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La Farisea

A mi amigo el Excmo. Señor don Antonio Cabanilles

Para demostrar con un obsequio su amistad, su aprecio y su gratitud, el que tiene jardín, ofrece un ramo de las más bellas flores que en él se crían; el que tiene vergel, brinda los mejores frutos que en él maduran. Yo no poseo este recurso; y para lograr el placer de ofrecer a V. una expresión en testimonio de aquellos sentimientos, no tengo sino esta novelita, sencilla flor de mi corazón, pobre fruto de mi entendimiento, que le suplico reciba teniendo presente este lindo pensamiento que tan bien expresa una frase popular:


Quien esto da, os diera
Cosa mejor si la tuviera.


Fernán Caballero.                





ArribaAbajoCapítulo I

Paseaban por el campo que une al continente de la Isla la ciudad de Puerto Rico, el brigadier D. Agustín Campos, coronel de un regimiento recientemente llegado de la madre patria, y un joven teniente, su ayudante. El entusiasta cariño que este joven demostraba a su anciano jefe, había sido y era el tema de burlas y censuras poco benévolas entre sus compañeros; los que no pudiendo comprender que un joven de brillantes prendas, formado para agradar y sobresalir en cualquier reunión, prefiriese a todas ellas la sociedad de un austero anciano, atribuían esta preferencia, el uno a baja adulación, el otro a orgulloso desdén, otros en fin a extravagancia; en vista de que no hay intolerancia más acerba que la de la medianía hacia la superioridad. Pero todos estos desahogos de la malignidad se ceñían a sonrisas burlonas, a indirectas y chistes embozados: tal era el respeto que la conducta digna, cortés e intachable del joven teniente había sabido inspirarles.

-Todas las galas de la naturaleza se aglomeran en esta isla para hacer de ella un Edén, decía el referido teniente Luciano Encina al brigadier. Como raudales de líquida plata de una cueva de esmeraldas, salen sus límpidos ríos por entre esos árboles gigantes que están siempre verdes y llenos de savia como la lozana juventud; serpentean entre prados que nunca se ven secos ni exhaustos, como los corazones ricos de amor; se deslizan entre las cañas, que son dulces y flexibles, como unidas lo son la condescendencia y la bondad; y cual claros espejos reproducen, embelleciéndolos, los objetos que a su paso encuentran. Los bejucos que todo lo unen, enredan y alegran con la inimitable gracia de los niños, enriquecen aún esta poderosa y frondosa y vegetación, sobre la que descuellan las altas palmeras, buscando espacio para abrir sus brazos al cielo.

-Luciano, hijo mío, repuso el brigadier, a veces me quiere parecer que te han dado una enseñanza por demás literaria para la carrera que sigues, a la que basta un código, el del honor; y un manual, la ordenanza. Esta enseñanza ha hecho de ti un poeta, y si la poesía se sobrepone a la realidad, todo lo desbarajusta. Más valiera que en lugar de entusiasmarte con la naturaleza, te afligieses por el mal efecto que causa el clima de esta isla a nuestra tropa. ¿Cuántas bajas tiene el regimiento?

-¡Ciento cuatro, mi brigadier! contestó el teniente. No creáis que porque mi corazón se impresione por lo que es poético, desatienda mi mente lo que por obligación debe ocuparla. Creer a la poesía incompatible con la vida práctica, es una preocupación de cerebros estrechos, indigna de vuestro imparcial y elevado juicio, señor.

-¿Qué quieres, Luciano? repuso el brigadier; no es este mi sentir hijo de una prevención hostil; es la consecuencia de mi vida de acción. Sabes que desde soldado que fui en la guerra de la Independencia, he subido por grados, y sin nunca descansar, la escala que me ha traído al puesto en que me ves, y que considero inmerecido.

-No sé, exclamó el teniente, lo que sea más de admirar; si el que la fortuna, sin ser solicitada, premie el mérito callado y modesto, o el que consideréis inmerecidos sus justos premios.

El brigadier calló un rato, como fluctuando entre su habitual y digna reserva y la honrada sinceridad que era la base de su carácter; pero venciendo esta última a la primera, dijo a su joven interlocutor:

-Repugna a mi delicadeza dejarte en lo que es en parte un error; a ti, Luciano, que aun siendo tanto más joven que yo, miro como a mi mejor amigo, o más bien como a hijo. He tenido un generoso protector, Luciano, el que mientras vivió, y notoriamente cuando fue ministro, no dejó de alargarme nunca su protectora mano y de darme pruebas de aprecio, siendo la última el haberme encargado en su lecho de muerte a su hijo. Este protector, Luciano, fue tu padre; conoce, pues, la verdad contenida en uno de esos refranes, frutos sazonados de la experiencia: no hay hombre sin hombre.

-Cierto es señor, que no hay hombre sin hombre, contestó Luciano; es esta una verdad que cada día confirman los hechos, como una gran lección de Dios, que así nos enseña la fraternidad cristiana. Yo os referiré otro suceso que confirma y prueba igualmente esta verdad; atendedme. Un joven tan noble como bondadoso, tan bizarro como tierno, había entrado a servir en un regimiento, en el que a poco fue querido de todos, pero en particular de su asistente, que era el mejor, el más honrado y más aventajado soldado del regimiento. Vivía aquel unido con otro alférez, su íntimo amigo y su pariente.

Aun no se habían hallado estos primos en ninguna acción, y ambos animados y llenos de aquel santo patriotismo que defiende su fe, su Rey, su país, su hogar y la independencia nacional, aguardaban con impaciencia esta ocasión de gloria.

El gran día, por el que con tanta impaciencia y entusiasmo anhelaban, era llegado. Batíanse ya las primeras filas, cuando recibió su compañía la orden de avanzar: así se ejecutó. El asistente, que no perdía de vista a su alférez, notó con zozobra la lívida palidez de su rostro, que denotaba una profunda emoción, y lo extraviado de su mirada que indicaba el trastorno de su mente; no obstante, seguía avanzando; pero al llegar al punto de la refriega, lo ve pararse, estremecerse;-¡a sus pies yacía en una laguna de sangre, desencajado el rostro por una dolorosa agonía, el cadáver de su primo!-La compañía seguía avanzando, y aquel joven permaneció inmóvil y petrificado ante el cadáver que a sus pies tenía.

El brigadier se había parado, y seguía con ávido y creciente interés el relato de su ayudante, fijos en él sus asombrados ojos.

-Ya en la confusión de la refriega, prosiguió el narrador, volvió el fiel asistente con imponderable angustia la vista. Su alférez ya no estaba allí, pero tampoco se hallaba entre los combatientes, el corazón del hombre leal y valiente se oprimió.-¡Se pierde! pensó con dolor; trastornado su ánimo juvenil y aun tierno por la pena y por el horror, una impresión del momento, un vértigo, se ha apoderado de él y ha subyugado su grande y noble corazón.-No lejos de allí había unas ruinas; el generoso asistente, guiado por el instinto de su corazón, corre hacia ellas; allí encuentra al que busca, llorando sobre el cadáver de su compañero.-¡Allí se baten!-le grita sacudiéndole por el brazo que le había agarrado como para despertarle de un letargo. El alférez despierta, se sacude, alza su caída cabeza, empuña la espada, corre como ebrio a lo más encarnizado de la pelea; se porta como un Cid, gana aquel día una cruz de honor; y llega con los años a ser uno de los jefes más bizarros y entendidos del ejército, Aquel joven, que el horror paralizó por un momento, era mi padre. Aquel leal amigo que por un brazo le sacó del precipicio en que iban a hundirse su vida y su honor... ¡erais vos!-Ya veis, señor, añadió el joven, por cuyas mejillas corrían abundantes lágrimas, echándose en los brazos del brigadier, ya veis cuán cierto es que no hay hombre sin hombre.

-¡Y tu padre te ha contado esto, que solo él y yo sabíamos! dijo el brigadier con voz trémula por la fuerza de su emoción; ¡oh, qué imperdonable imprudencia!...

-Decid más bien ¡qué gran lección dio a su hijo, repuso Luciano, enseñándole a desconfiar de sí propio, a menospreciar la arrogancia y a dar hereditario culto a la gratitud!




ArribaAbajoCapítulo II

D. Claudio Fajardo pasaba por uno de los propietarios más ricos de aquella colonia. Era viudo y tenía tres hijos.

La mayor, que se llamaba Bibiana, había pasado de los treinta años sin haber amado a nadie, ni haber tenido pretendiente alguno para su mano. Lo primero consistía en tener Bibiana uno de esos egoísmos, que tan comunes se van haciendo, y que enfrían a la criatura para todo amor que no sea el de sí mismo: es esto sin duda un antídoto eficaz para las pasiones del corazón. ¡Lástima grande que el remedio sea peor que el mal! por la sencilla razón de que los daños del egoísmo no tienen cura. Lo segundo, esto es, permanecer soltera, consistía en que ninguno de los pretendientes que se habían presentado había satisfecho su altivo orgullo, que era el digno compañero que con el egoísmo formaba todo el ser moral de la hija mayor del señor de Fajardo. Fuese por indiferencia, dejadez o desdén, Bibiana rara vez se alteraba, y no sabía interesarse en nada ni por nadie. Las personas frías, o aquellas que guardan todo el calor que tienen para sus intereses individuales, suelen adquirir la fama de prudentes, reservadas y sensatas, formándose esta opinión sobre los efectos, y no sobre la causa que los produce. Así sucedía que Bibiana pasaba en su casa y fuera de ella por una mujer de madurez anticipada, de excelente carácter, de buenos sentimientos y de intachable conducta: ella admitía este incienso como merecido, y es dable que lo creyese así. ¿Quién se conoce?-Nadie. El amor propio pinta a gran parte de las criaturas lo negro blanco, como la cal de Morón.

Bibiana no era bonita: su tez era biliosa y no tenía frescura; sus marcadas facciones tenían algo de fuerte y de varonil poco ameno; en sus ojos negros había algo, no de altivo, sino de seco y descortés que repelía, y desde luego se notaba que aquella mujer no estaba satisfecha, no iluminando nunca su impasible rostro ni un rayo de satisfacción, ni un reflejo de contento interior, ni un destello de simpatía. Ella, que conocía su falta de belleza, no se curaba de su rostro, contentándose con alisar su cabello, y desdeñando todo peinado o tocado de cabeza. En cambio cuidaba con esmero de su talle, y siendo alta y bien formada, tomaba aires y porte de princesa con admirable propiedad.

