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¡Pobre Dolores!

Fernán Caballero






ArribaAbajoCapítulo I

Hay gentes en este mundo que no pueden contar con nada, ni con la casualidad, pues hay existencias sin casualidades.


BALZAC.                


Entre Sanlúcar de Barrameda, que despide al Betis, y la pulida Cádiz, que se abre paso entre las olas, como para ir al encuentro de sus escuadras, en una saliente elevación de terreno, se ha asentado Rota, pueblo que, aunque tranquilo y modesto, es de noble y antiguo origen, como lo atestiguan la historia y su magnífico castillo perteneciente a los duques de Arcos, tan bien conservado y tan cuidado... que han pintado sus rejas de verde: Los seculares cantos sillares que forman los robustos muros del castillo, y el fresco verde casino con que han cubierto sus sólidas rejas, forman no sólo un contraste, sino una disonancia que las personas entendidas y de buen gusto comprenderán mejor de lo que nosotros pudiéramos decir.

Hacia el lado que mira al Sudoeste, esto es, el que hace frente al Océano Atlántico, el elevado terraplén en que se asienta el pueblo desciende abrupta y perpendicularmente desde una gran altura hasta la playa. Ésta presenta el uniforme aspecto que da el contacto del mar a la tierra que lame; muertas arenas alternativamente bañadas y abandonadas por las olas, en las que se busca con indistinto ahínco algún curioso secreto del mar lanzado de su profundo seno, algún triste vestigio de un ignorado y solitario naufragio, pero en las que sólo se hallan inocentes y lindas conchitas; algunas estrellitas del mar, que perdieron su luz con la vida; espumas que, arrojadas por las olas que les dieron ínfulas y brillo, decaen mustias y deslustradas; pesadas y trasparentes aguas malas metidas en su masa de flema cristalina, como la yema del huevo en la clara, pobre pólipo que no se sabe si está vivo o está muerto, porque en él tan inerte es la vida como la muerte; algún torpe cangrejo que alza su deforme mole sobre sus delgadas patas, para correr con el esfuerzo y desmaña del lisiado, que se vale de sus muletas; gran cantidad de algas, que escupen a la tierra las olas que las desdeñan; algún pedazo de cordel o de servida madera, que no son pavorosas ruinas de barcos, sino sencillamente sus desechos, y un lindo arabesco que dibujan en la tersa arena las finas huellas de las gaviotas; esto es de lo que se componen esas playas que engarzan a España; campo neutro que no adorna la tierra y que no cubren las olas, siendo así suelo sin flores y cama de mar sin perlas.

A la izquierda del pueblo se entra el mar a pasear por la tierra, formando una ensenada, que haría un buen puerto a no tener tan poco fondo, que en la baja mar se queda en seco, y presenta una ancha extensión de negro y pedregoso cieno.

Cuando crece el mar, llega hasta las casas, guarnecidas de sus embestidas por una valla natural de piedras, contra las que baten y se agitan con violencia sus olas, como las pulsaciones de un corazón oprimido.

En la punta del triángulo que forma el pueblo está el muelle, y en él los faluchos que diariamente llevan las frutas y legumbres a Cádiz, y las barcas de los afamados pilotos, que van al encuentro de los ricos huéspedes de la bahía de Cádiz, para traerlos por la mano cuidando que no tropiecen.

Lo apartado que está Rota de todo camino, no siendo tránsito para ninguna parte; lo incomunicado que se halla con otros pueblos; sus ningunas pretensiones y lo poco que figura, le dan un sosiego y una índole tranquila y patriarcal poco común, sobre todo en puertos de mar.

Un pueblo campestre, sosegado y tranquilo, asentado a la orilla del mar, que le aturde con su gran e incesante ruido, que le distrae con su inquieto y continuo movimiento, semejante al del siglo en que vivimos, y al que surcan atrevidos barcos, cada cual con su distinto gallardete, ya empujados, ya contrarestados por las olas y las corrientes, como los hombres que actúan en la época presente; un pueblo en estas condiciones, nunca ha podido completar para nosotros el ideal de lo campestre. Simpatízanos más aquel que por horizontes sólo tiene sus campos de trigo y sus olivares, por ruido únicamente el canto de sus pájaros, el cacareo de sus gallos, el murmullo de sus árboles y el toque de su campana, y que por vecino más cercano sólo tiene otro pueblo a quien llama compadre.

La mar y la tierra son contrapuestos, como lo son lo tranquilo y lo agitado, la estabilidad y el movimiento, la seguridad y el peligro; como lo son lo que produce y lo que destruye.

No obstante, difícil sería hallar otro lugar más pacífico que Rota, y que tuviese habitantes más laboriosos e industriosos en agricultura, que es la industria genuina del país.

Todos los roteños tienen su tierra propia, que cultivan; porque hay pocos labradores en escala grande. La uva, el melón, la sandía, y toda clase de legumbres, que son siempre tempranas y muy buenas, constituyen sus principales ramos de cultivo. Entre éstas sobresalen, por su tamaño, cantidad y buena calidad, las calabazas y los tomates, cuya abundancia ha valido a los roteños el apodo de tomateros; así como es igualmente notable la enorme cantidad de canastos puestos allí en uso para la traslación de sus cosechas.

Los andaluces, que, como es sabido, hacen burla de todo, sin exceptuarse los unos a los otros, y que con este fin inventan una innumerable cantidad de cuentos, sobrenombres, chascarrillos y coplas, tienen un abundante repertorio, en que son víctimas los buenos roteños.

Entre los muchos, sacaremos unos cuantos, no sólo porque nos parecen muy graciosos, sino también porque son una muestra legítima de la clase de chiste y del giro de ideas de este agudo e ingenioso pueblo andaluz.

En una ocasión quisieron hacer los roteños una función a su santo patrono San Roque. Con este motivo convidaron a un predicador de fama y a otros dos clérigos, que vinieron a hospedarse en casa del alcalde.

Averiguado por éste que lo que querían cenar sus huéspedes era chocolate, llamó a la cocinera y le mandó hacerlo.

-Pero ¿qué se le echa? -preguntó aturrullada la cocinera.

-Agua, -contestó su amo.

La cocinera se quedó suspensa; mas acordándose que allí cerca vivía una mujer que tenía fama de ser la mejor cocinera del pueblo, se fue allá y le preguntó que cómo se hacía el chocolate.

-¿Y qué te ha dicho tu amo? -preguntó la profesora.

-Que lo haga con agua.

-¿Con agua no más? -repuso la otra.- ¡Jesús! Sépaste, mujer, que quien le quita al chocolate el tomate, le quita toda la gracia.

Tema que han puesto muy bien enversado de la manera siguiente:


Una señora fue a Rota
para buscar cocinera,
y la encontró desde luego;
pero le advertía ella
que no sabía guisar
con tocino la puchera,
sino con pringue de olivo
y con salsa tomatera.



Éste es otro:

Los roteños se propusieron escalar el cielo cor sus canastos. Al intento, los fueron poniendo unos sobre otros, de manera que pasaron más alto de la luna y las estrellas. Sólo les faltaba uno para llegar al cielo, y ese uno no lo tenían, por estar ya todos colocados. Para no dejar por tan poca cosa de conseguir su intento, sacaron de debajo de todos el primero que habían puesto, con lo que todos los demás se vinieron al suelo.

A lo que acompaña la misma idea en verso:


Un roteño de los listos,
sobre canastas quería
subir al cielo, por ver
si tomales allí había;
mas para llegar al cielo
una canasta faltó,
agarró la de debajo...
y junto a Londres cayó!



Y éste el tercero:

Una vieja de Rota se encontró en un camino con uno del Puerto, que venía cantando el romance del Gran Capitán, y ambos se encararon en el momento que el del Puerto cantaba:


Aquella sangrienta espada
que a los bárbaros derrota.



-¡Los del Puerto serán los bárbaros, so tunante! -le dijo furiosa la vieja.

En cuanto al sinnúmero de coplas, sólo unas cuántas daremos por muestra:


   No se ha podido saber,
ni se sabrá a punto fijo,
los borricos que hay en Rota,
porque llega a lo infinito.
    Los roteños a sus novias
acostumbran regalar
pepitas de calabaza,
que son confites allá.
   Un hombre sabio de Rota,
estaba pensando un día,
que si no hubiese tomates,
el mundo se acabaría.



En fin, para concluir, hasta en la calamitosa época de los franceses les sacaron ésta:


Si a Rota le apuntaran
las baterías
ella con sus tomates
las hundiría.






