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La erótica de la razón en la poesía de Meléndez Valdés de Anacreonte a Locke


Miguel Ángel García García


Universidad de Granada



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Está claro que la nueva concepción del mundo y de la escritura que supuso la Ilustración giró desde el principio en torno a una simbología muy concreta, y de ahí esa otra forma de conocer al siglo XVIII, según la lengua, como Les Lumières, como Enlightenment o Aufklärung; nos referimos a la luz del sol, que venía a anunciar el reino de la diosa Razón, ese arrinconamiento decisivo de la «superstición» y de las «tinieblas» que habían sepultado al «Espíritu» de la humanidad hasta entonces. Según este discurso, las Luces significaban ahora los derechos humanos, la libertad y la igualdad, el progreso, esa obsesión ya para siempre por la felicidad, la cara menos perversa, en fin, de todo el paradigma ilustrado que hoy sigue informando nuestras sociedades contemporáneas. Estos deslumbramientos de la razón, tanta retórica luminosa, sin embargo, no eran otra cosa que los signos de una lucha de clases subterránea, la lucha de la ideología burguesa por imponerse a la ideología sacralizada y sustancialista, justo hasta ese momento la dominante en todos los niveles1. En el caso de España, como se sabe, tal implantación de las nuevas relaciones burguesas en nombre de la modernidad no llegó a realizarse sino de modo parcial y muy tardíamente, debido a la fuerte pervivencia de la ideología nobiliaria y medievalizante hasta tiempos recientes. Lo cual no nos da derecho a decir, como ya tantas veces se ha puesto de relieve, que no existió Ilustración en España; de hecho, don Juan Meléndez Valdés (1754-1817) es ilustrado por los cuatro costados, tanto que su afrancesamiento, como el de Goya, como el de Moratín, sólo puede verse como un síntoma de volver a nuestro país hacia la modernidad. Se nos preguntará, no obstante,   -160-   qué tiene que ver esto con la erótica, peor aún, con la erótica de la razón. Es curioso cómo la crítica en torno a Meléndez (desde los tempranos trabajos de Salinas, Cossío, Coldford, Segura Covarsí, Real de la Riva2, hasta los más recientes de Marco Revilla, Froldi, Cox, etc.)3 ha convenido una y otra vez en la supuesta existencia de dos épocas en su poesía, separadas ambas por un hecho decisivo: la influencia sobre ella de la Epístola de Jovino a sus amigos salmantinos (1776). Esto es, Meléndez Valdés, en su época de estudiante en Salamanca y bajo la tutela de Cadalso (que a la sazón allí estaba desterrado por haber intentado exhumar el cadáver de su amante, la actriz María Ignacia Ibáñez), habría sido primeramente lo que se llama un poeta «blando», autor de anacreónticas, de poesía frívola, donde habría cantado los placeres sensuales, el amor y el vino. Sin embargo, y siempre según ese proceder de buena parte de la crítica, a raíz de dicha carta de Jovellanos (de seudónimo, «Jovino») a la escuela poética salmantina, se habría producido una transformación en la poética de Meléndez: Jovellanos le propone abandonar esa poesía amorosa y cultivar las «musas graves», temas más dignos y de mayor gloria para el poeta. Fuera del carácter más o menos anecdótico de esta epístola, con la que lo único que se propone Jovellanos es ganarse adeptos para el desarrollo de su programa ilustrado, lo cierto es que Meléndez ha pasado a verse como una moneda de dos caras. De una parte, sería ese muchacho demasiado amigo del vino y de las faldas, tal y como lo describe Cadalso, sería el autor de una poesía rococó alegre y festiva, objeto de consumo de la sociedad de salón; no obstante, su otro rostro sería el de un hombre maduro, el del poeta magistrado que dejó la zamarra y el caramillo pastoril por la poesía filosófica.

Desde ya, podemos decir que este acercamiento a su obra, que en algo obedece a una comezón biográfica y en algo a la inercia del general establecimiento de etapas, no ha contribuido a conocerla en su objetividad histórica, en su lógica productiva, simplemente porque se trata de una ficción crítica más que de una realidad. Según después han puesto de manifiesto otros autores, como Arce, Caso González, o Polt4, en la poesía de Meléndez no existen dos etapas,   -161-   una frívola bajo el beneplácito de Cadalso, y otra seria por influjo de Jovellanos, sino dos «estilos» y aun tres en su poesía: rococó, neoclásico y, en fin, prerromántico-filosófico5. Sobre el supuesto «prerromanticismo» de nuestro poeta, nueva puesta al descubierto de una ideología literaria como la del historicismo evolucionista, que suda y trasuda por hallar los eslabones perdidos, las famosas «transiciones», de acuerdo con su método de la sucesión mecánica de épocas o estilos en la Historia de la Literatura y el Arte, nada vamos a decir aquí6. Realmente, se trataría para estos autores, no de estadios sucesivos, sino de «registros» simultáneos, siendo los tres por igual poesía de la Ilustración.

