No busca venganza sino que, al presentarse la situación, no puede escapar del recuerdo y reacciona, y el espíritu del mal se le despierta. Sin embargo, ante el amor que se impone y la cara lívida del miedo de la experiencia juvenil sufrida que vuelve a asomar, el conflicto se resuelve con la fuerza de voluntad de Mariana. Es la interioridad desde la infancia que viene a ser provocada por palabras, similaridad de acciones y circunstancias. Dos fuerzas, la del amor y la del deber, se imponen, se oponen y se resuelven mediante la férrea voluntad de Mariana en la única y posible solución: la muerte. Mariana se enfrenta en su interior, en su conciencia, en su temperamento, resultado de las ocurrencias de su vida anterior con el presente y con la proyección de su vida futura y emerge, victoriosa, de esa lucha, revelándonos la noble afirmación de sí misma, la fuerza de su carácter, de su voluntad, de su libre albedrío.

En fin, entonces, podemos afirmar que el determinismo consiste en una libertad que sigue revelándose, una libertad en acción. Libertad que no se puede comprender sin la presencia de un determinismo que de ella deriva. Ser libre, indica poder, indica acción y reacción, indica determinar y ser determinado. Además, no se puede entender un determinismo, que consiste en acción recíproca, sin la presencia de una acción interior, sin una voluntad espontánea interior que quiere revelarse en libertad. No existe determinismo sin el libre albedrío. ¿Por qué deliberamos? ...Para ser libres (Guyau 428).

En conclusión, por la presencia de estas características, entre otras, es pertinente e imprescindible que el Naturalismo español se examine como un movimiento separado e independiente y que se estudie y se evalúe en las muchas formas en que se manifestó en los distintos escritores y en su evolución, a través de los años, en el ambiente científico, filosófico, ético, religioso y literario de España.

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Un romántico que anticipa el canon realista: Salas y Quiroga y El dios del siglo

Cristina PATIÑO EIRÍN


Universidad de Santiago de Compostela


Semblanza biográfica: carácter e inquietudes literarias. Fundamentos de su romanticismo redentor

No es exagerado atribuir a la vida de Jacinto de Salas y Quiroga los rasgos de una existencia azarosa y trágica que tan tópicamente caracterizan siempre a las biografías románticas. De la suya no sabemos mucho. El autor de El dios del siglo vino al mundo en La Coruña el 14 de febrero de 1813. Muy pronto huérfano de padre, un magistrado gallego de gran prestigio, allí realizó sus primeros estudios, que continuaría en Allariz y Madrid. Tras fallecer su madre, fue enviado a Burdeos con recomendaciones para la familia Cabarrús. Aprende entonces francés y tornea sus primeros versos en ese idioma. En mayo de 1830, con tan sólo diecisiete años, antes de regresar al Madrid postfernandino, donde vivían sus dos hermanos, se embarca con destino a América del Sur. Después de recorrer varios países, se establece en Lima, donde se da a conocer como poeta. Allí obtendría varios premios poéticos y estrenaría, en 1831, el drama en verso Claudia. A finales del año siguiente regresa a Europa y llega a residir en Londres, Liverpool y París antes de fijar su residencia en Madrid en 1834. Su situación es apurada: se han agotado sus recursos hasta el punto de tener que pedir ayuda para su regreso a Madrid. Es el año en que aparece el tomo de Poesías publicado por Aguado y que le ha granjeado el dudoso título de «astro menor» de un romanticismo exaltado y nebuloso. Admira a Byron, Lamartine, Musset, Béranger y Víctor Hugo (a quien había dedicado una poesía temprana). Entre sus actividades destacan las derivadas de su condición de liceísta (se le encarga un curso de conferencias sobre «la filosofía de la poesía») y colaborador en revistas como Guardia Nacional, la sevillana patrocinada por el Duque de Rivas El Cisne, o El Artista, sin duda una de las fuentes primordiales para la edición completa de sus poesías todavía por hacer. Es también promotor temprano de publicaciones como El Iris.

Salas y Quiroga fue amigo de Larra, Mesonero Romanos, Espronceda y Zorrilla y formó parte de la célebre e influyente tertulia «El Parnasillo». Leyó con devoción a Cervantes, Lope, Tirso, Calderón y Moreto. También a Racine. En 1836 sabemos que se traslada a Palencia: es la época en que probablemente concluye su carrera de   -322-   leyes, ya que en agosto del año siguiente está explicando un curso de derecho natural y de gentes. Es el tiempo en que funda el semanario No me olvides, sucesor directo de El Artista y sin relación con la homónima publicación creada por Mora y Mendíbil en Londres. El primer número ve la luz en mayo de 1837 y cuenta con las firmas de Espronceda, Pastor Díaz, Zorrilla, Miguel de los Santos Álvarez, Juan Bautista Alonso, José Joaquín de Mora, Pedro de Madrazo, Manuel Assas, Hartzenbusch y Donoso Cortés; también velan allí sus primeras armas Gil y Carrasco y Campoamor. No me olvides adopta un carácter de miscelánea que ofrece, junto al editorial (el del primer número constituye toda una formulación romántica de la libertad en literatura), versos y narraciones, crítica literaria, artística y teatral, y hasta crónicas de la moda en el vestir que impera tanto en España como en el extranjero. La revista lograría mantenerse hasta febrero de 1838, rebasados los cuarenta números. De su relevancia han dado cuenta Julio Cejador, al llamarla «buen documento para la historia del romanticismo», y José F. Montesinos, cuando destacó el papel que desempeñó en «la penetración casi clandestina de la obra de Balzac en España» (1980, pp. 84-85).

En 1838 Salas se encuentra en Andalucía. Al año siguiente se desplaza de nuevo a tierras americanas con objeto de cubrir una vacante diplomática en Puerto Rico, cargo que le hará permanecer allí cinco meses. Visita después Cuba, donde conoce al poeta mulato «Plácido» (Gabriel de la Concepción Valdés). Una vez de regreso en la capital española, en 1840, escribirá su libro Viages. Isla de Cuba (Madrid, 1840), texto de interés para conocer su visión de la literatura y el país antillanos, visión velada por un estado de ánimo abatido y derrotado. Brown ha subrayado cómo su mundo se hacía añicos y su espíritu estaba torturado por la idea de la melancolía, como puede notarse en estas palabras:

Harto ya de una vida de agonía..., barridas mis más dulces ilusiones, oprimido bajo el peso de las desgracias de mi patria y de mi familia donde tuve todo ya no tengo nada.


(Citado por Brown, 1953, p. 34)                


También en 1840 aparece su segundo tomo de poesías, titulado Mis consuelos. Es la época en que reanuda sus tareas teatrales con El Españoleto, un drama en tres actos y en verso. Un poco antes había fundado, en comandita con Zorrilla, Escosura y Navarrete, el teatro del Liceo. Salas y Quiroga forma parte por entonces de la nómina de empresarios teatrales más importantes, entre los que se cuentan el marqués de Salamanca, Felipe Ducazcal, Rivas y Ramón Guerrero, el padre de la actriz.

Como hombre de letras, Salas defenderá siempre una literatura romántica imbuida de preocupaciones sociales. Al parecer, a comienzos de 1837 se había puesto, con Nicomedes Pastor Díaz, al frente de una ruidosa campaña que reclamaba para la literatura un poder «regeneracionista», una capacidad de estimular la renovación moral colectiva que insuflase una nueva espiritualidad a una sociedad sumida en los males del materialismo y la falta de religión, poso nefasto dejado por la Ilustración francesa al juicio de los dos románticos. Salas colabora en la   -323-   colección costumbrista Los españoles pintados por sí mismos, que recoge sus retratos titulados «El diplomático» (estampa que tiene estrechos vínculos con El dios del siglo en la medida en que aborda la decadencia internacional del país y la pérdida del prestigio de sus representantes), «La actriz», que dibuja la vida difícil y socialmente escandalosa de las cómicas, que ni siquiera pueden recibir la debida formación para el oficio, y «La viuda del militar», en que denuncia la triste situación de las clases pasivas. Salas y Quiroga cultiva con asiduidad el cuento en títulos como «El mango de la escoba» o «La bayadera», ambos basados en canciones de Goethe. En 1841 propicia la aparición de La Revista del Progreso, que sólo conoce cinco números, y en la que inserta el poema Leonardo, de asunto autobiográfico. En el mismo año dirige La Constitución. En 1842 sustituye a Espronceda en sus funciones de diplomático en Holanda. Sigue colaborando no obstante en las principales revistas y periódicos: por ejemplo, en el Semanario Pintoresco Español, al que contribuye con «Epigramas», impresiones de viaje y dos cuentos, «El marqués de Jaralquinto» y «El suspiro del ángel» (de este último destaca Rubio Cremades su inverosimilitud). Participa también en El Laberinto, El Renacimiento. Son años en que desempeña múltiples y afanosas labores periodísticas y editoriales, según Núñez de Arenas «diez años de trabajos forzados» (1926, p. 28) ya que, sin vivir de la pluma, se ve obligado a diversificar su escritura y a publicar a destajo. Así, en 1845, aparece una versión suya de El casamiento de la reina (que alude a Isabel II) y realiza traducciones del inglés (vierte al castellano España bajo el reinado de la casa de Borbón: desde 1700, en que subió al trono Felipe V, hasta la muerte de Carlos III, acaecida en 1788, de William Coxe [Madrid, 1846-1847]) y del francés (ya en Lima había obtenido un premio de versificación por su traducción de la fábula de La Fontaine «El roble y la caña»), además de escribir una Historia de Francia y una Historia de Inglaterra, ambas aparecidas en 1846. En 1847 sabemos que está ya casado con una mujer llamada Leonor y que lleva a los tórculos, sin nombre de autor, la novela Los habitantes de la luna, de la cual no se conserva rastro alguno y cuya atribución a Salas procede de Núñez de Arenas, como advierte Brown. El año siguiente, 1848, persevera en esa senda con un importante título, esta vez firmado, El dios del siglo. Salas y Quiroga es además autor de folletos políticos.

El final de sus días, tras una vida de trepidante actividad, le llegará en medio del olvido en Madrid, en 1849, habiendo alcanzado los treinta y seis años. A su entierro asiste algún pariente y sólo tres amigos, uno de ellos su fiel compañero Eugenio de Ochoa. Alarcos Llorach ([1943], 1976) en uno de los escasos estudios dedicados a Salas, consigna un dato elocuente: su tumba se encuentra sin lápida en el cementerio de la Puerta de Toledo.

Poseemos de Salas tan sólo un retrato, cuya reproducción aparece en la preciosa revista coruñesa Alfar, en el artículo que al autor dedica Núñez de Arenas. Su mirada es reconcentrada y brumosa a un tiempo; se trata de un joven menudo y soñador, a punto de embarcarse para América. Su personalidad aparece definida por su talante romántico, por su romanticismo ético. De haber vivido más tiempo, su evolución   -324-   hubiera proyectado algo más de luz sobre la que hoy todavía es muy penumbrosa trayectoria del autor. Inevitable es constatar las concomitancias que pueden establecerse con otras de hombres de letras del primer ochocientos, de madrugador espíritu aventurero y de actividad febril e incesante. No es un hecho baladí que su impregnación y conocimiento del romanticismo hayan venido de primera mano, a través de sus viajes por Europa, iniciados siendo todavía adolescente, un adolescente, como hemos indicado ya, solo en el mundo.

Según Allison Peers, el movimiento romántico no llegaría a desarrollar en España una personalidad tan acusada como la que se manifestó en Francia debido a la ausencia de un adalid dotado de genio aglutinador. Para este estudioso, sólo un creador hubiera tenido en sus manos el suficiente poder de convocatoria ante un país tan poco preceptista como el nuestro y Salas hubiera podido cumplir ese papel de no ser por su inconstante natural, su excesiva versatilidad y su dispersión:

De otros posibles capitanes que carecían de genio más que de inclinación para desempeñar el papel de tal, el más evidente era aquel «nuevo campeón romántico» de 1834, hoy olvidado que se llamó Salas y Quiroga. El prólogo a su colección de versos, dirigido a la España joven, fue quizá el más audaz y explícito de todos los manifiestos románticos [...]. Pero Salas y Quiroga no mantuvo por largo tiempo esta actitud. Suspendida la ubicación de No me olvides, empezó a diletantizar [sic] con toda clase de literatura [...]. Por último, pareció que abandonaba la literatura pura para dedicarse a la historia política y literaria, cuando murió a la edad tan sólo de treinta y seis años.


(1973, t. 2, pp. 74-75)                


Aunque no compartamos el duro reproche que estas palabras contienen, y que Marrast ratificará, Peers acierta al señalar lo plural de la escritura de Salas y su efectiva atracción por quehaceres varios, pero quizá no fue tan inclinado al caudillaje como pudiera parecer. Como bien advierte Alarcos, «si Salas hubiera estado dotado de espíritu más señero, acaso hubiera sido una de las figuras más importantes del Romanticismo español» (1943 [1976], p. 37). El eminente filólogo, que ha estudiado a Salas no sólo antes que otros, sino de modo más penetrante y original, lo califica de «hombre bondadoso y personalmente exento de todo vicio». Como hemos señalado, pocas son las incidencias biográficas legadas por el pasado a efectos de una construcción organizada de su vida, pero es cierto que la impresión que dejan sus versos se corresponde con al que experimentaron sus coetáneos, cristalizada en la expresiva muletilla «el pobre Salas», que da título a la semblanza de Núñez de Arenas. El arranque de dicha semblanza contiene una afirmación que nos parece muy reveladora: «Así le llamaban [el pobre Salas]. Le querían. Pero era tan bueno, tan afectuoso, que olvidaban que tenía talento» (1926, p. 27). Ese rasgo, su bondad, se repite en cuantos han intentado trazar el recorrido de su vida, una vida nunca firme, siempre amenazada. Junto a él coexisten en su naturaleza emotiva una tristeza recóndita que llega a ser angustiada ante la muerte y el temor presente siempre a ser olvidado.

Con el prólogo que antecede a sus Poesías de 1834 Salas ofrece un texto revolucionario. Ya Peers ponderó en su día su explícita audacia, al tiempo que lamentaba   -325-   su escaso eco posterior, indicio, según su tesis, del fracaso subsiguiente del movimiento romántico en nuestro país. Salas subía en 1834 a la palestra del orador para hacer un llamamiento encendido en pos de la unidad, el progreso, la regeneración política y literaria. El libro contiene una dedicatoria que reza: «Al pueblo español en la época de su regeneración política y literaria». No se trataba sólo de mostrar su poética -confusa para Marrast (1997, p. 493), dada la heterogénea mezcla de modelos-, sino de hacerse fuerte en la defensa de unos ideales inscritos en una suerte de cruzada romántica, como la llama Núñez de Arenas (1926, p. 28), que habría de repercutir en la buena marcha de la sociedad:

Unámonos todos; cantemos acompañados de la misma lira; pidamos fuego... al ángel tutelar de la patria... y en los remotos siglos dirá la imparcial historia: «Hubo un tiempo en que la juventud española se unió... formó una sola voz... elevó las almas de nuestros antepasados... y, entonando el himno de la victoria, guió a los más tímidos allí do la odiosa tiranía quiso sacudir su envenenada cabellera, y do reinan, de entonces, la libertad y las leyes.


(citado por Peers, pp. 74-75)                


Ese tono de rebeldía no se templará en las líneas editoriales de No me olvides, el «Periódico de Literatura y Bellas Artes» que sirve de cauce al manifiesto exaltado de su romanticismo y de foro reivindicador de sus fueros, que considera pisoteados e injustamente denigrados por sus enemigos. Aparece ahora ese aliento depurativo, ético y social tan peculiar del romanticismo de Salas. Su propósito es «vengar a la Escuela romántica de la calumnia que se ha alzado sobre su frente y que hace interpretar tan mal el fin a que tiende y los medios de que se vale para conseguirlo». Con su concepción positiva del fenómeno, arremete contra sus detractores con ánimo de hacer ver que el romanticismo no es, como pretenden, una escenografía fantasmagórica y huera:

Si entendiésemos nosotros por Romanticismo esa ridícula fantasía de espectros y cadalsos, esa violenta exaltación [...] fuéramos nosotros ciertamente los primeros que alzáramos nuestra débil voz contra tamaños abusos, contra tan manifiesto sarcasmo de la literatura. Pero si, en nuestra creencia, es el Romanticismo un manantial de consuelo y pureza, el germen de las virtudes sociales [...] ¿Cómo resistir al deseo de ser predicadores de tan santa doctrina, de luchar a brazo partido por este dogma de pureza?


Habla Salas en nombre de una colectividad vituperada y maldecida, persuadido de la sagrada misión del escritor y de sus responsabilidades contraídas con la humanidad (Brown, 1953, p. 33). Otorga a la defensa de esos intereses cualidades tales como «la lealtad de la contienda, la santidad de la lucha, un germen de vida», que conducirán «a la ventura social, cual jamás en tiempo alguno han descubierto los hombres». Habrá un antes y un después a partir de su intervención cuasi mesiánica:

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La literatura era sólo un juguete, un pasatiempo, el placer de un instante, sólo en nuestros tiempos de filosofía y observación se ha descubierto que la misión del poeta es más noble, más augusta.


El fin que los nuevos tiempos han impuesto es bien diverso: «consolar al desgraciado, llevar la vida al corazón abatido, hacer menos amargas las amargas horas de esta vida de padecer, [...] alzar un monumento inmortal al noble deseo de perfección humana, de simpatía y amor hacia los demás seres». Paradójicamente, hemos de decirlo, insiste en los fines eminentemente literarios:

No aspiramos a más gloria que a la de establecer los sanos principios de la verdadera literatura, de la poesía del corazón, y vengar a la escuela llamada romántica de la calumnia que se ha alzado sobre su frente, y que hace interpretar tan mal el fin al que tiende, y los medios de que se vale para conseguirlo.


En el número 3 de No me olvides, que sale el 21 de mayo de 1837, Salas publica un artículo que lleva por título «Influencia de la literatura en las costumbres». En él, anticipando ideas que volcará pocos meses más tarde en la «Advertencia» con que abre el primer tomo de El dios del siglo, late el afán de individualismo característico del más estricto postulado romántico. Anota Salas: «las grandes creaciones son obra de un hombre, no de la masa de los hombres que por el universo está esparcida», «apenas hay literatura nacional en ningún país» y «más influye el escritor sublime en las costumbres de un pueblo, que estas en el entendimiento de un gran escritor» (No me olvides 3, p. 1). Frente a un mundo que hace valer el principio del mal por doquier, el escritor ha de aceptar su misión de redención, su actitud no puede ser la de la indiferencia:

La corrupción pública no encuentra dique [...]. Tan joven como soy, he llevado mi desgracia a climas muy apartados, y en todas artes he encontrado al hombre luchando con el hombre, sin que otro rey dominase al mundo más que la maldad.