ArribaAbajoCapítulo II

Nada recrea más la vista ni alegra más el corazón, que ver al caer la tarde volver del campo a los labradores. Cada cual viene montado en su burra, que las más veces es seguida de un ruchillo que corre y salta, gozando de su corta niñez, como si le avisase un instinto profético que esa alegría, ese solaz, esos alegres saltos, serán los primeros y los últimos en su triste vida de trabajo y de desprecio. Traen los labradores sus serones llenos de frutas y de legumbres, coronados de frescos tallos de maíz, que son la cena de su buena compañera: ésta apresura su lento paso al ver llegar a los niños, que salen al encuentro de sus padres. Completa la comitiva un perrito basto y feo, pero humilde y fiel, que se cuenta como de la familia, y que no dejaría el pedacito de pan que le da su amo por todos los manjares de un palacio. Unos padres alzan al más pequeño de los niños y le sientan delante de sí, mientras los mayores abrazan y retozan con el ruchillo. Otros se apean, sientan en la burra a los mayores, y llevan en sus brazos al más pequeño; y cada uno de estos variados grupos se dirige a su casa, en que les aguarda la madre y la esposa feliz.

¡Oh! ¡Qué de veces hemos mirado con profundo enternecimiento estos cuadros de íntima y pura felicidad, que no se ostenta ni se oculta, que no brilla ni se esconde, como la suave luz de la luna! Y nos hemos preguntado con amarga melancolía: ¿Por qué la cultura material, con su insaciable ambición, su refinamiento de goces y su estúpida elegancia de formas, ha reemplazado estos santos y puros goces, con otros que tan poco satisfacen al corazón, a la poesía del alma ni a la conciencia? Porque, despreciando esta felicidad que Dios nos brinda y enseña, ha concebido otra facticia, que con sus anhelos por lo irrealizable, osa echar el desprestigio sobre aquella que nuestro destino, Dios y la razón nos señalan.

¡Cuándo comprenderemos que lo ideal no se debe buscar en los aires, en un globo sin dirección y sin rumbo, llevado al soplo de las pasiones; sino que el que nos debe servir de norma y de anhelo está bajo nuestra mano, como flores con que Dios siembra la senda que nos ha trazado! ¡Cuándo se convencerán los poetas, esos ruiseñores que cantan y nos alegran en los días claros, y nos consuelan en las noches mustias de que se compone nuestra existencia, que mientras exalten, exageren e idealicen las pasiones del hombre podrán agradarle y lucirse, pero que no contribuirán, como deberían hacerlo, a su bienestar y a su mejora!

No es decir por eso que no existan las pasiones. Ellas en lo moral, así como las calenturas en lo físico, son males de la humanidad, que no llegan a destruir ni los esfuerzos de los moralistas, ni los trabajos de la medicina; y sería difícil -a no escribir un idilio- el pintar escenas de la vida humana sin que en ellas, tarde o temprano, ocupasen un lugar. Pero la mala y extraviada propensión está a nuestro entender, en graduar de bello, noble o interesante, el estado en que nos ponen; y aún es peor el craso error que las pinta como propias de almas superiores. Las almas superiores las moderan, si son buenas; las vencen, si son malas.

Venía hacia el pueblo de Rota, una suave tarde de verano, un anciano montado en su burra. Seguíanle dos mozos bien parecidos, morenos y airosos, llevando sus azadas al hombro. Ya cerca de su casa, vieron venir a un niño de cinco años que traía a remolque una niña de tres, sofocado y colorado con los esfuerzos que hacía para apresurar la marcha, aún vacilante de su hermanita. Parose el jinete, y el mayor de los mozos, cogiendo a los niños, que eran sus sobrinos, colocó el uno al lado derecho, y el otro al lado izquierdo del anciano; hecho lo cual, la burra, sin recibir aviso, volvió a emprender su pausada marcha hasta llegar a una casa, a cuya puerta se paró sin ser necesario que resonase el ¡soo! en sus orejas gachas.

Antes de entrar en esta casa, que pertenecía al anciano jinete, es preciso describirla y dar cuenta de quiénes eran sus moradores.

Entrábase, al atravesar la casa-puerta, en un gran patio entrelargo, empedrado de menudos chinos: a la derecha tenía un gran arriate, en que se aglomeraban tantas flores, arbustos y enredaderas, que parecía un congreso de plantas; a la izquierda lo cubría un espeso emparrado, del cual colgaban racimos colosales; al frente estaban las puertas de la cocina, cuadra y corral, y una escalera maciza de ladrillo sin techar, que llevaba a un sobrado o desván. A la derecha de la puerta de la calle había una salita y una alcoba; a la izquierda otra igual, a las que seguían unas cuantas habitaciones con salida al patio. Cerca de la cocina, y con ventana al corral, tenía otro cuartito tranquilo e independiente.

Esta buena y desahogada casa, a pesar de repetir su dueño, el tío Mateo López, muy a menudo: «Vecina, ni Santa Catalina», tenía todas cuantas podía contener.

El partido de la izquierda lo vívia su dueño con su familia, inclusa su hija Catalina, casada con un yegüerizo, y madre de los niños que hemos visto venir a recibir a su abuelo.

Tenía arrendado en seis reales al mes el sobrado a la viuda de un infeliz marinero que se había ahogado, y había dejado a su mujer enferma y con dos hijos, la que no se lo pagaba nunca; el tío Mateo tampoco le pedía los caídos, haciéndose esta buena y juiciosa reflexión: «¡Si no tiene la desdicha, ¿cómo ha de pagar?»

El cuarto inmediato a la cocina se lo tenía dado de balde a un pobre fraile desde la exclaustración.

La sala de la derecha se la tenía arrendada en diez reales a un carabinero y su mujer; y éstos eran los únicos que pagaban.

El carabinero era un excelente hombre, llamado Canuto, y a nadie le venía mejor el nombre, porque no se dio nunca hombre más flaco, más tieso ni más vacío. Había sido soldado, y siempre un soldado grave, serio y de pocas palabras; pero desde que era carabinero, esto es, hombre de confianza del Gobierno, había llegado su gravedad a lo inmutable de la de un Catón de mármol.

Señor Canuto, que no había tenido desde que nació voluntad propia, era el más celoso de su autoridad, y no se mudaba chaleco sin preguntar a su mujer cuál era el que debía ponerse. Había sido cincuenta años atrás blanco y rubio; mas el pícaro del tiempo y los malvados trabajos no habían dejado, por vestigios de estas dos ventajas, sino unos bigotes que parecían dos estropajos. Pero su mujer decía que había sido su marido más blanco que una azucena y más rubio que unas candelas, y que, aún a la presente, en sus espaldas se podía escribir como sobre un pliego de papel.

Pepa, que así se su mujer, era mucho más joven que él, y una de esas mujeres modelo, que tienen de suyo los más bellos dotes para prestarlos y dedicarlos a sus maridos, más por amor que por deber; mejor dicho, por la fusión del amor y del deber; fusión tan dulce y santa, como sabia y admirable. Tienen talento para guiar a sus maridos y enmendar sus torpezas, cuando las hacen, haciéndolo de modo que les persuaden, así como a los demás y a sí mismas, que son ellos los que aciertan y llevan razón; la prudencia para templarlos, sin que conozcan la intención, como las madres tienen sus cantos para dormir, distrayéndolos, a sus hijos; la resignación, para inculcársela con la palabra y el ejemplo; el sumo orden y limpieza, para que estén ellos siempre bien atendidos y vistan con lujo y primor: la condescendencia hasta ocultar el propio sacrificio, por no hacer parecer exigente al que los impone; y sobre todo, el apego, la abnegación y el propio anonadamiento, a punto de que, si no fuese tan respetable su origen, llegaría a ser ridículo cuando el marido no es acreedor a ello.

Señor Canuto casi nunca abría la boca; en lo que hacía muy bien. Pero cuando sucedía, era hablando lacónicamente, por sentencias, y con gran aplomo, persuadiéndose que todos los oídos eran tan benévolos como los de su mujer. Y en realidad, en cuanto a los habitantes de la casa en que vivía, no se equivocaba del todo nuestro buen carabinero.




ArribaAbajoCapítulo III

El exclaustrado que había recogido la excelente familia de López se llamaba el Padre Nolasco, y era un buen señor. No había inventado la pólvora, ni la imprenta, ni era colaborador de ninguna enciclopedia; pero sabía lo que tenía que saber para el cumplimiento de sus funciones. Si le faltaba un algo de dignidad, sobrábale celo y conocimiento del pueblo, de sus costumbres y de su lenguaje para atraerlo a la senda del bien; lo que lograba alguna vez con un ¡caramba! dirigido a los mayores, y con un sosquín aplicado a los chicos. Como el instinto del pueblo es tan justo y perspicaz, por lo mismo que no tiene esa espuma de cultura, -que no basta para penetrar, y sobra para extraviar,- conocían que el Padre no perdía la derechura. Así es que le querían y veneraban, aunque a veces se reían de sus cosas.