Quede ahí la cosa por lo que se refiere a una cuestión que ha chorreado tinta. Nuestro interés es otro muy distinto porque no nos interesan tanto las etiquetas, encorsetar a Meléndez con este u otro epígrafe, cuanto disponer de un muy específico hilo de Ariadna con el que adentrarnos en la producción poética más o menos laberíntica de «Batilo», seudónimo con el que, ya se sabe, Meléndez acudía a las sesiones de la academia cadalsiana allá en Salamanca. ¿Cuál es, pues, el nudo que ata, como un haz, toda esa variedad de registros poéticos en Meléndez? ¿Qué lógica interna, radicalmente histórica, estructura su producción? Y lo que es más importante para nosotros, ¿qué lugar funcional ocupa ahí lo que hemos denominado «la erótica de la razón»?

Desde luego, a Meléndez hay que colocarlo a la altura de otros ilustrados, de un Moratín o Jovellanos, y ello por un motivo bastante obvio: supone en la poesía lo que Moratín en el teatro o Jovellanos en la prosa dieciochescos7, la   -162-   producción en España de una literatura burguesa, de un discurso ideológico, pues, que lucha por imponerse aquí contra el horizonte ideológico calderoniano y organicista en cuyas manos estaba el país a comienzos todavía del Siglo de las Luces. En nuestra poesía estaban aún por enunciar (después de la interrupción medievalizante, con todas sus contradicciones, del siglo XVII) las nociones claves de la matriz ideológica burguesa en su fase clásica, como la noción eje de sujeto libre, la escisión entre las esferas de lo privado y lo público, la concepción científico-mecanicista del mundo, y será Meléndez Valdés quien las produzca mejor que ningún otro en sus composiciones; de ahí que nos resulte inocente, interesadamente inocente digamos, toda lectura que se haga de sus poemas en busca de lo simplemente literario, con todo el peso ciego de esa ideología literaria de los «estilos», del «lenguaje poético», de los «temas eternos» de la poesía, como el amor, la naturaleza o el paisaje, algo tan (en apariencia y sólo en apariencia) perfectamente inocuo que nos deja a todos tan contentos. Pero la poesía de Meléndez encierra algo mucho más sustancioso que todo eso. Pues, en una palabra, tiene su sitio en una coyuntura histórica precisa y está comprometida ideológicamente con los nuevos intereses burgueses, no sólo cuando produce de modo explícito las consignas básicas de la Ilustración, como la utilidad y el trabajo, la secularización de la moral o la reforma agraria8, es decir, lo que tematiza ese «Meléndez serio», sino también cuando versa sobre temas frívolos con coquetería, lo que escribe el «Meléndez alegre», ya que en esa poesía anacreóntica se está elaborando, ni más ni menos, una moral de las sensaciones por primera vez en España y la epistemología burguesa por excelencia: la empirista. Veamos por qué.