(No me olvides 6, 11-V-1837, pp. 1-2)                





El dios del siglo. Novela original de costumbres contemporáneas (1848)

En un estudio reciente, Rubén Benítez pondera la importancia de esta novela de Salas y Quiroga y reclama para ella una edición, que deseamos emprender, que ofrezca al público actual el aquilatamiento de sus «valores fuera de lo común» (1997, p. 653). La novela ha permanecido olvidada desde que apareciera en 1848, en un volumen salido de la Imprenta y Estereotipia de la Asociación. Tuvo una segunda salida en México, en la Imprenta de Ignacio Cumplido, en 1853, a los cuatro años de la muerte de Salas y por lo tanto sin su supervisión. Las historias de la literatura no suelen dedicarle espacio alguno y, salvo el capitulillo de Benítez y algún que otro trabajo de hace ya bastantes años, no se hace mención de sus méritos.

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Quienes se han ocupado de la novela de Salas, siquiera sea muy sumariamente, han tendido a considerarla de difícil definición. Fruto de una época considerada de transición, participa de un hibridismo inclasificable. No falta quien la tilda de hito en la fase del prerrealismo o preparatoria del advenimiento de las novelas galdosianas663. Se ha equiparado, en este sentido, la aparición de El dios del siglo con la de otros títulos más canónicamente instalados en el ámbito de los precursores, y tocados también de un prurito moralizador que los aproxima a la novela de tesis, como es el caso de La Gaviota, de Fernán Caballero, obra escrita originariamente en francés, un año posterior a la de Salas y oficialmente tenida como antecedente inmediato del realismo narrativo del 68 (J. I. Ferreras 1980, p. 387)664. Arduo es establecer dónde hinca sus raíces el realismo, pero si en algún lugar hemos de situar El dios del siglo ha de ser en ese territorio de transición escasamente explorado, en esa tierra de nadie que se ha dado en llamar del Postromanticismo o del prerrealismo y que grosso modo se extiende entre 1840 y 1850, dando lugar a novelas que todavía hoy resisten la lectura y que, como apunta R. P. Sebold, debieron de leer un Galdós o un Pereda665. La historia que la novela cuenta y que el título anuncia contrapone dos maneras distintas de entender dónde reside la excelencia de las personas: en su capacidad para crear y acumular riquezas materiales, o en otro género de talento, representado ya sea por el idealismo, encarnado en don Félix de Montelirio, ya sea por la bondad, encarnada por Otelina, o por la perseverante dignidad, encarnada a su vez por el padre de la heroína. Don Sisebuto de Soto, hombre de apariencia desagradable y conducta grotesca, ha logrado, mediante astucias y engaños, labrar una gran fortuna. Adolece de grandes defectos: avaricia, tacañería, mendacidad, depravación, vengatividad, suciedad... Sus dudosas actividades financieras y sus intrigas políticas llegan a encumbrarlo pero la ocasión de calibrar su verdadera talla sobreviene cuando se introduce la historia de Otelina, la joven y cándida protagonista. Don Sisebuto cree que sus riquezas le dan derecho a comprar a las personas y se encapricha de ella, que es un ser zarandeado por una situación familiar nada ventajosa provocada por el propio Soto en connivencia con el tío de la joven llamada Angustias, Serapio Sardina. El conflicto se desencadena cuando la joven se enamora de don Félix de Montelirio, mozo de nombre con resonancias esproncedianas, apuesto y comprometido con la causa de la libertad, como atestigua su trabajo periodístico. Don Félix corresponde a Otelina, en quien ve no sólo un dechado de virtudes sino también una afinidad ideológica, aprendida por ella de su padre, don Carlos de Zúñiga, de nobleza probada y en quien se han cebado las injusticias oficiales. Un perverso ardid del poderoso don Sisebuto hace que las fuerzas del orden persigan a don Félix y lo conduzcan a la cárcel, acusado de cabecilla revolucionario.   -328-   Don Félix padece los sinsabores de la prisión, el desprecio ajeno, la corrupción administrativa y, finalmente, ante la clamorosa falta de pruebas que lo incriminen, se ve libre para reconstruir su honor y ayudar a otras personas también seriamente perjudicadas por las malas artes de don Sisebuto, como Angustias, cuyo tío presuntamente muerto le había dejado una herencia que el tacaño intercepta. Don Félix reparará todos esos agravios una vez escuche la confesión de Serapio Sardina y pueda defender la honradez el amor verdadero, la inteligencia, el altruismo, el bien. Pero también el perdón: el probado malsín y asesino don Sisebuto de Soto no será conducido al patíbulo ya que no esa la solución arbitrada por quienes abominan de la máxima pena, pero sufrirá la privación de su libertad por todos los males cometidos y hasta entonces impunes.

Madrid es otro de los personajes de esta novela vertiginosa. Descrita en sus rincones más recoletos, la ciudad ofrece al cronista de sus calles mansiones aristocráticas, saraos de oscura concurrencia, gabinetes ministeriales repletos de funcionarios ociosos, despachos de una alta burguesía indolente y nada pulcra aposentos modestos donde retumban gritos del vecindario en medio del olor a fritanga; mazmorras inmundas, jardines olorosos y floridos como el del valenciano, calles que trazan una cuadrícula en torno a la Red de San Luis, cuartos alegres, ejemplo de verdadero regalo del hogar doméstico, como el que habita Otelina en la calle de Fuencarral, barrios populares como el de las Salesas, donde vive Angustias... Como Galdós, años más tarde, Salas hace del habitáculo del vestido y de la vivienda una piedra de toque del diseño del personaje. No en vano Balzac había sido su gran maestro. El gran mundo y el de medio pelo llenan de vivaz colorido estas abigarradas páginas: comerciantes, jugadores, petimetres, bribones, criados, carceleros, toda suerte de parásitos sociales, medradores, tahures, ministros venales, componen una multitud que asiste indiferente o entregada a la ignominia que se cierne no sólo sobre el individuo sino sobre la humanidad.

Dividida en dos tomos de quince y once capítulos respectivamente, cada capítulo va provisto de un título que se asemeja los frontispicios de las viñetas costumbristas. Con todo, no estamos ante una serie de cuadros sin hilván: pese a lo aparentemente descosido de la acción, que sufre altibajos y suspensiones, el hilo del relato puede seguirse sin dificultad, tras intermedios tan prolijos como el del capítulo VI del primer tomo, cuya pertinencia narrativa pudiera discutirse si no culminase con el encuentro entre don Carlos y don Sisebuto, que dice obsequiarle al pedirle la mano de su hija. Excursos como los que se dedican a la prensa y sus entresijos, o a la vida de los aprendices de horteras, pueden disgustar a un paladar sintético pero tienen en su valor mostrativo y apodíctico una justificación estructural. Salas quiere inserirlos para explicar mejor la deriva de sus personajes y guiar al lector en sus conclusiones. Su carácter, por tanto, no es accesorio o circunstancial, pese a que lo parezca a un lector ávido de lances. Salas incardina su mensaje (novela de ideas) en el desarrollo de una acción cuasidetectivesca en la que el inocente ha de buscar el auxilio del azar. Estos pasajes, e incluso capítulos, retardatarios del desenlace son en muchos casos los momentos más logrados de una obra que resiste los embates de   -329-   la disgregación dando cabida a la pluridiscursividad narrativa: recortes de periódico, cartas mercantiles y personales, recibos de cobro, pagarés, billetes íntimos, evocaciones genealógicas, interminables sartas de diálogos, reflexiones y apóstrofes al lector que el narrador no deja de hacer... Estamos ante una novela de forma laberíntica, anticronológica como el mundo moderno: el lector es sometido a continuos traslados aparentemente arbitrarios que no buscan sino atraparlo. En el cap. V del tomo segundo, titulado «Escena retrospectiva», el narrador pasa a contarnos la prehistoria de Angustias y nos obliga a establecer como lectores un principio de no linealidad argumental que riñe con la adscripción de El dios del siglo a las estructuras simples. Sebold ([1990] 1992b, p. 127) lo ha notado ya, en esta obra

entre romántica y realista de Jacinto de Salas y Quiroga, [tenemos] la primera expresión español para lo que hoy en día se llama salto atrás o, con anglicismo innecesario, flash-back. Salas nos habla de sus escenas retrospectivas.


En efecto, Salas obliga al lector a efectuar el esfuerzo de recomponer la ilación cronológica que le da desordenada y se separa así de otros narradores que silencian o cubren con la capa del misterio la mención de lo acontecido por no enturbiar el orden de los hechos, al tiempo que dificultan su intelección con el aderezo de un estilo dificultoso e intrincado. El ideal de Salas es otro y se aproxima al realista. Su narrador no duda en afirmarlo en este pasaje metanovelístico:

Sin condenar nosotros, de modo alguno, el sistema de nuestros colegas, los novelistas franceses, de dar tormento a la imaginación de los benévolos lectores, hacinando misterios que cada cual se afana en adivinar, verdaderos enigmas que a veces son logogrifos, hemos adoptado otros principios más modestos que consisten en narrar con naturalidad y exponer con sencillez los hechos que forman el tejido de nuestra fábula, sin más precauciones oratorias que las necesarias, deseando que estas páginas sean tan fáciles de leer como de escribir han sido.


Salas sabe utilizar, por otro lado, los recursos que imprimen consistencia a la novela: un ejemplo de ello puede verse en la conclusión del primer tomo, que termina con un diálogo en el que se explica el sentido del título y se hace prevalecer el dinero sobre el talento, porque es don Sisebuto quien se hace con las riendas del razonamiento. El segundo tomo vendrá a desequilibrar por completo su discurso y hará recaer la razón del otro lado.

El dios del siglo apunta a una coyuntura histórica bien concreta, la del verano de 1836, una época marcada por las corruptelas administrativas, cohechos y prevaricaciones, muestra del abuso del poder político por parte de gerifaltes sin conciencia de su cargo. Es un tiempo de transición, una época de ríos revueltos que hacen ganar a ciertos avispados sin escrúpulos sumas desmesuradas a costa de la penuria de grandes sectores de la población. Esa locura crematística que dará nombre a uno de los ciclos galdosianos constituye el eje de esta novela todavía deudora de procedimientos   -330-   del folletín pero incursa ya en otro canon distinto del romántico e inequívocamente realista. Como estudia García Castañeda, «hacia 1840, siguiendo a Balzac y a George Sand, se centra el interés de los escritores en las costumbres contemporáneas»666. Salas plasma, en efecto, una serie de actitudes y comportamientos rigurosamente contemporáneos, entrevistos en el ámbito cronológico de unos doce años atrás. Pero su atalaya estética es la de 1848. Entre 1844 y 1847 había estallado, gracias a la popularidad de los folletines, la moda de las novelas de E. Sue, el novelista social por excelencia que sería secundado en nuestro país por W. Ayguals de Izco, y bajo cuya férula, con la de Dickens, se sitúa Salas en la «Advertencia» al segundo tomo de nuestra novela. Son los años en que se produce un auténtico despliegue de la «novelas de costumbres», en las que prima un

Fuerte carácter transicional, la narración está entorpecida por descripciones «costumbristas» y por una técnica con visibles resabios románticos. En verdad reflejan la falta de norte de sus autores, quienes vivieron en un mundo en el que el romanticismo acababa de tener su gran momento, el costumbrismo les brindaba, todo lo más, el seguir los pasos de Larra, Estébanez o Mesonero, y el realismo no había llegado aún.


(García Castañeda 1971, p. 115)                


Para Brown, 1844 marca el comienzo de la fase post-romántica: las obras de ficción se escriben en un momento en el que los temas históricos interesan cada vez menos, el costumbrismo tiende a lo psicológico y las nuevas inquietudes de la época llevan al estudio de la sociedad y a una revisión crítica de su estructura667. Todavía en 1848, cuando sale a la luz pública El dios del siglo, la aparición de títulos del ya periclitado avatar histórico como Allah Akbar, de M. Fernández y González, o Doña Urraca de Castilla, de F. Navarro Villoslada, atestigua el carácter titubeante, conflictivo, movido, de esa fase cronológica de la historia de la narrativa decimonónica. Fase que entre folletín y novela social y de costumbres irá avizorando la singladura nueva de la novela moderna. Salas concibe su novela como el «fruto de la observación más minuciosa y desinteresada» (primera «Advertencia»), en nada vicaria de la copia daguerrotípica de seres reales susceptibles de acusarle de falsario o de autor en clave, preocupación que por cierto comparte con algunos de los más conspicuos autores del realismo. Brown (1953, p. 40) llega a establecer una línea directa entre don Sisebuto y el Gran Tacaño Torquemada, argumento que corrige Benítez (1997, p. 652) al notar el peso romántico de la ideología latente en la novela. Peso que por otro lado, no deja de percibirse en los textos de Galdós o Pardo Bazán. Salas y Quiroga construyó el puente hacia ellos y dejó la cifra del realismo canónico en El dios del siglo.



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Bibliografía

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Elementos metapoéticos en la poesía lírica de Carolina Coronado

Sara PUJOL RUSSELL


Universitat Rovira i Virgili

El elemento metapoético en la producción lírica de Carolina Coronado es un componente fundamental no sólo por su significación, sino también por su frecuencia de aparición. De los 577 poemas que Gregorio Torres Nebrera recoge en su completa edición Obra poética668 de Coronado, en 107 de ellos podemos detectar la presencia del ingrediente metaliterario. La elevada cifra resume una preocupación subyacente a lo largo de toda su vida y de su obra; una preocupación que es esencialmente humana y estética en sus cartas a Hartzenbusch669 y que toma entidad de manifiesto en sus artículos en prensa, de los que merece la pena recordar sobre todo los titulados «Al Sr. Director» y «Galería de poetisas españolas contemporáneas. Introducción»670. Cito precisamente estos dos porque representan polos opuestos   -334-   y enfrentados de su ideología, de su cambio y evolución o, mejor, involución, que también se mostrará en algunas de sus reflexiones líricas. Si en el primero se aclama la escritura femenina como una necesidad connatural, una necesidad que deriva de la voluntad de Dios; en el segundo, la defensa se convierte en implacable ofensiva contra la literata en favor de la mujer que dedica su esfuerzo y tiempo a las tareas domésticas. Corrección doctrinal que no implicará en absoluto el abandono de la letra, pero sí un proceso de autoexculpación tardío, de búsqueda de reconciliación con su íntimo ser y con el mundo que la rodea, mundo que ya la ha fustigado con el diente social.

En cuanto a los poemas, el primero que presenta una dimensión metapoética data de 1839 y, el último, de 1904. Con todo, es cierto que este sustrato temático se plantea enriquecido en torno a unas determinadas fechas. Así, los años en los que se registra una mayor frecuencia son: 1845 (21 poemas), 1846 (20), 1843, 1847 y 1852 (9), 1849 (7), 1848 (6), etc. Los datos ofrecidos iluminan y fijan un claro periodo de preocupación, renovación y síntesis estética: la breve etapa comprendida entre 1845 y 1852 -que coincide con su etapa más fecunda- o, lo que es lo mismo, el ciclo poético que se inicia tras la primera edición de sus Poesías (1843) y que se prolonga hasta la publicación de su segunda y última colección (1852).

A pesar de la bibliografía existente y de las oportunas clasificaciones temáticas671, no se ha contemplado la metapoesía como tema caroliniano. La existencia   -335-   de esta laguna -si puede llamarse así- tiene su razón de ser: lo metapoético no se presenta como tema propio y exclusivo de un poema, sino que aparece inserto como elemento colateral a otros temas que, aparentemente, rigen el texto. Un verso, una estrofa, una metáfora o un símbolo sostienen el concepto de manera puntual, erigiéndose, una vez aislada y en su conjunto, en clave de interpretación, en verdadero tratado poético disimulado y oculto, que se revela como un corpus teórico fundamental para comprender la concepción y la realización poética femenina de la primera mitad del siglo XIX. En la ausencia de fines programáticos de su pensamiento radica su limitación y su grandeza. Es una poética nacida de la experiencia, de la reflexión, de la necesidad; es una poética vital que no se impone emular, que no se propone innovar, que no pretende cifrar registros y códigos de producción, sino expresar sentimientos y razones contra la cárcel de la razón y el sentimiento histórico social imperantes. Es una poética que descifra, que pone al descubierto problemas reales y soluciones inevitables que configuran la esencia, el tono y la forma de sus textos poéticos, y a cuya luz debemos interpretarlos. El análisis de los elementos metapoéticos nos ofrece no sólo un documento de teoría literaria de primer orden, sino también una fuente intrahistórica para un estudio renovado de la literatura. Si la consideración de los tratados teóricos vigentes en cada época son fundamentales, no menos esenciales son los tratados que se originan desde el mismo acto de crear, unos y otros -sobre todo los segundos- poco estudiados y raras veces contemplados en la historia de la literatura. Si los primeros pretenden establecer un canon doctrinal, son los segundos los que fijan, en realidad, el auténtico canon de comportamiento individual y colectivo, y la auténtica evolución literaria, sobre todo en las ricas desviaciones que presentan en relación a los principios dogmáticos establecidos. De este modo, el texto literario supone el punto y eje de inflexión teórica.

El caso de la poesía femenina del siglo XIX va más allá y crea, en muchos casos, un doble canon común de lectura paralela: la apariencia y el símbolo, el tema simulado y el tema real. La necesidad, la ausencia de libertad expresiva, los condicionamientos sociales imponen involuntariamente esa lección de autonomía literaria, convirtiéndose estos mismos factores en motivo de reflexión vital y poética sumergida contra el imperio de la reflexión vedada a la mujer. La poesía femenina origina, de este modo, un canon propio -alejado completamente de los posibles cánones de la poesía masculina-, un canon mixto todavía por estudiar, un canon escudo, un canon abrigo, que merece ser tenido en cuenta como unidad textual. En este sentido, un claro ejemplo paradigmático puede ser la obra poética de Carolina Coronado.

Dado el elevado número de textos -como he dicho- con contenido metapoético en su obra, sólo podré bosquejar las bases de un estudio más amplio. Para ello, plantearé a través de capítulos y subcapítulos un esquema orientativo para un posible análisis posterior.