Atento a esto, haremos una salvedad al mismo tiempo que una observación; y es: que hay dos clases de risas muy distintas, o mejor dicho, contrapuestas: la risa benévola, y la risa despreciativa. La primera es dulce, alegre e inofensiva; la segunda es amarga, poco alegre y zahiriente. La primera nace de un corazón sano, como los claros borbotones de un manantial de aguas claras; la otra nace de un corazón duro y acerbo, y filtra como un licor corrosivo que quema y ennegrece cuanto toca. La una se corona de flores; la otra se reviste de púas. Inútil es añadir que la que inspiraba las cosas del buen Padre, que era queridísimo de todos, era la primera.

El Padre Nolasco estaba un poco sordo; lo que le hacía trabucar a veces las cosas que le decían. Por lo cual solía acontecer que sus exhortaciones en el confesonario servían a dos fines: como tales, para el penitente; como pláticas, para el concurso. No podía darse un hombre más sin hiel: sin que por eso dejase de tener su buena dosis de malicia; que no se la pegaba tan fácilmente el que quería engañarle. Nunca tampoco se vio otro más franco y verídico; lo que hacía que, sin gastar tono de superioridad, ni menos tener agrior, decía a cada cual, cuando le parecía, que iba errado y obraba mal, sin que nadie se ofendiese por eso.

En cuanto al exterior, parecía el Padre Nolasco una de esas caritas de goma elástica que se hubiese estirado cuanto daba de sí a lo larga, tenía larga y angosta la cabeza, larga la nariz, larga la barba, largos los dientes, largos los brazos, y las manos, las piernas y los pies. Vestía desde la exclaustración una chaqueta, un chaleco, y unos pantalones negros de cúbica, que le habían sido dados de limosna por un favorecedor venido de América, llamado D. Marcelino Toro: cuyas ropas, a fuerza de servir y ser cepilladas por su buena patrona, habían adquirido un brillo que las hacía aparecer de hule.

El Padre Nolasco, aunque contaba más de setenta años, era ágil; y a excepción de algunos flatos que se curaba con la thé, gozaba de buena salud, gracias quizá a su frugalidad y a la sencillez de sus alimentos. La hermana de su favorecedor, Doña Braulia Toro, le regalaba cada mes dos libras de chocolate, de a treinta cuartos; el que, con unas tostaditas secas, componía sus almuerzos. Su compadre, el rico tío Gil Piñones, le regalaba garbanzos por que enseñara a sus hijos a ayudar a misa; y aquéllos, con media cuarta de carne y con media onza de tocino que le daba el serrano por que le escribiera sus cartas, formaban el puchero que comía los trescientos sesenta y cinco días del año, del que guardaba una taza de caldo para cenar, y otra daba a la pobre viuda que vivía en el sobrado.

Por de contado el Padre Nolasco tuteaba a cuantos habían nacido en el siglo de las luces. Un día el médico, que era un joven que la echaba de importante, le hizo notar que esa libertad que se tomaba era contra la dignidad del hombre.

-¡Dignidad del hombre! -contestó el Padre Nolasco.- Eso han sacado ahora. ¡Vaya! ¡Dignidad en las palabras, e indignidad en los hechos! ¡Con que tuteo a mi seráfico Padre San Francisco, e iría yo a darle merqué o señoría a un barbilampiño como tú! Anda, cura-tabardillos, y no me lo des a mí; que no me he de poner al uso del día; que está ya el alcacer duro para pitos, ¿estás?

Pero con quien sostenía el Padre Nolasco una hostilidad perenne era con el hijo de la pobre viuda, gracioso, vivo, bonito y simpático muchacho de doce años, que quería ser marinero contra la voluntad de su madre. Ésta, que había perdido a su marido en un naufragio, se estremecía con la idea de que se embarcase su hijo; y había acudido al Padre Nolasco, a fin de que le prestase su auxilio para disuadir al niño de su intento. Pero éste había sido ineficaz; mientras más le había encomiado el Padre las prerrogativas de la tierra firme y las ventajas de la vida sosegada, más se había entusiasmado el aventurero muchacho por los azares del mar y por los largos viajes sobre las inseguras olas. El Padre Nolasco, en venganza, le había puesto por nombre Montevideo. Ya sabemos que para ciertas gentes se encierran los largos viajes de mar en el de América, y que para ellos el Finisterre es Montevideo.

-No irás a la mar, no, -le decía el buen Padre.

-¿Y por qué no, señor? -respondía con una sonrisa tan alegre como dulce Tomasillo; sonrisa que era peculiar a él y a su hermana, en la que se unían la alegría y la dulzura, como se unen en el sol el brillo y el calor.

-Porque la mar es enemiga del hombre, bien lo sabes; y que en ella murió tu padre. Así es que no sé, testarudo, cómo tienes valor de embarcarte.

-¿Y el padre de usted, Padre Nolasco, dónde murió? -preguntó Tomasillo.

-¡Toma! En la cama muy descansado, -respondió el Padre.

-¿Pues cómo tiene usted valor de acostarse en una cama, Padre Nolasco?

-No me vengas con entraditas de pollo inglés, Tomasillo. Bien sabes que de diez que van a la mar, se ahogan nueve en la flor de su vida, y mueren sin confesión; lo que a ti, que eres más malo que ninguno, te vendrá peor que a ninguno también. Si dejas ésta por otra, el mal ha de ser para ti, pues en lo demás poco se pierde; para ti digo, y para tu pobre madre, que te ha de sentir; como que te parió. Y que es preciso que tú la mantengas.

-¿Pues qué quiere usted, Padre Nolasco, que vuelva yo a andar como anduve a principio de verano por las recortas del manchón del tío Mateo, con un cencerro en la mano ahuyentando pájaros, con la cantinela:


Al agua patos,
que se comen el trigo los gurupatos?



-¡Vaya! ¿Pues qué peligro hay en eso?

-A mí me gusta el peligro, Padre Nolasco.

-¡Calla, pez volante! que quien ama el peligro, en él perece. Hablé con mi compadre tío Gil Piñones, y me dijo que te tomaría de porquero.

-Que no voy. ¡Qué! ¿Había yo de guardar puercos? Que los guarde su amo.

-¿Con que no quieres trabajar, so malandrón? ¿No quieres ser hombre de bien y ayudar a la pobre de tu madre? ¿Di, libertino?

-Sí señor, si señor. Pero no quiero ser espachurra-terrones, ni pasar mi vida en mi casa como caracol burgado. ¡Si me muero... tanto me da! Pero no quiero que me llamen tomatero, eso no.

-Y mejor será que te llamen Montevideo, o bien


Que te llamen pocas penas,
pariente de mala gana,
y por apellido tengas
a mí no se me da nada!



Ya veremos si vas al cortijo del compadre tío Gil Piñones. Yo en propia persona te voy a llevar; y si te repercutes, te llevo cogido de una oreja. ¡Vaya! ¡Después de los pasos que he tenido que dar y del empeño que he puesto!... ¿Cuándo te podías tú figurar, peje-sapo, que habías de llegar a ser porquero del compadre Gil Piñones? Con que ya te puedes alistar para mañana con la fresca coger la vereda.

A la mañana siguiente el chiquillo se escapó, se metió en una barca. Y no hubo quien de allí le sacase. Como era tan bonito, tan alegre, tan dispuesto y tan simpático, le hizo gracia al patrón, que le conservó en su barca, y a la sazón había ascendido a la dignidad de cuarterón; nombre que dan a los muchachos ya enseñados y que alcanzan estipendio, por ganar la cuarta parte de lo que gana un hombre.

-Montevideo, -le dijo el Padre Nolasco cuando le volvió a ver,- eres como las piñas de la Rápita, que estuvieron siete años dándoles golpes, y el primer piñón les saltó un ojo.

-Padre Nolasco, -respondió Tomasillo,- «tres cosas hacen al hombre medrar: ciencia, mar, y Casa Real».




ArribaAbajoCapítulo IV

Después que hubieron cenado, se reunieron todos los vecinos de la casa en la puerta de la calle, menos la pobre viuda, a quien sus males y sus quehaceres retenían en el sobrado.

En un banco, a la derecha, se sentaron el Padre Nolasco, el señor Canuto, a quien no tocaba la guardia en los puestos aquella noche, y el tío Mateo. Entre sus rodillas estaba su nietecito, que tenía extendidos sus brazos sobre los muslos de su abuelo.

-Tío Mateo, -le decía Pepa,- hasta el suelo se le cae a usted la baba con ese chiquillo.

-Verdad es, -contestaba el tío Mateo, que era zumbón.- No lo puedo negar: tira la sangre; y que hijo de mi hija, ser mi nieto: hijo de mi hijo, no saberlo.

En el banco de la izquierda se sentaron: Esteban, que era el mayor de los dos hermanos que hemos visto volver con su padre del campo, y contaba veinte años; su hermano Lorenzo, que contaba diez y ocho, y al lado de ellos María Dolores, la linda hija de la pobre viuda, a quien todos querían con extremo, lo mismo que a su hermano. Así era, que cuando el tío Mateo decía: «¡Qué hechizo tiene ese Tomasillo! Es más alegre que un fandango: se acuesta y levanta cantando como los pájaros», respondía la tía Melchora, su mujer: «Verdad es; pero... ¿y María Dolores? ¡Qué ángel tiene! Esa se acuesta y se levanta como los serafines, alabando a Dios!»