Buena parte de la producción poética melendeciana, concretamente sus anacreónticas, se ha explicado con frecuencia, además de ver en ella la continuación de una tradición literaria que cultivó el propio Cadalso en Salamanca y cuyo antecedente más inmediato en España habría sido Esteban Manuel Villegas, en nombre del temperamento eminentemente sensual y hedonista de nuestro Meléndez. Demerson9, su mejor biógrafo, llega a aseverar incluso, basándose en el retrato que Goya hizo de Meléndez, que su nariz de punta redondeada y aletas separadas reflejaba su viva sensualidad, confirmada por la boca, sobre todo por el labio inferior. Sin llegar a estos extremos, de fuerte olor psicologista, lo que está claro es que de una u otra manera se nos señala que la sensualidad nativa de su carácter halló un cauce oportuno de expresión en los moldes anacreónticos, que son por excelencia un canto a los sentidos10. Sólo que no estamos tan seguros de que esa sensualidad sea simplemente genética y carezca de explicación   -163-   histórica. Dicho de otra manera: en esas anacreónticas que, como se ha demostrado por la crítica, Meléndez nunca dejó de escribir, se está produciendo, como en la corriente empirista inglesa, un componente importantísimo del nuevo inconsciente ideológico burgués, que no es otro que una nueva moral sensualista11. En primer lugar, porque ahí está presente el postulado básico de una filosofía tan estrictamente burguesa como la empirista, que las sensaciones físicas son origen de toda idea, y por lo tanto, de toda moral y conocimiento. Para el empirismo inglés, desde Locke a Hume, pasando por Berkeley, el papel de los sentidos corporales en la adquisición del conocimiento es decisivo, pues sólo existe un saber experiencial. Como es lógico, en todos estos planteamientos subyace una gradación: Locke todavía distingue entre dos tipos de experiencia, la interna y la externa; en medio está Berkeley con su consigna básica «ser es ser percibido», o sea, sólo existe aquello que nuestros sentidos perciben. Hume, en cambio, lleva a su extremo todos estos planteamientos poniendo las bases de lo que hoy se conoce como fisicalismo: sólo los hechos físicos que se pueden ver y tocar son hechos que se corresponden con una idea real, pero siempre entendiendo este proceso cognoscitivo como literalmente físico, sin ningún contenido moral12.

Que Meléndez conocía y admiraba la filosofía de Locke o de Hume está fuera de dudas según se desprende del inventario que de su biblioteca hizo el propio Demerson. A este respecto, hay una confesión en carta, fechada en 1776, del poeta a Jovellanos, donde se lee: «Uno de los primeros libros que me pusieron en la mano y aprendí de memoria fue el de un inglés doctísimo. Al Ensayo sobre el entendimiento humano debo y deberé toda mi vida lo poco que sepa discurrir». Pero el sensismo francés también era conocido de Meléndez, sobre todo de la mano de Condillac, quien en su Traité des sensations concibe el hombre como una hipotética estatua que sólo se convierte en persona cuando se le añaden los sentidos. Con esta apelación a la filosofía del siglo ilustrado nos referimos a un hecho básico: la poesía melendeciana, sobre todo en las anacreónticas, aunque en general en toda su extensión, sirve a la ideología burguesa por que está produciendo una de sus claves, que es la noción de sujeto libre, al que desde esa poética ilustrada se le están reconociendo ahora unas sensaciones y su placer, como enseguida, se le reconocerán unos sentimientos (Rousseau y, en general, toda la literatura romántica), y de la misma manera que desde el terreno de la ideología jurídica se le hace poseedor ya desde este siglo XVIII de unos derechos y unos deberes (Montesquieu y su Esprit des Lois), desde la ideología política de una libertad, desde la ideología social de una igualdad con sus congéneres (baste pensar ahora en la Revolución de 1789), etc.

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Claro que, a la vez, funciona ahí una dicotomía fundamental, siempre a nivel ideológico: la escisión de ese sujeto libre en dos ámbitos bien distintos, la esfera de lo privado, de sus intereses económicos, de la familia, también de sus relaciones sexuales; y la esfera de lo público, de su ciudadanía y de su integración en la comunidad política; con una consecuencia básica ya desde el siglo XVIII: la conducta privada sólo es buena o mala en función de su incidencia sobre el bien público. Esta dialéctica de lo privado y lo público se halla, por lo demás, perfectamente tematizada en la poesía de Meléndez, desde la temática privada del corazón, en especial cuando escribe sobre sus amores anacreónticos, hasta la temática pública de su poesía al servicio de las ideas ilustradas, como la reforma agraria, el problema de la mendicidad, escrita desde esa perspectiva tan dieciochesca de buscar la utilidad común, pública. No faltan incluso composiciones dedicadas a la familia, núcleo de la nueva sociedad burguesa. Lo mejor, sin embargo, será ir rastreando ese sensismo tan cacareado en la poesía de Meléndez Valdés. El goce de los sentidos, del gusto, la vista y el olfato, se recoge en estos versos de la anacreóntica titulada «De un convite»:


Misterioso el silencio
cubriéndonos, despacio
gocemos los manjares
que el lujo ha preparado.
Paladéese el gusto,
delicioso el olfato
regálese, y los ojos
se ceben en mirarlos13.