  -336-  
Origen y muerte de la poesía

En «Cantad, hermosas» (1846)672, poema emblemático, poema que resume todas las inquietudes literarias y vitales de la poeta, leemos:


   Yo de niña en mi espíritu sentía
vaga melancolía
de secreta ansiedad, que me agitaba;
mas, al romper mi canto,
cien veces, con espanto,
en la mente infantil lo sofocaba
que entonces, en mi tierra, parecía
la sencilla poesía
maléfica serpiente, cuyo aliento
dicen que marchitaba
a la joven que osaba
su influjo percibir sólo un momento.


(vv. 61-72)                


En estos dos sextetos-lira se sintetizan fundamentalmente el origen de la poesía como actividad espiritual, que nace de la melancolía, de la íntima sensibilidad frente al mundo, y la imposibilidad elocuente de que la mujer escriba, de que la mujer sienta e interprete la vida, la naturaleza y su entorno. Quedan planteados así los dos grandes temas capitales sobre los que girará su producción metapoética: la nobleza de la escritura y el pecado social («serpiente») que supone su práctica. La poesía se plantea -y esto es importante- como algo innato (ver n. 670), fruto del espíritu que confluye en la belleza natural. No es un ejercicio de la razón, sino un proceso de reconocimiento y, al mismo tiempo, de extrañamiento, un proceso de reconocer su voz en la voz sentida de la naturaleza. Don o genio, concedido por Dios y, como tal, de origen sagrado. No obstante, la sociedad impone su infausto coto y limitación, causa de la búsqueda espiritual femenina y origen de su dolorosa meditación poética. Dios y sociedad, naturaleza y hombre y, en medio, la mujer supeditada a la duda existencial como sujeto -no objeto poético- capaz de crear. Melancolía y dolor se aúnan y nace el símbolo que oculta la realidad, nace la realidad debatiéndose entre lo que la poeta querría y lo que debe (ver n. 721), entre la libertad esperada, soñada, y las firmes amarras del débito público. La prisión está creada -«¡Gloria a los hombres de alma generosa, / que la prisión odiosa / rompen del pensamiento femenino» (vv. 42-44)-, la huida es prácticamente imposible. En otro poema, «El amor constante» (1846)673, vemos confirmado el ser connatural del sentir poético:

  -337-  

    ¡Ay abuela! este cariño
a que osáis vos llamar sueño
ha nacido de mi lira,
ha crecido con mi cuerpo [...].


(vv. 1-4)                


Texto que opone la ausencia de la pasión, propio de la vejez, frente a la ardiente pasión juvenil que conduce al fluido canto. Sustituyamos, además, «cariño» (sentimiento) por poesía («sueño») y tendremos, de nuevo, el origen del sentir y su expresión poética. Es más, sustituyamos «lira» por alma y descubriremos el nacimiento elevado de ambos, nacimiento divino que se transmuta y crece en la carne, es decir, en los sentidos para integrarse, de nuevo, en el orden divino674. En «La fe loca» (1846)675, nos dice:


   Alzo la corta voz con larga pena,
Y morirá conmigo mi poesía;
Pero el amor de gloría me extasía,
De loca fe mi corazón se llena
Y aunque mi voz el viento rechazara,
Contra los vientos sin cesar cantara.


(vv- 67-72)                


Voluntad férrea, valentía, decisión tomada en aras del sueño, de la fe que augura dichas venideras en medio de la inmensa confusión del alma que jamás reposa, en la confusión de los valores que rigen el ejercicio de vivir (el mundo, el cielo, la religión, la gloria, la poesía, el amor y la amistad, ver vv. 96-99). Decisión y valentía que pronto se verán condenadas a la cesión, a una muerte anunciada de la poesía (y casi cumplida) y a una valoración completamente negativa de la misma. Sirvan como ejemplo los reveladores versos de «A mi hija María Carolina» (1853):


    ¡Ay!, cuánto tiempo consumí de vida
atenta a la fama al vano ruido;
[...]
perdóname aquel tiempo ya pasado
en que tanto canté
[...]
la juventud fecunda que he gastado,
en inútiles ecos de poesía676.


  -338-  

La vida y las circunstancias ganan la batalla, si bien es cierto que su poesía murió con su tiempo.




El deseo de gloria

La renuncia a la gloria, a la ambición -como hemos visto en los versos recién citados- aparece ya en su primer poema publicado, «A la palma» (1839)677, aunque por razones bien distintas. Este texto tiene dos momentos, el de la aspiración a la gloria («¿Qué vale de los reyes la diadema / ante el místico emblema / de la noble ambición, genio y poesía, / si una hoja solamente / ciñera yo a mi frente / que acallara el afán del alma mía?», vv. 49-55) y el de la aceptación de ese deseo como vano delirio («Nunca gloriosa / guirnalda esplendorosa / alegrará mis sienes lisonjeras», vv. 77-79), que se acompaña de la lúcida constatación de que ese premio sólo es posible para el hombre y de la consiguiente abdicación femenina como imperativo social («Guarda tus ramos para el vate augusto», v. 73). No se trata sólo del recurso de la captatio benevolentae, sino de la asunción, ya desde su primera juventud, del papel destinado a la mujer678. En «Gloria de las glorias» (1845)679, subraya ya el valor de la «flor celestial» frente a las conquistas terrenales. Desnuda de ambiciones, despoja de valor la consecución de la gloria literaria, tan transitoria como banal e innecesaria para la auténtica dicha. ¿Actitud resignada? Tal vez. Sólo -nos dirá- los «recuerdos que en el mar se escriben / no los borra el tiempo ni la ausencia»680. Este tema se puede complementar, por último, con la negativa a ser coronada en su tierra en 1890 y con la dura crítica que le despierta tal costumbre, crítica que observamos en varias de sus composiciones681.




Elevar hasta tu esfera

Ante la imposibilidad de lograr la aceptación social, tenderá su mirada al cielo porque «me importuna el mundo» (v. 28), buscando la amistad y la comprensión de los elementos cósmicos, la luna y el sol. Imágenes vectoriales ascendentes   -339-   configuran esa huida del mundo y la búsqueda del pensamiento a través de las nubes y el viento. «Amistad de la luna» (1843) es un claro ejemplo de ese «llevar hasta tu esfera / mi solitaria armonía / para hallar la compañera / que escuche la pena mía» (vv. 33-36)682. En sentido parecido, leemos: «Yo he venido a ascender con nuevo anhelo / sobre el candente sol de la poesía: / y allí en su disco abreviaré mi duelo / en llamas exhalando el alma mía» (vv. 3-6)683. Lejos del tema de la amistad neoclásica se busca la amistad, la recepción de la naturaleza; y lejos de la búsqueda de lo inefable romántico, de «ese algo mejor» becqueriano, de lo inalcanzable, la búsqueda se centra en uno mismo, y también en lo que, aparentemente, se puede poseer y alcanzar y resulta ser también inalcanzable, puro espejismo, lo que intensifica su peso dramático684. Sólo le queda elevar su acento (es para Carolina Coronado siempre igual a canto e igual a poesía, proceda de su propia voz o de la voz de la naturaleza) «bajo el bello laurel que os [aves] guarecía» (vv. 55-56), con todo el contenido simbólico que comporta esa elevación entre los simbólicos «laurel» y «aves».




Objeto de la poesía

En varios poemas, encontramos expresado el objeto y el fin de la poesía, que se concibe como simple desahogo de la tristeza y penas del corazón, nunca como arte, como palabra labrada a partir del conocimiento y el conocimiento de las técnicas retóricas y poéticas; nunca como seria reflexión acerca de temas elevados (las flores y las aves, sí, pero no siempre son lo que parecen -¡qué lejos Carolina Coronado de ser la mera cantora de las flores, como se la denomina siempre!-) y nunca como expresión del placer ante la vida, algo reservado estrictamente al hombre. En «A Elisa» (1846)685, leemos: «Y cantar sin gemir, cantar placeres / es propio de varón, no de mujeres» (vv. 23-24). Planteamiento acorde con los requisitos de época y común a todos los prólogos de autoras caracterizados por ese proceso de autojustificación previa que les permitirá presentar, sin suscitar graves recelos, su quehacer poético a la luz pública. Sirva de ejemplo el poema «Yo en tristísimo gemido» (1842)686, título que coincide con el enunciado del primer verso, en el que nos dice: «desahogara mi cuidado / si el temor de ser reído / por otros mi mal llorado / no acobardara el sentido» (vv. 1-5). Del mismo modo, considerará la poesía como salvadora, como poder   -340-   benéfico en «Cantad, hermosas» (1845) y «El tiempo» (1847)687. En cambio, en el poema «Dolor» (1841)688 niega el poder redentor de la creación poética: «¿Pensáis, oh Musas, que a templar las penas / vuestro poder, vuestra ilusión alcanza? / Yo lo pensé también..., loca esperanza / que rigurosa la verdad hundió» (vv. 25-28). No obstante, este texto es anterior a los antes citados, de modo que la poesía -a pesar de ser fuente de desencanto- siguió siendo para nuestra poeta fuente balsámica. Algo que se verá claramente en el punto dedicado a los contenidos poéticos.




Fuentes de inspiración poética

Las fuentes poéticas, los motivos de inspiración lírica expresados en clave metapoética son tema recurrente en toda su obra. Debido a esa amplitud y a su capital interés -merecería un estudio específico-, me veré obligada, en este momento, a dar sólo un esquema de enunciados principales y, en contrapartida, ofrecer una relación sugerente de títulos como fuente de apoyo documental en las notas al texto.

Entusiasmo y dolor. El dolor no es sólo un contenido poético, un buscado desahogo literario, sino que actúa como verdadero principio creador. El dolor en todas sus formas (que expondré en los capítulos siguientes para evitar repeticiones y plantear, de este modo, una estructura más detallada y precisa) opuesto al entusiasmo: «Yo no sé hacer canciones / que el genio inspira, que el talento ordena, / mas, ¡ah! los corazones / que el entusiasmo llena / tienen de gratitud fecunda vena»689.

El silencio. La necesidad del canto interior frente al silencio del mundo -«que aunque callada me veas / estoy entre mí cantando»690, el silencio mismo y el silencio de los sentidos691, la soledad692 y la contemplación693 son claves esenciales del proceso   -341-   creador. Silencio que contrasta y se complementa con ese constante escuchar los acentos de la naturaleza -armonía y fuente de aprendizaje- y esa búsqueda -no menos constante- de ser escuchada, atendida por la naturaleza. Deseo siempre y no logro -la naturaleza sólo escuchará si los acentos de la poeta emulan los suyos694-, naturaleza pródiga, pero no receptora695.

La naturaleza. La naturaleza es principio de inspiración por excelencia. De todos sus elementos, las flores (valor real y simbólico) son, sin duda, las que desempeñan un papel principal. Muchos son los textos que podríamos traer a colación, pero me conformo con citar Gloria de las flores (1845)696 porque en él se resume su concepción: la poeta equipara su destino al de ellas (gloria breve y no perdurabilidad), tienen sentimientos y, lo que es más importante, el pensamiento brota de ellas. Seguirá en interés y frecuencia la intervención de las aves -normalmente personificadas y siempre metaforizadas o simbólicas-, la luna y el suave viento portador de sonidos, mensajero de acentos697. Con las aves y flores se cumple, además, un proceso de identificación, sobre todo en su poesía primera. Veamos un ejemplo: «cantaremos, golondrina, / mis recuerdos y tu amor»698. La luz699 como tal (no como reflejo de Dios) y el agua700 desempeñan un papel menos relevante. Se observa, curiosamente, una ausencia total del fuego.

El tiempo. El tiempo como elemento metapoético aparece también en raras ocasiones. Sólo la primavera701 y la caducidad del día o del otoño702 son, en algunos poemas, motivos de reflexión y principio creador.

Dios. Si la naturaleza es el principal tema de inspiración -como hemos dicho-, rango parecido ocupará la divinidad. En realidad, van estrechamente ligadas, de modo que Dios y el reconocimiento de Dios en sus obras van a aparecer en su valor metapoético en un elevado número de composiciones. Se escuchará a Dios en la   -342-   naturaleza y se invocará a Dios a través de la misma. De nuevo, escuchar y ser escuchada, el afán de ascenso unitivo a través del propio cantar, esperar la luz del conocimiento y el don poético -«tu eres la idea que a mi mente asiste / [...] / porque en ti se concentra cuánto existe, / mi pasión, mi esperanza, mi poesía»703- que sólo Dios puede concederle, y el reconocimiento de la insuficiencia de su verbo para expresar esa idea elevada y ese don recibidos van a ser recurso constante en todos los poemas de este género. Sirvan como ejemplo: «Gloria del sentimiento» (1845)704, «Tu me pides querer y te he querido» (1847)705, «En el monte» (1848)706, «Porque quiero vivir siempre contigo» (1848)707.

La belleza de la obra de arte. Sólo en el poema titulado «En la catedral de Sevilla» (1847)708 aparece la belleza arquitectónica -objeto creado por el hombre, por tanto- como elemento compositivo y, de hecho, no se encuentra aislado, sino que se ampara bajo un contenido religioso y simbólico: recibir la esperada bendición del sabio y poeta Alberto Lista.

Figuras históricas. Aparecen en pocos poemas, pero de manera significativa: «Al Emperador Carlos V» (1846)709, «A S. M. la Reina Madre Doña María Cristina de Borbón» (1852)710.




Contenidos poéticos

La reflexión sobre los temas que son objeto de su poesía me parece de particular interés, no sólo por su frecuencia, sino, sobre todo, porque evidencia un ejercicio lúcido, racional, analítico y consecuente del acto de crear. Diseña, así, un perfil ideológico de época fundamental. No todos los poetas enjuician sus propios temas en voz alta. Enuncio y sintetizo estos contenidos: un repaso de los intereses temáticos de su primera y segunda etapa poéticas711, la esencia del mundo y el hombre712, la búsqueda de armonía y el tiempo713, la razón de la escritura y la poesía como deber714, la aceptación   -343-   de las propias limitaciones715, el contenido moral de la poesía y del poeta716, poesía frente a ciencia717, los recuerdos y la ausencia718, la elección de la propia tierra donde vivir y escribir719, la tristeza, el dolor y el llanto frente al canto placentero de la naturaleza y el hombre720, los límites que le impone a su obra por el hecho de ser mujer721, etc.




La situación de la mujer poeta

Los dos últimos temas citados en la sección anterior anuncian capítulo aparte. La situación de la mujer es una de las grandes preocupaciones de Coronado. Muchos son los textos destinados a presentar y denunciar de una manera desnuda el estado de ignorancia impuesta a la mujer y a solicitar la defensa de su vida intelectual722; a exponer sus limitaciones y ausencia de libertad723, el destino de la mujer poeta724, las diferencias entre las posibilidades del hombre poeta y la mujer poeta725, la recepción y burla social y el miedo a su contaminada herida726; a aclamar la «hermandad lírica» como salvación vital727, etc. En otros, eleva su canto para legitimar la actividad literaria de la mujer o invitarla fervientemente a que tome su pluma728. Todos ellos son textos llenos de una gran humanidad y de una intensidad dramática incomparable (comparable sólo con los poemas religiosos), que son fiel y pulso histórico. Cito como ejemplo un poema paradigmático, «Cantad, hermosas»729, porque en él se sintetiza todo lo dicho.



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Críticas

Por último, me ha parecido oportuno recoger aquellos textos donde se plantea bien el reconocimiento, bien la crítica a un determinado poeta o a un determinado pensamiento o ideología, porque con ellos revela su propia posición ideológica y estética. Reconoce el magisterio de Quintana730, Lista731, Martínez de la Rosa732, Zorrilla733, Hartzenbusch734, y alaba a Rioja735. Por el contrario, critica severamente a García Tassara736, Byron737, Espronceda738 y Larra739.

Plantea también la crisis del espiritualismo y del idealismo740, critica la pérdida de la mitología clásica741, el romanticismo742 (ver n. 670) y la edad del desencanto -el siglo XX- frente a su piadoso anhelo743.

Espero haber sabido esbozar la riqueza y la importancia de un tema, para mí, lleno de sugerencias: la función del elemento metapoético en la poesía y, en este caso, en la poesía de una autora que permite pensar la poesía como esencia y entidad verdadera y elevada.





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Sainetillo para un entreacto o el teatro desde dentro en las primeras décadas del siglo XIX

Montserrat RIBAO PERIERA


Universidad de Vigo

La denuncia del lamentable estado de los teatros es un tópico de la crítica en el siglo XIX. Periodistas, literatos, hombres de la farándula, del mundo de la administración, o de la política, coinciden en sus objeciones al funcionamiento interno de las compañías y las empresas, cuyas deficiencias se palian con enorme lentitud pese a las diferentes tentativas de reforma que se suceden en España desde el siglo XVIII. Un buen ejemplo de la preocupación que la intelectualidad del momento siente por las vicisitudes internas de los teatros de Madrid son las producciones de los escritores costumbristas, que abordaron el mundo espectacular de la Villa y Corte desde dentro y desde fuera del teatro mismo, tanto en artículos de costumbres como en obras dramáticas que -como en el caso de la pieza que nos ocupa- ilustran metaliterariamente el ámbito extraliterario del hecho teatral en el primer tercio del siglo XIX744.

El Sainetillo. Para un entreacto. Del Correo. Dos escenillas sueltas entre un maquinista es una composición anónima, inédita, de carácter humorístico, que se conserva manuscrita en la Biblioteca Nacional de Madrid745. Se compone de ciento sesenta y tres versos que configuran un romance dividido en dos escenas en las que asistimos al monólogo de un empresario, y al diálogo de este con un maquinista, respectivamente. El Sainetillo no está fechado, de modo que desconocemos, a ciencia cierta, el momento cronológico al que remiten los parlamentos de los protagonistas. Sin embargo, la mención Del Correo en el título mismo de la pieza, hace pensar que acaso se trate de un texto inicialmente pensado para su difusión en El Correo Literario y Mercantil, periódico que ve la luz en Madrid entre 1828 y 1833, y para el que Manuel Bretón de los Herreros escribió sus más conocidos artículos   -346-   sobre el teatro y los teatros en su tiempo746. Otras dos publicaciones de la capital se conocieron con el nombre de El Correo en la primera mitad del siglo XIX: El Correo de las Damas (1833-1835), y posteriormente El Correo Nacional (1838-1842). Nada hay en el contenido del Sainetillo que nos permita adscribirlo a una u otra de estas tres publicaciones, y ello -esto es lo auténticamente relevante- porque remite a una serie de tópicos, sobre el mal funcionamiento de las compañías y sobre la puesta en escena, que se mantienen plenamente vigentes en las primeras décadas del XIX con independencia de su mayor o menor cercanía a la realidad del momento. Las quejas del empresario de nuestro sainete sobre la ingratitud de su cargo, y las reivindicaciones salariales de su maquinista -que amenaza con boicotear la puesta en escena en caso de no ser atendidas sus demandas-, ilustran perfectamente el debate interno, extraliterario, del teatro en los albores del romanticismo y en los años de su triunfo en la escena española.