El segundo de los hijos de D. Claudio, que se llamaba como su padre, era un inculto jibaro (así denominan allí a los campesinos), que pasaba su vida, o a caballo, o tendido en una hamaca, fumando y bebiendo café, ya en sus ingenios, ya en sus cafetales.

La tercera, que se llamaba Feliciana, era una niña bastante bonita, sin vicios ni virtudes, criada a su amor, y sin más ideas que aquellas que unas a otras se trasmiten las vacías cabezas de las niñas desocupadas y sin educación, sobre modas, sobre flores, sobre novios, y sobre chismes. ¡Qué no resultaría de semejantes entes superficiales, si no tuviesen las niñas de esta especie, que son muchas, dos grandes maestros en la vida, que son el amor de esposa y el amor de madre! Así vemos que niñas insufribles para todos los que no sean pollos, se hacen amantes y ejemplares madres de familia, las cuales dicen de corazón y enseñan a sus hijos la santa palabra de Dios que antes repetían como papagayos. Abolid, abolid la familia, vosotros que osáis apellidaros regeneradores, que con ella desaparecerán las virtudes religiosas, morales y sociales de que son la fuente, y que tan noblemente se oponen a vuestro desenfreno.

Pocos días después de la conversación que hemos referido en el anterior capítulo, tenía lugar esta otra entre las dos hermanas, que acabará de darlas a conocer:

-¿Con que, dijo la hermana mayor a la menor, decididamente has autorizado a Villareza para que te pida?

Villareza era un capitán del regimiento que mandaba el brigadier, y paisano suyo, y era novio de la interpelada.

-Sin hacerme de rogar sino lo necesario para dar valor a mi consentimiento, contestó esta: así, pues, aunque no tenga el tuyo, puede darse mi casamiento por hecho.

-O no, opinó Bibiana.

-¿Que no?... ¿Y por qué?

-Porque puede que el sí del padre, no sea tan fácil de conseguir como lo ha sido el de la hija.

-Pues ¿qué es lo que puede oponer padre a Villareza, que es español, que es tan bueno, y a quien su mismo jefe celebra tanto?¿Sobre qué fundaría su negativa?

-Sobre que no es más que un alférez poca ropa, un triste capitán.

-¿Y sería alegre por ser coronel? Preguntó con impaciencia Feliciana.

-Su boda, al menos, no sería una triste boda.

-Las bodas de los que bien se quieren, nunca son tristes, repuso Feliciana.

-Te aconsejo por tu bien y por el lustre de la familia, que no te cases, dijo en tono grave Bibiana. Cumplo con mi deber de hermana mayor aconsejándote que no insistas con poco seso en hacer un disparate.

-¿Para que me suceda lo que a ti, que te has quedado para vestir santos?

Prefiero vestir santos en mi esfera, a no descender de ella, repuso Bibiana: además, me parece que tú te apresuras más de lo que lo hace el tiempo en colocarme entre las solteras incasables.

-¡Con treinta y cinco años acuestas! exclamó la niña.

-Tengo treinta, repuso Bibiana; no tengo la mezquina vanidad de negar mi edad, como la tendrás tú en breve.

-Pues aparentas más, respondió Feliciana; será a causa de tanto estar soltera o impaciente de que no llegue un infante de España a sacarte del infeliz estado. Por mí estoy en que así que te mires esa cana sobre la sien, te arrepientes ya de no haberte casado con el cirujano mayor que estaba muy enamorado de tu dote. ¡Ojalá hubiese cargado con ambos, contigo y con el dote!

-De otra suerte hablabas, repuso Bibiana sin alterarse, en los momentos en que me necesitabas a tu cabecera, cuando estuviste tan mala; lo has olvidado, según parece.-No he olvidado que cuando agradecida te quise abrazar, pensando que iba a morir, me rechazaste por temor de que te pegase el mal.

-No era necesario abrazarte para cumplir con mis deberes de hermana.

-¡Deberes! ¡Deberes! Yo no agradezco nada de lo que se hace por deber.

-Y yo nada hago para que me lo agradezcan.

-Y lo logras.

-Pues si no agradeciste mis cuidados, menos agradecerás mis consejos, y me excuso de darlos, dijo Bibiana levantándose erguida y encaminándose hacia la puerta.

-Eso se llama un porte de Reina... dijo Feliciana, y añadió riéndose: ¡Reina sin vasallos! ¡Qué dolor! ¡Toda esa majestad en vano!

En aquel momento entró un negro y anunció al brigadier coronel del regimiento recién llegado.

-¿El viejo? exclamó Feliciana: por fin viene a esta casa que se le ofreció desde su llegada. Mira, Bibiana, ese Matusalén es un jefe, y por lo tanto, digno de tratar contigo de igual a igual. Ve de conquistar ese torreón, y serás coronela y brigadiera; te podrás poner galones en una manga y entorchados en la otra. Por lo que a mí hace, que voy a ser subalterna, me alejo respetuosamente de este estado mayor.

Diciendo esto, desapareció.




ArribaAbajoCapítulo III

Tres meses después de esta primera visita en casa de don Claudio Fajardo, se hallaba el brigadier con Luciano en su despacho. El primero estaba preocupado; el segundo estaba triste.

Después de un rato de silencio, dijo el primero con algún embarazo al segundo:

-¿Qué te parece Bibiana Fajardo, Luciano?

-No me gusta, señor, contestó éste sin titubear, como si hubiese estado preparado a la pregunta.

-¿Y por qué? preguntó el brigadier.

-Por instinto, señor, contestó el interrogado.

-Atrevido es fijar nuestros juicios sobre semejante base, repuso el brigadier.

-No lo creáis, señor. El instinto es la vista del alma, la inspiración del corazón

-No se juzga a una persona por inspiraciones, Luciano, sino por hechos y por realidades.

-Tampoco, señor, se clasifica a una mujer como a un quinto.

-Convenido, hijo mío. Entre ambas apreciaciones hay un medio término, que es el que te debe servir para asentar tu opinión sensatamente. Bibiana Fajardo es una señorita de juicio: ¿no es verdad?

-Es la fama que tiene, y cierta será, si es favorable.

Tiene talento, prudencia y compostura.

-Todo el mundo le reconoce esas ventajas.

-Es buena hija.

-¿En qué lo ha demostrado?

-Su padre lo pregona.

-En ese caso, cierto será, repuso con una media sonrisa Luciano.

-Es amable, prosiguió el brigadier.

-Puede que con vos lo sea.

-¿Y por qué no sería amable con otros? y sí conmigo, que soy un hombre de edad, y que no soy ni petimetre ni galante?

-¡Oh, vos sois brigadier!

-Excelente recomendación para una muchacha, dijo riéndose el brigadier.

-La mejor para la que quiera ser brigadiera, repuso el ayudante.

-Luciano, dijo el brigadier, formula de una vez y claramente los motivos que te inducen a tener esa prevención contra una persona que no puedes dejar de conocer que me interesa.

-En ese caso debo callar.

-De ningún modo, cuando como prueba de amistad exijo de ti que no lo hagas.

-En ese caso, señor, os diré que esa mujer nunca me agradó; y ahora que he visto todos los hilos puestos en juego para haceros caer en el lazo, añado que me es antipática.

-¡Ella poner en juego hilos para formar un lazo!... Luciano, ¡qué poco conoces la nobleza y dignidad del carácter de Bibiana!

Si la araña urde su tela, es porque no tiene hilandera que la teja por ella; no es este el caso de la señorita de Fajardo, que tiene amigos que saben prevenir sus deseos, y más si les tiene cuenta. Tales son el cirujano mayor, que en un tiempo pretendió con poca fortuna la mano de Bibiana, y piensa ofrecer la de su hija a D. Claudio cuando casadas las suyas le pese la soledad; y el compañero de negocios del padre, que desea alejar a la hija, que es un perspicaz vigilante de sus intereses.

-Aunque esto fuese, nada probaría en disfavor de Bibiana.

-Lo que no le hace favor es no tener bajo su estrecho y emballenado corpiño un corazón que sienta y lata, y que en su lugar solo haya un absorbente egoísmo, exclamó el ayudante.

-Creo lo que dices un juicio aventurado, Luciano, repuso el brigadier; pero caso que fuese cierto, nadie, y yo menos que nadie, puede aspirar a hallar una mujer perfecta; y puesto que todas han de tener alguna falta, ¿crees tú que la del egoísmo sea una de las capitales? ¿Piensas que pueda sobrepujar en la balanza sobre otras mil buenas prendas esenciales? ¿Abrigas la persuasión de que no se pueda vivir feliz con una persona egoísta, aunque posea mil otras virtudes?

-Creo que nadie, y menos que nadie vos, respondió Luciano, puede hallar la felicidad unido a una persona orgullosa y egoísta. ¿Qué liga pueden hacer lo que atrae y lo que repele?... ¿Un corazón abierto como una iglesia, y otro cerrado como una cárcel? El egoísmo es un mal crónico que no sale a la cara, pero que no tiene cura y crece siempre. El egoísmo es la caja de Pandora, señor; son innumerables los males que de él proceden; y a su lado, bajo su estéril sombra, no puede florecer ninguna noble y generosa virtud.

-¡Cómo te exaltas, Luciano! dijo con bondadosa sonrisa el brigadier. Casi me hace sospechar tu inconcebible encono si habrá en todo esto, sin tú mismo conocerlo, algún despecho amoroso, algún despecho de joven al ver a una muchacha inclinarse a un anciano.

-Señor, repuso sentido Luciano, tengo veinticuatro años; desde que salí del colegio estoy por disposición de mi difunto padre a vuestro lado; ¿dónde, pues, habría aprendido la falsía que se necesita para hablar mal de aquello de que bien se piensa?

Poco tiempo después, era Bibiana la señora brigadiera Campos.

El cariño y los cuidados que tenía con su anciano marido, eran tanto más naturales y desembarazados, cuanto que eran sinceros, y que Bibiana se gloriaba de ellos.