En el romance «La mañana de San Juan», se amplía el repertorio de los sentidos, pues son cuatro los aludidos, aunque aquí Meléndez se olvida del gusto y nos presenta, además de la vista y el olfato, el tacto y el oído:


Todo encanta los sentidos;
por una llanada inmensa
vaga la vista, las aves
con sus trinos embelesan.
Entre el grato cefirillo
el labio aromas alienta,
el tacto en delicias nada
y el pecho inflamado anhela14.



La sensualidad se tematiza sobre todo mediante la delectación placentera en   -165-   las gracias del cuerpo femenino, en sus labios o en su seno. Se halla mejor que en ningún sitio en una serie de poemas, como coleccioncitas de ellos, bien conocida, «Los besos de amor», publicados por Foulché-Delbosc15, donde la voluptuosidad o la morbidez reinantes alguna vez llegan a cruzarse con una alusión real, como el caso del número 3 de esos «besos», que esconde un contacto amoroso en forma de masturbación:


Cuando mi blanda Nise
lasciva me rodea
con sus nevados brazos,
y mil veces me besa;
cuando a mi ardiente boca
su dulce labio aprieta
tan de placer rendida
que casi a hablar no acierta;
y yo por alentarla
corro con mano inquieta
de su nevado vientre
las partes más secretas;
y ella entre dulces ayes
se mueve más, y alterna
ternuras y suspiros
con balbuciente lengua;
ora hijito me llama,
ya que cese me ruega,
ya al besarnos me muerde,
y moviéndose anhela...16



Escribe también Meléndez Valdés otro conjunto de odas anacreónticas muy del gusto rococó bajo el título genérico de «La paloma de Filis», en las que el juego erótico y los requiebros amorosos oscilan entre lo sensual refinado, la inocencia y la malicia. Se trata, en realidad, de diversas variaciones sobre un mismo tema cuyos protagonistas son siempre una paloma blanca, la amada y el sujeto poético, todo bajo el signo de una especie de «semiología erótica» -la expresión es de Di Pinto17- en la que ese ave de Venus actúa como metáfora sexual (como el pichón en el Lorca de los Sonetos del Amor Oscuro), ya que, si bien algunas veces simboliza la pureza, la mayoría encarna el deseo. Veamos como ejemplo la oda XXIII, en la que la voz poética envidia a la paloma pues tiene la posibilidad de hacer su nido entre los pechos de Filis:

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Inquieta palomita
que vuelas y revuelas
desde el hombro de Filis
a su halda de azucenas,
si yo la inmensa dicha
que tú gozas tuviera,
no de lugar mudara
ni fuera tan inquieta;
mas desde el halda al seno
un vuelito diera,
y allí hallara descanso,
y allí mi nido hiciera18.



Sin embargo, esta complacencia de Meléndez en lo sensorial, donde consigue una de sus cimas más altas quizás sea en la oda anacreóntica que titula «El tocador», y esto por varias razones. Se nos sitúa a Galatea en su tocador, repleto de flores y delicadas miniaturas, reflejando su cabello rubio en el espejo y ataviada con ligeros ropajes. Se contrapone a su vez el dorado del pelo con la blancura del cuerpo de la joven (o sea, nieve y fuego como en la tradición petrarquista), la cual, siempre al fondo el mito de Narciso, se posee a sí misma. Meléndez nos introduce desde el comienzo en una escena estrictamente privada (la sexualidad como el recinto más íntimo, más privado del sujeto libre, según decíamos), pero esa intimidad se ve rota por la mirada en acecho que desde un rincón la voz que nos habla dirige a Galatea. Nuestra visión de la escena no es otra que la suya, de modo que toda la información que nos llega, seleccionada en sus detalles más relevantes para provocar la máxima curiosidad del lector, ha pasado ya por el tamiz de quien se siente implicado en la sensualidad del cuadro. La tentación le acude a la muchacha cuando se mira en el cristal y se va deslizando verso a verso hasta satisfacerse licenciosamente. La vista y el tacto se ligan en una estrecha dependencia si pensamos que sólo a través de los ojos del poeta nos formamos la imagen de Galatea, que no es la real en absoluto sino su doble en el espejo. Sólo, pues, a través de la visión (y de una visión vicaria) conseguimos la estimulación de esas otras sensaciones táctiles (Galatea acariciándose los senos). Veamos esta fina interrelación de los sentidos:



Sentada ante el espejo
ornaba Galatea
de sus blondos cabellos
las delicadas hebras.

Separada en dos partes
su dorada madeja
cubre en undosos rizos
el cuello de azucena.
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Con mano artificiosa
de sus sortijas cerca
la frente, porque brille
la nieve contrapuesta.