El autor del Sainetillo, familiarizado con el mundo del espectáculo, utiliza en su denuncia la jerga del «ejercicio», es decir, el lenguaje de las compañías: «sacamuertos», «estafermos», «remedión»... términos que Bretón explica en uno de sus artículos en El Correo Literario Mercantil747. Asimismo, se refiere a las diferentes categorías de actores con las denominaciones tradicionales («galán», «dama», «gracioso», «barba») que oficialmente habían sido sustituidas por las de «primer actor», «primera actriz», «parte jocosa» y «anciano» en la reforma de 1799748.

La pieza se estructura en dos partes que coinciden con el diseño externo de la misma en las dos escenas a que antes aludíamos. En la primera de ellas el empresario, solo, expone las principales dificultades de su cargo: hacer frente a la crítica, satisfacer al público y organizar a los actores, todo ello a cambio de más sinsabores que compensaciones:


¡Ah, qué oficio tan penoso!
[...]
Se trata de un empresario
de teatros: porque es cierto
que se halla en otras empresas
sin tanto afán más provecho.



Hasta 1834 un Corregidor al frente de dos Regidores Comisarios es el encargado de administrar directamente las dos salas dependientes del Ayuntamiento de Madrid (La Cruz y el Príncipe), si bien en temporadas muy concretas el Concejo cede administrativamente la empresa a particulares, de modo que personajes tan   -347-   importantes como Gaviria, Fernández Cuesta, Rebollo o Grimaldi se convierten en arrendatarios de los teatros de la Villa749. Esta responsabilidad económica podía coincidir en la misma persona con la empresarial. El empresario, a menudo el primer actor, desempeñaba también la labor de «autor», es decir, seleccionaba las obras que luego integraría en su repertorio, configuraba los repartos y diseñaba los montajes. Sólo a partir de 1840, con la desaparición del monopolio teatral en Madrid, y la creación de nuevas salas y compañías, las labores del empresario y las del director de escena divergen y se encomiendan a diferentes responsables750.

No es este todavía el estado de cosas que refleja el Sainetillo, pues -como hemos indicado- una parte de las quejas del empresario giran en torno a las dificultades de organizar una puesta en escena. En primer lugar, ha de habérselas con las intrigas, los «chismoteos» y los caprichos de los integrantes de la compañía, tanto en el cuerpo de verso como en el de baile:


   Ya está bien la prima donna,
y el tenor no está contento;
ya me vuelven un papel
a los hocicos; ya tengo
que reñir una pendencia
con la orquesta, nada menos.



En efecto, la representación teatral de una pieza superaba la mera puesta en escena de la misma. La función se iniciaba con lo que los periódicos de la época llamaban -convencionalmente- «sinfonía», es decir, oberturas acordes con el «furor filarmónico» del que hablaba Bretón. A continuación se ejecutaba la obra en sí, una danza, una pieza breve y cómica, y un baile. Todos los participantes en este espectáculo se integraban en la misma compañía, en los dos cuerpos mencionados, de ahí la extrema dificultad en la coordinación espectacular de la compañía que denuncia nuestro empresario:


   Ya es obra haber de contar
del cantor con el garguero,
las piernas de la bolera,
el copista y el maestro,
los coro[s] y las comparsas,
y hasta con los sacamuertos.



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Los ensayos son también motivo de polémica. El 14 de julio de 1799 Leandro Fernández de Moratín había dirigido al Juez de Teatros de Madrid siete peticiones relativas a los derechos de los dramaturgos que, años más tarde, muy bien podría hacer suyas el empresario del Sainetillo, a saber: participación en el proceso selectivo de actores y actrices, derecho de aconsejar a los cómicos durante los ensayos, obligatoriedad de efectuar los últimos ensayos con el decorado y aparato del estreno...751. Además, los primeros actores y actrices se arrogaban el derecho a asumir los papeles principales, aun en contra de cualquier lógica e incluso en detrimento del resultado espectacular de la pieza. La queja del empresario en este sentido


   Se ensaya como Dios quiere,
y hay vieja actriz que arma un pleito
si no hace papel de niña,
lo mismo que si al hacerlo
perdies[e] el triste vestigio
de los rigores del tiempo.



Recuerda la muy conocida de Larra con motivo del estreno de El Trovador en 1836. Fígaro opina que la interpretación y la verosimilitud del drama hubiesen sido mejores de no haberse respetado las obsoletas normas vigentes en la distribución de los papeles, ya que sin otro motivo que la costumbre se había dado el papel del Trovador al primer actor, a Latorre, «a quien de ninguna manera convenía, como casi ningún papel tierno y amoroso», y el de la gitana, sin embargo, a la segunda actriz, aun cuando por ser «la creación más nueva del drama, el carácter más difícil, y por consiguiente el de mayor lucimiento» tendría que haber sido ejecutado por la primera, la señora Rodríguez752.

Testimonios como el de Larra ponen de manifiesto el escaso alcance de los intentos renovadores llevados a cabo en el ámbito de la jerarquización actoral dentro de las compañías desde el siglo XVIII: parecen haber quedado sin efecto los postulados del movimiento renovador de 1799, que promovía el desempeño de los papeles no según el orden de rutina y «sí con respecto a la disposición que se halle en los actores y actrices para los caracteres que jueguen en el drama, cuando así lo exija, poniendo en ella el mayor esmero»753. El viejo sistema de privilegios favorecía el «divismo» de los primeros actores y actrices, quienes se permitían rechazar los papeles que -a su juicio- no les convenían («ya me vuelven un papel / a los hocicos»), o incluso retrasar el estreno de una pieza:

  -349-  

   y el galán está aprendiendo
un papel, que saber pudo
hace dos meses y medio.



El resultado, en muchos casos, era el estreno en pésimas condiciones técnicas. Era habitual que los actores no se supiesen sus papeles, y tanto Larra como Mesonero o Bretón critican con dureza su incuria. De los Herreros, por ejemplo, informa sobre los esfuerzos de Lombía por hacer desaparecer la molesta voz del apuntador, cuyas voces y gritos hacían saber al público qué iba a decir el personaje antes de que este iniciase su parlamento; esfuerzos vanos, porque la presencia de ese «apuntador vociferante» era imprescindible para la representación de las obras nuevas, poco ensayadas y mal memorizadas754.

En otras ocasiones las dificultades materiales eran de tal envergadura que se suspendía la representación de la pieza, en cuyo lugar, como afirma nuestro empresario,


[...] yo no tengo
más arbitrio que soportarles
un remedión estupendo.



En efecto, además de organizar la representación, el empresario es, como responsable de la misma, el blanco de las iras del público y de los críticos, de esos abonados que «esperan pieza nueva» y han de conformarse con la puesta en escena apresurada de algún viejo estreno con que solventar la apurada situación, y de los intelectuales que claman por una reforma teatral de mayor efectividad que la Regla General para la dirección y reforma de teatros de 1807, el Decreto de María Cristina (20-XI-1833) o la posterior Disposición sobre Reformas de Teatros. La postura del empresario frente a los periodistas es clara:


   ¡y luego los periodistas
sermonean!... Vengan ellos,
y pues tanto hablan, veamos
cómo salen del empeño.



Atacado desde el exterior y con varios frentes abiertos en el interior de la propia compañía, el empresario se siente como un general de infantería en plena batalla:


[...] Bien dijo el gran Fedirico
que era trabajoso menos
regir a cien mil soldados
que a un teatro el más pequeño.



  -350-  

De ahí el humorístico y desproporcionado lamento con que finaliza su monólogo:


   ¡Ah, barahunda maldita!
¡Ah, oficio el más triste y negro!
¡Ah, empresa de los teatros,
de ti mil veces reniego!



El maquinista que aparece en la segunda escena introduce un segundo tipo de reflexión metaliteraria en la pieza, la escenográfica. Su demanda de dinero para afrontar los gastos de una pasada representación se basa en la enumeración de los efectos utilizados en la misma, recursos que podrían remitir la puesta en escena de dramas y melodramas de principios de siglo:


[...] por haber quemado
un palacio y haber hecho
saltar un puente... mil reales.
[...]
El viento, el trueno y la lluvia
en el melodrama nuevo
seiscientos reales [...]



o a la de comedias de magia:


   un monte trocando en casa,
un jardín volviendo infierno,
haciendo que por los aires
vuelen los valles y los cerros:
y siempre con brujerías
tan solo por complaceros...



El empresario se niega a satisfacer las cantidades requeridas alegando falta de celo en el cumplimiento del deber: el trueno suena a cascajo, el viento sopla flojo, el palacio arde mal y el puente «no causa efecto». El «efecto» será uno de los conceptos clave de la espectacularidad romántica, ya que el teatro se convierte en una función que el público no sólo presencia, sino en la que -como ha explicado el profesor E. Caldera- también participa, lejos de su papel neoclásico de espectador discente755. De ahí que los resortes espectaculares de la pieza recreen la realidad del universo mimético no «como quiera que pueda ser, sino de aquella manera que más contribuya   -351-   al efecto que se busca»756. Con ello no se pretendía interesar la inteligencia y la sensibilidad del receptor, sino halagar sus ojos y sus oídos; el ideal de placer generado a través de la imaginación se sustituye por el del artístico emanado directamente de los sentidos, y por ello se propician los efectos producidos en el escenario, para -como insiste en señalar Bretón de los Herreros en sus escritos sobre poética teatral- cautivar el interés del público757.

Sin embargo la realidad de los hechos que el Sainetillo denuncia, y la prensa de principios de siglo confirma, es bien distinta:


   cuando la lluvia las gentes
se mofaron y rieron.
[...] Muchas veces,
y cuando se piensa menos,
nos dejáis en un salón
un árbol; otras en medio
de las sillas de un estrado
se queda algún trasto viejo
de la otra decoración;
otras ... ¿Mas por qué me empeño
en criticar lo que suele
todo el público estar viendo?



Los olvidos en escena de elementos de decoraciones anteriores son un lugar común en la crítica coetánea. Así, Larra denuncia una situación idéntica en su artículo «Una primera representación», donde un espectador dice: «se han dejado una silla. Mire usted aquel comparsa. ¿Qué es aquello blanco que se le ve? ¡Hombre!, en esa sala han nacido árboles». También Bretón utiliza términos similares en «Cuatro palabras sobre aplausos y desaires» al hablar de las risotadas con que el público saluda la presencia en escena del sacamuertos, o sus olvidos, que dan lugar a decorados tan inverosímiles como los que señala el empresario del Sainetillo758.

El empresario se niega a retribuir al maquinista hasta que este demuestre su profesionalidad y, como Júpiter en el Olimpo, sea el dios del trueno en escena:

  -352-  

   Un buen maquinista debe
ser Júpiter en el centro
de la escena; y no que siempre
me bulle el alma en el cuerpo,
y a cada silbo me dan
crispaturas en los nervios.



Cada tramoya es motivo de preocupación para el responsable de la puesta en escena, que se inquieta ya al escuchar los «silbos» con que el maquinista previene a su gente para la maniobra de cambio de un decorado de fondo, de un rompimiento central, o de un telón de final de acto o cuadro. Lo más lamentable de esta situación es que la señal de maniobra es también percibida, y con toda claridad, por el público, circunstancia de la que se burla la crítica utilizando el número de «silbos» en cuestión para juzgar a priori la espectacularidad de la pieza que se representa759.

El maquinista amenaza con boicotear la próxima representación empleando todos los medios a su alcance: arrojando leños desde las bambalinas, hundiendo al propio empresario por alguno de los escotillones, descolgando inopinadamente los bastidores... Estos últimos, si bien usados con regularidad en la primera mitad del siglo, serán paulatinamente sustituidos por paredes continuas en la representación de interiores, lo que permitirá habilitar las puertas y ventanas de tanta rentabilidad espectacular en la puesta en escena de los dramas románticos.

La reacción del empresario no se hace esperar. Sus palabras expresan, con humor, la superioridad jerárquica de la que goza en la compañía y -lo que es más interesante- en el entramado espectacular configurado por el Concejo y los intereses económicos de un lado, y la crítica y el público de otro:


   ¿A mí amenazas?
[...]
¿A mí? ¿A mí?
¿Al gobernador supremo
de la cómica comparsa?
¿Al regulador discreto
de los públicos placeres?



Sin embargo el maquinista tiene la última palabra. En un guiño metateatral de resonancias barrocas, amenaza con mostrar al mundo -esto es, al teatro- de qué es capaz un tramoyista:


[...] Hasta luego;
mas soy hombre de tramoya...
-353-
[...] Y enseñaros quiero
lo que un tramoyista sabe
en el mundo urdir a tiempo.



Sus misteriosas palabras cierran con suspense este Sainetillo que, destinado a la representación en el entreacto de una pieza de mayor entidad, acaso encuentre explicación en los posibles desajustes escenográficos que el público presencie en ella. Si alguna tramoya no funciona, si algún trasto se descuelga, si algún efecto no responde al fin para el que fue creado... no se responsabilice de ello a la compañía que representa en ese momento, parece decirnos el sainete, sino a la vengativa actitud de un maquinista que reclama unos dineros de los que secularmente ha carecido el teatro.

Como hemos visto, este sainete aborda algunas cuestiones realmente palpitantes en su tiempo. La escasez de recursos de las empresas, la responsabilidad del empresario frente a la crítica, el público y la propia compañía, su diversidad, los problemas en la coordinación de actores de verso, cantantes, bailarines, músicos, copistas, la supervivencia de los viejos privilegios de los actores, su incuria, la inoperancia efectiva de los ensayos, los retrasos o suspensiones de los estrenos, la dificultad para conseguir los efectos que las piezas reclaman, la precariedad de medios técnicos, la poca profesionalidad de los tramoyistas... se convierten en temas recurrentes de la prensa del momento y en argumentos para piezas que, como el Sainetillo, contribuyen a la configuración del canon dramático desde el ámbito extraliterario del mismo en un momento, las primeras décadas del siglo XIX, en que el teatro se concibe -cada vez con mayor fuerza e intensidad- como espectáculo.



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Los altibajos de la crítica galdosiana

Geoffrey RIBBANS


Brown University (Providence)

Con este título quisiera presentar algunas consideraciones muy tentadoras, que espero no pequen de perogrulladas, sobre la constante vacilación crítica que ha experimentado la obra galdosiana desde su vida activa hasta nuestros días. La reputación de todos los escritores padecen de grandes vaivenes a lo largo de los años. Los que granjean la mayor popularidad durante su vida a menudo pierden de categoría en los años que siguen su muerte, mientras figuras que mueren desconocidas o desvaloradas pueden surgir a gozar de una inesperada fama póstuma. Igualmente el juicio sobre las obras más estimadas dentro de la producción de un autor determinado podrá modificarse radicalmente. Todo esto ocurre habitualmente y apenas necesita comentario.

El caso de Galdós es mucho más complejo. Voy a fijarme en cuatro aspectos, cada uno bastante obvio en sí, pero que en conjunto produce una situación muy especial. En primer lugar, su obra, por ser tan prolífica como extendida cronológicamente, y a más dividida entre varios géneros o subgéneros, se presta a acentuadas matizaciones de criterio. Segundo, existe una evidente discrepancia entre el aprecio popular, que nunca ha desfallecido, y la reticencia de la mayor parte de la crítica oficial. Tercero, su situación polémica, no menos evidente por no ser buscada, acarrea durante toda su vida actitudes muy divergentes, que se prolongan hasta después de su muerte. Cuarto, su reputación internacional, creciente si bien todavía inadecuada, añade un factor distinto. De estos cuatro aspectos trataremos a continuación.

Intentemos resumir esquemáticamente, aun a riesgo de descubrir mediterráneos, las distintas facetas de su producción literaria. Creo que cabe distinguir cuando menos siete categorías esenciales760. Primero, constan las novelas de la primera época: novelas históricas como La fontana de oro, y después las novelas de tesis, como Doña Perfecta y Gloria (1868-1878). Segundo, los episodios nacionales de la primera y segunda series (1873-1879). Tercero, las grandes novelas contemporáneas, a partir de La desheredada (1881) hasta Misericordia (1897). Cuarto, la segunda etapa de los episodios nacionales, las 3.ª, 4.ª y 5.ª series (1898-1912). Quinto, el teatro, procedente en un principio de las novelas dialogadas como Realidad (1889):   -356-   1892-1918. Sexto, las últimas obras novelísticas, después de Misericordia (1897-1915). Séptimo, la obra periodística redactada a lo largo de su vida.

También importa tener en cuenta que, a la indiferencia y aun menosprecio general a que está sujeto después de su muerte -cosa no inesperada, según las vacilaciones de la moda- se añade el excepcional efecto de tergiversación producido por la época franquista, que, menos de veinte años después de su muerte, logró silenciar o amortiguar en muchas esferas su obra. A consecuencia tenemos un hecho verdaderamente insólito: sobre una figura de extraordinaria envergadura, más de tres cuartos de siglo después de su fallecimiento, no se han producido todavía unas normas críticas del todo estabilizadas, ni siquiera unos parámetros aceptados para un sereno juicio evalorativo.

Otro factor esencial es la popularidad de su obra, que le permite, de modo muy excepcional en un escritor decimonónico, vivir de sus ingresos. Estos son, a fin de cuentas, muy considerables, si bien él no logra deshacerse nunca de ciertos apuros financieros. Como ha determinado el gran especialista sobre las estadísticas de la publicación de la época, Jean-François Botrel761, las ventas de novelas determinadas no alcanzan extraordinarios niveles, pero a base de constantes obras nuevas se mantiene cierta consistencia de ingresos a lo largo de los años. Lo que se destaca sobre todo es la venta continua de los episodios nacionales, nueva forma762 que Galdós inventó muy temprano en su carrera, antes de cumplir los 30 años, con un éxito apenas esperado763. Esta nueva forma le proporciona una fama inequívoca de narrador de temas rebosantes de acción y de heroísmo, como sus modelos remotos Erckmann-Chatrian o como el célebre Fenimore Cooper. El ambiente de lucha y de acción, sobre todo en la primera serie, mediante la evocación de las luchas napoleónicas, con tantos relatos que tratan de batallas (Trafalgar, Bailén) o de asedios (Zaragoza, Gerona), responden en parte a un público joven o adolescente764, correspondiente en inglés al antaño célebre capitán Marryat, o en nuestros tiempos a Horatio Hornblower, de C. S. Forrester. Se trata también de un motivo patriótico, si bien algo atenuado y equívoco, que hizo que los episodios fuesen las obras más toleradas por las fuerzas tradicionales, e incluso por el franquismo. La segunda serie continúa, en   -357-   menor grado, con el imperativo de la acción, al relatar los conflictos políticos del régimen despótico de Fernando VII, con ciertos importantes cambios de estructura, como el abandono del casi automático recurso autobiográfico de la primera serie765. Lo importante para nuestro propósito es que estas características -índole aventurera y popularidad- conducen a una tradición continuada, por parte de la crítica convencional, de verlo como autor menos «serio», menos profundo y menos cuidadoso. Que este enfoque despectivo esté esencialmente equivocado, y que críticos de la envergadura de Brian Dendle y Diane Urey766 hayan demostrado, desde distintos puntos de vista, la eficacia narrativa de estos relatos, no impide que haya dominado el criterio que acabo de indicar.