Contaba Dolores catorce años; edad en que se abrazan la niñez y la juventud en tan estrecha unión, que necesitan a veces los años llamar las lágrimas en su auxilio para separarlas.

La tía Melchora estaba sentada en el escalón de la puerta de la calle, y junto a ella su nietecita, que había dejado caer su cabeza en la falda de su abuela, y sin soltar de su mano un racimo de uvas, se había quedado dormida, como una pequeña Bacante.

Pepa la Carabinera y Catalina, la madre de los niños, que estaban estrechamente unidas por lo que a éstos quería Pepa, habían traído sillas bajas y estaban sentadas de frente. Catalina tenía dormido en sus brazos al hijo más pequeño, al que criaba.

-Paréceme que quiere llover, -dijo el carabinero;- que apunta el levante, y por este tiempo siempre que viene el levante echa agua. ¿Qué le parece a usted, tío Mateo?

-Que no dice usted malamente, -respondió éste.- Hoy es jueves, día de señal como el domingo; y en acostándose en estos días de señal el rubio entre cortinas, mudanza de tiempo.

-¿Te vienes, Lorenzo? -dijo Esteban a su hermano, al que quería con ternura.- Es sábado, los mozos tienen una guitarra y una fiesta armada.

-No voy, -contestó lacónicamente Lorenzo.

-Pues no vengas, -repuso Esteban;- así como así por todo armas camorras. Con que más vale que no vengas: siempre estás que parece que te deben y no te pagan. ¿Te duele algo?

-La cabeza, de oírte.

-¡Pues, hijo, con Dios! Al que le duela la muela, que rabie, o se la eche fuera.

Esteban se alejó.

-¿Por qué no vas? -le preguntó Dolores.

-Porque me gusta más quedarme aquí.

-¿Por qué?

-¡Qué sé yo!

-Pues si yo pudiese ir donde hubiese guitarra, no me quedaba yo aquí, no.

-Si tú hubieses estado cavando todo el día...

-¡Quita allá, flojón! ¿No lo han estado los otros lo mismo que tú?

-¡Los otros! Los otros no van por la guitarra, que van por la novia.

-¿Y tú no tienes novia, Lorenzo?

-Yo no, -respondió en tono brusco el muchacho.- Mira, Dolores, -añadió después de un rato,- desde ahora te digo que cuando me llegue a enamorar, ha de ser de ti. Y en mi vida de Dios he de tener más novia que tú.

Dolores empezó a reírse en sonoras carcajadas.

-¿Te ríes? -preguntó muy picado Lorenzo.

-¡Pues no me he de reír! ¡Tú mi novio! ¡Ay qué reidero!

-Pues no siempre ha de ser para ti un reidero. Porque en siendo tu novio, te he de poner las peras a cuarto; y no has de estar siempre riéndote como Juanilla la tonta.

-Es que no seré tu novia, -dijo con decisión Dolores.

-¿Que no? ¡Ya veremos!... Aunque no quieras, lo has de ser.

-Que no.

-Que sí.

-Que no.

-Que sí.

-¡Que no, ea! -exclamó medio llorando la niña.

Oyose entonces una alegre y clara voz que venía cantando:


¡Bendito sea Dios, madre,
que ya pareció el perdido!
Que no se puede perder
pájaro que tiene nido.



-Ese es mi Tomás, -dijo Dolores con júbilo, corriendo al encuentro del que cantaba.

-Buenas noches, señores, -dijo Tomás, que traía un canasto con pescado.

-Dios te las de, muy buenas, hijo.

-Tía Melchora, aquí tiene usted un rape28 que sé que le ha de gustar para hacer sopa. Señá Pepa, tome usted estos salmonetes. Padre Nolasco, tome usted estas pescadillas para cenar, -dijo el niño, repartiendo casi todo el pescado que traía.

-¡Qué! ¿Ya estás de vuelta, Montevideo? ¡Vaya, qué pronto has venido! Andas más que una mala noticia. ¿Qué dices? -dijo el Padre Nolasco.

-Que tome usted estas pescadillas para cenar, Padre, -gritó Tomasillo.

-No, no, no quiero sino mi sopa; que en mis años vale más caldo de carne, que carne de pescado.

-Dios te lo pague, Tomasillo, -dijo la tía Melchora.

-Gracias, -añadió Pepa.

-No hay de qué darlas: quien esto da, diera cosa mejor si la tuviese, -respondió el cuarterón.

-¿Has estado lejos, Tomasillo? -preguntó el tío Mateo.

-¡Jesús! Hasta Gibraltar, que es tierra de ingleses.

-¡Pues qué! ¿Has estado en Ingalaterra? -preguntó Catalina.

-No, que el Peñón es de España, y es de los ingleses; y eso es como si dijese usted que mi mano era suya. ¿No es verdad, Padre Nolasco?

-Chiquillo, -dijo la tía Melchora,- no se dice Nonasco, que se dice Nolasco; te lo he dicho más treinta veces.

-Nonasco; así le dicen en Cádiz, que es gente pulida. ¿No es verdad, señor Canuto?

El grave y callado carabinero, obligado a contestar a esa pregunta directa, respondió en voz hueca:

-No se dice Nonasco.

-¿Lo ves?

-Ni tampoco Nolasco.

-¿Lo ve usted?

-¿Pues cómo se dice?

-Se dice Nonato.

-¡Qué, señor! Ese es San Ramón, -observó la tía Melchora.

-Es que los dos llevan un mismo apellido, -repuso con aplomo el señor Canuto.

-Cuando señor Canuto lo dice, verdad será; pues sabe su mercé más que Seeneca, -dijo Catalina.

-¡Oiga! ¿Y quién es Seeneca? -preguntó el cuarterón.

-¡Qué se yo! -contestó la yegüeriza. -Será un abogado.

-Padree Nonasco, -gritó el marinerillo,- digáme usted, ¿quién es Seeneca?

-¿Rebeca? -respondió el Padre, que no oyó bien. -Es una pastora de las de Belén.

-No pregunto eso; -contestó el cuarterón,- sino quién es Seeneca.

-No lo sé, -contestó el buen señor;- ese santo no está ni en el añalejo, ni en el martirologio.

-Señor Canuto, -prosiguió preguntando Tomasillo, -sáqueme usted de curiosidad, y dígame quién es Seeneca, que esto pica en misterio.

-Seeneca -respondió con todo aplomo el carabinero- es un sabio de los moros, que ayuda y guía a su rey, como por acá el Papa al nuestro.

-¡Vaya! No sabía yo eso, -dijo su mujer.- Aunque siempre he oído decir que los moros saben mucho.

-¡Como que encierran a las mujeres! Mire usted si serán avisados, -observó el tío Mateo.- ¿No es asina, Padre Nolasco?

-¡Por supuesto! -contestó éste.-La mujer honrada, la puerta cerrada. Pero hoy día son más callejeras que el humo, que siempre está buscando por dónde salir.

-Toda la vida de Dios ha sido asina, Padre Nolasco, -dijo el tío Mateo.- Oye, cuarterón, -prosiguió:- ¿has visto por esas mares anchas a la Sirenita del mar?

-Yo no; lo que querrá usted decir son tiburones o goifines, tío Mateo.

-No, no, -intervino la tía Melchora.- La Sirenita es una muchacha muy sin vergüenza, que andaba por esas playas enamorando a los marineros con su buen parecer y sus cantos, hasta que su padre la maldijo, deseando que se volviese pez; y así sucedió, volviéndose pescado de medio cuerpo abajo. Metiose avergonzada en la mar, y se fue lejos por sus centros, en los que canta siempre como en las playas hacía, para atraer a los hombres a su perdición. Y así es que dice la copla:


La Sirenita del mar
es una pulida dama:
por maldecirla su padre.
la tiene Dios en el agua29.



-¿No sabías, Tomasillo, que cuando saltan los delfines y cantan las Sirenas, es señal de tempestad y presagio de naufragio?

-Yo no, señora, no he oído más que los ronquíos de la corbina. Esa Sirena será pez de otras mares, digo yo. Ea, voy a ver a madre, y a decirle que me embarco de gurumete en una fragata tamaña como el castillo.

-¡Muchacho! ¿Y adónde vas?... -exclamaron todos.

-A lo más remontao de la América.

-¡Jesús! -volvieron a exclamar todos.

-¿Qué dicen? -preguntó el Padre Nolasco.

El tío Mateo se lo dijo en recia voz.

-¡No lo dije! -exclamó el Padre Nolasco.- ¡A las Indias, a Montevideo! ¡Si no había de parar hasta lograrlo, ese atronado, más aturdido que unas carnestolendas! ¡Mire usted que dejar de ser porquero del compadre Gil Piñones, para ir a ser pasto de peces!... ¿Se podrá creer?...