Triunfaba del público, de sus hermanos y de sus compañeras, que habían predicho que el brigadier no se casaría; y triunfaba, sobre todo, de Luciano, cuya enérgica oposición al casamiento del brigadier no le había quedado oculta. Sabía que el ayudante, cuya adhesión a su jefe le era bien conocida, no la había creído capaz de apreciarle en lo que valía, ni de amarle como lo merecía, y hallaba un vanaglorioso placer en probar lo contrario. Nunca nombraba a su marido sin anteponer la tierna pero poco usada calificación de ; para su Campos todos los elogios eran escasos; para su Campos todos los mimos y cuidados eran pocos. Sus más pequeños gustos eran estudiados y satisfechos por Bibiana, que era rica, con el mayor esmero, y sin reparar en gastos; a tal punto, que hubiera sido empachoso este perseverante sistema, a no haber recaído en un hombre tan bondadoso, a quien difícilmente había incomodado nunca la hostilidad, y al que por lo tanto nunca podía incomodar lo que dimanase de afecto.

Habíase establecido una extraña rivalidad de querer entre la mujer y el amigo del brigadier, los que no podían disimular su mutua antipatía. Bibiana sabía que tenía en Luciano un competidor en el afecto y aprecio de su marido. No podía disimularse a sí misma la nobleza, la altura y superioridad del cariño de Luciano, tanto más profundo y desinteresado cuanto que el ayudante pertenecía a una gran familia, y tenía parientes en la corte, harto más propios a poderlo proteger en su carrera que no aquel hombre modesto y sin conexiones, de influencia nula, y que nunca había sabido pedir ni para sí.

Luciano, por su lado, llegaba a veces a reprocharse el instinto que le llevaba a mirar con hastío y a graduar de moneda de moneda de poco valor intrínseco, aquellas ostensibles y recalcadas demostraciones de cariño con que Bibiana abrumaba a su marido; pero los esfuerzos de su razón no alcanzaban a vencer los instintos de su sentir, ni lograba que la franqueza de su carácter los disimulase.

Bibiana, que había adquirido, sin que lo pareciese, un gran ascendiente sobre su marido, intentó en vano alejar a Luciano, o al menos impedir que fuese su comensal. Su marido, que a todos sus deseos cedía por bondad y por cariño, en cosas que se rozasen con su honra, su lealtad o sus sentimientos, era inamovible como lo son las rocas, contra las que en vano se estrellarían todas las olas que pudiese levantar el mar.




ArribaAbajoCapítulo IV

En lo que sí pudo influir Bibiana fue en la determinación que tomó el Brigadier de hacer lo que nunca había hecho antes; escribir al ministro, que era un antiguo subalterno suyo, pidiendo su relevo y traslación a la Península. Era este el vehemente deseo de su mujer, así como el hacer escala en París. Por lo cual, algunos años después hallamos a Bibiana, a la sazón generala Campos, más feliz, más sobre sí y más orgullosa que nunca, en una tertulia de la corte, sentada en un sofá, siendo objeto de las atenciones de la señora de la casa, de los obsequios de algunos militares de graduación que hacía años conocían y apreciaban a su marido, y de la curiosidad de todos.

Bibiana, recién llegada de París, traía su cabello con la misma poco graciosa sencillez de siempre; vestía un traje alto de raso negro, estrictamente ceñido a sus buenas formas, con un rico cuello de encaje de Malinas; una gruesa cadena de oro caía sobre sus hombros y venía a sujetar un reloj en su cintura. No hablaba sino con personas escogidas, y tenía el arte de no mirar a nadie sino a las personas que conceptuaba dignas de esa merced, sin afectar por eso tener la vista distraída, ni fija en algún objeto indiferente.

Bibiana, que había visto desde su llegada el afecto y el respeto con que era tratado su marido, aumentado a la sazón por la notoriedad de sus relaciones de amistad con el ministro; Bibiana, que conocía igualmente que las deferentes atenciones que ella misma recibía eran debidas a ser la mujer del agasajado, se deshacía en ternura, y realzaba los elogios de su marido prodigando hasta la saciedad el indefectible mi: lo que las señoras hallaban muy tierno, pero de muy mal gusto.

Cuando entró en la tertulia el general acompañado de varios amigos, aunque al punto que entró fijó en su mujer sonriendo su benévola y cariñosa mirada, ella desde luego conoció que venía contrariado.

-¿Qué trae mi Campos? preguntó a uno de los antiguos compañeros de su marido que se había acercado a saludarla.

-Sus cosas, sus cosas, contestó el interrogado: el Ministro le quiere dar la Capitanía general de Madrid.

-¿Y bien? exclamó Bibiana, en cuyo poco expresivo semblante brilló como un fuego fatuo una ráfaga de ansioso orgullo.

-¡Y bien! no quiere admitir el cargo, contestó el amigo.

Las gruesas cejas de Bibiana se contrajeron con indecible desasosegado coraje: pero reprimiéndose instantáneamente, dijo con la mayor moderación:

-Sus razones tendrá; nunca hace cosa mi Campos que no sea inspirada por las más loables y honrosas causas.

Como muchas mujeres, comprendía Bibiana por instinto arcanos de fisiología y ardides diplomáticos que, expresados por Maquiavelo y por La Rochefoucauld, han dado tanto renombre a sus poco simpáticos autores. Comprendía por tanto que un pedestal, sea el que sea, alza a la persona colocada en él.

-Loable y honrosa es la modestia, pero si se exagera, llega a propia desconfianza y degenera, repuso el amigo. Señora, las virtudes exageradas pueden volverse defectos.

-Nunca he visto las de mi Campos llevadas hasta ese extremo, dijo Bibiana. ¿Y en qué se funda para negarse a admitir el honroso puesto que se le ofrece?

-En que ni el cargo es para él, ni él para el cargo: ¿lo concebís?

-El que así sea, no; pero que así lo piense él, sí, respondió Bibiana.

-En lugar de admitir, prosiguió el amigo, pide uno de los mandos que se van a dar en la división que se está organizando para ir a sofocar la rebelión de Cataluña; os debéis oponer a esto, señora, pues si se lo diesen, os tendríais que separar del marido que tanto amáis.

-¡Yo!... ¡Yo separarme de mi Campos! exclamó Bibiana con aquella tranquila sonrisa con que se afirma una cosa que no admite duda; no señor. Nunca lo he hecho desde que tengo la suerte de ser su mujer, y siempre le seguiré a todas partes; pero donde pueda necesitar de mis cuidados, con más motivo, aunque fuese vestida de vivandera.

-Sois el modelo de las buenas esposas, señora, dijo el amigo.

-No señor; él sí es el modelo de los esposos, como lo es de todo lo bueno. Para poder afirmar esto con la convicción con que lo afirmo yo, es necesario conocerle a fondo, vivir a su lado y en su intimidad, como mi buena suerte me lo ha proporcionado: solo así se puede apreciar en lo que vale ese mérito que oculta su modestia como las blancas nubes el esplendor del sol; esa honradez y buena fe quijotesca, si quijotesco es llevar las virtudes a su apogeo; esa caridad que no se contenta con socorrer con las manos, si el corazón no consagra con lágrimas el socorro; ese apego a las personas que le rodean, que toma todas las formas, la de protector, la de amigo, la de padre, y señaladamente la de esposo, en que las reúne todas; de manera que si el profundo cariño que le tengo no fuese de esposa, sería de agradecida.

-¡Esto es saber elogiar! dijo el amigo.

-No; es saber hacer justicia, dijo Bibiana.

-Debéis ser muy feliz.

-A tal punto, que no cambiaría mi suerte por la de mujer alguna, y que al lado de mi Campos preferiría una choza a un palacio en el que no le tuviese por compañero.

Bibiana sentía lo que decía; las chozas en hipótesis son otras que las chozas en realidad.

La persona a quien iban dirigidas estas palabras, que era tío de Luciano, dijo a este al separarse de Bibiana:

-Tu general, hijo mío, tiene una media naranja como una tortolita que arrulla cariñosamente con el sonoro dejito americano.

El franco semblante de Luciano se veló con una nube de disgusto o contrariedad, y no respondió.

-Noto que no te electriza este modelo de amor conyugal, prosiguió su tío; no te piache la generala, según parece.

-Ni es, ni parece; yo aprecio y venero cuanto pertenece al hombre a quien miro como a mi segundo padre, contestó Luciano.




ArribaAbajoCapítulo V

Fácil es conjeturar los esfuerzos que haría Bibiana para disuadir a su marido de su propósito de ir al teatro de la guerra, y para determinarle a que aceptase el brillante puesto que le había sido ofrecido: esfuerzos tanto más francos y apremiantes, cuanto que en esta ocasión podían gastar el mismo lenguaje el interés del cariño y el interés de la ambición.

A la mañana siguiente, hallándose en el almuerzo discutiendo sobre este punto con su marido, entró Luciano.

Este, después de la salida del general de Puerto Rico, había pedido su traslación a la Península, y se hallaba con licencia en Madrid. Cuatro años habían pasado, y ahora unía Luciano al entusiasmo del joven la sensatez del hombre hecho.

Bibiana sintió al verle entrar la más violenta contrariedad. Un secreto instinto le decía que nunca estarían de acuerdo en aquello que concerniese al general, y una latente pulsación de la conciencia le murmuraba que el interés de Luciano por aquel que llamaba su segundo padre, era más puro, más noble y más lleno de abnegación que el suyo.

En breves palabras enteró el general a su joven amigo del asunto de que trataban, acabando por pedirle su parecer, o por mejor decir, su apoyo para el suyo. Luciano, empero, permaneció callado.

Bibiana, que no había hablado una palabra, sintió encenderse sus mejillas por el coraje al notar el silencio que guardaba Luciano.

-Quien calla, otorga, dijo con acerbo tono. La decantada amistad por vuestro segundo padre, como llamáis a mi marido, va hasta desear para él la muerte de los héroes.

¡Es claro! Para su infeliz y abandonada viuda sería esta muerte una desgracia sin consuelo. Vos que sois poeta, os consolaríais con componerle una elegía.

Luciano sentía hacia Bibiana tal desvío, separaba a sus almas tan inmensa distancia, que los tiros de sus ataques nunca le alcanzaban. Así es que contestó con la mayor sangre fría:

-Señora, creo la suerte de los militares tan eventual y tan rodeada de peligros en todas circunstancias, que me abstengo de aconsejar en lo que es ciertamente un juego de la suerte; pero no tengo por qué negar que si me diesen a escoger, preferiría figurar en la lucha de la espada y no en la de los partidos políticos. El general me enseñó desde niño que los militares no tienen sino un código: el del honor; y un solo manual: la ordenanza.