Cuando Galdós decidió abandonar el género alegó dos razones para su decisión en las últimas páginas de Un faccioso más y algunos frailes menos767. Una es su desilusión con la marcha subsiguiente de la historia; su protagonista Monsalud «no esperaba ver en toda su vida más que desconciertos, errores, luchas estériles, ensayos, tentativas, saltos atrás y adelante», etc.768 La otra es que encuentra incómodamente inmediatos los acontecimentos descritos: «Los años que siguen al 34 están demasiado cerca, nos tocan, nos codean, se familiarizan con nosotros» (ibid., p. 326). Económicamente, el cambio significó aceptar un riesgo substancial (si bien nunca se descuidó de la continua reedición de estas obras), en favor de su muy conocido afán de una renovación narrativa, efectuada a partir de La desheredada. Se trata, en un escritor a menudo acusado de haberse comercializado, de una responsabilidad intelectual por la cual no siempre se le concede el debido crédito.

El impacto de Galdós como autor de episodios nacionales viene complicándose más con la reanudación del género casi veinte años después, en 1898. Tal reanudación obedece a dos imperativos, uno abierto: la demanda del público, y otro tácito: un deseo imperante de ganar dinero, como resultado de la disputa con Miguel de la Cámara, mediante una forma bien querida ya por sus lectores. Solamente alcanzó un éxito parcial; según demuestra Botrel, no se vendían tan bien como los anteriores. Lo que es indudable es que la iniciativa renovada venía a reforzar el concepto de   -358-   Galdós como novelista netamente histórico, con una fuerza cada vez mayor a medida que se acercaba a la época contemporánea. Ostentaba, además, a mi ver una maestría y una sutileza narrativas mayor que la que había revelado antes769, pero estas cualidades tardaban mucho en reconocerse. Recojo, por ejemplo, un juicio de una historia de literatura, de gran prestigio en su tiempo, la de Hurtado y Palencia, que opina que las últimas tres series «son evidentemente inferiores a las dos primeras»770.

El hecho de que Galdós sea autor de dos tipos de narración distintos también se presta a aumentar la confusión. No hay duda de que tanto los episodios como las novelas contemporáneas están empapados de un profundo criterio historicista, y como consecuencia algunos críticos, Casalduero771 al frente del ellos, han insistido en que no hay diferencia entre episodios y novelas. Yo, por el contrario, he argumentado en mi libro antes mencionado que aquéllos se diferencian de éstas en varios puntos cardinales, que por falta de espacio resumo de un modo muy escueto: una mayor densidad histórica; una escala temporal más larga; una visión panorámica de la socio-historia de la época; una proliferación de personajes recurrentes y grupos familiares; una estructura más estable y menos extensa; una técnica narrativa más directa y más continua772. El hecho es, sin embargo, que ambas formas, muy distintas entre sí, han padecido del prejuicio netamente antihistoricista que caracteriza la generación modernista posterior.

A más de sus crónicas históricas, la reputación primaria de Galdós se fundaba en las obras de tesis de la primera época. El segundo enfoque no equilibrado de nuestro novelista, pues, es de un autor esencialmente polémico773. Como es archiconocido, se erigió una oposición ideológica, si bien personalmente amistosa, con Pereda; según este concepto el uno es tan apasionadamente liberal como el otro   -359-   empecinado en su tradicionalismo. Así Doña Perfecta y Gloria no sólo se consideraban las obras más representativas del escritor canario, sino que también, otra vez según los valiosos informes de Botrel, consiguieron (y aun mantienen) una venta desproporcionadamente alta. Ahora, a estas alturas, no se puede sostener un contraste tan simplista de igual a igual entre Galdós y Pereda. Por merecedor que se considere a Pereda como narrador, nadie le concederá hoy día la importancia o la vigencia de Galdós; además, sus indudables méritos, como regionalista evocador de escenas rurales, son de orden muy distinto.

Además, el concepto de Galdós como radical extremado va reforzado cuando el maduro escritor vuelve con más vigor al activismo político al doblar el siglo. Participaba en la pelea una buena parte de su teatro, siendo el ejemplo más notorio el éxito de escándalo de Electra, y más tarde, el desafío más estridente de Casandra. Los últimos episodios, los de la 5.ª serie, culminando en Cánovas en 1912, rematan el efecto de un liberalismo desenfrenado e ingenuo. No es casual que su primer biógrafo de categoría, H. Chonon Berkowitz, se sirvió, como elemento definidor de su estudio, del título Spanish Liberal Crusader774. Por supuesto, lo que queda injustamente obscurecido, como resultado de este criterio, es el excelso valor literario de los veinte novelas contemporáneas de la plenitud de su producción, escritas entre 1881 y 1897. Estimar estas ingentes novelas como merecen equivale a descartar como en alto grado impertinente la imagen de un Galdós esencialmente polémico; el tratar así a sus máximas obras constituye uno de los más graves síntomas de la intolerancia decimonónica. Mucho más radicales y más ideológicos fueron Tolstoy y Zola, pero nadie sobrepone las ideas políticas de éstos a su maestría narrativa.

Otro factor que ha perjudicado la reputación de Galdós tiene que ver con su popularidad, concebida como teñida de espíritu mercenario e implicando una concesión injustificada al vulgo. Cuando se agrega por añadidura lo que se considera como un elemento extranjero sumamente indeseable, es decir, el naturalismo, asociado, si bien de modo atenuado, con Galdós y Pardo Bazán, la crítica convencional se vuelve cada vez más mordaz. De esta actitud participan críticos influyentes de tipo «idealista»775 como Luis Alonso y «Orlando» (Antonio Lara y Pedrajas)776 y se trasluce a veces aun en Juan Valera, si bien éste tiene el buen juicio de ver buenas calidades que ampliamente compensan por estos supuestos defectos. Estas críticas van relacionadas con el persistente ambiente pequeño-burgués y burocrático de sus novelas y su aparente adhesión a los valores de esta clase media, la más dinámica, a   -360-   la vez que la más inestable, de la sociedad777. Tal preocupación lleva aparejada una profusión de detalles prosaicos observados y descritos con cariño, expresados en un lenguaje coloquial, aparentemente desaliñado y no culturalmente castizo para reflejar este ambiente.778 Éstas son las características que no le perdona Unamuno, desde muy temprano, por ejemplo, en su declaración a Clarín en mayo de 1900 que «siendo amigo de Galdós [...] no quiere declarar lo que de rapsoda y superficial y folletinesco le encuentra»779. Hasta cierto punto estas censuras podrán corresponder a aspectos de lo que ahora llamaríamos «baja cultura», en contraste con «la alta cultura»780, pero importa tener en cuenta que el caso galdosiano demuestra que, lejos de existir una rígida división entre dos culturas, alta y baja, netamente diferenciadas, consta una constante interacción entre ellas, además de diversas etapas intermedias781.

En efecto, asombra recordar, sobre todo después de la muerte de Manuel de la Revilla en 1881, la falta de atención crítica profunda que suscitaron novelas tan centrales como La desheredada y Fortunata y Jacinta, silencio que lamentó tan amargamente Leopoldo Alas782; los aprecios más agudos y elocuentes sobre estas novelas se dan casi exclusivamente en cartas privadas, del mismo Clarín, de Pardo Bazán, de Giner de los Ríos, de Narcís Oller, de Ortega Munilla, y otros pocos783. Igualmente desconcertante para los lectores modernos es la consecuencia material de esta animadversión: el rechazo que sufrieron sus primeros esfuerzos para ingresar en la   -361-   Real Academia Española, y más tarde, la notoria falta de apoyo oficial en la solicitud para el Premio Nobel784.

Resultado de todo esto es la lentitud con la que estas obras maestras han ido entrando en la aceptación crítica, fuera de dichos círculos selectos de admiradores. Frente a la popularidad de Doña Perfecta o Marianela, novelas como La desheredada, Fortunata y Jacinta, La de Bringas, las novelas de Torquemada -para nombrar sólo algunos títulos- tardaron mucho tiempo en enjuiciarse debidamente785. Sólo a partir de Ángel Guerra se le empieza a dedicar noticias más extensas786, lo que por supuesto no se han tomado en cuenta, salvo por escritores de la categoría de Alas, Pardo Bazán u Oller, son las eximias calidades que ensalzan sus novelas a una categoría universal. Baste nombrar tan sólo unas pocas de estas calidades: el sutil juego con el tono narrativo, que presta un valor narratológico tan alto a su novelística; la experimentación constante con la estructura, señalada, por ejemplo, por los cambios constantes de novela a novela del comienzo y del fin de la narración787; la marca tan distintamente diversa establecida por cada obra788; la forma abierta de su discurso y la socarrona ironía que lo impregna todo.

Estas consideraciones nos llevan, precisamente, a la cuestión del prestigio internacional. Éste ha ido creciendo lentamente, mediante una serie de buenas traducciones y excelentes estudios críticos, tanto en Estados Unidos, Canadá e Inglaterra como en Francia y Alemania789. El hispanismo extranjero ha contribuido poderosamente a la reivindicación de su valor como novelista dentro de la tradición realista. Interesa notar que mientras que, en el plano docente del hispanismo extranjero, estas obras galdosianas han entrado ya plenamente dentro del canon del siglo XIX, los episodios nacionales, más circunscritos a un ambiente histórico limitado, apenas tienen acogida. Es algo distinto, me parece, de lo que todavía ocurre en España, donde con toda justificación interesan más estos factores históricos.

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¿Qué conclusiones debemos sacar de estos altibajos de la crítica galdosiana, a asomarnos a un nuevo siglo y un nuevo milenio, y a una distancia de más de cien años de sus máximos logros narrativos? ¿Y qué recomendaciones deben proponerse para dar una visión más equilibrada de su obra? Ofrezco algunas sugerencias. Hay que descartar, una vez para siempre, la imagen de un escritor esencialmente sectario y polémico, sin dejar de reconocer desde luego un constante afán de discutir seriamente en forma de diálogo de tipo bakhtiniano los grandes problemas sociales y morales de su tiempo. Luego importa afirmar, y en esto no entra ya gran controversia, que toda su obra, desde sus primacías como novelista histórico, a través de todas las siete categorías que he enumerado al principio, merece el más detallado estudio. Nada de su producción debe excluirse, incluido el teatro que ha quedado algo marginado, el cuento, con su frecuente contenido fantástico, ya por fin bien estudiado, en todas sus implicaciones, por Alan E. Smith790 y la obra periodística, apenas asimilada hasta hace poco al conjunto de su obra.791 A las novelas de la primera época conviene reconocer su destacado lugar histórico, pero sin exagerar su vigencia dentro de la novelística total.

Segundo, al insistir en la primacía de las grandes novelas contemporáneas, urge eliminar el residuo de menosprecio que pueda regir todavía en países de habla española, como, por el ejemplo, el hecho que sea Lo prohibido la novela que Cortázar escoge para parodiar en Rayuela. Hay que mirarlas al contrario como insignes representantes de la gran tradición realista, para que entren dignamente una vez para siempre, en compañía de La Regenta de Clarín y ciertas obras de Pardo Bazán, en el canon universal de esta tradición, al lado de Balzac, Flaubert, Jorge Eliot, Enrique James, Tolstoy y un largo etc. Tercero, al reconocer la importancia del subgénero creado por Galdós, el episodio nacional, concebido con un alcance y una visión más limitados en cuanto a su difusión internacional, conviene introducir ciertas modificaciones: refrenar la atención a veces exclusiva prestada a las primeras dos series, a la vez que se las debe considerar como obras de ficción, con estructura narrativa propia muy digna de estudio y no solamente como trozos de historia poco asimilados; y analizar con más ahínco los episodios de la segunda etapa, en especial los de la cuarta serie, para llegar a apreciar su verdadero valor, no sólo como representaciones históricas sino como narraciones ficticias coherentes y bien logradas.

En el mundo siempre fluctuante del canon -y mucho conviene que sea así, siempre fluctuante- la rectificación de viejos prejuicios y la presentación de nuevas normas sobre la obra galdosiana, tan vigente como siempre, revisten una urgencia especial.



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Matilde Cherner, canon y anticanon: periodismo político

M.ª de los Ángeles RODRÍGUEZ SÁNCHEZ


Historiadora

Sólo la elección de este título debería sugerir la personalidad de esta mujer compleja y polifacética y a pesar de todo decimonónica. El estereotipo femenino vigente en la centuria pasada es la mujer analfabeta, madre y esposa ejemplar, probablemente en este orden de prioridades. En este sentido Matilde Cherner como otras muchas mujeres de su tiempo no responde a las pautas impuestas. Pero el hecho de decir «muchas» es una más una formula de carácter reivindicativo que una aproximación a la realidad ya que es una minoría insignificante la que accede a la cultura y de estas no todas ejercen de madres y esposas; dentro de esta minoría culta otra mínima minoría, perdonen la redundancia, es la que hace algo más que leer y escribir tarjetas de baile y aún son menos las que logran publicar sus textos y vivir de este trabajo. El porcentaje baja espectacularmente cuando se trata de tener acceso al recién nacido Cuarto Poder, porque como ocurre con los otros tres poderes definidos por Montesquieu el acceso femenino es estadísticamente despreciable, es decir cero.

La Prensa en el siglo XIX es fundamentalmente cosa de hombres y no sólo en lo referente a la dirección de los diarios y las redacciones -donde incluso podemos hallar alguna escritora fundamentalmente en periódicos dirigidos a las señoras-, pero ¿cuántas son las mujeres que encontramos en la tribuna de periodistas del Congreso o en sus pasillos o participando de las polémicas y los acontecimientos políticos? Aún así, algunas, a las que casi podríamos denominar privilegiadas, tuvieron acceso a la colaboración en los medios considerados masculinos y no solo en aquellos diarios dirigidos al bello sexo que hablaban de moda, de los temas del hogar, de las normas de urbanidad, de las buenas maneras y de otras cuestiones específicamente femeninas. Cuando son ellas las que reivindican su lugar ejerciendo su derecho a defender una ideología son anti-canon y más aún cuando lo hacen, como Matilde Cherner, para enarbolar la bandera del progresismo. Este es el anticanon de esta mujer objeto de nuestra comunicación. Esta escritora se aleja de la norma tanto en los datos que conocemos de su vida, como en sus trabajos, aunque, por otro lado, sea inevitable encontrar en ella muchas de las características literarias y vitales propias de su época, y así como tantos de sus contemporáneos participa y forma parte del canon.

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Visión general de la escritora

Matilde Cherner y Hernández es una escritora del pasado siglo que a pesar de que cultivó prácticamente todos los géneros literarios es poco conocida, al igual que otras autoras de la época792.

Nacida en Salamanca en 1833 morirá en Madrid en 1880. Sabemos aún poco sobre ella ya que apenas tenemos algunos datos diseminados que proporcionan escasa información sobre su vida, pero a través de sus trabajos encontramos una mujer de gran formación, culta, de ideas progresistas y de claras y marcadas convicciones políticas, lo que la aleja, como decíamos al inicio, de las pautas generales que caracterizaban el desarrollo profesional y vital de las mujeres en el pasado siglo. Desconocemos prácticamente su biografía, salvo unas escasas referencias proporcionadas por documentos oficiales que apenas permiten entrever sus antecedentes personales, aunque quizá su infancia y educación fueran similares a la de Magdalena, protagonista de una de sus novelas:

Pasaban [...] fugaces los años de mi niñez, dándome mis padres una educación bastante esmerada, si se atiende a su tan poco estable fortuna, que dependía únicamente del acaso fortuito que sostenía a mi padre en un empleo medianamente lucrativo. A esta educación, por lo regular frívola para la mayor parte de las mujeres, mi amor por la lectura y mi anhelo de saber, casi extraño a mi edad y mucho más a mi sexo, añadieron algunos elementos enteramente ajenos a la educación que se da a la mayoría de las mujeres793, y que desarrollaron mi inteligencia, haciendo nacer en mi una propensión irresistible a la meditación y al estudio794.



Matilde Cherner vivió sus primeros años en su ciudad natal pasando después a residir en Madrid, como tenemos constancia por la publicación de sus trabajos. Al analizar las primeras generaciones de escritoras del siglo XIX, Susan Kirkpatrick   -365-   señala que aquellas jóvenes que querían escribir daban a conocer sus primeras producciones en sus lugares de origen, trasladándose posteriormente aquellas que querían convertirse en profesionales de la pluma a Madrid, Barcelona o Sevilla, ya que desde estas ciudades había más posibilidades de lograrlo debido a unas mejores condiciones y un mayor número de prensa para publicar795. Vemos que esta pauta, en alguna medida generalizada entre sus contemporáneas, se cumple en la autora salmantina ya que si una de sus primeras composiciones ve la luz en un semanario de su ciudad natal, sus siguientes producciones están escritas en Madrid, aunque desde la capital envíe trabajos a Salamanca, como ocurrirá con los poemas editados años más tarde en El Federal Salmantino.

En su obra esta escritora salmantina trató prácticamente todos los géneros literarios: teatro, poesía, biografía, ensayo, novela y fue considerada por sus contemporáneos como periodista796. Su trabajo literario está disperso en publicaciones periódicas y en distintas bibliotecas. Algunas de sus publicaciones han sido objeto de estudio, otras están inéditas y aún debe haber muchas más perdidas en las páginas de viejos periódicos, que sin duda aportarán nuevos elementos de análisis sobre las materias que preocupaban a las escritoras decimonónicas.