-¡Dejar nuestra madre la tierra por esa madrastra la mar! -dijo la tía Melchora.

-Señora, el dinero no se gana tendido. Y yo quiero ganar dinero mucho y aprisa, para que mi pobre madre tenga la vejez descansada, -respondió el cuarterón.

-Tomasillo, el que quiere ser rico en un año, al medio le ahorcan, -observó el tío Mateo.

-¡Ay, Dios mío! -dijo echándose a llorar Dolores.- ¡Hermano de mi alma, no te vayas tan lejos por esos mares, sepulturas de cristianos!

-Calla, calla, Dolorsiya, que voy a volver como D. Marcelino, con mucho oro.

-Sí, del que depone el moro, -murmuró Lorenzo.

-A madre le voy a traer una caja de azúcar para sus jarabes; a ti un loro, y al Padre Nolasco un negrito para que le ayude la misa.

-Déjate de negritos, -repuso el Padre Nolasco,- y acuérdate que quien ama el peligro, en él perece. Pero a unos no basta el arre, ni a otros el so.

-Padre Nolasco, la gloria y el dinero son para quien los gana.

-¡Sí! ¿Y si para lograrlos pierdes la vida o la salud?... ¿Y si no vuelves?

-Volveré, sí, señor, volveré!... con salud y pesetas, que es salud completa, -repuso alegremente el cuarterón, entrándose a ver a su madre.




ArribaAbajoCapítulo V

Nada pudieron sobre el emprendedor y decidido muchacho las reflexiones de sus amigos, ni las súplicas y lágrimas de su madre y hermana.

-Quien no se arriesga, -respondía,- no pasa la mar. ¿No sabe usted que dice la copla:


Si no te ha dado tu suerte
un mayorazgo en España,
embárcate en un jabeque,
y pásate a la otra banda.



Tomás partió. No hay pinceles que pinten, ni palabras que expliquen la aflicción de su pobre madre, cuya vida entre el dolor de lo pasado y la angustia de lo presente se extinguía, como la de la encina que estuviese a un tiempo herida de un rayo y roída de un gusano.

Así pasó un año.

Un día entró en casa de la pobre viuda un piloto, antiguo conocido de su marido. Este hombre traía una carta; esa carta era dictada por Tomás, y fechada del famoso Montevideo.

Escribía más alegre que nunca; decía que había hecho un viaje de damas; que estaba tan contento como el pez en el agua; que había crecido media vara, y que volvería con el mismo barco y el mismo capitán, que le quería mucho. Desde aquel día la viuda no faltó uno en ir a la playa y recorrer con la vista la desierta y brillante extensión azul, en la que había de dibujarse, como un aro de perlas que engasta un brillante, la fragata que le traía a su hijo. Habían querido disuadirla, porque esos inútiles viajes dañaban a su debilitada salud; pero fue en vano. Cuando la realidad niega toda felicidad, el corazón se ase a una ilusión... y no la suelta; pues sólo por ella vive. Pero pasaban los días, las olas y las nubes... ¡y Tomás no volvía!

Era una noche del equinoccio. Partía el brillante y luminoso verano, dejando la tierra seca y agostada, y llegaba el frío y severo invierno a reanimarla, sacudiéndola con sus huracanes, y a fertilizarla con sus claras aguas. Anunciábase con un temporal estrepitoso, que todo lo conmovía... ¡hasta los ánimos!

¡Oh! ¡Cuán dichosa es aquella familia que en semejantes noches se reúne completa alrededor de la lumbre, y que después de dar gracias a Dios por tamaño beneficio, cruza sus manos y ruega por los que sufren o peligran, pagando así sn tributo a los lejanos y desconocidos sufrimientos de nuestros semejantes!

No era éste el caso en que se encontraba la infeliz viuda. El hijo que idolatraba se hallaba embarcado, y cada ráfaga de vendaval arrancaba a sus ojos sus últimas lágrimas, como a los árboles sus últimas hojas, ¡y levantaba olas de angustias en su corazón, como olas amargas en el seno del mar! En este estado de congoja había pasado la noche; por la mañana no se hallaba capaz de levantarse.

Su hija, después de traerle la taza de sopas que le hacía guardar el Padre Nolasco de su pobre puchero, se fue a escoger trigo en casa de una rica panadera.

El Padre Nolasco hacía aquella obra de caridad sin graduarla de tal. Y como en otra ocasión hemos dicho que ver sufrir injusticias sin graduarlas de tales enternece profundamente, decimos lo mismo en cuanto a las obras de caridad que se hacen sin conceptuarlas así. Sufrir lo injusto sin necesitar resignación, y hacer buenas obras sin sensibilizarse, son, mirándolo reflexivamente, la perfección en ambos géneros; esto es, conformarse sin que ayude la fuerza de la virtud, hacer bien sin el arrastre de un corazón impresionable, andar derecho sin báculo, caminar al fin sin brújula. Es hacer uno su deber, como canta el pájaro y como embalsama la flor.

Apenas se halló sola la pobre viuda, cuando no dejándole sosiego su angustia, se levantó y se fue a la playa.

¿Quién no ha visto con terrorífica admiración el espectáculo grandioso del Océano cuando a la vez lo arrojan sobre las playas los vientos, la marea y el empuje que unas de otras reciben sus inmensas olas, que, como dice Shakespeare, se levantan rizando sus monstruosas cabezas? ¿Quién no ha creído ver vibrar su ira en la vacilante hinchazón de sus olas, y oírla en su hondo mugir de acosada fiera? ¿Quién no se ha estremecido al considerar su poderío, que en la tierra nada contraresta? ¿Quién al mirar morir una ola en la playa, y seguirla tan luego otra mayor, no le ha comparado a aquella hidra fabulosa, que ninguna pérdida disminuía, ninguna derrota debilitaba?

El horizonte parecía cerrado con un muro de lluvia; la que, empujada por el viento, formaba sesgadas líneas entre las que desaparecían Cádiz y su faro, como si borrarlo intentase del gran mapa del mundo la poderosa mano del temporal. El peso de las nubes les robaba su ligero vuelo y airosas formas, y caían de prisa, como todo lo que desciende.

La pobre viuda parada en la playa, azotada por el huracán, que pegaba sus pobres ropas a su demacrado cuerpo, miraba al mar, y nada veía sino esa gran convulsión de la naturaleza, entre la cual había desaparecido todo ser viviente, como barrido por las ráfagas, a las que aquella débil mujer resistía, como si su amor de madre la prestase sus últimas fuerzas. Así era que no se movía, creyendo distinguir en cada cresta espumosa con que se coronaban las olas, las blancas velas de un barco que buscase el puerto.




ArribaAbajoCapítulo VI

Aquella tarde entró muy de prisa el señor Canuto en su casa, y hallando que su mujer había salido, se sintió muy contrariado. Daba algunos pasos, se paraba y se rascaba la oreja, formando una especie de gruñido impaciente.

-¿Qué trae usted, señor Canuto? -le preguntó la tía Melchora.

-Traigo... traigo un entripado, -contestó el carabinero.

-¿Y qué es, señor? Pues usted no es de los que se descoyuntan por poca cosa.

-¡Es... es que me he hallado en la playa una mujer muerta!

-¡Jesús María! ¿Matada?

-No señora, muerta legítimamente, de muerte física. Pero no es eso lo peor, sino que esa mujer es su vecina de usted, la tía Tomasa.

-¡María Santísima! Señor Canuto, ¿qué está usted diciendo?

-La verdad sin círculos madroños, tía Melchora. Y no es eso lo peor, sino que tengo que dar parte.

-Eso es lo de menos, -dijo echándose a llorar la tía Melchora.

-¡No es lo de menos, vaya! ¿Le parece a usted que un parte es un buñuelo que se echa a freír? ¡Y Pepa que no está ahí! ¡Me lo temí! -añadió el carabinero, viendo reunirse la familia y las vecinas oyendo sus voces de lástima y desconsuelo.- Escriba usted un parte con esta horna! Pocas veces hablo, y no hablo una que no me pese. ¿No habrías podido callar, Canuto, parlanchín del dianche? ¿No sabes que en la boca del discreto, lo público es secreto?

Por fortuna entró en este momento su mujer, a la que pidió la llave, abriendo en seguida el cuarto, en el que se encerró para escribir su parte30.

-¡Para la pobre, -dijo la tía Melchora - es una suerte haber dejado de sufrir! Y como era una santa, y una mártir, buen zarpazo habrá dado en el cielo. ¡Dichosa ella!

-Y dice usted bien, tía Melchora: como que dicen los autiores que el castigo que ha dado Dios a Caín es el de no morir: unos dicen que está debajo de tierra, y otros que está en los cuernos de la luna: pero morir no puede. La muerte ha sido para la pobre Tomasa un premio.

