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1

Cuentos del Barrio del Refugio, Madrid, Alfaguara, 1994.

 

2

No utilizo el término «experimental» por su identificación usual con una forma del quehacer investigador.

 

3

Igualmente es cierto que determinados individuos, a estas alturas de acumulación experimental de la especie, optan en su desarrollo inteligente por una de las numerosísimas vías experimentales del conocimiento humano, dando lugar al «especialista», que no es sino el equivalente -en el dominio del saber intelectual- del «artesano» y luego del «obrero especializado» en el dominio de la apropiación, manipulación y transformación de las materias terrestres. En ese sentido, es cierto que, a medida que el saber colectivo aumenta, aumenta igualmente el número de los especialistas -en términos orteguianos, de los idiotas-. Pero ese es un problema que concierne a la organización de los conjuntos sociales, o si se prefiere, a la política.

 

4

Habrá que recordar aquí que el origen del término latino mirabilia, está enraizado, como el término milagro -lat. miraculum- con el verbo latino mirase, cuyo equivalente castellano es admirar. Maravilla es, pues, algo digno de admirar, como milagro.

 

5

Me permito la hipótesis de que el sintagma «reino secreto» encierra una intencionada ambivalencia: reino secreto como dominio de lo oculto y maravilloso, pero también, y más literalmente, reino de León, en cuyos espacios se sitúan las acciones de los diferentes relatos. En ellos, dicho espacio es mucho más que simple telón de fondo: dominio apartado en el que subsisten viejas tradiciones culturales y una predisposición pre-racional a la aceptación natural de lo prodigioso.

 

6

Aparecido entre las ruinas del derribo del cine donde había desaparecido treinta años antes el personaje es una especie de cruce entre Kaspar Hauser y Peter Pan, álalo y con la imaginación poblada exclusivamente de treinta años de películas en sesión continua.

 

7

Sería injusto no recordar aquí el precedente cuentístico de Francisco Ayala: un diálogo entre los personajes de la pantalla y los espectadores ya aparece en 1927 en el relato «Hora muerta», recogido en el volumen El boxeador y un ángel. Vid. Narrativa completa, Madrid, Alianza, 1993, pp. 279-280.

 

8

Alfaguara Hispánica, 69, 1990. En el intervalo entre ambos volúmenes, Merino realizó su mejor novela hasta entonces (La orilla oscura, premio de la Crítica de 1985) y su trilogía novelesca sobre la conquista de América.

 

9

Daré un ejemplo, en negativo (el único, por cierto, que he encontrado en toda la obra cuentística de Merino) de cómo la institución de un narrador sin suficiente credibilidad afea considerablemente un relato por otra parte bien imaginado y rebosante de una ironía a lo grotesco en la mejor tradición del esperpento. Me refiero al relato «El anillo judío», que tiene como a uno de sus agonistas a un hercúleo mozo desprovisto de inteligencia, víctima del hechizo del anillo, por cuya causa comete un crimen atroz. Pues bien, parece inadecuado que sea él quien asuma el rol de narrador y dé cuenta de los sucesos con la coherencia y la fina galanura con que los relata, llegando a sutilezas como la siguiente: «sobre la inmovilidad de las manos, aquellos volúmenes diminutos adquirían una singular previsión, una intensidad extraña en que parecía anunciarse una potencia misteriosa que se hubiese visto obligada a la disminución y al secreto» (Cuentos del reino secreto, p. 144). Narradas estas mismas impresiones a través de una instancia omnisciente pero ajena al personaje, tendrían una credibilidad narratológica que puestas en la escritura de un idiota, resultan inaceptables, independientemente de que el hecho mismo narrado sea o no verosímil, que es cosa completamente distinta, y que el lector de este tipo de ficción tampoco exige.

 

10

Una excepción, notable por la calidad del relato, es el personaje testigo de los prodigios de «El Edén criollo».