-¿Lo ves, Bibiana? exclamó el general.

-Veo, contestó esta, que se arrostran fácilmente las balas en cabeza ajena.

-Señora, repuso Luciano, mi primera súplica al general sería, y lo es desde ahora, la de que en caso de ir a la guerra me lleve consigo de ayudante.

El general miró a Luciano con su bondadosa y apacible mirada, y le alargó la mano.

-¡Desgraciada la mujer, dijo Bibiana en tono que quiso hacer melancólico, pero que solo fue áspero y desabrido; desgraciada la mujer que halla interpuesta entre sí y el marido a quien ama, la influencia de una persona extraña!... y ¿con qué derecho? ¿Con el que puede prestar la amistad? Y ¿qué es la amistad para querer competir con el cariño de esposa? cariño tan profundo, tan entretejido en la vida, tan único, tan absoluto, que a su lado son todos los demás como la luciérnaga comparada con esa estrella, que es a la vez Venus y Véspero, la estrella de la mañana y la estrella de la tarde, para el hombre.

-¡Qué injusta eres! exclamó con dolor el general Campos. ¡Perdona, Luciano!

-Señor, no me quejo, ni me puedo quejar de una injusticia que es solo debida al cariño que os profesa la generala. El exclusivismo es, según veo, la órbita de aquella estrella.

El general salió con Luciano y fue al Ministerio a pretender el mando que apetecía, y a pedir se le nombrase a Luciano por ayudante.

-No quiero rehusar un puesto sin pedir otro, dijo a Luciano, para que nunca se puedan interpretar de un modo desfavorable las causas que me llevan a no admitir el primero.

-Os comprendo, señor, repuso Luciano; nada hay más lógico y más consecuente que el recto sentir.

Y no obstante, cuando salió don Agustín Campos de casa del ministro, era capitán general de Madrid; y cuando Luciano le demostró su sorpresa, el general le contestó en voz queda:-«Mañana estalla una revolución en Madrid». -Luciano calló.-La renuncia no era posible.

Bibiana recibió la noticia de la aceptación de su marido y de su desistimiento de la ida a Cataluña, con un alborozo y un aire de triunfo que enternecieron al general, que vio en ellos sólo el contento de la buena esposa, tanto como chocaron a Luciano, que vio en ellos solo la vanagloria y el orgullo satisfechos.




ArribaAbajoCapítulo VI

Lo que se había anunciado, se verificó a los pocos días. La población de Madrid, encerrada en sus casas, oía con angustia y horror el toque de los tambores, el galope de los caballos, las descargas de fusilería y artillería, y veía todo ese lúgubre y atroz aparato que levantan las pasiones de los hombres en este siglo que se precia de culto, de humanitario y de progresista en sus instituciones.

El capitán general, teniendo a su lado a Luciano, daba acertadas disposiciones, y se veía siempre en donde era mayor el peligro.

La rebelión había sido vencida; solo un numeroso grupo resistía aún. El general, para evitar la efusión de sangre, mandó hacer alto a sus tropas, y dio unos pasos adelante para proponer a los amotinados la rendición. Uno de estos se adelantó y apuntó su fusil al general. Luciano, cual el rayo, se echó sobre el villano, y aunque no pudo impedir el disparo, desvió su dirección, y el general recibió en la rodilla el tiro destinado a su pecho. Las balas silbaron cual fantásticos áspides alrededor de Luciano: pero ninguna le tocó, como si la suerte hubiera querido premiar su bella acción.

Cuando Bibiana vio entrar en parihuelas a su marido, las muestras de su dolor y de su asombro fueron imponderables. Día y noche veló a su cabecera con completa abnegación, sin permitir que nadie la relevase por un momento en su incansable asistencia; no se cuidaba de su alimento ni de su vestir, ni aun apenas de las personas que se apresuraban a tributar homenajes al héroe de aquel memorable día, contándose entre estas las más notables de la corte.

Hasta el tercer día no recobró el herido el conocimiento: quedose algunos momentos callado, y como si la luz de su memoria fuese poco a poco despabilándose y alumbrando sus recuerdos. De pronto exclamó:

-¿Y Luciano?

-Aquí estoy, contestó este acercándose con pasos quedos y reprimiendo su emoción.

-Cedo el puesto, dijo Bibiana apartándose de la cabecera de la cama.

-¡Bibiana, hija mía, le debo la vida! exclamó el paciente.

¡A él sí!... a mí no me debes nada, replicó Bibiana, con esa propiedad que tiene el egoísmo de anteponer lo propio a lo ajeno en todas las circunstancias de la vida.

-Señor, observó Luciano, a los asiduos y esmerados cuidados de la generala es a los que se debe la conservación de vuestra preciosa vida.

El paciente hizo a ambos seña de que se acercasen a él, y tomando en las suyas una mano de Bibiana y otra de Luciano, las unió y dijo enternecido:

-Sois los dos ángeles de mi vida; y puesto que me amáis, amaos por amor mío. Confiesa tú, Bibiana, que hay amistades que no necesitan, para ser tipos de cariño y de abnegación, de los vínculos de la sangre, ni tampoco que los enaltezca y arraigue un sagrado lazo; y tú, Luciano, conoce que el apego de una mujer propia es bien sincero y profundo, cuando se siente y demuestra como lo hace el de Bibiana.

-Bástame, dijo esta, con que tú reconozcas mi cariño; en cuanto a mí, estoy tan exclusivamente satisfecha con el tuyo y con el que te tengo, que no cabe en mí otro sentimiento alguno.

Diciendo estas palabras, se alejó.

Entonces Luciano se echó al cuello del general, y murmuró en su oído:

-Padre mío, con nada puedo pagar la deuda del que me la dejó en respetada herencia.

A medida que el general se iba restableciendo, Luciano se iba retirando de su casa, fuese a causa del desvío cada día más marcado de Bibiana hacia él, o del que, justa o injustamente, sentía Luciano hacia ella. Sucedió, pues, que el excelente general vio con dolor que se apartaba de su intimidad. En vano buscó Bibiana los medios de indemnizarle de esta para ella tan grata pérdida; en vano reunió en torno del convaleciente su más apetecible sociedad, esto es, sus antiguos compañeros de armas. Nada bastó para consolarle de la ausencia de aquel que miraba como su hijo. Era por cierto extraña, aunque no única en su género, la triste situación en que las rivalidades de dos tan distintos cariños ponían al pobre general, que era tan pacífico, tan confiado, tan tolerante. Atormentar por amor, era para él una faz incomprensible de este sentimiento que para él y en él era todo dulzura, condescendencia y abnegación.

Un día entró Luciano con paso acelerado y demudado semblante.

-Estáis depuesto, dijo al general.

-¡Depuesto! exclamó con tanta indignación como asombro Bibiana.

-Mucho lo celebro, hijo mío, dijo el general.

-Es que estáis desterrado, prosiguió Luciano.

-¿Desterrado? exclamaron a un mismo tiempo, el general con dolorosa sorpresa, y Bibiana con pálidos y trémulos labios.

-Así es: el partido contrario ha triunfado en otro terreno. El ministerio ha caído, y con él todos sus adictos, sin consideración a sus méritos y servicios.

-Yo no era adicto a partido alguno, dijo el general.

-Pero erais amigo del ministro, repuso Luciano.

-Y a mucha honra, exclamó el honrado anciano. ¿Y esto me hace reo político?

-Ya lo estáis viendo, señor.

-¿Debí acaso rehusar un puesto en el que había peligro? Esto no era solo contra la disciplina: era contra la honra.

-Decís bien; mas esto no alza vuestro destierro. Os enviaban a Palma; mi tío ha conseguido, a instancias mías, que se os señale para cuartel Hinojosa, que es vuestro pueblo.

-¡Cuánto se lo agradezco, Luciano! le dijo el general.

-¡A Hinojosa!... ¡Un villorro cerril en el riñón de Extremadura! exclamó Bibiana; ¡asombroso trueque!... ¡Agradecidos debemos estaros! ¿Quién os sugirió tan peregrina idea?

-El deseo de complacerme, y ha acertado, respondió a esta pregunta el general.

-En lo que te complace, repuso con disimulada amargura su mujer, parece que poco tomas en cuenta lo que pueda complacerme a mí.

-Nunca pudiéramos pensar ni Luciano ni yo, dijo el general, que pudieses preferir a mi pueblo otro que te fuese igualmente desconocido.

-El señor, replicó Bibiana, que no es ni tan anciano, ni tan modesto, ni tan... oscuro como tú, por demás pudo pensarlo.

El general levantó la cabeza, miró sorprendido a su mujer, y no contestó.

-Señora, exclamó Luciano, ¿cómo había yo de figurarme que para un destierro que necesariamente ha de ser corto, no eligieseis el pueblo de vuestro marido en la Península, que lo es igualmente de vuestro cuñado, donde está establecido con vuestra hermana?

-No había de elegir para mi residencia un pueblo de campo, porque vivan en él oscuros parientes de mi marido, a los cuales no conozco, y de los que quizás apenas se acuerde Campos; ni había de querer habitar un mal pueblo a causa de estar condenada a vivir en él una hermana descastada, con la que no me trato por haber casado a disgusto mío.

-Voy a ver a mi tío para que rectifique la instancia, dijo Luciano tomando su sombrero.

-De modo alguno, exclamó el general.

-¿Por qué? preguntó impaciente Bibiana.

-Lo uno, porque nada quiero pedir, contestó su marido; lo otro, porque esta segunda petición después de la primera, sería ridícula; pero si tanta oposición sientes a venir a Hinojosa, añadió con bondad, permanece en Madrid, hija mía. Mi destierro no puede ser largo, y levantado que sea, volveré a tu lado.

Bibiana vaciló un instante; pero creyendo notar una imperceptible sonrisa en los labios de Luciano, contestó con solemnidad:

-Verdad es que mi permanencia aquí podría serte útil; pero no: ¡nada, ni nadie nos separará nunca, sino la muerte!

Dos días después partieron el general y su señora, sin que hubiese consentido este que la herida en la pierna, que no estaba aún del todo curada, le sirviese, como era justo, de motivo para diferir el viaje.