Sobre el ara del gusto
en agradable ofrenda
el lujo para ungirlos
le ofrece sus esencias,

y cien vistosas flores
parece que se acercan
a sus dedos, ufanas
si adornan su cabeza.

Ella en todas escoge
las colores más tiernas,
y entre el alto plumaje
delicada las mezcla.

Luego al cristal se mira;
y al hallarse tan bella,
tierna suspira, y sigue
su felice tarea.

De transparente gasa
sobre el tocado asienta
un lazo, que hasta el talle
baja y al viento ondea.

Con otro solicita
celar a la modestia
de sus turgentes pechos
las dos nevadas pellas.

Por ellas, al cubrirlas,
acaso, aunque ligera,
la mano pasa; y siente
que el tacto la recrea.

Torna a correrla; y blando
circula por sus venas
de amor el dulce fuego,
que la delicia aumenta.

Rendida hacia el espejo
se vuelve; y en su esfera
las pomas mismas halla,
que loca la enajenan.

Y al punto más perdida
con amable licencia,
para en ellas gozarse
las gasas desordena.
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Ya ardiente las agita,
ya las palpa suspensa,
ya tierna las comprime;
y en la presión violenta

su palpitar se dobla;
desfallecida anhela;
me nombra, y del deleite
la nube la rodea.

Yo de improviso salgo,
y con dulce sorpresa
pago en ardientes besos
su amor y su fineza.

Turbóse un tanto al verme;
mas bien presto halagüeña
me ofreció entre sus brazos
el perdón de mi ofensa19.



Una vez vista la importancia de la percepción a través de los sentidos en esta clase de poesía, conviene hacer una precisión. Obvio: Meléndez, como en general todos los ilustrados españoles, no es un empirista puro, para el que el proceso sensual o sensorial es siempre literalmente físico y antes de las sensaciones o de la experiencia no hay nada, ni un espíritu ni una verdad interior. No, porque Meléndez considera, lo mismo que Kant o Rousseau y la corriente idealista pequeñoburguesa, que existe un espíritu previo que ordena esas impresiones; considera, en suma, que el proceso sensorial no está vacío, no es puramente físico (como quiere Hume y la corriente empirista burguesa), sino que, antes bien, está espiritualizado. La combinación de ese sensualismo con ese espiritualismo o, dicho de otra manera, la impronta del espíritu innato sobre las percepciones físicas adquiridas de afuera, de la realidad, va a cristalizar en lo que se conoce como «sensibilidad». La sensibilidad, tematizada continuamente, como los sentidos, en la poesía de Meléndez, tiene, pues, en nuestra opinión, una razón de ser histórica y no se debe exclusivamente a su carácter, que siempre se ha querido ver como excesivamente sensible por naturaleza, por herencia genética. No decimos con ello que hasta Meléndez Valdés no hayan existido personas más o menos sensibles, sino que en el siglo XVIII se construye esta categoría de la sensibilidad (en su origen estrictamente pequeñoburguesa) precisamente en orden a su nueva función social e ideológica, con un sentido muy concreto en esa sociedad burguesa del setecientos (y no digamos nada en el siglo XIX «romántico»), donde ser sensible significa ahora una cualidad más de espíritu, un mérito, una distinción del interior del sujeto20. Y esto cobra importancia desde el momento   -169-   en que, como se sabe, la verticalidad de las relaciones sociales nobiliarias, basadas en la sangre y el linaje, está siendo desmoronada por la horizontalidad de las modernas relaciones burguesas, que giran en torno al mérito propio y el valor individual.

Con todo, si se deja un poco de lado este terreno bastante movedizo del espíritu, se puede ir sentando nuestra tesis de base, aquella por la que hemos dicho que en la poesía de Meléndez Valdés se produce por primera vez en España, de acuerdo con toda una corriente ilustrada, empirista inglesa y sensista francesa, una percepción sensualista de las cosas en tanto que sólo a través de los sentidos se puede aprehender la realidad. Se explica así la presencia constante de las sensaciones (no sólo como contenido, como tematización en sí misma, sino también como una piel que se adhiere pegajosamente al poema, como sensualidad de la palabra) y de las reacciones que producen, del placer que brindan, en esta poesía. Por supuesto con una consecuencia básica para esta moral sensista: donde tal significación de los sentidos y del placer se estructura con la mayor de las comodidades es en la temática privada del corazón, en el campo de lo erótico, hasta bordear incluso el derroche. He aquí esta cita, perteneciente a la anacreóntica «Deseo cumplido», para poner bien en claro ese papel de los sentidos del «sujeto» (ahora vista, oído, tacto y olfato, por este orden) a la hora de conocer el «objeto», teniendo en cuenta que aquí, como siempre sucede en un paso más allá con el experiencialismo, el conocimiento del objeto conduce a su posesión (posesión sexual, digamos, del joven cuerpo de Cloris):



Sus ojuelos divinos,
que invidia mucha dan al sol dorado,
me miraron beninos,
¡ay mirar apacible y regalado!