-La ida de su hijo la acabó de hundir, -dijo Catalina.- A la que hay que compadecer es a la pobre de su hija.

-Señá Pepa, -dijo una de las vecinas,- usted que la quiere tanto y no tiene hijos, bien podría prohijarla.

Ya ese hermoso y caritativo pensamiento había surgido en el corazón de aquella excelente mujer; pero no pudiendo determinar por ella sola, ni queriendo demostrar un buen deseo, que si no se llevaba a cabo, echaría sobre su marido toda la culpa de la negativa, contestó:

-La ayudaré en lo que pueda; pero eso de cargar con hijos ajenos, es un cargo de los grandes; y por lo mismo que es voluntario... tanto más obligatorio. Dice el refrán: «Brasa trae en el seno, quien cría hijo ajeno».

-¿Y quién le dice a la pobre Dolores la muerte de su madre? -preguntó apurada Catalina.

-Se lo dirá el Padre Nolasco cuando vuelva de la iglesia, -contestó la tía Melchora.- Siempre para estos casos apurados se cuenta con los Padres, y nunca se echan fuera.

Pepa había entrado en el cuarto, en que halló a su marido cerrando el parte que laboriosamente había escrito; luego salió para enviarlo con un propio juez al Puerto de Santa María, partido a que corresponde Rota.

-¿Sabe usted lo que decíamos?-le dijo buena anciana.- Que a esa pobre niña que queda huérfana y desvalida le había Dios de enviar un amparo, y ése podría ser usted, pues Pepa la quiere mucho.

-¿Y Pepa qué ha dicho? -preguntó el carabinero.

-Ha dicho que eso de cargar con hijos ajenos era un caso de los grandes; pero si usted quisiera...

-¡Yo querer!!! -exclamó el carabinero abriendo unos fieros ojos. -No valía más!... ¿Soy yo algún mayorazgo de los millonarios para meterme a amparar huérfanos como la reina? Vaya, tía Melchora, tiene usted unas cosas... que son cosazas. Sepa usted que dice la sentencia:


Ni fíes ni desconfíes.
Ni hijos ajenos críes;
ni pongas viña, ni domes potros,
ni tu mujer enseñes a otros.



Diciendo esto, se entró el carabinero con aire terrible en su cuarto.

-¿Con que, Canuto, no respiraba ya la pobrecita cuando la hallaste? -le preguntó llorando su mujer.

-Tan muerta estaba como si hubiese estado tres días en la playa; y la marea que subía le mojaba ya los pies.

-¡Pobrecita! ¡Pobrecita! ¡Si siquiera antes de morir te hubiese visto, tú que eras una cara amiga!

-¡Verdad es, mujer!

-¡Si siquiera hubieses podido dulcificarle sus últimos momentos diciéndole: «Muera usted descansada, que yo me hago cargo de su hija, y le diré a Pepa que cuide de la pobre Dolores!»

-Dices bien, mujer, -repuso el carabinero, cuyo aire fiero había sido reemplazado por un aire compungido al ver llorar a su mujer.

-¡Qué dolor, hombre, que no diese tiempo a que hicieses esa buena obra, tan propia de tus buenas entrañas!

-Pero, mujer, ¿no dijiste tú a la tía Melchora que hijos ajenos eran cargo de los grandes?

-Y no me desdigo. Pero no he dicho que yo los huyese; y más teniendo presente la máxima de Dios, que dice. «Amparaos los unos a los otros». Y más te digo; y es: que me había de alegrar que lo hubieses hecho. ¡Bien sabes que siempre he deseado tener una hija! Dios no nos la ha dado, quizás porque nos tenía destinada a esa desgraciada.

-Pues me parece que sería una obra buena, Pepa; y todavía estamos a tiempo. Sí, sí, me parece bien; te ayudará, y así podrás tú descansar.

-Por eso no lo hagas. Canuto; pero hazlo por caridad; que quien bien hace, para sí hace. Si yo fuese tú, iría a cuidar de que a la pobre ahogada la recogiesen y llevasen a la iglesia, donde se ponga con decoro y con sus blandones, pues la pobrecilla no tiene a nadie propio que cuide de eso.

El carabinero se encasquetó su morrión de hule, salió al patio, y dijo a la tía Melchora, con prosopopeya:

-Tía Melchora, yo me hago cargo de la niña; que Dios dice: «Amparaos los unos a los otros», y esa niña podrá ayudar a mi Pepa.

-¿Pues no dijo ella que no? -repuso atónita la buena mujer.

-Yo mando en mi casa, tía Melchora, y mi Pepa no tiene más voluntad que la mía. ¿Ahora se desayuna usted con eso?

Diciendo esto, salió el señor Canuto a paso de marcha real.

Entró a poco el Padre Nolesco, a quien fue referido todo lo que había pasado.

El Padre Nolasco, tenía esa impasibilidad, tan apreciable y útil en los cirujanos para las dolencia del cuerpo, como en los sacerdotes para las dolencias del alma. Bien sea ésta originada en hombres superiores por una gran fuerza y elevación de alma, o en los adocenados por la costumbre de su triste misión, esta impasibilidad es inapreciable, y da muy benéficos resultados.

-¡Anda con Dios! -dijo el buen Padre, cuando de todo estuvo enterado.- Hoy tú, mañana yo, todos tenemos que andar ese camino. No es lo peor que se haya muerto, sino que haya sido sin los Sacramentos, como un moro de Berbería. Pero aquella pobrecita era una justa, y no ha de ir donde van los perversos, no.

Oyeron entonces a Dolores, que volvía de en casa de la panadera de escoger trigo, y que llegaba cantando alegremente.

-Dios les dé a ustedes buenas tardes. Padre Nolasco, la mano, -dijo al entrar.

Y levantando la cara, como viese cerrada la puerta del sobrado, añadió:

-¿Y madre? ¿Acaso ha salido?

La niña miró con ojos asombrados a las mujeres allí reunidas, que sólo con lágrimas contestaron a su pregunta.

-Pero... ¿qué hay? -preguntó con ahogada voz.

Nadie contestó.

Entonces pareció que toda la sangre agolpada en su corazón le impedía latir y la sofocaba.

-¡Mi madre! ¡mi madre! ¿Dónde está mi madre? -gritó al fin.

-Tu madre está donde todos quisiéramos estar, -dijo el Padre Nolasco.- Ya eso no tiene remedio. Con que así... a encomendarla a Dios como buena hija y buena cristiana. Lo demás no es sino faltar a la santa conformidad, que es nuestro Cirineo.

Dolores dio un agudo grito, y se precipitó hacia la escalera. Catalina y Pepa corrieron tras ella, y la agarraron por los brazos, diciéndole:

-No está allí, hija, no está allí.

-¡No está allí! -dijo fuera de sí la pobre huérfana.- ¡No está allí! ¿Pues dónde está?

-En la iglesia.

La niña se desprendió de las manos que la sujetaban, y se arrojó hacia la puerta de la calle.

Catalina y Pepa la siguieron.

-¡No detenerme! ¡No sujetarme! -gritaba la pobre niña, haciendo esfuerzos por desasirse de las manos que la sujetaban.- ¡Quiero verla! ¡Quiero ver a la madre de mi alma!

-No vas; que te lo mando yo, que soy tu confesor, -dijo, acercándose, el Padre Nolasco.- ¡Pues qué! ¿Quieres alborotar el pueblo y armar escándalo en la iglesia? ¿Qué ibas a remediar con ir? Vamos, hija, sosiégate; que todos hemos de morir, y la muerte no asusta sino a los malos.

Dolores cayó, prorrumpiendo en gritos y sollozos, en brazos de Pepa y de Catalina, que la acostaron en la cama de esta última.

Pronto llegaron del campo el tío Mateo y sus hijos, a quienes la tía Melchora había mandado avisar. Venían consternados; acercáronse a la cama en que yacía Dolores, que seguía gritando entre sollozos:

-¡Quiero ir con mi madre! ¡Que me dejen ir con mi madre! ¡Quiero verla; que después que la entierren no podré más verla! ¿Quién tiene derecho para impedirmelo? ¡Mi madre está sola, sola, en la iglesia, sin más compaña que cuatro luces: sin más ruido que el del viento que sacude las ventanas; sin que vele más que la lechuza que está en el campanario! ¡Madre!... ¡Madre!... ¡Yo quiero ver a mi madre!

-No te aflijas, Dolores, que allá voy yo a velar a tu madre, -dijo Lorenzo.

-Y yo también, -añadió Esteban.

-Dios y María Santísima, y todos los Santos del cielo, os paguen esa santa obra de caridad, -exclamó Dolores, que empezó a verter un nuevo torrente de lágrimas, pero cuya desasosegada desesperación se mitigó, cayendo en seguida inerte y con los ojos cerrados sobre la almohada.