ArribaAbajoCapítulo VII

Hinojosa es un pueblo de Extremadura, grande, tranquilo y triste, asentado en una llanura; sus horizontes los forman montes que lo encierran en su llano y hacen difíciles todas las comunicaciones. Apartado de las pocas carreteras que cruzan a España, puede que deba su sosiego a su aislamiento.

Al salir de una dehesa de encinas, se atraviesa un llano o prado, en el que en verano se disponen las eras, y se llega a una gran cruz de piedra que sobre su frente lleva el pueblo en señal de cristiano: álzase sobre gradas, que sirven de asiento a los paseantes. A la entrada del pueblo se ve el pilar3 de la abundante fuente, a la que van las mujeres por agua: ocupación que da siempre un aire patriarcal a los pueblos que escapan del sacudimiento de lo que llaman adelantos.

En una de las calles del pueblo, nombrada Corredera de San Diego, se veía una casa de poca apariencia, y de un solo piso como lo son todas. Sobre la puerta tenía unas grandes armas, toscamente esculpidas, y que cubría por partes una capa de ese verdín o musgo negro y amarillo, que crean unidos el tiempo y la intemperie.

Entrábase en esta casa por un vasto zaguán, el cual a ambos lados tenía grandes puertas que comunicaban a dos salas, las que no se abrían sino en las grandes solemnidades de la vida humana, esto es, cuando acontecía un nacimiento, una boda o un entierro:-tres divisiones de la vida del hombre, principio, objeto y fin, que tan solemnes son, y en las que llama éste a la religión para que las presida, aun cuando en otras ocasiones la olvide.

Al frente del zaguán había otra puerta, por la que se entraba en una gran pieza denominada cuerpo de casa, que al frente tenía otra que daba a una rústica galería o techadizo, el cual precedía a un espacioso corral en que estaban las cuadras, la tahona, el horno, los pajares: en fin, las oficinas todas de la labor, con entrada separada.

A ambos lados de esta puerta, en el cuerpo de casa, había dos grandes piezas; era una la cocina de los señores, y la otra la de los criados. En la primera, en la que no se guisaba, y que más propiamente se hubiera podido llamar comedor, había una enorme chimenea, cuya campana ocupaba todo el testero; ardía en ella de continuo en invierno un fuego magno, en el que se echaban árboles enteros.-A ambos lados había, arrimadas a las paredes laterales, tarimas cubiertas de cojines de lana, que serían tan admitidas y elegantes como lo son en las ciudades modernizadas las banquetas, si en lugar de la de tarimas, llevasen aquella elegante denominación. En huecos practicados en la pared, nombrados vasares, había colocados en simetría grandes cántaros llenos de agua, con exquisito aseo; sobre estos, en tablas, se ostentaba bien dispuesta una colección de búcaros de Salvatierra, de diferentes tamaños y hechuras.

En la embaldosada cocina de los criados estaba el tráfago de la casa y una escalera de piedra que subía a los doblados, esto es, a los graneros y desvanes, que se hallaban entre el tejado y los techos de las habitaciones. A ambos lados del cuerpo de casa daban las puertas de las salas y alcobas, que tenían ventanas, unas a un jardín, las otras a un huertecito, en los que se criaban flores, yerbas medicinales y las legumbres más precisas. Estas habitaciones interiores que comunicaban con las salas, tenían en sus ventanas cristales, mientras que las de las salas que daban a la calle tenían encerados. Consistía esto en que las mal inclinadas esperanzas de la Patria, esto es, la generación que ha de suceder a la actual, había jurado odio mortal y exterminio a los cristales; la muchachería, pues, que ha sido soberana antes de ahora, se había amotinado contra los cristales, y había triunfado sin barricadas, con su acostumbrado proyectil.

En la cocina de los señores, que hemos descrito, se veía una tarde sentada cómodamente ante el fuego en una excelente butaca americana, a una mujer joven, primorosa, pero sencillamente vestida. Tenía en brazos un hermoso niño al cual criaba; una negra, sentada en el suelo, se ocupaba en arreglar los preciosos rizos de una niña de tres años, y un muchacho de cinco corría hacia la puerta al encuentro de un hombre joven. Vestía éste un traje de fino atezado de ciervo, que consistía en una chaqueta y unas calzonas que caían sobre unas polainas de lo mismo.

-Taita, Taita4, ¿y Cimarrón?

-¿Pues qué, no ha entrado? respondió el cazador, que dio un silbido, precipitándose en seguida en la cocina un hermoso perro de caza, hacia el cual, después de besar la mano a su padre corrió el niño, poniéndose ambos, el perro y el niño, a acariciarse mutuamente. La niña de los rizos se desprendió de las negras manos que la retenían, y corrió hacia el cazador, que la recibió en sus brazos, y la criatura que mamaba soltó el pecho para sonreírle.

-Una liebre y dos perdices te traigo, Feliciana, dijo el cazador, dirigiéndose a la joven sentada en la butaca.

-Y yo en cambio te aguardo para darte una noticia tan grande y sorprendente como inesperada.

-Si es de política, guárdala y échale llave.

-¿Me ocupo yo de política? Es una noticia de familia, muy grata.

-¿Que han salido bien hechos los chorizos?

-Nada de cosas de comida, glotón; es cosa de más monta; es que vienen aquí mi hermana Bibiana y el general.

-¡Qué me cuentas!... ¿Te lo ha escrito ella?

-No: ella se acuerda poco de mí, y no ha contestado a mi carta en que le preguntaba por su marido cuando lo hirieron. Lo ha dicho el primo del general, el tío Miguel, a quien se lo ha escrito encargándole casa.

-¡Tu hermana la parisiense, la capitana generala de la corte... en Hinojosa! ¿Cómo es eso?

-Parece, que al general no sólo le han depuesto, sino desterrado.

-¿Al general Campos?

-Al mismo.

-No puede ser.

-Puede ser, puesto que es. ¡Ay, Pepe, qué de gracias tenemos que dar a Dios mis hijos y yo, de que te retirases del servicio!

-Tú lo quisiste; tú deseaste que se asegurase en fincas tu caudal.

-No el mío, Pepe: el nuestro, el de nuestros hijos. No te habrá pesado, pues has tenido tan buena mano, que has aumentado el patrimonio de tus hijos, y que vives aquí en tu pueblo, entre los tuyos, feliz, contento y tranquilo.

-No me ha pesado, no, y tú has contribuido a ello, haciéndome grata nuestra posición porque a ti te lo era. ¡Cuánto mejor es esto que no invertir uno su patrimonio en vana pompa, como lo ha hecho tu hermana! que tanto se preciaba de razón y de superioridad!

-Como no tiene hijos... dijo disculpando a la acusada, su hermana.

-Tampoco los deseaba.

-Eso lo diría para ocultar su desconsuelo a su buen marido.

-Te engañas, Feliciana. El egoísmo en su apogeo no quiere sino a su propio individuo; no ama a padres, marido ni hijos.

-No seas injusto: Bibiana quería a Campos.

-Quería al general que la hacía generala.

-Amaba a padre.

-Amaba en él su dinero. Si hubiese quebrado, puede que ese decantado amor hubiese descendido a la más completa indiferencia.

-¡Qué cosa tan fea estás diciendo! exclamó Feliciana en tono de reconvención.

-Lo que no impide que sea una verdad como un Evangelio.

-Nunca has querido tú a Bibiana.

-Esa es una verdad como una Epístola: no he hecho más que pagarla en la misma moneda.

-Niñada mía fue repetirte que se oponía a nuestro casamiento.

-Y ahora que eres mujer, ¿serías más disimulada?

-No; pero sería más prudente.

-Para recibir a tu gran señora de hermana, dijo Villareza recostado en la tarima y calentándose los pies en la hermosa candelada, espero que te quitarás ese vestido de percal catalán, y ese pañuelo de la India que llevas al cuello; pues aunque por cierto te sientan muy bien, es necesario que te pongas corsé, vestido de seda, cuello de encaje, adorno en la cabeza...

Feliciana interrumpió a su marido con una alegre carcajada, y exclamó:

-¿Te estás burlando? ¿Criando... corsé? ¿Para ver a mi hermana, sacar mis descoloridas y ajadas galas? Ya soy vieja para moños.

-Ya verás cómo se presentará ella, dijo el marido.

-Ella es esclava de su alta posición y del gran mundo en que vive. Yo, hijo mío, soy libre en mi tranquilo círculo, independiente en mi dulce vida privada.

-¡Tanto clamar por la libertad! dijo alegre Villareza, y quien menos la aclama, más la disfruta. Pero ello es que cuando nos vea su excelencia pensará: «¡qué gansos!».

-Sí, repuso Feliciana; pero cuando nos trate pensará: «¡qué felices!»

La conversación fue interrumpida por la madre de Villareza, que era viva, dispuesta, buena y algo gansa, y que entró diciendo:

-Vamos a merendar, hijos: tú, Feliciana, que es necesario te alimentes para satisfacer las agallas de ese robusto extremeño. Tú, hijo, que has estado cazando, y traerás la comida en los talones: y estos niños, que tienen movimiento y apetito perpetuo.

-Madre abuela, dijo el niño, Cimarrón también tiene hambre.

-Pues comerá, hijo mío, repuso la abuela. En la casa que Dios bendice, hay para todos: para sus dueños, sus allegados, sus criados, para los pobres y para los animales de Dios.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Poco tiempo después llegaron el general y su mujer a Hinojosa. Esta última venía tan en extremo displicente, que ni aun deseos demostró de disimular su displicencia. No notó ni quiso notar el completo cambio de su hermana, aquella niña mal criada y voluntariosa; cambio que habían producido, sobre un buen fondo, los años, la suave y buena dirección de un marido de talento y buen juicio, y el amor a sus hijos. Así sucedió que la cordial acogida que recibió de Feliciana, fue fríamente rechazada. En cuanto a los parientes de su marido, a los que el excelente hombre recibió con los brazos abiertos, tuvo el dolor de verlos recibidos por ella con tal desvío y altivez, que siendo el pundonor tan susceptible y arrogante en el pueblo español, ninguno de ellos volvió a pisar la casa de la parienta, que parecía menospreciar su trato. El general reconvino con su natural bondad a su mujer; pero no solo fueron desatendidas sus observaciones, sino agriamente combatidas, opinando ella que los deberes de la mujer podían obligar a la que cumplía estrictamente con ellos a seguir a su marido a un villorro, pero que no se extendían a obligarla a vivir en la intimidad de toda una soez parentela.