Con su boca de perlas,
¡qué palabras me dijo, ay, gloria mía!
Yo acudí por cogerlas
y del néctar bebí que ella vertía.

Su mejilla de rosa
toqué con mis dos labios atrevido,
y era más olorosa
que las flores de Pafos y de Gnido.

Con lazo delicioso,
Amor, por aumentarme los placeres,
nos anudó gustoso
y su beso nos dio, grata, Citeres21.



Claro que este suave erotismo de la poesía de Meléndez es también capaz de descender a lo burdamente real, a la alusión chocarrera, según puede verse en   -170-   una serie de composiciones que la crítica ha tenido buen cuidado de encasillar bajo el rótulo de eróticas, como si el verdadero erotismo de Meléndez Valdés no estuviese en otra parte. Es el caso de poemas como «El maullido de las gatas», una humorada maliciosa donde se ha creído ver la traducción de un cuento erótico atribuido a La Fontaine, y en la que se suceden metáforas nada oscuras, como «el rábano», «montar» o «meter la cosa», y a veces ni eso, pues se habla lisa y llanamente de «fornicar» o «folgar». En otro poema erótico, titulado «A Susana», que por cierto es una prostituta, se recurre a la consabida simbología de las flores mediante expresiones como «deshojar», y otras como «coger» y «pisar», para referirse nuevamente al contacto sexual. En fin, en la Epístola XII, dirigida a Cadalso, y que lleva por título «La gran fiesta del lunes de aguas», leemos los siguientes versos:



Quien, menos audaz, dice,
llegándose a la Juana,
zurcidora de gustos,
corredora de casas:

«Hola, abuela, así cace
la moza tras quien anda,
que no me engañe y diga
si ha hablado a mi salada».

«Hijo», la vieja dice,
«¿tú juzgas que olvidaba
tu gusto? ¡Bueno es eso
para mi edad y maña!

De quién, en dónde, cuándo
y cómo está citada,
bien pagármelo puedes,
que es la zagala honrada;

más limpia está que un oro,
la flor es de las majas;
que sal tiene en el baile,
y un ángel es si canta.

Y ve niño, seguro
que no te pegue nada,
que lo he visto y revisto
y está frescota y sana.

¡Qué pulpa que te comes...!
¡Querido... qué rapaza...!
Yo al verla, aunque ya vieja,
me alegro y me dan ganas»22.



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Sin embargo, en estos últimos poemas estamos frente a un erotismo que se mueve en un nivel distinto del que hemos visto hasta ahora, un erotismo con representación en nuestra tradición literaria, como de hecho se deduce de esa figura de «la Juana», que, como la Celestina de Rojas, sabe lo que es deleitarse sensualmente, vía psicológica, con la sexualidad ajena; se trata de otro erotismo en el que caben desde esa sensualidad vitalista, también presente en La Lozana Andaluza hasta, en otro orden muy diferente, la burla descarnada que el Quevedo satírico hace de las putas (justo como Meléndez con sus versos a Susana), toda una temática erótica que no hay lugar para tratar aquí pero que, en cualquier caso, nada tiene que ver con esa sensualidad erótica y poética (segregada de la matriz ideológica burguesa en esta coyuntura histórica precisa del siglo XVIII) que vierte Meléndez en las formas anacreónticas23.

Don Juan Meléndez Valdés inaugura, pues, una poesía sensualista, a la vez que una moral totalmente nueva, en consonancia con los intereses de la ideología liberal burguesa en España; y nos trae un nuevo sentido del placer, un placer digamos razonable, que hasta entonces no había existido en nuestra literatura. Después de todo, resulta que la deificada Razón, aunque nos la habían vestido a la pobre tan seria, tan enjuta, precisamente por su intención global de dar cuenta del mundo, tenía también su propia erótica.





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