Al cabo de un cuarto de hora se alzó de repente, y apoyando ambas manos sobre su corazón, gimió con ahogada voz:

-¡Qué va a ser de mí!!!

-Lo que de mí fuese, -dijo Pepa abrazándola, porque no nos separaremos; que si una madre has perdido, en mí hallarás quien procure hacer sus veces, hija mía.

Dolores echó sus brazos alrededor del cuello de Pepa con apasionada gratitud, sin poder expresarla más que con sus lágrimas.




ArribaAbajoCapítulo VII

Eran las doce de la noche. Un profundo silencio reinaba en el pueblo, sólo interrumpido por el chapaleteo brusco y sonoro de las aguas del mar, empujadas por la creciente marea contra las piedras y las rocas. Esparcíase la fría y pálida luz de la luna, como se esparce suave el eco de un lejano sonido; y el pueblo se habría asemejado a un reloj parado, si de cuando en cuando no hubiese lanzado el gallo con descoco sus tres notas agudas como un «¡centinela alerta!» dirigido a sus camaradas.

En el patio de la casa del tío Mateo estaba un joven reclinado contra una de las rejas que daban a él. Por el lado de adentro se veía el rostro de una linda joven, el que, cubierto exteriormente por la luz de la luna, e interiormente por una expresión de tristeza, aparecía pálido y grave, con una mirada apagada y profunda, que le hacía asemejarse a la imagen de la Meditación, que a un tiempo simbolizase un triste pasado y un triste porvenir.

El muchacho, al contrario, tenía el rostro sereno y enérgico del hombre de acción, la mirada fija y ardiente del hombre de fuertes pasiones, y la frente altanera del hombre indómito que no se deja arredrar, pero sí reta a todos los obstáculos con brutal arrogancia.

-¿No te lo decía yo? -dijo el joven.- ¿No te lo decía que habías de ser mi novia? Lo que yo quiero ha de ser... por la fuerza de mi voluntad! Tú te reías, o te enfadabas.

-Entonces era yo una niña, -contestó ella.

-¡Entonces!! Como quien dice, ha un siglo; y hay tres años.

-No sé el tiempo que hay. Lo que sí sé es que desde entonces dejé de ser una niña, y que entonces hiciste tú una cosa que te ganó mi corazón y te habría ganado ciento que hubiese tenido.

-Yo no quiero que me quieras por agradecimiento, Dolores; que ese amor es como deuda que se paga, y no como don que se hace.

-Si el agua que bebes satisface la sed de tu corazón, ¿qué te importa el manantial de que brota?

-Impórtame, para saber su calidad.

-La calidad es buena, Lorenzo.

-Eso está por ver, que aún no se ha experimentado. No puedo remediarlo; pero no creo que me quieres.

-¿Por qué, criatura?

-Porque siempre estás triste; lo que prueba que mi amor no te satisface.

-Mira, Lorenzo, que un amor que a todos los demás borra, no es de buen metal; y que un corazón sin memoria, nunca es firme en el querer.

-Es que tampoco será de buen metal el que por lo que ya pasó, olvide lo presente, Dolores; y tú te gozas en tus recuerdos, como hacerlo debieras en tus esperanzas, si bien me quisieras.

-¡Ojalá y pudiese borrar de mi memoria el cuadro que en ella encuentro a todas horas! Este cuadro es el de mi madre de mi alma, agonizando sola y desamparada sobre la dura y fría arena del mar, sin oír otros auxilios que los bramidos de sus olas que se acercaban cada vez más, cada una adelantando a la otra, y mojando sus pies; de manera que moriría más de angustia que de sus males! ¡Y yo, que no estaba allí!!! ¡Yo, que no la vi después de muerta!!! Eso, Lorenzo, son dos clavos que me atraviesan el corazón, y que nada puede arrancar de la llaga! De mi gente sólo me queda el hermano de mi alma; ¡y Dios sabe si la mar, que no pudo hacer presa de mi madre, se vengue en hacerla de su hijo, como la hizo ya de mi padre! ¿Cómo he de estar alegre, ni olvidar?

-Por esa cuenta, como que todos tenemos difuntos, no debería nadie quitarse el luto.

-¡Verdad es! -dijo suspirando Dolores.

-Pues entonces, ¿a que crió Dios los colores, me querrás decir?

-Para los niños, los pájaros y las flores, Lorenzo, -contestó ella, apoyando su frente en la reja.

-María Dolores, -dijo Lorenzo con aspereza,- quien tanto ama a los muertos y a los ausentes, poco cariño puede quedarle para los presentes.

-¡Te engañas, Lorenzo! Que el mismo sol que da vida al ciprés, se la da también a la rosa. Pero, creeme, tu desconfianza ha de ser la hiel que amague tu vida y la mía.

-La desconfianza no la teme ni la moteja sino aquel a quien le estorba.

-Yo no la temo, pero me avergüenza, como al hombre honrado que le registran, ni más ni menos que al contrabandista.

-¿Y sabes por qué es eso? Porque muchos, sin ser contrabandistas, hacen contrabando.

-¡Y había yo de hacer contrabando, Lorenzo! -preguntó ella con dulce reconvención.

-Dice el Padre Nolasco que las mujeres mienten sin querer, y engañan sin otro fin que engañar.

-Lo dice de las malas; pero no lo dirá de mí.

-¡Ya! ¡Cómo lo ha de decir de ti, si eres su ojito derecho!... Quien tiene al padre alcalde, seguro va a juicio.

-Pues si el Padre Nolasco, que es desamoretado y no es de los blandos, me fía, razón llevará. ¿Y siempre has de ser así, Lorenzo?

-¡Siempre! A no volver a parirme mi madre.

-Mira que llevar constantemente un judío en el cuerpo, es un mal; y que del mal que el hombre tiene, de ese muere.

-Y tú sábete que lo que hay que esperar de la mar es la sal, y de las mujeres mucho mal; y la mujer hoy la hallas, y mañana la encontrarás falla.

-¡Quiera Dios que siempre lleven todos con la paciencia que yo tus malos juicios, Lorenzo!

Apegada por su exaltada gratitud, sufrida por su dulce índole, esclavizada por el despotismo de Lorenzo, Dolores inauguraba así una vida, como se hallan muchas entre las santas esposas y madres del pueblo.

A los pocos días se puso al público un edicto. Era éste un puñal que a todos los habitantes hería, que iba a destruir muchas felicidades, a cortar muchos lazos, y a clavarse hondamente en el corazón de las madres. ¡Este edicto anunciaba el sorteo!

No son tristes calamidades para el campesino el trabajo por que ansía, ni las privaciones, que le afectan poco, ni los muchos hijos, que ama; el drama de la vida del campesino es la quinta, la bien denominada contribución de sangre. La mano del ministro que firma el decreto que la ordena, temblaría si supiese los torrentes de amargas lágrimas que va a costar, los corazones que va a partir, y las existencias que va a destrozar.

¡Cuándo querrá Dios que veamos a la civilización echarse en los brazos del cristianismo su padre, y unidos lograr que no se armen los hombres sino voluntariamente, y con el solo fin de rodear el trono para su decoro, y la justicia para su fuerza!

La tía Melchora estaba en un estado que participaba de la más desconsolada desesperación y del más profundo abatimiento, pues sus dos hijos entraban en suerte, porque tenía otro hijo mayor casado en Chipiona.

Esteban había salido libre en otro sorteo, y por lo mismo pensaba que no concede dos dichas la inconstante suerte. En cuanto a Lorenzo, decía él mismo que tenía presentimientos de que por su propia mano le vendría el mal. Y no se equivocaron en sus previsiones ni la madre ni el hijo, porque ambos hermanos cayeron soldados.




ArribaAbajoCapítulo VIII

La panadera donde solía ir Dolores a escoger trigo era una joven viuda que se había prendado de Lorenzo. Buscaba constantemente pretextos paya ir en casa de la tía Melchora, y los hallaba igualmente para atraer a Lorenzo a la suya, ya para llevarle el trigo al molino, ya para hacerle acarrear el que compraba, de algún granero a su casa. El natural desvío que era peculiar a Lorenzo, y que con ella, a pesar de ser joven, rica y buena moza, rayaba en hastío e impertinencia, no bastó a hacerla desistir de su intento; al contrario, la aferró más en él.

El día que había caído soldado fue Lorenzo a llevarle unos melones de su cojumbral que le había encargado.

Subiolos éste al sobrado, y volvía a irse sin hablar una palabra, como solía hacer, cuando le llamó la viuda.

-¿Con que... -le dijo- has caído soldado?

-No podía fallar, -contestó Lorenzo;- que tengo la fortuna mocosa.

-Vamos a ver, -prosiguió la viuda:- ¿y si hubiese quien te diese a mano para que te librases?

El corazón saltó en el pecho al joven, como si le hubiese tocado la pila de Volta.