El general extrañó la proposición, y aun más el tono perentorio, seco y arbitrario con que fue emitida. Sus respectivas posiciones se habían trocado de repente, y sin transición. Del hombre tan encumbrado por su mujer, no quedaba ya sino un inválido, apartado del mando; un desterrado, sin salud, nervio, medios ni voluntad para reconquistar su posición; una hoja de servicios brillante, pero inútil, y una excelencia sin pedestal. Sucedía, pues, que el hombre inútil para su ambición y su enaltecimiento, había caído de un golpe de la cumbre de la adulación a la sima del desprecio. El egoísmo, que no se abrigaba ya bajo el manto del amor conyugal, aparecía en su acerba y brutal desnudez. El general, a pesar de su falta de mundo, y de su carácter sencillo y bondadoso, entrevió la verdad que tan patente y ostensiblemente se le mostraba; pero cerró los ojos para no ver.

Bibiana se dignó, pasado algún tiempo, devolver las visitas a las pocas personas notables del pueblo que la habían ido a ver, y en esta ocasión se hacía indispensable ir a casa de su hermana. Ataviose, pues, como lo hubiera hecho en la corte en igual ocasión de hacer visitas. Vestía sobre su emballenado corsé un rico traje de seda, hecho en París y guarnecido desde el cuello hasta el fin de la falda de riquísimos adornos de pasamanería y graciosos caireles; cuello y mangas de un precio fabuloso, y velo de encaje; y sólo había omitido las joyas, que en aquellas circunstancias la hubiesen puesto en ridículo. El general, que andaba con suma dificultad, la acompañó, no apoyado en el brazo de ella, sino en el de su asistente. Cuando llegaron a casa de Villareza, la madre de éste quiso llevarlos a la sala; pero su hijo y su nuera, que estaban, como solían, en la pieza llamada cocina, rodeados de sus hijos, quisieron recibirlos allí.

Bibiana entró con su consabido aire de reina. Feliciana se levantó para ofrecerle su butaca; pero ella no quiso admitirla, y se sentó en una silla, después de haberla sacudido con su rico pañuelo de olán y de encaje.

-Señora, le dijo picada la madre de Villareza, que era una extremeña muy viva y aseada; aquí todo podrá ser tosco, pero todo está limpio.

-Difícil es eso en una cocina, repuso Bibiana: y si no, ved, añadió señalando con el pie unas cáscaras de castaña que sobre la silla había puesto el niño.

-Villareza, dijo el general para cortar la contienda, no recordaba bien vuestra casa, pero por las armas la conocí.

Esta observación que ponía en relieve la nobleza del marido de su hermana, en ocasión en que se veía rodeada de la plebeya parentela de su marido, mortificó en sumo grado el orgullo de Bibiana, que dijo en desquite:

-Esas armas tan grandes al frente de esta casa tan chica y mezquina, me recuerdan un letrero que pusieron en la grandiosa portada erigida por su dueño en una pequeñísima finca, y fue este: compra huerta o vende puerta.

Las armas no aluden a la casa, señora, dijo Villareza; aluden a la familia.

-Y esa merece todo lo grande, intervino el general; aún recuerdo el refranete que corría en boca del pueblo:


Los señores de Villareza,
Chico caudal y grande nobleza.



-La nobleza la tienen ellos más aún en el corazón que en la sangre, que es lo que importa, añadió Feliciana.

Un fuerte grito de Bibiana, que fue el de ¡aparta! sobrecogió a todos, pero principalmente al niño, que admirado de la guarnición, y en particular de los caireles que adornaban el vestido de su tía, había ido poco a poco acercándose a ella, hasta tomar con la mano, en que poco antes tenía la castaña, uno de los caireles: lo que notado por su dueña le había arrancado aquel grito de indignación.

El angelito dio una huida atrás, se puso muy encendido, y puesta su manita sobre el lado izquierdo del pecho, se refugió al lado de su madre, a la que dijo:

-¡Jesús... Madre! ¡Qué aparta! Hasta el corazón me se menea.

Su madre lo cogió en sus brazos riendo, besándolo y chillándolo.

-¡Chillar una travesura a un niño! dijo con amarga sonrisa Bibiana; educación modelo!... como de y para Hinojosa.

-No es la travesura, es la gracia, repuso su abuela.

-¿Y no sabe otras? preguntó con la misma sonrisa Bibiana.

-Sí sabe, contestó su madre; sabe cantar. Canta, hijo mío, para que te oigan tus tíos.

El niño se encogió de hombros, y sin dejar de apoyarse en la butaca, pasó a un lado, en el que mirando a la lumbre permaneció callado.

-Déjenle ustedes, dijo el general; los pájaros y los niños cantan solo cuando quieren, no comprenden el canto, sino con la alegría que lo inspira.

-No solo el cantar, sino todo, lo hacen los niños consentidos, por su voluntad, Y no por obediencia, opinó Bibiana.

-Canta, Paco, le dijo su padre, en tono suave, pero decidido.

El angelito miró a su madre con cara triste; esta se sonrió con cariño, lo cogió de un brazo, lo trajo al frente de ella y le dijo:

-Canta, hijo mío, que lo manda padre.

El niño con la cara enfurruñada, cantó con bien entonada vocecita:


   La mañana de San Juan
Llevé mi caballo al mar;
Mientras mi caballo bebe
Echó mi niña un cantar.
   Dicen las aves del campo
Que se ponen a escuchar
Mientras que canta la niña:
«¡Qué serenito está el mar!».



-¡Qué preciosa vocecita tiene! dijo el general; ¡qué gracioso, y, lo que vale aún más, qué obediente es!-Ven, ángel mío, que te acaricie; voy a mandar por un sablecito para regalártelo.

-Ahora, dijo la madre, que estaba tan hueca y satisfecha como lo hubiese podido estar la madre de Rubini oyendo cantar a su hijo, ahora dirá con Mariquita la relación que ha aprendido en la amiga, para que vean que ella también es obediente.

La niña, que no era corta, y sí dócil, se puso en pie delante de su madre, que hacía de apuntador, y dijo sin acabar de pronunciar algunas palabras, y desfigurando otras con esa dulce algarabía de los niños, que comprenden las personas que los aman:


   ¿Quién era aquella Señora
Que por la sierra venia?
Era la Virgen María
Que traía un niño en brazos;
Abierto por los costados,
Agua y sangre le corría.
¿Con qué lo limpia María?
Con su pañuelo bordado.
   En llegando San Miguel
Con su espada y su broquel,
Su plumero de colores,
Pregunta por los pastores:
Estos van de romería.
   Santa Ana parió a María,
Y María parió a Dios:
Diga usté, ¿cual de las dos
Parió con más alegría?
Unos dicen que Santa Ana,
Y otros dicen que María.



Con la última palabra de la relación se puso Bibiana en pie.

-Vámonos, Campos, dijo. No tenemos tiempo de entretenernos oyendo relaciones de niños, tenemos que ir a otras casas, y aquí se come elegantemente a la una en todas partes.

-En cada país hay sus usos, replicó el general; a mí me gusta comer temprano. Las cenas que ahora se llaman comidas, no me caen bien; pero a Bibiana le gustan!...

Apenas se hubieron ido, exclamó la madre de Villareza:

-¡Jesús, y qué manojo de abulagas! ¡Feliciana! ¡mentira parece que sean ustedes hermanas!

-Las desgracias agrian repuso esta.

-A los soberbios, añadió su marido; ve cómo no está agriado el general.

-Ese es angelical, repuso Feliciana.

-Sí, sí, opinó su suegra; se conoce que a él se le caen los calzones de hombre de bien; pero... ella!... ella, hija mía, está con un pie aquí y otro en el infierno.




ArribaAbajoCapítulo IX

Varios meses habían pasado. Volvía la primavera, Hebe de la naturaleza, con todas sus alegrías, que encantan, resplandecen, embalsaman y vivifican los días, y que quitan a las noches su lobreguez. El cielo sacudía sus nubes como la pura fe sus dudas; el viento trocaba sus tristes amenazas en suaves arrullos, y el hombre veía brotar, verdes como la esperanza, las mieses que sembrara repitiendo la oración que su mismo Criador le enseñó:-Danos, señor, el pan nuestro de cada día. Era una noche callada y de calma: la luna, en su lleno, no resplandecía, pero alumbraba, como lo hace en nuestra mente el buen sentido. Esparcíase su modesta luz perpendicularmente sobre el llano en que se extiende Hinojosa, que aparecía como el rodezno de una enorme rueda en el centro del llano.

Dirigíase hacia ella un viajero joven con su guía. Este viajero era Luciano Encina, en cuyo semblante resplandecía uno de esos goces que buscan su complemento en que otros participen de ellos.

Apenas hubo llegado al mesón, y entregado su caballería, cuando tomó las señas y se dirigió a la casa del general.

Sentada estaba Bibiana a una mesa de tresillo, en la que la acompañaban con el debido respeto algunos individuos de la numerosa falange de administradores que pululan en toda la Península, donde no hay pueblo, por insignificante, que sea, en que no se encuentren. Dignábase censurar ásperamente una jugada del más torpe de ellos, cuando con sorpresa vio entrar al antiguo ayudante del general.-Nunca su tedio hacia el consagrado amigo de su marido fue más violento en su corazón ni más patente en su semblante; nunca exaltó más el despecho que contra él sentía su mala conciencia.

-¿Usted por acá?-Con esta frase, desabridamente pronunciada, correspondió la dueña de la casa al saludo de Luciano.

-Sí señora, contestó este, y es porque tengo que hablar con el general; pero no le veo.

-No es extraño, repuso mezclando los naipes Bibiana; mi sociedad no le agrada tanto como la de mi hermana, en cuya casa pasan su vida.

Luciano disimuló una desdeñosa y amarga sonrisa, y salió para inquirir de los criados las señas de la casa de Feliciana; pero lo que supo fue que el general ya hacía mucho tiempo que había vuelto de allí, y que se hallaba en su aposento.