La primera publicación de esta autora que he localizado es del año 1852, dato que permite situarla entre un grupo de escritoras que a mediados del siglo pasado y debido una conjunción de factores ideológicos, políticos y económicos que les fueron favorables, comenzaron a publicar en prensa, bien fuera en revistas específicamente femeninas o en otro tipo de publicaciones diarias y semanales destinadas a todo tipo de público. Este trabajo inicial de Matilde Cherner vio la luz en un semanario literario de su ciudad de origen, Revista Salmantina, y se trata de un poema La Unión797, que es un canto a la fraternidad y en el que ya se apunta el germen de sus ideas políticas. Su última narración conocida es El Miserere de Doyagüe, que se publicó en La Revista de España en junio de 1880, tan sólo un mes antes de su muerte. Entre estos dos trabajos publicó un considerable número de textos sobre temas diversos en los que siempre se manifiestan sus preocupaciones sociales y políticas así como una clara vocación didáctica.

Como he señalado la producción literaria de Matilde Cherner abarca un gran número de géneros literarios que sería necesario analizar detalladamente. Parcialmente se han hecho algunos estudios en lo relativo a su producción dramática798 y   -366-   narrativa799 sobre todo en relación con su novela o estudio social, como ella lo denomina, María Magdalena, en la que trata un tema polémico: la prostitución legalizada, que sin embargo en los años de su publicación tenía gran trascendencia debido a sus múltiples implicaciones sociales, médicas y jurídicas. También escribió otras novelas, alguna de ellas histórica, que se publicaron inicialmente en prensa800. Hay referencias, constatadas por Asenjo Barbieri801, que en 1878 editó una biografía sobre el músico salmantino Manuel José Doyagüe. Asimismo conocemos por una carta suya, firmada con su seudónimo de Rafael Luna y dirigida a Barbieri, publicada en el epistolario del músico, que escribió al menos el acto de una zarzuela.

Aún cuando en alguna ocasión se considera a Matilde Cherner dentro del grupo de las escritoras románticas, hay algunos factores que la diferencian de las escritoras adscritas plenamente a este movimiento literario, como puede ser la elección de los temas tratados en sus escritos. Se ha señalado que entre las escritoras románticas, había una cierta tendencia a escribir y publicar poemas cuyo motivo central era la muerte y todo lo relacionado con ella, sobre todo el dolor sentido por la pérdida de seres queridos802, cuestión que no he localizado en la obra de Matilde Cherner, en la que por el contrario es fácil hallar, entre los diversos asuntos tratados en sus publicaciones, múltiples manifestaciones sobre la política y la injusticia social, o escritos que denuncian la desigualdad femenina o la prostitución, materia abiertamente conflictiva y generalmente vetada a las plumas femeninas.

Todos los temas indicados figuran en la obra de la escritora salmantina, lo que sin duda le ocasionó más de un problema por la falta de comprensión de sus contemporáneos. Como ya indiqué en su novela María Magdalena crítica la prostitución legalizada y se muestra favorable a la abolición de esa nueva forma de esclavitud. La situación femenina y la desigualdad educacional y social de las mujeres serán objeto de su atención y análisis en una serie de artículos editados en La Ilustración de la mujer, publicación quincenal que según figura en su encabezamiento   -367-   se dedicaba a la educación física, intelectual y moral de la mujer. En estos artículos, publicados en los años setenta del pasado siglo, Matilde Cherner expone una serie de temas relacionados con la identidad femenina, con la educación de las mujeres y con el papel de éstas en la sociedad de su momento, denunciando las diferencias socialmente establecidas entre los sexos y el papel subsidiario otorgado a las mujeres. En estos ensayos la autora manifiesta sus ideas en defensa de una identidad propia y de los incipientes derechos femeninos a la vez que apunta la incorporación de la mujer en distintos ámbitos de la sociedad; cuestiones todas ellas que comenzaban a ser objeto de discusión tanto fuera de España como en nuestro país.

Debido a la variación de temas tratados por la escritora en esta ocasión voy a aproximarme a una serie de poemas, que publicó como colaboración, en el semanario político salmantino ya mencionado y que muestran una faceta de su trabajo que considero de interés para un mejor conocimiento de la autora, de su época y de las normas -sociales y literarias- impuestas por ésta, aunque en este caso sea a través de una manifestación distinta de los modelos establecidos y mayoritariamente aceptados. Los artículos presentados aquí evidencian el espíritu reivindicativo y luchador de la autora así como sus ideas políticas y sociales, que serán una constante en su obra y que tienen la importancia de que todas ellas están expresadas desde una voz y una perspectiva femenina y progresista, que indirectamente nos hacen plantearnos el papel de la mujer en la sociedad española en un momento convulso de su historia.




Artículos políticos y sociales: El Federal Salmantino

Matilde Cherner, al igual que otros intelectuales, refleja en sus obras el complejo momento histórico y político que vivió, así como las esperanzas y frustraciones que esos acontecimientos despertaron en ella al igual que en sus contemporáneos. Esta escritora fue testigo de la Corte de Isabel II, de la Gloriosa que la destrona, del breve reinado de Amadeo, de la proclamación de la I República, de los movimientos cantonalistas y federales, de las guerras carlistas, que ella denominaba civiles, de la Restauración borbónica y del gobierno de Canóvas. Directa o indirectamente todos estos acontecimientos se plasman en su trabajo, condicionándolo a la vez que ponen de manifiesto la importancia del devenir histórico y político en el país, en sus habitantes e incluso en la creación literaria.

Escritores fundamentales de nuestra literatura, como Pérez Galdós y Pardo Bazán, reflejan en sus obras el contacto directo que a una edad temprana tuvieron con los acontecimientos de la historia española y europea de su época:

No es sólo que estos fueran años de intenso movimiento en la vida política española, sino que se vivía o se presenciaba la historia de forma inmediata. Galdós como testigo de su época, ese siglo XIX que marca el paso de la vieja España a la España moderna, reacciona   -368-   frente a esa historia, y como artista intenta comprenderla y la ve en función de la vida del individuo [...] Estas apreciaciones no eran exclusivas de Galdós, sino que, dadas las circunstancias de la época, estaban en el aire803.



Este dictamen sirve igualmente para Matilde Cherner, mujer claramente implicada en el acontecer histórico que le tocó vivir y que indudablemente determinó su vida y su obra. Por otro lado, las publicaciones analizadas aquí también nos permiten acercarnos a un grupo político escasamente estudiado: los republicanos federales, así como observar la importancia de la prensa en el sexenio liberal, su evolución y, sobre todo, su utilización en esos años de graves crisis políticas.

Ya he señalado que Enrique Rodríguez Solís, en su Historia del Partido Republicano, recoge la figura de Matilde Cherner, junto a la de otros conocidos escritores y periodistas adscritos a esta ideología y que ella misma se declaraba republicana federal, afirmación que se hará patente en sus trabajos. Dadas sus convicciones políticas y el poder consolidado que tiene la prensa en esos años, así como la utilización que de la misma se hace en defensa de los ideales de los distintos grupos políticos, no es extraño encontrar que durante unos meses, entre agosto de 1872 y febrero de 1873, Matilde publicara varios poemas a favor de la proclamación de la República, en El Federal Salmantino804, semanario portavoz de los republicanos federales en Salamanca y que recoge los ideales de este grupo político que, es evidente, la autora compartía.

Hay que tener en cuenta que la Prensa se convierte en esos complejos años en un importante instrumento de difusión y propaganda y es utilizada por todos los grupos políticos; monárquicos, republicanos, carlistas, católicos, moderados, absolutistas y federales la emplearán para exponer sus ideas y que éstas sean divulgadas entre el mayor número de personas. Es en este ámbito de difusión y propagación del ideario republicano en el que hay que insertar estas colaboraciones de Matilde Cherner en el semanario de su ciudad natal. Las composiciones publicadas en forma de poemas en el periódico federalista están firmadas con su nombre y datadas en Madrid.

Bajo el epígrafe de Variedades aparecieron en este semanario 9 poemas, con contenidos distintos pero con un mismo objetivo; todos ellos presentan ante el lector temas diversos aunque tienen como denominador común una fuerte crítica social -el duro trabajo con escasa remuneración, la mendicidad, las levas forzosas o quintas, las malas condiciones de vida de los trabajadores, etc.- a la que se une una determinada ideología política, que para la autora supone la esperanza de un futuro mejor y más justo que ella simboliza claramente en el advenimiento de la República democrática. Cuatro de estas composiciones, no correlativas, están englobadas bajo   -369-   el epígrafe general de Romancero Federal, el resto son composiciones independientes. Tras la proclamación de la Primera República, en febrero de 1873, no vuelve a figurar la firma de Matilde Cherner en el semanario y desaparecen sus colaboraciones en este periódico, que dejaría de publicarse unos meses más tarde cuando se proclama el Cantón de Salamanca el 22 de julio de 1873805.

La primera colaboración que aparece en esta publicación iba precedida del siguiente texto de presentación:

Pocas veces habremos empleado con más gusto las columnas de nuestro periódico como al concederlas para la inserción de la siguiente poesía, que ha escrito espresamente [sic] para El federal salmantino la distinguida poetisa Srita [sic] D.ª Matilde Cherner, y cuya colaboración ha de honrar mucho nuestra publicación, enviando a tan eminente literata desde este sitio las más espresivas [sic] gracias por su amabilidad que tanto nos favorece. El asunto de la poesía que insertamos no puede ser más conveniente y bien escogido, los pensamientos son delicadísimos, el fin grande y elevado. He aquí la poesía; ahora juzguen nuestros lectores806.



El poema que aparece a continuación se titula La Canción del Herrero, y está firmado con su nombre y fechado en Madrid, el 27 de julio de 1872, siendo publicado unos días más tarde. La composición tiene un contenido eminentemente social y crítico con la injusticia en la que viven los más necesitados y desfavorecidos, aunque en sus palabras también se trasluce la esperanza de un futuro mejor para aquellos que menos poseen.

La crítica social está presente asimismo en el siguiente poema que aparece unos días más tarde, el 25 de agosto, titulado La mendiga, en el que sin embargo no alienta ningún tipo de confianza ni redención. Matilde Cherner en esta composición cuenta como en una fría noche de invierno, una joven viuda con su hijo en brazos pide limosna a la puerta de un teatro, y como, ante la impasibilidad de los que a él asisten, morirá allí mismo de hambre y frío. El poema contiene un duro juicio contra los que son capaces de pagar, en la reventa, el doble precio de las localidades sin preocuparse de ayudar a la joven:


Y ante la pobre mendiga
ricos, nobles, van pasando,
filósofos humanistas
y celebrados filántropos
que la caridad predican
en tribunas y diarios
[...]
¡Ay, es el mundo harto
-370-
común el contraste horrible
de la miseria y el fausto
y ya no nos hace mella
y mientras el oro damos
por tres horas de placer,
o de aburrimiento acaso
con nosotros y con Dios
dejar cumplido juzgamos,
si con inmundo desdén
mísero ochavo alargamos
al pobre, cuyo lamento
ni atendemos ni escuchamos.



El poema prosigue evidenciando el contraste que supone la miseria y el abandono de la joven viuda con el lujo de los que asisten a la representación y la magnificencia de la entrada en el teatro, a cuya puerta, de frío e inanición, morirán la mujer y el niño, hecho que apenas producirá algún comentario entre los espectadores a la salida de la función. Esta composición plantea abiertamente la hipocresía y la injusticia social de la época, presentando una estampa en la que se aprecia el desamparo y la miseria de un grupo social frente a la ostentación y la opulencia de otra parte de esa misma sociedad.

Al analizar la importancia de las cuestiones políticas en las escritoras románticas Susan Kirkpatrick señala el diferente tratamiento que recibían los marginados desde las ópticas masculinas y femeninas.

El mendigo de Espronceda inspiró imitaciones que demuestran muy bien la diferencia que tenía que marcar la poeta con respecto a los modelos masculinos: en vez de condenar con el cinismo del mendigo esproncediano la hipocresía de una sociedad corrompida, los mendigos de las poetas románticas sirven para afirmar el consuelo del amor divino para los sufrimientos procedentes de los fallos sociales inevitables807.



Observamos que, sin embargo, Matilde Cherner en esta composición no se ampara en el consuelo del amor divino ni en la inevitabilidad de la miseria, sino que presenta ante los lectores una imagen de la sociedad de su tiempo, que pone en evidencia las diferencias y arbitrariedades existentes, y que conlleva una crítica de esa misma sociedad, que ignorando lo injusto de esas desigualdades aún cuando predica la caridad -no la justicia- no la ejerce y que incluso vuelve la cara, cuando la encuentra en su camino diario.

Su siguiente trabajo publicado en este semanario el 9 de septiembre, se titula: ...A los federales salmantinos, y en su primera estrofa la autora apunta su procedencia   -371-   evocando su plácida adolescencia y señala que no olvida su ciudad «emporio del saber... ¡hoy ya perdido!». En esta composición no solo se lamenta de la pérdida de importancia cultural de su lugar de origen, sino que manifiesta la incomprensión de sus conciudadanos, sufrida por ella, cuando proclamaba sus esperanzas en la libertad y la justicia, concepciones que algunos de sus vecinos debieron de reprocharle tildándolas de erróneas e incluso de heréticas: «Y yo que de mi vida en los albores/la unión, la libertad he proclamado./Yo vi alzarse fanáticos rencores/Contra mi pobre canto entusiasmado». También encontramos en este poema, al igual que en otros textos, la afirmación de sus creencias religiosas y su fe: «A Dios, solo mi frente se humillaba; Él es en mi alma el único señor». Además de estas afirmaciones el poema alentaba a los republicanos federales salmantinos a buscar la libertad y con ella el alivio de los sufrimientos y las penas arrastradas a lo largo del tiempo y en definitiva les llamaba a sumarse a la realización de la esperanza: La República.

En relación con los problemas que originariamente pudiera tener en su ciudad natal, a los que sólo se refiere en esta ocasión, es curioso señalar que la Revista Salmantina que veinte años antes había publicado su composición La Unión entre grandes elogios a la joven creadora, matiza que lo editan debido a la inspiración y genio de la misma «aun cuando consideraciones de bastante peso para nosotros nos aconsejaban que no viera la luz en nuestro periódico»808. En este trabajo dedicado a Tomás Rodríguez Pinilla, se apuntaban algunas de las ideas políticas de la autora que quizá fueran las consideraciones de peso que aconsejaban que no se publicará en este semanario.

Al poema dedicado a sus correligionarios políticos seguirán otros cuatro que engloba bajo el título general de Romancero Federal, del que aparecerán romances sueltos: primero, tercero, cuarto y décimo, entre los meses de septiembre de 1872 y enero de 1873. Al no faltar ejemplares del periódico y el hecho de que la numeración de los romances sea salteada nos induce a pensar que este Romancero no está completo y que estas composiciones fueron pensadas para un trabajo más amplio y acabado, del que desconocemos si llegó a ver la luz, ni donde se pudieron publicar los romances no incluidos aquí. En el Romance I, trata el tema de las quintas, que arrebatan a los jóvenes de su tierra y de su familia al carecer ésta de recursos para pagar su liberación, y muestra como la marcha de estos muchachos, empeora aún más la situación de los que se quedan; su final es desalentador. El Romance III presenta la Torre del Clavel, monumento que habiendo sido el símbolo de poder y de fuerza en tiempos pasados, es ahora un montón de ruinas; esta alegoría le sirve para manifestar que también el despotismo caerá ante el deseo de libertad de los pueblos. El final de la composición es esperanzado en el mismo sentido que los anteriores: la llegada y proclamación de la República democrática, ya que, en palabras de la autora, la herencia de los reyes, es el pueblo quien la ha recogido. El romance IV se mantiene en el mismo tono que los anteriores y en él se manifiesta que el pueblo fabrica lo que otros disfrutan, creando incluso aquello que les oprime: cadenas y   -372-   cárceles y su contenido queda resumido en las últimas estrofas «Quien menos vale más cuesta/ quien más pone pierde más/unos nacemos al remo/ los otros en libertad».

Por último el Romance X, publicado el 12 de enero de 1873, utiliza como tema de su composición poética El año nuevo que nace, y en él analiza, en primer lugar, las malas condiciones de vida del pueblo a lo largo del tiempo:


Desde aquel supremo instante
¡cuantos años han pasado!
y cuantos como el que expira
sin adelantar un paso
en su perfección el pueblo
¡sin dejar de ser esclavo
Esclavo de la miseria,
triste siervo del trabajo
de sus errores y vicios
y de su ignorancia esclavo.



La composición concluye llamando a la unión de todos «si sois los más, si sois todos», para derribar ídolos falsos, que permitan dejar a las siguientes generaciones un futuro mejor. El final es optimista en la esperanza de la realización de los ideales políticos -de la autora y del periódico-, que se plasman, como en los anteriores, en la llegada de la República Federal que casi se anuncia en los versos siguientes:


Proclamad vuestros derechos
derribad vuestros tiranos
y que sea el año nuevo
de nuestra ventura el año.



Este alentador romance está fechado en Madrid, el 1 de enero de 1873, año en que se proclamaría la Primera República, tan esperada por la autora, por lo que para ella suponía de realización de sus ideales que se traducirían en la creación de una sociedad mejor y más justa para todos, como queda patente en todas los trabajos publicados en este semanario809.

Su último trabajo editado en este periódico, corresponde al 9 de febrero de 1873, y se titula Al pueblo español. En él llama a los españoles a que luchen por su libertad; comienza diciendo: «No más cadenas que tu cuello opriman/ no más yugo que abata tu cerviz/ no más tiranos que tu sangre expriman/ no sufras más señores sobre ti», pero hay que advertir que aunque en sus estrofas llame al levantamiento altivo y justiciero de la igualdad, solicita clemencia tras la victoria: «Y cuando al fin   -373-   triunfante te corones/ Y a tu enemigo venza tu tesón./ Perdónale, que a nobles corazones/ La más dulce venganza es el perdón». Este trabajo publicado tan solo dos días antes de la proclamación de la República está fechado en Madrid en 1872, y sin duda refleja la ebullición política de los últimos días del reinado de Amadeo.

Hay que señalar que si en todos estos escritos de Matilde Cherner se manifiestan sus preocupaciones sociales y se evidencia su adscripción a un concreto partido político, igualmente se hace patente las llamadas a la tolerancia, la ponderación y el orden, expresadas en todos sus textos -mesura también manifestada de forma reiterada desde las páginas del periódico-; pues aunque en sus poemas hay constantes invocaciones al levantamiento, comprensibles en el agitado momento histórico en el que fueron escritos, se hace notoria su repulsa ante la violencia y son patentes sus reiteradas llamadas a la clemencia y el perdón en el caso de obtener la victoria. Otra cuestión que subyace en sus poemas y que se hace evidente tras la lectura de los mismos es su fuerte sentido ético que se une a un profundo sentimiento religioso.