-¿Y sabría usted quizás de quien me emprestase ese dinero? -preguntó con ansia.

-Sí, sí, -contestó la viuda,- y quizás de quien te lo diese; teniendo presente que real que guarda a ciento, es buen real.

Al oír estas palabras, Lorenzo, que había tiempo conocía las intenciones de la viuda, comprendió la indirecta, y su alegría momentánea se apagó como una luz, y su semblante se cubrió de su habitual ceño.

-¡Vaya! ¿Qué dices, Lorenzo? ¿Y es tan mala la proposición, que te encapotas como cielo de Diciembre? ¿Qué dices?

-Señora, aconseja la copla:


En tu vida, de nadie
dádivas tomes;
y con eso te excusas
de obligaciones.



-¡Vamos, ven acá, hombre! No estés tan retenido y metido en ti, ni seas como el tío May Miguel, que tenía vergüenza hasta de ser hombre de bien. Todo tiene remedio en este mundo, menos la muerte. ¡Si no fueras tan díscolo... podría una entenderse! Ya sabes que mi Juan, cuando murió, me dejó la casa, el horno y la panadería: yo necesito, como el comer, un hombre que esté al frente de ella; el trabajo, para el que al frente se ponga, es poco, y la ganancia mucha. Podrías tú...

-Señora, yo no entiendo de panadería.

-También sabes que me dejó una piara de vacas de las grandes, y que surte a la carnicería; hay en ella rastras, añojos, utreros y aralos31.

-Señora, yo no he manejado ganadería.

-También me ha dejado buenos cuartos; hallarás morusa.

-¿Y yo qué tengo con eso?

-Que podrías manejarlo.

-No señora, yo no entiendo de grajas peladas, -dijo alejándose Lorenzo;- no quiero cargos; mientras menos cargos, menos descargos.

-Vamos, hombre, lo que estás diciendo no son más que chancharras y mancharras. ¿No te digo claro que a tu querer, todo sería tuyo?

-Yo no quiero bienes con tranquilla, -dijo, saliéndose, Lorenzo.

-¿Habrase visto calza-polainas más encrestado? -murmuró la panadera al verlo salir.

La viuda, que tenía la convicción de que Lorenzo admitiría sus ofertas, se había de dejado decir que bien podía tocarle la suerte a Lorenzo; pero que las insignias de soldado no habían de caer en su cuerpo; que no había de pisar lodo, ni comer en rancho.

Como todo se repite con añadiduras y variantes en los pueblos como en las ciudades, llegó este dicho de la viuda a casa de los López, ganando en cada nueva edición, si no corrección, aumento. Al tío Mateo le dejó incrédulo, enajenó a la tía Melchora, y consternó a Dolores.

-Lorenzo, -le gritó su pobre madre al verle llegar,- ¿es verdad que la viuda te va a poner un sustituto?

-¿Qué está usted diciendo, madre?

-Que dicen te da el dinero para ello.

-¡Dar! ¡dar! Señora, lo que se da son los buenos días.

-Pues no serán dados; serán emprestados.

-No se empresta sino paciencia, ni se convida más que a misa, señora.

-Es que tú no lo habrás querido tomar, Lorenzo.

-Yo... ¡Madre! ¡Pues si estoy como las ánimas benditas, deseando siempre que me den!...

-Y bien que ha hecho de no tomar prestado, -dijo su padre,- porque mas que sea un buen trabajador que todos le quieren y siempre anda pujando, sabe Dios cuándo habría podido pagar; y cochino fiado, gruñe todo el año.

-Lorenzo hijo, es que dicen que se quería casar contigo. ¡Y tú rehusas esa suerte!... -dijo su madre.

-¿Quién ha sacado eso? ¿No sabe usted, señora, que es de calidad el no, que la hembra se lo dice al varón? Porque quieren desacreditar a esa mujer.

-No la desacreditan, hombre; nada malo se ha dicho.

-No, no la echan abajo, pero la van destechando. ¡La envidia, señora, la envidia! Pues como es rica y buena moza, las otras rabian y muerden.

Mientras todos sentados a la puerta se quejaban y lloraban por la ida de los hermanos, Lorenzo, que había notado la penosa e inquieta impresión que había causado en Dolores cuanto sobre la rica panadera se habló, se había sentado en el banco en que solía sentarse, y apoyada la cabeza en la pared, clavada la vista en las estrellas del cielo, a las que parecía dirigirse, cantaba en queda pero clara voz, y con la admirable flexibilidad y el exactísimo oído que hacen necesarias las delicadas y a veces extrañas modulaciones y cambios de tonos que tienen las melodías populares.

La canción que cantaba, por decontado era dirigida a Dolores, la que no perdía una sílaba del texto, ni una modulación de la tonada que llegaba a un tiempo tan dulce y melodiosa a su oído y a su corazón.

Era ésta la canción:



-Pastor, que estás en el campo
De amores tan retirado,
Yo te vengo a proponer
Si quisieres ser casado.
-Yo no quiero ser casado.
Responde el villano vil:
Tengo el ganado en la Sierra:
Adiós, que me quiero ir.

-Tú, que estás acostumbrado
A ponerte esos sajones,
Si te casaras conmigo,
Te pusieras pantalones.
-No quiero tus pantalones,
Responde el villano vil:
Tengo el ganado en la Sierra:
Adiós, que me quiero ir.

-Tú, que estás acostumbrado
A ponerte chamarreta,
Si te casaras conmigo,
Te pondrías tu chaqueta.
-Yo no quiero tu chaqueta,
Responde el villano vil:
Tengo el ganado en la Sierra:
Adiós, que me quiero ir.

-Tú, que estás acostumbrado
A comer pan de centeno,
Si te casaras conmigo,
Lo comieras blanco y bueno.
-Yo no quiero tu pan blanco,
Responde el villano vil:
Tengo el ganado en la Sierra:
Adiós, que me quiero ir.

-Tú, que estás acostumbrado
A dormir entre granzones,
Si te casaras conmigo,
Durmieras en mis colchones.
-Yo no quiero tus colchones,
Responde el villano vil:
Tengo el ganado en la Sierra:
Adiós, que me quiero ir.

-Si te casaras conmigo,
Mi padre te diera un coche,
Para que vengas a verme
Los sábados por la noche.
-Yo no quiero ir en coche,
Responde el villano vil:
Tengo el ganado en la Sierra:
Adiós, que me quiero ir.

-Te he de poner una fuente
Con cuatro caños dorados,
Para que vayas a ella
A dar agua a tu ganado.
-Yo no quiero tu gran fuente,
Responde el villano vil;
Ni mujer tan amorosa
No quiero yo para mí.



Por la noche, mientras los demas quintos, más alegres, o con cariños menos profundos que Lorenzo, se reunían y bebían para ahogar y disimular su abatimiento, y recorrían las calles cantando:


Muchachas, si queréis novios,
pintadlos en la pared;
que los mocitos de España
son de la Reina ISABEL.



Lorenzo, con amarga y trémula voz, decía a Dolores:

-¡Ya sabía yo que me tocaría la suerte! Ahora quedas tú campando por tu respeto.

-¡Válgame Dios! -repuso Dolores, que estaba llorando.- Te empeñas en amargarme más la ausencia, Lorenzo.

-¿Me olvidarás, Dolores?

-No, aunque me olvides tú.

-¡Sabes que eso no cabe!

-En ti, más bien que en mí.

-¿Por qué razón?

-Porque tú no tienes, como tengo yo, un recuerdo que te alza en mi corazón un altar.

-Y cata ahí por qué confiar no puedo en tu amor, que es más amor de hija que de novia.

-¡Anda, no caviles; que amor que nace del recuerdo de una madre no será de peor calidad, sino más santo y más firme que los que nacen al son de la guitarra!

-Pues júrame guardarme tu fe.

-Te lo juro.

-¿Por qué?

-Por mi salud.

-No basta.

-Por mi vida.

-No basta.

-Por mi salvación.

-No me satisface.

-¡Por el alma de mi madre! Pero... ¿por qué desconfías tanto?

-Porque me da el corazón que me has de olvidar.

-Tu corazón es tu verdugo, Lorenzo.

-Porque es leal. Otra cosa me has de jurar.

-¿Qué cosa?

-Que no te irás de aquí, ni del lado de mi madre, aunque se vaya Pepa a otra parte.

-Bien está; te lo juro.

-Ahora una cosa te advierto. Si por otro me dejas, en volviendo yo, no ha de comer aquél más pan, pues a mis manos muere.

-No amenaces, Lorenzo; que no está eso bien.

-No es amenazarte, es prevenirte.

-No he de hacer por miedo lo que no haga por cariño, Lorenzo. Y ya que desconfiado eres, más habías de desconfiar de un amor que amenazas, que de un amor que halagues. Disfruta de él como la abeja de su miel; no lo destroces, como el lobo su presa, y déjame al partir un recuerdo que consuele, y no amargue la ausencia.