Luciano corrió apresuradamente hacia la habitación que le indicaron; abrió la puerta y se precipitó en ella; pero al entrar se quedó inmóvil al ver el cuadro que se le presentaba. Sentado el general en aquel desnudo y desabrigado albergue sobre una tosca silla, desprovisto hasta de la más sencilla y usual comodidad, tenía extendida sobre un banquillo una pierna horrorosamente hinchada y cubierta de llagas, sobre las que, con buena voluntad y torpe mano, aplicaba parches y ceñía vendajes su fiel asistente. Había adelgazado el anciano en tales términos, que su pierna abultaba más que su cuerpo; su semblante estaba de tal manera caído, marchito y doliente, que Luciano creyó ver en estos estragos los precursores de una cercana muerte. Su corazón se oprimió; su sobresalto le impidió moverse ni pronunciar una palabra.

-¡Luciano! ¡hijo! exclamó con alborozo el general abriendo los brazos.

Luciano se echó en ellos, y permaneció con el rostro oculto sobre el hombro de aquel que amaba como a padre, dando libre curso a sus lágrimas.

-Porqué lloras, hijo mío? dijo con paternal y bondadosa voz el anciano.

-De alegría, señor, repuso Luciano incorporándose y haciendo por sonreír; vengo a deciros que está levantado vuestro destierro, y que podéis volver a Madrid.

-¿Se lo has dicho a Bibiana?

Esta pregunta fue la expresión del efecto que produjo en el general la inesperada nueva que le traía Luciano.

-No, señor, respondió el interrogado; no he hecho más que llegar y buscaros.

-Avisa a la señora que deseo verla, para comunicarle una noticia que le será grata, mandó el general al asistente, que salió a cumplir su cometido.

-Señor, dijo Luciano cuando estuvieron solos, ¿cómo se ha exacerbado vuestra herida hasta el punto de poneros en el estado en que os encuentro?

-Los fríos, hijo mío; la vida sedentaria a que no estoy acostumbrado.

-Unidos a la falta de cuidados y de asistencia para prevenir estos malos efectos, le interrumpió con dolor Luciano. ¿Quién os asiste?

-El cirujano de aquí, respondió el general, y creo que no es muy diestro.

-¡Y qué! ¿no se ha mandado a la próxima capital por un profesor consumado en su ciencia? exclamó Luciano.

-No ha querido, dijo al entrar en el cuarto Bibiana, que había oído la pregunta de Luciano: los señores de la edad de Campos, se hacen tercos, y no escuchan consejos.

El mí había quedado suprimido, lo cual, después de lo que había visto, no pudo sorprender a Luciano, que exclamó con amargo dolor:

-Señora, estas cosas se hacen sin el consentimiento del paciente.

-Nunca he hecho yo nada sin consentimiento de mi marido, repuso en tono de severa dignidad Bibiana; un celo exagerado solo sirve para contrariar a un enfermo.

Luciano, cuya sangre hervía de indignación, iba a contestar; pero el excelente general le previno diciendo:

-Dice bien Bibiana, hijo mío; no he querido dar más importancia a mi dolencia de la que realmente tiene. Sabes que no soy aprensivo, y que por el contrario soy enemigo de andar con médicos y botica; y mira que si tanta importancia das a este mi padecer, que la sola primavera con su suave aliento curará, me vas a infundir aprensión.

-No me pesará, si esto contribuye a que os pongáis finalmente en cura, repuso Luciano.

-Me alegraré que consigáis vos lo que no he podido conseguir yo, dijo Bibiana; pero a todo esto, ¿cuál es el motivo porque se me ha obligado a dejar mi partida? ¿Es para oír al señor censurar sin datos, y solo movido por el afán de ostentar un celo y un interés por tu salud, superior a todos los demás, oírle, digo, condenar el método curativo del cirujano que te asiste?

-No hija mía, no, repuso el general; es para decirte que, gracias sin duda a las activas gestiones de Luciano, está levantado mi destierro y obtenida la licencia para volver a Madrid.

-Al fin te hicieron justicia, repuso fríamente Bibiana, que supo disimular la inmensa alegría que le causó esta noticia; nos pondremos, pues, añadió, inmediatamente en camino.

-Cuando tú dispongas, respondió su marido.

-Y si el facultativo os halla capaz de emprender tan largo y molesto viaje, opinó Luciano.

-El cirujano de aquí, que no tiene la ventaja de merecer vuestra confianza, no puede ser voto en la materia, repuso Bibiana.

Luciano no contestó, pero sin decir a dónde iba, partió a la madrugada; y a la noche del día siguiente estaba de vuelta, trayendo consigo al mejor facultativo de Córdoba, que está a catorce leguas de Hinojosa.

El profesor, después de examinar al paciente, declaró la cura completamente errada; opinó que falta de tono la naturaleza del paciente por la dicta, las evacuaciones de sangre y la vida sedentaria, habían perdido los humores su natural equilibrio, habíanse hecho sus llagas crónicas, y, lo que era aún peor, causado un principio de hidropesía de humores. Como único medio de salvación propuso los cercanos baños de Aguas-Calientes.

Esta perentoria ordenanza, que destruía de un todo los planes de Bibiana, fue muy mal acogida por ella, que no creía a su marido de tanta gravedad, y que se figuró ver al médico cohibido por las alharacas de Luciano; así que, sin atreverse a desecharla positivamente, la combatió con cuantas objeciones pudo formular, las que cayeron todas ante los claros y patentes argumentos del facultativo.

Luciano, que conocía cuanto pasaba por la fría y egoísta mente de aquella mujer, callaba indignado. El general, que comprendió que lo que deseaba su mujer era volver a la capital, dijo al cirujano, con aquella abnegación de sí mismo y aquel sincero cariño hacia su mujer que le eran propios:

-Señor, yo no tengo ninguna fe en esos baños; los tomaría con suma repugnancia, y estoy persuadido de que un remedio que se toma sin fe, no aprovecha.

-Esa es la suerte de los charlatanes, repuso el profesor, el inspirar más fe y confianza que nosotros. Por mí no puedo ni debo sino insistir en mi dictamen, y suplicaros encarecidamente que lo sigáis, aun sin tener confianza en él. El axioma moral de que la fe salva, no lo es físico, y solemos salvar a enfermos por medios que les repugnan y que combaten.

-Mi presencia sería conveniente y necesaria en Madrid donde se me destina, objetó el general.

-Pero tenéis para no ir la más válida de las disculpas, repuso el médico.

-¿Disculpa? ¡Si supieseis qué mal se aviene la palabra disculpa con la de disciplina! dijo el veterano; en toda mi vida he hallado una para interponer entre mi deber y mi conducta.

-Lo que decís, señor, exclamó el cirujano, es o una exageración o un pretexto.

-Lo que dice mi marido no es lo uno ni lo otro, dijo sentenciosamente Bibiana; obra en esta ocasión como lo ha hecho toda su vida, acertadamente.

-El general yerra, exclamó sin poder contenerse por más tiempo Luciano; yerra llamando deber a lo que no lo es; yerra llamando disculpa a lo que no lo es tampoco. Señor, prosiguió dirigiéndose al general, tomaréis los baños que os han de devolver la salud. Doloroso es decirlo, pero estáis más malo de lo que pensáis, e insensato sería no poner en práctica los medios de curación indicados por la ciencia. ¡Qué escándalo sería, añadió con creciente exaltación, el que las personas que os aman, no os hiciesen cariñosa violencia para que tratéis de conservar vuestra preciosa vida! En cuanto a mí, no tendré nunca que reprocharme el no haber contribuido a ello con todas las fuerzas de mi razón, de mi corazón y de mi alma.

-Siendo así, está decidido el viaje a los baños, porque sabemos la influencia que sobre mi marido tenéis, dijo con aparente calma Bibiana. Si no le sentasen bien, yo me lavo las manos.

-Es que yo no respondo de la cura, dijo exasperado el facultativo; de lo que sí respondo, señora, es de que si hace el general el proyectado viaje a Madrid, si llegase en vida, será para perderla a los pocos días. Forzoso es, en vista de la oposición que hacéis a mi dictamen, que hable con esta claridad, que poco conmoverá al general, porque es un valiente.

-¡Padre! ¿os opondréis aún? exclamó Luciano estrechando con vehemente súplica la demacrada mano del general entre las suyas.

-No, hijo mío, no, repuso el general: la propia conservación es el deber del cristiano.

Iré a los baños, estaré un mes. Tú, Bibiana, partirás, para Madrid; me disculparás con la autoridad y con mis amigos, y cuidarás de establecerte convenientemente y a tu gusto, para que cuando, mediante Dios, vuelva a tu lado, te halle ya sosegada y fuera de todos los embarazos de la instalación.

-¿Pero quién te acompañará a los baños? dijo con dulcificada voz Bibiana.

-Juan mi asistente, que está hecho a mis mañas.

-Os acompañaré yo, señor, exclamó Luciano.

-¿Tú, hijo? preguntó enternecido el general.

-Sí, yo, vuestro hijo; que un hijo no desampara a un Padre, respondió Luciano.




ArribaAbajoCapítulo X

Quince días después hallábase instalada Bibiana en el lucido estrado de la casa que había tomado y montado con todo lujo en Madrid.

El lujo, cual la luz a las mariposas, había atraído allí a un crecido círculo de gentes ociosas; y el buen recuerdo del general, que tenía muchos amigos, había reunido al rededor de su mujer militares de graduación y de categoría; por lo cual Bibiana vio con indecible satisfacción a su tertulia mencionada en las gacetillas de los periódicos.

Estaba intrigando y esperaba conseguir el ser convidada a un banquete que debía darse en Palacio; así, pues, había llegado esta mujer al apogeo de su constante afán de figurar, y de su anhelo por la pompa vana. En la embriaguez que le causaban sus satisfacciones y sus lauros, leía con distracción las cartas que recibía de su marido, y con impaciencia las postdatas que solía añadir Luciano, al que encargaba el general que cerrase las cartas. En ellas le decía que el estado del general empeoraba por días, y que éste, solo por lo sufrido que era, y por no alarmarla se lo ocultaba en sus cartas.

-Quiere asustarme, pensaba Bibiana; estará aburrido y querrá venirse, y que le releve yo; pero se engaña: él que con tanta bambolla de cariño se ofreció a acompañarle, que cumpla lo ofrecido.