Una semana más tarde de la publicación de su último poema, el 16 de febrero, es decir en el número siguiente, el periódico editaba una sola hoja comunicando la proclamación de la Primera República810, y notificando los nombres de los dirigentes que constituirían el primer gobierno de esta, así como una serie de noticias diversas en relación con este acontecimiento político de indiscutible repercusión histórica. En esta edición del semanario se daban vivas a la República democrática federal, cuyo nacimiento se venía defendiendo en sus páginas durante largo tiempo. Unos meses más tarde, tras la proclamación del cantón de Salamanca el periódico dejará de editarse de forma definitiva: el 27 de julio de 1873.

La falta de datos precisos sobre la biografía de Matilde Cherner impiden conocer como vivió la escritora este periodo de turbulencia política y como se desarrolló su vida en Madrid durante el mismo, y aún mucho menos saber cuales fueron sus sentimientos -políticos y personales- ante la breve y convulsa vida de la República tan esperada por ella, referencias de indudable interés y que sin duda ampliarían nuestras perspectivas tanto en relación con la autora como con la época.



Para finalizar apuntaré algunos de los motivos que me han llevado a recuperar a esta escritora y algunos de sus escritos, rescatando sus opiniones del olvido y devolviéndole parte de su voz apagada en las páginas de un viejo semanario. De los diversos puntos de interés que presentan las publicaciones de Matilde Cherner en el   -374-   semanario salmantino -que sólo quedan esbozados en este trabajo- me gustaría destacar dos apuntes: la recuperación de una voz de mujer que amplía el registro de los temas tratados por las plumas femeninas así como el canon que las enmarca y la aproximación a un grupo político poco conocido que sin embargo ocupó un lugar en la sociedad española y en el discurrir histórico del pasado siglo.

Marina Mayoral escribía refiriéndose a la búsqueda de referentes y de formulas expresivas de las escritoras del pasado siglo:

A causa del escaso número de escritoras en los siglos precedentes, la mujer del siglo diecinueve se encuentra, al acercarse a la literatura con modelos y pautas predominantemente masculinos. El esfuerzo por transformar esos esquemas expresivos y encontrar una voz propia fue labor en gran medida colectiva y que se manifestó en forma lenta y gradual811.



Creo que Matilde Cherner participó, tal vez desde su apartamiento de la norma -su anti-canon-, en ese esfuerzo de hallar una voz y unas formas de expresión propias que sin embargo no la alejaran de la realidad que la rodeaba y que se mostraba, como siempre lo hace, bajo múltiples prismas. Los trabajos de Matilde Cherner presentados aquí permiten analizar la incorporación de una voz femenina a la creación literaria, pero esta es una voz que opina, no de forma personal y privada sino social y públicamente, sobre temas que, entre grandes sectores, no se consideraban propios de ser tratados por una mujer, lo que sin duda debió causarle diversos problemas y múltiples incomprensiones. Sus opiniones reflejan la importancia del momento histórico que se estaba viviendo y con el que la autora se siente totalmente implicada, al igual que les ocurría a tantos otros de sus contemporáneos. Asimismo y paralelamente sus juicios aportan una serie de noticias, desde una perspectiva ideológica muy concreta, que amplían nuestra visión de esa compleja etapa histórica que fueron los últimos meses del reinado de Amadeo y la proclamación de la I República.

Como he indicado a través de estos textos literarios, que se insertan en un ideario político concreto y reflejan un momento de nuestra historia, podemos observar las esperanzas suscitadas por los cambios políticos e intuir la frustración que los acontecimientos históricos posteriores provocaron, por lo tanto y a pesar de su brevedad permiten un acercamiento a esa España compleja en la que se entremezclan las crisis políticas y las actitudes personales y a la vez analizar como todo ello condiciona la creación literaria, es decir contribuye a la elaboración de un canon. Todo lo anterior favorece a que en estos trabajos se evidencie la interrelación de la literatura y la historia y como ambas son una fuente necesaria y precisa para conocer mejor nuestro pasado y a la vez nuestra realidad presente.

  -375-  

Finalizaré con unas palabras que la autora dedicó a un amigo y que en esta ocasión creo pueden servir para cerrar esta aproximación a ella y a su trabajo:


    Se alzó tu entusiasmada fantasía,
Rasgar ansiando el misterioso velo,
Que el saber y la ciencia te escondía:
Y palpitante con ardiente anhelo
Trabajabas sin fin día tras día;
Y lograste alcanzar tu osado intenton [...]812







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Las ideas poéticas de Narciso Campillo. La Retórica y Poética o Literatura Preceptiva y otros textos

Isabel ROMÁN GUTIÉRREZ


Universidad de Sevilla

En la red de tendencias, innovaciones y pervivencias que configuran el panorama poético de la segunda mitad del XIX, se han destacado, como es sabido, algunas orientaciones de raigambre clasicista813, cuyo mantenimiento, según indica Leonardo Romero, se puede considerar uno de los «más caracterizados hechos de continuidad» del siglo814. Junto a Núñez de Arce, Valera o Menéndez Pelayo, defensores del clasicismo poético -aunque con matices en cada caso-, Narciso Campillo es el último y tenaz representante, en Madrid, de la escuela sevillana que gran parte de sus contemporáneos -y, desde luego, la crítica actual- coincide en considerar anacrónica y obsoleta a la altura del último tercio del siglo815.

Convendría adelantar, sin embargo, que la pretensión de Campillo será la de conjugar los principios teórico-preceptivos de la escuela y su marchamo clasicista -todavía en 1899 considera a Sevilla como «centro del buen gusto» (carta a Luis Montoto del 14 de enero)- con la, para él, necesaria adaptación a los nuevos tiempos.   -378-   Su intento de renovación se revelará insuficiente, desde luego, y alejado de los planteamientos becquerianos.

En realidad, la figura de Campillo se ha tenido en cuenta de modo casi exclusivo por su relación amistosa y literaria con Bécquer816. Aunque se han apuntado algunas razones para justificar las diferencias entre ambos, no deja de sorprender, cuando todo parecía anunciar una absoluta comunidad de intereses y preocupaciones, la enorme discrepancia tanto de planteamientos teóricos como de aciertos poéticos existente entre ellos. Mi propósito es el de perfilar esas discrepancias y apuntar similitudes en la medida en que contribuyen a explicar la persistencia de una escuela que al final del siglo defiende prácticamente en solitario Narciso Campillo. Al fin y al cabo, es uno de los hilos del cañamazo sobre el que se tejen los logros poéticos de la época. Además, en ambos poetas se observa una divergencia decisiva en la consideración del hecho poético que marca a su vez las distancias entre el mantenimiento de una estética clasicista (Campillo aún considera el arte literario en virtud de los efectos que produce) y la consideración moderna de la poesía (Bécquer va más allá de las cuestiones técnicas y psicológico-efectistas de la literatura y convierte el problema de la creación literaria en asunto filosófico, intelectual y metafísico). Lo que subyace en el fondo de esta disparidad es la valoración utilitaria de la literatura que Kant había negado y que Schiller rescataba parcialmente. Si es que entre estos autores puede establecerse una comparación, Campillo se insertaría en esta línea schilleriana mientras que a Bécquer podría relacionársele con Goethe en tanto que ambos liberan la creación literaria de toda finalidad añadida817.

No obstante, y como trataré de demostrar, sobre Campillo ejerce en su vertiente pública una enorme influencia el canon impuesto por la escuela sevillana en torno a la mitad del siglo, pero esta influencia se ve al menos cuestionada en otras dimensiones más íntimas que el poeta y preceptista nunca se atrevió a manifestar abiertamente. Acudiré tanto a su obra publicada como a las cartas que dirige a Juan Valera y Luis Montoto -que me propongo editar- y a algunas de sus composiciones inéditas, textos estos en los que muestra actitudes e ideas a menudo dispares de las que plantea en su Retórica y Poética.

Como se sabe, amigo de la infancia de Bécquer y Nombela, recibe, como Bécquer mismo, una educación marcadamente clasicista a través de Alberto Lista y de su discípulo Rodríguez Zapata. Su biografía se separa tajantemente de la de sus amigos cuando al llegar a Madrid enferma de viruela y regresa a Sevilla con su madre. A partir de   -379-   este momento, la trayectoria de Campillo va a integrarse plenamente en el círculo clasicista sevillano, donde llega a adquirir una considerable notoriedad, y completa su formación estudiando Filosofía y Letras y dos años de Derecho. En 1865 gana una cátedra de Retórica, Poética y Autores Clásicos en Cádiz y hasta 1869 no consigue el traslado a Madrid, volviendo allí a encontrarse con Bécquer.

La etapa sevillana será nostálgicamente evocada por Campillo, Nombela y Bécquer en términos muy similares aunque desde diversas perspectivas818. Por lo que a Campillo y Bécquer se refiere, la diferencia es obvia: mientras en el primero (sobre todo en el prólogo que escribió a Ráfagas poéticas de Pongilioni), a pesar de las evidentes reminiscencias becquerianas, no se observa renuncia alguna al pasado y a la formación clasicista, el segundo lo evoca como algo definitivamente perdido en el tiempo y en la actitud poética, aunque no en la memoria; constata distintas etapas en su evolución poética y mira desde el presente un pasado que ahora se revela insuficiente. Dice Bécquer:

Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y a tan poco se limitaban entonces mis deseos! Pasados algunos años, luego que hube salido de mi ciudad querida; después que mis ideas tomaron poco a poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de idilios, de ninfas, de poesías y de flores, comenzó a remontarse a épocas distantes... [la cursiva es mía]819.


Por su parte, en el prólogo citado, Campillo valora a Pongilioni por lo que aún queda en él de su inspiración primitiva, aunque percibe que también éste ha cambiado de orientación; años más tarde, elogiaría también la poesía que en sus años sevillanos escribió Rodríguez Correa820. Bécquer une en sus recuerdos el nuevo rumbo de sus ideas con la salida de su ciudad; la permanencia de Campillo en Sevilla le haría seguir manteniendo la vigencia de las antiguas enseñanzas. Recordemos que Fernández Espino vinculaba de modo muy directo el clasicismo de la escuela con la idiosincrasia de Sevilla821.

  -380-  

Cuando Narciso Campillo publica sus Poesías en 1858, Valera lo saluda como representante de la escuela sevillana, si bien constata con beneplácito un cierto alejamiento de los postulados sevillanos en tanto que, frente a la fría inspiración académica de la escuela, Campillo muestra entusiasmo y pasión verdaderos. Más tarde, al hilo de la publicación de las poesías de la tertulia de Juan José Bueno, Valera nota uniformidad de escuela en todos los poetas, anclados en el pasado y alejados de la realidad cotidiana, y sólo destaca la originalidad individual de Campillo porque sus versos son «los que más reflejan el alma del poeta en su individualidad, y los que más ponen de manifiesto lo espontáneo de la inspiración y que están escritas en el siglo XIX»822.

Similar opinión es la de Luis Vidart cuando en 1868 reprocha a los poetas sevillanos su indiferencia ante las preocupaciones propias de su tiempo, atentos sólo a pasadas glorias y cuestiones formales. Caso distinto, dice, es el de Campillo, a quien considera «casi como un disidente de la escuela sevillana», aunque se equivocara al intuir «su absoluta separación de la disciplina literaria que hasta ahora ha seguido»823.

En efecto, se observa en Campillo, comprometido, como su maestro Quintana, con la realidad de su tiempo, una marcada y constante insistencia en la idea de que la poesía ha de hacerse eco de las preocupaciones humanas, idea que a la postre habrá de influir en sus concepciones teóricas. La disidencia a la que Vidart alude en 1868 es la misma que mantiene al final de la centuria, empeñado todavía en cambiar el rumbo de la escuela sevillana para que, sin renunciar al cuidado formal, deseche todo amaneramiento, se comprometa con la sociedad de su tiempo y haga gala de un pensamiento sólido, original y actual: es preciso, pues, renovar los temas, el pensamiento. En las cartas que escribe a Luis Montoto en 1896 es muy explícito al respecto, alentándole -y alineándose con él- a perseverar en esa ¿nueva? dirección de la escuela. Sus manifestaciones están hechas al hilo de comentarios a determinados poemas de Montoto que tienen contenido social. Así, sobre «Juana la costurera» le dice:

Es un cuadro sencillo y lleno de terrible verdad, sin declamaciones ni galas postizas, escrito como escriben los grandes maestros. Ése es el camino, y por ahí conviene avanzar: así se producen obras bellas y buenas, se despierta la dormida conciencia de los favorecidos por la suerte, y se responde a los que censuran a los poetas sevillanos de vacíos y palabreros.   -381-   Cierto que lo han sido, como lo han sido los de toda España, cuando no solamente las formas, sino los pensamientos mismos estaban moldeados por la tradición, y dado un asunto, ya era sabido lo que el autor había de escribir; pues aunque algo propio se le ocurriese, retrocedía con susto, si antes no lo había dicho un clásico.


Coincide, por eso, con Montoto «en el propósito de pensar por cuenta propia; de elegir, no los asuntos ya manoseados por otros, sino los que nos parecen mejores»; critica la manipulación artificiosa del pasado que llevaron a cabo el clasicismo amanerado y el romanticismo histórico y legendario, y propone volver la mirada a la realidad circundante: «El poeta, como el sabio y el profeta, debe mirar a lo futuro y sólo conocer lo pasado para ver con mayor claridad lo venidero».

Así, una de las características del Campillo preceptista será precisamente su casi obsesión por la solidez del pensamiento poético, que no significa un menosprecio de la forma pero que ha de sobreponerse a ésta. De esta preocupación por el pensamiento poético se desprende una concepción utilitaria, de clara filiación clasicista, de la literatura, que ha de provocar determinados efectos en el lector. Aunque defiende que la finalidad primera del arte es la consecución de la belleza, ésta trae aparejada una consecuencia docente en lo moral, lo social y lo intelectual.

Pero en la esforzada defensa del clasicismo por parte de Campillo influye, además de su vinculación ideológica y geográfica a la escuela a pesar de las disidencias, su carácter de preceptista. Su Retórica y Poética o Literatura Preceptiva (1872)824 responde a la costumbre, inaugurada ya en el XVIII pero fomentada sobre todo por el «plan Pidal» de 1845 que auspiciara Gil y Zárate desde la Dirección de Instrucción Pública, de publicar un manual -por lo general de escasa originalidad- sobre la asignatura de clara finalidad docente y académica825. En Campillo, además, es fruto, como su Florilegio Español (1885), de una seria preocupación por la docencia y por el estado de la enseñanza en general en el país, preocupación sólidamente vinculada a sus ideas políticas y manifestada por escrito en varias ocasiones826. Tanto el Florilegio como su   -382-   ejercicio para la obtención de la cátedra, Del estilo (1865)827, pasaron sin pena ni gloria, pero la Retórica tuvo un enorme éxito, reeditándose ininterrumpidamente hasta 1928 (undécima edición). Su acogida fue inmejorable, y se adoptó como libro de texto. La crítica, en cambio, ha sido desigual: si para Cejador la Retórica es «una de las mejores del XIX en España», Henríquez Ureña fue implacable con ella y críticos más actuales, como Carballo Picazo o Zuleta, tratan de entenderla en su contexto. Esta última, en concreto, la considera una muestra de equilibrio entre el dogmatismo moderado por temor a los excesos románticos (sin la profundidad estética de Lista ni el atrevimiento filosófico de Giner o Revilla) y un deseo de alejamiento de los rígidos cánones clásicos828.

Campillo se inscribe en una línea de renovación de la retórica clásica que se viene manifestando desde el último tercio del XVIII, con la traducción hecha por Munárriz de la obra de Blair, que tanta influencia había de tener en España (Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras, 1798-1801). Como Blair y el propio Lista, trata de integrar la retórica en un marco mucho más amplio: el de los estudios literarios en general, según la tónica dieciochesca829. Utiliza Campillo un   -383-   amplio concepto de Literatura, que abarca tanto la reflexión sobre la creación literaria desde sus bases filosóficas como las reglas y técnicas de su uso, y que está explícito en el título, nada original por otra parte, de su manual. Desde Aristóteles se había venido considerando la poética tanto en su dimensión de «doctrina de la poesía», especulativa, con carácter de reflexión sobre el concepto poético, como en la dimensión de «doctrina del arte poético», o, lo que es lo mismo, de la técnica poética. Como afirma Peter Szondi, hacia 1770 se impone la primera, la poética filosófica que se desvincula de las reglas prácticas y que asocia la reflexión poética a la estética, la filosofía del arte, la creación misma830. En este sentido, las ideas poéticas de Bécquer o Campoamor se inscribirían en la renovación (Campoamor obvia los preceptos establecidos, se basa en la especulación y la propia creación poética y afirma que su objetivo no es, como sí lo era el de Campillo, «publicar esta Poética para que sirva de estudio a los jóvenes, sino que lo hago con el objeto de defender mi sistema literario»831); no así Campillo, que sigue defendiendo una poética normativa aunque aboga tímidamente por una cierta libertad poética. No puedo detenerme en describir aspectos concretos de la Retórica, pero por lo general, a pesar de que asegura que va a «apartarse del camino trillado» y exponer «no lo que otros hayan dicho, sino lo que a mí me parece verdad» (pp. 5-6), Campillo no es original más que en muy contados aspectos832: por ejemplo, Ciplijauskaité señaló la modernidad con que Campillo plantea la función y condiciones de la crítica literaria833; también hay una actitud muy moderna con respecto al teatro, al que despoja por completo de su función educativa: elabora una distinción entre texto literario y texto espectacular que hubiera hecho las delicias de la semiótica hace algunos años:

No se escribe el drama para ser leído en el retiro del gabinete, sino para representarse ante un público numeroso de toda clase y condición social, siendo a un tiempo obra literaria y espectáculo, y teniendo, por consiguiente, que llenar dos suertes de requisitos bajo de ambos aspectos. Componen los relativos al espectáculo las decoraciones y aparato escénico, los vestidos, gestos, declamación y pantomima de los actores. No es necesario hablar aquí de   -384-   lo que al actor, al pintor y al maquinista corresponde; bastará tratar el drama como producción literaria [...]834.


Pero lo que más me interesa destacar en su Retórica es la insistencia de Campillo en la importancia del pensamiento poético, vinculado a su compromiso social y a su concepción utilitaria de la literatura.