Entre tanto veía Luciano con dolor que los baños, que meses antes hubieran podido restablecer al general, ya no alcanzaban a salvarle. Inseparable del paciente, ponía en juego en lo material todos los recursos de su entendimiento, y en lo moral todos los de su corazón, para endulzar al noble y excelente anciano los últimos días de su vida.

Mucho sufría Luciano, porque, triste es decirlo, pero ello era que la postración de las fuerzas físicas había traído consigo, a pesar de la varonil serenidad del general, un gran decaimiento de ánimo. Una profunda melancolía al presentir la muerte se había apoderado de aquel que tantas veces la había mirado cara a cara sin pestañear; y lo que más contribuía a aumentarla, era la ausencia de aquella compañera a la que Dios dio por misión ocupar con el Ángel de la guarda la cabecera del compañero moribundo.

La cercanía de la muerte estrecha los lazos de nuestras afecciones, esperando quizá por ambas partes que no se atreverá la cruel a desatarlos. ¡Vana ilusión!-¡Lugar a los venideros! dice la implacable aposentadora: a vos la mansión eterna y sin límites, en la que hay sitio para todos.

-¿Vendrá? decía una noche que más postrado que otras se hallaba el general.

Luciano, que desde luego comprendió que una vez lanzada en las grandezas y honores aquella mujer de corazón vano y seco, no vendría, contestó:

-Señor, como siempre le escribís que seguís sin novedad, es de creer que no piense en hacer este penoso viaje, y que os aguarde allí.

-Verdades que no he querido alarmar su cariño, pero me siento hoy muy grave, y tanto que no me es posible escribirle; hazlo tú en mi nombre, hijo mío, y dile que antes de morir quiero verla.

Luciano quiso contestar; pero no pudo, porque las lágrimas ahogaron su voz, y se levantó para cumplir los deseos de general.

Pasaron algunos días sin que llegase respuesta de Bibiana.

Una tarde le dijo el médico al general:

-Tenéis una buena esposa, señor; hoy he recibido una carta suya, en la que, llena de interés y de cuidado, me pregunta por el estado en que os halláis, queriendo, si no hubiese mejoría, trasladarse a vuestro lado. Por lo visto le habéis ocultado que desgraciadamente estas aguas no han surtido el deseado efecto.

-No he querido darla esa pena, contestó el excelente hombre.

-Luciano dijo el general cuando el facultativo se hubo ido; toma este reloj, que fue de tu padre, y que me legó a su muerte. Él ha señalado una por una muchas de las horas de nuestra vida, y entre estas horas no hay una cuyo recuerdo haya podido despertar un remordimiento, ni hacer sonrojar nuestra serena frente. Sean las horas de tu vida que señale de aquí en adelante, como las anteriores, puras, honradas y felices; y cuando hagas la elección de la compañera de tu vida, deja a la aguja dar muchas vueltas antes de fijarla.

-Por fin conocéis... exclamó involuntariamente Luciano.

-Que eres el mejor de los amigos y el más tierno de los hijos, le interrumpió el general; por lo cual te dejo mi último y secreto encargo.

-Decid, señor, exclamó Luciano.

-¡Dile que la perdono!-y ahora, hijo mío, manda llamar al padre Cura.

-¡Señor!... repuso consternado Luciano.

-Compláceme, hijo. Las disposiciones religiosas no apresuran la muerte y tranquilizan el espíritu.

Algunos días después de esta escena, estaba Bibiana enajenada de placer y radiante de orgullo satisfecho. Había sido convidada al banquete regio.

Ostentando un traje magnífico, aunque, según su costumbre, serio, estaba delante de su tocador colocándose las últimas joyas de su rico joyero, cuando le fue entregada una carta.

-No me puedo detener a leerla, dijo contrariada. La marquesa de F., con la que voy a Palacio, me está aguardando.

-Es que viene de Aguas-Calientes, repuso la doncella.

-¡Cómo! si no es la hora de la llegada del correo.

-La trae un propio.

Bibiana se detuvo y quedó un momento pensativa.

-Alguna nueva alarma de Luciano, pensó; pero sea lo que fuere... ¿qué puedo yo hacer a esta hora? Nada. Si acaso contiene la carta alguna cosa grave, lo que no creo, que necesitase tomar disposiciones, sean de la clase que sean, hasta mañana nada se podría hacer: un instante después que hubiese llegado, me habría encontrado fuera de casa. ¿Qué hago con leerla? Dado caso que traiga alguna mala noticia, que pida alguna consulta o algún medicamento, nada se podría hacer a estas horas. Leerla sería, pues, proporcionarme inútilmente una mala noche, que me impidiese corresponder a la honra que me ha hecho la reina.

Bibiana guardó la carta sin leerla, se puso su abrigo, y partió.

Cuando entró a la madrugada siguiente, abrió la carta y la leyó.

Era la respuesta del cirujano, que Luciano enviaba con un propio, añadiendo dos renglones en que le decía que su marido iba a ser administrado.

Al leer esta carta Bibiana, sintió uno de esos terribles sacudimientos con que a veces se ablandan los corazones más empedernidos; porque el sentimiento del deber, sofocado, desoído, menospreciado, combatido y al parecer vencido por los sofismas del amor propio, existe en todo aquel que haya oído la palabra de Dios, o siquiera haya sentido la influencia de la cultura moral.

-¡Morir! ¡Morir!... Jesús! repitió con creciente angustia; ¡morir! ¡yo ausente! ¡Qué se dirá!

Bibiana mandó apresuradamente por una silla de postas. Escribió a un facultativo de fama para que la acompañase: se vistió, lo arregló todo con admirable tino y precisión, de manera que pocas horas después todo estaba pronto, y ella lista para partir;... cuando al dirigirse a la puerta para verificarlo, abriose ésta de repente, y en ella se presentó Luciano.

-Es tarde, señora, dijo con voz solemne.-¿Tarde? !Cómo!... ¿Y Campos?

-Ya no os aguarda.

-¡Es decir que ha muerto!

-Como os lo previne.

-Llegó tarde la carta.

-¿Y las anteriores?

-¡Dios mío! ¡No os creí!

-Como yo nunca os he creído a vos.

-¿Venís a insultarme?

-No, señora, vengo a entregaros esta llave.

-¿Qué llave?

-Con esta llave encerré en su féretro, después de haberle cerrado los ojos, al abandonado esposo, al desatendido compañero.

Bibiana cayó sobre un sofá, convulsa y deshecha en lágrimas.

-¡Sabéis llorar? ¡Sabéis llorar? dijo con amarga ironía Luciano. Preciso era que de la tumba se alzase el remordimiento, cual la vara de Moisés, para hacer brotar fuentes de las rocas.

-Advertid, repuso Bibiana levantándose erguida, que me habéis visto atribulada, pero no arrepentida. ¿De qué pudiera yo estarlo?

-De haber merecido el perdón que os traigo: ese último suspiro de aquel que no quiso creerme cuando en su día le dije: «creo que nadie, pero menos que nadie vos, puede hallar la felicidad unido a una persona fría, orgullosa y egoísta». Ahora, señora, añadió con amargo desdén Luciano, cubríos con vuestro luto, ostentad vuestras tocas de viuda; no os las volváis a quitar; persuadid al mundo que sois la perfecta viuda, como le persuadisteis de que erais la perfecta casada, engañándole con vuestro dolor como le habéis engañado con vuestro cariño

-Ahora, como antes, apareceré y me tendrá el mundo por lo que he sido y soy, repuso Bibiana disimulando con un aire altanero su furor y su humillación.

-A veces, replicó Luciano, se asientan los juicios del mundo, y aun descansa nuestra propia percepción, sobre un colchón de viento, cuyo vacío asombraría al que llegase a palparlo.

-No turbará vuestra constante e incalificable malignidad mi conciencia, dijo Bibiana con altivez.

-No lo dudo, contestó alejándose Luciano; cuando el egoísmo paraliza el corazón... la conciencia está inerte!

FIN




ArribaAbajoEpílogo

-La casa de la viuda del general Campos es reputada como el santuario de la austeridad digna, ejemplar y piadosa; como el santuario de los recuerdos, y la mansión del luto eternal. El orgullo puede tomar todas las formas, y hasta fingir los bellos sentimientos del corazón para obtener el lauro que estos alcanzan.

En la sala de la viuda se ostentaba un magnífico retrato de cuerpo entero del general, de grande uniforme, en un suntuoso marco. Sobre la chimenea, en un cajón de terciopelo cubierto con un fanal, estaba su espada. Sobre el sofá estaba colgado un hermoso cuadro en el que se representaba el cementerio de Aguas-Calientes, y en él el suntuoso mausoleo de mármol levantado allí por la Semiramis, que en no interrumpido luto presidía la grave reunión de personas que simpatizaban, las unas con sus recuerdos, las otras con sus virtudes, otras con su gravedad.

Un día que salia de aquella casa el tío de Luciano, que hemos mencionado en otra ocasión, encontró a su sobrino, y le dijo:

-Luciano, ¿sabes que a pesar de aquel disonante y ridículo mi, y de aquellas recalcadas celebraciones que tanto me chocaban antes, me he convencido de los nobles sentimientos de la generala Campos, así como del profundísimo cariño que tuvo a su excelente marido?

El interpelado no contestó.

-Me parece, Luciano, añadió su tío con alguna extrañeza, que hay poca consecuencia de tu parte en el extraordinario cariño que tuviste a Campos y en el ostensible desvío que tienes a su mujer.

Luciano abrió los labios para contestar, pero se retuvo, y permaneció callado.

-No hallo, prosiguió el tío, razón alguna que motive o disculpe esta inconsecuencia, que llama mucho la atención. No podrás negar lo que es notorio y está a la vista de todos, esto es, que la generala es un dechado de virtudes y de méritos.

-Hay virtudes que solo tienen de tales la corteza, esto es, lo exterior, repuso Luciano.

-Hijo, esa es una sutileza que no alcanzo, aplicada a una mujer como Bibiana, que es austera...

-Sin virtud, repuso impaciente Luciano.

-Devota...

-Sin religiosidad.

-Limosnera...

-Sin caridad...

-Dadivosa...

-Sin generosidad...

-Perfecta viuda.

-Sin haber sido buena casada.

-De manera que la generala es a tus ojos un ente anómalo, un tipo nuevo, dijo sonriendo su tío.

-No señor, es muy antiguo.

-¿Y cómo lo denominas?

-La Farisea, señor, contestó Luciano.