En principio, Campillo defiende, siguiendo a Lista, la existencia de un lenguaje poético específico, esencialmente distinto al de la comunicación habitual (y no al de la prosa, a la que reconoce valor poético), que le haría tachar de prosaico a Campoamor (éste, por su parte, y como es sabido, despreciaría las «quintas esencias de lenguajes figurados» como «ridiculeces de un género que harían reír, si no fuera porque a los aprendices de poética les hace llorar»835. Para Campillo es el genio del poeta el que ha de elaborar ese lenguaje poético, pero también ha de dotar de dignidad a sus asuntos: ha de tener el don de «crear obras singulares en belleza y descubrir verdades de altísima importancia» (p. 31). Del valor que le concede a la idea poética da cuenta su distinción de fondo y forma, común a otros muchos en la época, pero que va un poco más allá en algo que había sólo apuntado Martínez de la Rosa; el fondo, que según el preceptista,

lo constituyen las ideas y los sentimientos expresados por el poeta. Dios, el hombre, el mundo físico, el intelectual y el moral, las leyes, las conexiones y armonías existentes entre todos los seres de la creación, los hechos realizados en la historia y los que la imaginacion figura y combina; en suma, todo cuanto existió, existe o suponemos que puede existir, todo ello pertenece al imperio de la poesía, cuyo campo no conoce límites


(p. 232),                


ha de estar dignificado por la forma, pero no sólo la externa, que corresponde a la elocutio (particular disposición del lenguaje, versificación, rima), sino también la interna, que, como el pensamiento mismo, forma parte de la inventio: el pensamiento ha de ser verdadero, original..., y también, como en el XVIII, ingenioso, delicado, sutil, bello y sublime. La forma interna, pues, lejos de ser un simple adorno, cuida la distribución y organización estética de la idea, su plan y estructura y se corresponde con el estilo (pp. 231-237)836.

  -385-  

La base de la creación poética es, pues, el pensamiento; por ello, condición indispensable es disponer de «la inteligencia, enaltecida con una profunda idea» (pp. 124-128). No encontrar verdadera hondura de pensamiento en Pongilioni justifica las reticencias de su prólogo, como justificará sus reticencias con respecto a Bécquer, pues a pesar de la evidente preocupación de éste por ajustar idea y forma, su idea proviene de una realidad particular, íntima y subjetiva. Y sigue manteniendo dos décadas después idéntico criterio: un pensamiento sólido, una buena idea, necesita de la forma interna, que pondera en Pepita Jiménez, de Valera (carta del 3 de diciembre de 1894), y cuya ausencia lamenta en Campoamor (le parecen vulgares sus asuntos y la forma, tanto interna como externa, con que los elabora). La creación poética elevada no será entendida por la mayoría, que en cambio, le dice a Valera, «sí entiende a Campoamor, cuando escribe: «No salió aquel verano de Orihuela / porque murió su abuela» [...] Los versos ramplones son para asuntos de burlas[...]». Y aunque confiesa que se divierte con la poesía satírica rayana en lo soez, eso ya es pura diversión, no poesía. Por eso el panorama poético, a la altura de 1887, le parece lleno de «pobreza y vulgaridad de pensamientos, no revestidos siquiera con formas agradables y bellas» (carta del 27 de octubre). Así pues, nada de realismo, y menos aún de naturalismo (¡qué bien se entendía con don Juan Valera!): «O la poesía no es poesía, o ha de embellecer, ponderar y hermosear sus asuntos; limitarse a la realidad y exactitud no es cosa de artistas, sino de tenderos y gente ducha en el manejo de la balanza y vara de medir» (carta a Valera de 23 de diciembre de 1894).

Esa preocupación dogmática por los asuntos, acentuada por su academicismo y su actividad docente, iría ahondando desde el principio en las diferencias con respecto a Bécquer y los poetas de su entorno. En los textos preceptivos se van apagando los ecos del romanticismo inicial que debían haberle llevado a una evolución similar a la de sus amigos. López Estrada se ha ocupado en diversas ocasiones del prólogo que Campillo puso al frente de sus Poesías en 1858837, que junto con el cuento de Trueba «Lo que es la poesía» (1860) y las Cartas literarias a una mujer conforman tres textos sobre una misma cuestión con muy diferentes resultados. Mientras que Trueba y Bécquer abogan por la subjetividad y la interiorización de la creación poética, el texto de Campillo, que es el primero, rebosa grandilocuencia, restos de romanticismo engolado y tono objetivo. Aun así, parece que al principio apunta a un concepto de inspiración que sensibiliza particularmente al poeta frente al sentimiento y la naturaleza y confiesa la imposibilidad de definir el sentimiento poético, inexpresable, pero enseguida deriva hacia una respuesta académica («Me preguntaréis ahora ¿qué es la poesía? Interrogad a la historia, esa antorcha de los tiempos, y os mostrará claramente que la poesía es todo lo sublime, virtuoso y bello,   -386-   que se eleva del polvo y vuela al seno de su creador»838), en una vuelta de tuerca final impuesta por la rigidez academicista en la que no falta la preocupación temprana por los asuntos. De cualquier modo, la importancia que en el citado prólogo concedía a la propia definición de poesía, a la creación poética, a la inspiración, ha desaparecido ya en la Retórica. López Estrada considera que el texto de Bécquer bien pudiera ser una deliberada y bien distinta respuesta a la pregunta que se había hecho su amigo y que sin duda debió conocer. En su texto, Bécquer se desmarca explícitamente de todo aquello que caracteriza el prólogo de Campillo: «Yo nada sé, nada he estudiado [...]. Herejías históricas, filosóficas y literarias presiento que voy a decir muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar a nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se declare de texto»839. Hay una inequívoca disconformidad de Bécquer -quien, por otra parte, como han demostrado Leonardo Romero y Rubén Benítez840, sabe de preceptos más de lo que confiesa- con los planteamientos teóricos de su amigo aunque siguiera reconociendo en él la autoridad en punto a corrección.

Sin embargo, en ocasiones Campillo muestra ciertas coincidencias con las ideas expresadas por Bécquer. Con el concepto de inspiración y del proceso de creación poética, y en concreto con el «cuando siento no escribo» de la segunda de las Cartas literarias a una mujer (1860)841, pueden relacionarse las afirmaciones de Campillo en una carta a Valera (17 de mayo de 1863)842:

Creo, como V. que la inspiración nacida de un entusiasmo exclusivo, es menos fuerte, duradera y varia que la otra, verdaderamente divina. Creo más; y es, que los que tienen la primera son medios poetas, o poetas incompletos [...] La inspiración que V. llama de teoría es la perfecta y completa. En ella, no escribe el poeta dominado por un entusiasmo; al contrario, el poeta domina al entusiasmo [...]. Una composición he leído del americano Belmonte, por cierto bastante buena en su forma, en que con la mayor candidez y buena fe desea que sobrevengan a su amigo Heredia infinitos y desgraciados acontecimientos, para que éste los cante y se eleve así a la más sublime región de la poesía. Semejante piadoso deseo nació de no haber conocido estas dos clases de inspiración; pues muy bien Heredia podría tener la teórica, y entonces sólo le servirían las desgracias de dolor y pena. Por otra parte, cuando a un poeta (que verdaderamente lo sea) le aflige un sentimiento cualquiera, la pérdida de un padre, de un hijo, etc., no escribe en el momento más triste; sino cuando ha pasado y se halla tranquilo, conservando sólo un recuerdo de los males anteriores.


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Hay en este sentido una afinidad evidente, de raíz herreriana, que Campillo no trasladaría a su Retórica. Por otro lado, Campillo no muestra coincidencia alguna con la filosofía alemana que permitiría a Bécquer hablar de la imaginación creadora y no sólo de los recuerdos animados por la memoria. M. Comellas y H. Fricke han estudiado de qué manera Bécquer trasciende la formulación herreriana: a la hora de «dar cuerpo elocutivo a la Idea, de hallar la palabra que pueda iluminar la realidad», Bécquer se enfrenta a una «actividad alquímica indescifrable y de naturaleza esotérica; Herrera cree aún en la alquimia de la retórica y la poética antiguas»843. Campillo sigue el modelo herreriano y no se acerca a la asimilación becqueriana de la nueva conciencia poética.

Algunas otras afinidades becquerianas de carácter formal quedarían también reservadas a la intimidad, y pocas se verían en letras de molde. Son significativas al respecto las relaciones literarias entre ambos. Montesinos, que es inmisericorde con Campillo, le acusa de mezquino a la hora de valorar la poesía de su amigo844, pero creo que quizá habría que matizar estas observaciones. Campillo, como he venido señalando, tiene un concepto de poesía bien distinto del becqueriano; posiblemente le censuraría su alejamiento de la escuela sevillana845 y es incapaz de alabar un tipo de composiciones que habría de entender necesariamente como de tono menor: en su manual considera la balada, por ejemplo, como un género trivial (p. 290). Y, sin embargo, Campillo valora la originalidad de Bécquer: algunos poemas de autores sevillanos que Lamarque de Novoa le ha enviado le parecen «tonterías» faltas de originalidad e individualidad. En cambio, dice, «esta individualidad la encuentro en Gustavo: sus poesías serían mejores o peores; pero son suyas y tienen acento propio. Yo creo que esto consiste en que ha visto la naturaleza por sí, y no por los ojos de los clásicos»846. Reconoce, pues, el acento propio de Bécquer y, además, intuye la presencia de la Naturphilosophie alemana, oponiendo una visión nueva de la naturaleza a la academicista que él mismo practicaba. Y, desde luego, valora las Leyendas, sobre las que se extiende en su Retórica. Campillo ejemplifica las condiciones que las leyendas requieren (lirismo elevado, fantasía, interés vivísimo, maestría narrativa...) con una detenida enumeración de las becquerianas, elogiándolas sin reservas.847

Ha sabido ver, además, el valor de la prosa poética de Bécquer: reconoce   -388-   su lirismo, y, además, la contempla como forma poética: «Así leemos versos muy bien rimados en donde no hay un átomo de poesía; y por el contrario, existe en varias composiciones en prosa: de lo que se pudieran citar innumerables ejemplos» (pp. 257-258)848. Ahora sí hay, además, adecuación entre el asunto (no desvinculado de las grandes preocupaciones humanas)849 y la forma.

Si no menciona en su Retórica la poesía becqueriana, se debe a que en ella falta lo que Campillo considera sublimidad de pensamiento (recordemos, los asuntos poéticos han de ser graves y serios: la naturaleza, la valentía, las obras sublimes del hombre y su aportación al progreso...). Y ha de darse una íntima implicación entre idea, forma interna y forma externa, que haga prevalecer la idea; no existe, por otro lado, forma adecuada a lo sublime, lo cual plantea, si bien en términos distintos a los becquerianos, el tema de la insuficiencia del lenguaje. Según Campillo, si la forma

es bella y superior al pensamiento, la composición será de una futilidad brillante, un juguete de escaso mérito; si la forma y el pensamiento son mutuamente adecuados entre sí y con relación al fin propuesto, será bello el escrito; si siendo bella la forma, el pensamiento la excede y sobrepuja, entonces hay sublimidad en la obra literaria o en la parte de obra donde tal se verifique. Porque el pensamiento vulgar suele quedarse por debajo de la forma; el bello la iguala en todo su esplendor, y no existe ninguna bastante amplia para contener holgadamente lo sublime [...]. [En] los tratados didácticos o morales y las poesías elevadas, se ha de procurar siempre la solidez de los pensamientos: los fútiles caben holgadamente en las composiciones ligeras y festivas, si son hijos del ingenio y sirven para aumentar la gracia y donaire del escrito.


(pp. 53-55, 67)                


Y más adelante: «si el asunto es bueno, la forma exterior servirá de realce a su mérito; si no lo es, ninguna forma alcanza a suplir este defecto: la obra entrará en el   -389-   número de esas «sonoras bagatelas» de que habla Horacio, y todo el arte y esfuerzo del autor serán insuficientes para librarla de un justo olvido» (p. 237).

Parece claro, a la luz de estas observaciones, que las Rimas entrarían en la categoría de la futilidad, del juguete, como algunos de sus propios poemas de asuntos íntimos que curiosamente no quiso publicar, evitando siempre que sus obras pudieran ser consideradas «sonoras bagatelas»: lo íntimo, como lo vulgar, no puede ser asunto poético. Un detenido análisis de su poemas y de su correspondencia, que no puedo abordar aquí, demostraría hasta qué punto abomina de la expresión del sentimiento personal e íntimo en poesía, así como de la poesía satírica exenta de contenido social (si el intimismo contraviene la dignidad de los temas, la poesía satírica va además en contra de la dignidad formal en la medida en que incorpora lenguaje y temas cotidianos e incluso vulgares). De ambos tipos de composiciones ofrece muestras a Montoto, con el ruego expreso de que no las incluya entre las que le va enviando con el propósito de que se publiquen en Sevilla -¿en qué otro lugar podrían publicarse, siguiendo, salvo excepciones, la misma tónica de sus primeros libros? -(cartas de 28 de mayo de 1896 y 21 de noviembre de 1898). Esos versos están, le dice, «escritos para no publicarse, pues ciertas cosas íntimas no están bien en letras de imprenta [...]. Poco valen, muy poco, pero expresan la verdad» (¿Acaso no es ésta la misma valoración que hizo de la poesía de Bécquer?)850.

Estas radicales discrepancias con Bécquer no deberían ser previsibles en quien, además de ser el más respetado por el grupo de amigos poetas, es el que pone en contacto al poeta con Rodríguez Correa o con Pongilioni, intuyendo unas afinidades de las que él después se desmarcaría. Una de las razones puede ser su fatal vuelta a Sevilla en 1854. Como han señalado Cossío y Pageard, tanto Bécquer como Campillo tuvieron el mismo arranque romántico que se depuraría en las Rimas; de haber permanecido en Sevilla, tal vez hubiera sido otra la evolución becqueriana851. En el entorno del círculo sevillano, y dedicado a la docencia de la preceptiva literaria, Campillo se aferra al academicismo de su juventud852, de forma que puede más en él   -390-   el peso del canon aprendido en la escuela clasicista que lo que intuye y tímidamente asoma en sus escritos.

Hay que tener en cuenta, además, la actitud ideológica de Campillo, que también contribuiría a su distanciamiento con Bécquer, cuyo carácter soñador y evasivo desaprobaría. «Gustavo -dice- era de los hombres que sueñan despiertos hasta el punto de asistir como espectadores al drama real de su propia vida»853. Frente a Bécquer, Campillo, liberal exaltado, anticlerical y antimonárquico, mantiene una aguda conciencia social que le liga a los problemas de su tiempo. Nunca vio con buenos ojos la amistad y dependencia que mantenía Bécquer con el conservador González Bravo, aunque lo único que se atreve a lamentar públicamente es que el escaso reconocimiento de la profesión de escritor obliga en la mayoría de las ocasiones a acudir al periodismo y la política854.

Campillo se siente, como poeta, responsable ante la historia. Por eso prefiere temas dignos y adecuados y se distancia de la tendencia poética intimista y subjetivista. Pero tampoco se alinea con ninguna de las restantes tendencias del periodo. Sus opiniones quedan bien explícitas en las cartas que dirige a Valera y Montoto. En ellas únicamente elogia sin reservas al propio Valera y a Querol. De la tendencia clasicista representada por Menéndez Pelayo (de quien hace escasos comentarios) le separa la preeminencia dada por éste a la forma sobre el pensamiento y su falta de compromiso político y social con el futuro. Sí se refiere, en cambio, repetidas veces, a Núñez de Arce, con quien comparte el modelo de Quintana, pero de quien le alejan la limitación de los asuntos (su preferencia por valores patrióticos claramente conservadores y su fijación por el presente), y una grandilocuencia de la que el propio Campillo no llegaría a desprenderse a pesar de sus propósitos de contención expresiva. Le considera un trabajador del verso, un «pacienzudo escarabajo que redondea con flema su bolita», pero menos que discreto como poeta: «Cierto que Núñez de Arce ha escrito composiciones dignas de elogio; mas le hallo escaso de raudal, de estro y de ternura; es compasado y seco, y me parece que el tiempo disminuirá su fama» (carta a Valera de 23 de diciembre de 1894).

En cuanto a Campoamor, representa para Campillo la bajeza de los asuntos y el prosaísmo en la forma. La defensa de un lenguaje poético natural y cotidiano planteada por Campoamor no podía menos que resultar a Campillo censurable. Ya lo había manifestado en la Retórica: el lenguaje y el estilo poéticos, que nacen de un estado de entusiasmo e inspiración, «no pueden ser llanos, familiares ni corrientes» (239-240). Por esta razón, como expresa a Montoto (carta del 2 de febrero de 1899), Campoamor «tiene dotes de poeta; pero las bastardea y esteriliza por su empeño de escribir prosa rimada o aleluyas».

No hay evolución, pues, al menos en el aspecto teórico, en Campillo, y sólo algunos atisbos de flexibilidad poética en textos esporádicos que se no quiere publicar.   -391-   Es, quizá, un caso único de testarudez. Entre los escritos que en 1894 confiesa a Valera tener en preparación (carta de 19 de noviembre) figura un tratado de estética que se escribiría al calor del proyecto de reforma de la segunda enseñanza que en 1894 consideraba la preceptiva literaria como materia de estudio del bachillerato. Campillo asegura no estar conforme «con la mayoría de las opiniones sobre esta materia», por lo que no se atreve a pronosticar resultados: «tal vez salga un esperpento, o una cosa buena. Allá veremos». ¿Significa esta desenfadada declaración de originalidad que Campillo escribiría una poética novedosa? A la luz de las cartas, de sus opiniones sobre la poesía de su tiempo (no hay ni una sola mención, por ejemplo, a los modernistas) y de sus últimas poesías, difícilmente. Su contumacia a la hora de mantener como fin último de la poesía la sublimidad del pensamiento, al que la forma ha de ajustarse, le impediría aceptar la nueva poética que se instaura en las últimas décadas: el pensamiento poético mantiene una relación dialéctica con el proceso de creación, se construye a través de la forma; la poética se convierte, por lo tanto, en una reflexión especulativa, impresionista, individualista, cifrada precisamente en el cambio de «forma interior»855 la de Rubén Darío, Juan Ramón, los Machado, Valle-Inclán. Campillo sigue abogando hasta el final de siglo por la poética de los efectos, por una obra poética sublime que ha de desempeñar a través de la belleza una función social y moral. De ahí que, como indica Rica Brown, las radicales diferencias entre Bécquer y Campillo se agudicen con el paso del tiempo: «Campillo, para ganar fama sólo en la vida, y Gustavo para ganarla sólo con la muerte»856.



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